12

Barbara Cramer había conocido a John Williamson mientras trataba de vender una póliza de seguros colectiva a la firma electrónica donde trabajaba como director general. Él se mostró distante, casi grosero; tras haberse olvidado de la cita e irritado porque ella no podía posponerla para el día siguiente, la dejó esperando en la recepción un buen rato antes de recibirla en su despacho oscuro y escasamente amueblado donde se sentaba tras un escritorio gris de acero, fumando un cigarrillo detrás de otro y sin apenas prestarle atención, mientras ella procedía a explicarle los detalles de la póliza.

Era la primera hora de la tarde y, pese a su frialdad, ella se mostró tranquila y segura. Había llegado allí después de un agradable encuentro con Bullaro en un motel y luego había disfrutado del viaje cruzando el valle, canturreando en el coche al son de la música de la radio, con el cuerpo aún fresco después de la ducha. A menudo sentía que conducir un coche era una experiencia sensual, una ocasión para estar momentáneamente alejada de los demás y abstraída en sus pensamientos más íntimos. No dudaba de que miles de californianos también buscaban a diario el solaz y los beneficios de la reflexión detrás de los volantes de sus coches. Los Ángeles era una ciudad de meditabundos motorizados, de viajeros interiores que fantaseaban a lo largo de las autopistas. Y la sensación de bienestar que la había invadido esa tarde soleada no podía verse perturbada por el rudo ambiente en el despacho de Williamson.

En todo caso, ella sentía curiosidad por ese hombre que parecía esforzarse por dar la impresión de que no le importaba la impresión que daba. Su despacho era tan obviamente austero que parecía que él lo había dispuesto cuidadosamente de ese modo. En vez de objetos personales o fotografías sobre su escritorio, había dos ceniceros llenos hasta el borde de colillas. No había alfombra en el suelo; las sillas eran incómodas; las grises paredes estaban desnudas, con la excepción de la pared detrás de él en la que había un gran cuadro que mostraba dos caminos vacíos que se extendían en el desierto y convergían en la distancia hacia la nada. Sus contestaciones a la mayoría de sus preguntas eran monosilábicas; sus comentarios eran siempre breves; su actitud, indiferente. Y, no obstante, ella sentía que cerca de esa superficie había una necesidad casi desesperada. Tal vez se tratase de un hombre que había alzado un muro a su alrededor que alguien podría escalar.

Cuando terminó sus explicaciones sobre la póliza, de repente él se puso en pie dando a entender que la reunión había llegado a su fin. Dijo que si le dejaba los documentos, él los estudiaría y la telefonearía al cabo de una semana con su respuesta. Después de que pasase una semana sin que él la llamase, lo hizo ella y le preguntó si podrían almorzar juntos. Él dijo que no le interesaba el almuerzo; en cambio, le proponía cenar. Ella aceptó y, en contra de lo esperado, pasó una velada deliciosa.

Cenaron en un restaurante oriental en Hollywood Hills; luego fueron a un club nocturno. Bebieron bastante, hablaron sin tapujos y abiertamente de sus vidas privadas; ella no podía creer que ese hombre interesante y amable fuera el mismo individuo rudo que había conocido en el despacho. O tenía una doble personalidad o simplemente le había conocido en un mal momento. Ahora sentía que estaba relajado en su compañía. Parecía tener muchos puntos en común con su propio pasado: ambos procedían del campo y vivían en una de las ciudades más populosas del país; eran exiliados de la pobreza blanca y rural que trataban de tener éxito en el mundo de las grandes empresas sin las usuales credenciales y contactos —aunque Williamson admitió esa noche que estaba a punto de dimitir de su compañía para empezar con una pequeña agencia propia—. Si bien Barbara vio de inmediato que él no le serviría para hacer publicidad de sus pólizas entre los colegas, no le importó. Su interés fue de repente algo estrictamente personal y, cuando salieron juntos y del brazo del club, él sugirió de manera impulsiva que el viernes por la tarde fueran juntos a pasar el fin de semana.

Ella estuvo de acuerdo y tres horas más tarde, un poco cansados pero aún entusiasmados, estaban en San Francisco ante la conserjería de un hotel.

—Dos habitaciones —anunció Williamson al conserje, que, después de mirar a la pareja, preguntó:

—¿Por qué dos habitaciones?

—Porque somos dos personas —replicó Williamson.

Dormir separados esa primera noche fue una decisión que a Barbara le pareció romántica. Y fue una de las varias sorpresas pequeñas y agradables que harían aún más fascinante a John Williamson. La segunda noche tampoco hubo sexo, y cuando finalmente hicieron el amor, después de haber regresado a Los Ángeles y haber pasado la tarde en el apartamento de Barbara, fue la excitante culminación de un fin de semana de una intimidad cada vez más profunda y de un deseo intensificado.

El efecto que él tuvo sobre ella fue un entusiasmo inmediato y agradable. En su compañía se sentía extrañamente tímida, femenina y nada agresiva, aunque al mismo tiempo no menos independiente. Se sentía tan libre como siempre de proseguir con sus caprichos y aspiraciones. Y a través de sus conversaciones, sabía que él percibía y admiraba su estilo y espíritu independientes, y que justamente eran esas cualidades las que le habían atraído poco a poco en aquel primer encuentro, pese a su tosquedad. Las mujeres sometidas y dependientes no le atraían, le dijo, ni tampoco el doble código que existía entre los sexos, ni los papeles convencionales que predominaban en casi todos los matrimonios, incluyendo su propio matrimonio fracasado. Si volvía a casarse, le contó a Barbara, no quería una mujer esclava, sino un socio fuerte de igual a igual en una relación que sería avanzada y con espíritu de aventura.

A medida que Barbara pasaba más tiempo con él en Los Ángeles, viéndole casi cada noche y a veces visitando su piso de soltero en Van Nuys, se dio cuenta de que casi todos sus libros eran de psicología, antropología, y que la sexualidad no solo representaba una curiosidad intelectual de su parte, sino también un creciente interés profesional.

Las ambiciones profesionales de John Williamson parecían pasar de la ingeniería mecánica a la ingeniería sensual, de las maravillas de la electrónica a la dinámica de Cupido. Aunque sus preocupaciones estribaban en la sociedad contemporánea, su conocimiento se extendía a la Antigüedad y a las religiones primitivas, a los primeros profetas y los herejes, los científicos y los disidentes de la Edad Media, así como a los librepensadores y los fundadores de las utopías rurales de la era industrial. Estaba especialmente interesado en la obra del polémico psiquiatra austríaco Wilhelm Reich, que se oponía a la doble moral sexual y a la represión general de las mujeres, como el medio que tenía la sociedad para conservar la unidad familiar, que consideraba indispensable para el mantenimiento de un Estado fuerte. En un mundo dominado por los machos, sugería Reich, había «un interés económico» en preservar el papel de la mujer como «proveedora de hijos para el Estado» y la encargada de las tareas domésticas sin recibir remuneración. «Debido a la dependencia económica de la mujer ante el hombre y a su menor importancia en el proceso de producción —observó Reich en una ocasión—, el matrimonio es una institución protectora para ella, pero al mismo tiempo se ve explotada por esa misma familia.»

El condicionamiento social, normal y temprano de la mujer fue descrito por Reich como «negador del sexo» o, en el mejor de los casos, como «tolerante respeto al sexo», pero según la moralidad conservadora propugnada por los gobiernos y las instituciones religiosas, esa pasividad sexual hacía de las mujeres esposas más fieles aunque no necesariamente amantes más osadas. Mientras tanto, los hombres se permitían satisfacer su lujuria en lo que Reich denominaba «sexualidad mercenaria» con prostitutas, amantes u otras mujeres que la sociedad respetable tenía en baja estima. Procedentes en gran parte de las clases bajas, esas mujeres eran las sirvientas sexuales en un sistema que las despreciaba y castigaba, pero que no las podía eliminar porque, tal como escribió Reich, «el adulterio y la prostitución son parte integrante de la doble moral sexual que permite al hombre, tanto en el matrimonio como antes de él, lo que, por razones económicas, se debe negar a las mujeres».

Si bien Reich personalmente no era partidario de la prostitución o la promiscuidad, no creía que la ley debiera intentar prevenir actos sexuales entre adultos que consienten en realizarlos, incluyendo a los homosexuales, ni tampoco reprimir las expresiones de amor sexual entre adolescentes. «Se afirma constantemente —escribió— que es necesario la abstinencia de los adolescentes para el interés de los avances sociales y culturales. Esta afirmación está basada en la teoría de Freud de que los logros sociales y culturales de un hombre extraen su energía de las energías sexuales, a las que se ha modificado su objetivo original por otro “superior”. Esta teoría es conocida como “sublimación”. […] Se argumenta que las relaciones sexuales entre jóvenes harían disminuir esos logros. El hecho es —y toda la sexología moderna está de acuerdo en ello— que todos los adolescentes se masturban. Solo este hecho ya rebate el argumento, porque ¿podríamos afirmar que las relaciones sexuales interfieren en los logros sociales mientras que la masturbación no lo hace?»

A lo largo de toda su carrera profesional, que empezó en los años veinte cuando trabajó como asistente clínico de Freud en Viena, la valiente defensa de Wilhelm Reich del placer sexual perjudicó su vida y al final le llevó a una cárcel estadounidense donde murió en 1957. Alejándose del análisis puramente verbal de Freud, Reich estudió tanto el cuerpo como la mente. Después de años de observación clínica y en su trabajo de asistencia social, llegó a la conclusión de que se podían detectar señales de comportamiento enfermizo en la musculatura de un paciente, la inclinación de su postura, la forma de la mandíbula y la boca, los músculos rígidos, huesos rígidos y otras características físicas de naturaleza defensiva o inhibida. Reich consideró la rigidez del cuerpo como una «coraza».

Creía que todas las personas vivían bajo diversas «corazas» o «armaduras» que, al igual que los estratos arqueológicos de la Tierra, reflejaban los acontecimientos históricos y las turbulencias de toda una vida. La «armadura» de un individuo que se había desarrollado para resistir al dolor y al rechazo también podría bloquear su capacidad para el placer y el éxito; sentimientos ocultos demasiado profundamente podrían ser liberados solo por actos de autodestrucción o perjudiciales para los demás. Reich estaba convencido de que la privación y la frustración sexuales motivaban gran parte del caos y las guerras del mundo actual (el lema de los años sesenta, «Haz el amor, no la guerra» con respecto a la guerra en Vietnam, reflejaba de algún modo el pensamiento de Reich). Culpaba al moralismo antisexual de los hogares y las escuelas religiosas, junto con la «ideología reaccionaria» de los gobiernos, por el papel que desempeñaban en la formación de unos ciudadanos que temían las responsabilidades y favorecían la autoridad.

Además, Reich creía que quienes no pueden lograr una gratificación sexual en sus propias vidas tienden a considerar las expresiones sexuales como viles y degradantes, síntoma del comportamiento de Comstock y otros censores; Reich sugería también que la tradición religiosa del sexo como mal tenía su origen en la condición somática de sus líderes célibes y mártires del cristianismo primitivo. La gente que niega su cuerpo puede desarrollar más fácilmente conceptos de «perfección» y «pureza» en el alma. Reich deducía que las energías del sentimiento místico son «excitaciones sexuales que han cambiado de contenido y objetivo», añadiendo que la fijación en Dios disminuía en la gente sexualmente satisfecha.

Esa gente sexualmente satisfecha poseía lo que Reich denominaba el «carácter genital». Consideraba que el objetivo de su terapia era lograr la formación de ese «carácter» en sus pacientes porque penetraba su «coraza» y convertía la energía que alimentaba la destrucción y rigidez neuróticas en canales de ternura y amor que libraban «toda excitación sexual condenable». Según Reich, un individuo con carácter genital estaba en total contacto con su cuerpo, sus impulsos, su entorno, poseía «potencia orgásmica», la capacidad de «someterse a la corriente de energía en el orgasmo sin ninguna inhibición… libre de ansiedades y de carencia de placer y sin acompañamiento de fantasías»; y si bien el carácter genital por sí solo no aseguraba un contento duradero, el individuo por lo menos no estaría bloqueado ni desviado por emociones irracionales o destructivas o por un respeto exagerado a las instituciones.

En parte porque Reich sugería que una relación sexual saludable podía ser un antídoto para numerosas enfermedades, sus críticos a menudo lo consideraban un propagandista del placer, mientras que él afirmaba que su objetivo era permitir que sus pacientes sintieran tanto el dolor como el placer. «El placer y la joie de vivre —escribió— son inconcebibles sin lucha, sin experiencias dolorosas y sin una lucha nada placentera con uno mismo»; aunque afirmaba que la capacidad de dar amor y lograr la felicidad es compatible con la «capacidad de tolerar lo desagradable y el dolor, sin caer, desilusionado, en un estado de rigidez».

Sin duda Reich no creía —como tantos terapeutas que han seguido los pasos de Freud— que la cultura se nutre de la represión sexual, ni tampoco toleró en silencio lo que él veía como una alianza entre Iglesia y Estado, tratando de controlar a las masas menospreciando los placeres de la carne al tiempo que supuestamente fortalecía los del espíritu. Tal como lo entendía Reich, el control, no la moralidad, era la cuestión básica. La religión organizada, que en los países cristianos favorecía entre los fieles comportamientos de obediencia y aceptación del statu quo, buscaba el conformismo; y sus esfuerzos eran apoyados por los gobiernos que promulgaban entonces leyes sexuales antiliberales para reforzar los sentimientos de ansiedad y culpabilidad entre esos pueblos temerosos de Dios que a veces se permitían practicar el sexo ilícito. Asimismo, esas leyes daban a los gobiernos un arma adicional para acosar, molestar o encarcelar por su comportamiento sexual a ciertos individuos radicales o determinados grupos a los que consideraban políticamente peligrosos u ofensivos. Ayn Rand fue más allá que Reich al sugerir que en ciertas ocasiones el gobierno esperaba que sus ciudadanos violaran la ley para poder ejercer su prerrogativa de castigar: «¿Quién quiere una nación de ciudadanos obedientes de la ley? —pregunta un funcionario gubernamental en la novela La rebelión de Atlas, de Rand—. ¿Quién gana algo con eso…? Simplemente imponed la clase de leyes que no pueden cumplirse o acatarse ni interpretarse objetivamente, y crearéis una nación de delincuentes. […] El único poder que tiene un gobierno es el castigo de los criminales».

Entre aquellos que resultaron castigados estuvo Wilhelm Reich, convertido ya entonces en un mártir de la revolución sexual, cuyas obras e ideas crearon controversia en todos los países donde vivió y trabajó. Como comunista en Alemania, Reich fue expulsado de su partido por escribir sobre la permisividad sexual y por sus ideas «contrarrevolucionarias», mientras que los nazis le acusaron de «pornógrafo judío». En Dinamarca, los ataques que dirigieron contra él los psiquiatras ortodoxos en 1933 motivaron su traslado a Suecia, pero la hostilidad que allí encontró le llevó en 1934 a Noruega. En 1939, después de dos años de campaña desfavorable en la prensa noruega, marchó a Estados Unidos, donde volvió a la práctica psiquiátrica en Nueva York, enseñó a otros psiquiatras y dio conferencias en la New School for Social Research. En 1941, una semana después del ataque contra Pearl Harbor, el FBI, que poseía un expediente sobre Reich que le calificaba como posible agente extranjero, le encerró en la isla de Ellis tres semanas antes de ponerle en libertad.

Después de la guerra y de la publicación de artículos en revistas en los que informaba de que había descubierto la «energía orgónica» —una fuerza básica presente en los organismos vivos y en la atmósfera, pero que solo podía ser absorbida por un paciente que se sentara en una de las «cajas orgónicas» de Reich, parecidas a cabinas telefónicas—, la FDA (Administración de Alimentos y Drogas) abrió una investigación sobre sus actividades. Ignorando el hecho de que sus pacientes habían firmado documentos afirmando que sabían que el tratamiento era experimental y que no garantizaba ninguna cura —aunque a menudo tenían la esperanza de que la energía podía curarlo todo, desde la impotencia hasta el cáncer—, la FDA procedió a prohibir la caja orgónica tachándola de fraude y también prohibió todos los libros de Reich con sus teorías sociopolíticas sobre la salud y el sexo.

En el ambiente maccartista de principios de la década de 1950, poca gente estuvo dispuesta a defender los derechos civiles de Reich, aunque él no ayudó mucho a su propia causa cuando ignoró una citación judicial y en cambio escribió al juez diciendo que la sala del tribunal no era el lugar idóneo para discutir cuestiones científicas. Sentenciado en 1956 a dos años de cárcel por desacato al tribunal, así como violación de la Ley de Alimentos y Drogas, Reich fue enviado a la cárcel federal de Lewisburg, Pensilvania (donde entre la población carcelaria muy pronto hallaría a Samuel Roth después de su condena por obscenidad en 1956), pero después de seis meses de encarcelamiento, Reich sufrió un ataque al corazón que le causó la muerte.

El fallecimiento de Wilhelm Reich en noviembre de 1957 no tuvo mucha repercusión en la prensa —su breve obituario apareció en la página 31 de The New York Times del 5 de noviembre—, y con la excepción de académicos disidentes, terapeutas reichianos y jóvenes estadounidenses que se identificaban con el movimiento beat (Kerouac, Burroughs y Ginsberg eran simpatizantes de Reich), relativamente poca gente se interesó en las copias clandestinas de su obra que había prohibido la FDA, y que en muchos casos había quemado.

Pero todo esto cambió a mediados de la década de 1960, cuando las biografías y los artículos sobre Reich de sus ex colegas y amigos, así como la aceptación legal de sus libros —entre ellos Psicología de masas del fascismo, Análisis del carácter y La revolución sexual—, encontraron lectores receptivos entre jóvenes activistas y universitarios que, gracias a él, comprendieron mejor la relación entre sexo y política.

Si Reich hubiera vivido para presenciar el cambio radical de los años sesenta, sin duda habría visto muchas cosas que le habrían confirmado sus predicciones de que «la sociedad se está despertando de un sueño de miles de años» y estaba a punto de celebrar un acontecimiento histórico «sin desfiles, uniformes, tambores ni cañonazos», que era nada menos una revolución de los sentidos. La Iglesia y los gobiernos perdían gradualmente el control de los cuerpos y las mentes de las personas y, si bien Reich concedía que el pujante proceso produciría enfrentamientos iniciales, choques y un comportamiento grotesco, creía que el resultado final sería una sociedad más abierta, sana y receptiva respecto al sexo.

El Movimiento por la Libertad de Expresión de Berkeley en 1965, que forjó su lema con las iniciales de una palabra fuerte «Freedom Under Clark Kerr», o sea, FUCK (joder), así como las protestas en aras de los derechos civiles en el Sur y las subsiguientes manifestaciones antibélicas y marchas en Washington (sentadas, teach-in, love in), fueron manifestaciones de una nueva generación que estaba menos reprimida sexualmente que sus antecesores y menos dispuesta a respetar la autoridad política y la tradición social, las barreras raciales y el reclutamiento militar, los decanos y los sacerdotes. Poseía en mayor grado lo que Reich llamaba «carácter genital» y menos de lo que otro radical freudiano, Géza Róheim, denominaba «moralidad del esfínter».

Pero mientras los jóvenes blasfemos, barbudos y pacíficos y las chicas sin sujetador de la contracultura recibían casi toda la atención de los medios de comunicación a mediados de la década de 1960, multitudes de gente tranquila de la clase media también se comprometieron en una búsqueda de la libre expresión y de un mayor control de sus propios cuerpos. Al igual que los manifestantes en edad militar que desafiaban la ley al negarse a morir en Vietnam, hubo mujeres religiosas que desobedecían su propia religión para evitar el nacimiento de hijos no deseados por medio del aborto o de algún método anticonceptivo. En 1967, unos seis millones de mujeres, muchas de ellas católicas practicantes, tomaban la píldora; y en esa época de bares con camareras en topless, minifaldas y hombres de negocios y abogados melenudos, parecía evidente que las fuerzas gobernantes en la sociedad tenían una influencia limitada sobre la ropa que se debía usar o cómo se debía llevar el cabello. El vello púbico hizo su aparición cinematográfica en Blow-Up, de Michelangelo Antonioni, y los vibradores corporales de plástico y en forma de pene para las mujeres se exhibían públicamente en las vitrinas de los drugstores de numerosas ciudades, aunque The New York Times los censuró cerrándoles sus páginas de publicidad.

La satisfacción sexual del cuerpo —el placer, no la procreación— se aceptaba ahora normalmente entre la clase media como el principal objetivo del coito, y en un intento de comprender más cabalmente sus reacciones en pacientes que buscaban placer, los investigadores Masters y Johnson de Saint Louis fueron los primeros en utilizar una «máquina coital», fálica, de plástico, que se empleó entre ex prostitutas que entonces colaboraban con ellos. Más tarde brindaron también «esposas de alquiler» como parejas sexuales para hombres con disfunciones sexuales.

Un juicio contra el centro de Masters y Johnson promovido por el marido de una de esas «esposas de alquiler», así como sórdidas especulaciones en la prensa sobre la actuación de la máquina, contribuyeron a la decisión de los investigadores de eliminar esos elementos de su trabajo de laboratorio, aunque las mujeres «sustitutas» continuarían encontrando empleo en otras clínicas de terapia sexual que se establecerían en todo el país como resultado de la fama y el éxito de Masters y Johnson. En algunas de esas clínicas se enseñaba a las parejas el arte de dar masajes eróticos y se les mostraban películas instructivas sobre el arte de la felación, el cunnilingus y el placer de la masturbación mutua, que eran sexualmente mucho más explícitas que las que pasaban por pornográficas en las salas de cine de la calle Cuarenta y dos.

Algunas publicaciones especializadas calculaban que el número de intercambios de parejas (swinging) en Estados Unidos (la mayoría de parejas de mediana edad de clase media y con hijos), superaba al millón. En un discurso ante la Asociación Estadounidense de Psicología, el doctor Albert Ellis, psicólogo y ensayista, afirmó que a veces los matrimonios podían ser beneficiados por un «saludable adulterio». La desnudez en grupo también podía ser beneficiosa, según el psicólogo Abraham Maslow, quien creía que los campos de nudistas eran lugares donde la gente se despojaba de sus armaduras, dejaba de ocultarse tras sus ropas y se volvía más honesta, atrevida y se aceptaba más a sí misma.

Los masajes y baños mixtos y desnudos se hicieron populares durante los años sesenta en «centros de crecimiento», como el Instituto Esalen en el norte de California, un lujoso retiro situado sobre unos rocosos acantilados que dan al Pacífico, lugar donde el espíritu de Reich parecía encarnarse en los médicos que supervisaban decenas de seminarios a los que asistían miles de parejas, predominantemente de clase media, que convirtieron Esalen en una empresa millonaria. La mayor parte de las nuevas formas de terapia, que al menos en parte estaban inspiradas en la obra de Reich (bioenergética, encuentros, formación sensitiva, terapia básica, masajes), estaban disponibles en Esalen, donde el terapeuta más importante era el doctor Frederick S. Perls, un refugiado alemán que había sido paciente de Reich antes de la guerra.

Al igual que Reich, Perls se había desilusionado con la «cura a través de la palabra» de Freud, así como con muchos seguidores ortodoxos de Freud, que, según Perls, estaban «llenos de tabúes». Era como si «los hipócritas católicos vieneses hubieran invadido la ciencia judía». En cambio, la terapia de Perls subrayaba nuevos métodos para lograr una mayor soltura corporal, más conciencia de uno mismo, una mayor expresión y «sentimiento vital». Perls creía que había demasiada gente obsesionada con sus cabezas, pero alienada de sus cuerpos. Y añadió: «Tenemos que perder la cabeza y volver a nuestros sentidos».

La mayoría de las cosas que se practicaban en Esalen y en otros lugares estaban en armonía con la propia actitud de John Williamson, aunque él quería ir más allá que los seguidores de Reich, alterando el sistema sociopolítico por medio de la experimentación sexual. Esperaba poder instalar en poco tiempo su comunidad idealizada para parejas que desearan derribar las antiguas normas de la doble moral sexual, liberar a las mujeres de sus papeles de dependencia y crear un medio sexualmente libre en el que no habría necesidad de ser posesivo, celoso, culpable o mentiroso. Ahora era el momento idóneo para llevar a cabo esa aventura, creía Williamson; la sociedad estaba cambiando, la gente respondía mejor a las nuevas ideas, en especial en California, donde se habían iniciado tantas corrientes nacionales.

En caso de obtener éxito, el proyecto podría ser financieramente beneficioso —como Esalen, o el programa de drogas Synanon fundado por un ex alcohólico—, o, por lo menos, podía llegar a tener una base sólida y solvente, como el Instituto Kinsey o la clínica de Masters y Johnson. Al mismo tiempo, podría transformarse en una fuerza que contribuiría a crear una sociedad más sana e igualitaria. Pero primero tenía que organizar el grupo fundacional, esas relaciones íntimas que le ayudarían a iniciar el proceso y que finalmente servirían como «instrumentos de cambio» en las vidas de otras personas. Ya tenía varios candidatos en mente, gente que había hecho amistad con él desde su llegada a California hacía tres años. La mayoría de ellos tenían casi treinta años, eran empleados en grandes corporaciones, estaban divorciados o formaban parte de matrimonios conflictivos, se sentían inquietos y en busca de algo. Varios de los hombres eran ingenieros, individuos conservadores con vidas vinculadas a las fortunas de la industria bélica de California, pero que reconocían experimentar un terrible aburrimiento en sus trabajos y en sus vidas y que parecían dispuestos a probar cualquier alternativa radical.

Entre las mujeres en que había pensado Williamson se encontraba Arlene Gough, con quien había tenido una breve relación después de conocerla en Hughes Aircraft y con quien aún mantenía amistad. También era amigo de otras dos mujeres que trabajaban en su empresa de electrónica, una de las cuales era muy atractiva y había sido azafata. Pero la mujer más importante para su programa —que llamaría Proyecto Sinergia— era Barbara Cramer.

En los meses que había pasado con ella desde su viaje a San Francisco, poco a poco se dio cuenta de que ya poseía muchas de las cualidades que sin duda serían los objetivos de las mujeres en el Proyecto Sinergia: tenía éxito, era independiente y segura de sí misma; estaba sexualmente liberada, tomaba la iniciativa cuando quería y no le intimidaba la posibilidad del rechazo. De algún modo, le recordaba a Dagny Taggart, su heroína de La rebelión de Atlas, aunque Barbara por suerte no era una mujer de la élite, y por lo tanto desempeñaría un papel mucho más representativo para las jóvenes de clase media que Williamson esperaba atraer al Proyecto Sinergia. Veía a Barbara como el prototipo de la nueva mujer de la cambiante clase media; en un sentido sinergético, ella se ajustaba idealmente a él, las cualidades de ella complementaban las deficiencias de él, y viceversa. Era verbalizadora y activa, mientras que él era teórico e introspectivo; era más directa y eficiente, aunque menos calculadora y visionaria. No era indecisa, sabía lo que quería. A los veintisiete años, ya había decidido que nunca tendría hijos, tras sentir pena por los recuerdos que tenía de su desventurada madre y de otras mujeres con hijos que había conocido desde su partida de su Missouri natal. Pero, de cualquier modo, Barbara quería ser más femenina de lo que era, más sensible y tierna. También admitió ante Williamson que a veces la habían atraído sexualmente algunas mujeres. Williamson le dijo que no reprimiera esa atracción, sino que la explorara en aras de una mayor toma de conciencia. Poco después de su boda en verano de 1966 —un acto convencional que los dos acordaron que crearía una fachada socialmente aceptable para su forma de vida anticonvencional—, John Williamson decidió probar la tolerancia de Barbara dentro de su matrimonio.

Horas antes de que salieran de Los Ángeles para pasar un fin de semana en el lago Arrowhead, Williamson le informó de que les acompañaría en el coche una joven de su oficina llamada Carol, la ex azafata con quien él había salido antes de conocer a Barbara. Cuando ella no mostró ningún entusiasmo por la idea, él le aseguró que Carol era muy femenina y encantadora, añadiendo que a Barbara le resultaría agradable y beneficioso tenerla como amiga.

Barbara le había oído hablar antes de Carol, siempre con cariño pero nunca sugiriendo que aún estuviese seriamente relacionado con ella, en caso de que alguna vez lo hubiese estado. Barbara se imaginaba que Carol, como buena recepcionista que era, sería una atractiva fachada para una empresa, una joven inocente que había encontrado en John una figura paternal y, como tantas otras mujeres, se había acercado a él porque, a diferencia de tantos otros hombres, él escuchaba a las mujeres, escuchaba realmente lo que ellas trataban de decir.

Esa misma tarde, después de haber conocido a Carol, Barbara cambió alguno de sus prejuicios. Carol, una rubia alta, angulosa, de ojos oscuros y cuerpo grácil, parecía muy poco inocente y bastante serena, aunque no había nada de altanero ni afectado en sus modales. Pareció francamente contenta de conocer a Barbara y comentó lo impresionada que había quedado con la descripción que John le había hecho de su carrera. Mientras viajaban rumbo al lago Arrowhead, Carol tuvo el cuidado de incluir a Barbara en todas las conversaciones con John sobre la oficina y sus amigos comunes.

Sin embargo, y pese a todos sus esfuerzos, Barbara se sentía incómoda con Carol, y reconoció que eso era característico de la manera en que casi siempre se sentía con las mujeres en sociedad. Aunque en privado la atraían, no podía relacionarse fácilmente con ellas al haber tenido una experiencia limitada con gente de su propio sexo durante su adolescencia y en los años posteriores. La única vez que había cultivado una amistad femenina con su compañera de estudios, Frances, la amistad terminó de forma triste y amarga. Barbara aún no podía explicar su propia reacción extraña y hostil contra Frances después de que esta le anunciara que se casaba y se iba de su apartamento.

Asimismo, Barbara se sentía algo incómoda en el coche porque le pareció que ella era la que sobraba en el trío con John y Carol, y que ambos habían organizado ese fin de semana a su espalda. Barbara se había preguntado sobre las intenciones de su marido en cuanto este mencionó que Carol les acompañaría. Ahora preveía que la pondrían en la situación de tener que aceptar o rechazar a Carol como compañera de cama de John en Arrowhead. O quizá debería mantenerse a un lado mientras su marido abrazaba a Carol como prueba, como él decía tan a menudo, de que el sexo con amigos no perturba necesariamente el significado profundo del matrimonio.

Llegaron al lago a primera hora de la tarde y Barbara se tranquilizó cuando comprobó que la cabaña tenía dos dormitorios separados. Pero antes de abrir las maletas, John sugirió que salieran rápidamente a comer antes de que cerrara el restaurante. Después de unas cuantas copas, una buena comida, conversación amena y risas, Barbara se sintió más a gusto, pero más tarde, al regresar a la cabaña, vio que John y Carol ponían sus maletas en el mismo dormitorio y empezaban a desvestirse con toda naturalidad.

Barbara permaneció en la sala atónita, en silencio, a la espera de una explicación que no llegó. Demasiado orgullosa para revelar su incomodidad, demasiado escandalizada para pensar con claridad, se quedó sentada en el sofá mirando la puerta abierta del dormitorio. Oyó cómo colgaban la ropa y hablaban en voz baja. La puerta abierta era sin duda la forma que John tenía de decir que estaba invitada a sumarse a ellos, pero que no la obligaría a hacer nada, que la decisión tendría que ser enteramente de ella.

Fue un momento duro y terrible de confusión, y todas las conversaciones que había mantenido con John acerca de las ventajas del sexo libre no aliviaron la incertidumbre de Barbara. Una cosa era estar de acuerdo con las teorías de John y otra muy distinta aplicarlas en momentos como aquel, con una mujer que ella acababa de conocer. Cuanto más vacilaba Barbara, más se convencía de que no podía o no estaba dispuesta a acercarse a la puerta abierta. Se sintió aturdida, agredida, y tuvo que reunir todas sus fuerzas para ponerse de pie y acercarse al otro dormitorio. Cerró la puerta. Era pasada la medianoche, estaba muy cansada y tenía frío. Se dio cuenta de que había dejado su maleta en la sala, pero no quiso salir a buscarla. Se desvistió y puso su ropa sobre el respaldo de una silla, se metió en la cama y trató de dormir, pero permaneció en vela y con lágrimas en los ojos hasta la madrugada, oyendo cómo los otros hacían el amor.

Al día siguiente, poco antes del mediodía, la despertó la suave caricia de su marido y un beso cariñoso. Carol sonreía detrás de él con una bandeja de desayuno en las manos. Pronto estuvieron los dos sentados en la cama, acariciándola y reconfortándola como si fuera una niña convaleciente de una enfermedad. Barbara se sintió rara y molesta. John le dijo que la amaba y que la necesitaba; Barbara, forzando una sonrisa, no contestó. Él sugirió que después del desayuno fueran los tres a nadar y practicar esquí en el lago, pero Barbara dijo que prefería quedarse en la cama un rato más y que se reuniría con ellos más tarde.

Pasó parte de la tarde en la cabaña, luego dio una larga caminata por el aire soleado y fresco, recuperando su compostura. No estaba molesta con John o Carol, aunque admitió que ese fin de semana marcaba sin duda el inicio de una nueva etapa en su matrimonio. Pero en vez de sentirse presa del pánico o amenazada, se sentía extrañamente contenta y libre. Su marido la había liberado de ciertos miedos indefinibles y de románticas ilusiones sobre el sexo y el placer corporal como separados del significado del amor conyugal. El conocimiento de que su marido había estado activo sexualmente la noche anterior con otra mujer, después de todo, no era en realidad tan grave. Cuando John le anunció su amor delante de Carol aquella mañana, Barbara le creyó porque no tenía ninguna razón para mentir. Su relación se había hecho más honesta y abierta, se había ampliado no solo para él, sino también para ella. Ella sabía ahora que podía hacer lo que quisiera, con quien quisiera que le complaciera, sin arriesgarse a suscitar las iras de John. O por lo menos, eso fue lo que ella supuso. Las diatribas de John contra el adulterio a escondidas y la posesión y celos sexuales absurdos habían culminado la noche anterior en un acto de desafío contra una tradición secular de posesión y engaños. Ella admitió que estaba atónita y al mismo tiempo se sentía estimulada por lo que acababa de suceder en su vida. Estaba casada con un hombre nada común, misterioso, interesante, impredecible, un hombre tranquilo que decía que la amaba y que la necesitaba.

Calmada por la caminata, volvió a la cabaña, se dio una ducha y se cambió la ropa; luego salió al restaurante y al bar a buscar a John y Carol. John le sonrió y la saludó con la mano en cuanto la vio. Ambos se pusieron en pie para saludarla y muy pronto Barbara se sintió tan cómoda con Carol como con su marido. Aunque la barra estaba llena de gente, había una calidez especial entre ellos tres cuando se sentaron a beber y charlar. Luego la cena con vino en el restaurante representó para Barbara casi la celebración de las anteriores horas de angustia y ansiedad. Lo último que esperaba en ese momento era que la complejidad de su vida se simplificara.

Poco antes de las once, al final de la cena, le sorprendió la inesperada llegada a su mesa de un hombre que la había atraído en el pasado. Era un amigo de su marido llamado David Schwind, de unos treinta años; era uno de los pocos hombres que su marido conocía en Los Ángeles que no había estado casado por lo menos una vez. Barbara le había conocido a principios de año cuando practicaba esquí acuático con John y otras personas en el lago Pine Flat, cerca de Fresno, y a ella le habían atraído sus facciones firmes aunque delicadas, su cuerpo atlético y sus modales tímidos, algo distantes. David Schwind trabajaba para la Douglas Aircraft. John había visto pequeños indicios de su capacidad mecánica aquel fin de semana cuando David reparó rápidamente el motor averiado de una lancha. Desde entonces y de distintas formas, John había buscado la amistad de David, llevándole a comer, charlando con él después del trabajo. Ahora, en Arrowhead, cuando David se acercó a la mesa y se sentó junto a Barbara, sin haber sido anunciado pero obviamente esperado por su imperturbable marido, Barbara no tuvo dudas de que la presencia de David se debía a una llamada telefónica efectuada por John horas antes. Si bien el propósito de esa visita no le resultaba claro, conociendo a su marido no pudo menos de pensar que tenía alguna idea que con el tiempo se revelaría.

Mientras tanto, y en un estado de animada resignación, Barbara pidió otra copa y charló amablemente con David, aunque detectó en él cierta incomodidad y reticencia. Saboreando su bebida, hablando poco, escuchando con aire ausente mientras John y Carol llevaban casi toda la conversación, de la que poco se podía oír por encima del estrépito de la multitud del sábado por la noche, David Schwind parecía debatir consigo mismo la conveniencia de estar donde estaba. Media hora más tarde, después de que John pagara la cuenta y se levantara para irse, David reaccionó sugiriendo que quizá debía seguir su camino, pero John le pidió que fuera con ellos a la cabaña. Barbara le sonrió de una manera que esperó que le animara.

Cuando regresaron ya era bien pasada la medianoche. Después de un rato sentados en la sala, Barbara se ofreció como voluntaria para hacer café y le pidió a David si no le importaría encender la pequeña cocina que había en un rincón. Mientras esperaban que hirviera el agua, Barbara y David se quedaron charlando, y muy pronto estaban tan animados que no se dieron cuenta de que John y Carol habían abandonado la sala. Cuando David se volvió y advirtió que no había nadie en el sofá, se quedó perplejo.

—¿Dónde está John? —preguntó.

Al ver que la puerta del dormitorio estaba cerrada, Barbara replicó con una naturalidad recién descubierta:

—Está con Carol.

Como David la miró sumamente extrañado, ella añadió rápidamente:

—Está bien. No hay de qué preocuparse.

—Pero ¿no tendría que irme?

—No, por favor, no lo hagas —dijo ella enseguida—. Me gustaría que te quedaras.

Se le acercó, le pasó los brazos por los hombros y le dijo que su marido contaba con que él se quedara esa noche, y lo mismo opinaba ella. Después de estirar la mano por detrás de él para apagar las luces de la sala, ella le cogió de una mano y le llevó a su dormitorio. Cerró la puerta y de inmediato empezó a desvestirse.

Para Barbara, hacer el amor esa noche con David y de nuevo en la madrugada, representó un gran alivio y un placer desatado. Lejos de sentirse mal al respecto o románticamente alejada de su marido, sintió justo lo contrario. Creyó que había alcanzado un nuevo grado de intimidad emocional con John y que ambos habían compartido durante esa noche y en habitaciones diferentes, con personas distintas, una nueva confianza mutua y amorosa.

En vez de amarle menos después de haberse acostado con otro hombre estaba segura de que le amaba aún más. Cuando se levantó para hacer el desayuno, dejando a David dormido en la cama, fue recibida en la sala por la sonrisa y el beso de aprobación de su marido.