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Samuel Roth nació en un pueblo austríaco de montaña; sus padres eran judíos ortodoxos que sentían una reverencia instintiva hacia la letra impresa. Las tardes de sabbat, su madre le leía historias sobre los milagros de los rabinos con la esperanza de que le inspiraría una vida religiosa, pero esa posibilidad desapareció a raíz de un incidente ocurrido mientras viajaba en tercera clase en un barco con destino a Nueva York junto con su familia y doscientos inmigrantes más en la primavera de 1904.

Samuel Roth, que entonces tenía nueve años de edad, estaba en una litera leyendo un folleto en yídish que le había dado un desconocido en los muelles de Hamburgo; en él se describía la vida de un profeta judío, más brillante que todos los rabinos, que, pese a ser crucificado, se levantó de entre los muertos para reanudar su misión espiritual. Era un fragmento del Nuevo Testamento, y el joven Roth quedó tan fascinado con la lectura que empezó a leer en voz alta a los demás pasajeros, provocando discusiones y debates religiosos que pudieron oírse desde la cubierta.

De repente apareció un rabino de barba roja y elevada estatura que de malos modos exigió saber quién había estado recitando «las escrituras gentiles». Señalaron al muchacho, y cuando el rabino bajó las escaleras en aquel lugar oscuro como una mazmorra, se hizo un silencio absoluto, solo roto por un hombre que, al reconocer al rabino, susurró con pavor: «Es el gran Rav, de Pinsk».

El rabino se acercó al chico, cogió rápidamente el folleto y lo condenó como obra pecadora prohibida a los judíos. Después lo hizo trizas y lo arrojó al mar por un ojo de buey. Roth le observó, conmovido y humillado, y tembló cuando volvió a ver los ojos condenatorios del rabino y oyó nuevas advertencias sobre los males del falso conocimiento. Por último, una vez que el rabino volvió a cubierta, Roth sintió un odio profundo por el religioso y su acción destructiva; esa noche, y muchas más en los siguientes años, recordó la censura y nunca más aceptó un juicio literario que no fuera el suyo.

Roth fue un estudiante precoz en las escuelas públicas del Lower East Side. Sin embargo, sus profesores rara vez le hacían caso debido a su naturaleza polémica, y se mostraban intolerantes con su costumbre de llevar a clase libros que no formaban parte del programa de estudios. Le regañaban a menudo y, cuando al final le suspendieron, su padre montó en cólera. Era un sastre de pantalones que sentía muy poca simpatía por un hijo que desafiaba a la autoridad.

Roth se reconoció a sí mismo como un rebelde, si no un anarquista, cuando se convirtió en simpatizante de Emma Goldman y Alexander Berkman, cuyas conferencias radicales escuchaba en un liceo de East Broadway. Leía la revista anarquista Mother Earth y se hizo amigo de numerosos jóvenes disidentes de los barrios pobres, jóvenes que luego adquirieron poder a través de los sindicatos y fama durante las huelgas. Pero Roth era demasiado individualista para pertenecer durante mucho tiempo a ningún grupo, incluyendo a su propia familia. Por esa razón su padre le echó de casa cuando tenía quince años y jamás terminó los estudios en ninguna de las escuelas a las que asistió. Más tarde anotó en su diario: «Amaba demasiado los libros para ser un buen estudiante».

En el transcurso de sus numerosas interrupciones escolares, desempeñó numerosos trabajos durante breves períodos de tiempo. Vendió periódicos en el East River a los viajeros que utilizaban el ferry de Brooklyn; trabajó como camarero en un pequeño restaurante; como empleado de una farmacia, llenaba botellas, ponía etiquetas y de vez en cuando vendía condones a rabinos rubicundos. Por la noche, si no tenía acceso al sofá de algún amigo, dormía en los vestíbulos de los edificios, utilizaba periódicos como almohada y se bañaba en baños públicos de parques o terminales de trenes. Solo se sentía en casa en las bibliotecas, en especial la de East Broadway y el Bowery, donde leía y releía las obras de Keats, Shelley, Swinburne, Spencer y Darwin, y donde también escribía poesía y artículos que siempre enviaba, y a veces vendía, a semanarios anglojudíos.

Después de que un amigo mostrara trabajos publicados de Roth a un influyente profesor de inglés de la Universidad de Columbia, en 1916 Roth recibió una beca universitaria, pero, al igual que en el pasado, fue un estudiante sin éxito, menos dedicado a la rutina escolar que a editar la revista de poesía del campus y a sumarse al movimiento de protesta contra la intervención norteamericana en la Primera Guerra Mundial.

Su visión defectuosa hizo que no le llamaran a filas, pero estaba demasiado inquieto como para quedarse en la universidad más de un año. En 1918, después de casarse con una joven que había conocido en el Lower East Side, abrió una pequeña librería en la calle Ocho Oeste que enseguida se hizo popular por la pequeña destilería que ocultaba en la trastienda. Permitió a pintores de Greenwich Village que expusieran sus obras en las paredes y también fue una especie de prestamista de escritores y artistas locales. A cambio de pequeños préstamos, que rara vez eran devueltos, aceptaba manuscritos inéditos, retratos, objetos y reliquias invendibles, libros viejos que no eran raros, y libros raros que nadie quería comprar.

Satisfecho de estar en el negocio de los libros, aunque vendiendo poco, Roth cerró su tienda después de la Navidad de 1920 a fin de aceptar, a sugerencia de un redactor del New York Herald que conocía, la tarea de entrevistar a celebridades literarias en Londres. Pero esa oportunidad terminó siendo otra de sus malas experiencias cuando los artículos que enviaba resultaron ser demasiado cándidos para las expectativas del New York Herald. Su descripción de los poetas georgianos «chupando de los huesos de Keats», la de Arthur Symons como «una antorcha brillando en el vacío» y la sugerencia de que George Moore era impotente, no era exactamente lo que había pensado el New York Herald cuando nombró a Roth su corresponsal literario. De modo que a los veintiséis años, cuando empezaba a adquirir acento británico y a acostumbrarse al uso diario de un bastón y de un abrigo con cuello de piel que daba distinción a su figura alta y esbelta, fue llamado ignominiosamente a Nueva York donde, durante los años siguientes, su habilidad con las palabras se vio reducida a los inmigrantes judíos a quienes enseñaba inglés básico en una escuela especial del Lower East Side.

Por suerte para sus finanzas, su mujer prosperó como sombrerera de señoras, un oficio que había aprendido en la adolescencia, y que le habría brindado un mayor éxito de no haber decidido en 1925 asociarse con su marido en un proyecto que él consideraba más gratificante desde el punto de vista intelectual: fundar una revista literaria y abrir un negocio de venta de libros por correo especializado en la ficción ligeramente libidinosa del siglo XIX, con escritores como Zola y Balzac, Maupassant y Flaubert.

La revista de los Roth se llamó Two Worlds Monthly y sus primeros números publicaron fragmentos del prohibido Ulises, ofendiendo no solo a los censores estadounidenses que habían prohibido el libro, sino también a su autor, James Joyce, que, pese a que Roth le ofreciera el pago doble de cincuenta dólares por entrega en deferencia a su «veteranía en el mundo de los genios», afirmó desde París que Roth no tenía permiso para publicar su obra por entregas.

Roth argumentó que había conseguido permiso a través de Ezra Pound, que representaba a Joyce en calidad de agente, lo cual provocó aún más discusiones en Europa entre Joyce y Pound. Mientras tanto, Roth continuó la publicación de fragmentos de la obra, suprimiendo parte del explícito lenguaje sexual de Joyce; pero al cabo de varios números, el tribunal ordenó a Roth que dejara de publicarlo, aunque para entonces la obra ya había aburrido mortalmente a la mayoría de los lectores y dejado a Roth y a su mujer al borde de la bancarrota.

Durante toda su vida Roth se enorgulleció de haber sido el primer editor estadounidense que desafió a los censores del Ulises y aceptó como croix de guerre el encarcelamiento de sesenta días por la posterior distribución de ediciones completas del libro en 1930, tres años antes de que el libro fuera elevado de la categoría de obsceno a la de arte en una famosa sentencia del juez federal John M. Woolsey. Si bien la editorial Random House se llevaría todo el reconocimiento por el triunfo legal (y se beneficiaría en gran manera de los derechos de venta en Estados Unidos que adquirió directamente de Joyce), Roth creía que su propia intransigencia había obligado a Random House a hacer noble y tardía su defensa de un clásico. En su diario, Roth escribió: «El editor rico permite al pobre sentar precedente en cuestión de principios morales».

Después de haber tenido quizá suficiente en cuanto a principios morales y pobreza durante un tiempo, y deseando resarcirse de la pérdida de los ahorros de su esposa, Roth se aventuró osadamente en el submundo literario, incluyendo entre sus empresas —con un nombre ficticio y una dirección temporales— una compañía filial de venta por correo de libros como El jardín perfumado, un clásico árabe del siglo XIV de prácticas amorosas que contenía 237 ilustraciones de posibles posturas de hombres y mujeres «en unión». Roth tuvo conocimiento de ese libro a través de otro editor clandestino que acababa de ser arrestado por vender Memorias de una mujer cortesana, y que estaba ansioso de desprenderse de 300 ejemplares de El jardín perfumado, que había escondido en un almacén de la calle Catorce. El libro, impreso en París, valía 35 dólares el ejemplar, pero el desesperado editor dijo que Roth podría comprarlos a 3 dólares el ejemplar, lo que significaba que Roth conseguiría un beneficio de 10.000 dólares en la transacción.

Mucho antes de que Roth llegara a ganar semejante suma, su operación de venta por correo había sido detectada por espías de la Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York, que lo vigilaba de cerca desde la publicación por entregas de Ulises. La Sociedad no solo obtuvo ejemplares incriminatorios de El jardín perfumado mediante cartas de falsos compradores, sino que también allanó una tienda de la calle Doce que Roth y su mujer habían alquilado para hacer subastas de arte y venta de libros; allí, los investigadores descubrieron un libro de Boccaccio y una serie de dibujos que el líder de la Sociedad, John Sumner —sucesor de Anthony Comstock—, consideró obscenos. Por esas transgresiones, Roth fue sentenciado a tres meses de trabajos forzados en Welfare Island de Nueva York.

Después de ser puesto en libertad, sin haber sido rehabilitado y ciertamente sin ningún arrepentimiento, Samuel Roth prosiguió de inmediato su carrera de editor precario. Debido a la firmeza y la arrogancia con que había defendido sus principios, ahora tenía cierta fama en algunos ambientes del mundo editorial. A menudo contrabandistas europeos le proponían la venta de novelas pornográficas y clásicos eróticos. Asimismo, coleccionistas deseosos de comprar casi cualquier rareza risqué acudían a él, y los fotógrafos pusieron a su disposición sus colecciones secretas de desnudos. Por último, numerosos escritores le ofrecían manuscritos que, por determinadas razones, ningún otro editor aceptaría.

Uno de los manuscritos que Roth se dispuso a imprimir estaba escrito por un inglés llamado John Hamill; se trataba de una tendenciosa biografía del presidente Herbert Hoover que los periódicos se negaron a reseñar o a apoyar, pero Roth vendió cerca de 200.000 ejemplares y el libro fue un best seller en Washington, Boston y Saint Louis. Otro de los libros de Roth, escrito por Clement Wood y titulado The Woman Who Was Pope, decía que entre los años 853 y 855, entre los papados de León IV y Benedicto III, el Vaticano había sido gobernado por un vicario que en realidad era una mujer; si bien este libro no llegó a best seller, convirtió en más infame a Roth ante la archidiócesis de Nueva York y el Departamento de Policía.

Roth también reeditó y vendió varias ediciones clandestinas de El amante de lady Chatterley, así como un antiguo manual hindú conocido como el Kama Sutra, y un libro titulado Self-amusement, «un manual sobre los daños y beneficios de la costumbre universal a veces llamada masturbación». Además, Roth publicó libros de su autoría, entre ellos una biografía favorable del polémico escritor Frank Harris, famoso por sus picantes volúmenes autobiográficos titulados Mi vida y mis amores, una joya de contrabandista que hizo las delicias o escandalizó a casi todos los que lo leyeron, menos a la mujer de Frank Harris, la cual creía que su marido había exagerado muchísimo sus aventuras sexuales y de la que se dice que comentó después de la muerte de su marido en 1931: «Si Frank hizo las cosas que dice, entonces las hizo sobre el capó de nuestro coche mientras recorríamos juntos Francia».

Si bien numerosos simpatizantes de las libertades civiles creían que la censura disminuía en Estados Unidos, en especial después de que el juez Woolsey levantara la prohibición que pesaba sobre Ulises, Roth no compartía ese optimismo, ya que era consciente de que su despacho de la calle Cuarenta y ocho seguía estando vigilado desde la ventana de un hotel situado enfrente por hombres apostados tras un telescopio. Confidencialmente, un empleado de Correos le había informado de que la correspondencia de su oficina era interceptada a diario por inspectores federales que, después de abrirla con vapor y leerla, visitaban a sus clientes y trataban de convencerles para que declararan en su contra. Roth escribió una carta de protesta al director general de Correos James A. Farley, que no fue contestada, pero poco tiempo después Roth recibió un auto de acusación por pervertir la correspondencia con obscenidades. Entre los libros citados como prueba estaban El amante de lady Chatterley y El jardín perfumado.

Después del juicio, Roth fue hallado culpable. En 1936 empezó a cumplir una condena de tres años en la cárcel federal de Lewisburg, Pensilvania. No le sorprendió que su caso no levantara una oleada de protestas entre la comunidad literaria, ya que descalificaba a casi todos los demás editores como hombres cautos no afectos a causas impopulares. En sus escritos autobiográficos redactados en la cárcel, Roth recordaba en especial cómo reaccionó Alfred A. Knopf después de haber sido advertido por la Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York para que no publicara El pozo de la soledad, de Radclyffe Hall: «Knopf hizo lo que siempre hace en circunstancias similares. Renunció a su lealtad a la letra impresa por miedo al censor. Destruyó los tipos del libro y rescindió el contrato».

La opinión de Roth sobre los abogados literarios, en especial después de su última condena, no era muy halagüeña: «Sustituir un abogado por otro no es como cambiar de médico o de joyero. Con cada abogado que hablas aparecen dificultades adicionales (por más imaginarias que sean en tu caso), te las hace pagar y, ya que todos trabajan en comandita, como las brujas de Macbeth, se las arregla para aumentar el precio de los servicios de quien finalmente tú has elegido para que te defienda».

Roth cumplió toda su condena en Lewisburg. Al regresar a Nueva York, volvió a la vida que inevitablemente le conduciría de regreso a la cárcel. Un amigo suyo sugirió que posiblemente a Roth le gustaba estar en la cárcel o buscaba su beatificación como mártir literario. Pero Roth lo negó. Manifestó que sus antecedentes penales se explicaban fácilmente: «Estoy en guerra con la policía», y con ello no solo quería decir los detectives y los agentes, sino también los fiscales, los agentes del FBI, los directores generales de Correos, los clérigos y sus correligionarios en las sociedades antivicio, y el poder judicial: quienquiera que tratara de restringir lo que se podía leer o escribir estaba en guerra con Samuel Roth; de modo que Roth estaba resignado a una vida de querellas y venganzas.

Después de salir de Lewisburg, se acostumbró a que por las calles de Nueva York le siguieran detectives que pronto se enteraron de que la nueva oficina estaba en el número 693 de Broadway. En aquel tiempo, aparte de su esposa y unos pocos empleados fantasiosos, en el despacho también trabajaban sus hijos, estudiantes adolescentes, que, dolidos y a menudo avergonzados por sus dificultades legales, compartían su dedicación a la libertad de expresión. Su hija tradujo del francés el primer libro que editó Roth después de ser puesto en libertad —la novela de Claude Tillier Mi tío Benjamin—, y su hijo, hasta que fue al servicio militar, trabajó a media jornada en el departamento de ventas de la empresa.

Con la esperanza de confundir a los inspectores postales y de proteger sus libros de la notoriedad de su nombre, Roth utilizó gran cantidad de seudónimos comerciales en sus documentos de oficina y en los paquetes que contenían los libros que enviaba; algunas marcas indicaban que sus libros eran editados por una empresa llamada Coventry House, otras por Arrowhead, otras por Avalon Press o Boar’s Head, o la Biltmore Publishing Company. De vez en cuando, Roth dejaba libros en las consignas de las estaciones finales del ferrocarril o de los autobuses y les daba la llave a los clientes especiales. Esos libros, de escritores tales como Henry Miller, Frank Harris y el autor victoriano anónimo de Mi vida secreta, solían ser ediciones de lujo que habían entrado de contrabando desde Francia, aunque durante la Segunda Guerra Mundial el contrabandista profesional fue superado por los aficionados del ejército de Estados Unidos. Con tantos veteranos que regresaban con sus bolsas llenas de libros prohibidos, el mercado negro literario parecía al borde de la saturación, pero después de la guerra el gobierno, en un intento de lo que quedaba de un enemigo inconquistado, intensificó su campaña contra la pornografía, y no solo resultaron afectados los libros de Roth, sino también algunas de las obras más sensuales de autores modernos editados por importantes editoriales.

Entre las novelas más famosas perseguidas después de la guerra, estaban Strange Fruit, de Lillian Smith, La parcela de Dios, de Erskine Caldwell, y Memorias del condado de Hecate, de Edmund Wilson. En Nueva York, la campaña contra el libro de Wilson fue dirigida por la Sociedad para la Supresión del Vicio, y después de que el tribunal del estado de Nueva York confirmara la decisión de un tribunal de primera instancia diciendo que la novela era obscena, el editor de Edmund Wilson, la editorial Doubleday & Company, llevó el caso al Tribunal Supremo del país. Esto dio como resultado un empate a cuatro votos, ya que el juez Felix Frankfurter, amigo del autor, quedó descalificado. De este modo, se mantuvo la sentencia del tribunal neoyorquino.

Entre los libros requisados por la policía en Filadelfia durante la campaña antipornográfica de 1948 estaban Santuario, de William Faulkner, y la trilogía Studs Lonigan, de James T. Farrell; estos libros podrían haber permanecido años en la clandestinidad literaria de no haber sido por la sorprendente opinión legal de un juez de Pensilvania llamado Curtis Bok.

Al condenar la campaña de Filadelfia, el juez Bok declaró que los libros eran obscenos únicamente si provocaban actos delictivos en el lector, pero dudaba que pudiera probarse que solo esos libros tuvieran ese efecto negativo porque los lectores también se ven influenciados por factores que no están presentes en la letra impresa. «Si el hombre medio lee un libro obsceno cuando no tiene impulsos sensuales, se pondrá a bostezar —escribió el juez Bok—. Si lee un tratado de jurisprudencia cuando está excitado, ocurrirán cosas entre él y la página que no tienen razón de ser en ese contexto.»

Esa benigna valoración de la pornografía fue compartida por unos pocos jueces más en 1948. La gran mayoría de ellos consideraban un libro obsceno como una entidad delictiva, aun cuando no condujera directamente al lector a cometer un delito. Debido a que esa línea de pensamiento prevaleció a lo largo de los años cuarenta y parte de los cincuenta, Samuel Roth fue juzgado por todo tipo de acusaciones posibles.

Después de haber sido citado por vender el supuestamente obsceno Waggish Tales of the Czechs, los inspectores postales le acusaron de haber publicitado procazmente mediante el correo dos libros que no eran procaces. Uno de ellos, titulado Self-Defense for Women, fue promocionado de tal manera que podría haber apelado a varones masoquistas. El otro, promocionado como romance escabroso, era una novela desapasionada titulada Bumarap, que el mismo Roth había escrito en la cárcel. Por ese tipo de publicidad, Roth fue acusado de «fraude».

Mientras apelaba contra las sentencias en tribunales ordinarios, Roth recibió la visita de agentes del FBI, que, después de haberse enterado de que se había ofrecido como voluntario para prestar declaración a favor de Alger Hiss, le advirtieron que no lo hiciera. Roth no conocía personalmente a Hiss, el ex funcionario del Departamento de Estado entonces sospechoso de espionaje, pero había conocido al acusador de Hiss, Whittaker Chambers, durante los años veinte, en el Greenwich Village, cuando Chambers era un aspirante a poeta. En aquellos días ofreció su poesía a Roth y firmaba con el seudónimo George Crosley, el mismo nombre que, según Hiss, había utilizado Chambers cuando le subarrendó el piso en Washington.

Cuando Chambers declaró no acordarse de haber usado jamás ese nombre, Roth se puso en contacto con el abogado de Hiss y le contó su versión sobre Crosley, algo que podría perjudicar el testimonio de Chambers como principal testigo ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas y su fiscal, Richard Nixon. Roth hubiese declarado, pese a la advertencia del FBI, si Hiss y su defensa no hubiesen decidido que la ayuda de un pornógrafo sumamente famoso sería de dudoso valor.

Sin embargo, después de su condena y encarcelamiento, Alger Hiss afirmó que quizá habían cometido un error al no llamar a Roth. Cuando Hiss admitió eso, Roth ya era una celebridad desacreditada.

Fue denunciado en una cadena radiofónica como rey de la pornografía por Walter Winchell, quien se había enfadado con Roth por haber publicado una biografía que no le dejaba en buen lugar escrita por Lyle Stuart. En 1954, el día después de que Winchell concluyera una transmisión sugiriendo que Roth volvería a la cárcel por obscenidad, la policía fue al apartamento de Roth en el número 11 de la calle Ochenta y uno Oeste. Tenían una orden de registro en la que constaba que Roth y su mujer estaban implicados en una posible conspiración. Pese a las protestas de Roth, los agentes entraron y empezaron a registrar el apartamento, abriendo los armarios de los dormitorios, los cajones de las cómodas y poniendo los muebles patas arriba. A Roth no le permitieron telefonear a su abogado. Cuando salió disparado para llamarle desde una cabina telefónica, dos policías le siguieron y atraparon, le pusieron contra la pared y le acusaron de asalto a la autoridad.

Condujeron a Roth y a su mujer a la oficina del fiscal del distrito de Manhattan, Frank Hogan, donde Roth vio a algunos de sus empleados en la sala de espera, que le contaron que las oficinas de la editorial también habían sido registradas. Todos los archivos, escritorios y libros habían sido introducidos en camionetas de la policía; las autoridades habían abierto toda la correspondencia y ahora la policía contestaba sus teléfonos. El registro estaba supervisado por el ayudante de Hogan, Maurice Nadjari, que, cuando uno de los empleados de Roth le preguntó sobre el futuro de la compañía, contestó: «En lo que a mí concierne, tu jefe está acabado».

En la sala de guardia nocturna del juzgado, Nadjari exigió que tanto Roth como su mujer pagaran una fianza de 10.000 dólares, aduciendo que las trece camionetas contenían más de cincuenta mil libros obscenos que habían sido confiscados. Durante los días siguientes, el registro fue noticia de primera página en los periódicos, pero meses después, cuando un tribunal superior decidió que el registro y la confiscación de la propiedad de Roth habían sido ilegales, apenas tuvo repercusión en las medios de comunicación. La oficina del fiscal del distrito aceptó abandonar el caso si Roth prometía no presentar una demanda judicial contra la ciudad. Roth aceptó de mala gana, ya que en ese momento estaba demasiado preocupado con los casos federales que había pendientes contra él y con una citación que había recibido y que le obligaba a presentarse ante un subcomité del Senado en una investigación sobre pornografía y delincuencia juvenil que presidiría el senador Estes Kefauver, de Tennessee.

El senador Kefauver, un candidato demócrata a la presidencia que había alcanzado notoriedad nacional en su lucha contra el crimen organizado durante los interrogatorios televisados de líderes de la Mafia en 1951, era conocido confidencialmente por algunos miembros de la prensa como un eminente mujeriego. Al menos en una ocasión este hecho perjudicó su campaña contra el crimen organizado. En Chicago, donde debía llevar a cabo una investigación pública sobre la influencia de los gángsteres, Kefauver había sido fotografiado secretamente en la cama de un hotel con una joven relacionada con el mundo del hampa. Después de enterarse de la existencia de las fotos, canceló las investigaciones públicas en Chicago según informaciones posteriores aparecidas en The New York Times.

Pero esta investigación de la pornografía no estaba comprometida por semejantes circunstancias senatoriales, y durante el transcurso de los interrogatorios en el juzgado federal de Nueva York su acusación contra Roth fue severa. Dijo que el negocio era una «porquería», y en parte echó la culpa de la existencia de la delincuencia juvenil de Estados Unidos a la influencia de Roth.

Roth se defendió arguyendo que sus propios hijos, que no eran delincuentes, habían crecido a su lado y trabajado en sus oficinas. Sugirió que los delincuentes juveniles, como grupo, eran quizá los menos afectados por sus libros porque rara vez leían. Si bien Roth tuvo una respuesta coherente para cada pregunta, sus modales seguros y sus réplicas lanzadas con un ligero acento británico sugerían un tono de condescendencia que irritó sobremanera a Kefauver. Después de que Roth atribuyera valor literario a la mayoría de las obras publicadas por él, Kefauver señaló que en una ocasión Roth había intentado negociar un contrato con la prostituta Pat Ward, hecho que salió a la luz en el caso de Mickey Jelke.

—¿Por qué quería usted tener un libro de una persona que acababa de comparecer en un juicio famoso? —preguntó Kefauver.

—Creo —afirmó Roth— que el Nuevo Testamento gira justamente alrededor de esa clase de mujeres.

Kefauver hizo una pausa, pero pronto se recuperó, y en sus palabras finales repitió que el comercio de Roth era «censurable», opinión compartida por el senador William Langer. Entonces Kefauver permitió que Roth dirigiera unas palabras finales al comité.

—Creo que la gente que me ha criticado está equivocada —dijo Roth. Y mirando a Kefauver, añadió—: Creo que usted está aún más equivocado que ellos porque me está juzgando, y creo que un día no muy lejano le convenceré de que está equivocado.

—Le costará mucho convencerme —replicó Kefauver.

—Lo haré —insistió Roth.

Cuando Roth abandonó el edificio federal, creyó que había actuado de forma convincente y esperaba que le saldría muy cara. Pero, de cualquier modo, se sintió abrumado cuando más tarde su abogado le informó de que el gobierno había acumulado una acusación de obscenidad con veintiséis cargos contra él, y que pensaba iniciar el juicio casi de inmediato. El cargo más contundente de la acusación era haber distribuido por correo varios ejemplares de una revista de tamaño bolsillo, llamada Good Times, que mostraba fotos de desnudos al aire libre, y una única edición de la revista semestral de tapa dura American Aphrodite que había reeditado «La historia de Venus y Tannhäuser», escrita e ilustrada por Aubrey Beardsley.

Aunque Roth no creía que un jurado se ofendiera con la revista Good Times, con sus atrevidos dibujos y el esotérico erotismo de Beardsley, solicitó que se pospusiera la fecha del juicio para poder prepararse más a fondo y dedicar un poco de tiempo a su tambaleante negocio y a la descuidada vida familiar. Pero se le denegó la solicitud, y en enero de 1956 se encontró frente al jurado y a un juez de rostro rubicundo que en un tiempo había sido ayudante del fiscal del distrito.

El juicio duró nueve días. Durante ese tiempo, Roth no prestó declaración en defensa propia al aceptar los consejos de su familia, que presuponían que serviría mejor a sus propios intereses si guardaba silencio. Roth telefoneó al doctor Alfred Kinsey para preguntarle si querría prestar declaración a su favor, pero Kinsey se negó rotundamente, diciendo que él no podía apoyar la obscenidad. Quienes fueron testigos de la defensa, trataron de presentar a Roth ante el jurado como un defensor de los derechos del individuo y amante de la literatura, pero la acusación probó ser más efectiva presentándole como un profano y un vil comerciante.

Después de doce horas de deliberación y un rápido examen del material que Roth había distribuido, el jurado lo declaró culpable de cuatro cargos: uno de reeditar «La historia de Venus y Tannhäuser» de Beardsley y los otros tres por las circulares sugerentemente sexuales de la promoción que había enviado por correo. Aunque defraudado por la decisión, Roth creyó que si había sido exonerado en veintidós de los veintiséis cargos, su pena no superaría más de los noventa días. Pero su abogado, reaccionando a una información que le había hecho llegar una fuente del Departamento de Justicia, le dijo que se preparara para algo mucho peor. «Usted es un reo veterano a quien le puede caer la máxima pena —dijo el abogado—. Y entre sus enemigos hay un senador de Estados Unidos.»

Esta sombría valoración de los hechos resultó profética cuando, el 7 de febrero de 1956, Roth se presentó ante el juez, que le comunicó que le condenaba a cinco años en una penitenciaría y a una multa de 5.000 dólares. Samuel Roth, de sesenta y dos años de edad, sintió que el remolino de su existencia —una vida que había empezado en un pueblo de montaña de los Cárpatos— probablemente acabaría en una prisión estadounidense. Antes de que pudiera volverse para hablar con su familia, dos guardias le cogieron por los brazos, le sacaron de la sala por una puerta lateral y se lo llevaron a una celda donde fue encerrado tras las rejas.

Si bien su abogado apeló a todas las instancias judiciales, la culpabilidad de Roth fue confirmada en cada caso, aunque en una ocasión un juez federal llamado Jerome Frank recomendó que el Tribunal Supremo de Estados Unidos revisara su caso y modernizara el significado de la palabra «obscenidad». La definición existente en 1957 aún estaba influida por la ley británica de 1868, la «decisión Hicklin», que señalaba: «La prueba de obscenidad se da si la tendencia del asunto considerado obsceno es depravar y corromper a aquellos cuyas mentes están abiertas a esa clase de influencia inmoral y en cuyas manos puede caer una publicación de esta índole».

El juez Frank dudaba que una publicación pudiera «depravar y corromper» a nadie, joven o viejo, y en las meticulosas investigaciones que había realizado antes de fundamentar su opinión no encontró ninguna prueba que pudiera convencerle de lo contrario. Concedía que la literatura sexual a menudo estimulaba, pero lo mismo se podía decir de los perfumes y de decenas de productos comerciales que se enviaban por correo y se exhibían en las tiendas; si bien las fotos de mujeres desnudas excitaban claramente a los hombres, también los hombres podían excitarse con la misma facilidad viendo anuncios en los periódicos que mostraban mujeres en bañador o con ropa interior. Ciertamente, las mujeres bien vestidas en público excitaban cada día a los hombres. Citando la opinión de un psiquiatra que posiblemente él compartía, el juez Frank añadía: «Una pierna cubierta por una media de seda es mucho más atractiva que una pierna desnuda. Unos pechos redondeados por un sostén son más excitantes que las colgantes realidades».

Pero lo que más sorprendía al juez Frank de las leyes de obscenidad existentes era su capacidad para invadir la intimidad del ciudadano en un intento de legislar la moralidad. «Investir a unos pocos hombres (fiscales, jueces, jurados) con grandes poderes de censura literaria o artística, convertirles en lo que J. S. Mill denominaba “una policía moral”, es transformarles en despóticos árbitros de la producción literaria —escribió el juez Frank—. Si un día prohíben libros mediocres por obscenos, otro día pueden hacer lo mismo con una obra genial. La originalidad, que no abunda, debe ser aplaudida, no coartada. La imaginación de un autor puede frustrarse si debe escribir con un ojo puesto en los censores y los jurados; los autores deben lidiar con editores que, temerosos de los juicios de los censores gubernamentales, pueden negarse a aceptar manuscritos de Shelley, Mark Twain o Whitman contemporáneos. Unos pocos hombres empecinados luchan por el derecho a escribir o publicar o distribuir libros que la inmensa mayoría de su tiempo considera reprobables. Si encarcelamos a esos pocos, puede parecer que la comunidad no ha sufrido nada. Esa apariencia es engañosa. Porque la condena y el castigo de esos pocos aterrorizará a los escritores más sensibles, menos dispuestos a luchar. Como resultado, lo que ellos no escriban podría haber llegado a ser una gran contribución literaria. Spinoza dijo: “La represión supone recortar el Estado hasta que sea demasiado pequeño para albergar hombres de talento”.»

El caso de «Samuel Roth contra los Estados Unidos de América» fue visto por el Tribunal Supremo en abril de 1957. El argumento de los abogados de Roth era que el estatuto de correspondencia federal, la Ley Comstock de 1873, era inconstitucional, y que la literatura polémica que Roth había distribuido estaba permitida por la Primera Enmienda. Sin embargo, los abogados del Estado declararon que «la libertad absoluta de expresión no era lo que tenían en mente los Padres Fundadores de la Constitución, al menos en lo que respecta al interés de la moral pública». Y añadieron que la sociedad tenía «intereses de su propia competencia al garantizar la libertad individual de expresión y de prensa».

Después de que los nueve jueces hubieran escuchado a ambas partes, estudiaron entre sí el caso y dos meses después, cuando fueron reveladas sus opiniones, se vio que tenían sentimientos encontrados respecto a Samuel Roth.

El juez William O. Douglas pensaba que Roth debía ser puesto en libertad porque si era culpable de algo, lo era solo de provocar en los lectores «pensamientos» y no «actos» o «comportamiento antisocial». Y añadía: «Tengo la misma confianza en nuestro pueblo, en su capacidad para rechazar una literatura nociva, como en su capacidad para distinguir lo verdadero de lo falso en teología, economía, política o cualquier otro ámbito de conocimiento o acción». El juez Hugo L. Black estaba de acuerdo con Douglas en que la Primera Enmienda protegía la pornografía y apoyó la advertencia de Douglas de que «la prueba que hoy suprime un texto barato, mañana puede suprimir una joya literaria».

Aunque al juez John M. Harlan le preocupaba menos la supresión de joyas literarias y se inclinaba más por cierta severidad en casos federales de obscenidad, votó del lado de Black y Douglas.

Pero el juez Earl Warren apoyó la condena de Roth, especialmente irritado por el modo en que Roth promocionaba sus libros y revistas. Incluso si el material en sí no era obsceno, Warren castigaría a cualquier acusado que molestara a la sociedad con una publicidad de mal gusto, y creía que eso era exactamente lo que había hecho Roth. Los otros cinco jueces (William J. Brennan, Felix Frankfurter, Harold H. Burton, Tom C. Clark y Charles E. Whittaker) también confirmaron la condena de Roth, creyendo que la obscenidad, al igual que el libelo, no estaba protegida por la Primera Enmienda. Según el juez Brennan, que escribió la opinión de la mayoría, la obscenidad era «absolutamente indefendible dada su importancia social». La prueba de Brennan en cuanto a la obscenidad era la siguiente: «Si al ciudadano medio, aplicando normas contemporáneas de comunidad, el tema dominante del material visto en su conjunto apela a sus intereses lascivos».

Debido a que seis de los nueve jueces no encontraron razón alguna para exonerar a Roth, se le envió a cumplir la pena completa de cinco años, noticia que fue aplaudida por grupos religiosos y sociedades antivicio de todo el país. La Oficina Nacional para la Literatura Decente publicó una declaración diciendo que «la causa de la decencia ha resultado fortalecida», y el director general de Correos del gobierno Eisenhower, Arthur Summerfield, satisfecho de que el Tribunal Supremo no hubiera tocado la Ley Comstock, anunció: «El Departamento de Correos aplaude la decisión del Tribunal Supremo como un paso adelante en la campaña para mantener fuera de la correspondencia todo material obsceno».

Pero numerosos jurisconsultos, después de estudiar detenidamente las opiniones del juez Brennan, vieron en ellas un cambio histórico en la actitud legal concerniente a la expresión sexual, algo que denotaba esperanza para los muchos libros entonces prohibidos. Al haber definido la obscenidad por primera vez, el Tribunal Supremo había roto finalmente con la definición antiliberal inglesa del caso Hicklin de 1868.

En Hicklin, el tribunal británico había precisado que era condenable todo libro que tuviera un párrafo lascivo, mientras que la formulación del juez Brennan decía que el «tema dominante» de un libro tenía que ser obsceno a fin de prohibirlo. Ya que también Brennan definía la obscenidad como «absolutamente sin importancia social a redimir», podría haber querido decir que un libro o filme que ofreciera un mínimo de «importancia social a redimir» podía escapar a la censura. En el caso Hicklin, un libro sexual podía censurarse si no era adecuado para los jóvenes, mientras que el juez Brennan escribió que tenía que ofender «al ciudadano medio». Si eso era verdad, la decisión sobre Roth podía ser un presagio favorable para los defensores de mayores libertades. Fuera cual fuese la tendencia imperante, los abogados de la defensa tuvieron que esperar a que llegara al Tribunal Supremo otro importante caso de obscenidad y luego buscar las pistas en las opiniones de los jueces. Tal caso ocurrió en el otoño de 1957.

Se relacionó con la importancia de una película titulada El juego del amor, que se había prohibido en Chicago porque mostraba desnudos y tenía un argumento supuestamente decadente. La película empezaba en una playa de veraneo donde un adolescente completamente desnudo después de un accidente de navegación, aparecía a la vista de unas jovencitas. Más tarde conocía a una mujer mayor que él que le seducía y le educaba sexualmente para los episodios eróticos que pronto experimentaría con una chica de su propia edad. Si bien la película no tenía escenas demasiado crudas, el coito estaba claramente implícito. El caso de Chicago se sentenció en un tribunal federal intermedio. Pero cuando el Tribunal Supremo escuchó el caso y vio la película, encontró en la pantalla un grado de «importancia social» como para determinar, bajo la nueva definición aportada por el caso Roth, que la película no era obscena.

El Tribunal Supremo también citó el caso Roth para anular casos de obscenidad contra la revista homosexual One y la publicación nudista Sunshine & Health. La revista homosexual había sido retirada del correo por un funcionario postal de Los Ángeles. Aunque los tribunales locales y de apelación habían mantenido la decisión, el Tribunal Supremo señaló que One representaba un punto de vista, una forma de vida, que estaba protegida constitucionalmente en la enmienda sobre la libertad de expresión. Lo mismo ocurrió en el caso de Sunshine & Health contra el director general Summerfield y, como consecuencia, estableció por primera vez que hasta el vello púbico y los genitales eran representativos de una «idea» esencial del movimiento nudista y que, por lo tanto, la ley protegía su derecho a utilizar los servicios postales. Para mayor disgusto de Summerfield en ese caso, en un número de Sunshine & Health, un empleado de Correos aparecía tomando el sol en un campamento nudista en Florida. El empleado fue despedido.

Poco a poco, a medida que se anulaban una tras otra las condenas cuando llegaban al Tribunal Supremo, a medida que las novelas y películas eróticas se veían redimidas súbitamente a partir del caso Roth, el nombre se volvió más conocido como término legal que como recordatorio del hombre que estaba en la prisión de Lewisburg. Irónicamente, mientras cumplía la condena que se alargó hasta entrados los años sesenta, Roth podría haber recibido en su celda por correo casi todos los libros que habían contribuido a su encarcelamiento.