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John Bullaro era un hombre de aspecto robusto de un metro ochenta de estatura, ojos castaños y facciones regulares, que cada mañana llegaba a la oficina de seguros en el centro de Los Ángeles, vestido con traje y corbata y haciendo gala de unos modales amables y francos. El corte de su traje era clásico, y su cabello castaño claro, corto y bien peinado, habría satisfecho a su conservador padre italo-americano, antiguo propietario de una barbería de cinco sillas en el edificio Hearst de Chicago.

Si bien Bullaro había votado a Kennedy y llorado su muerte, era consciente de que la influencia de los Kennedy había abierto una brecha entre padres e hijos, creando un ambiente del que solo podría salir una «brecha generacional». Y John Bullaro se sintió personalmente ofendido cuando, después de los desórdenes en el campus de Berkeley, uno de los estudiantes fue noticia al decir: «No se puede confiar en nadie mayor de treinta años».

Bullaro tenía treinta y tres y por lo menos se sentía tan confiado e idealista como cualquier radical moralista y universitario.

Desde su licenciatura en 1956 en la Universidad de Nueva York, con un máster en administración educativa, después de haber resistido la tentación de seguir estudios de medicina, Bullaro ejerció durante años como director del Club de Jóvenes de Hollywood; en 1960, después de casarse con Judith Palmer, una bonita rubia que estudiaba para enfermera en la clínica Beverly Hills, cambió su carrera por un cargo mejor pagado en el negocio de los seguros, al que él veía relacionado de algún modo con la asistencia social y, por extensión, con el bienestar nacional.

Bullaro creía que sin las pólizas y riesgos de las grandes compañías de seguros, Estados Unidos no hubiese logrado el milagro económico del siglo XIX. Y como joven agente en su oficina de Los Ángeles leyó con orgullo la historia de la compañía New York Life Insurance, que desde 1845 había compartido las penas y las glorias de la aventura estadounidense. La New York Life ayudó a financiar la revolución industrial, aseguró las vidas de los pioneros que viajaron en carromatos a California en busca de oro, invirtió millones en bonos del Estado para apoyar los esfuerzos militares estadounidenses en Europa y Asia.

Si bien John F. Kennedy no había sido un beneficiario de las pólizas, la compañía había asegurado las vidas de nueve presidentes anteriores, entre ellos los dos Roosevelt y dos víctimas de asesinato, Garfield y McKinley, así como a osados individualistas como Harry Houdini, el astronauta Virgil Grissom, Charles Edison, Walter Chrysler y el general George Custer, cuya última hazaña en 1876 en Little Big Horn había sido asegurada por la New York Life por 5.000 dólares.

Cuando Bullaro entró en la empresa, esta era una de las cinco principales del país; tenía trescientas sesenta sucursales con casi diez mil empleados en nómina y una cantidad similar de agentes independientes que trabajaban a comisión. De cualquier modo, Bullaro se sintió personalmente comprometido con la firma, al ser por naturaleza un hombre proclive a la organización y que podía identificarse con los objetivos de la empresa. Al cabo de poco tiempo, empezó a ascender de categoría. En 1962, después de haber satisfecho los máximos objetivos de venta de la compañía, fue nombrado subdirector. En 1964 ascendió a director regional; le dieron un aumento sustancial y adquirió una amplia casa en Woodland Hills, una zona residencial del valle de Los Ángeles. Era miembro del Rotary Club local y de la Joven Cámara de Comercio, recolectaba dinero para United Way y actuaba como consejero del Club de Jóvenes de Hollywood, donde una vez había trabajado. También estaba en el directorio de la Valley Oaks Church of Religious Science, después de haber abandonado el catolicismo de su padre italiano y las arraigadas tradiciones de su madre judía.

Cuando era un adolescente, en Chicago, y vivía en un barrio de clase media baja donde prevalecía el antisemitismo, jamás había revelado a sus amigos los orígenes rusos y judíos de su madre. Temeroso del ostracismo social y con la esperanza de mezclarse con la mayoría cristiana, en un tiempo perteneció a un club juvenil del barrio vinculado con la Iglesia episcopaliana. Pero después de que su familia se trasladara a Los Ángeles en 1951 a requerimiento de su madre, ya que ella estaba cansada de los inviernos helados de Chicago y del multitudinario edificio de apartamentos en que vivían, Bullaro empezó a aceptarse más tal como era.

Se sintió menos consciente de su etnia en el ambiente abierto y liberal del sur de California, donde no existían barrios segregados dominados por italianos, irlandeses, eslovacos o alemanes, facciones en lucha solo unidas por su común animosidad contra judíos y negros. Los Ángeles era una ciudad relativamente joven y carente de raíces, sin vínculos con el Viejo Mundo y con sus tradiciones. Allí los habitantes no habían llegado de Europa, sino de otras ciudades de Estados Unidos. Habían nacido en el país; estaban seguros de su identidad nacional y no buscaban refugio ni protección en alianzas étnicas. Su dependencia del automóvil les convertía en una sociedad sumamente móvil, menos circunscritos y atrincherados que la mayoría de la gente de Chicago o Nueva York, y en el cálido clima de Los Ángeles, hasta los suburbios, las blancas hileras de cabañas a la sombra de palmeras parecían con mucho preferibles a los oscuros y fríos edificios del invierno de Chicago.

Al igual que miles de personas que iban al Oeste y que estaban convirtiendo California en el estado de mayor crecimiento de la nación, Bullaro sintió un cambio rejuvenecedor y emancipador tanto para él como para su familia. Su padre, que al principio se había mostrado remiso a dejar su próspera peluquería de Chicago, pronto encontró trabajo en los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer y les cortaba el pelo a Clark Gable, Fred Astaire y Mario Lanza. Su madre, que después de dieciocho años acababa de tener otro hijo, ahora cuidaba alegremente de su hija y se metía menos en la vida personal de su hijo mayor. Aunque había intentado que él no dejara Los Ángeles para ir a la universidad de Nueva York y luego se desilusionó cuando dejó de salir con una joven judía, no puso ningún reparo a su noviazgo con Judith Palmer. De hecho, en 1958 asistió a la boda, celebrada por un pastor congregacionalista.

La boda de Bullaro con Judith Palmer dio un nuevo impulso a su deseo de integrarse en la sociedad. Sintió que la aceptación demostrada por Judith era casi el preámbulo a su admisión en un club de moda y que ya no debía pensar en sí mismo como miembro de un grupo minoritario, un estadounidense a medias. El padre de Judith, un alto ejecutivo de una compañía aeronáutica de Los Ángeles, tenía contactos personales con el complejo militar industrial que estaba invirtiendo miles de millones en la economía californiana. Bullaro vio en él a un aliado en la jerarquía corporativa a la que él aspiraba.

Desde el momento en que conoció a Judith, Bullaro se había sentido atraído por su belleza. Su tez clara, las mejillas y el pelo corto y rubio le recordaban a la actriz Kim Novak. Si bien en las fiestas Judith bebía más que cualquier otra mujer que él hubiese conocido, lo atribuía a su pasado liberal y posiblemente a la influencia de su padre, un hombre muy sociable a quien ella adoraba. Puesto que la bebida ya no le hacía perder la compostura en público, Bullaro no se preocupó mucho, aunque era consciente de que tenía un efecto estimulante en su vida sexual. Después de las fiestas y tras beber bastante, ella se mostraba extremadamente excitada y desinhibida en la cama, y en esas ocasiones le hacía una felación con pasión y habilidad.

Pero cuando no bebía, era sexualmente pasiva. Esto se hizo más evidente a medida que el matrimonio avanzaba por la década de 1960. Era como si la ilícita pasión prematrimonial de la que habían disfrutado en los años cincuenta hubiera languidecido con su unión legal y ahora necesitara un estímulo especial para revivir. Asimismo, a medida que tenían hijos, primero un varón, luego una niña, a menudo Judith se sentía cansada por la noche. A veces Bullaro se alegraba de ello, porque con sus responsabilidades cada vez mayores en la empresa podía trabajar de noche mientras su familia dormía.

Le gustaba vivir en su casa de Woodland Hills, ya que era la primera que había podido comprar después de toda una vida viviendo en pisos de alquiler. Era una casa beige, como un rancho, con tejado de pizarra; en el jardín había pinos, sicómoros y un turbinto. Un camino semicircular dividía el jardín, y en el garaje había dos coches, el nuevo Oldsmobile de Bullaro y el viejo Thunderbird que el padre de Judith le había regalado. El interior de la casa tenía influencias del llamado estilo español y había una chimenea de ladrillo y una mesa oval, que servía como bar, en la que había botellas de vino de California.

Los fines de semana a veces la pareja cenaba con colegas de Bullaro de la New York Life, y con sus mujeres volvían a la casa para tomar una copa después de la cena. Una noche fueron con un miembro de la John Birch Society, que les mostró una película sobre el Partido Conservador y pidió con sumo interés la ayuda de Bullaro para la formación de un comité de la sociedad en Woodland Hills.

Aunque Bullaro se había vuelto algo conservador desde la muerte de Kennedy, aún estaba muy lejos de convertirse en un activista de extrema derecha. Y si bien él y sus amigos estaban sorprendidos por los recientes disturbios raciales en el barrio de Watts de Los Ángeles y les irritaban los continuos enfrentamientos en las universidades, en el fondo de su alma sentía una gran admiración por la forma en que estaban expresándose los jóvenes. Le impresionaban su modo de abrirse y de reafirmarse al defender a los grupos y las opiniones de las minorías, y de que encontraran tiempo para permitirse libertades sexuales que Bullaro solo podía envidiar.

Los domingos por la mañana, después de decirle a Judith que salía con su club ciclista a dar un paseo, como era su costumbre, a veces Bullaro pedaleaba a solas veinticuatro kilómetros hasta la playa de Venice, donde se reunían numerosos grupos de estudiantes, hippies y artistas marginados en las cafeterías o en los paseos costeros, sentados al sol conversando entre ellos, o leyendo libros de bolsillo de vanguardia, de los que él jamás había oído hablar. Mientras iba lentamente en su bicicleta último modelo por el sendero de palmeras, enfundado en su camiseta de la Universidad de Nueva York y con zapatillas que él sabía que eran demasiado elegantes, podía ver los frisbees con los que jugaban los jóvenes y las parejas de pelo largo que caminaban por la playa; a veces, cuando pasaba ante las ventanas abiertas de apartamentos a orillas del mar, echaba rápidos vistazos a los jóvenes que deambulaban desnudos. Bullaro a menudo olía la fragancia de la marihuana en el aire. De los cafés salía música de guitarra y canciones folclóricas que se mofaban de su mundo materialista. En tales ocasiones, sentía la tentación de apearse de la bicicleta y acercarse amablemente a esos simpáticos desconocidos y tratar de razonar con ellos en sus mesas y quizá convencerles de que él también era parte de su mundo, que él también miraba al sistema con escepticismo y que personalmente estaba insatisfecho pese a su éxito aparente. Pero seguía pedaleando en vez de someterse a lo que preveía como una situación ridícula. Consideraba sus paseos del domingo en bicicleta por Venice como lo que probablemente eran, un ejercicio de autoconmiseración, la búsqueda de la solución de un problema al que realmente no podía enfrentarse. Solo sabía que él, a los treinta años, se sentía viejo y sumamente alienado.

Pero los lunes por la mañana, como si los domingos jamás hubieran existido, Bullaro volvía a su traje y su corbata y conducía su nuevo coche con entusiasmo rumbo a su despacho. O como esa mañana de septiembre de 1965, en que era pasajero en un vuelo a Palm Springs para asistir a un congreso de seguros que supervisaría parcialmente. Entre los invitados había varias decenas de agentes californianos recientemente contratados por su empresa y, durante tres días y dos noches en un hotel en medio del desierto, escucharían los discursos de los ejecutivos de mayor categoría, asistirían a seminarios y conocerían los futuros objetivos de la compañía. Los agentes invitados ya habían probado en sus breves carreras en la New York Life que podían vender seguros, lo que representa un talento único y especial, ya que el agente debe vender un producto que el cliente asocia inconscientemente con la muerte y el desastre, y la resistencia natural que inspira es tan fuerte que al principio los agentes se enfrentan a un rechazo tras otro.

Bullaro creía que una consecuencia de esto era lo que hacía que la venta de seguros fuera menos soportable para las mujeres que para los hombres. Las mujeres tendían a evitar situaciones que pudieran conducir a enfrentamientos cara a cara, mientras que los hombres, acostumbrados a ello desde sus primeros pasos en la vida, cuando habían hecho sus primeras intentonas sexuales, pronto aceptaban los rechazos como una parte natural de la vida, aunque no fuese agradable. En el primer día del congreso, Bullaro se dio cuenta de que solo había cuatro mujeres entre los casi setenta nuevos agentes; sin embargo, una de las mujeres había superado a casi todos los hombres en ventas, y Bullaro ya había oído hablar de ella antes de conocerla en el cóctel celebrado la primera noche.

Estaba con otros tres ejecutivos cuando ella entró sola en la sala llena de gente. Después de que uno de los hombres que la conocía le pidiera que se uniese a ellos, ella lo hizo y dijo que se llamaba Barbara Cramer. Era una mujer pequeña y con gafas, de veintitantos años, pelo rubio corto, un cuerpo bien proporcionado y con un vestido elegantemente cortado de mujer de negocios; aunque no era bonita, resultaba atractiva con su aspecto aniñado. Tomó asiento al lado de Bullaro y, después de no aceptar un cigarrillo y pedir una copa, escuchó tranquila pero atentamente a los hombres, que prosiguieron con su conversación. Hablaban sobre el proyecto Keogh, un plan de pensiones libre de impuestos para trabajadores autónomos que se acababa de aprobar en el Congreso. Sin meterse abruptamente en la charla, Barbara dio la impresión de saber tanto como ellos sobre las complejidades del tema.

La conversación de negocios continuó una hora con sus dos rondas de bebidas; después los hombres se pusieron en pie para despedirse y Bullaro quedó ante la mesa con Barbara Cramer. Aunque ella no mostró intención de irse, se quejó de un ligero dolor de cabeza y Bullaro se ofreció a conseguirle una aspirina. La barra estaba llena de gente, de modo que Bullaro cruzó el vestíbulo rumbo a su habitación, que estaba muy cerca, en el primer piso. Cuando abrió el botiquín, oyó que la puerta de su cuarto se cerraba. Al volverse vio que Barbara Cramer le había seguido. Estaba al lado de la cama, sonriente.

—He decidido —dijo ella— que probablemente necesito algo más que una aspirina. Necesito un buen polvo.

Él se dio cuenta de que la había oído correctamente, pero aun así estaba perplejo por sus palabras directas. Su primera preocupación fue saber si alguno de sus colegas la había visto entrar en la habitación; el vicepresidente regional estaba en la habitación contigua y había otros ejecutivos al otro lado del pasillo, pero antes de que él pudiera decir algo, ella ya se estaba quitando la chaqueta, los zapatos y empezaba a abrirse la blusa.

—Bueno —dijo ella mientras él seguía mirándola en silencio—, ¿te decides o no?

Bullaro estaba tan excitado como confuso por la rapidez de los acontecimientos. Ella le miró con ojos interrogantes, los dedos en los botones de la blusa.

—Supongo que sabemos lo que estamos haciendo —dijo al fin Bullaro, dejando la aspirina en el botiquín y encaminándose al armario.

Se quitó los zapatos y la corbata con los ojos fijos en ella, que siguió desvistiéndose. Colgó cuidadosamente la blusa en el respaldo de una silla, puso sus joyas y las gafas en el escritorio y se quitó la falda. Cuando se quitó el sujetador, Bullaro vio sus grandes pechos; luego las piernas y nalgas firmes mientras ella, completamente desnuda, iba a la cama. Se metió bajo las mantas y esperó mientras él se quitaba el pantalón y el calzoncillo. Tenía el miembro erecto cuando cruzó la habitación, consciente de que ella le estaba mirando.

Ella no dijo nada cuando él se metió en la cama, pero de inmediato sintió que le pasaba las manos por el pecho, el vientre y las bajaba a su pene. Él estaba de espaldas, sin hacer nada, mientras ella le acariciaba, y luego se puso encima de él. Ella era la que atacaba, la ejecutora de cada movimiento, y él disfrutaba de la sensación de dominio que emanaba de ella. Parecía tan distinta de su mujer y de otras mujeres. No buscaba la seguridad de las palabras ni trataba de abrazarle o besarle o pedirle que la besara. Era como si le deseara de una forma puramente física, libre de distracciones emocionales. Pronto ella, encima de él, había hecho que la penetrara y durante unos momentos se movió arriba y abajo con los ojos cerrados hasta que le agarró fuertemente las caderas, suspiró levemente y se detuvo.

—Mucho mejor —dijo.

—Mejor que una aspirina —añadió él observando su sonrisa.

Entonces ella se dio media vuelta y le indicó que estaba lista para satisfacerle. Él se puso encima de ella y acabó con rapidez.

No estuvieron más de diez minutos juntos en la cama. Siguieron allí un poco más, luego ella se levantó, se puso las gafas y empezó a vestirse. Su figura, notó Bullaro, era voluptuosa y madura, lo cual no encajaba con su rostro de niña y su peinado de mozalbete. Sexualmente, era como un hombre. Era la primera mujer al estilo «dispara y márchate» que había conocido en su vida.

—Mañana por la noche —dijo ella cuando terminó de vestirse, dándole la espalda; y luego, al mirarse en el espejo añadió—: puedes venir a mi cuarto.

Ella se volvió a él y Bullaro hizo un gesto de despedida desde la cama. Entonces fue a la puerta, la abrió lentamente para asegurarse de que no había nadie en el pasillo y, saludándola con la mano, se cerró sin hacer ruido.