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En 1928 la madre de Diane Webber ganó un concurso de belleza en el sur de California patrocinado por los fabricantes del automóvil Graham-Paige. Uno de los premios era un pequeño papel en una película muda dirigida por Cecil B. De Mille en la que hizo de jovencita adolescente bonita y recatada, lo que era en la vida real.

Había llegado a California desde Montana para vivir con su padre, que, después de una amarga ruptura matrimonial, había abandonado la Billings Electric Company y encontrado trabajo como electricista en los estudios Warner Bros. de Los Ángeles. Ella se sentía mucho más próxima a su padre que a su madre, y también quería escapar de la dura vida rural del noroeste, donde tan a menudo sus padres habían reñido, donde su abuela se había casado cinco veces y donde su bisabuela había sido asesinada por un indio de un flechazo en la espalda mientras nadaba un día en el río. Había llegado al sur de California convencida de que allí se le ofrecerían más oportunidades que en los horizontes limitados del país de los cielos inmensos.

Y así fue, aun cuando jamás alcanzara el estrellato en las distintas películas en las que apareció a finales de la década de 1920 y principios de la de 1930. Su satisfacción procedía más bien de una sensación de serenidad que tenía en Los Ángeles, un soleado desapego de la lúgubre infancia que había conocido en Montana. En Los Ángeles se sintió libre para vivir a su manera, para recuperar su antiguo interés por la religión, para caminar por las calles sin llevar sostén, para casarse con un hombre casi treinta años mayor que ella y, siete años después, tener un segundo marido cinco años más joven. El característico desprecio del sur de California por los valores tradicionales, su sociedad relativamente desarraigada, su movilidad y falta de continuidad —las mismas características que habían sido una carga en el pasado de su familia en Montana—, aquí en Los Ángeles, ella las aceptaba fácilmente, en parte porque ahora compartía esos valores con miles de personas de su propia generación, jóvenes hermosas como ella que habían dejado atrás los pueblos grises de otras partes de Estados Unidos y habían emigrado a California en busca de un objetivo apenas definido. Y si bien muy pocas de esas mujeres triunfarían como actrices, o como modelos o bailarinas —lo más probable era que pasaran los mejores años de sus vidas trabajando como camareras, recepcionistas o vendedoras, o como infelices casadas en el valle de San Fernando—, casi todas ellas permanecían en California, y tenían hijos, hijos que fueron criados durante la Depresión, que hicieron deporte al aire libre todo el año en la década de 1940, que maduraron en el período de la gran prosperidad californiana que empezó con la Segunda Guerra Mundial (cuando las inversiones estadounidenses en la industria bélica dedicaron millones de dólares a las fábricas de aviones e industrias tecnológicas de la Costa Oeste), y en la década de 1950, ya había aparecido en California una nueva generación que se distinguía por su buen aspecto físico, el estilo informal de su ropa, su actitud ante la vida haciendo especial énfasis en la salud, y un estilo especial que en Nueva York, a lo largo y ancho del país y en el extranjero se consideraba peculiarmente estadounidense: el «look California». Y entre los que poseían ese aspecto en los años cincuenta, aunque su madre fuera la última en reconocerlo, estaba Diane Webber.

Los problemas de Diane con su madre comenzaron después del divorcio de sus padres. El padre de Diane, veintisiete años mayor que la madre, era un escritor de Ogden, Utah, llamado Guy Empey. Era un hombre de baja estatura, robusto, mandón y aventurero que en 1911 se había alistado en la Caballería, pero como su país tardó en entrar en la Primera Guerra Mundial, se sumó al ejército británico. Estuvo en el campo de batalla europeo que le dejó cicatrices en la cara que luciría orgullosamente el resto de sus días. En 1917 escribió un best seller sobre sus experiencias, titulado Over the Top, del que se vendieron más de un millón de ejemplares. También se hizo una película que él dirigió y de la que fue protagonista.

Guy Empey escribió otros libros en la siguiente década, aunque ninguno fue tan popular como el primero; hacia 1930, se limitaba a escribir cuentos para revistas, a menudo con seudónimo. En aquella época, en una reunión social en Hollywood, conoció a una actriz bonita, recatada y veinteañera de Montana, cuyos cabellos cortos y oscuros, grandes ojos castaños y sonrisa contagiosa le recordaban a la estrella del cine mudo, Clara Bow. Sin perder tiempo, la cortejó con ramos de flores y paseos en Cadillac, y no tardó en proponerle matrimonio. Ella aceptó, aunque a sus cuarenta y seis años él podía haber sido su padre.

Con bastante torpeza llevó a su novia a la casa que él compartía con sus queridas madre y hermana, a las que había dedicado Over the Top. Las dos eran mujeres cultas y refinadas de Nueva York; el tío de la madre, Richard Henry Dana, había escrito Two Years Before the Mast; y su hermana viuda, que había estado casada con un alto ejecutivo de W. & J. Sloane, leía The New Yorker cada semana y había llenado su casa de Los Ángeles con muebles de buena calidad y una biblioteca maravillosa que se había traído desde el otro extremo del país. Estas dos mujeres, y en especial la temperamental madre de Guy Empey, no quedaron muy impresionadas con la joven actriz de Montana, y él fue incapaz o no estuvo dispuesto a resolver un problema matrimonial que solo se vio interrumpido brevemente en el verano de 1932 por el nacimiento de la única hija, que fue bautizada con el nombre de Diane debido a una canción entonces muy en boga.

Cuando Diane tenía dos años, sus padres se separaron; cuando cumplió cinco, después de una breve reconciliación, sus padres se divorciaron, y Diane se pasó los años siguientes dividiendo su tiempo entre las dos casas. Durante la semana vivía con su madre, que en 1939 se casó con un joven de veinticuatro años que trabajaba como fotógrafo para el International News Service, y había hecho de modelo, como vaquero, en vallas publicitarias de los cigarrillos Chesterfield. En la época en la que se casó, poseía un pequeño restaurante en Sunset Boulevard; la madre de Diane, a sus veintinueve años, sofocó cualquier pertinaz ilusión cinematográfica que aún pudiera tener al unirse a su nuevo marido y trabajar como camarera.

Los fines de semana, Diane tomaba el autobús que iba de Hollywood Hills a Echo Park, donde la esperaba su abuela y la escoltaba a casa de su padre; allí, al son de la música de Händel que sonaba a bajo volumen en el gramófono, pasaba su tiempo en presencia de sus intelectuales tía y abuela, que la alentaban a que leyera mucho, la llevaban a ver películas de calidad y utilizaban siempre palabras que la obligaban a recurrir al diccionario. Mientras las mujeres dormían la siesta, y mientras su padre trabajaba ante la máquina de escribir —con poco éxito—, Diane se sentaba a solas a leer todo lo que cayera en sus manos, desde Anthony Adverse a los dramas de Shakespeare, de Las mil y una noches a la Anatomía de Gray, adquiriendo poco a poco una base clásica dispersa, así como una desbordante fantasía.

Sus fantasías quedaron más claramente definidas una tarde después de que la llevaran a ver el ballet El cascanueces. A partir de entonces, Diane se veía en sueños como una chica atractiva con tutú de bailarina, girando solitaria haciendo graciosas piruetas. Empezó a tomar clases de ballet una vez a la semana después de la escuela, pero este fue un privilegio que su madre le concedió teniendo en cuenta el comportamiento de Diane, así como su eficacia para realizar las tareas del hogar. Su padrastro, con quien se sentía incómoda, a menudo la observaba cuando ella practicaba en casa; a veces bromeaba un poco cuando ella se cogía a la repisa de la chimenea en la sala y levantaba una pierna en el aire. Esto disgustaba a su madre, quien, tras haberse opuesto al intento de su joven marido de poner ilustraciones femeninas de Alberto Vargas en el pasillo, ciertamente no se divertía con la atención que ahora prestaba a su joven hija de doce años. Una tarde a última hora, en un momento de petulancia que conmovió a Diane, su madre comentó que sería muy improbable que la belleza de Diane pudiera compararse con la suya. La situación en la casa empeoró rápidamente a finales de ese año cuando su madre tuvo un bebé y, dos años después, una niña. Aunque Diane ya casi era una adolescente, empezaba a sentir curiosidad por los chicos y deseaba salir con ellos; cada día, a la salida del colegio, se esperaba de ella que fuera directamente a su casa a ayudar con los niños. Esta rutina continuó de una forma u otra hasta que terminó los estudios en el instituto, momento a partir del cual se fue de su casa a vivir temporalmente en el piso de la hermana de su madre, trabajando para mantenerse y poder pagar las clases de baile; hacía de empaquetadora en la sección de embalaje de regalos de la gran tienda Saks, en Wilshire Boulevard. Meses después, deseando no interferir en la vida íntima de su tía materna, que entonces salía con un hombre casado que trabajaba en las oficinas del hotel Beverly Hills, Diane se trasladó al Hollywood Studio Club, una residencia para mujeres de la industria cinematográfica donde había vivido su madre en una ocasión. Allí fue donde Diane se enteró de una prueba para coristas dispuestas a trabajar en un club nocturno de San Francisco, y si bien se trataba de una oportunidad bastante mísera para una aspirante a bailarina de ballet, ya había decidido que a los dieciocho años probablemente era demasiado mayor y tenía muy pocas horas de entrenamiento como para llegar algún día a dominar el delicado arte físico que con tanta perfección llevaba a cabo en sus fantasías. De modo que se presentó y pasó la prueba. Cuando se dirigió a su madre para preguntarle si debía aceptar la propuesta, esta le contestó: «No me lo preguntes a mí. Decide por ti misma».

Diane partió para San Francisco sin saber si su madre le había otorgado su independencia o si solo expresaba su indiferencia.

Diane ganaba ochenta dólares a la semana con tres espectáculos por noche, seis noches a la semana, bailando como chica del coro de talentos de la categoría de Sophie Tucker. Usaba una ropa modesta que solo dejaba al descubierto su vientre, pero mientras se cambiaba en el camerino experimentó por primera vez el estar desnuda ante un grupo de personas y pudo ver cómo era su cuerpo comparado con los de las otras mujeres. En la comparación el suyo salía bien parado, y por lo tanto no se sorprendió cuando una amiga corista le sugirió que podría ganarse un dinerillo extra como modelo de fotos y le dio el nombre de un profesor de arte de Berkeley, que había pagado veinte dólares a otras bailarinas por una breve sesión de desnudo fotográfico en su estudio.

Tímidamente, Diane se presentó en la residencia del profesor, pero los modales indiferentes y formales de este la tranquilizaron. Se quitó la ropa y se quedó desnuda ante él. Observó que retrocedía y oyó el sonido de la cámara. La oyó una y otra vez hasta que, sin que él le diera ninguna instrucción, ella empezó a moverse como una bailarina de ballet, moviendo lentamente los brazos, haciendo girar el cuerpo, de puntillas sobre los pies mientras oía una música interior y el clic de la cámara; y entonces olvidó la presencia del profesor. Solo era consciente de su propio cuerpo como elemento inspirado que ella dominaba artísticamente y con el que podía elevarse por encima de sus propias limitaciones. A pesar de estar desnuda, no sintió vergüenza. Se sintió llena de vida interior mientras bailaba, llena de intimidad, de soledad, muy concentrada en las emociones que quizá se proyectarían externamente en sus movimientos o expresiones, pero no sabía, no veía el efecto que estaba causando en el profesor detrás de la cámara. Apenas podía percibir su opaca y grisácea figura a lo lejos. Diane se había quitado las gafas y era bastante miope.

Al regresar a Los Ángeles después de completar la temporada en el club nocturno, Diane tomó la iniciativa y telefoneó a varios fotógrafos de moda que figuraban en el listín de teléfonos solicitándoles una entrevista. Llamó a gente como David Balfour y Keith Bernard, Peter Gowland y André de Dienes, William Graham y Ed Lange, entre otros. Casi todos ellos se sintieron atraídos por Diane, y les impresionó el hecho de que una chica joven tan atractiva estuviera dispuesta a posar desnuda. Cuando menos, ella iba veinte años por delante de su tiempo.

En 1954, a los veintiún años, sus fotografías empezaron a publicarse en revistas de desnudos de todo el país. En 1955, después de que se hubieran enviado una serie de fotos suyas en color a la revista Playboy en Chicago, el joven editor Hugh Hefner las examinó en su despacho y quedó impresionado de inmediato.