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Durante las semanas siguientes, John Bullaro, acompañado por Judith, visitó la casa de los Williamson en varias ocasiones en lo que sin duda fue el período más extraño de toda su vida. Incluso años más tarde, cuando reflexionaba sobre aquellas aventuras eróticas, le resultaba difícil creer que hubieran sucedido en realidad y que él hubiese consentido que sucedieran, aun cuando había participado con desgana, o por lo menos eso era lo que prefería creer.

Sin embargo, Judith no fue reacia a participar, porque fue ella quien insistió en que debían aceptar el desafío de Williamson de la infidelidad abierta con la esperanza de que pudiera servirle como terapia para superar los sentimientos de dependencia que había tenido toda su vida. Sabía que no le gustaba la mujer en que se había convertido, la suspicaz ama de casa de una urbanización, pero hasta el afortunado encuentro con los Williamson y su grupo jamás había conocido a nadie que pareciera dispuesto a ayudarla a cambiar o que fuera capaz de hacerlo. Aunque no se lo expresó a su marido de esa manera, veía al grupo como un catalizador de su propia liberación. Y del mismo modo que su marido se había visto obligado a admitir sus engaños, ella también esperaba quitarse de encima algunos secretos personales que le causaban mucha ansiedad y culpabilidad. Por ejemplo, le gustaría revelar que ella también había sido infiel durante el matrimonio. Esa primera noche en casa de los Williamson, cuando regresaban en coche a casa, había sentido una fuerte tentación de contárselo a su marido. Pero le había faltado el coraje, posiblemente porque su relación sexual había sido fuera de lo normal, porque había sido con un joven negro.

Se llamaba Meadows y era camillero en el hospital de veteranos de Los Ángeles donde Judith había trabajado en su último año en la escuela de enfermería. Como todos los pacientes eran varones, las estudiantes de enfermería eran acompañadas en todo momento por camilleros. Meadows, que era alto y atractivo, fue el primer negro con quien Judith trabó amistad. Durante el descanso, después de haber acompañado a los pacientes a que jugaran a béisbol en los jardines del hospital, Judith y Meadows se quedaban charlando sobre el césped. Y un día, después de que su conversación se hiciera más íntima, Meadows sugirió que se encontraran en privado después del trabajo.

Aunque hacía solo un año que Judith estaba casada, su vida sexual con Bullaro se había convertido en una aburrida rutina de fin de semana, de la que ella se sentía responsable en gran parte, pero que no podía alterar en modo alguno. Simplemente, no había disfrutado del sexo después de la boda del mismo modo que cuando ella y Bullaro —y sus anteriores amantes en la universidad— lo habían hecho a hurtadillas, habían entrado y salido subrepticiamente de moteles y apartamentos prestados y se habían metido en los dormitorios cuando sus padres no estaban en casa. El sexo a escondidas había sido algo excitante para Judith, maravillosamente pérfido, un desafío a su educación estrictamente religiosa; pero una vez legalizado por su boda en febrero de 1958, poco a poco empezó a considerarlo como otra tarea doméstica, como guisar o comprar, y siguió sintiendo lo mismo año tras año, salvo por la breve relación con Meadows entre el invierno de 1959 y la primavera de 1960.

Ella y Meadows iban del hospital a un apartamento cercano de otro camillero negro, por lo general los días en que su marido trabajaba hasta tarde. Y durante horas se lanzaban a un sexo desinhibido que la gratificaba y entusiasmaba. Era puro placer, libre de vínculos emocionales, ya que sabía que jamás podría casarse con Meadows. Él siempre tendría que estar asociado con la parte más inaceptable de su propio ser, una oscura fantasía que se llevó a cabo con la misma impetuosidad que terminó. La relación había alcanzado un punto en que ella no podía mirar a su marido a la cara por las noches ni simular que dormía cuando él entraba en el dormitorio, ni justificar su rechazo a sus continuos intentos de hacer el amor. Al mismo tiempo que Judith reconocía su doblez, también se dio cuenta de que quería tener hijos, creyendo que traerían alegría y nuevos objetivos a su vida. Y con el tiempo, eso fue lo que sucedió. Pero en los siguientes años de monogamia, su pasión sexual continuó siendo pasiva. Si bien de vez en cuando disfrutaba del tipo de romance ilícito que había tenido con Meadows, temía que pudiera poner en peligro la seguridad de su matrimonio y de su vida familiar. La posibilidad de algo así acentuaba en su interior la creciente inseguridad que había empezado a sentir acerca de las posibles infidelidades de su marido.

Jamás había podido aplacar sus sospechas, de modo que aceptó la sugerencia de Williamson de que esos sentimientos eran innecesarios y debían eliminarse. Le sorprendió no estar más dolida por las confesiones de su marido durante la primera velada en casa de los Williamson. Y mientras volvían a su casa en coche, ella ya esperaba con impaciencia la segunda visita, sentada al lado de su marido, que parecía rígido y casi espectral tras el volante.

Cuando fueron de nuevo, los Bullaro se reunieron con el grupo en la sala. Judith los reconoció a todos con una excepción. Una joven atractiva y de bonito cuerpo llamada Gail, pelirroja y pecosa, fue presentada a los Bullaro, pero ella evitó mirar directamente a los ojos de Judith, de modo que esta sospechó que quizá era la elegida para hacer el amor con su marido esa noche. Enseguida sintió que desaparecía su sensación de seguridad, y al mismo tiempo advirtió que su marido se ponía tenso cuando Gail le sonrió y le hizo lugar para que se sentara a su lado sobre la alfombra, dedicándole toda su atención.

Judith tomó asiento entre David Schwind y Arlene Gough, bebiendo vino pero sin prestar atención a las conversaciones que se mantenían a su alrededor debido a la ansiedad que sentía. Entonces, John Williamson se le acercó y se arrodilló a sus pies. Se mostró cariñoso y atento y, cuando le puso una mano en el tobillo y empezó a masajearlo según su estilo peculiar, no opuso resistencia a sus caricias, sino que las aceptó de buen grado. Aunque no se sentía atraída físicamente por él, la seducían esas raras cualidades que lo hacían especial, misterioso, incluso indiscreto. También le impresionaba la influencia que sin duda ejercía sobre todos los presentes en la sala. Sin esfuerzo aparente, había mezclado sus vidas con la suya. Y en vez de sentirse amenazada por él, Judith creyó, por la manera en que él le hablaba, que estaba verdaderamente interesado en su bienestar y desarrollo personal. Cuando él le preguntó si se sentía lo bastante fuerte para poner a prueba el sentimiento de posesión del que ella había hablado la última vez, ella dudó un momento y luego, esperando su aprobación, replicó con firmeza que lo estaba.

Williamson pidió silencio en la sala y, después de explicar al grupo que Judith Bullaro esperaba su cooperación para poder enfrentarse a sus sentimientos posesivos, se dirigió a Gail y le preguntó si podía llevar a John a uno de los dormitorios. Gail se puso en pie enseguida, y le tendió una mano a Bullaro, que cobró conciencia de que todos, incluso Judith, tenían los ojos puestos en él. Aunque Judith asintió con un gesto de la cabeza, cuando se puso en pie sintió un peso en el corazón y que le flaqueaban las piernas. Pero cuando siguió a Gail al dormitorio, al ver cómo movía las caderas, sintió deseos de meterse en la cama con ella.

Ella le llevó a una habitación que Bullaro no había visto antes, apenas iluminada por una pequeña lámpara sobre el tocador. Después de cerrar la puerta, se quedó inmóvil un momento al lado de la cama, como si de improviso no supiera qué hacer. Bullaro temió que su visita al dormitorio fuera únicamente la manera que tenía Williamson de probar los celos de Judith sin que él hiciera en realidad el amor. Pero entonces Gail apartó la colcha y empezó a desabrocharse la blusa y dijo lo rara que se sentía. Hacía unos pocos años, dijo, era una virgen de veintisiete años de Dakota del Sur, una víctima de su educación irlandesa y católica, pero ahora, añadió mientras se quitaba el sujetador, no solo iba a acostarse con el primer hombre casado de su vida, ¡sino que su mujer estaba sentada a pocos metros en la sala de al lado!

Bullaro sonrió y trató de hallar un comentario adecuado, pero mientras se desvestía guardó silencio, observando con ardiente deseo a Gail, que se metía desnuda en la cama. Pronto él estuvo a su lado, besándola cariñosamente, acariciando sus grandes pechos y su rojo vello púbico; pero poco a poco se daba cuenta de que si bien ella permanecía inmóvil en la cama, su piel estaba empezando a transpirar. De repente, pareció tímida, nerviosa y sin experiencia, cediendo pero sin reaccionar. Tenía los ojos cerrados, como si no quisiera presenciar lo que estaba ocurriendo. Aunque le devolvía levemente los besos, no le tocaba con las manos. Él se preguntó cómo podía ser que una mujer con tan poca iniciativa pudiera participar en el grupo de los Williamson. Entonces se le ocurrió que tal vez ella, al igual que Judith, estaba siendo sometida a alguna prueba privada. Williamson, el «curador» de problemas sexuales, podría estar ayudando a Gail a superar la frigidez y Bullaro era su conejillo de indias. Le susurró al oído si estaba bien y ella asintió con los ojos aún cerrados. Pero cuando después de muchas dificultades finalmente la penetró, Gail revivió súbitamente debajo de él, se encogió hacia delante para recibirlo, le apretó los costados con las piernas y empezó a gritar, primero en voz baja y luego cada vez más alto, mientras él aceleraba sus movimientos, hasta que prácticamente se puso a gritar y Bullaro deseó poder silenciarla de algún modo. Como jamás había hecho el amor con una mujer como aquella, no supo cómo reaccionar, qué decir, qué hacer salvo continuar sus movimientos y tratar de no pensar en la gente reunida en la sala que sin la menor duda podían oírla.

Entonces, sorprendentemente, Bullaro oyó un chillido agudo e histérico que procedía de la sala y reconoció la voz de Judith. Trató de no oír los gritos, pero ese conflictivo contrapunto le puso demasiado nervioso para llegar al orgasmo y rápidamente perdió la erección.

Gail abrió los ojos sin decir palabra. Él se apoyó en los codos y ocultó su rostro sudoroso en la almohada. Los dos se quedaron inmóviles un rato y escucharon mientras los sollozos en la sala se atenuaban gradualmente y Judith era reconfortada por otras voces. Entonces se abrió poco a poco la puerta del dormitorio. Era Arlene Gough, susurrando que todo estaba bajo control. Después de observarles un momento a los dos echados en la cama, Arlene entró, tomó asiento junto a ellos y con una sonrisa les preguntó si querían hacer un trío. Bullaro se lo agradeció, pero negó con la cabeza diciendo que con dos le bastaba para esa noche.

Cuando Arlene se fue, Bullaro pudo recuperar su erección y terminar su acto con Gail, si bien no de forma tan vigorosa como antes. Ambos sentían la presencia inhibidora de Judith, aunque ya no sus gemidos angustiosos. Mientras se vestían, Bullaro volvió a oír la voz de Judith, aunque ahora estaba claro que no estaba angustiada: reía. Cuando Bullaro abrió la puerta, la vio sentada en una silla al lado de Williamson, al parecer muy cómoda y contenta.

En la sala solo estaban Judith y Williamson. Judith parecía tan interesada en Williamson que no advirtió la presencia de su marido hasta que este se inclinó a darle un beso. Ella sonrió pero no se levantó. Si bien le confirmó que todo estaba bien, daba la impresión de que deseaba estar a solas con John Williamson. Cuando Bullaro se alejó y se reunió con Gail, sintió por primera vez en su matrimonio que Judith ya no era suya.

Ese sentimiento persistió en el coche cuando volvían a casa y continuó el resto de la semana. Aunque ella estaba alegre, cumplía sus obligaciones en la casa y era cariñosa con los niños, parecía absorta en sus propios pensamientos. De noche, en vez de irse a la cama con él, se quedaba levantada hasta tarde leyendo los libros que Williamson le había prestado: Alan Watts, Philip Wylie y J. Krishnamurti. Una noche insistió en ir sola a casa de los Williamson y cuando regresó, a las tres de la mañana, parecía cargada de energía y de una especie de autodescubrimiento. Aunque él la había esperado levantado para hablar con ella, le rogó que la dejara sola para poder ir al escritorio y escribir una poesía que se le estaba ocurriendo.

Después de haber superado su sentimiento de posesión, Judith ahora parecía inaccesible. Y cuanto más distante se volvía, más desesperado estaba él por tenerla a su lado. De repente y de forma irónica, ella se estaba transformando en la clase de mujer que él había idealizado en sus fantasías: la mujer osada, libre, que él había buscado cuando salía en bicicleta paseando por Venice Beach, la mujer impulsiva, sexualmente liberada personificada en la profesora de arte que había vivido en el apartamento de La Peer.

Ahora resultaba evidente que Judith veía al grupo de Williamson como un apoyo para su propia estabilidad y conocimiento, de modo que Bullaro se convenció de que él también debía permanecer íntimamente vinculado al grupo. Cuando, al día siguiente, ella sugirió que fueran a pasar un fin de semana con los Williamson en el lago Big Bear, él asintió sin ganas, temiendo que si no iba, ella iría de cualquier modo, tal vez acompañada de otro hombre.

Durante el trayecto de ciento cincuenta kilómetros en el coche de los Williamson el viernes por la noche, Bullaro estuvo en el asiento de atrás tomándole una mano a Judith y esperando que un fin de semana agradable restableciera algo de armonía y unidad en su relación. La conversación entre los cuatro fue tranquila y amable. Después de la cena, los Williamson llevaron vino a la cabaña y, hasta medianoche, estuvieron sentados ante la chimenea contándose historias de su juventud.

Bullaro llevó casi toda la conversación porque los Williamson, que parecían interesados en lo que decía, le hicieron varias preguntas. Y a medida que seguía recordando y bebiendo vino, poco a poco empezó a describir cosas de las que jamás había hablado delante de nadie. Habló de su barrio antisemita en Chicago y el miedo que tenía de que descubrieran que era medio judío. Recordó los numerosos golpes que había sufrido en el campo de fútbol en un intento por escapar de la imagen nada atlética que a menudo se relacionaba con los judíos. Se acordó de sus conflictos con su madre judía, sus incómodas visitas a iglesias cristianas y las muchas mentiras que había contado por el barrio con la esperanza de conseguir una mayor aceptación social. La mayoría de esas cosas ahora le hacían rechinar los dientes de vergüenza y desprecio hacia sí mismo, pero también sentía piedad y compasión por el chico solitario que había sido. Y de improviso, cuando los Williamson y Judith esperaban que continuase, empezó a temblar. Entonces se puso en pie y entró en el dormitorio.

Barbara le siguió cerrando la puerta tras de sí. Ella vio lágrimas en sus ojos, le ofreció un pañuelo y le abrazó. Mientras él estaba sentado en silencio sobre la cama, con la cabeza gacha, ella le besó y le tranquilizó con palabras cariñosas y empezó a desabrocharle la camisa.

Después de haberle quitado toda la ropa y haberse desnudado, ella misma le pidió que se echara de espaldas en la cama, a lo que él accedió obedientemente. Entonces ella se echó a su lado y le masajeó con suavidad el cuerpo. Aunque habían pasado juntos innumerables horas en la cama, esa fue la primera vez que sintió la ternura de Barbara.

Después de hacer el amor, su angustia desapareció y durmió un rato entre los brazos de ella. Pero le despertaron unos ruidos extraños procedentes de la otra habitación y, cuando se levantó y abrió la puerta, vio dos cuerpos desnudos echados sobre la alfombra frente al fuego de la chimenea.

La mujer estaba debajo, de espaldas y con los ojos cerrados, el cabello rubio en contacto con el suelo, las piernas abiertas y en alto con los dedos de los pies apuntando al techo. Suspiraba ligeramente y movía las caderas mientras un hombre de anchas espaldas encima de ella la penetraba con un pene que a la luz del fuego parecía un ardiente clavo al rojo vivo.

Como jamás había presenciado a dos personas haciendo el amor, Bullaro estaba azorado y atónito. Por un momento, miró con fascinación mientras los cuerpos se movían a la luz cambiante entre los crujidos de la leña. Por un instante, consideró que la visión era hermosa. Pero entonces reconoció la forma familiar de los muslos de su mujer y vio el pene del desconocido entrando y saliendo de ella, provocándole suspiros de placer, golpeándole las nalgas y desgarrando las entrañas de Bullaro con tal violencia que sintió como si le acuchillasen.

Bullaro retrocedió, se tambaleó al dirigirse con rapidez al dormitorio. Sintió que Barbara se le acercaba tratando de abrazarle y aliviarle, pero él le apartó las manos bruscamente; no quería que ella le tocase, ni ella ni nadie, cuando cerró la puerta de un portazo y se echó llorando en la cama.