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Tenemos que cultivar la castidad de nuestras mujeres como la más grande propiedad nacional porque es la única garantía segura de que realmente seremos los padres de nuestros hijos, que trabajamos y nos esforzamos por los de nuestra propia sangre. Sin esta garantía, no hay ninguna posibilidad de mantener una segura vida familiar, lo que es indispensable para el bienestar de la nación.

Esto, y no el simple egoísmo masculino, es la razón por la cual la ley y la moral exigen el cumplimiento de normas más estrictas a la mujer que al hombre en relación con la castidad prematrimonial y la fidelidad conyugal. La libertad por parte de la mujer supone consecuencias mucho más serias que la libertad por parte del hombre.

MAX GRUBER, sexólogo alemán (1920)

Entre los numerosos aspectos relativos a la liberación de la mujer, los dos frentes principales en mi propia liberación personal han sido la sexualidad y la economía. En última instancia, no pueden separarse mientras los genitales femeninos tengan valor económico en vez de valor sexual para las mujeres. Ahorrar el sexo para mi amante/esposo era mi regalo para él a cambio de mi seguridad económica, también llamada «relación significativa» o «matrimonio». Mi futuro «dependía» de encontrar el compañero idóneo a quien yo podía poseer para siempre con mi don del sexo y el amor.

Con esa imagen romántica del sexo, en una sociedad en la que no hay igualdad económica entre los sexos, fui obligada a negociar con el sexo cualquier esperanza de seguridad financiera. El matrimonio, en esas circunstancias, es una forma de prostitución.

BETTY DODSON, artista y feminista norteamericana (década de 1970)

Dada la transformación de Betty Dodson de una dependiente ama de casa en una mujer liberada, no resulta sorprendente que sus días y noches como visitante de Sandstone fueran compatibles con su evolución como autoproclamada mujer fálica. Aunque la definición de «falo», tal como descubrió la señora Dodson en su propio diccionario, se refería por igual al clítoris que al pene, este tenía muy pocas posibilidades de aceptación popular en un mundo donde, según ella, la «negación del falo de las mujeres ha sido durante siglos la esencia de la dominación masculina y de la subyugación femenina». En parte como compensación, debido a que apelaba a su propia naturaleza erótica emergente, en los últimos años Betty Dodson se había dedicado, como pintora y escritora, a exponer la imaginería sexual femenina en una sociedad que prefería ignorarla.

Incluso antes de su visita a Sandstone, donde conocería a feministas tan fálicas como ella, Betty Dodson había dirigido seminarios para mujeres en su apartamento de Nueva York, sesiones de concienciación durante las cuales las participantes eran alentadas a mirar los genitales propios y ajenos sin vergüenza ni reparos. Usando espejos para observarse y luego haciendo turnos con las piernas abiertas para que las demás las observasen, las mujeres se quedaban perplejas de lo variado de las formas y texturas de sus genitales: algunos eran acorazonados, otros parecían conchas marinas, zarzas u orquídeas; y cuando se estiraban el vello púbico y la piel de encima de la vagina, descubriendo por completo el clítoris, muchas mujeres veían por primera vez claramente el centro femenino de excitación y se sorprendían al descubrir que los clítoris pudieran variar en tamaño y forma desde perlas escondidas hasta prominentes proyectiles.

Asimismo, las mujeres aprendieron que la posición del clítoris con respecto a la abertura vaginal difería de una mujer a otra, así como el color de los labios interiores y exteriores, que iban del pardo oscuro a un rosado claro. A sugerencia de Dodson, las mujeres no solo observaban, sino que tocaban, olían y probaban sus propios genitales y a veces los de sus amigas, en un intento de superar las inhibiciones infantiles y las tradiciones basadas en la Biblia, que estigmatiza esa zona genital como demoníaca, sucia, lugar del pecado.

En las paredes del apartamento de Betty Dodson se exponían varias de sus obras sobre genitales femeninos, y a veces, para edificación y admiración de sus grupos, proyectaba en una pantalla fotos en color que mostraban a mujeres desnudas mostrándose a sí mismas y exhibiendo una actitud que Betty Dodson denominaba de «coño positivo». La mayoría de las mujeres que asistían a esas sesiones eran, como ella, mujeres heterosexuales o bisexuales de clase media entre treinta y cuarenta y tantos años, divorciadas y hasta casadas, que, si bien apoyaban el movimiento feminista, no compartían las tendencias asexuales o antimasculinas de algunas de sus hermanas activistas. Como artista cuyos dibujos y pinturas habían sido calificados como pornográficos, Betty Dodson había sido criticada por unas pocas feministas porque, según ellas, contribuían a la degradación de las mujeres; sin defender jamás su trabajo, ella comentó: «Si una mujer no ha tenido más que experiencias sexuales negativas, entonces es comprensible que la observación de estas obras haga que se sienta degradada».

Atractiva y llena de vida, su cabello negro peinado como el de un muchacho y con un cuerpo pequeño y atlético que a menudo estaba desnudo cuando recibía a sus invitados en la puerta, Betty Dodson nació en 1929 en Kansas, en la región religiosa de Wichita, y fue criada según preceptos idealistas acerca del amor y del matrimonio. Cuando era adolescente, se masturbaba anticipando su noche de bodas y se veía a sí misma como una mujer elegantemente vestida con un lazo exquisito en el pelo y caminando con confianza y seguridad hacia una oscura forma masculina y sin rostro recostada en el lecho conyugal; cuando su larga bata caía al suelo dejando sus encantos al descubierto, lograba el deseado orgasmo.

Tal placer solitario, aun cuando ella reconocía en privado su naturaleza pecaminosa, superaba su voluntad de resistirse a hacerlo durante sus años adolescentes, pese a que suponía que esa masturbación habitual le deformaba los labios vaginales. Llegó a esa conclusión cuando un día, detrás de la puerta cerrada de su dormitorio, después de pedir prestado el gran espejo de mano de su madre, se sentó con las piernas abiertas cerca de la ventana y observó sus genitales. Con una sensación de horror y miedo, notó que el labio superior estaba extendido, y la visión de los pequeños pliegues de piel que sobresalían la convenció de que estaba siendo víctima de sus actos masturbatorios. De inmediato juró abstenerse de por vida de cualquier acto masturbatorio, lo que duró poco menos que una semana; pero, de cualquier manera, modificó su técnica. Después de haber observado que los labios del lado izquierdo eran más cortos que los del derecho, a partir de entonces se limitó a tocarse en la izquierda esperando que con el tiempo sus labios volvieran a emparejarse. Y aunque la configuración siguió siendo la misma, persistió en esa forma de masturbación a lo largo de su juventud en Kansas, donde trabajaba como dibujante en un periódico. Siguió tocándose nada más el lado izquierdo hasta después de viajar a Nueva York en 1950, donde estudió en la Art Students League, de la Academia Nacional, y en la Universidad de Columbia.

Después de su boda (sería monógama durante los cinco años que duró su matrimonio), descuidó su carrera como artista mientras trataba de satisfacer a su marido como ama de casa; pero sus relaciones conyugales con un esposo con eyaculación precoz eran muy poco satisfactorias, de modo que la masturbación seguía siendo su principal fuente de placer. No fue hasta después de su divorcio en 1965 cuando Betty Dodson finalmente pudo tener una completa satisfacción con sus amantes. En un libro que publicó en 1974 titulado Liberating Masturbation: A Meditation on Self-love, recordó un episodio que fue esencial para su emancipación sexual:

Cuando me divorcié y volví a entrar en el mundo del romance, de cenas con velas y apuestos morenos desconocidos, me excité sobremanera y me lancé a todas las aventuras que estuvieran disponibles […] y me sentí casi paralizada ante la conciencia que adquirí sobre mi apariencia y sobre cómo iba a practicar el sexo.

Uno de mis primeros amantes fue un degustador de genitales femeninos. Nos pusimos a practicar el sexo oral (yo estaba dispuesta a experimentarlo todo) y en una ocasión, después de haber tenido un gran orgasmo, él me dijo: «Tienes un coño muy hermoso». Oh, diablos… oh, no, sentí que me hundía y le dije que realmente preferiría que no. […] Él quiso saber lo que me pasaba. Evidentemente, yo me había puesto medio verde y dije que tenía esos cómicos labios interiores que colgaban como un pollo, por desgracia, resultado de las masturbaciones infantiles. Convencida de que mis genitales no eran bonitos, no quería que nadie me los mirase. «Demonios —dijo él—, muchísimas mujeres están hechas así. Es uno de mis tipos favoritos de genitales.» Entonces fue al armario y volvió con un montón de revistas con fotos de vaginas. Eran de la tienda porno Beaver Books de la calle Cuarenta y dos. (Beaver es una expresión vulgar para los genitales de la mujer y split beaver es el término aplicado a una mujer que abre sus genitales.) Me escandalicé, pero me interesó. Pensé en lo degradante que debía de ser para esas pobres mujeres posar en ropa interior y medias negras para exponerse así. Pero empecé a mirar las fotos. Ciertamente, había genitales como los míos, y otro y otro. Cuando terminamos de hojear varias revistas, yo ya tenía una idea de cómo eran los genitales femeninos. ¡Qué alivio! En una sola sesión descubrí que yo no era deforme ni extraña ni fea… Era normal y, como dijo mi amante, realmente hermosa.

Alentada por su nueva confianza sexual, su arte se hizo más y más sexual, y en 1968 —año en que el nudismo estaba muy de moda en el teatro, el cine de vanguardia y la contracultura— hizo una exposición individual en la galería Wickersham de Madison Avenue, un acontecimiento que atrajo durante su programación de dos semanas a más de ocho mil visitantes que miraban con suma atención y excitada apreciación sus imágenes eróticas de varias figuras desnudas que se tocaban o besaban y, en algunos casos, hacían el amor. La exposición atrajo a aquellos que se creían parte del mundo artístico de la zona rica de Nueva York, los mecenas de las artes y los liberales y padres de niños de la generación de las flores; los críticos la elogiaron por su dibujo clásico, su autoridad creativa y su imaginación. Además, tuvo la gratificación de las numerosas adquisiciones que hicieron sus admiradores menos tímidos y de que algunas de sus obras aparecieran reproducidas en antologías de arte.

Si bien no obtuvo tanto éxito en su siguiente exposición en la Wickersham, que solo atrajo a unos tres mil visitantes, no se desanimó ya que esa segunda exposición era más parte de su corazón y sus emociones, tenía más importancia artística y menos compromiso temático, y trataba la sexualidad en aislamiento y en actos de desviación. Entre las treinta obras presentadas, había dibujos y pinturas de figuras desnudas masturbándose, de hombres participando en felaciones mutuas, de un negro solitario acariciando su pene erecto, de blancas con clítoris erectos tocándose los genitales amorosamente entre sí, de mujeres acostadas con hombres física pero no espiritualmente. Había expresiones en los rostros femeninos que sugerían disipación, angustia, incluso furia, y Dodson iba diciendo con claridad, y tan dramáticamente como cualquier novelista o dramaturgo, que en la sociedad contraceptiva aún había una continua guerra entre los sexos y una reciente alienación en los dormitorios de Estados Unidos. No solo estaba convencida de que eso era verdad, sino que se lo confirmaban con frecuencia los comentarios que oía entre las personas que veían sus exposiciones, o en lo que le había dicho mucha gente, principalmente mujeres, que le hablaban en voz baja en un rincón de la galería. Aunque algunas mujeres confesaban que rara vez experimentaban el orgasmo en sus relaciones conyugales, también le confesaban que tenían demasiada vergüenza para masturbarse o temían que si intentaban utilizar un vibrador, pudieran «convertirse en adictas». Algunos hombres, al estudiar las imágenes masturbatorias de mujeres, admitían que no tenían la menor idea de que las mujeres se masturbasen, mientras que unos pocos reaccionaban con palabras de desaprobación, en especial después de ver la pintura de Dodson de una mujer rubia echada de espaldas con los ojos cerrados y masturbándose con un vibrador. «Si esa fuera mi mujer —dijo uno de ellos—, no tendría que usar ese aparato.»

En vez de sentirse desmoralizada por la reacción negativa a su exposición, Dodson y sus simpatizantes feministas se convencieron más que nunca de que la aceptación de la masturbación y la práctica sin culpa de la misma era esencial para la liberación sexual de las mujeres. «Si tenía alguna duda al respecto antes de que inaugurase la exposición, las dos semanas pasadas allí me dejaron claro que la represión está directamente relacionada con la masturbación —escribió Dodson en su libro—. De ello se desprende que la masturbación puede ser importante para revertir el proceso y lograr la liberación. La búsqueda de la satisfacción sexual es un impulso básico. Y, ciertamente, la masturbación es nuestra primera actividad sexual natural. Es la manera en que descubrimos nuestro erotismo, la forma en que aprendemos a responder sexualmente, el modo en que aprendemos a amarnos a nosotras mismas y a construir la estima de nosotras mismas. […] Cuando una mujer se masturba, aprende a que le gusten sus propios genitales, a disfrutar del sexo y el orgasmo, y además, a ser eficiente e independiente al respecto. A nuestra sociedad le molestan las mujeres eficientes e independientes.»

Betty Dodson afirmó que era muy significativo que una mujer abandonara su apellido cuando se casaba, añadiendo: «Realmente lo que está abandonando es su propia identidad».

El condicionamiento sexualmente negativo en que se criaron la mayoría de las mujeres de clase media y lo que a menudo ellas mismas refuerzan en sus hijas, tiende a perpetuar la doble moral sexual y a negar a una mayoría de las mujeres casadas la «exigencia del cuerpo femenino como fuente de fortaleza, orgullo y placer». Betty Dodson también insistió en que la presión social sobre las mujeres para que se conformen con las normas de respetabilidad dictadas por los hombres —de no hacerlo, esas mujeres se enfrentan al ostracismo social que recae en la «prostituta o buscona», la otra mujer patrocinada por numerosos hipócritas masculinos— da como resultado demasiado a menudo que las mujeres se «mutilen» sexualmente. «Nuestras pelvis están herméticamente cerradas. Nuestros hombros se congelan hacia delante. Nuestros genitales son repulsivos y fuente de constante malestar. Nuestros cuerpos carecen de musculatura y con frecuencia están cubiertos de grasa. Lo insidioso de este sistema es que terminamos aceptando las definiciones masculinas de una sexualidad “normal” femenina que solo sirven a los varones. Con vehemencia o amargamente rechazamos la masturbación y cualquier expresión sana y abierta de sexualidad. En este momento, embellecemos nuestros pedestales y nos transformamos en las guardianas de la moral social […] madres asexuadas y esclavas de la casa.» En una entrevista concedida a Evergreen Review, Dodson dijo que, por el contrario, «si nosotras, las mujeres, nos unimos y nos convertimos en un unificado “sí” para el sexo, quedaría demostrado que los hombres son tan mojigatos respecto al sexo como nosotras, con la diferencia de que ellos no tienen que enfrentarse con el problema. Ya que las mujeres expresan todos sus miedos y reservas sexuales, los hombres tienen que actuar y sentirse positivos respecto al sexo. Inconscientemente, ellos dependen de que digamos “no” o permanezcamos vacilantes, temerosas o pasivas». Cuando los hombres no logran satisfacer a las mujeres en la cama, escribió Dodson en su libro, racionalizan sus fracasos suponiendo que las mujeres son frígidas, aun cuando esas mujeres son capaces de satisfacerse por medio de la masturbación. «Si una mujer puede lograr el orgasmo por sí sola, es una persona orgásmica y sexualmente sana —declaró Dodson—. “Frígida” es una palabra masculina para calificar a una mujer que no puede lograr un orgasmo en la posición del misionero y en cinco minutos con el único estímulo que le sirve a él. No debemos aferrarnos a la idea de que “debemos” experimentar el orgasmo solamente en el coito. Y no debemos dejarnos intimidar por los chovinistas de bata blanca que aún se refieren a la “inadecuación coital” de las mujeres cuando sus propios datos estadísticos y de laboratorio contradicen claramente este concepto masculino de la respuesta femenina. La verdad es que muy pocas mujeres logran llegar al orgasmo regularmente durante el coito sin un estímulo adicional. Para liberarse, una mujer debe ser libre de elegir y señalar su preferencia en la actividad sexual sin prejuicios cuando le toca el turno.»

En las reuniones sexuales en el apartamento de Betty Dodson, a las que a menudo se invitaba a maridos y amigos y donde las actividades podían variar del yoga al sexo en grupo, por lo general las mujeres se mostraban desinhibidas y totalmente capaces, en palabras de Dodson, de «dirigir la fiesta». Las mujeres de Dodson, mediante su asistencia a los seminarios, habían logrado confianza y conocimiento como para tomar la iniciativa en materia sexual, decirles a sus amantes masculinos cómo deseaban ser acariciadas, cómo disfrutaban, las posiciones que preferían, llegando al extremo de montar sobre un hombre y controlar sus movimientos, y, en el proceso, descubrir que con frecuencia los hombres disfrutaban de la posibilidad de cambiar los papeles tradicionales y convertirse en el elemento pasivo. Y la actitud de «coño positivo» que asumieron muchas amigas de Dodson potenció no solo sus vidas sexuales, sino todo su sentido del propio valor. Una mujer que, al igual que Dodson hacía muchos años, creía que sus genitales eran deformes y feos se convenció viendo las diapositivas en color de genitales femeninos de que ella era tan atractiva como cualquier otra mujer. Al día siguiente, en su despacho, segura de sí misma, pidió un aumento de salario, y lo consiguió.

Pero aunque Betty Dodson tenía conciencia de su programa y se sentía orgullosa del progreso que hacían las mujeres de su grupo, no era tan inocente como para creer que ella fuera representativa de la mujer estadounidense de los años setenta; un alto porcentaje de mujeres aún se oponían a la Enmienda de Derechos Equitativos de las mujeres y dudaban de que pudieran, e incluso de que quisieran, sobrevivir personal y económicamente fuera del sistema convencional del matrimonio. Las mujeres no tenían la misma espontaneidad sexual que los hombres, admitía Dodson, pero lo atribuía al condicionamiento histórico de la doble moral. Mientras no se alterase esa tradición y un mayor número de mujeres no pudieran disfrutar de «aventuras de una noche» y de matrimonios abiertos —en los que tanto el hombre como la mujer podían mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio—, demasiadas mujeres seguirían dependiendo de un marido o de un amante, en vez de depender de sí mismas, para su realización sexual, económica y emocional. «Se necesita mucha valentía para ser tú misma en cualquier situación de la vida —dijo Betty Dodson—. Cuando tienes variedad sexual, debes enfrentar tu propio potencial orgásmico sobre una base social tal como hace el hombre.» Lo que es otra manera de decir que la variedad sexual para las mujeres estaría menos restringida a una «relación significativa» y sería más diversión y recreación, más experimentación. «Amar a una sola persona es antisocial», dijo Dodson reflexionando sobre una frase que había dicho hacía más de un siglo John Humphrey Noyes de Oneida. Y añadió: «Se trata de un concepto hermoso: el sexo social en pro de un placer afirmativo de la vida en vez de un sexo basado en la economía y el placer, de compra y venta y manipulación de los genitales».

No obstante, el problema seguía siendo que había muy pocos lugares seguros en Estados Unidos donde una mujer con espíritu de aventura pudiera ir a aprender por experiencia lo que los hombres habían vivido durante siglos. Había numerosos clubes de intercambio de parejas, por supuesto, pero estos tendían a ser reuniones subrepticias en casas suburbanas llenas de gente y con las persianas bajadas, y a menudo eran allanadas por la policía debido a quejas de vecinos molestos. Qué duda cabía de que probablemente el único lugar en el país donde las mujeres podían practicar un sexo recreativo en un entorno agradable y abierto era Sandstone. Cuando Betty Dodson llegó allí por primera vez durante una prolongada visita a California, le agradó descubrir que era tal como se lo habían descrito sus amigos de la Costa Oeste. El terreno era hermoso, la cima de la colina era idealmente remota, y sus anfitriones, John y Barbara Williamson, evidentemente vivían un matrimonio que era el epítome de la igualdad entre los sexos. Era la unión de dos personas serias para las que el adulterio no era tabú y para las que la mentira no constituía jamás una necesidad.

Entre los cientos de miembros de Sandstone había unos cuantos rostros y cuerpos conocidos que Betty Dodson reconoció de sus fiestas en Nueva York. Entre los miembros, también estaba su íntima amiga y camarada feminista, la antropóloga Sally Binford. Asimismo, hizo unas cuantas nuevas amistades durante su estancia en Sandstone; una de las más interesantes fue con un caballero inglés de pelo cano que una noche ella había visto por primera vez en la «sala de fiestas» de la planta baja. En aquel momento, ella estaba echada desnuda sobre una esterilla junto a dos hombres también desnudos, acariciándose ligeramente entre sí. Sin embargo, se dio cuenta de la atención que recibía de un hombre que estaba sentado a solas en el otro extremo de la habitación, un hombre con gafas y cara de búho que no parecía avergonzado de que ella le mirase mientras él la miraba. Por último, ella le hizo un gesto de saludo para que se acercara. Sin vacilar, él se puso en pie y se acercó. Cuando llegó y se sentó a su lado, ella extendió una mano, tomó una de él y se la puso entre sus piernas al tiempo que se daba cuenta de que carecía de dedos. Esa fue la presentación de Betty Dodson al caballero que era entonces el escritor y observador del sexo de más éxito en Estados Unidos, el doctor Alex Comfort.

Por más extraño que pudiera parecerle al visitante ocasional, la «sala de fiestas» de Sandstone, además de presentar una mazurca de cotillons sexuales, también era un lugar donde el amor podía ser descubierto y cultivado, lo que había sido la feliz experiencia de una de las mujeres más refinadas y perspicaces de Sandstone, la doctora Sally Binford. Después de tres divorcios, distintas relaciones, una amplia variedad de experiencias nocturnas cerca del campus donde enseñaba antropología y muchas ocasiones recreativas en Sandstone, Sally Binford conoció un día en la sala de fiestas a un apuesto y sensible actor llamado Jeremy Slate, que había trabajado en varias películas de Hollywood y descubierto Sandstone en 1970 mientras salía con una periodista de Los Ángeles que había escrito un artículo sobre los Williamson.

Rubio y de estatura alta, de unos cuarenta años, ojos azules, con un estupendo cuerpo de atleta y un excelente sentido del humor, Jeremy Slate había iniciado su carrera de actor en 1958 en los escenarios de Nueva York con un importante papel en la versión de Broadway del Look Homeward, Angel, de Thomas Wolfe. Su actuación en la obra ganadora del Premio Pulitzer fue fundamental para llegar a Hollywood, donde durante la década siguiente apareció en una decena de películas y programas de televisión. Fue el coprotagonista de la serie de CBS Malibu Run, haciendo de submarinista; protagonizó al capitán de nave espacial en Men in Space; hizo apariciones como artista invitado en programas como Los defensores y Ciudad desnuda. Slate fue un delincuente en la película True Grit, cuyo protagonista fue John Wayne; un piloto canadiense en Devil’s Brigade, con William Holden y Cliff Robertson, e hizo numerosas actuaciones de secundario en películas de acción, westerns y comedias junto a estrellas como Bob Hope y Elvis Presley. En 1968, después de divorciarse de su segunda esposa, la actriz Tammy Grimes, se accidentó con una moto mientras actuaba en una película sobre los Ángeles del Infierno. Durante los siguientes ocho meses, con una pierna rota, vivió prácticamente aislado en su apartamento de Laurel Canyon, meditando y reflexionando, fumando marihuana y masturbándose, por primera vez en muchos años sin relación con directores o escenarios controlables.

En ese tiempo pasó largas horas leyendo libros, entre ellos las obras de Wilhelm Reich; una vez recuperado, decidió concentrarse menos en su profesión de actor y más en tratar de darle un rumbo concreto a su vida dispersa. Al trasladarse a un nuevo apartamento en Venice Beach, en una comunidad de artistas y hippies, dejó de leer cada día los periódicos especializados de Hollywood, dejó de frecuentar los bares de actores de los que había sido cliente habitual y se interesó más en la contracultura, el movimiento de la paz y las alternativas de nuevos estilos de vida. Entre las jóvenes con las que salió por esos días estaba la periodista que le habló de los Williamson y Sandstone, y con un mínimo de esfuerzo por convencerle, él estuvo de acuerdo en acompañarla allí pensando que sería divertido mezclarse con gente desnuda. Pero después de haber conducido por el camino sinuoso hasta la cima de la colina, tras conocer la propiedad y la mansión y echar un vistazo a los cuerpos eróticos en la penumbra de la sala, de repente se sintió intensamente compenetrado con el lugar, e impotente con su amiga cuando trataron de hacer el amor.

Aun así, tuvo deseos de volver porque disfrutaba desnudándose al aire libre y, a medida que conocía más a la gente y se sentía más cómodo en el lugar, experimentó el hecho insólito de que le buscaran sexualmente algunas mujeres de Sandstone, entre ellas la doctora Sally Binford. Aunque se sintió atraído desde el primer momento que la vio, y luego le encantó cuando hicieron el amor en la sala, el sexo recreativo fue para ellos fundamentalmente una excusa para estar juntos y explorar en sus abrazos una intimidad más profunda que ambos sentían que estaba presente. Eran dos personas de más de cuarenta años que hasta entonces habían preferido amantes más jóvenes y utilizado el sexo para escapar a los desafíos intelectuales y la incertidumbre de sus vidas. Pero después de años de desencanto con los valores de sus contemporáneos y viendo a veces a toda su propia generación como símbolo del materialismo y el racismo, los perros policía y el napalm, ambos tuvieron la alegría de descubrir en el otro a un marginado de los años cincuenta. Aunque Sally Binford había sido más activa que Slate en el movimiento pacifista de Los Ángeles, muy pronto él asistió con ella a manifestaciones y concentraciones. Y después de que arrestaran al compañero de conspiración de Daniel Ellsberg, Anthony Russo, durante la polémica provocada por los papeles del Pentágono, Jeremy y Sally fueron juntos a visitar a Russo a la penitenciaría federal de la isla Terminal, que estaba a una hora de coche de Sandstone, donde se le había organizado a Russo una bacanal de despedida antes de su encarcelamiento.

De hecho, después de la fiesta de Russo fue cuando Jeremy y Sally empezaron a vivir juntos en el apartamento de Venice. Debido a que ella había dejado de enseñar en la Universidad de Los Ángeles y él no trabajaba como actor, eran libres de viajar cuanto quisieran por el país; en 1972 vivieron durante meses en la zona de la bahía de San Francisco, manteniéndose económicamente de sus ahorros y de los pagos que él recibía como actor retirado y los derechos que cobraba por unas canciones de éxito que había compuesto, una para Tex Ritter titulada «Just Beyond the Moon», y otra escrita conjuntamente con Glenn Campbell y que apareció en un disco popular de Campbell, Galveston; la canción se titulaba «How Come Every Time I Itch, I Wind Up Scratching You?».

A finales de 1972, Jeremy y Sally se fueron por un tiempo a Vermont, donde durante los siguientes meses Sally dio cursos de antropología en el Goddard College, una institución progresista y de librepensadores. Jeremy dirigió un seminario para hombres en el que enseñó la doctrina de Sandstone de los derechos equitativos en lo sexual, y logró una reacción favorable por parte de numerosos asistentes que compartían su opinión de que la eliminación de la doble moral sería liberadora tanto para los hombres como para las mujeres. Los fines de semana, Jeremy y Sally visitaban ocasionalmente a ciertas parejas de Nueva Inglaterra o Nueva York que habían estado en Sandstone y que disfrutaban compartiendo sus camas con huéspedes socialmente compatibles. Jeremy pensó que faltaba muy poco para que empezaran a aparecer sucedáneos de Sandstone por todas partes, lo que sucedería años después con la inauguración de Plato’s Retreat en Manhattan y centros de recreación similares para parejas en otras ciudades.

En el otoño de 1973, después de que Sally Binford adquiriera una gran autocaravana, ella y Jeremy se dirigieron a California a través de Canadá, deteniéndose unos días en el Parque Nacional de los Glaciares de Montana a visitar a los recién llegados John y Barbara Williamson, que tenían opción de compra de unas ochenta hectáreas de tierra en una comunidad llamada White Fish, donde esperaban crear otro Sandstone en un espacio mayor que las seis hectáreas de la cima de Topanga Canyon, que había empezado a hacérseles pequeño. En los últimos meses, en las colinas adyacentes al cañón y a las vistas de Sandstone, se estaban construyendo muchas casas nuevas, llenando de elementos extraños lo que antes había sido un panorama ininterrumpido de árboles y laderas que se extendían hasta las orillas brumosas del Pacífico. Después de años siendo el centro de un matrimonio grupal frecuentemente intenso —y al mismo tiempo, tratando de dirigir un club de parejas en el que a menudo tenían que guiar y aconsejar a nuevos miembros que debían pasar por la introducción traumática a una sexualidad abierta—, los Williamson se sentían emocionalmente agotados y claustrofóbicos, con necesidad de alejarse de la intimidades con otra gente. Mientras esperaban que un sucesor comprara y llevara adelante la obra de Topanga Canyon, habían llevado consigo a Montana a un grupo selecto de Sandstone. Aunque mucha gente en Los Ángeles había expresado su interés por comprar la propiedad del cañón, no fue hasta 1974 cuando un terapeuta de la escuela de la Gestalt y asesor matrimonial llamado Paul Paige hubo reunido capital suficiente y créditos bancarios para comprar Sandstone y reabrir el club de parejas que mientras tanto había permanecido inactivo.

Paul Paige, que a los treinta y cuatro tenía ocho años menos que John Williamson y estaba en posesión de un título de asistente social por la Universidad de Los Ángeles, era un ex marine de elevada estatura y musculoso con ojos azules y cabello negro cuidadosamente peinado. Si bien hablaba suavemente y tenía los modales seguros de un consejero profesional, daba la impresión de que en su interior bullía una gran energía y conflictos que él trataba de controlar con bastante dificultad. Fumaba en exceso y la fluidez coherente de su conversación a veces se interrumpía por un leve tartamudeo. Salvo por su interés en el sexo y su creencia de que gran parte de la historia de la humanidad había sido influida por los demonios de la naturaleza erótica del hombre, Paul Paige tenía poco en común con John Williamson, cuyo estilo soñoliento detestaba y cuyo cuerpo con barriga veía en consonancia con la torpe forma en que había administrado económicamente Sandstone. Paige era un hombre inclinado al orden, la disciplina y la buena administración. No veía ninguna razón para que esas características fueran incompatibles con cualesquiera principios utópicos que Sandstone pretendiera representar.

Visitante frecuente y miembro de Sandstone desde principios de 1972, Paige tenía una ligera idea de sus fallos antes de realizar la compra. El edificio y los alrededores no recibían el meticuloso cuidado que necesitaban; los caminos de acceso estaban llenos de baches y John Williamson daba la impresión de haber perdido el entusiasmo como gurú oficial. En vez de mezclarse con la gente en la casa principal antes de la cena, con frecuencia comía en su autocaravana estacionada en la cima más alta de Sandstone, o se sentaba a solas en la sala leyendo un libro cerca de la chimenea. O, si se dignaba conversar con alguien en la sala de estar, normalmente lo hacía con unos pocos que él consideraba sus pares, como el periodista Max Lerner, el doctor Comfort, o el doctor Ralph D. Yaney, un psicoanalista y psiquiatra de Beverley Hills que frecuentaba hacía mucho tiempo Sandstone.

Aunque Sandstone había recibido mucha publicidad en periódicos y revistas en 1972, su dirección carecía de la imaginación y energía necesarias para aprovechar el tirón y conseguir nuevos miembros. Entre los visitantes habituales de Sandstone no era ningún secreto que Williamson había perdido una suma considerable de dinero en el último año, lo cual Paul Paige atribuía no solo al descuidado liderazgo de Williamson, sino también al hecho de que había mantenido la cuota anual de los miembros de 240 dólares por pareja, una cifra que Paige duplicó rápidamente después de haber adquirido la propiedad y empezado a hacer mejoras. Entre otras cosas, dio la orden de que la casa principal fuera pintada y redecorada, que se agrandara la terraza y que se instalara un jacuzzi en el jardín delantero. Se arreglaron los jardines y los caminos y se remodeló la casa de huéspedes. Hizo publicidad de Sandstone en la prensa y se ofreció para que le entrevistaran en televisión (lo que había evitado Williamson por temor a las cámaras); y junto con su vivaz amiga de cabellos negros, Theresa Breedlove, que vivía con él, Paul Paige recibía con gran simpatía a los invitados y miembros en la sala, y ambos fueron un factor decisivo en la revitalización de Sandstone.

Influido por el Instituto Esalen de Big Sur, que Paige había visitado con frecuencia, puso en la nómina de Sandstone a varios especialistas que, por una suma de dinero, ofrecían a los miembros y huéspedes desde sesiones de masaje estilo Esalen o Rolfing hasta bioenergía y hatha-yoga. Por 250 dólares, cama y comida incluidas, parejas que no eran miembros eran invitadas a pasar un fin de semana en Sandstone, y podían utilizar las instalaciones y asistir a la clínica terapéutica Gestalt bajo la supervisión de Paige. Un fin de semana, entre los participantes estuvo el actor y figura de la televisión Orson Bean, acompañado de su esposa Carolyn, quienes muy pronto se hicieron muy amigos de Paul Paige y se convirtieron en colaboradores de Sandstone. Bean, que en una época había seguido tratamiento en una clínica reichiana y había dado testimonio de ello en su libro Me and the Orgone, escribió sobre Sandstone en su columna del Free Press de Los Ángeles, y se refirió favorablemente a la institución en el programa televisivo de Johnny Carson. Sandstone también fue tema de un artículo en Playboy escrito por Dan Greenburg; en Oui por Herbert Gold, y en Penthouse por Robert Blair Kaiser. En su segundo best seller, El goce de amar, Alex Comfort dedicó un capítulo a Sandstone, en el que escribió: «En California abundan los centros de “encuentro” y “sensibilización”; la gente que allí acude se encuentra o no a sí misma… [y] una proporción elevada pretenden someterse a un intenso tratamiento psicológico y comportamientos verbales, cuando el verdadero objetivo del asunto es acostarse con alguien. En Sandstone, uno puede hacerlo con bastante franqueza, pero, una vez hecho, los participantes se sorprendían de que a continuación hubiese realmente “encuentros”, “sensibilización” y una gran autoeducación; disfrutaban y recapitulaban sobre sus objetivos y sus imágenes. Como resultado, los discípulos de Sandstone (algunos de los cuales quizá solo hayan estado allí en una ocasión) son muy activos como consejeros sexuales, incluyendo servicios patrocinados por iglesias. Por su magnitud, y considerando el hecho de que el experimento inicial, emprendido por Barbara y John Williamson, solo duró cuatro años, posee una influencia potencial a través de contactos que se hará evidente con el paso del tiempo. Sandstone ha sido la primera y única ocasión para que gente “normal” tuviera un encuentro con una sexualidad genuinamente abierta en un medio estructurado. El hecho de que recreara una intensa experiencia de inocencia infantil en adultos conflictivos hace que muchos que han ido allí se sientan nostálgicos o superentusiastas al respecto. También es admirable que mostrara su capacidad de facilitar el tipo de “crecimiento” que es el objetivo de la psicología individual».

A petición de Paul Paige, el doctor Comfort se convirtió en asesor no oficial de Sandstone y su nombre figuraba en el folleto que se enviaba regularmente. En ocasiones especiales, como el fin de semana de puertas abiertas a principios de junio de 1974, el doctor Comfort daba una charla ante un público que había pagado 25 dólares por persona para escucharle. Más de doscientas personas subieron los caminos brumosos y se sumaron en la casa llena de gente a veteranos como Sally Binford y Jeremy Slate, que unas semanas antes habían estacionado su autocaravana en la cima de la colina y estaban residiendo en Sandstone. El día de la presentación de Comfort, el tiempo fue tan nublado y frío que casi todo el público estaba vestido, un espectáculo poco común en Sandstone.

Además del discurso de Alex Comfort, los asistentes oyeron brevemente a Al Goldstein, el editor de Screw, y a Nat Lehrman, editor asociado de Playboy. Asimismo, escucharon un largo discurso de un escritor de Nueva York llamado Gay Talese, que estaba buscando material para un libro sobre el sexo en Estados Unidos para la editorial Doubleday & Company.

Talese, un hombre delgado, de ojos negros y cuarenta y tres años de edad, cuyo cabello negro estaba empezando a encanecer, no era un completo desconocido para los presentes en la sala. Había visitado Sandstone con frecuencia en el pasado, incluyendo su sala de fiestas, y su libro ya había recibido una publicidad exagerada en muchas revistas y periódicos. Sin embargo, gran parte de lo que se había escrito sobre Talese en la prensa se había presentado jocosamente, con la sugerencia de que su técnica de reportaje como «observador participante» en el mundo de lo erótico —sus visitas a salones de masajes, sus tardes en la oscuridad de cines porno, su conocimiento íntimo de clubes de intercambio de parejas y de lugares orgiásticos en todo el país— era un truco ingenioso por su parte para satisfacer sus deseos carnales y serle infiel a su mujer, mientras al mismo tiempo justificaba su actividad en nombre de la «investigación» sexual.

Si bien Talese jamás había refutado esa opinión, pensando que cualquier intento de negarlo le marcaría como hombre a la defensiva, lo que a menudo sentía que le estaba ocurriendo —o como un hipócrita defensor de la Primera Enmienda que favorecía la pornografía, pero estaba en contra del derecho de la prensa al libre comentario cuando el tema en cuestión era él mismo—, era profundamente consciente de que su tarea supuestamente ideal era a menudo menos placentera de lo que mucha gente imaginaba. Y lo que aún le molestaba más era que después de tres años de estudio y muchos meses de estar tras la máquina de escribir, no había podido escribir una sola palabra. Ni siquiera sabía cómo empezar el libro, ni cómo organizar el material, ni qué esperaba decir sobre el sexo que no se hubiera dicho en decenas de otras obras de reciente publicación escritas por terapeutas matrimoniales, historiadores sociales y celebridades de programas de televisión.

Ciertamente, en los últimos tiempos Talese se había convertido en un invitado habitual para dar charlas, en gran parte debido a la publicidad que había recibido cuando un periodista le descubrió trabajando como gerente de un salón de masajes, una imagen que Talese siempre trataba de contrarrestar, a veces con demasiada energía, recalcando la seriedad de sus intenciones literarias. Su discurso en Sandstone fue pronunciado con ese mismo espíritu: quería presentarse al público, simple y humildemente, como un serio investigador y escritor que, al margen de su vida personal, estaba trabajando en una de las historias más importantes de su vida. Se trataba de una historia que describiría íntimamente a mucha de la gente y los acontecimientos que en las décadas recientes habían contribuido a redefinir la moral en Estados Unidos.

Después de haber sido presentado al público por un joven empleado de Sandstone llamado Martin Zitter, una de las poquísimas personas que estaban completamente desnudas ese día, Talese caminó hasta el estrado con un texto preparado y dio comienzo a su discurso.

—Esta nación —dijo— está siendo invadida gradualmente por una revolución silenciosa de los sentidos, un alejamiento de los convencionalismos. Y aun en el seno de la clase media, que es donde estoy centrando mis investigaciones, se da ahora una creciente tolerancia ante la expresión sexual en películas y libros, y una actitud más tolerante entre las parejas en la cama en lo que respecta a lo que en un tiempo fue considerado «sucio»: espejos en la habitación, luces de colores y velas, vibradores en la mesita de noche, ropa interior provocativa, películas porno, sexo oral y otros actos que muchas leyes estatales aún condenan como «sodomía». El éxito de El goce de amar, de Alex Comfort, que hubiera sido calificado de obsceno hace muy pocos años, es otro ejemplo de la manera en que la sociedad de clase media se ha hecho menos intolerante en materia de descripción sexual —siguió diciendo Talese señalando al doctor Comfort, que estaba sentado a su lado—. Ese libro ha vendido setecientos mil ejemplares en tapa dura hasta la fecha. Es un libro para el gran público que podéis ver en las vitrinas de las librerías de cualquier calle y en los hogares del Estados Unidos burgués aun cuando muestra dibujos explícitos de parejas desnudas haciendo el amor de todas las maneras concebibles.

»Y en cenas formales —prosiguió Talese—, oís a la gente discutir aspectos íntimos de sus vidas privadas de un modo que a mediados de los años sesenta se hubiera considerado socialmente inaceptable. Los bares de homosexuales han dejado de ser perseguidos por la policía, ya que los activistas homosexuales se han organizado. Y la mayoría de los padres de clase media de estudiantes universitarios están resignados al hecho de que el sexo prematrimonial es lo más común en los dormitorios de los estudiantes, dentro o fuera del campus. Si bien no puedo probarlo, creo que los maridos estadounidenses de clase media, más que nunca en la historia de Estados Unidos, pueden vivir con el conocimiento de que sus mujeres no eran vírgenes cuando se casaron. Y que sus mujeres han tenido, o tienen, relaciones extramatrimoniales. No estoy diciendo que esto no moleste a los maridos —siguió diciendo Talese, recalcando sus palabras—, solo estoy sugiriendo que el marido contemporáneo, a diferencia de su padre y de su abuelo, no se escandaliza o conmueve por noticias de esa naturaleza; tiene más posibilidades de aceptar a las mujeres como seres sexuales, y solo en casos extremos se venga con violencia contra su esposa infiel o su rival masculino.

A diferencia de la mayoría de su auditorio, que tenía diez o veinte años menos que él, Talese podía recordar vívidamente el rígido ambiente moral de los años treinta y cuarenta, en especial tal como existía en pequeños pueblos como aquel en que había nacido y vivido su infancia, una comunidad victoriana del sur de New Jersey donde incluso ahora, en los años setenta, la venta de licor estaba prohibida. Recordó haber oído, cuando era adolescente, en la misa del domingo, las estridentes denuncias del cura parroquial con predicciones de condena eterna contra cualquier feligrés que leyera un libro citado en el Index o que asistiera a salas donde proyectaban películas prohibidas por la Legión Católica de la Decencia. En su escuela parroquial, las monjas recomendaban que los estudiantes durmiesen de espaldas cada noche y con los brazos cruzados sobre el pecho, las manos sobre el hombro opuesto, una posición supuestamente santa que hacía imposible la masturbación. Talese estaba en segundo año de la universidad cuando se masturbó por primera vez, más excitado por la imagen de una compañera con quien salía que por una fotografía de una revista para hombres, algo que le hubiera dado demasiada vergüenza comprar.

Y, sin embargo, de repente, en los años cincuenta y sesenta, o al menos así se lo parecía, las revistas para hombres habían dejado de esconderse tras los mostradores, las novelas eróticas ya no estaban prohibidas, el desnudo aparecía en las películas de Hollywood, y esos cambios no solo eran evidentes en las grandes ciudades por las que viajaba como reportero periodístico y escritor por cuenta propia, sino también en comunidades conservadoras como su propio pueblo natal, que visitaba regularmente. En 1971, mientras consideraba posibles temáticas para su próximo libro, decidió que lo que más le intrigaba era la nueva apertura estadounidense, su creciente consumo erótico y la serena revolución que él percibía en la clase media contra los censores y los clérigos que habían sido la fuerza inhibidora desde la fundación de la república puritana.

Después de leer varios libros sobre la censura y las leyes sexuales, de observar muchos juicios por obscenidad en salas de los tribunales, y de entrevistar a los editores de Screw y de publicaciones similares, Talese empezó su odisea personal en el mundo sexual frecuentando salones de masajes y convirtiéndose en un cliente más. Se había percatado por primera vez de la existencia de un salón de masajes en su barrio cuando regresaba del bar de P. J. Clarke acompañado por su esposa. Brillando en la ventana del tercer piso de un edificio de Lexington Avenue, cerca de Bloomingdales, había un letrero de neón rojo que decía «Modelos de desnudo en vivo» y le sorprendió que un establecimiento de esa naturaleza pudiera funcionar tan abiertamente.

Al día siguiente al mediodía volvió al edificio, subió los escalones de los tres pisos y cruzó una puerta con cortinas que daba a lo que parecía la sala de estar de una vieja casa descuidada. La alfombra oriental estaba desgastada y manchada; los sofás, mesas y lámparas de pie posiblemente procedían de tiendas de objetos de segunda mano; y los silenciosos hombres de edad madura que estaban sentados esperando como pacientes de un dentista, parecían incapaces de concentrarse en los periódicos y revistas que tenían ante sí.

Al acercarse al gerente que estaba en el escritorio, un joven melenudo con pantalón tejano y abalorios colgados del cuello, este le dijo que el precio era 18 dólares por una sesión de media hora, y que podía elegir como masajista a cualquiera de la media docena de mujeres cuyas fotos estaban en el álbum de encima del escritorio. Talese eligió a una rubia de aspecto agradable llamada June, que posaba con un biquini en una playa tropical. Después de una espera de veinte minutos, que dividió entre la lectura de Newsweek y observar la entrada y salida de los hombres, la mayoría de los cuales tenían su edad o más, y vestían traje y corbata —supuso que en su gran mayoría eran hombres de negocios en una escapada furtiva a la hora del almuerzo—, el gerente le hizo una seña. Cuando Talese se puso en pie, vio en el pasillo a una rubia pecosa que apenas se parecía a la June de la fotografía —quizá ni siquiera era la misma persona—, pero de cualquier manera era bastante atractiva. Tenía ojos endrinos, llevaba una falda rosada, una camiseta y sandalias. Cuando le escoltó por el pasillo rumbo a la habitación número 5 llevando una sábana almidonada que había sacado de un armario, le habló con acento del Sur.

Dijo que era de Alabama (el estado en que Talese había asistido a la universidad). Si bien le escuchó cuando él contaba sus recuerdos del Sur, muy pronto se impacientó. Era una cita de negocios, le recordó, el reloj avanzaba y sugirió que se quitara la ropa y se echara en la camilla que ella acababa de cubrir con la sábana. Después de que él lo hiciera, ella empezó a desvestirse y, al volverse, reveló un cuerpo bien proporcionado que a él le pareció excitante.

—¿Aceite o polvo? —preguntó ella acercándose a la camilla. Él miró vacilante por el cuarto.

—¿Hay duchas aquí? —preguntó.

—No —dijo ella.

—Entonces, polvo.

Ella cogió talco Johnson para niños y, de inmediato, él sintió sus dedos acariciándole suavemente los hombros y el pecho, y luego deslizándose hacia el estómago y los muslos. La observó mientras ella se inclinaba sobre su cuerpo moviendo los brazos y los pechos, con las manos blancas por el talco. Pudo oler su perfume, sentir la transpiración de sus palmas, ver cómo se le erguía el pene. Cerró los ojos y oyó los suspiros de otros hombres en las habitaciones adyacentes y el ruido del tráfico de Lexington Avenue, las bocinas de los coches, el chirrido de los autobuses que ponían la primera marcha y el gentío de clientes y vendedoras que en ese momento se inclinaban sobre los mostradores, comprando y vendiendo…

—¿Quiere algo especial? —preguntó ella.

Él abrió los ojos. Vio que le miraba el pene.

—¿Podemos hacer el amor? —Ella dijo que no con la cabeza.

—No puedo hacerlo —dijo ella—. Tampoco puedo hacer una mamada. Solo hago locales.

—¿Locales?

—Con la mano —explicó ella.

—Pues bien —dijo él—. Adelante.

—Es un extra.

—¿Cuánto de extra?

—Quince dólares.

Demasiado, pensó él. Pero en su estado de excitación, no tenía ganas de negociar una rebaja, de modo que dijo que sí y observó con curiosidad y anticipación cuando ella le espolvoreó los muslos con talco y procedió hábilmente a acariciarle hasta el orgasmo (cogiendo expertamente, en el momento justo, un kleenex de una caja que tenía a su lado).

Mientras algunos podrían haber encontrado la experiencia degradante o abyecta, Talese disfrutó de la naturaleza extraña e impersonal del contacto; después de su primera visita, volvió con frecuencia, no solo con June, sino con las otras masajistas, y a través de ellas se enteró de que en Nueva York existían otros lugares similares.

Durante el resto del año 1972, visitó decenas de salones de forma tan habitual que llegó a conocer no solo a las masajistas, sino también a los jóvenes gerentes y propietarios. Unos pocos de ellos, que habían estudiado literatura o periodismo en la universidad, conocían la obra de Talese y les parecía estupendo que fuera un cliente aficionado a sus servicios. Aceptaban sus invitaciones para cenar con él en restaurantes, se dejaban entrevistar y permitían el uso de sus nombres para el libro que estaba escribiendo. Incluso dos de ellos le permitieron trabajar en sus salones como gerente sin cobrar.

El primer trabajo de Talese fue en el Secret Life Studio, un apartamento en el tercer piso de un inmueble de la calle Veintiséis, en la esquina con Lexington Avenue. A lo largo de muchas semanas de la primavera y verano de 1972, trabajó detrás del escritorio desde el mediodía a las seis, como responsable de cobrar los servicios, controlar las sábanas limpias, charlar con los clientes que esperaban y verificar el horario después de que la masajista condujera a un hombre hasta una habitación. Cuando el cliente se iba, si había un descanso en la actividad, Talese le hacía preguntas a la masajista acerca de la sesión, sobre lo que el hombre le había contado de su vida personal y de trabajo, sus frustraciones, aspiraciones y fantasías. Pronto Talese convenció a las masajistas de que escribieran diarios para él, documentos que describirían diariamente a cada cliente, contarían lo que se había dicho y hecho tras las puertas cerradas y revelarían lo que la misma masajista había pensado mientras satisfacía los deseos de sus clientes. La intención de Talese, pese a que aún tenía que organizar las escenas y el argumento, era escribir sobre la relación entre dos personajes de la vida real en un salón de masajes (un hombre de negocios de edad madura y conservador y una chica hippy que satisface sus necesidades eróticas, se aprovecha de sus inhibiciones y finalmente se hace amiga suya y le ayuda a liberarse de la vergüenza y culpabilidad que él acarrea consigo cada vez que va al salón de masajes). El autor, después de conocer a cientos de clientes, conversar con ellos y leer sobre ellos en los periódicos, sabía que tenía muy poca dificultad en identificarse con ellos de muchas maneras. Y a medida que leía los informes de las masajistas, reconocía observaciones que él mismo podría haber escrito con precisión.

Al igual que la mayoría de los hombres, Talese estaba comprometido emocionalmente con un matrimonio que deseaba que continuase. Si bien había tenido sus aventuras, nunca había querido abandonar a su esposa por esas otras mujeres, aunque seguía admirándolas y manteniendo una buena amistad con alguna de ellas. Nunca le habían atraído las prostitutas, en especial porque la buscona callejera contemporánea era invariablemente una joven maleducada del gueto con problemas de drogas y rara vez era atractiva. Pero había respondido de buena gana a las masajistas bien educadas, un tipo diferente de «prostituta», con la que el hombre común se podía relacionar no solo sexualmente.

Muchos clientes habituales de los salones de masajes, como Talese, no eran adeptos de la masturbación solitaria. Y, sin embargo, ser masturbado por una masajista atractiva, estar en presencia física de una mujer con la que había alguna forma de comunicación y entendimiento, si bien no se trataba de amor, era divertido y gratificante. A medida que pasaban los meses, Talese empezó a ver a la masajista como una especie de terapeuta licenciada. Del mismo modo que cada día miles de personas pagaban dinero a los psiquiatras para ser escuchados, los hombres del masaje pagaban dinero para que les tocasen.

Y si la mayoría de esos clientes tenían algo en común con Talese —y sus conversaciones con esos hombres y la lectura de los diarios le convencieron de que así era—, sus actividades sexuales con las masajistas no disminuían su pasión con sus esposas en casa. De hecho, la mayoría declararon que deseaban aún más a sus mujeres por la noche después de una sesión vespertina en el salón. Al parecer, las masajistas activaban los impulsos sexuales de los hombres mayores, les hacían sentirse mejor consigo mismos, más contentos en casa y más dispuestos a satisfacer a sus mujeres en la cama y fuera de ella.

Pero a medida que Talese escuchaba a los hombres y hablaba con las jóvenes masajistas durante sus meses tras el escritorio del Secret Life Studio, y en su siguiente trabajo como gerente del salón Middle Earth de la calle Cincuenta y uno, poco a poco llegó a darse cuenta de que el teléfono jamás había sonado con una llamada de una mujer preguntando si había jóvenes masajistas masculinos disponibles para el placer de las mujeres. No se trataba de que las mujeres no supieran de la existencia de salones de masajes: había anuncios en los taxis, en las paredes de los edificios y en periódicos como el New York Post y The Village Voice que anunciaban satisfacción sensual para hombres y mujeres. Talese estaba seguro de que en Nueva York debía de haber numerosas mujeres —viudas maduras, solteronas, ejecutivas sexualmente liberadas— que disfrutarían de un masaje de mediodía con delicadezas eróticas, incluyendo sexo oral o coito, en un ambiente cálido y lujoso en el East Side que podría ofrecer los elementos refinados de un salón de Elizabeth Arden o de un lujoso club deportivo para mujeres. Pero los propietarios y masajistas de salón con quienes hablaba Talese le aseguraron que ese mercado era inexistente. Un establecimiento sumamente promocionado había iniciado su actividad en un buen hotel del East Side, pero al no poder atraer clientes para sus masajistas masculinos, se vio obligado a cerrar las puertas. Se llegó a la conclusión de que las mujeres no estaban dispuestas a pagar por esos servicios personales. Eran capaces de pagar dinero a hombres para que les lavaran el pelo, para que les diseñaran sus vestidos, para aliviar su mente, para reducir de peso con ejercicios, pero no para la masturbación manual, el cunnilingus o el coito mediante tarjetas de crédito.

Incluso el papel de gigoló era bastante incomprendido, le comentaron a Talese hombres bien cualificados para opinar. Si bien había mujeres ricas que mantenían a gigolós, esos jóvenes actuaban fundamentalmente como escoltas e hijos más que como amantes. La mayoría de los gigolós eran homosexuales y a las matronas que les mantenían sus favorecidos a menudo las llamaban en privado «brujas de maricas». Parece ser que el pene per se, salvo para los homosexuales varones, no era una mercancía muy valiosa en el mercado sexual de Estados Unidos. Pocas mujeres podían excitarse con la visión de un pene erecto, a menos que estuvieran predispuestas a entablar relaciones con el hombre que lo poseía. Aparte del peligro potencial de conocer a desconocidos en lugares públicos, la mujer heterosexual corriente no disfrutaba del coito sin un sentimiento de familiaridad o de interés personal en su compañero. Si lo único que ella buscaba era el orgasmo, prefería masturbarse en su dormitorio con un vibrador en forma de pene que utilizar el producto original de un desconocido.

Un terapeuta matrimonial le comentó una vez a Talese: «Es tan natural para una mujer rechazar el aparato genital de un desconocido como para el cuerpo humano tratar de rechazar cualquier objeto extraño, trátese de un virus microscópico o de un trasplante incompatible de órganos. La palabra clave es “extraño”; si un hombre es un desconocido para una mujer, a ella, su pene le es extraño y es improbable que lo quiera tener dentro, porque entonces se sentiría invadida. Pero si no es un extraño para ella, si forma parte de alguien que ella conoce, en quien confía, con quien desearía relajarse, entonces puede dejarle actuar dentro de ella, puede abrazarle y sentir con él una sensación de armonía».

En consecuencia, era lógico, continuó diciendo el terapeuta, que las mujeres no respondieran a fotos de desnudos masculinos en las revistas del mismo modo que lo hacían los hombres con las de chicas. Fue una opinión que más tarde confirmarían a Talese numerosas mujeres. Era muy raro encontrar a una mujer que se masturbase con la foto de un hombre desconocido y desnudo, por más apuesto que fuera o por más dotado que estuviese. Mientras los quioscos estaban llenos de cientos de revistas para hombres, solo había una publicación erótica, Playgirl, que mostraba hombres para un supuesto público femenino. Otra publicación, Viva, había intentado anteriormente atraerse el interés de las mujeres en esas fotos, pero abandonó su proyecto y luego fracasó estrepitosamente como revista.

En 1973 Talese visitó las mayores ciudades europeas para ver si las mujeres de allí, no afectadas por vestigios del puritanismo estadounidense, podían responder con más atención al sexo mercenario en salones de masaje (a veces llamados «clubes de sauna») o estaban más interesadas en imágenes de desnudo masculino en las revistas, pero descubrió que las europeas parecían iguales a sus hermanas neoyorquinas. En Londres, en París e incluso en la muy liberal ciudad de Copenhague, Talese no encontró mujeres que fuesen clientas de salones de masaje, muy pocas de ellas disfrutaban de un espectáculo erótico en vivo o viendo películas pornográficas. Y rara vez vio fotos de hombres desnudos en revistas de mujeres. Durante sus paseos nocturnos por las calles europeas, Talese vio lo que había visto en Nueva York: hombres solitarios caminando, entrando y saliendo de los salones, negociando con prostitutas en portales, contemplando en silencio la actuación de mujeres en bares de topless o de desnudo integral. Los hombres admitían que estaban fascinados con las formas femeninas: apreciaban a las mujeres de una manera distinta, impersonal, que las mujeres, incluso aquellas que eran objeto de esa atención, rara vez comprendían. Los hombres eran voyeurs natos; las mujeres eran exhibicionistas. Las mujeres vendían placer sexual; los hombres lo compraban. En eventos sociales, como fiestas y cócteles, o en una relación amorosa de oficina, siempre eran los hombres los que llevaban la iniciativa y las mujeres eran casi siempre las inhibidoras. El marido recientemente divorciado de una famosa actriz europea señaló a Talese: «Los hombres y las mujeres son enemigos naturales. Las mujeres empiezan a excitar a los hombres cuando son adolescentes, y lo hacen a menudo inconscientemente. Usan suéteres ajustados, se pintan los labios, se perfuman, mueven las caderas. Y cuando han despertado el deseo en los hombres, de repente se vuelven tímidas y formales.

»Los hombres quieren lo que las mujeres tienen para dar —admitió—, pero las mujeres lo retienen hasta que se cumplen ciertas condiciones o ciertas promesas. Las mujeres pueden darle a un hombre sin fuerzas un pasajero sentimiento de fortaleza, o por lo menos una nueva confianza en que no es absolutamente impotente. Y para el hombre no hay lugar más cálido y acogedor que entre las piernas de una mujer, el lugar de nacimiento al que incesantemente tratan de retornar los hombres. Pero casi siempre hay un precio para la readmisión —añadió—, y a veces ese precio es elevado. La Iglesia y la ley tratan de “socializar el pene” para restringir su uso a valiosas ocasiones, como, por ejemplo, el matrimonio monógamo.

»El matrimonio es una forma de control armamentista del pene —añadió— que es incapaz de contener por entero el exceso de energía sexual masculina. Y gran parte de esa energía se gasta en la industria pornográfica y los distritos eróticos de las ciudades, las zonas que quieren eliminar las brigadas antivicio, los curas célibes y algunas feministas que odian a los hombres. Estas campañas de limpieza —concluyó— son en realidad una batalla contra la naturaleza masculina y, de una manera u otra, se han llevado a cabo desde la Edad Media».

Después de regresar de Europa, Talese continuó su investigación del país viajando al interior, entrevistando a hombres y mujeres corrientes, así como a líderes civiles y celebridades locales. Habló con parejas monógamas y con practicantes del intercambio de parejas, con fiscales y abogados defensores, con teólogos y consejeros matrimoniales. Pasó semanas en Virginia Occidental, Kentucky, Indiana, Ohio, y luego en la región más religiosa, el llamado Cinturón Bíblico, donde escuchó sermones y asistió a reuniones comunales, oyó las conversaciones en los bares, y visitó comisarías y barrios de mala vida. Durante el día, paseaba por los barrios comerciales, notando la proximidad de las grandes tiendas Woolworth o J. C. Penney a los salones de masaje y las salas de cine pornográfico. De noche, andaba por los vestíbulos de los hoteles, como el Holiday Inn o Ramadas, observando a los hombres de negocios vestidos con trajes grises que compraban un ejemplar de Playboy o Penthouse antes de dirigirse a sus habitaciones.

Asimismo, observó a jóvenes parejas con niños y furgonetas que llegaban a los supermercados; robustos miembros del Rotary Club o del Kiwan Club con sus extravagantes camisas de satén que jugaban a los bolos en brillantes canchas; pecosas mujeres rurales con rizadores que retiraban novelas góticas de las bibliotecas públicas; a morenas elegantes que jugaban al tenis; miembros de la generación Pepsi cantando en coros los domingos en la iglesia. En esos lugares, y después de prolongadas conversaciones con la gente, Talese sintió que la vida familiar y las tradiciones estadounidenses se mantenían en la superficie, pero que en privado eran cuestionadas y renovadas. En todo momento durante sus viajes recordó que, a pesar de los cambios sociales y científicos vinculados a la revolución sexual —la píldora, la reforma del aborto y las restricciones contra la censura—, había millones de estadounidenses cuyo libro favorito seguía siendo la Biblia, en cuyos matrimonios no se daba el adulterio, cuyas hijas universitarias seguían siendo vírgenes. Incuestionablemente, el Reader’s Digest medraba en Estados Unidos y, aunque la tasa nacional de divorcios era más alta que nunca, también lo era la tasa de segundas nupcias.

Aun así, Talese quedó más impresionado por los grandes cambios que habían alterado la conciencia de la clase media estadounidense desde los días de su licenciatura universitaria; y si bien en los años setenta había mucha gente que predecía un retorno a los años cincuenta más conservadores, Talese dudaba de que eso fuese posible. Tendrían que ilegalizar el aborto y los anticonceptivos, encarcelar a los adúlteros, censurar no solo Playboy, sino también Vogue y a los publicitarios que insertaban anuncios en The New York Times de los domingos. Aunque la decisión Miller del Tribunal Supremo en 1973 pareció en su momento un siniestro presagio que penalizaría a hombres como William Hamling, los abogados con quienes consultó Talese, y a quienes acompañó a juicios por obscenidad, predijeron que Miller no provocaría la cadena de acontecimientos que había alarmado al principio a los elementos liberales. Los jueces contemporáneos eran más liberales que los ancianos jueces de la nación. Hasta en la ciudad conservadora de Wichita, el editor neoyorquino de Screw ganó un juicio por obscenidad contra los fiscales federales. En los quioscos de todo el país, un año después de la decisión Miller, la revista Hustler amplió los límites de lo explícito en el mundo de la impresión sexual; y sus responsables no se dejaron intimidar después de que su editor quedara lisiado debido a un ataque sufrido fuera de un juzgado de Georgia a manos de un asaltante anónimo. En distintas partes del país, actrices sorprendentemente atractivas aceptaban actuar en películas pornográficas, y Talese pudo presenciar la filmación de una de ellas en unas apartadas colinas de Pensilvania.

La película fue filmada en la mansión de una gran propiedad alquilada para la ocasión. Talese pasó una semana con los protagonistas y el personal técnico. Varios miembros del grupo, entre ellos el director, habían colaborado anteriormente en Garganta profunda y The Devil in Miss Jones y, aunque la película que se hacía en Pensilvania titulada Memories Within Miss Aggie no llegaría a ser tan lucrativa como sus antecesoras, se parecía a ellas en su argumento, sus escenas de sexo en grupo, sus visiones de penes que eyaculaban y el comportamiento dominante de las actrices en la pantalla. Talese sospechó que esas escenas en que mujeres descaradas invitaban a la cama a los hombres, era lo que satisfacía las fantasías de la mayoría de los espectadores de mediana edad que frecuentaban las salas de cine porno en las grandes ciudades y en los pueblos pequeños. Las actrices porno de las películas, a diferencia de las mujeres de la vida real, entregaban sus cuerpos con toda facilidad, no rechazaban ninguna invitación masculina, requerían un mínimo de preparación amorosa, parecían gozar de múltiples orgasmos y no tenían ninguna ilusión romántica. Heroínas pornográficas como Georgina Spelvin, Marilyn Chambers o Linda Lovelace, usaban a los hombres para su propio placer y llegaban a acostarse con un segundo o tercer actor después de que el protagonista hubiera quedado agotado. Si bien los críticos de la pornografía acusaban a menudo a las películas eróticas de explotar a las mujeres y exaltar la violencia, esas opiniones no correspondían a lo que Talese observaba en persona o lo que había visto en numerosas películas que había presenciado en Times Square o en modestas salas de todo el país.

Si lo que quería el público era violencia, entonces eso estaba mucho más disponible en las películas de otro tipo: bélicas, épicas, de la Mafia y las de horror psicoespiritual que se sucedieron en una interminable imitación de El exorcista. Las películas eróticas eran pasivas en comparación y, si existía alguna queja legítima en su contra, era que el precio de admisión de cinco dólares era demasiado alto para la pobre calidad de las películas, los escenarios de aficionado, la actuación nada convincente durante las escenas en los dormitorios, en las que los actores perdían constantemente sus erecciones y trataban inútilmente de llevar a cabo el coito. Durante sus excursiones cinematográficas, Talese vio ejemplos de «porno sucio», películas, por ejemplo, que exhibían la sexualidad en menores de edad, pero esas películas eran pocas y tenían un público limitado; y aunque vio varias películas sadomasoquistas, mostraban tanto a hombres como a mujeres en los papeles dominantes, como la diosa de altas botas que flagelaba a los hombres, les apretaba los genitales y, con no poca frecuencia, se sentaba encima de un hombre desvalido y le meaba en la cara. Todo cuanto se podía decir de esas escenas, sospechó Talese, era que muchos hombres encontraban a esas mujeres sexualmente instructivas, ya que Talese hacía tiempo que teorizaba que la mayoría de los hombres de su generación no tenían idea de que una mujer orinaba por un orificio diferente del que usaba para hacer el amor.

Después de que Talese abandonase al grupo de cine en Pensilvania, donde la filmación se había alargado un día más debido a que un actor no podía eyacular en el momento justo, viajó a Chicago, donde con el tiempo conoció y se hizo amigo del propietario de un salón de masajes de South Wabash Avenue llamado Harold Rubin. De poca estatura, robusto, de unos treinta años, con mandíbula prominente, ojos azules y largo cabello rubio bien peinado, los modales de Rubin, cuando le conoció Talese, estaban dominados por un expresivo desprecio por el alcalde Daley, la policía de Chicago y los inspectores municipales de incendios y construcciones, que le acosaban y trataban de que cerrara sus puertas. En su despacho le mostró a Talese una orden de desalojo enviada por el propietario del inmueble, citando, entre otras contravenciones, el hecho de que Rubin había expuesto en su vitrina un letrero que decía: «Echad a Nixon antes de que nos eche a nosotros». Rubin dijo que recientemente un juez le había multado con 1.200 dólares por la venta de libros supuestamente obscenos, y que se le había acusado falsamente de haber echado un metro cuadrado de estiércol en la alcaldía de Berwyn, el suburbio de Chicago donde vivía. La bonita esposa morena de Rubin, una masajista que últimamente había estado muy preocupada por sus continuas confrontaciones con la ley, acababa de abandonarle y se había ido a Florida, dejando a su hijo de tres años que pedaleaba en su triciclo y desparramaba los juguetes en la sala de recepción del salón de Rubin.

El negocio había declinado desde la aceleración del acoso policial. Con poco que hacer por las tardes, Rubin habló largamente con Talese sobre sus vagas esperanzas para el futuro, los recuerdos de su juventud fracasada y su historial de problemas en Chicago. Pese a sus quejas y conflictos con las autoridades, Rubin parecía disfrutar de su imagen de rebelde y marginado en una ciudad mayoritariamente conformista; y después de que los periodistas de la ciudad le pusieran el mote de el Raro Harold, él lo adoptó como nombre oficial de su salón. Pero cuando no estaba bajo las luces de neón y los carteles pornográficos de su salón, parecía ser tan socialmente conservador como la mayoría de sus críticos moralistas. Vivía tranquilamente en la comunidad de Berwyn, visitaba dos veces por semana a su madre viuda y mantenía el apartamento obsesivamente ordenado y sumamente recargado que compartía con su hijo. Era coleccionista de obras de arte, de objetos antiguos y de frágiles baratijas que guardaba en cajas de cristal que limpiaba con regularidad. En las paredes había carteles de fin de siglo, y en su sala, sillas y sofás más viejos que su abuela. Oía música de un fonógrafo Edison hecho en 1910 y se enorgullecía de su nevera de madera, de su máquina de discos Packard y de su vieja máquina Pulver. En los estantes de su ordenado dormitorio había libros encuadernados en cuero; y en su armario, pilas de cuidados ejemplares de revistas de desnudo de los años cincuenta, la mayoría de las cuales mostraban las fotografías de la mujer que había sido crucial en las fantasías de casi toda su vida: Diane Webber.

La masajista con quien se había casado se parecía más que ligeramente a la modelo californiana de sus sueños. De hecho, durante su primer año juntos en 1969, Rubin la llevaba a los parques nacionales del condado de Cook, donde, en lugares escondidos del bosque, le sacaba fotos desnuda, haciéndola posar exactamente de la misma manera que había visto a Diane Webber en las revistas que había guardado con tanto cuidado en su armario. Los recuerdos de los encuentros imaginarios mantenidos con Diane Webber en el dormitorio de su infancia hicieron que Talese volara al sur de California para tener su propio encuentro con ella. Después de averiguar su dirección y su número privado de teléfono con la ayuda de los fotógrafos con quienes ella había trabajado, y después de escribirle y de dejar varios mensajes en su contestador automático, que ella no respondió, y de conseguir la colaboración del marido, un editor de películas documentales de Hollywood, finalmente le concedió una entrevista en su casa de Malibú una tarde gris y fría, aún más fría por la recepción que tuvo Talese.

Diane Webber no sonrió cuando abrió la puerta. Descalza, de unos cuarenta años (con una figura pequeña y algo regordeta que quedaba oculta tras unos vaqueros raídos y una camisa de hombre, y con largo cabello negro y gafas de oscura montura que sugerían la moda de muchas feministas de entonces), Diane Webber dijo sus primeras palabras en un tono más próximo a la oratoria que a una bienvenida. Ella no había quedado impresionada por su persistencia en buscarla, dijo, y recalcó que esperaba que la entrevista que le había concedido fuera breve. Le recordó que ahora era una ciudadana privada y le llevó a un moderno sofá en la sala ordenada que daba a la playa. Si bien admitió que había disfrutado como modelo, ahora estaba totalmente dedicada a su carrera como profesora de baile para mujeres en la vecina comunidad de Van Nuys. Enseñaba el duro arte de la danza del vientre en Everywoman’s Village, dijo, y ocasionalmente ella misma realizaba ese baile, acompañada por sus mejores alumnas y una orquesta que tocaba música oriental, en lugares públicos de Los Ángeles y alrededores.

Mientras hablaba, Talese la escuchó sin interrumpirla. Al cabo de un rato, pareció tranquilizarse y soportar mejor su presencia. Aunque él la encontró atractiva y a medida que avanzaba la entrevista se percataba de su inteligencia y coherencia, creía que si Harold Rubin hubiese estado en esa sala se habría desilusionado. Por más erótica y libre de espíritu que pudiera haber parecido en las viejas fotografías, ella no proyectaba nada de eso en persona, y Talese supuso que quizá lo mismo podría haber sido cierto en el tiempo en que posaba para las fotos. Después de haberse quitado la ropa y echado en la arena de las dunas californianas, lo más probable era que nada hubiese estado más lejos en su mente que el erotismo o la pornografía, aunque Talese no hubiera apostado a que esos pensamientos no estuvieran en las mentes de los fotógrafos masculinos que trabajaban con ella. Eran hombres que sacaban fotos y, sin duda, ellos sabían, aunque ella no, que al final las fotos que ellos eligieran para su publicación excitarían al público masculino de las revistas, florecerían en el mundo de la fantasía sexual masculina y en las cabezas febriles de muchos hombres la someterían a escenas salvajes de violación y a toda una vida de cautiverio tras las puertas cerradas de armarios privados.

Pero cuando ella habló de su carrera como modelo con Talese durante la entrevista, dijo que su trabajo de desnudo era una expresión del «arte» fotográfico. Talese resistió la tentación de sugerir que ese «arte» suyo bien podía ser «pornografía» para sus admiradores masculinos. Posiblemente, su tacto en aquel momento fue premiado, ya que ella aceptó una segunda entrevista y luego una tercera. Mientras tanto, Talese llegó a conocer a su marido, con quien hacía veinte años que estaba casada, y también a su hijo de diecinueve años, John Webber, un apuesto ex hippy que recientemente había conseguido un alegre trabajo en una colonia de nudistas en las colonias, al sudeste de Malibú, una colonia llamada Elysium Fields, cuyo propietario era un ex fotógrafo que se había especializado en hacerle fotos a Diane Webber, Ed Lange, hoy un hombre de barba canosa.

John Webber vivía en la colonia haciendo tareas manuales en largas jornadas, pero periódicamente se tomaba unas vacaciones e iba a casa de sus padres. Una tarde a última hora después de una clase de baile, Diane Webber entró en su sala y descubrió a su hijo echado desnudo en el suelo, las piernas abiertas y masturbándose con fotos de la actriz Ursula Andress de la revista Playboy. Diane Webber tuvo un disgusto.

Durante el viaje de Talese a California, conoció por primera vez Sandstone. Un escritor de Nueva York llamado Patrick McGrady le había hablado a principios de año sobre Sandstone y el experimento de sexualidad abierta que dirigían John y Barbara Williamson en su propiedad privada de Topanga Canyon. Después de que Talese viera un anuncio de Sandstone en el Free Press de Los Ángeles, llamó por teléfono al número indicado y el administrador del club le invitó a que subiera esa tarde a la montaña para visitar el lugar.

Tras conducir por el camino sinuoso y perderse dos veces, Talese localizó finalmente los pilares de piedra de la entrada principal y entró en el aparcamiento, sin esperar que su breve visita a ese paraíso de lo permisible se extendiera al día siguiente y a la mayor parte del tiempo en los siguientes dos meses. Talese quedó fascinado por el lugar, su tranquilidad y libertad, su mínimo de normas y regulaciones, su sala de fiestas y sus agresivas mujeres. Nada de sus anteriores investigaciones le había preparado para Sandstone (ni los salones de masajes, ni los bares de intercambios de parejas, ni los espectáculos en vivo, ni nada de lo que había leído o que le hubieran contado). Sandstone, a principios de los años setenta, representaba sin duda las seis hectáreas más liberadas de toda la república, no siempre tan democrática, de Estados Unidos. Era el único lugar que él conocía donde no existía la doble moral, ni el sexo mercenario, ni necesidad de guardias o de policía, ninguna razón para la fantasía como estimulante. Allí, durante su primera noche, Talese se vio involucrado en una experiencia de grupo, una escena de recreación en la sala de fiestas en la exaltada compañía del doctor Comfort y un famoso ventrílocuo de Hollywood que, pese a que tenía la cabeza sepultada entre los muslos de una maestra de escuela, continuó un diálogo cómico entre sí mismo y su ausente álter ego.

Fue en Sandstone donde Talese, poco a poco, llegó a sentirse cómodo estando desnudo; y aunque no era bisexual, aprendió a relajarse en la compañía de hombres desnudos y a desarrollar en ese medio carente de inhibiciones una amistad con algunos hombres que le saludaban con un abrazo tan natural como estrecharle la mano. Pero había muchas cosas en Sandstone que Talese no encontró del todo agradables, en especial durante las tranquilas tardes en que el lugar solo estaba ocupado por los residentes permanentes, la «familia» de John Williamson, que, con algunas notables excepciones, parecían fríos ante su presencia, escépticos con respecto a sus intenciones y que abiertamente preguntaban a veces por qué Talese no había llevado a su esposa. Después de que Talese viviese en Sandstone poco menos de un mes, notó que hasta Williamson se mostraba más lejano y menos amistoso. Fue como si Williamson, después de haber invitado a Talese a ocupar la casa de huéspedes y a que se quedara allí por un período indeterminado de tiempo, hubiera reconocido en privado que había cometido una equivocación, pero en vez de admitirla haciéndole partir de inmediato, estuviera resignado a la incomodidad creciente de la presencia de Talese.

En ese momento, Talese pensó que era posible que estuviera reaccionando de forma exagerada a la naturaleza silenciosa de Williamson, algo que le había advertido en Nueva York el escritor McGrady. Y también especuló sobre la posibilidad de que se le estuviera sometiendo a una de esas pruebas especiales de «estrés» que se sabía que Williamson a veces empleaba con forasteros que él había elegido para que vivieran una breve temporada entre sus desnudos seguidores. Pero Talese permaneció en Sandstone, pasándolo mal durante el día y esperando con ansiedad la llegada nocturna de los miembros del club y el ambiente de alegría. El hecho de que pudiera aguantar las silenciosas vibraciones de Williamson y la sensación de aislamiento que le hacían vivir los restantes miembros de la familia puede atribuirse a que Talese no desconocía la situación de ser un extraño. Por cierto, era un papel para el cual su pasado le había preparado de la forma más natural: había sido un feligrés italo-americano en una iglesia irlandesa-americana, un católico minoritario en una ciudad predominantemente protestante, un norteño en una universidad del Sur, un joven conservador en los años cincuenta que invariablemente vestía traje y corbata, un joven ambicioso que eligió como vocación una de las pocas profesiones abiertas al vuelo de la mente. Se convirtió en periodista y, de ese modo, obtuvo licencia para saltar sobre su timidez innata, satisfacer su curiosidad y explorar las vidas de individuos que él consideraba más interesantes que la suya propia.

Como periodista, y no de modo inesperado, le había atraído la gente que se apartaba de lo estrecho de miras y reglamentado, los anónimos transeúntes de la ciudad de Nueva York, los trabajadores itinerantes de los puentes de acero, los excéntricos correctores de The New York Times, los hijos de la Mafia, los contrabandistas de literatura prohibida, las ex universitarias en los salones de masajes, y ahora los pioneros sexuales de Williamson. Pero aun para un individuo como Talese, que se enorgullecía de su capacidad para aguantar largo tiempo compañías incompatibles si pensaba que al final se vería premiado con una buena historia, todo tenía sus límites; y en el momento en que estaba dispuesto a admitir que había alcanzado ese límite, una tarde se abrió la puerta de la casa de huéspedes y, sin previo aviso y desnuda, apareció el rostro sonriente de la mujer de John Williamson. Poniéndole suavemente las manos sobre los hombros mientras él permanecía sentado delante de su máquina de escribir, empezó a masajearle la espalda y a acariciarle el cuello. Con un mínimo de palabras y sin resistencia por parte de Talese, ella le llevó al dormitorio donde hicieron el amor.

Era la primera vez que una mujer sexualmente activa le buscaba, y Talese no tuvo dudas mentales ni corporales de que era receptivo a la experiencia. Después de que ella acabara, y solo después de que ella acabara, Barbara Williamson empezó a hablar libremente por primera vez desde que él llegó a Sandstone. Si bien no disculpó el comportamiento de su marido, trató de explicar una serie de fracasos comerciales relacionados con la venta de la propiedad que habían frustrado el deseo de su marido de establecerse en Montana. Pero, añadió, como la mayoría de los soñadores, John Williamson era un hombre proclive a hundirse en la depresión. Y entonces recordó que en 1970 —después de que su adorada Oralia Leal huyera con David Schwind y se casaran en Elyria, Ohio—, se había encerrado en su dormitorio y apenas había intercambiado palabra con nadie en Sandstone durante casi dos meses.

Mientras Talese la escuchaba con interés, y le hacía más preguntas, Barbara Williamson empezó a contarle la historia de cómo se había iniciado Sandstone, recordando su relación con John Bullaro y la posterior relación de su marido con la mujer de Bullaro, describiendo también el dramático fin de semana en el lago Big Bear durante el cual las dos parejas habían compartido una cabaña y los cónyuges. Aunque John y Judith Bullaro habían abandonado Sandstone un año después y habían dejado de vivir juntos, luego habían participado juntos en un matrimonio abierto. Añadió que la pareja aún era amiga de los Williamson y que, si Talese quería, ella podía concertar una entrevista para que les conociese.

Una semana más tarde, esto se llevó a cabo y durante los dos años siguientes, cuando Talese iba y volvía en avión entre Nueva York y California, visitó a menudo a los Bullaro en Woodland Hills, donde poco a poco se hizo acreedor de su confianza y ganó su permiso para escribir sobre ellos y utilizar el diario y otras notas que había escrito John Bullaro en aquellos traumáticos días, cuando Judith había sido seducida por Williamson y el grupo que formaría la base de miembros de Sandstone.

Durante ese tiempo, el propio matrimonio de Talese, que se había iniciado en 1959 y que ahora tenía dos hijas pequeñas, respondía de forma negativa a sus investigaciones, su continua publicidad y la reciente aceptación de Talese a ser entrevistado ampliamente por un reportero de la revista New York sobre los desafíos y dificultades que experimentaba Talese en su nuevo proyecto. El reportero era un amigo, alguien que él conocía desde hacía años, un periodista de quien pensó que escribiría más sobre su método que sobre su íntimo compromiso con el tema. De modo que Talese contó con la seguridad de que poco tenía que ocultar de su propia vida personal.

Una noche, con el periodista a su lado, Talese volvió a su casa y la encontró en silencio. Un sobre le esperaba sobre la mesa del comedor. Al abrirlo, leyó que su esposa había dejado la casa y no decía cuándo regresaría. Su derecho a la intimidad, que ella valoraba tanto como sus posesiones, estaba siendo violado, declaraba, por la torpe disposición de su marido a discutir con la prensa lo que no era asunto suyo; y advertía que la franqueza de su marido en materia sexual, si bien podía excitar a algunos de sus lectores, no haría más que ponerle en ridículo.

Deprimido por la partida de su esposa, pero ansioso de ocultar el contenido de la carta al periodista de la revista New York, que permanecía en silencio a su lado a la espera de que le acompañara a un restaurante para dar fin a la serie de entrevistas que habían tenido lugar durante varios días, Talese se guardó la nota en el bolsillo. Reprimiendo sus emociones, pasó las siguientes horas charlando en el restaurante con el reportero, esperando que su tensión y ansiedad pasaran inadvertidas.

Era viernes cuando recibió la nota y el lunes siguiente ella regresó sin darle ninguna explicación. No le dijo dónde había estado ni él se creyó con derecho a preguntárselo. El matrimonio continuó a través del otoño de 1973 y el invierno de 1974 con una incierta aureola de reconciliación. Que sobreviviera su matrimonio se debió no solo a su amor, sino más que nada al hecho de que a través de los años cada uno de ellos había desarrollado una capacidad de atisbar en los laberintos del otro, un lenguaje especial y no siempre expresado, un respeto por el trabajo del otro, una historia de experiencias compartidas buenas y malas y un reconocimiento de que se gustaban verdaderamente. Hay veces en un matrimonio en que es más importante «gustar» que «amar». Y de ese modo, el matrimonio prosiguió y se afianzó durante una segunda década. Y en el verano de 1974, Talese regresó, como hacía cada año, con su esposa e hijas a la victoriana casa veraniega que poseía en su pueblo natal, Ocean City, en New Jersey.

La reacción negativa a su «investigación», como había predicho su esposa, había precedido a su llegada y era el tema de un editorial crítico en el semanario donde él había empezado su carrera periodística como reportero deportivo. Ese editorial, más que todos los chismes y artículos en los diarios de las grandes ciudades y en las revistas nacionales, ofendió a sus padres, que todavía residían en el pueblo y que durante medio siglo habían ejemplificado la decencia moral que había caracterizado, por lo menos aparentemente, la vida del pueblecito. Si bien Talese se irritó al principio y se dio cuenta del efecto que tenía en su familia el proyecto del libro, poco a poco dejó de importarle lo que pensara la gente. Había encontrado la manera de empezar el libro y, cuando descansaba de su trabajo, paseaba por el pueblo, visitando el quiosco local, hojeaba las revistas para hombres y seguía explorando los cambios en las costumbres sexuales de su entorno, tanto en su pueblo natal como en la vecina ciudad de Atlantic City y en la extensa región de pueblos y fincas rurales.

A treinta kilómetros de donde se había criado Talese, escondido en las profundidades del bosque y a orillas del río Great Egg, había un parque nudista del que él tenía noticia desde su infancia, pero que de joven jamás se había animado a visitar. Se llamaba Sunshine Park y lo había fundado a mediados de los años treinta un corpulento y polémico pastor protestante llamado Ilsley Boone, que era reconocido por un pequeño grupo de desvergonzados partidarios del nudismo como el padre del movimiento en Estados Unidos. El reverendo Boone, en un tiempo pastor de la iglesia Ponds Reformed, descubrió el nudismo en 1931 durante un viaje por Alemania, donde, hasta que los cerró Hitler, había habido cierta cantidad de parques privados usados por los naturistas que creían que estar sin ropa al aire libre era liberador y sano tanto para el cuerpo como para el espíritu. Aunque el primer intento del reverendo Boone de fundar un grupo nudista en Schooley’s Mountain, al norte de New Jersey, terminó con una orden de desalojo del propietario de la tierra, luego logró comprar treinta y dos hectáreas de bosque más al sur a una familia alemana-americana que vivía en la comunidad de Mays Landling. Y en 1935, llevado por el fervor mesiánico y con la ayuda de sus seguidores, Boone construyó al amparo de altos robles, pinos y cedros, una residencia que llamó Sunshine Park. Levantó una casa blanca de gran envergadura en la que vivía con su mujer e hijos, y también casas y cabañas más pequeñas, un auditorio y una escuela. Publicó un noticiero nudista y una revista con fotos titulada Sunshine & Health, la cual, aunque periódicamente prohibida por el jefe local de Correos de Mays Landing, fue con la misma terquedad defendida legalmente por el propio Boone, que afirmó en un editorial: «Hasta que los “líderes morales” de Estados Unidos acepten la realidad del cuerpo y permitan que la gente común se familiarice perfectamente con el completo aspecto físico del cuerpo, seguirá existiendo un interés, más o menos ferviente, por las partes “prohibidas” del cuerpo».

Un «interés ferviente» por las «partes prohibidas» del cuerpo: no podía haber frase más apropiada para la infancia de Talese en Ocean City y, si bien nunca había tenido el valor de preguntar si estaba a la venta Sunshine & Health bajo el mostrador de la tienda de tabacos de la esquina, donde la publicación más indiscreta expuesta era la Police Gazette, escuchaba con constante interés cuando sus compañeros de escuela discutían la remota posibilidad de meterse en el parque de noche y subirse a los árboles y esperar a que se hiciera de día con su promesa de mujeres desnudas esplendorosas. Y siempre que le llevaban a Filadelfia a ver un partido de béisbol e iban por el camino de la ribera que pasaba por la entrada de piedra y el blanco cartel de madera de Sunshine Park, miraba furtivamente entre los árboles en busca de una visión prohibida. También había oído decir que los dueños de barcas de su pueblo, especialmente los fines de semana, salían en sus embarcaciones por el río Great Egg y anclaban en la orilla opuesta del Sunshine Park a fin de poder echar una mirada a los pecaminosos nadadores tendidos en el muelle de madera y en la diminuta playa.

Un fin de semana estival, al regresar a Ocean City después de unos pocos días de visita a Sandstone, Talese tomó el camino con árboles a los lados que llevaba a Sunshine Park. Notó que el letrero blanco de su infancia no había sido cambiado, entró y siguió un largo y sinuoso camino de tierra que cruzaba por la espesura de los árboles y los matorrales y terminaba en una cabaña donde un anciano desnudo estaba sentado al sol tras una rústica mesa de madera. El hombre dio la bienvenida a Talese, le pasó una tarjeta de inscripción y cobró la entrada. Contestando la pregunta de Talese, el anciano dijo que él había ayudado a Ilsley Boone, fallecido en 1968, a construir el parque, el cual, salvo por las casas rodantes, básicamente no había cambiado nada desde su inauguración hacía cuarenta años. Después de que el hombre le dejara pasar, Talese condujo por un camino arenoso hacia el río, donde podía ver a decenas de personas de todas las edades, formas y colores, caminando al sol o tendidos o nadando en el río. Había padres con sus bebés en brazos, ancianos con la tez arrugada y morena por el sol, jóvenes mujeres con o sin hermosos cuerpos, hombres musculosos, blandos, débiles y adolescentes de ambos sexos echados uno al lado del otro sobre toallas de playa o andando con naturalidad.

Después de estacionar su coche y quitarse la ropa, Talese caminó hacia el agua, sintiéndose cómodo. Era una cálida tarde de julio, pero a la sombra hacía fresco. Y el agua color de cedro estaba cálida y agradable cuando se zambulló. Nadó hacia la escalera de madera que llevaba al muelle, y cuando subió y se mezcló con la multitud de nudistas, ninguno de los cuales había visto antes en su vida, advirtió que unos pocos miraban y saludaban a unas barcas de velas y de motor que estaban ancladas detrás de la larga soga que separaba la propiedad del parque del mar abierto.

Pintado en la proa de la mayoría de las barcas, bajo los nombres, estaba señalado su lugar de origen: «Ocean City, N. J.» Y sentada en la cubierta había gente con pantalones cortos y gorras marineras, trajes de baño, sombreros de paja y gafas oscuras. Y en sus manos tenían latas de cerveza, termos, radios de transistores y pañuelos que agitaban hacia los nudistas. También de las barcas surgían exclamaciones, silbidos y vivas. Y después de observar unos momentos, Talese se separó de los demás en el muelle, pasando delante, y miró las marcas reconociendo algunas de ellas y, pensó, a algunos de sus pasajeros. También advirtió por primera vez que muchos de ellos tenían plateados catalejos y oscuros prismáticos y se sentaban con rigidez en las cubiertas, moviéndose en las aguas y bizqueando por el sol. Eran desvergonzados voyeurs que le miraban. Y Talese les devolvió la mirada.