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Richard Nixon había llegado a la Casa Blanca convencido de que los radicales del país estaban erosionando el espíritu de Estados Unidos, junto con los hippies degenerados y los pornógrafos explotadores. Como parte de su campaña para purgar a la nación de esas siniestras tentaciones y restaurar la ley y el orden en las universidades y las ciudades, Nixon promovió una «cruzada ciudadana contra la obscenidad». Aunque la mayoría de las películas eróticas y las fotos pornográficas que se vendían en todo el país habían salido de su región natal, Nixon ni apreciaba ni comprendía el atractivo de ese material, ni jamás se había identificado con ese estilo de vida libre y autocomplaciente que había seducido a tantos otros nativos del sur de California.

Nixon creció siendo deportista en un estado de deportistas, un puritano nacido en una empobrecida comunidad rural de las afueras de Los Ángeles que estaba más próxima a las Uvas de la ira de Steinbeck que a las colinas de Hollywood. Su padre, conductor de tranvías de una desolada región de Ohio, había emigrado al Oeste y allí había fracasado como productor de limones. Era un hombre frustrado y pendenciero sumamente severo con sus hijos. La madre de Nixon, Hannah Milhous, que había llegado al sur de California a los doce años con sus padres cuáqueros desde Indiana y se había educado en la comunidad religiosa de Whittier —fundada por los cuáqueros de Nueva Inglaterra a finales del XIX, casi al mismo tiempo en que los amantes del amor libre de James Towner se establecieron en la cercana ciudad de Santa Ana—, era una mujer religiosa llena de firmeza y buena fe, que, a fin de poder pagar los cuidados médicos de un hermano tuberculoso de Richard Nixon, trabajó tres años como cocinera y criada.

Después de la escuela, Richard Nixon ejerció varios trabajos, tuvo poco tiempo para diversiones y se convirtió en un joven trabajador carente de sentido del humor que tocaba el piano en la iglesia cuáquera los fines de semana y era un excelente estudiante y agresivo polemista en el Whittier College, una institución cuáquera dedicada a formar a sus estudiantes para el liderazgo cristiano. Después de licenciarse con una beca de la Facultad de Derecho de la Universidad de Duke, y de servir como oficial en la Armada, se presentó con éxito en 1946 como candidato al Congreso contra un demócrata californiano cuyas opiniones liberales él atacó como procomunistas. Si bien esa campaña escandalosa —y otras que la seguirían— sirvió para lanzar a Nixon a la política nacional como patriota e inquisidor moralista, en muy contadas ocasiones se sintió verdaderamente aceptado y admirado por sus electores; tampoco tendría a menudo esa sensación cuando ocupó el Despacho Oval de la Casa Blanca.

Si hubiera podido controlar la nación que presidía, habría extendido a través de ciudades y pueblos la escala de valores del Whittier College, un lugar donde prevalecían el orden y el conformismo y donde se respetaba el trabajo duro, la religión y la rectitud moral. Como presidente, llevó a Washington a dos californianos que compartían su visión de que esas tradiciones debían conservarse. Esos hombres se convirtieron en sus principales consejeros nacionales. Ambos eran científicos cristianos que no bebían ni fumaban y que se habían licenciado por la Universidad de Los Ángeles; ambos eran conservadores y miembros del Partido Republicano; eran patriotas y hombres de familia que se sentían escandalizados ante la clamorosa contracultura, el incremento de la libertad sexual y la corriente pornográfica en películas y publicaciones. Uno de esos hombres, ex ejecutivo de una empresa de publicidad, alto, de pelo corto y autocrático llamado H. R. Haldeman, se convertiría en jefe de personal de la Casa Blanca. El otro, el abogado John D. Ehrlichman, un ex boy scout y piloto condecorado de la Fuerza Aérea que realizó veintiséis misiones de bombardeo sobre Alemania, servía como ayudante del presidente en Asuntos Internos. Después de que Daniel Ellsberg hubiera filtrado los «papeles del Pentágono» a la prensa, Ehrlichman se vengó organizando una brigada de «fontaneros» que asaltó el consultorio del psiquiatra de Ellsberg, y luego el cuartel general del Comité Nacional Demócrata en el edificio Watergate.

Además de Haldeman y Ehrlichman, el presidente Nixon llevaría adelante su «cruzada contra la obscenidad» nombrando como presidente del Tribunal Supremo —después de la jubilación del liberal Earl Warren— a un majestuoso individuo de cabello blanco, representante de la más acérrima moral metodista, llamado Warren Burger. Burger, ex ayudante del fiscal general de la nación y elegido por Eisenhower para el Tribunal de Apelaciones, estaba a favor de que el gobierno tuviera el privilegio de espiar electrónicamente a los radicales del país, restringir la libertad de prensa y erradicar la pornografía.

Al poco tiempo, el presidente tuvo la oportunidad de colocar tres conservadores más en el Tribunal Supremo, después de los fallecimientos de Hugo Black y John Harlan, y de la retirada bajo presión de Abe Fortas con la amenaza de acusarle de irregularidades financieras. En su lugar Nixon puso a William Rehnquist, un republicano simpatizante de Goldwater, un hombre severo de cuarenta y siete años que había colaborado con el Departamento de Justicia de Nixon y de quien se sabía que apoyaba la implantación de la pena de muerte y se oponía al aborto; Harry Blackmun, residente de Minnesota educado en Harvard, un abstemio que había ido a la misma escuela e iglesia en Saint Paul que Burger, el presidente del Tribunal Supremo, había sido su padrino de boda y, en respuesta a una de las preguntas de Nixon durante una entrevista previa a la nominación, había asegurado al presidente que ninguno de sus tres hijos era «hippy», y Lewis F. Powell, un virginiano y ex presidente de la ABC que, poco después de su nombramiento para el Tribunal Supremo, se escandalizó soberanamente cuando tuvo que sentarse en la sala de proyecciones del tribunal y mirar, como prueba relevante en un caso de obscenidad, a una actriz sueca desnuda haciendo el amor en una película erótica titulada Without a Stitch.

Con semejantes jueces moralistas en el Tribunal Supremo, Nixon pensó que tendría un apoyo considerable en su campaña contra la pornografía. También esperaba ayuda de la recientemente nombrada Comisión Presidencial sobre la Obscenidad y la Pornografía, un grupo de dieciocho miembros nombrados en 1968 por el ex presidente Johnson para determinar qué efecto tenía el material pornográfico en la sociedad estadounidense, y, si la situación lo exigía, para sugerir la acción represiva necesaria. Hacía mucho tiempo que el director del FBI, J. Edgar Hoover, y numerosos congresistas y líderes religiosos afirmaban que las publicaciones y películas pornográficas provocaban delitos de violencia y violación, pero hasta la formación del comité —para el cual el Congreso asignó dos millones de dólares como fondo para la investigación que tardaría dos años en completarse— no había habido ninguna iniciativa federal para conseguir las pruebas que confirmarían tales afirmaciones.

Cuando un miembro de la comisión —el grupo incluía famosos pedagogos, científicos, clérigos, abogados y hombres de negocios— dimitió en 1969 a fin de aceptar un cargo diplomático en el exterior, Nixon pudo nombrar a una persona elegida por él mismo, un hombre que era uno de los enemigos más fanáticos de la pornografía en Estados Unidos. Se llamaba Charles H. Keating, un devoto católico, elegante y rubio, de gran estatura, abogado de Cincinnati, que durante muchos años había promovido campañas contra películas y libros eróticos, actividad por la cual se le conocía en Cincinnati como Míster Limpio.

Keating, padre de seis hijos, ex campeón intercolegial nacional de natación, piloto de bombarderos durante la Segunda Guerra Mundial y alto ejecutivo de una gran empresa financiera, tenía un ascendente formidable en su comunidad. Después de que en los años cincuenta se hubiera sentido ofendido por la exhibición en quioscos de revistas de chicas y libros pornográficos, convenció a varios personajes de la ciudad, importantes hombres de negocios y grupos religiosos de que se le unieran en una campaña antipornográfica y donaran fondos a la sociedad libre de impuestos que él había fundado, Ciudadanos en Defensa de una Literatura Decente (CDL).

El principal objetivo de la CDL era presionar a los políticos locales y abogados para cerrar las librerías y salas de cine que comerciaban con el sexo en Cincinnati, promover campañas de cartas y hasta boicots económicos contra los patrocinadores de programas de radio y televisión que fueran tolerantes con el sexo y que pudieran considerarse poco adecuados para una audiencia familiar. En esencia, la CDL revivía las tácticas de antes de la guerra de la antigua Legión Católica de la Decencia que en un tiempo había aterrorizado Hollywood hasta la aparición de productores osados como Howard Hughes y Otto Preminger; aunque muchos partidarios de las libertades civiles pensaron al principio que la sociedad de Keating era anacrónica, de cualquier modo el grupo siguió creciendo en la década de 1960 y llegó a tener treinta y dos centros en veinte estados y un número aproximado de trescientos cincuenta mil simpatizantes activos que luchaban por la restricción y la censura sexuales. Entre sus miembros honorarios figuraban once senadores nacionales, cuatro gobernadores y más de cien miembros de la Cámara de Representantes. Estaba apoyada por numerosos líderes municipales, empresariales y los arzobispos católicos de Cincinnati, Saint Louis, Washington y Los Ángeles. Decenas de periódicos de grandes ciudades que en otras circunstancias se hubieran opuesto a la censura apoyaban los programas de «limpieza» de la sociedad y se mostraban de acuerdo en restringir, matizar o prohibir la publicidad de películas pornográficas. Entre los periódicos que lo hacían estaban el Cincinnati Enquirer (donde el hermano menor de Keating era el presidente de la empresa), Miami News, San Francisco Examiner, Los Angeles Times, New Orleans Time Picayune y Chicago Daily News. Con el tiempo, The New York Times se vería influido por ese movimiento.

La propia publicación bimestral de la sociedad, el National Decency Reporter, daba entusiastas noticias de cada nueva redada contra librerías «sucias» a manos de los departamentos policiales de todo el país, y anunciaba con vehemencia los veredictos judiciales de condena por pornografía. Asimismo, publicaba en cada número una breve biografía elogiosa y la fotografía de un funcionario policial que recientemente hubiera hecho justicia contra los «mercaderes de la suciedad», y el individuo en cuestión era loado bajo el titular de «Policía del mes».

El fanático director del National Decency Reporter era un hombre fornido, rubicundo y con gafas de unos cincuenta años, llamado Raymond Gauer, que, antes de ser descubierto por Keating, había trabajado anónimamente en Los Ángeles como contable en una empresa lechera y como analista de sistemas en una firma que fabricaba sierras. Gauer era el tipo ideal que Keating quería reclutar para la sociedad: políticamente conservador, católico y con una familia de siete hijos, un veterano de la Armada que durante años había luchado por alimentar modestamente a su numerosa familia al tiempo que reprimía su resentimiento contra las trampas de la Seguridad Social, los privilegiados radicales universitarios y los degenerados sexuales que estaban cometiendo pecados inimaginables contra Dios y contra natura.

Gauer llamó la atención de Keating por casualidad. Un domingo por la tarde, mientras iba a un restaurante chino a comprar comida para llevar, Gauer se encontró de repente el escaparate de un sex shop que acababa de abrir en su barrio de Hollywood. En primera fila, vio hileras de libros de bolsillo con títulos lascivos, una muestra de vibradores eléctricos y consoladores de goma, tubos de lubricante, cinturones y otros objetos, además de numerosas revistas con portadas a todo color que mostraban mujeres jóvenes posando desnudas y con las piernas abiertas, los brazos extendidos y las bocas abiertas. Aunque Gauer gruñó en señal de desaprobación, sintió un escalofrío de excitación, una detestable sensación de deseo ilícito. De inmediato se alejó, avergonzado de haberse quedado allí demasiado tiempo.

Esa misma noche, después de que se durmieran su esposa e hijos, persistían en su mente las imágenes de la tienda maldita. Preocupado por esas imágenes, se inquietó, pero también se sintió movido por el espíritu del Señor, una sensación que no había experimentado desde su época de monaguillo en su Chicago natal, y reconoció en su interior una pasión misericordiosa, un deseo de enfrentar y derrotar la tentación demoníaca de los despreciables pornógrafos. Esa noche durmió poco, y al día siguiente escribió una carta furibunda a la Cámara de Comercio de Hollywood, protestando por la presencia de esa tienda en las inmediaciones de su hogar. Al cabo de una semana recibió una carta de agradecimiento y la promesa de que se notificaría a la policía. Unos días más tarde, leyó en los periódicos que las autoridades habían hecho una redada y cerrado la tienda.

Impresionado y entusiasmado, sintiendo por primera vez en su vida el poder de ejercer su influencia en el mundo mediocre que le rodeaba, Raymond Gauer empezó a dar vueltas por la ciudad en su tiempo libre y a anotar los nombres y direcciones de otros sex shops. En el centro de Los Ángeles, cerca del ayuntamiento, contó seis que parecían prósperos y escribió al alcalde preguntándole cómo podía ser que se toleraran legalmente esos negocios a escasos metros de su propio despacho y del cuartel general del Departamento de Policía de Los Ángeles. Días después, Gauer recibió una llamada telefónica de un funcionario de la escuadra antivicio del ayuntamiento que le dijo: «Señor Gauer, lea los periódicos de mañana».

Al día siguiente, los titulares de la prensa de Los Ángeles informaban de redadas simultáneas en seis sex shops, el arresto de varios empleados y la confiscación de siete toneladas de obscenidad.

No muchos días después, un representante de la CDL se puso en contacto con Raymond Gauer, y acordaron que en el curso de una de las conferencias que pronunciaba en ese tiempo Charles Keating debían conocerse. En estilo y aspecto, los dos hombres no podían ser más distintos. Keating era alto, impecable, autoritario. Gauer era pequeño, feo y con suficiente estómago para no poder ponerse un traje ajustado y elegante. Pero eran espíritus hermanos en su odio al sexo pecaminoso. A medida que los hombres se conocían más, Keating percibió en Gauer una simplicidad locuaz que, pensó, podría convertirse en una voz convincente para la sociedad.

Muy pronto, Keating puso a prueba esa capacidad que había intuido en Gauer. Debido a un compromiso anterior, un conferenciante de la sociedad no podía pronunciar una conferencia en un club de Los Ángeles y entonces convencieron a Gauer para que la diera él. Aunque al principio se mostró sumamente nervioso por tener que dirigirse a un recinto lleno de gente, habló en términos sencillos, pero con una convicción arrebatadora para expresar a la audiencia sus objeciones a la violación pública del acto privado y sagrado del amor que llevaban a cabo los pornógrafos. No negó la atracción que ejercía la pornografía. De hecho, admitió que él era tan vulnerable como la mayoría de los hombres a sus estímulos, pero añadió que era algo potencialmente corruptor; era un sustituto enfermizo de afecto genuino que debía simbolizar la unión sexual. Si los mercaderes del sexo conseguían permiso para seguir distribuyendo su asqueroso material en el futuro con la libertad de que ahora gozaban, podrían contaminar no solo a las víctimas que lo merecían, sino también extenderse indiscriminadamente en el conjunto de la sociedad, debilitando de ese modo la esencia de la vida familiar y la salud moral de la nación.

El éxito del primer discurso de Gauer fue tal que Keating le pidió que continuara como conferenciante de la CDL. Se celebraron una decena más de reuniones, no solo en clubes sino también en auditorios donde él y otros miembros de la sociedad debatían con abogados de la Universidad de Los Ángeles y otros simpatizantes de la Primera Enmienda. En 1967 Raymond Gauer aceptó la oferta de Keating de encabezar el centro de la sociedad en Los Ángeles y representarla ante audiencias escolares y en charlas de radio y televisión, primero en California y luego en todo el país. En una ocasión, Gauer volvió en avión a su ciudad natal, Chicago, para condenar la pornografía en un programa de televisión en el cual el otro invitado era un comerciante local, dueño de un salón de masajes, llamado Harold Rubin, de veinticuatro años. Gauer y Rubin se cayeron mal enseguida. Gauer pensó que el locuaz joven no era más que un vulgar tipo sin escrúpulos, mientras que Rubin vio en Gauer el reflejo de su padre nacido en Chicago, un reprimido oficinista conservador a quien ofendía más el sexo que la guerra en Vietnam.

En 1968 Raymond Gauer estuvo en Washington como representante extraoficial de la sociedad para presionar a los congresistas. Allí, con la ayuda de DeWitt Wallace, del Reader’s Digest, y de un abogado de la sociedad llamado James J. Clancy, se reunió en privado con varios congresistas para pedirles que introdujeran una legislación antiobscenidad más radical. Los hombres tuvieron acceso a una pequeña sala del Senado, y, equipados con un proyector de fotos y una pantalla, mostraron a los congresistas —entre los que estaban los senadores Strom Thurmond, de Carolina del Sur; Robert P. Griffin, de Michigan, y Jack Miller, de Iowa— ejemplares del tipo de obscenidad que se estaba vendiendo por correo y en todo el país debido a la normativa liberal del Tribunal Supremo de entonces.

Por casualidad, mientras Gauer y Clancy estaban en Washington, el Comité Judicial del Senado empezó a celebrar reuniones públicas acerca de la nominación del juez Abe Fortas para reemplazar a Earl Warren, que tenía setenta y siete años y se jubilaba como presidente del Tribunal Supremo. Numerosos políticos y grupos de intereses especiales, entre ellos la CDL, se oponían a Fortas y, durante el verano y otoño de 1968, la campaña contra Fortas se centró en acusarle de percibir honorarios excesivos y tener contacto telefónico con gente importante que se había mostrado crítica con la política interior o internacional del presidente Johnson. Varios republicanos, encabezados por el senador Griffin, se indignaron de que el presidente Johnson, que ya había anunciado que no se presentaría como candidato por los demócratas en 1968, tratara en sus últimos meses en el gobierno de colocar a su amigo en un alto cargo judicial que, de otra manera, iría a parar a un hombre elegido por el siguiente presidente, que podría ser republicano.

La batalla de la CDL contra Fortas se basaba en su tolerancia con respecto a la pornografía, tal como ponían de manifiesto algunos casos recientes de obscenidad, incluyendo su voto para legalizar la novela inglesa hacía largo tiempo prohibida sobre la prostituta Fanny Hill (titulada Fanny Hill, memorias de una cortesana), y su actitud permisiva en el caso de «Corinthe Publications contra Wesberry», por libros de bolsillo eróticos como Sin Whisper. Además, la CDL sabía que el editor de Sin Whisper había sido en un tiempo cliente del bufete de Fortas en Washington. Ciertamente, la sociedad declaró haberse enterado por un agente del FBI de que el editor había hecho alarde público de su contacto con Fortas, dando a entender que le protegería de la acusación federal. Además, la sociedad señalaba que esta historia del FBI en el entorno del Senado había influido finalmente al líder de la minoría, Everett M. Dirksen, de Illinois (quien al principio había estado a favor de la nominación de Fortas), para que cambiara de opinión y se sumara a las fuerzas en contra de Fortas.

Después de que Richard Nixon hubiera jurado como presidente en enero de 1969, y después de que su fiscal general John M. Mitchell hubiese conseguido nuevas pruebas contra Fortas —había recibido 20.000 dólares de una fundación creada por un financiero a quien una vez se había hallado culpable de vender bonos no registrados—, Abe Fortas se vio obligado a dimitir del Tribunal Supremo, dejando una vacante donde Nixon colocaría a un conservador.

Un mes después de la dimisión de Fortas, hubo una nueva alegría en la CDL cuando Nixon nombró a Charles Keating miembro de la Comisión Presidencial sobre Obscenidad y Pornografía. El periódico de la sociedad expresó su optimismo ante la expectativa de que la fuerte personalidad de Keating (aunque se incorporase un año después de que el presidente Johnson pusiera en marcha dicha Comisión) pronto inspiraría a los demás miembros a descubrir formas y medios idóneos para erradicar la suciedad. Los otros miembros, a la mayoría de los cuales Keating veía como representantes de altos niveles morales, eran Winfred C. Link, un rabino del templo Emanu-El de Miami Beach, y Morton A. Hill, un sacerdote católico que había militado en campañas callejeras en Manhattan contra los pornógrafos y era presidente de una organización de censura llamada Morality in Media, Inc. En la lista también había un clérigo y profesor de la Universidad Metodista del Sur llamado G. William Jones; el fiscal general del estado de California, Thomas C. Lynch, y dos mujeres —una profesora de inglés de Dakota del Sur llamada Cathryn Spelts, y una abogada de Nueva York que trabajaba con la Motion Pictures Association, llamada Barbara Scott—, de quienes se podía esperar que pusieran su grano de arena en el resentimiento femenino con respecto a la manera en que se solía tratar el cuerpo femenino en el mundo de la pornografía.

Los otros comisionados también parecían representar un sector responsable de la sociedad: Morris A. Lipton, profesor de psiquiatría de la Facultad de Medicina de Carolina del Norte; Otto N. Larsen, profesor de sociología de la Universidad de Washington; Edward D. Greenwood, psiquiatra infantil de la Menninger Foundation; Joseph T. Klapper, sociólogo de la CBS; Thomas D. Gill, juez del Tribunal de Menores de Connecticut; Freeman Lewis, presidente de la Washington Square Press de Nueva York; Edward W. Elson, presidente de la Atlanta News Agency; Marvin E. Wolfgang, profesor de sociología de la Universidad de Pensilvania; Frederick H. Wagman, director de la Biblioteca de la Universidad de Michigan; y el presidente de la Comisión era William B. Lockhart, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Minnesota.

Los comisionados estaban asistidos en su tarea por más de veinte empleados y varios colaboradores externos y especialistas que debían viajar por el país a fin de reunir la información que luego evaluaban los comisionados. Durante el primer año, antes de que Keating formase parte de ella, la Comisión había despachado equipos de investigación a entrevistar e investigar a los principales fabricantes de material pornográfico, los propietarios de las tiendas que lo vendían y a los clientes que regularmente lo compraban. Los investigadores se ponían en contacto con los inspectores postales y las autoridades policiales que más sabían sobre pornografía, recogiendo no solo hechos y características del tamaño y proyección de la industria ilegal, sino también un cálculo aproximado de la posible influencia de la Mafia en la producción y distribución de la pornografía. Los investigadores entraron en penitenciarías del Medio Oeste y de Nueva York para interrogar a presos que habían sido condenados por violación y otros delitos sexuales, tratando de conocer sus historias familiares y el tipo de libros, revistas y películas que habían encontrado interesantes antes de tener problemas con la ley.

Se consultó a cien organizaciones nacionales y se les solicitó que presentaran sus opiniones por escrito acerca de la pornografía. Un investigador de la Comisión fue enviado a Dinamarca, donde recientemente se había legalizado la pornografía y los espectáculos sexuales en vivo, con la esperanza de descubrir qué efecto tenía esa actividad comercial en la cantidad de delitos sexuales en Dinamarca, los cambios en el comportamiento social y el ambiente moral de la nación. En la Universidad de Carolina del Norte, un equipo científico mostró películas eróticas a veintitrés estudiantes varones, noventa minutos al día, cinco días a la semana durante un período de tres semanas, en un intento de determinar qué efecto tenían las películas en los hábitos personales y las pasiones de los estudiantes. Cada estudiante voluntario veía las películas mientras vestía una bata bajo la cual su pene estaba cubierto por un condón en el que había un electrodo que registraba las erecciones. También tenía un electrodo en el pecho e instrumentos eléctricos en las orejas. Antes de la sesión cinematográfica diaria, los investigadores preguntaban en privado a los estudiantes si se habían masturbado o hecho el amor en las veinticuatro horas anteriores.

Los comisionados también veían películas pornográficas. De hecho, la primera reunión oficial de la Comisión en 1968 se celebró en el Instituto Kinsey, en Indiana, donde además de mostrarles la gran colección erótica del profesor Kinsey y de informarles sobre las últimas estadísticas sexuales del país, los miembros fueron conducidos a una sala de proyección a ver ejemplos de películas anticuadas, así como una muestra de películas actuales a todo color. Tal vez el más fascinado entre el público, aunque se sonrojó una vez que se encendieron las luces, fue el padre Morton Hill, uno de los detractores más informados e infatigables de la pornografía en Nueva York. Después de la proyección, y de ver más material, el padre Hill expresó su preocupación a la abogada de la Comisión por que ella tuviera que ver esa basura. Pero cuando ella le indicó que la experiencia realmente no le horrorizaba, él quedó azorado y le dijo que rezaría por la salvación de su alma.

Si bien los comisionados y el personal eran libres de discutir entre sí sus propias reacciones ante el material que se les mostraba, el presidente William B. Lockhart les pidió que jamás revelaran sus opiniones personales a la opinión pública o a los políticos. Lockhart tenía la impresión de que formaba parte de un proyecto de investigación potencialmente incendiario, y que si se manejaba mal o se revelaba de forma prematura y fragmentaria a la prensa antes de que la Comisión hubiera completado e interpretado su investigación, podría producir una gran confusión y una polémica que disminuirían el impacto y la importancia del informe final y sus recomendaciones. Por lo tanto, todas las preguntas de la prensa o de los políticos serían contestadas mientras tanto por el mismo Lockhart o su asistente personal. Aunque la actitud autoritaria de Lockhart como decano de una facultad de derecho y su papel como presidente de la Comisión fueron respetados por sus colegas durante el primer año de la operación, la llegada impetuosa de Charles Keating en 1969 introdujo enseguida en la dinámica interna de la Comisión un elemento de tensión y enfrentamiento.

La discordia empezó cuando Keating descubrió que gran parte del trabajo de investigación no lo llevaban a cabo los mismos comisionados, sino un equipo de investigadores, casi todos seleccionados por Lockhart. Keating se ofendió aún más porque el asesor elegido por Lockhart, un abogado afiliado a la ACLU (Unión Estadounidense por las Libertades Civiles) llamado Paul Bender, tenía permiso para participar en las sesiones de la Comisión, mientras que el amigo de Keating y asesor de la CDL, James J. Clancy, ni siquiera tenía derecho a seguir los procedimientos. A Keating tampoco le gustó que Lockhart no le permitiera ser miembro de todos los comités que él quería. Y cuando Lockhart insistió en su oposición a que se celebraran reuniones públicas que, según Keating, habrían dado publicidad a la epidemia de erotismo y puesto en evidencia a los mercaderes que se estaban enriqueciendo en todo el país con la venta de pornografía, Keating decidió boicotear todas las futuras sesiones de la Comisión.

Pero ese tira y afloja entre Keating y Lockhart no era nada comparado con la cólera con que Keating recibiría las conclusiones y recomendaciones preliminares a que había llegado la Comisión dominada por Lockhart en el otoño de 1970 y que pensaban editar y enviar a los servicios de prensa del gobierno. Después de todo el dinero, el tiempo y las energías invertidas en la investigación de la pornografía, Keating quedó perplejo cuando descubrió que la mayoría de Lockhart había decidido finalmente que al fin y al cabo la pornografía no era un problema nacional, y que la forma más sabia de luchar contra ella —por lo menos en lo que se refería a los adultos— era sencillamente ignorarla.

«La Comisión cree que no se justifica la continua interferencia del gobierno en la completa libertad de los adultos —decía el informe— porque una profunda investigación empírica, tanto de la Comisión como de otros, no presenta pruebas de que la exposición o el uso de material explícitamente sexual tenga un papel significativo en la realización de males sociales e individuales como crímenes, delitos, desviaciones sexuales o no sexuales o graves alteraciones emocionales.»

Los violadores y otros delincuentes sexuales, seguía diciendo el informe —después de tomar en consideración la investigación llevada a cabo en prisiones e instituciones psiquiátricas— eran menos consumidores de pornografía que producto de «medios conservadores, reprimidos y sexualmente refractarios». La gente que más indignada estaba en Estados Unidos por la popularidad de la pornografía, añadía el informe, eran los ciudadanos mayores «fanáticos» y «religiosamente activos» que también creían que «los periódicos no deberían tener el derecho de publicar artículos que critiquen a la policía, que la gente no debería tener permiso para publicar libros que atacan nuestro sistema de gobierno, y que no se debería permitir que la gente se pronuncie contra Dios».

El resultado de mostrar películas eróticas a los veintitrés muchachos de Carolina del Norte fue principalmente un soberano aburrimiento. Y la legalización de la pornografía en Dinamarca no solo no produjo la oleada de crímenes que algunos daneses habían previsto, sino una disminución sustancial de delitos como el voyeurismo, lo cual sugería que los voyeurs estaban menos dispuestos a arriesgarse a la cárcel por mirar por las ventanas de los demás, ya que ahora podían ver más en bares con camareras con los pechos al aire, en cines porno y espectáculos eróticos en vivo. Contrariamente a lo que suponían muchos ciudadanos estadounidenses, la industria del sexo en Estados Unidos no estaba controlada por la Mafia u otras facciones del crimen organizado. Aunque la industria pornográfica mantenía ciertamente a mucha gente con antecedentes penales (lo que no era sorprendente, pues la policía los arrestaba continuamente por traficar con el sexo), no había ninguna prueba de la existencia de una «industria pornográfica monolítica» vinculada con los mafiosos. Los grandes comerciantes de erotismo, hombres como Milton Luros y Marvin Miller, de Los Ángeles, William Hamling, de San Diego, Reuben Sturman, de Cleveland, Michael Thevis, de Atlanta, sin duda no eran miembros honoríficos del Bureau Comercial, pero tampoco formaban parte de una red nacional de padrinos de la Mafia, cada uno a la cabeza de una «familia» de malhechores. Y, según seguía diciendo el informe, la mayoría de los consumidores estadounidenses que gastaban millones al año en ver películas pornográficas, en comprar revistas de desnudos, en asistir a salones de masaje y en depositar toneladas de monedas en máquinas de películas porno, no eran los típicos réprobos, los violadores, las «bandas» de motociclistas, los asesinos y otros elementos criminales de la sociedad, sino que eran lo que el Tribunal Supremo consideraba como ciudadano medio, o, según palabras del informe de la Comisión, «predominantemente blancos, de clase media, varones casados, vestidos con trajes formales o pulcro atuendo informal».

El efecto de la pornografía en esa clase de hombres no les hacía salir como locos a las calles, como decían algunos alarmistas, para violar, ni hacía que se deshicieran sus hogares y abandonaran a sus familias. En cambio, si les estimulaba en algo, solo podía llevarles a actos individuales de masturbación; o si el individuo tenía una esposa receptiva o una amante o una amiga, podía suponer más deseos de hacer el amor. Pero el comportamiento delictivo no era resultado de la pornografía, reiteraba el informe, y por esa razón la mayoría de Lockhart recomendaba que el gobierno de Estados Unidos —que anualmente invertía millones de dólares de los contribuyentes en perseguir y acosar a los pornógrafos, con resultados cuestionables— debería abolir todas las leyes que intentaban privar a los adultos del derecho a ver o leer el llamado material pornográfico.

Charles Keating se alarmó ante esa sugerencia. Tras advertir al gabinete de Nixon acerca de lo que contendría el informe de la Comisión, inició una demanda judicial en un juzgado federal de Washington que paralizó momentáneamente los planes de la Comisión de publicar el informe. Después de que el juez concediera a Keating una orden de suspender dicha publicación, este reunió a sus colaboradores de la CDL para poner en marcha una campaña de cartas y telegramas a Washington solicitando una «investigación parlamentaria inmediata y completa de la Comisión». De los dieciocho miembros de la misma, únicamente Keating y otros tres se oponían con todas sus fuerzas al informe que habían redactado los simpatizantes de Lockhart. Los disidentes, con Keating, eran el padre Morton Hill, el reverendo Winfred Link y el fiscal general de California Thomas C. Lynch. El padre Hill estaba tan furioso como Keating con el informe. La respuesta de Hill y Link empezaba con la siguiente frase: «El informe de la mayoría de la Comisión es una carta magna para el pornógrafo».

Muy pronto, numerosos personajes importantes se unieron a la protesta de Keating. Entre ellos estaban el vicepresidente Spiro Agnew, el director general de Correos, los líderes de ambos partidos en el Senado y el presidente de la Conferencia Nacional de Obispos Católicos. El fiscal general John Mitchell declaró: «Si queremos una sociedad en la que se aliente la parte noble del hombre y se dignifique la humanidad, entonces yo afirmo que la pornografía es ciertamente dañina».

Por último, después de verificar que el informe era tan poco liberal como había afirmado Keating, el presidente Nixon declaró públicamente que él «rechazaría por completo» las recomendaciones de la Comisión, a la que acusó de haber prestado «un mal servicio» a la nación. «Mientras yo esté en la Casa Blanca —añadió—, no se dará marcha atrás en el esfuerzo nacional por controlar y eliminar la suciedad de nuestra vida nacional. […] La Comisión opina que la proliferación de libros y de obras obscenas no supone una amenaza duradera para el carácter de los hombres. […] Siglos de civilización y diez minutos de sentido común nos indican todo lo contrario. […] La moral estadounidense no ha de ser objeto de burlas.»

Si hubiera tenido poder para liquidar el informe, Nixon lo habría hecho, pero la Comisión operaba según un acta parlamentaria que le exigía presentar por escrito sus averiguaciones y recomendaciones. De modo que después de los diez días de demora debido a la acción legal de Keating, se retomó y elaboró el informe en las imprentas oficiales, con la salvedad de que Keating podría publicar un informe paralelo que reflejara su opinión sobre el tema de la pornografía.

El informe de Keating era un documento de ciento setenta y cinco páginas que condenaba a Lockhart y sus métodos de investigación, caracterizaba a los investigadores de la Comisión como una mezcla de inocentes encerrados en una «torre de marfil», académicos y jóvenes «licenciados aún verdes». Citaba archivos policiales y opiniones de comentaristas que afirmaban que la inmoralidad sexual y la pornografía eran los dos problemas más importantes con que se enfrentaba la sociedad estadounidense. Keating citó las palabras de Toynbee de que la cultura más progresista es la que pospone la experiencia sexual de sus jóvenes. Y Keating añadía la observación de Bettelheim: «Si una sociedad no impone un tabú sexual, los niños crecen en una relativa libertad sexual […] pero hasta el momento, la historia ha demostrado que semejante sociedad no puede crear una cultura o civilización; permanece en estado primitivo». Asimismo, Keating incluyó un párrafo que Alexis de Toqueville había escrito después de viajar a Estados Unidos entre 1835 y 1840: «Busqué la grandeza y el genio de Estados Unidos en sus amplios puertos y anchos ríos, y no estaba allí; en sus fértiles tierras y praderas interminables, y no estaba allí. Hasta que entré en las iglesias de Estados Unidos y oí proclamar en sus púlpitos una tremenda moralidad y entonces comprendí el secreto de su genio y poderío. Estados Unidos es grande porque es bueno, y si Estados Unidos deja de ser bueno, también dejará de ser grande».

La polémica generada por el informe de Keating hizo que la historia de las investigaciones de la Comisión fueran noticia durante varios días en los periódicos y, cuando parecía que se iba apagando, sucedió algo que reavivó el conflicto. En noviembre de 1970 se editó en California una edición no autorizada e ilustrada del Informe Presidencial. Se trataba de un libro de gran formato, de papel satinado y con un precio de 12,50 dólares que en sus trescientas cincuenta y dos páginas presentaba no solo el texto completo del informe de la Comisión y la réplica de Keating, sino también iconografía del tema central: fotografías y dibujos de parejas copulando, grupos orgiásticos, mujeres masturbando a hombres, hombres a mujeres, homosexuales practicando la sodomía, lesbianas practicando el cunnilingus, monjas medievales fornicando con velas, antiguos grabados orientales de elaborado erotismo, dibujos lascivos de conocidos personajes de historias ilustradas, lujuriosos dibujos de Pablo Picasso, mujeres de altos tacones vestidas de cuero flagelando a hombres maniatados, bacanales interraciales, fotos de vaginas abiertas y una pelirroja acariciando con la lengua el pene de un caballo. No menos de quinientas cuarenta y seis ilustraciones de toda clase imaginable se incluían en el libro. El editor justificaba su presencia basándose en que era el tipo específico de material que habían estudiado y evaluado los miembros de la Comisión antes de completar su informe.

Además de publicar una primera edición de 100.000 ejemplares y distribuirlos en librerías «de adultos» de todo el país, la empresa de California también envió por correo más de 55.000 folletos de publicidad que contenían ilustraciones selectas del libro, contaban a los lectores cómo solicitar ejemplares de la edición ilustrada, y también una declaración que atacaba al presidente Nixon por haber rechazado las recomendaciones de la Comisión. «Muchísimas gracias, señor presidente», decía el titular del impreso, y el texto añadía a continuación: «Una obra monumental de investigación se ha transformado ahora en un libro gigantesco. Todos los hechos, todas las estadísticas, presentadas en el mejor formato posible […] y completamente ilustrado en blanco y negro y en color. Todas las facetas del informe más controvertido presentadas en detalle. Este libro debe estar en la estantería de toda biblioteca, pública y privada, que se precie, pues refleja una seria preocupación por una libertad intelectual cabal a través de una amplia selección para adultos. Se han gastado millones de dólares de los fondos públicos para determinar la verdad precisa acerca del erotismo en Estados Unidos; no obstante, se llevan a cabo todos los intentos posibles para suprimir la información elaborada al más alto nivel. Hasta el presidente rechaza los hechos sin justificar su decisión. El intento de suprimir esta publicación es un insulto inexcusable dirigido a todos los adultos de este país. Se debe permitir que cada individuo tome su propia decisión; los hechos son irreversibles. Muchos adultos, la mayoría de ellos, harán eso después de leer el informe. En una sociedad verdaderamente libre, un libro como este ni siquiera tendría que ser necesario».

Como era de esperar, no tardó en llegar a manos de los agentes del FBI un ejemplar del informe ilustrado, que lo enviaron al despacho de J. Edgar Hoover en Washington. El director, después de expresar su rabia y sorpresa de que pudiera existir semejante libro, avisó de inmediato a Nixon. El presidente ya lo había visto, pues hacía unos días el irritado Keating se lo había enviado; a su vez, este había sido alertado por Raymond Gauer, que lo había visto mientras miraba libros en un sex shop de Los Ángeles y había comprado varios ejemplares. Nixon se horrorizó y de inmediato fiscales y agentes federales empezaron a plantear la estrategia legal para castigar al editor, un cincuentón llamado William Hamling sobre quien ya tenían bastante información.

William Hamling había sido citado en casos anteriores de obscenidad hacía décadas en San Diego, donde su empresa había ganado millones con la venta de libros y revistas eróticas, tratados políticos radicales, novelas de ciencia ficción, ensayos en general, best sellers como La crucifixión rosada, de Henry Miller, Candy de Terry Southern y Mason Hoffenberg, y obras del marqués de Sade, Alberto Moravia y Lenny Bruce. También fue Hamling quien, como cliente de la firma de Abe Fortas, había sido mencionado por el FBI por haber afirmado al parecer que estaba a salvo de cualquier persecución federal (se trataba del memorando al que se habían referido Gauer y Clancy en 1968 mientras presionaban en el Senado contra el nombramiento de Fortas).

Casi todo lo que el gobierno sabía acerca de Hamling se había publicado de hecho en el periódico de Gauer, que había reunido información procedente de archivos judiciales y había hecho un historial de la carrera de litigios de Hamling. Gauer se enteraría de muchas más cosas sobre Hamling cuando estaba a punto de participar en un programa de televisión en San Diego. Allí le conoció personalmente. Aunque Gauer iba dispuesto a detestarlo a primera vista, se encontró con que extrañamente Hamling le desarmó en los pocos minutos que pasaron charlando a la espera de que se iniciara el programa. En aspecto y modales, Hamling y Gauer no eran muy diferentes: ambos eran de mediana edad, hombres de cabello cano vestidos casi con el mismo traje de estilo conservador y corbata; ambos eran de Chicago, producto de una educación católica; y a medida que profundizaban en la conversación, Gauer descubrió que prácticamente durante toda su vida habían estado moviéndose uno a la sombra del otro.

Ambos habían nacido en el verano de 1921 en el mismo barrio del North Side; los dos habían sido monaguillos; habían jugado a la pelota en los mismos lugares, habían asistido a escuelas parroquiales vecinas. Ambos habían dejado Chicago por primera vez para ir al servicio militar, y después de la guerra, ambos volvieron para casarse con jóvenes de Chicago con las que tendrían familias numerosas. Después de muchos inviernos crudos en Chicago, los dos se trasladaron con sus familias al sur de California, donde con el tiempo cada uno desarrollaría ideas opuestas en el tema erótico. Y ahora, en los estudios de televisión de San Diego, mientras eran presentados a la audiencia como adversarios en el debate, Gauer se sintió identificado a regañadientes con Hamling. Al principio no se sentía con ganas de discutir ni debatir.

Pero después de que Gauer se refiriera con desprecio en sus palabras iniciales al creciente negocio de la literatura erótica, Hamling se sintió hostil y a la defensiva —le habían tocado su punto débil—, y muy pronto los dos hombres se enzarzaron en un violento intercambio de palabras. Hamling insistió en que tenía el derecho de poseer personalmente y de publicar profesionalmente revistas y libros eróticos, mientras que Gauer negaba ese derecho y argüía que esa clase de material debía prohibirse tanto para adultos como adolescentes porque socialmente era reprensible y moralmente peligroso. Durante casi una hora, los dos hombres se enfrentaron en un diálogo caracterizado por interrupciones y emociones fuertes. La animosidad que inspiró el programa continuó incluso después del término del mismo. Cuando las cámaras dejaron de grabar y se apagaron las luces, Gauer y Hamling estrecharon la mano del moderador y entonces se alejaron fríamente, abandonando el estudio apenas con un formal buenas noches.

Más tarde Gauer se preguntó, considerando todo lo que tenían en común, por qué pensaban de manera tan diferente en ese tema; solo pudo llegar a la conclusión de que en algún momento entre el altar de una iglesia de Chicago y el banquillo de un juzgado federal Hamling había perdido contacto con el espíritu de su religión.

Si hubiera podido hablar más con Hamling tal vez habría confirmado esa sospecha, ya que ciertamente William Hamling había perdido su fe después de abandonar Chicago para alistarse en el ejército en los años cuarenta; aunque Hamling podría haber argüido que había sido la Iglesia la que había perdido la fe, pues durante la guerra se había desviado de muchas de sus tradiciones haciéndose más mundana, menos ascética, menos espiritual y, por ende, menos merecedora de la devoción y obediencia que él había depositado en ella.

Como joven que había contemplado la posibilidad del sacerdocio, Hamling se había sentido ennoblecido en el marco de la Iglesia, seguro dentro de sus rígidas normas y regulaciones, humilde ante la certeza con que identificaba y castigaba el pecado. Por más restrictivo que fuera, el catolicismo representaba una postura clara ante todos los problemas humanos; parecía absoluto y omnisciente, y un feligrés que deseara la salvación eterna no debía buscar su propio camino en un mundo nublado por la confusión y las distintas alternativas; solo tenía que seguir fielmente el sendero claramente marcado por la Iglesia.

Pero la perspectiva de Hamling cambió en el ejército. Allí vio que la Iglesia, debido a la guerra, se hacía menos celestial, más nacionalista y permisiva. Pecados que durante siglos habían sido pecados, de repente ya no eran condenados como tales por la Iglesia. Los soldados católicos podían comer carne los viernes, podían faltar a misa, podían evitar las exhortaciones semanales de sus confesores. Los obispos bendecían bombarderos; los clérigos se aliaban con los generales; ciertamente, los generales tenían un rango superior a los clérigos, que, vestidos de caqui, oficiaban de capellanes y saludaban la bandera. Y cuando los militares transportaban toneladas de revistas de chicas al frente como sustitutos estimulantes para los soldados sin mujeres, la Iglesia, en un tiempo tan estricta y censora, guardaba silencio. Y su silencio era cómplice.

Si bien esas concesiones eclesiásticas no se podían evitar dadas las circunstancias que la guerra imponía prácticamente a todo nivel social y familiar, Hamling creía que la secularización de la Iglesia durante la guerra minaba el fervor religioso de numerosos soldados católicos como él. Después de su baja y ya de regreso a la vida civil en Chicago, no le dominaban las creencias limitadoras y condicionantes de su pasado, su sentimiento de culpa ante el sexo no bendecido por la Iglesia.

Con el tiempo, Hamling se encontró trabajando como redactor en una editorial que distribuía una serie de revistas mensuales, entre ellas una erótica llamada Modern Man y un periódico nudista, Modern Sunbathing & Hygiene, que publicaba fotos de desnudos. El jefe de Hamling, propietario de esas publicaciones, era George von Rosen. Y uno de los primeros empleados que se hizo amigo de Hamling fue el joven director de promoción, Hugh Hefner. Aunque Hefner tenía cuatro años menos que Hamling, estaba mucho más seguro de lo que quería lograr en la vida y ya había decidido dimitir de la empresa y arriesgar su talento y su suerte en una revista de su propia creación. Cuando Hefner le describió a Hamling la clase de revista que tenía en mente, esperando que Hamling quisiera invertir, este le escuchó con interés, pero luego pensó que, pese al efecto liberalizador de los veteranos que volvían a la sociedad de posguerra, aún no había suficientes hombres para mantener financieramente a escala nacional una publicación explícitamente sexual como en la que pensaba Hefner.

Años después, cuando Hefner ya se había hecho rico de la noche a la mañana como fundador de Playboy y Hamling aún trabajaba oscuramente como redactor de revistas eróticas, los dos se encontraron un día para almorzar en Chicago y, de camino al restaurante, Hefner mostró con orgullo a Hamling un nuevo automóvil deportivo que estaba estacionado en la esquina, un Cadillac descapotable de color bronce que acababa de comprar. Hamling, que había llegado a la ciudad con su viejo Hudson de 1941, quedó impresionado y sintió envidia de lo pronto que había cambiado la situación económica de Hefner. Este no solo era el poderoso editor de Playboy, sino su mismísima personificación. Y si bien Hamling sabía que carecía del temperamento necesario para emular a su amigo (Hamling prefería pasar la velada en casa con su mujer, Frances, que las noches tras las playmates, mientras que Hefner, que acababa de separarse de Mildred, su mujer, buscaba la eterna juventud como soltero), Hamling no podía dejar de culpar a su propio sentido de la prudencia por no haber comprado acciones de Playboy, que ahora estaban por las nubes. Como resultado, durante el almuerzo, Hamling escuchó a Hefner con gran respeto y receptividad. Cuando Hefner, expresando preocupación por la situación de Hamling, sugirió que debería fundar una revista de chicas, añadiendo que el mercado masculino casi no había sido explotado todavía y que aún se podían hacer grandes fortunas en esa actividad, Hamling decidió que ya estaba preparado para dejar a un lado su habitual reticencia.

Al cabo de una semana y siguiendo el consejo de Hefner, se puso en contacto con el director de Empire News Company, Jerry Rosenfield, que había ayudado al principio a financiar Playboy y ahora se beneficiaba como su distribuidor nacional. Rosenfield reaccionó favorablemente al proyecto de Hamling de una nueva revista y le prometió anticiparle los fondos necesarios para la impresión a cambio de los derechos de distribución. Como resultado, en noviembre de 1955, Hamling produjo el primer número de una publicación llamada Rogue; aunque era menos fina que Playboy, con fotos en blanco y negro en vez de color, a finales de 1956 vendía casi 300.000 ejemplares mensuales y atraía suficiente atención en los quioscos para ganarse la desaprobación de la CDL y que la Dirección General de Correos la clasificase como obscena al tiempo que intentaba anular sus privilegios de postales.

La revista de Hefner también había sido declarada obscena por Correos, pero en vez de presentar una demanda judicial contra el más próspero y popular Playboy, los abogados de Correos decidieron arremeter contra Rogue, pensando sin duda que esta última resultaría más fácil de derrotar en un juzgado. Pero en Washington, Hamling había conseguido acceso al bufete de abogados de Empire News, del que era socio Abe Fortas. Y si bien la defensa de Rogue en el juzgado del distrito le costaría a Hamling 13.000 dólares en honorarios, ganó el caso. Hamling consiguió el derecho a los beneficios postales. Y Hugh Hefner, sin ningún coste legal para él, recibió automáticamente los mismos privilegios para Playboy.

Hamling se entusiasmó con su triunfo legal y la prominencia que le había dado en el ámbito de las publicaciones para hombres. A medida que Rogue se acercaba al medio millón de ejemplares mensuales, Hamling extendió su negocio en 1959 al libro de bolsillo de orientación erótica, empleando varios escritores sin dinero pero con talento que escribían prodigiosamente y bajo seudónimo novelas picantes que Hamling vendía en cantidades enormes bajo el sello de Nightstand Books.

Entre 1960 y 1963, fecha para la cual había trasladado su negocio a San Diego, Hamling había ganado cuatro millones de dólares con sus novelas eróticas, cada una de las cuales predicaba un mensaje de aventura procaz, aunque curiosamente los títulos que Hamling usaba en la portada evocaban el espíritu de culpabilidad. Las palabras «pecado», «vergüenza» y «lujuria» aparecían repetidamente en cada nuevo título: Pecado atrapado, Hambriento de lujuria, Tienda de vergüenza, Susurro de pecado, Jardín del pecado, Mercado de vergüenza, Sacerdotisa de la pasión, Sesión de pecadores, Paganos en la mansión, Pecadores del pantano, Sirvienta del pecado, Agente de vergüenza. Los títulos podrían haber sido sugeridos por los curas y las monjas que denunciaban el sexo en la misma parroquia de Chicago de la que Hamling, en conciencia, aún no había escapado. E incluso en el ambiente sibarita del sur de California, él personalmente se resistía a las tentaciones que eran descritas con tanta minuciosidad en las novelas que despachaba en camiones a las estanterías de las tiendas y los quioscos de todo el país. Tal como había sido en Chicago, William Hamling seguía siendo un fiel marido, padre de seis hijos, un hombre de negocios vestido de forma conservadora que podría haber estado fabricando corbatas o aparatos de aire acondicionado o piezas de automóvil. Si merecía algún crédito por convertirse en un plutócrata de la industria erótica de ficción de tercera categoría a principios de la década de 1960, era porque había comprendido, gracias a Hugh Hefner, que Estados Unidos estaba al borde de un estallido de publicaciones eróticas. Y muy pronto se dio cuenta de que había millones de hombres convencionales como él que conseguían un placer vicario leyendo textos sobre mujeres salvajes que no se parecían en nada a las esposas con las que habían elegido vivir. Los compradores de los libros de Hamling eran seductores pasivos, hombres normales con fantasías extraordinarias, que rara vez salían plasmados en las novelas más sutilmente sensuales que distribuían los editores supuestamente legales de Nueva York.

Hamling no se hubiese enriquecido si las leyes contra la obscenidad del país no se hubieran liberalizado en el momento en que él se lanzó al mercado de los libros eróticos de bolsillo. La nueva definición de obscenidad del Tribunal Supremo, por primera vez mencionada en el caso Roth, no solo legalizó en 1959 obras de calidad como El amante de lady Chatterley, de D. H. Lawrence, sino también las obras explícitamente sexuales de muchos escritores, cineastas y editores de revistas y libros de calidad inferior. En dos decisiones posteriores del Tribunal Supremo, las libertades implícitas en el caso Roth se ampliaron aún más. En 1962, en el caso «Manual Enterprises contra Day», el tribunal liberó varios desnudos masculinos de revistas de halterofilia de las limitaciones impuestas por el director general de Correos, Edward Day; y en 1964, en el caso «Jacobel lis contra Ohio», el Tribunal Supremo anuló una sentencia de un tribunal de primera instancia contra el director de un teatro de Cleveland, Nico Jacobellis, que había exhibido una película de arte titulada Les amants, que se centraba en las infidelidades de una aburrida ama de casa francesa. En el caso sobre Jacobellis, el tribunal recalcó lo que había quedado solo implícito en Roth: que una película o cualquier otra forma de expresión, sin consideración de su contenido inmoral o sexual, no se podía prohibir como obscena a menos que careciese «completamente de relevancia social». Sobre la base de esta frase, un tribunal federal de Illinois, en noviembre de 1964, se vio obligado a anular una condena que había impuesto recientemente al humorista Lenny Bruce. Aunque el Tribunal de Illinois insistía en que el espectáculo de Bruce en clubes nocturnos eran asqueante y revulsivo, tuvo que admitir que algunos de los temas que discutía en el escenario tenían «importancia social».

Por último, en el caso de 1965 de «Memoirs contra Massachusetts» (en el que el Tribunal Supremo invalidó la opinión del fiscal general de Massachusetts, Edward W. Brooke, que se había mantenido fiel a la tradición de Massachusetts de seguir condenando el libro sobre Fanny Hill desde que había sido declarado ilegal en Massachusetts en 1821), el juez Brennan declaró que un libro, película o revista podía ser clasificado como legalmente obsceno solo si era culpable simultáneamente de estos tres delitos: tenía que apelar al «interés lascivo» por el sexo del ciudadano medio; tenía que ser «patentemente ofensivo» para el adulto medio, y tenía que carecer «absolutamente de cualquier valor social redimible».

Debido a que muy pocas obras «carecían absolutamente de algún valor redimible», aunque fueran lascivas y patentemente ofensivas, la gran mayoría de las publicaciones, fotografías, películas y libros cuestionables —incluyendo los millones de ejemplares de bolsillo de Hamling— tuvieron permiso para venderse en todos los rincones del país a mediados de los años sesenta. Pero las tendencias tolerantes de la Primera Enmienda de una mayoría de los nueve jueces no significaban en ese período que los partidarios de la censura sexual dentro del gobierno y los tribunales ordinarios dejaran de molestar y perseguir las expresiones sexuales. Por el contrario, los militantes contra la «suciedad» se hicieron cada vez más intransigentes y vigilantes. Los agentes federales y las brigadas municipales antivicio (apoyadas por líderes religiosos y grupos de ciudadanos como la CDL) utilizaron métodos más elaborados y precisos para buscar pruebas contra los comerciantes del erotismo, sabiendo que los abogados bien pagados de estos apelarían probablemente cada condena de los tribunales ordinarios y llegarían, si era necesario, al Tribunal Supremo con la esperanza de conseguir una anulación basándose en cualquier detalle legal y técnico, o en alguna interpretación de la maleable fraseología de que estaba hecha la flexible definición del delito de obscenidad.

De ese modo, el Departamento de Correos reanudó sus esfuerzos contra los pornógrafos aumentando el número de inspectores y de «escritores de cartas señuelos». Un inspector postal, el decano de las «cartas señuelo», llamado Harry Simon, utilizó decenas de seudónimos (haciéndose pasar por solterón tímido, viudo anciano, joven universitario, pequeño granjero) en sus cientos de cartas de pedidos a distribuidores postales de material pornográfico, «ayudas conyugales» y libros verdes. Muchas de esas cartas, que serían enviadas desde diferentes partes del país por empleados de Simon, pondrían como dirección del remitente un apartado de correos situado en una comunidad conservadora de la que se elegirían como miembros del jurado ciudadanos puritanos y moralistas, permitiendo de ese modo que los fiscales federales se aprovecharan de la enmienda parlamentaria de 1958 que podía obligar a un comerciante a someterse a juicio en cualquier ciudad donde se hubiera recibido su material. Un juicio de varios meses en una remota localidad podía perjudicar económicamente y quizá arruinar al comerciante, aun cuando las pruebas federales fueran débiles, ya que el comerciante se veía privado de dirigir el negocio que era su fuente de ingresos y estaba sujeto a los altos honorarios y gastos de viaje de sus abogados, que vivían con él y comían y se alojaban a sus expensas, por no mencionar los gastos de cualquiera de sus empleados que se viera obligado a viajar con él.

A los congresistas les mantenían informados de la creciente pornografía con abundante correspondencia enviada por las asociaciones moralistas y los individuos que se quejaban de que las tiendas de su barrio y los quioscos estaban llenos de literatura nauseabunda que carecía de cualquier valor de redención. También llegaban muchas cartas al Tribunal Supremo, que era el blanco especial de muchos derechistas estadounidenses debido a los fallos liberales del tribunal con respecto a la libertad de expresión y las libertades individuales y su supuesta falta de consideración hacia las tradiciones de las familias conservadoras y los grupos religiosos. Durante la época de Earl Warren como presidente del tribunal, que comenzó en 1953, la magistratura fue atacada por diversas facciones por haber declarado ilegal la obligación de efectuar ejercicios religiosos en las escuelas públicas, por permitir que presos federales demandasen al gobierno si resultaban heridos en la cárcel, por negar a las autoridades represivas buscas y capturas «no razonables», por confirmar el derecho a distribuir y recibir información sobre el control de la natalidad. En el tema de la libertad de expresión y expresión sexual, ningún juez recibió correspondencia más venenosa que el liberal más doctrinario del Tribunal Supremo, William O. Douglas.

Cuando el juez Douglas abría y leía esas cartas, muchas de las cuales estaban firmadas por estudiantes, a menudo reconocía una similitud precisa de sintaxis y puntuación, llegando a la conclusión de que las cartas se copiaban en la pizarra de las escuelas o iglesias. Si bien la mayoría de ellas atacaban sus decisiones legales, unas pocas criticaban su vida privada y sus numerosos matrimonios. En 1963, siendo un sesentón, el juez Douglas se casó por tercera vez con una joven de veintitantos años. Tres años después, se casaría de nuevo con otra chica de veintitantos. En la larga historia del Tribunal Supremo, que se remontaba a 1789, solo había habido tres divorcios relacionados con miembros del tribunal. Los tres eran del juez Douglas.

Desde que había sido nombrado para el Tribunal Supremo en 1939 por recomendación del presidente Roosevelt, William O. Douglas había simbolizado la causa del individualismo contra la fuerza del autoritarismo. «La Constitución —escribió en una ocasión— se dispuso para mantener al gobierno fuera de las espaldas del pueblo.» Las enemistades que el juez Douglas generó en los círculos conservadores provocaron tres intentonas fracasadas de cesarlo en sus funciones. La primera ocurrió en 1953 cuando, durante la histeria anticomunista inspirada por el cazador de brujas, el senador Joseph McCarthy, Douglas firmó una prórroga de ejecución a favor de los espías soviéticos Julius y Ethel Rosenberg, que de cualquier modo morirían más tarde en la silla eléctrica. La segunda intentona ocurrió después de su tercer divorcio. Y la última fue después de la publicación de su libro Points of Rebellion, el cual, tal como lo describía en la resolución del voto de censura del líder de la minoría parlamentaria, Gerald Ford, era una invitación a la «violencia, la anarquía y el desorden civil». Cuando se publicó un fragmento del libro en la Evergreen Review, de Grove Press, una publicación mensual osada, a menudo ilustrada con dibujos y cuentos eróticos, Gerald Ford se paseó por los pasillos del Congreso mostrando el ejemplar de Evergreen que contenía el fragmento de Douglas; la resolución también afirmaba que el juez Douglas había aceptado fondos de fuentes indecorosas, acusaciones que en ambos casos resultaron falsas después de una investigación dirigida por un subcomité de la Cámara de Representantes. Tal como una vez le dijo el senador William Langer, de Dakota del Norte, al juez más polémico del Tribunal Supremo: «Douglas, te han arrojado encima varios cubos de mierda, pero, por Dios, nada se te ha pegado».

También es verdad que todas las amenazas de expulsión y las cartas insultantes no lograron reducir el compromiso de Douglas con la prensa libre y la tolerancia de la expresión sexual aun cuando careciera de una precisa importancia redimible. Douglas señaló una vez: «Sea lo que sea la obscenidad, no se puede medir como delito y es solo identificable como pecado. Como pecado, solo está presente en las mentes de algunos y no en las mentes de otros. Y es demasiado subjetiva para que se sancione legalmente».

Según su opinión, la tarea de censurar apropiadamente lo que es sexualmente impropio supera la sabiduría y comprensión de las sociedades moralistas, la policía, los empleados postales, los clérigos, los jurados y los jueces, incluyendo a los nueve honorables sabios de la ley que ocupaban el más alto estrado del país.

«Con el debido respeto —escribió de sus colegas en el Tribunal Supremo—, no conozco ningún otro grupo en el país menos calificado, primero, para saber lo que es la obscenidad cuando la ven, y segundo, para establecer un juicio sobre el impacto beneficioso o negativo que pueda tener una publicación determinada en las mentes de jóvenes o viejos.»

Pero pese a la baja opinión que merecían a Douglas los criterios eróticos de sus colegas, y de su deseo de que los tribunales y los abogados se quedaran fuera de las cerraduras de la nación y se preocupara de lo que verdaderamente tenía que tener la consideración legal del Estado, el Tribunal Supremo siguió a lo largo de los años sesenta escrudiñando las fuentes de la fantasía y el placer de los ciudadanos estadounidenses. En dos casos inusuales, el Tribunal Supremo decidió de una manera extraordinaria que los editores de libros sexuales que no tenían ninguna redención social merecían ir a la cárcel.

Uno de estos hombres se llamaba Edward Mishkin. El caso «Mishkin contra el estado de Nueva York» se estudió en el Tribunal Supremo el mismo día de diciembre de 1965 en que se escucharon los argumentos de «Memoirs contra Massachusetts», pero la situación de Mishkin era completamente distinta de la que liberaría de la censura a la antigua historia de Fanny Hill. Mishkin había sido arrestado y condenado en Nueva York, multado con 12.000 dólares y sentenciado a tres años de prisión por imprimir, vender y dar publicidad a varios libros de bolsillo, unas novelas que parecían menos obsesionadas con la actividad heterosexual que con el sadomasoquismo, el fetichismo y otras supuestas desviaciones sexuales. Cuando los abogados de Mishkin apelaron contra la sentencia ante el Tribunal Supremo, presentaron un argumento original que esperaban que liberara a su cliente: admitían que los libros de Mishkin podían carecer de valor redentor y hasta podían disgustar y asquear al lector medio y adulto, pero esos libros no estaban escritos para el lector medio ni alentaban el interés lascivo del mismo. Y así, de acuerdo con la definición específica de obscenidad, que requería que el lector medio fuera vulnerable a las imágenes provocativas, los extraños libros de Mishkin no podían clasificarse como obscenos.

Pero esa lógica en su último análisis no logró impresionar a los jueces como para apoyar la causa de Mishkin. Mientras los jueces Douglas, Potter Stewart y Hugo Black votaron por la anulación de la sentencia contra Mishkin sobre la base de la Primera Enmienda (el juez Black, al igual que Douglas, insistió en que el gobierno no tenía jurisdicción sobre las imprentas del país, fuera cual fuese el tipo de literatura inmoral o desviacionista que estas imprimieran), los restantes seis jueces pensaron que la sentencia del tribunal de primera instancia contra Mishkin estaba justificada y no modificaron la multa ni la cantidad de años de prisión.

El segundo individuo que apeló en ese tiempo al Tribunal Supremo fue también un neoyorquino, Ralph Ginzburg, editor de una revista llamada Eros, de un libro titulado The Housewife’s Handbook on Selective Promiscuity, y una publicación bimensual llamada Liaison. La revista Eros, que provocó la acusación contra Ginzburg por haber violado la Ley Postal Comstock, en realidad era más excitante que sexualmente obscena. Sus fotos en color no mostraban genitales ni vello púbico; sus artículos no apelaban descaradamente a un interés lascivo, y sus elegantes ilustraciones, su papel grueso y su cubierta dura la caracterizaban como una revista de diseño poco común y de calidad. Era trimestral; se vendía por suscripción postal por 25 dólares al año. Durante el primer año de publicación, sus páginas publicaron material como el cuento «El burdel de madame Tellier», de Guy de Maupassant, ilustrado por Edgar Degas; reproducciones en color de pinturas clásicas de desnudos que se pueden ver en cualquier museo importante, y una selección erótica de la Biblia ilustrada con grabados de personajes del Antiguo Testamento. También había un artículo del psicólogo Albert Ellis titulado «A favor de la poligamia»; otro artículo de Phyllis y Eberhard Kronhausen titulado «La superioridad natural de la mujer en el erotismo»; una reimpresión del ensayo, polémico en su tiempo, «1601», de Mark Twain; fragmentos de la poesía de Shakespeare que se interpretaban como una sugerencia de que había sido homosexual; fotografías de prostitutos en Bombay, y una historia sobre la infame Nan Britton, que había provocado un escándalo nacional a principios de la década de 1920 después de afirmar que era la madre de un bastardo engendrado por el presidente de Estados Unidos Warren G. Harding.

En el cuarto número de Eros, enviado por correo a sus suscriptores en el invierno de 1962, había un artículo que Ginzburg tituló «Blanco y negro en color», una serie de fotografías que mostraban a un musculoso negro abrazado íntimamente a una atractiva blanca desnuda. Si bien ninguna de las dieciséis fotos mostraban genitales, era evidente que se trataba de amantes. En algunas fotos se les veía besándose; en otras se acariciaban acostados; en la foto quizá más escandalosa, estaban de pie y cara a cara con los brazos en la espalda del otro, muslos y pelvis en contacto íntimo, los cuerpos tan apretados que el pecho izquierdo de la mujer estaba aplastado contra el pecho del hombre. En la introducción a esas fotos, que Eros titulaba «Poema tonal fotográfico», se decía —en deferencia al aspecto de «redención social» de la ley— que la pareja estaba dedicada a «la convicción de que el amor entre un hombre y una mujer, fuesen cuales fueran las razas, es algo hermoso». Y el texto añadía: «Las parejas interraciales de hoy soportan la indignidad de tener que defender su amor ante un mundo hostil. Mañana estas parejas serán reconocidas como pioneras de una época iluminada en la que habrá muerto el prejuicio y la única raza será la raza humana».

Se dice que cuando el fiscal general de Estados Unidos, Robert Kennedy, supo que existían esas fotos, se enfureció. Si bien muchos de los amigos y conocidos de Kennedy no creían que él fuese un puritano o monógamo en su vida personal, se sabía que era tan moralista como J. Edgar Hoover en el tema de la pornografía para las masas. Según el libro Kennedy Justice, de Victor S. Navasky, Kennedy había considerado la posibilidad de censurar Eros y otras publicaciones eróticas incluso antes de haber visto las fotos de la pareja interracial. Pero, tal como le explicó a Navasky el representante de Kennedy en el Departamento de Justicia, Nicholas de B. Katzenbach, a Kennedy le preocupaba que esa interferencia pudiera interpretarse políticamente como prueba de su vinculación prejuiciada con el catolicismo. El cuarto número de Eros con la pareja interracial fue publicitado y distribuido en todo el país, incluso el Sur profundo, en un tiempo de desórdenes y violencia debido a la de segregación legal de la Universidad de Mississippi y la presencia de su primer estudiante negro, un joven decidido y valiente llamado James Meredith. Creyendo que las fotos de Eros podían tener un efecto negativo en la consecución de los derechos civiles en el Sur, Kennedy se movió rápidamente para enjuiciar a Ginzburg, acusándole del envío de obscenidad por correo.

El procedimiento judicial contra Ginzburg se arregló de tal modo que tuviera que celebrarse el juicio en Filadelfia, una ciudad en la que el alcalde y la policía eran racialmente reaccionarios y muy propensos a hacer cumplir las leyes antiobscenidad, y donde recientemente se habían quemado en público, en los escalones de una iglesia, muchos libros eróticos durante una ceremonia a la que asistieron el director general de escuelas de la ciudad y un coro de niños que, mientras los libros eran consumidos por el fuego, cantaban «Gloria in Excelsis». Antes del juicio a Ginzburg, un residente de Filadelfia escribió en la publicación de una biblioteca local: «Ralph Ginzburg tiene tantas posibilidades de encontrar justicia en nuestros tribunales como un judío en la Alemania nazi».

El juicio, que comenzó en junio de 1963, fue presidido por un juez austero que a lo largo de las sesiones se mostró incómodo ante las pruebas que se iban aportando. En la conclusión del caso, en el que comparecieron diversos testigos para denigrar la literatura de Ginzburg, el juez declaró que Eros no contenía el menor valor social y artístico o interés literario que compensara su contenido ofensivo, y que no tenía una buena opinión de Liaison o The Housewife’s Handbook on Selective Promiscuity. Sobre el Handbook, un relato autobiográfico de los matrimonios y las infidelidades de la protagonista, el juez concluyó que era tan «extremadamente aburrido, repugnante y vergonzoso» para el tribunal como para el lector medio.

Pero lo que fue decisivo en la disposición final del caso de Ginzburg fue el testimonio en el juzgado de dos jefes de correos de pueblos pequeños que declararon que habían recibido cartas del despacho de Ginzburg en Nueva York pidiendo permiso para enviar desde sus oficinas de correos la literatura y los impresos publicitarios de Ginzburg. Ambas oficinas estaban ubicadas en comunidades de inmigrantes holandeses que tenían nombres sexualmente sugerentes. Uno se llamaba Blue Ball («enfermedad venérea»); el otro Intercourse («coito»). Después de que los encargados de correos rechazaran la solicitud explicando que sus oficinas eran demasiado pequeñas para controlar semejante volumen de correspondencia, Ginzburg se puso en contacto con la oficina de correos de Middlesex («Mediosexo»), en New Jersey. Después de conseguir ese permiso, Ginzburg procedió a enviar desde Middlesex millones de circulares solicitando suscripciones para Eros y sus otros productos. Se enviaron a una lista estupendamente indiscriminada de nombres, en parte sacados de guías de teléfono. Si bien muchos respondieron positivamente al mensaje de Ginzburg, muchos otros no lo hicieron, en especial esos padres sexualmente puritanos cuyos hijos habían abierto inadvertidamente la carta y leído la atractiva prosa que prometía una completa satisfacción literaria y erótica. Algunas de las circulares publicitarias y los anuncios a toda página en diarios metropolitanos llegaban a atribuir el origen de la revista a las normas permisivas del Tribunal Supremo: «Eros es el resultado de recientes decisiones judiciales que han interpretado de forma realista las leyes sobre la obscenidad de Estados Unidos y que han dado a este país un nuevo aliento a la libertad de expresión. Nos referimos a decisiones que han permitido la publicación de obras de arte literarias, hasta entonces prohibidas, como El amante de lady Chatterley». Si bien algunos de los defensores de Ginzburg en Filadelfia creían que no había sido nada inteligente por su parte mencionar al Tribunal Supremo en su publicidad de Eros, y que su idea de enviar la correspondencia desde Middlesex había sido una broma de mal gusto, se horrorizaron cuando el juez de Filadelfia anunció que Ralph Ginzburg había sido encontrado culpable de violar el correo por obscenidad y se le condenaba a 42.000 dólares de multa y cinco años de cárcel.

Abrumados por la severidad de la sentencia, Ginzburg y sus abogados procedieron de inmediato a apelar al Tribunal Federal de Apelaciones en el tercer circuito, también localizado en Filadelfia, pero once meses después les llegó la notificación de que se rechazaba su apelación. El juez, de setenta y dos años, que escribió la opinión ratificando la condena de Ginzburg anunció: «Lo que tenemos delante es una operación sui generis por parte de expertos en el negocio sucio de dar publicidad y explotar por dinero una de las mayores debilidades de la humanidad».

Por último, en diciembre de 1956, el caso «Ginzburg contra Estados Unidos» fue estudiado por el Tribunal Supremo. Entre los presentes en la vista estaba Charles Keating, de la CDL, que había presentado al tribunal un escrito apoyando la acción del gobierno y solicitando que se hiciera cumplir estrictamente la ley federal contra la obscenidad. La defensa de Ginzburg seguía siendo, como había sido en Filadelfia, que Eros y su otro material no era lascivo ni patentemente ofensivo, ni carecía completamente de redención social. Por cierto, en los tres años transcurridos desde la denuncia de Kennedy, Ginzburg había visto que Hugh Hefner y otras publicaciones le superaban ampliamente en expresión sexual sin que se les procesara. Ginzburg confiaba en que en Washington, a diferencia de Filadelfia, la ley se interpretaría con objetividad y sentido de la justicia y que su sentencia quedaría anulada.

Después de que el Tribunal Supremo escuchara el argumento oral del principal abogado de Ginzburg y la posición del portavoz gubernamental, dejó el caso a un lado para deliberar y, al cabo de tres meses, cuando anunció su decisión, Ginzburg se enteró de que el tribunal había ignorado si Eros, Liason o el Handbook eran obscenos. En cambio, se ocupó de las campañas promocionales de Ginzburg. En una votación de cinco contra cuatro, Ginzburg fue encontrado culpable del delito, hasta entonces poco castigado, de «mentir» por correo. Y por la mínima diferencia de un voto, se consideró que eran válidas la sentencia y la multa impuesta a Ginzburg.

El juez Brennan, que escribió la opinión de la mayoría, y la leyó con un aire de severidad que sorprendió a los abogados y a los demás observadores de la audiencia, hizo notar que «la intención sensual había permeado toda la publicidad de Ginzburg». Brennan no dejó sombra de duda de que estaba molesto por el uso que Ginzburg había hecho de Middlesex y de la temeridad con que Ginzburg había relacionado al Tribunal Supremo con la publicidad de una página dedicada a Eros. El tribunal, liberal durante la última década, había sido acusado de fomentar muchas cosas en Estados Unidos, pero una cosa de la que el juez Brennan no permitiría que se acusara al tribunal era de vinculación con la revista Eros; y por más que legalmente fuera obscena o no, Brennan encontraba culpable a Ginzburg del «sórdido negocio de mentir», «el negocio de poner texto y material gráfico abiertamente publicitado para apelar al interés erótico de sus clientes». Y añadía Brennan, como advertencia a otros editores: «Si el único énfasis del editor estriba en los aspectos sexualmente provocativos de sus publicaciones, ese hecho puede ser decisivo en la determinación de obscenidad».

Entre los cuatro jueces discrepantes —William Douglas, Potter Stewart, Hugo Black y John Harlan—, el juez Douglas escribió la opinión más coherente en defensa de las técnicas de publicidad de Ginzburg. «La publicidad de nuestras mejores revistas —señaló el juez Douglas— está llena de muslos, tobillos, caderas, pechos, ojos y cabello para atraer a compradores potenciales de lociones, neumáticos, alimentos, bebidas, ropas, automóviles y hasta pólizas de seguros. La publicidad erótica ni añade ni quita nada a la calidad de la mercancía que se ofrece a la venta. Y yo no puedo ver cómo puede añadir o quitar algo a la legalidad del libro en cuestión. Un libro debe vivir por sí mismo, ajeno a las razones de por qué fue escrito o a las argucias que se usan para su venta.»

Hábiles maniobras legales y demoras interminables de los abogados de Ginzburg lograron mantenerle en libertad bajo fianza durante años, y al final prevalecieron sobre el sistema judicial hasta conseguir reducir la pena de Ginzburg de cinco a tres años de prisión, pero inevitablemente se vio obligado a entregarse en manos de los agentes federales, en la ciudad penal de Lewisburg, Pensilvania, donde hacía menos de dos décadas el gobierno había encarcelado a propagadores de ideas y palabras como Wilhelm Reich y Samuel Roth. Después de que Ginzburg pronunciara un último discurso en la acera ante la prensa deplorando las circunstancias y rompiera una copia de la Ley de Derechos y la arrojara a un cubo de basura, se volvió al edificio federal en el que debía entregarse formalmente. Más tarde, los periodistas le vieron salir del edificio esposado junto con un convicto negro preso por asalto a un banco y asesinato, y escoltado por agentes federales fue llevado a un vehículo que le conduciría hasta los muros y las puertas de acero donde le esperaba un carcelero.

El Tribunal Supremo siguió ocupándose de las apelaciones de nuevos violadores de viejas cuestiones morales. Un año después de que rechazaran la apelación de Ginzburg, el tribunal lidió con un delincuente literario que no era editor, distribuidor ni escritor. Se trataba de un hombre que trabajaba como vendedor de un quiosco de Times Square, un pobre infeliz que una tarde de 1966 vendió dos libros de bolsillo —titulados Lust Pool y Shame Agent— a un cliente que era un policía de paisano. El vendedor, Robert Redrup, no había leído ni oído hablar de esos libros hasta que se los pidió el policía. De hecho, Redrup ni siquiera era un empleado regular del quiosco. Ese día había reemplazado a otro hombre, un conocido suyo, que se había tomado el día libre por enfermedad. Pero esas circunstancias no interesaron al policía, que, después de mostrarle sus credenciales, llevó al pobre Redrup a la comisaría, donde le tomaron las huellas dactilares, le interrogaron y le acusaron de haber violado la sección 1.141 del Código Penal del estado de Nueva York que prohíbe la venta de cualquier «libro lascivo, lujurioso e indecente».

La fianza y la defensa legal de Redrup corrieron a cuenta del editor de Lust Pool y Shame Agent, William Hamling, de San Diego. Aunque Hamling había gastado más de 300.000 dólares en un juicio por obscenidad en Houston —durante el cual se rechazaron veinticinco acusaciones después del veredicto del jurado—, Hamling se lanzó sin vacilar en defensa de Redrup, juicio que pasaría por los tribunales de apelación de Nueva York y finalmente terminaría en el Tribunal Supremo. La defensa de los dos libros de 75 céntimos y del vendedor de Times Square costaría a Hamling unos 100.000 dólares, pero consideró que era dinero bien gastado cuando, en mayo de 1967, siete jueces se declararon a su favor y legislaron que los dos libros no eran obscenos. Fue una decisión per curiam, en la que no se dio opinión escrita de los jueces, pero el caso Redrup muy pronto sería celebrado por los editores de material erótico como la decisión más liberal del Tribunal Supremo, ya que si Lust Pool y Shame Agent no eran obscenos, era muy difícil que cualquier otro libro pudiera considerarse como tal. Esos libros tenían tan poco valor de redención social como cualquier otro que hubiera publicado el convicto Edward Mishkin y superaban en el tema sexual el material por el que había sido condenado Ginzburg. La decisión Redrup fue interpretada por abogados y académicos especializados en la Primera Enmienda como el virtual fin de la censura de libros en Estados Unidos. Mientras un libro no fuera promovido de la forma «mentirosa» de Ginzburg y no se obligara a comprarlo a clientes no dispuestos a hacerlo ni se vendiera a menores de edad, ese libro tenía el permiso del Tribunal Supremo para existir o ser vendido a quienquiera que deseara leerlo, por más erótico, vomitivo o carente de valor de redención social que fuera su contenido.

Hamling estaba eufórico. Tal como él veía las cosas, la batalla judicial que había empezado hacía más de treinta años con el caso «Estados Unidos contra un libro titulado Ulises», que dio la victoria a la élite literaria, terminaba ahora en 1967 con el triunfo de un hombre de la calle. Ya no era necesario que un libro explícitamente erótico tuviera que justificarse como la obra de arte de Joyce, ni siquiera como novela de valor de redención social como El amante de lady Chatterley. Ahora, con el caso Redrup, el Tribunal Supremo finalmente parecía abandonar su papel de árbitro literario del país, una tarea para la que admitía no tener ni el tiempo ni la capacidad; y las ramificaciones de esa decisión eran extraordinarias. Sugería que cualquier libro, una basura de libro, un volumen lleno de los insultos más furibundos y las expresiones más escatológicas del novelista con menos talento del país, podría publicarse y venderse sin que importara nada lo que pensase de él la policía o un clérigo o la CDL. Significaba que el libro de bolsillo Sex Life of a Cop distribuido por un editor de Fresno, California, llamado Sanford E. Aday —y enjuiciado por el gobierno en Michigan, Iowa, Texas, Arizona y Hawai— era ahora legal debido a la decisión en el caso Redrup.

Casi otros treinta casos pendientes en 1967 en el Tribunal Supremo fueron rechazados de igual manera con una sola palabra impresa en cada petición: Redrup. También significó que una distinguida editorial de Nueva York, Random House, pudiera distribuir en 1968 sin amenazas de censura ni enormes gastos legales la novela erótica de Philip Roth, El lamento de Portnoy. Hamling veía que las fronteras de la libertad de expresión en Estados Unidos no eran ampliadas por los editores prestigiosos del mundo literario de Nueva York, sino por editores déclassé de California como él mismo y Milton Luros y Sanford Aday, hombres que gastaron fortunas cada año en los tribunales luchando contra las sentencias de las brigadas antivicio, los agentes federales, los sheriffs del Sur, y que, al hacerlo, abrieron un territorio que luego sería explorado con más facilidad y con no menores beneficios por los prestigiosos editores de Philip Roth o Norman Mailer, William Styron o John Updike.

La alegría de Hamling con la decisión Redrup fue rápidamente neutralizada por la campaña nacional patrocinada por grupos como la CDL, que sitiaron al Congreso y al presidente Johnson con miles de cartas y telegramas protestando contra la liberalidad sexual del Tribunal Supremo de Earl Warren. Como reacción a esa protesta, dos congresistas y honorables miembros de la CDL —el senador Karl E. Mundt, de Dakota del Sur, y el congresista Dominick V. Daniels, de New Jersey— presentaron el proyecto que llevó a la formación de la Comisión Presidencial sobre Obscenidad y Pornografía, a la que le ordenaron estudiar, entre otras cosas, «el efecto de la obscenidad y la pornografía en el público, y especialmente en los menores de edad, y su relación con la criminalidad y otros comportamientos antisociales». Al principio la ACLU y otros elementos liberales se opusieron a la formación de la Comisión, a sabiendas de que ningún congresista liberal arriesgaría su carrera con los electores defendiendo «porquerías» y a sabiendas también de que inevitablemente la Comisión se convertiría en el instrumento de los conservadores que deseaban justificar sus ambiciones de censores en nombre de la «moral».

De este modo, las conclusiones que dos años después publicaría la Comisión —el informe que el padre Morton Hill denunciaría como una «Carta Magna del pornógrafo»— sorprenderían agradablemente a los defensores de la Primera Enmienda, así como alarmarían a la CDL. Los ánimos se caldearían aún más por la decisión de Hamling de publicar y distribuir su Informe Ilustrado adornado con decenas de fotos y dibujos orgiásticos. Ese fue el acto más osado de la carrera de Hamling, y entre las numerosas personas que se escandalizaron se encontraba su viejo amigo Hugh Hefner. Hamling se dio cuenta de la reacción de Hefner cuando Playboy se negó a hablar del Informe Ilustrado en su sección de crítica de libros, un rechazo que se explicaba en una carta dirigida al director editorial de Hamling, Earl Kemp, por parte del director editorial de Hefner, Nat Lehrman. Lehrman escribió sobre dicho libro:

Personalmente, lo encuentro muy informativo, pero no veo ninguna posibilidad de ocuparnos de él en Playboy. […] Nosotros no podemos escribir una crítica felicitándole simplemente por haber reunido una gran cantidad de pornografía con un texto sobre lo inocua que es esa pornografía. Hombre, no me hables de «valor de redención social». Supongo que si esas palabras del Tribunal Supremo caen alguna vez en desuso, tu versión del Informe Presidencial será la responsable.

Sinceramente, me entristece mucho lo que has hecho. El Informe Presidencial es uno de los documentos más importantes que jamás se hayan publicado sobre el tema de la censura. Es un avance tremendo y vosotros vais a echarlo todo a perder dando la impresión de que el mismo gobierno os ha provisto con las fotos para el texto. ¿Pensáis que la Administración de Nixon se va a quedar de brazos cruzados?

De cualquier modo […] pienso que vuestra ingenuidad va a contribuir a vuestra caída. Tendrías que hacer que Hamling reflexionara sobre el concepto griego de hybris.

Cuando Hamling vio la carta de Lehrman, se sintió traicionado. De pronto vio a Playboy y a Hefner como cobardes e hipócritas. Después de haber hecho una fortuna en la industria del sexo, Hefner parecía haberse vuelto conservador y estar a la defensiva, reaccionando quizá al hecho de que Nixon estaba ahora en la Casa Blanca y las campañas contra la obscenidad estaban recibiendo apoyo de las editoriales de la mayoría de los periódicos metropolitanos. En una carta a Hefner, Hamling escribió:

Que Playboy se ocupe o no de nuestro libro no es cuestión pertinente, y, por cierto, no tiene importancia. Lo que sí es pertinente, aunque también carezca de importancia, es la actitud insolente, por no decir desmesuradamente insolente, que expresa Lehrman. Debido a que el sujeto tiene un cargo editorial de primera magnitud, solo puedo pensar que hable en nombre de la dirección. Y ya que la dirección eres tú, entonces debemos aclarar este asunto para que pase por los canales apropiados.

Las palabras del Tribunal Supremo tan casualmente mencionadas —y formuladas categóricamente a principios y mediados de la década de 1960— de hecho se formularon fundamentalmente en decisiones que nuestras empresas llevaron a ese tribunal. Tu joven redactor no estaba en el asunto cuando se libraba la batalla. Ciertamente, no estaba presente la noche, en mi casa de Evanston en 1953, en que te dije a ti y a tu encantadora mujer, Millie, que no podías venderle sexo al público estadounidense. Un clásico error de juicio antes de que naciera Playboy, pero de acuerdo con las costumbres comerciales de la época. Entonces libraste tu batalla y Playboy fue condenado por el correo como publicación obscena y se le negó un permiso postal de segunda clase hasta 1957, cuando yo gané ese permiso para mi revista Rogue a través de la sentencia de un tribunal federal de Washington. Y a Playboy se le otorgó ese permiso sin batalla legal y como resultado de la mía propia.

Parece como si de algún modo tu personal sintiese que está sentado en una especie de cúspide olímpica que ellos mismos lograron, cuando la verdad es que otros, y nuestros esfuerzos en particular, cambiaron materialmente el ambiente legal mediante la aplicación de agallas y perseverancia. ¿Qué puede saber el señor Lehrman de «valor de redención social»? ¿Ha estado alguna vez en un juzgado federal donde se estaba determinando esa definición? Yo lo he hecho, como bien sabes. […]

En cuanto al informe, no es necesario que el señor Lehrman informe a mi empresa de su importancia. […] Por supuesto, el informe es importante. Al haber sido parte del mismo, lo sé muy bien. Y por esa misma razón lo publiqué. Lejos de la fachada superficial que presenta Lehrman, nosotros lo decimos en voz bien alta. Pero por esa razón la libertad de expresión es lo que es hoy día. Porque durante quince años la actitud de mis empresas ha sido clara y precisa. ¿De dónde piensa Lehrman que salió Playboy? ¿De la pequeñez de espíritu y conservadurismo de la sala de redacción de Esquire? […] ¿No sabe ese sujeto que tú trabajaste en la firma de Von Rosen en esa época (Publishers Development Corporation) y que Playboy nació de esa asociación?

Por tanto, te ruego que aclares a tu empleado el tema de la reseña de mi libro. Cuando me solicitaste personalmente ejemplares, te los envié, pensando que tu interés era sincero por haberte dado cuenta de la importancia cultural y de la polémica que sin duda provocaría. El informe es otro hito en el camino hacia la libertad intelectual. Nosotros hemos allanado gran parte de ese camino. Esta es una de las obras importantes. Pero no necesitamos tu ayuda. Nunca la necesitamos. Simplemente, pensé que al final estabas preparado para participar en el liderazgo que le corresponde a tu revista. Lamento haberme equivocado. No volverá a suceder.

Hugh Hefner no contestó, pero entre las respuestas que Hamling recibiría al informe en todo el país, figuró un auto de procesamiento presentado en contra de él en Dallas y San Diego por el fiscal general de Estados Unidos, John N. Mitchell por el que se acusaba a Hamling y a tres de sus empleados de distribuir y vender una edición «no autorizada» del Informe de la Comisión Presidencial sobre Obscenidad y Pornografía, y de ilustrar la obra con imágenes sexualmente obscenas.

Al cabo de una semana del anuncio de Mitchell, Hamling compró una página en el Los Angeles Times y en dos diarios de San Diego, donde criticó a la Administración de Nixon de intentar desviar la atención del pueblo estadounidense hacia la «amenaza pornográfica», y alejar de sus pensamientos «problemas como el desempleo, el hambre, la pobreza, la creciente crisis urbana, la educación, una política impositiva penosa y las guerras sin declarar en el extranjero. El dinero de los contribuyentes —continuaba diciendo el suelto publicitario— no se debe gastar en reprimir el pensamiento y las lecturas de los estadounidenses ni en castigar a los ciudadanos por criticar las acciones oficiales. El valioso tiempo de los tribunales no se debe perder en esos asuntos. El fiscal general y el gobierno deberían dedicar su tiempo y atención a los críticos problemas de la actualidad».

Aunque los procedimientos legales del gobierno contra Hamling empezaron convencionalmente en la ciudad donde residía este, librándole de los gastos extraordinarios de hacerlo en Dallas —donde el FBI había adquirido un ejemplar del Informe Ilustrado—, el juez federal con quien se enfrentó Hamling en San Diego, Gordon Thompson, había sido nombrado recientemente por Nixon, e incluso antes de que empezara el juicio, Hamling sintió que las circunstancias le eran adversas. En primer lugar, el juez Thompson rechazó la petición del abogado defensor de posponer un mes el juicio, lo que habría permitido que la lista de la que se sacaban los nombres de los miembros del jurado incluyera a jóvenes electores que podrían ser sexualmente más tolerantes que las personas mayores que había en la lista original del juzgado. Luego el juez se negó a la sugerencia de la defensa de que a cada jurado se le preguntara: «¿Es usted miembro de la CDL?», «¿Se considera usted profundamente religioso?», «¿Últimamente ha escuchado en su iglesia algún sermón sobre el tema de la obscenidad?».

Cuando el juicio comenzó en octubre de 1971, lo hizo con un jurado relativamente mayor de nueve hombres y tres mujeres; y para disgusto de Hamling, uno de los primeros testigos llamados a declarar fue un fanático simpatizante de la CDL y colaborador en la redacción del informe de la minoría de Keating, el doctor Melvin Anchell, que denunció el libro ilustrado de Hamling y el folleto como ejemplos de «lascivia» sin ningún valor. Los periódicos de San Diego que informaban sobre el juicio tampoco tuvieron mucha consideración con el libro ilustrado de Hamling refiriéndose a él como el «Informe Indecencia». La palabra «indecencia» apareció muchas veces en los titulares: «Caso de indecencia con obstrucciones legales», «El juez prohíbe la lectura del Informe Indecencia», «Tres expertos declaran en el juicio de la indecencia». Además, los redactores de San Diego concedieron más espacio a los testigos del gobierno que a los de la defensa. También fue preocupante para la defensa la decisión del juez Thompson de excluir el testimonio de uno de los testigos más importantes para Hamling —una joven que recientemente había completado una investigación en San Diego en la cual, después de haber mostrado a 718 ciudadanos el folleto de Hamling, descubrió que la inmensa mayoría opinaba que no se debía prohibir que la sociedad lo viera. El juez rechazó el estudio como fuera de lugar, ya que Hamling era procesado por un delito federal —contaminación del correo— y las pruebas debían relacionarse con las pautas sexuales del conjunto de la nación y no solo las de San Diego.

El juicio, que duró más de dos meses, terminó en diciembre de 1971 y el jurado tuvo muchas dificultades para llegar a un veredicto. Si bien las ilustraciones del libro de Hamling no podían ser más explícitas sexualmente, los miembros del jurado concedieron que las ilustraciones expresaban acertadamente lo que decía el Informe Presidencial; y las palabras del texto consistían casi por completo en la prosa difícilmente obscena y en las estadísticas de la Comisión. Sin embargo, el jurado fue menos ecuánime con los cincuenta y cinco mil folletos publicitarios que Hamling había enviado por correo. Aunque el folleto reimprimía un ejemplo de las ilustraciones pornográficas que había en el libro, no incluía ninguna cita de fragmentos del informe y, en cambio, atacaba al presidente Nixon por haber rechazado las recomendaciones de la Comisión. Esta combinación había ofendido por lo menos a una decena de ciudadanos que lo habían recibido por correo y que se habían quejado oficialmente. De ese modo, después de seis días debatiendo en secreto, el jurado decidió que el folleto, pero no el libro, era posiblemente obsceno. Basándose en esa decisión, el juez Thompson llamó a Hamling a comparecer ante el estrado en febrero de 1972 para condenarle a cuatro años de prisión y multas que alcanzaban los 87.000 dólares. El jefe de redacción de Hamling, Earl Kemp, recibió una condena de tres años, mientras que los dos empleados subordinados recibieron condenas en suspenso y quedaron en libertad provisional por cinco años.

Hamling quedó horrorizado y amargado por la condena, pero cuando consiguió la libertad bajo fianza no se sintió completamente derrotado. Él y sus abogados quisieron llevar el caso al Tribunal de Apelaciones del noveno circuito de California y si fracasaba allí, llegar al Tribunal Supremo de Estados Unidos, donde los libros de Hamling habían tenido éxito en el pasado.

En junio de 1973, el Tribunal de Apelaciones hizo pública su opinión sobre Hamling; poniéndose de parte del tribunal de primera instancia, confirmó la culpabilidad de Hamling. Sin embargo, dos semanas después, cuando los abogados de Hamling preparaban las peticiones de apelación al Tribunal Supremo, Hamling recibió unas noticias que consideró más sombrías que nada de lo que había oído en todos sus años de editor: el Tribunal Supremo había alterado de repente su definición de obscenidad de manera que dejaban una espada de Damocles sobre las cabezas de los pornógrafos. En una sorprendente decisión de cinco contra cuatro, en gran parte dictada por los jueces nombrados por Nixon —Burger, Blackmun, Powell y Rehnquist, más el juez White, nombrado por Kennedy—, el Tribunal Supremo había apartado expeditivamente de la letra de la ley la frase «absolutamente sin valor de redención social» que había sido el cabo de salvación favorito de las apelaciones. Como resultado de la nueva ley, hecha pública el 21 de junio de 1973, cualquier fiscal dispuesto a prohibir una obra sexual ya no tenía que probar que carecía «completamente de valor»; simplemente tenía que carecer de un «serio valor literario, artístico, político o científico» para ser considerado obsceno. Todas las tendencias liberales de los últimos tiempos —«Redrup contra Nueva York», «Memoirs contra Massachusetts», «Jacobellis contra Ohio»—, quedaban ahora anuladas por la nueva opinión escrita por el presidente del Tribunal Supremo Warren Burger. Y el caso que le llevó a él y a sus colegas conservadores a endurecer la ley de obscenidad involucró a un pornógrafo que había sido enjuiciado por hacer circular unos folletos de publicidad calculadamente obscenos que había enviado por correo.

El pornógrafo condenado era Marvin Miller, de Los Ángeles, hombre al que William Hamling conocía muy bien por su reputación. Miller había amasado millones de dólares recientemente con la distribución de películas clasificadas X para ser vistas en las casas, revistas de fotos pornográficas y libros eróticos; y al igual que tantos otros estadounidenses acusados de ediciones escandalosas —como Hamling, Hefner, Barney Rosset de Grove Press, David S. Alberts, un convicto comerciante de productos de venta por correo, y Ed Lange, el propietario de un campo nudista de Los Ángeles que había sido el principal fotógrafo de la mujer más fotografiada desnuda de la historia, Diane Webber—, Marvin Miller había nacido y crecido en la ciudad de Chicago. Era como si esa ciudad tan fuertemente irlandesa y católica estuviera destinada a dar hijos sexualmente obsesos, la mayoría de los cuales se exiliarían a medios más liberales. Chicago era el Dublín de Estados Unidos.

Marvin Miller era hijo de un taxista de Chicago que había muerto meses antes del nacimiento de Marvin en 1929. Después de vivir cinco años de la asistencia social con su pobre madre, una inmigrante rusa, Marvin Miller fue arrestado a los seis años por robar en una panadería y se le envió a un instituto judío para niños. A partir de entonces la mayor parte de la adolescencia de Miller transcurrió en orfanatos y escuelas públicas estatales, donde sus superiores le reconocían invariablemente una gran inteligencia —una imparable ambición, como diría él años después en un informe sobre la libertad condicional— y su «capacidad para los negocios».

Después de abandonar en el primer curso la Universidad de Chicago, Miller trabajó como comerciante de metales de desecho, vendedor de moquetas, responsable de lavandería, agente de Bolsa y gerente de una compañía de toallas y sábanas de Los Ángeles, donde a principios de la década de 1950 fue condenado por falsificar documentos de la empresa y estafar más de 35.000 dólares. Por estas y otras acusaciones, incluyendo las acusaciones de pirómano, Miller se convertiría en un frecuente visitante de las cárceles de California, donde siempre observaba un comportamiento ejemplar, pero donde los consejeros penales le consideraban un estafador innato, un hombre de cierta simpatía, pero con poco sentido de cómo funcionaba el sistema social y aún menos en lo que concernía a aquello que podía crearle problemas.

Tras su puesta en libertad en 1961, con el tiempo se hizo famoso en los círculos pornográficos de Los Ángeles como editor pirata, una distinción que al principio se ganó copiando y publicando en serie el clásico victoriano Mi vida secreta, por el cual Grove Press, de Nueva York, acababa de pagar 50.000 dólares a un coleccionista alemán al adquirir lo que suponían los derechos exclusivos de publicación en Estados Unidos. Pero Miller, sin decir una palabra a nadie, publicó la obra por entregas en diez números de una revista que se vendía por 1,25 dólares en los quioscos. Cuando Barney Rosset, de Grove Press, demandó a Miller por violar sus derechos, un juez de California se encontró en la extraña situación de tener que mediar en una disputa en la que estaban envueltos dos hombres a quienes le hubiera gustado enviar a prisión. Pero debido a que Mi vida secreta había sido del dominio público indiscutiblemente (aunque hasta entonces ilegal) desde mucho antes de que Grove Press, ante la decisión sobre el caso Roth, decidiera publicarlo en una edición lujosa de dos volúmenes, técnicamente Miller estaba a cubierto del litigio de Grove Press y la única manera en que Rosset podía hacer que Miller dejara de vender el texto en su revista era pagarle a Miller una suma considerable, aparte de todo litigio, que es lo que hizo Rosset de mala gana.

La breve buena suerte de Miller cambiaría cuando empezó a enviar por correo miles de folletos publicitarios promocionando diversos productos que quería vender. Entre ellos, había un libro de 3,25 dólares de desnudos de modelos masculinos titulado I, a Homosexual; un libro de gran formato que costaba 10 dólares titulado The Name is Bonnie, que prometía veinticuatro fotografías en color de una rubia desnuda; otro libro de fotos de 10 dólares, Africa’s Black Sexual Power, que mostraba a una pareja negra en pleno coito; un volumen de 15 dólares, An Illustrated History of Pornography, que consistía en 150 reproducciones de obras de arte erótico, incluyendo algunas de las colecciones de Somerset Maugham y del rey Faruk, y una película clasificada X en 8 mm, titulada Marital Intercourse que valía 50 dólares.

Los nombres de quienes recibieron los folletos de Miller habían sido proporcionados por una agencia de Los Ángeles —una compañía que se especializaba en hacer listas de clientes de compras por correo cuyos nombres habían sido clasificados según el tipo de productos que habían comprado en el pasado, lo cual podía haber sido cualquier cosa, desde herramientas de jardinería hasta piezas de recambio para coches antiguos—. Para proteger las listas, la compañía no revelaba los nombres de los que tenían varios «intereses especiales», sino que asumía mejor toda responsabilidad por el envío del material publicitario y cobraba al fabricante 100 dólares por cada 1.000 nombres. Marvin Miller pidió el uso de unos 300.000 nombres, lo que le costó unos 300.000 dólares y, si bien todos los nombres estaban clasificados en la lista «X» e «Y», es decir, que se trataba de personas que en algún momento habían comprado productos para «adultos», en realidad no había manera de estar seguro de que los folletos de Miller no cayeran en manos equivocadas, ya que las listas de material erótico de toda la nación estaban llenas de seudónimos de los inspectores postales y de los espías de las sociedades moralistas.

Por lo tanto, no resultó ninguna sorpresa que la campaña publicitaria de Miller provocara pronto varias quejas a la policía, aunque hasta entonces, en lo que se refería a la ley, no tenía importancia determinar quién abría la correspondencia. El material de Miller era obsceno según el veredicto de un tribunal californiano, y a él se le encontró culpable de un delito por el que luego sería castigado nada más y nada menos que por el mismísimo presidente del Tribunal Supremo, Warren Burger. En su sentencia histórica en el caso «Miller contra California», Burger escribió: «El apelante llevó a cabo una campaña postal a fin de dar publicidad a la venta de libros ilustrados, eufemísticamente llamados material para “adultos”». Burger añadió en una nota a pie de página: «El material que discutimos en este caso se define más precisamente como “pornografía” o “material pornográfico”. La palabra “pornografía” deriva del griego (porne, “prostituta”, y grafos, “escritura”), y ahora significa: “1: una descripción de las prostitutas o de la prostitución; 2: una descripción (tanto por escrito como en dibujos) de la lujuria o la lascivia: una descripción del comportamiento erótico destinada a provocar excitación sexual”, del Webster’s New International Dictionary. El material pornográfico que es obsceno forma un subgrupo de toda expresión “obscena”, pero no el conjunto, al menos tal como se usa en la actualidad la palabra “obscena” en nuestro idioma. Notamos, en consecuencia, que las palabras “material obsceno”, tal como se utilizan en este caso, tienen un específico significado judicial que deriva del caso Roth, es decir, material obsceno que “trata de sexo”».

Incluso antes de que el caso Marvin Miller llegara al Tribunal Supremo, hacía tiempo que Warren Burger había superado su capacidad de tolerancia por la manera en que el sexo se estaba presentando en revistas y libros, películas y espectáculos, no solo en las grandes ciudades del Este y de la Costa Oeste, sino también en las pequeñas comunidades del Medio Oeste y de Minnesota, donde Burger había sido criado en el seno de una familia de severas creencias religiosas y gran rectitud moral. En el último año, en casi todos los estados del país proliferaban salones de masajes, bares de camareras desnudas y semidesnudas y las películas como Garganta profunda, un filme de sesenta y dos minutos de duración en el que cincuenta de ellos se dedicaban a escenas de sexo en grupo, felaciones, cunnilingus, masturbación femenina, sodomía, coito heterosexual y eyaculación. No solo millones de hombres vieron la película, sino que también llevaron a sus esposas y novias. Garganta profunda fue la primera película pornográfica vista por grandes cantidades de parejas, muchas de las cuales se habían sentido atraídas a ver esa producción que había sido atacada regularmente por grupos antivicio en todo el país en un enérgico pero inútil esfuerzo por prohibir por completo su proyección.

Pero ahora, en el caso Marvin Miller, el presidente del Tribunal Supremo Burger, junto con los demás miembros conservadores del tribunal, tenía por fin la oportunidad de expresar su indignación sobre la apertura sexual en Estados Unidos y de exorcizar el espíritu permisivo que habían creado sus predecesores judiciales en los años sesenta. Ya no habría posibilidades para que los pornógrafos justificaran sus obras obscenas con la simple inclusión en la portada de sus libros inmorales de «una cita de Voltaire», declaró Burger, y, ampliando su opinión sobre el tema, dijo: «La conducta o expresiones de conducta que el poder de la policía estatal puede prohibir en una calle pública no quedan automáticamente protegidas porque la conducta se lleve a cabo en un bar o en el escenario “en vivo” de un teatro, del mismo modo que la actuación de un hombre y una mujer abrazados sexualmente en pleno mediodía en Times Square no está protegida por la Constitución porque al mismo tiempo se lancen a un diálogo político válido».

La nueva ley sobre la obscenidad, recalcó Burger, también significaba que lo que aún podía ser legal en las salas de cine y las aceras de Times Square y Sunset Boulevard no necesariamente debía influir la forma en que interpretaban las leyes los magistrados de pueblos pequeños o los sheriffs del Sur, ya que ahora «las normas de la comunidad» en vez de las «normas nacionales» predominarían en todos los casos de obscenidad que apelaran a la Primera Enmienda. Más específicamente, eso significaba que una revista como Playboy (cuyos patrocinadores publicitarios suponían que Playboy estaría presente cada mes en los pueblos pequeños tanto como en las grandes ciudades) o una importante película erótica como El último tango en París (que, al tener a Marlon Brando como protagonista, se podía anticipar que llegaría a tener una gran taquilla) podían encontrar sus mercados cerrados por la censura en aquellas poblaciones o ciudades donde grupos organizados de vigilantes ejerciesen presión en los políticos locales y la policía para que se respetase las «normas comunitarias» de moralidad. Por último, en lo que en realidad era un repudio del informe de la Comisión Presidencial sobre Obscenidad y Pornografía, el juez Burger escribió: «Aunque no existe una prueba determinante en cuanto a una relación entre comportamiento antisocial y material obsceno, una legislatura puede determinar razonablemente que esa relación existe o podría existir».

La opinión de Burger, que llenó los titulares de los periódicos de todo el país, fue aplaudida con gran entusiasmo por congresistas que representaban comunidades conservadoras, y por clérigos y cruzados civiles como Charles Keating, que hizo una declaración que se publicaría luego en el National Decency Reporter: «Durante más de quince años, desde que fundé la CDL, los pornógrafos han hecho lo que han querido con el pueblo estadounidense, llenando este país con una oleada inmensa de basura y desviándola al sendero de la corrupción moral y la decadencia. Su razón era el dinero. Muchísimo dinero. Miles de millones de dólares. Y por ese dinero estaban dispuestos a vender su propio país, a sus compatriotas y a nuestros hijos, esclavizándonos a la bajeza sexual. Esos comerciantes de albañal envolvían su sucia mercancía con la bandera de Estados Unidos y se escondían tras la Constitución. Trataron de utilizar ese gran documento que liberara las mentes y los espíritus de los hombres como un medio para esclavizar a los hombres y prostituir a las mujeres de Estados Unidos. Esos años sórdidos han quedado a nuestras espaldas. Un día muy cercano volveremos la mirada con escándalo sin poder creer a las profundidades a que nos dejamos llevar en nombre de la “libertad”. Pero —continuaba diciendo el editorial de Keating— ahora es nuestro turno. La gente decente de Estados Unidos, apoyada por el Tribunal Supremo de Estados Unidos, va a declarar una guerra santa, sí, santa, contra los mercaderes de la obscenidad. A partir de este mismo día, no descansaré, y nadie relacionado con la CDL descansará, hasta que cada pornógrafo de Estados Unidos se quede fuera del negocio o esté en la cárcel, o ambas cosas».

Entre los que discreparon con la opinión de Burger, hubo cuatro de sus colegas en el tribunal —Douglas, Stewart, Brennan y Marshall— y varios editores de periódicos metropolitanos que anteriormente habían apoyado las campañas contra la indecencia, sin darse cuenta de la relación existente entre sus derechos a la Primera Enmienda y los derechos de los comerciantes de lo erótico. La opinión de Burger, manifestó The New York Times en su editorial de ese día, da «licencia a los censores locales. Como teme el juez Douglas, puede desencadenar “ataques a librerías”. A la larga, hará de cada comunidad local y de cada estado el árbitro de la aceptabilidad, por tanto, ajustando toda producción literaria, artística o de espectáculo relacionada con el sexo al común denominador más bajo de la tolerancia. La moralidad policial y de los juzgados tendrá su día de fiesta».

A los pocos días de la decisión de Burger, funcionarios estatales de Utah anunciaron que El último tango en París, cuya proyección estaba prevista en Salt Lake City, sería prohibida; en Hollywood, dos estudios que habían estado negociando para filmar el libro de Hubert Selby sobre homosexuales de la clase obrera, Last Exit to Brooklyn, abandonaron abruptamente el proyecto. «No queremos producir juicios legales, queremos producir películas», explicó un ejecutivo. Jack Valenti, de la Motion Picture Association of America, se lamentó de que la nueva decisión del tribunal pudiera «crear cincuenta o más opiniones fragmentarias sobre lo que constituye la obscenidad», mientras que otros portavoces de la industria predijeron que los grandes productores de cine, y directamente todos los que trabajaban en televisión, se volverían menos «adultos» y más inquietos cuando tuvieran que lidiar con temas censurables.

Playboy, Screw y otras publicaciones de orientación erótica modificaron rápidamente sus portadas, y ante los sex shops de todo el país hubo largas colas de clientes que compraban grandes cantidades de productos, temerosos de que en cualquier momento quedaran prohibidas para siempre. «El efecto inmediato de la decisión —dijo Bob Guccione, de Penthouse— será obligar a la clandestinidad a una industria multimillonaria. Y eso significa ganancias ilegales y delitos en el verdadero sentido de la palabra. Es lo mismo que una vuelta a la Prohibición.» Linda Lovelace, la estrella de Garganta profunda, declaró a la prensa: «La última persona que inició la censura fue Adolf Hitler. El paso siguiente será que golpeen a vuestras puertas y os quiten el televisor y la radio».

Entre los novelistas que expresaron su preocupación acerca de la decisión de Burger —un grupo que incluía a Kurt Vonnegut, Truman Capote y John Updike—, Joyce Carol Oates veía la decisión como sintomática de una sociedad militante que estaba parcialmente frustrada porque ya no podía dar rienda suelta a su agresividad en Vietnam. «Cuando Estados Unidos no tiene una guerra —explicó la novelista—, el deseo puritano de castigar a la gente tiene que expresarse en el mismo país.»

William Hamling leyó ávidamente las respuestas de otras personas sobre el tema de la obscenidad, pero a lo largo del verano de 1973, mientras su caso se acercaba a su fin, se preguntó cómo le afectaría concretamente la ley cuando ocupara el lugar de Marvin Miller en la gran sala de justicia de Washington. Tenía la esperanza, ya que inicialmente el juez de San Diego le había condenado basándose en normas nacionales y no comunitarias —y ya que existían estudios comprobados que demostraban que las normas de San Diego eran más liberales sexualmente que las nacionales en su conjunto—, de que al menos conseguiría un nuevo juicio debido a la interpretación en el caso Miller. Pero la petición hecha en 1973 y 1974 por los abogados de Hamling para que se revisara su caso no logró un nuevo juicio ni una reducción de la severa condena a cuatro años de cárcel y a 87.000 dólares de multa.

El 15 de abril de 1974, una ventosa mañana de lunes en Washington, junto con su esposa y su hija, William Hamling subió los escalones de mármol blanco del edificio del Tribunal Supremo hacia la entrada principal que llevaba a la sala donde nueve hombres eminentes expresarían su decisión sobre el caso «Hamling contra los Estados Unidos de América».