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Sandstone y lo que John Williamson intentaba crear no eran muy diferentes de la comunidad idealizada que se describe en Forastero en tierra extraña, la novela de ciencia ficción de Robert Heinlein, en la cual un grupo de hombres y mujeres viven en aislada comodidad, nadan juntos desnudos en una piscina de agua cálida, hacen el amor entre sí sin sentir vergüenza ni culpa, y desafían el noveno mandamiento porque, como explica el protagonista del libro, «no hay necesidad de codiciar a mi mujer. ¡Ámala! Su amor no tiene límites…».

Pero mientras Williamson concedía una similitud temática entre la novela y sus propias ambiciones en Sandstone, rechazaba el libro como fuente de inspiración, considerándolo fundamentalmente como una más de las expresiones y evocaciones simplistas de un deseo poderoso y auténtico que durante siglos había consumido a ciertos hombres, básicamente, la esperanza de revivir dentro del contexto de la cultura occidental el espíritu de amor festivo y sexo alegre que provenía de los ritos paganos de fertilidad, que existía entre los primeros cristianos antes de la influencia oscurantista de la Iglesia medieval, con su énfasis en el pecado y la culpa.

Un hombre con quien Williamson podía identificarse era el pintor holandés del siglo XV Hieronymus Bosch, que formaba parte de un grupo de libertinos conocido como los Hermanos y Hermanas del Espíritu Libre, una secta erótica que se consideraba descendiente directa de Adán y Eva; practicaban sus ritos desnudos en iglesias secretas que denominaban Paraíso y, si bien se permitían el sexo en grupo, lo consideraban una experiencia de amor compartido y no una orgía impersonal. Al considerar el celibato de curas y monjas como contra natura, y en desacuerdo con la noción de que el placer sexual era una fuente del pecado original, los Hermanos y Hermanas del Espíritu Libre, a veces llamados adamitas, fueron liquidados finalmente durante la Inquisición, aunque el recuerdo de sus reuniones desnudos pervive en las pinturas de Hieronymus Bosch.

Más próxima a Williamson en tiempo y espacio estaba la utopía del siglo XIX llevada a cabo en Oneida, en el estado de Nueva York, fundada por un teólogo radical que, junto con su esposa, practicaba el amor libre con sus amigos íntimos y que durante treinta años llevó a cabo una política de «perpetuo noviazgo» con numerosas amantes en una propiedad dichosa y recluida que él identificaba como el paraíso en la tierra. En medio de la propiedad había una impresionante mansión que habían construido él y sus seguidores, lo bastante grande como para alojar a cien personas. Alrededor había otros edificios que servían como dormitorios y escuelas para la numerosa comunidad infantil de Oneida, y fábricas donde los miembros de la comunidad mantenían negocios prósperos, uno de los cuales, la empresa de cucharillas de latón Oneida, fundada en 1870, perduraría y se convertiría en una corporación multimillonaria en el siglo XX.

El fundador de la comunidad de Oneida, John Humphrey Noyes, era un digno autócrata con una barba pelirroja bien cuidada que había estudiado para el ministerio eclesiástico en el Seminario Teológico de Andover y la Yale Divinity School durante la década de 1830, pero sus numerosas diferencias con sus superiores eclesiásticos acerca de su interpretación de la Biblia hicieron fracasar su ordenación y le relegaron a una vida de predicador renegado.

Lo que más molestaba a los líderes religiosos de Nueva Inglaterra eran las opiniones de Noyes sobre el sexo y el matrimonio y su afirmación de que la Biblia aboga por el amor comunal y el coito carnal entre todos los auténticos creyentes en Dios. En vez del matrimonio monógamo, que Noyes consideraba una manifestación de egoísmo y posesión que reducía la capacidad de extender el amor a los demás, tenía la visión de un «matrimonio complejo», un acuerdo por el cual un grupo armónico de hombres y mujeres vivían, trabajaban juntos y hacían el amor mutua y regularmente, aunque jamás de forma exclusiva. Ellos eran los padres colectivos de todos los niños nacidos en la comunidad. En un esfuerzo por limitar los nacimientos a un número que la comunidad pudiera mantener, y también a fin de fortalecer el placer sexual de las mujeres sin temor a los embarazos imprevistos o a los peligros del parto, Noyes exhortaba a los hombres a no eyacular durante el coito, salvo en aquellas ocasiones en que él había aprobado previamente el deseo de una pareja de tener hijos, o cuando él mismo había elegido a una pareja dispuesta a procrear.

La incursión de Noyes en la eugenesia y su convincente poder sobre los actos sexuales de los demás solo fue posible porque sus fieles le aceptaban como un mediador inspirado de la voluntad de Dios. Era su mesías, un erudito majestuosamente distante que les prometía la salvación del pecado, así como una continua prosperidad, salud y placer sexual con distintas personas. Afirmaba que la vida con alegría conducía al bien: «El hombre más feliz es el mejor y hace el máximo bien». Refiriéndose a la hipocresía que prevalecía en el mundo exterior, declaraba: «Avergonzarse de los órganos sexuales es avergonzarse de la creación de Dios… La reforma moral que proviene del sentimiento de la vergüenza intenta llevar a cabo una guerra sin esperanza contra la naturaleza».

Pero la aprobación del placer de John Humphrey Noyes no significaba que tolerase el hedonismo o la vagancia. Se esperaba de todos los hombres y las mujeres de la comunidad que trabajasen seis días a la semana en la granja, en la mansión, en la escuela o en una de las numerosas empresas de Oneida. Todo el dinero ganado con la fabricación y venta de los productos hechos en la comunidad —en 1866 solo la fábrica de trampas para animales recaudó 88.000 dólares— pasaba a la tesorería común que mantenía el alto nivel de vida de la comuna.

Los médicos residentes proporcionaban cuidado médico y dental; toda la ropa la hacían y arreglaban los sastres y costureras de la comunidad; cada día se servían dos y hasta tres comidas en el inmenso comedor de la mansión. En el sótano había un baño turco y en los extensos jardines de la propiedad de ciento diez hectáreas había campos de croquet y de béisbol. Se navegaba y pescaba en el lago Oneida, se nadaba en el estanque y había ensayos musicales y teatrales con la orquesta de veintiún miembros y la compañía teatral. Los fines de semana se celebraban bailes en el salón de la casa principal.

Se exigía que cada niño asistiera a la escuela comunal hasta cumplir los dieciséis años. Algunos de los más ambiciosos eran enviados a Yale y Columbia, donde estudiaban medicina, derecho e ingeniería. Tras licenciarse, algunos volvían a vivir y trabajar dentro de la comunidad en expansión. Cuando Noyes creía que algunos de los jóvenes ya eran lo suficientemente maduros para tener su primera experiencia sexual, había mujeres que se ofrecían como voluntarias para compartir sus camas con los adolescentes, mientras que Noyes u otros ancianos elegidos por él iniciaban a las vírgenes. Además de contentar a los ancianos, Noyes creía que ese sistema ofrecía a las jóvenes el beneficio de tener amantes más experimentados. Debido a que los hombres mayores ya habían dado pruebas de ser fieles a la política de Noyes de «continencia varonil», había pocas posibilidades de embarazos no deseados. Aunque se permitía a los más jóvenes gozar del sexo dentro de su grupo de edad, existía una constante presión comunal contra cualquier signo de amor «exclusivo». Al igual que los demás miembros de la comunidad, cada uno debía compartir su propio cuerpo; la posesión de cualquier especie era considerada contraria al espíritu comunal y a la voluntad de Dios.

En las guarderías y los lugares de juegos, los niños aprendían muy pronto que no podían reclamar la propiedad de ningún juguete en especial; todos los juguetes tenían que compartirse. Cuando los supervisores notaban que las niñas se encariñaban con algunas muñecas, cuidándolas, hablándoles, llevándoselas a la cama de noche, se hacían esfuerzos por reprimirlas caricaturizando el papel tradicional de la madre. Se les recordaba que las muñecas eran falsas imitaciones de la vida y que esas preocupaciones no honraban los ideales de las mujeres de Oneida.

Las principales mujeres de la comuna no consideraban que el objetivo fundamental de la vida fuese dar a luz y cuidar de la casa, estaban de acuerdo con Noyes en que las mujeres casadas en el mundo exterior a menudo con demasiada frecuencia solo eran «esclavas de la procreación». Estas mujeres tenían como objetivo su crecimiento espiritual, la emancipación personal y el desarrollo intelectual. Noyes las alentaba a que asistieran a clases de educación para adultos que se impartían cada noche en la mansión, y a utilizar la biblioteca comunal de cuatro mil volúmenes. Usaban faldas cortas y pantalones, se cortaban el pelo y asumían un estatus igual al de los varones en lo relativo a los papeles y deberes en la comunidad. Hacían turnos con los hombres en las fábricas y en la cocina. Y si bien compartían por igual el afecto por todos los niños de Oneida, creían que la predilección de las niñas por las muñecas, esas figurillas de cera con caras pintadas y cuyos vestidos reflejaban el gusto del mundo exterior, introducía un espíritu indeseable que había que exorcizar de algún modo.

Una mujer, una maestra, recomendó como solución que se las apilara, se les quitara la ropa y se echaran al fuego para «arder en una alegre fogata». Luego la sugerencia fue considerada por un comité a cargo de la guardería de los niños y los niños fueron reunidos para tratar el problema. Alentados por sus mayores, los niños acordaron unánimemente quemar las muñecas, mientras que las niñas, con ciertas reservas, por último accedieron. Una de las niñas que entregó su muñeca recordaría en una memoria escrita muchos años después del incidente la escena de aquel aciago día de 1851: «A la hora señalada, todas formamos en círculo alrededor del horno, llevando cada niña en brazos a su muñeca favorita, y marchamos al compás de una canción. Cuando llegamos a la puerta de la estufa, arrojamos nuestras muñecas en las llamas de maligno aspecto y las vimos morir ante nuestros ojos».

John Humphrey Noyes consintió personalmente la quema. «El espíritu de amor a las muñecas —declaró— es una especie de idolatría y debería clasificarse al mismo nivel que la adoración de las imágenes talladas.» Y Noyes habría expulsado con la misma facilidad a cualquier miembro de la comunidad que hubiera insistido en demostrar actos de amor «exclusivo», ya se tratase de una madre con su hijo o de una pareja romántica. «El nuevo mandamiento —escribió Noyes— es que nos amamos los unos a los otros… no en parejas, como en el mundo, sino en masa.» Un miembro obediente y temeroso de Dios de Oneida no podía ser privado de amor y atención debido al egoísta vínculo de relación consanguíneo entre parientes o las pasiones posesivas de una pareja determinada. Noyes insistió: «Los corazones deben estar libres para amar todo lo que sea honesto y valioso». Después de que un hombre confesara a Noyes que estaba desesperadamente enamorado de una mujer, Noyes comentó con impaciencia: «Tú no la amas, tú amas la felicidad».

Las opiniones heterodoxas de Noyes sobre el amor y el matrimonio no eran el resultado de una infancia poco convencional, ya que la familia próspera y prominente de Vermont en cuyo seno nació en 1811 en Brattleboro no tenía absolutamente nada de excéntrica. La madre de Noyes, Polly Hayes, era una mujer inteligente y educada con finura que descendía de la familia de Nueva Inglaterra que engendraría al decimonoveno presidente de Estados Unidos, Rutherford B. Hayes; y su padre, John Noyes, que había sido maestro (había sido tutor de Daniel Webster), clérigo y hombre de éxito en los negocios respectivamente, resultó elegido para el Congreso con los votos del sur de Vermont cuando John Humphrey Noyes tenía cuatro años de edad.

Cuando era niño, Noyes gozaba de popularidad entre sus compañeros, le encantaba la vida al aire libre y los deportes y era también un estudiante diligente que, al igual que su padre, se graduó con honores en el Dartmouth College. Al dejar la vida universitaria en 1830 con la intención de estudiar derecho, Noyes se sintió atraído en cambio por el dramatismo y convicción de ciertos pastores que, cerca de su casa y en toda Nueva Inglaterra, desafiaban en nombre de Dios la interpretación tradicional de la Biblia y atacaban en especial la doctrina calvinista de la miseria humana y la prevalencia del pecado y la predestinación. Algunos de esos pastores llegaban a sugerir que la gente, después de una auténtica conversión, podía elevarse por encima del pecado y lograr la perfección en la tierra, una posibilidad que no solo atraía a grandes audiencias, sino que también parecía factible en ese período posterior a la guerra revolucionaria, aunque todo parecía posible. Era un momento de gran entusiasmo y optimismo en Estados Unidos; la joven nación, después de haber cortado sus lazos oficiales con la madre patria, era ahora libre de expandirse y explorar más profundamente en sus inmensidades y en su propia conciencia, reconsiderando su pasado puritano y buscando el control de su propio destino.

Un hombre llamado Joseph Smith, hijo de un pobre granjero de Nueva Inglaterra, afirmó en 1827 haberse comunicado con el ángel Moroni. Como resultado de esa y otras revelaciones, Smith fundó el mormonismo y predicó la poligamia hasta que en 1844 una muchedumbre enfurecida entró en la cárcel donde estaba detenido y lo linchó. Smith fue sucedido como profeta por un ex pintor de brocha gorda y vidriero llamado Brigham Young, que trasladó la religión al Oeste, a Utah, donde la secta floreció y permitió a Young mantener a sus veintisiete esposas.

Un pastor luterano, George Rapp, había revelado años antes en Pensilvania que le había visitado el arcángel Gabriel. De ese modo, tuvo la inspiración suficiente para reunir a ochocientos fieles que trabajaban contentos y sin egoísmo mientras practicaban el celibato dentro de un paraíso agrícola llamado Harmony.

Una abolicionista, hija de prósperos padres escoceses llamada Frances Wright, fundó en 1826 una comunidad cerca de Memphis bautizada como Nashoba, una finca de ochocientas hectáreas en la que trabajaban juntos blancos y negros y se les permitía dormir juntos. Muchos lo hicieron hasta que por los alrededores empezaron a correr rumores de relaciones sexuales que provocaron polémica y que, junto con las continuas pérdidas económicas que producía la finca, obligó a que el grupo se dispersase en 1830. Aparte de oponerse a la esclavitud, Frances Wright también era conocida por sus conferencias y escritos críticos contra la religión organizada y la institución matrimonial. «En la vida de casados —declaró—, la mujer sacrifica su independencia y se transforma en parte de la propiedad de su esposo.»

Opiniones similares sobre el matrimonio fueron expresadas con frecuencia a mediados del XIX por otras activistas, así como por mujeres que habitaban en pequeñas comunas de amor libre que existían en el estado de Nueva Inglaterra y en poblaciones como Berlin Heights, en Ohio. A veces la libertad sexual era fomentada en las comunas «fourieristas», grupos de personas que buscaban la utopía, no a través del comunismo, sino del capitalismo, inspirados en las obras de un idealista extravagante llamado Charles Fourier, aristócrata francés.

Antes de su muerte en París en 1837, Fourier había dado conferencias y publicado libros en los que sostenía que la naturaleza destructiva y el egoísmo innato del hombre del siglo XIX no se podían neutralizar ni hacer compatibles con los altos ideales del capitalismo mundial a menos que se alterara radicalmente el sistema de la civilización occidental. Fourier proponía que los líderes nacionales dividieran las poblaciones de su país en grupos separados de aproximadamente mil seiscientas personas; cada grupo viviría y trabajaría en una especie de gran hotel industrial denominado «falansterio», que satisfaría las necesidades personales y profesionales de los ciudadanos.

Idealmente, semejante falansterio tendría seis plantas de altura, estaría alegremente decorado y cómodamente equipado, con alas separadas para los lugares de trabajo y otras para actividades domésticas y sociales. Mientras los regentes supervisarían los beneficios económicos de cada falansterio, los individuos harían los trabajos que mejor conocieran, aunque se haría una rotación periódica para evitar el aburrimiento. Todos recibirían un salario mínimo y posiblemente otro más elevado de acuerdo con su mayor talento o productividad. El coste del alquiler de los falansterios variaría, dependiendo del tamaño y de los lujos. Si los inquilinos deseaban ocupar los apartamentos más caros pero no podían pagar el alquiler, podrían pagar la diferencia con más horas de trabajo. Si bien se fomentaría la movilidad social mediante una mayor productividad, ningún miembro de una comunidad fourierista podría ser marginado socialmente por su bajo rendimiento laboral. Tampoco podría consentirse que un miembro de la comunidad tuviera una frustración o privación sexual. Hasta los menos atractivos físicamente tenían garantizado un «mínimo sexual» con las «santas eróticas» que estarían disponibles en habitaciones privadas dispuestas para ese propósito.

Fourier no fomentaba la monogamia de las parejas; él también creía que el núcleo familiar era perjudicial para la utopía porque promovía el sentimiento de posesión, el nepotismo, la introversión y una estrecha visión de la vida que oscurecía la visión de la grandeza humana. Aunque durante su vida Fourier no pudo reunir el capital suficiente para construir siquiera un solo falansterio, algunas de sus ideas fueron consideradas meritorias e incluso prácticas por influyentes estadounidenses como Albert Brisbane, que había conocido a Fourier en París y cuyo libro El destino social del hombre hizo que el director del New York Tribune, Horace Greely, conociera a Fourier. Asimismo, invitó a Brisbane para que usara las columnas del New York Tribune para popularizar las teorías y fantasías de Fourier. De ese modo, el fourierismo se convirtió en una moda menor en Estados Unidos.

A principios de la década de 1840, decenas de experimentos basados en Fourier fueron llevados a cabo por varios utopistas, escapistas y defensores del amor libre. Ocupando grandes casas desvencijadas en remotas fincas rurales o en las cercanías de ciudades y pueblos del noroeste, el Medio Oeste y hasta Texas, hubo grupos que trataron de crear una forma de vida colectiva mediante la horticultura, pequeños negocios, la artesanía e industrias ligeras, pero muy pocas de esas asociaciones sobrevivieron más de dos años porque no disponían de capital, estaban ineficazmente organizadas y pronto se disgregaron en facciones contrarias.

Quizá el experimento más conocido, aunque relativamente discreto en lo sexual, fue el Brook Farm Institute of Agriculture and Education, un proyecto que duró seis años y que se inició en 1841, en West Roxbury, a quince kilómetros de Boston, e históricamente recordado debido en gran parte a que entre sus primeros miembros tuvo al joven aspirante a escritor que acababa de perder su empleo: Nathaniel Hawthorne.

Pagándose el techo y la comida con su trabajo en la finca, Hawthorne quedó fascinado al principio por la experiencia rural y el ambiente trascendental. Incluso después de haber pasado un día en el campo dedicado básicamente a esparcir abono, pudo escribir en una carta a un amigo: «No hay nada desagradable ni asqueroso en este tipo de tarea como pensarías tú. Ciertamente, estropea las manos, pero no el alma. Esta mina de oro es una sustancia pura y cabal; de otra manera, la madre naturaleza no la devoraría con tal prontitud; y saca de esto gran nutrición y la transforma en una rica abundancia de buenos granos y bulbos».

Pero al cabo de seis meses Hawthorne abandonó Brook Farm, convencido de que la comunidad le estaba desviando de sus ambiciones literarias. «La narración y la poesía —escribió más tarde— necesitan ruinas para crecer.» En su obra de 1852, La granja de Blithedale, que se inspiró en Brook Farm, sugirió que en la vida comunal la gente tiende a estar demasiado próxima, y a ser demasiado consciente de las vibraciones y los contratiempos de los demás: «… no pueden darse situaciones de enemistad sin que se conmueva de algún modo toda la comunidad, y por lo tanto, incomodándola… Si uno de nosotros daba a su vecino un golpe en la oreja, el sonido se oía de inmediato en la cabeza de todos los demás. De ese modo, aun suponiendo que fuésemos menos agresivos que el resto del mundo, se necesitaba muchísimo tiempo para rascarse las orejas».

Aunque John Humphrey Noyes conocía el movimiento fourierista y también había visitado las comunas de amor libre en la década de 1830 en lugares como Brimfield, Massachusetts, prefería pensar que tenía muy poco que ver con los radicales sexuales y reformistas sociales de su tiempo; en cambio, sentía que estaba dirigido por fuerzas divinas, que era un mensajero espiritual nombrado para ayudar a Dios a establecer una religión que inspiraría a la gente a amar a sus semejantes de forma auténtica y total. A diferencia del fantasioso Fourier o de los intelectuales y escritores itinerantes que habían visitado Brook Farm —un grupo que incluía a Thoreau, Emerson, Henry James y Margaret Fuller, Brisbane y Greeley—, Noyes no era un teórico utópico ni un impulsor de las libertades individuales, sino un comunista entregado, un absolutista, un teócrata que deseaba purgar los pecados del egoísmo de las almas de los hombres y convertirlos a lo que él denominaba «comunismo bíblico». Si bien denunciaba el egoísmo de los demás, el suyo propio era monumental. Sin embargo, justificaba sus numerosas preferencias y pronunciamientos, incluyendo su interdicción de la monogamia matrimonial, por armonía con las enseñanzas de la Biblia.

«En el Reino de los Cielos —escribió—, la institución del matrimonio que asigna la posesión exclusiva de una mujer a un hombre no existe (Mat 22: 23-30), porque en la resurrección no se casan ni son dadas en matrimonio, sino que son los ángeles del Edén […] La abolición de la exclusividad sexual está relacionada con la relación amorosa dictada a todos los creyentes por Cristo y sus apóstoles y por todo el Nuevo Testamento […] La restauración de verdaderas relaciones entre los sexos es un asunto únicamente de importancia secundaria respecto a la reconciliación del hombre con Dios. Los comunistas bíblicos operan en esta dirección. Su mayor tarea desde 1834 ha sido desarrollar la religión de la Nueva Alianza y establecer la unión con Dios.»

Es significativa la mención que hace Noyes de 1834: en ese año se convenció de su perfección espiritual, un estado de gracia que se había formado en su interior desde hacía tres años, desde que recibiera la señal de Dios después de asistir a una frenética y fanática concentración de evangelistas celebrada cerca de su casa en Putney, Vermont. En la época de la concentración, en 1831, tenía veinte años; era un ambicioso estudiante de derecho aunque inseguro de sus metas, pero después del acontecimiento religioso, escribió: «La luz iluminó mi alma de una forma distinta a lo que había esperado. Al principio, fue débil y casi imperceptible, pero en el curso del día adquirió un esplendor meridiano. Apenas terminó el día, me di cuenta de que debía dedicarme al servicio y al ministerio de Dios».

Entró en el seminario teológico de Andover, pero lo abandonó un año más tarde porque creía que los seminaristas carecían de seriedad; entonces pasó a la Yale Divinity School, donde estudió intensamente, discutió a menudo con sus compañeros y con los profesores sobre la interpretación bíblica, y demostró una pasión religiosa tal que un coetáneo la comparó con «una fiebre aguda». Pronto algunas de sus teorías expuestas en privado en Yale fueron interpretadas por otros estudiantes como síntomas de un temperamento neurótico y hereje. Eso pasó, por ejemplo, con su creencia de que el segundo advenimiento de Cristo no sucedería en el futuro, sino que ya había sucedido durante la destrucción de Jerusalén el 70 d.C., una época en que la humanidad se había salvado del pecado. De ese modo, la visión de Noyes era que el reino de Dios se había establecido en aquel tiempo en la tierra y aún era omnipresente en el aire y era viable para las almas de los verdaderos creyentes, y, al igual que los evangelistas viajeros que él había escuchado en Nueva Inglaterra promoviendo el perfeccionismo, Noyes estaba convencido de que una persona, después de una conversión religiosa, podía ser espiritualmente perfecta y no acatar las leyes morales del mundo, sino tan solo los dictados del Señor. Y Noyes creía que esa persona era él mismo.

Lo reconoció públicamente un día de febrero de 1834, mientras predicaba en la iglesia de New Haven Free, causando un escándalo que tuvo como consecuencia la revocación casi automática de su licencia como pastor congregacionalista. Sin una iglesia a su disposición, Noyes viajó por Nueva Inglaterra y el norte predicando al aire libre y haciendo adeptos. Con la esperanza de atraer colegas distinguidos y quizá un apoyo financiero a su causa, Noyes se acercó sin éxito a gente como el abolicionista y director del Liberator, William Lloyd Garrison, que acababa de ser atacado y casi linchado por una muchedumbre proesclavista en Boston; y al polémico pero talentoso clérigo presbiteriano Lyman Beecher, padre de Harriet Beecher Stowe, autora de La cabaña del tío Tom, y al reverendo Henry Ward Beecher, a quien Lincoln llamó «el más grande orador desde san Pablo», pero quien sería recordado más como el defensor de la señora Elizabeth Tilton en un famoso caso de adulterio.

Además de la campaña personal de Noyes, él mismo promulgó sus ideas religiosas en una revista que cofundó llamada The Perfectionist, con la que atrajo a muchos librepensadores y otros rebeldes contra los convencionalismos, incluyendo a una rica dama de Vermont cuyo abuelo había servido como vicegobernador del estado. Se llamaba Harriet Holton y había conocido a Noyes a través de sus escritos sobre el segundo advenimiento de Cristo.

No tardó en iniciar una correspondencia con Noyes y luego donó sumas considerables a su movimiento. Debido a que sus padres estaban muertos, sus abuelos y amigos de la familia trataron de persuadirla de que cortara su relación con el perfeccionismo, pero a ella le intrigaba la filosofía de Noyes y se sintió muy atraída personalmente por él cuando le conoció. Las opiniones de Noyes sobre el matrimonio y la monogamia no la desalentaron en absoluto incluso cuando él le advirtió en una carta: «Nosotros no podemos comprometernos mutuamente en nada que limite la escala de nuestros afectos tal como está limitada en los compromisos matrimoniales por las modas del mundo».

Además, Noyes recalcó su oposición a la monogamia en una carta publicada en un diario de librepensadores que describía su concepto de una relación matrimonial ideal:

Yo llamé a cierta mujer mi esposa; ella es tuya, ella es de Cristo, y en Él, ella es la novia de todos los santos. Es amada en las manos de un forastero y, según mi promesa a ella, yo gozo. Mi reclamación de ella corta directamente a través de los votos del matrimonio y Dios conoce el final.

Cuando se haga la voluntad de Dios, tanto en la tierra como en el cielo, no habrá matrimonios. La cama matrimonial del cordero es una fiesta en la cual cada plato es de todos. La exclusividad, los celos, las disputas allí no tienen lugar…

Harriet Holton entendió y aceptó la doctrina de Noyes y en 1838, después de su boda en Putney, empezaron a invitar a su casa a otras parejas religiosas que estaban interesadas en la Biblia y podían llegar a convertirse en futuros conversos al perfeccionismo. Al cabo de unos pocos años, habían entablado amistad con media docena de parejas que suscribían, al menos en teoría, las ideas del perfeccionismo. De ese grupo los más fervorosos y atractivos físicamente fueron Mary y George Cragin.

Antes de trasladarse a Putney en 1840, los Cragin se habían introducido en sectas ocultistas de amor libre en el norte del estado de Nueva York, y anteriormente habían servido como trabajadores evangélicos en la congregación del famoso predicador Charles G. Finney. Finney era un orador de gran altura y lleno de energía, entusiasta y de voz potente y armoniosa. Cuando viajaba por el estado de Nueva York flagelando piadosamente desde el púlpito, a menudo provocaba en su auditorio ataques de llantos, gritos, chillidos y desmayos. Entonces el mismo Finney recibía violentas amenazas y veía puños amenazadores. Aunque muchos de sus colegas de la Iglesia presbiteriana deploraban sus métodos, admitían que Finney había convertido a grandes masas de pecadores en todas las zonas del oeste del estado. Y su poder de atracción no fue menor cuando llegó a Nueva York a principios de la década de 1830 a predicar en una nueva iglesia especialmente construida para él, el Broadway Tabernacle.

Allí fue donde George Cragin, como miembro de la congregación del Tabernáculo y uno de los maestros de la escuela dominical de Finney, conoció a otra de las trabajadoras voluntarias, una joven delgada y encantadora de Maine llamada Mary Johnson. Después de un año de noviazgo, contrajeron matrimonio en 1834 en una festiva ceremonia en Nueva York a la que solo asistieron los devotos creyentes, después de la cual viajaron en un coche de caballos para su luna de miel en Newark. Aunque George y Mary Cragin procedían ambos de prósperas familias de Nueva Inglaterra, su fanatismo religioso limitaba sus vínculos familiares. Además, unos contratiempos de sus padres habían reducido en gran parte la herencia que pensaban recibir. Debido a que George carecía de ambición económica —y había rechazado trabajos prometedores como representante en Europa de una empresa de Nueva York porque George pensaba que el propietario era un infiel—, los Cragin se vieron obligados a vivir frugalmente en Nueva York y a buscar solaz fundamentalmente en la paz espiritual.

Pero esa paz también sufrió un descalabro cuando en 1837 su líder temporal, Charles Finney, dejó Nueva York para ir a Oberlin, en Ohio, donde había fundado un departamento de teología en una nueva universidad. Finalmente llegaría a ser el rector de la Universidad de Oberlin. Los Cragin fueron con menor entusiasmo a otros predicadores evangelistas sin poder recuperar su celo religioso hasta que, en 1840 y en Vermont, cayeron bajo la influencia de John Humphrey Noyes, cuya comunidad religiosa estaba en formación.

Entre los primeros conversos de Noyes había habido miembros de su propia familia, un hermano menor, dos de sus hermanas y sus respectivos maridos. Mientras la madre de Noyes y el resto de sus familiares estaban abiertamente en contra del perfeccionismo, no se hizo ningún intento de privar a Noyes, o a sus herederos, de los 20.000 dólares anuales y de varias propiedades que le había dejado su padre como herencia. Ese activo, más los 16.000 dólares del patrimonio de su esposa y las contribuciones de otros seguidores, permitieron a los miembros de la comunidad concentrarse en su adoctrinamiento perfeccionista y en reclutar nuevos miembros.

Sin embargo, el grupo ganaba algo de dinero trabajando en un almacén que los Noyes habían adquirido, y en las dos granjas que había heredado Noyes los feligreses producían casi todo lo que se comía en la mesa de la comunidad. Todos los miembros y sus hijos vivían en la casa de Noyes o en las de sus dos hermanas. Los domingos se reunían a oír la prédica de Noyes en una pequeña capilla que ellos mismos habían construido. Por insistencia de Noyes, cada adulto debía dedicar tres horas diarias a la meditación religiosa y a leer la Biblia; y si un individuo demostraba persistentes signos de egoísmo o sentido de la propiedad, o se alejaba del espíritu comunal, era convocado por Noyes a presentarse ante el grupo y someterse a una acerba crítica. El miembro acusado debía quedarse en silencio y en actitud humilde en medio de la habitación mientras los otros se turnaban para expresarle su condena. A veces esa experiencia era tan dolorosa que el individuo abandonaba el grupo lleno de terror o furia.

Pero no había sensación de falta de armonía cuando George Cragin hizo una visita al hogar de los Noyes; y durante los años siguientes poco habría de suceder que pudiera alterar la ferviente primera impresión de aquel día. «El pequeño círculo de creyentes que allí encontré parecía muy distinto de cualquier otro que yo hubiera conocido —escribió Cragin en su diario—. Todos eran bondadosos, serenos, considerados y estudiosos, y al mismo tiempo, tan libres en su espíritu. […] La Providencia me ha compensado ahora con un paraíso en la tierra.»

El nacimiento en 1841 del primer hijo de los Noyes, Theodore, se sumó a la alegría y optimismo del grupo, ya que el acontecimiento era posterior a dos malos partos de la señora Noyes en los primeros dos años de matrimonio. Pero cuando dos niños más de los Noyes nacieron muertos en 1843 y 1844, John Humphrey Noyes decidió que jamás volvería a someter a su mujer al riesgo físico y a la angustia de lo que él denominó «el amor procreativo». A partir de entonces, practicó la «continencia varonil». Pronto se estableció como política sexual de la comunidad porque no solo reducía los peligros del parto y ayudaba a controlar la población comunal, sino que permitía a Noyes seguir adelante con su plan de unir a sus seguidores con el vínculo del matrimonio complejo.

Con la aprobación de su esposa, en la primavera de 1846, Noyes decidió probar con Mary y George Cragin e invitarles a ser sus primeros amantes. Hacía años que Noyes se sentía atraído por la joven señora Cragin. Y la señora Noyes había expresado afinidad y afecto por el amable señor Cragin. Después de haber considerado en privado la proposición de Noyes, los Cragin aceptaron sin vacilaciones. En su diario, antes de la noche señalada, Mary Cragin escribió acerca de Noyes: «A la vista de su bondad para conmigo y de su deseo de que yo le deje llenarme de sí, cedo y me ofrezco a ser penetrada por su espíritu, y deseo que el amor y la gratitud inspiren mi corazón de modo que pueda simpatizar con su placer en el asunto, antes de que empiece mi placer personal, sabiendo que aumentará mi capacidad de felicidad».

La feliz consumación de relaciones comaritales entre los Noyes y los Cragin fue seguida en las siguientes semanas por otras parejas que también intercambiaron sus miembros. Y si bien cualquiera era libre de abstenerse, la práctica pronto se extendió a los demás perfeccionistas de Noyes. Pero en 1847, después de que hubieran circulado rumores de orgías y bacanales entre los ciudadanos de Putney y en todo el estado de Vermont, se expidió una orden de captura contra Noyes.

Cuando se entregó sin arrepentimiento a las autoridades, Noyes fue acusado de adulterio y, después de entregar una fianza de 2.000 dólares, fue puesto en libertad a la espera de juicio. Pero al poco tiempo su abogado le informó de que un grupo de vigilantes morales de Putney pensaban capturarlo y castigarle a su manera. Como Noyes sabía lo que elementos similares habían hecho en Illinois con el encarcelado líder de los mormones, Joseph Smith, decidió perder la fianza y esconderse por el momento en Nueva York.

Lo hizo en noviembre de 1847, permaneciendo en reclusión varias semanas hasta que se apaciguaron los ánimos en Putney. Luego, a principios de 1848, informó a sus seguidores por carta de que había adquirido un nuevo hogar: sesenta y cuatro hectáreas de buena tierra de cultivo en el norte de Nueva York, en un tranquilo valle de Oneida Creek, a medio camino entre las ciudades de Syracuse y Utica. En la propiedad, había dos pequeñas edificaciones, un cobertizo, una carpintería y también dos cabañas de madera que últimamente habían sido ocupadas por un grupo de indios. Si bien las comodidades no eran adecuadas para los diecinueve adultos y sus niños, afortunadamente Noyes se había hecho amigo de un joven arquitecto de Syracuse, a quien había convertido. Se llamaba Erastus Hapgood Hamilton y estaba de acuerdo en diseñar un chateau inmenso. Con la ayuda de los perfeccionistas, supervisaría la construcción.

La entusiasta reacción de la gente en Putney a la propuesta fue seguida de inmediato por la llegada a Oneida de los nuevos habitantes. Desde el comienzo de la primavera de 1848 hasta el otoño, los hombres, las mujeres y los adolescentes trabajaron sin descanso limpiando el terreno, cortando la madera del bosque, transportando piedras para los cimientos del sótano, levantando y estabilizando las vigas de apoyo y las paredes, techos y suelos, y finalmente pintando la estructura de tres pisos que disponía de sesenta habitaciones y una cúpula.

Salvo el arquitecto y otro nuevo converso que era un hábil albañil, todo el trabajo fue realizado por gente con poca experiencia. Sin embargo, la casa estuvo lista para entrar a vivir el invierno de 1849. De hecho, se mantuvo en pie durante dos décadas hasta que fue reemplazada por una mansión más grande de ladrillo y de cien habitaciones.

Después de terminar la residencia principal, la comunidad de Oneida construyó una casa de dos plantas para los niños, y también una escuela que estaba bajo la supervisión de la señora Cragin, que había sido maestra. Entonces construyeron unos edificios más pequeños que servían para las numerosas actividades que allí se llevaban a cabo: taller de maquinaria, herrería, taller de costura y confección, establos y gallineros, un invernadero, almacén y hasta un espacio para los panales de miel. Asimismo, se levantó un edificio para lavar la ropa de todos los miembros de la comunidad, una tarea que llevaban a cabo tanto los hombres como las mujeres, y que se designaba cada semana al azar.

Aunque la agricultura fue al comienzo la principal actividad de Oneida, Noyes intuyó que la comunidad jamás prosperaría si dependía exclusivamente de ella. Ese había sido el problema de las comunidades fourieristas como Brook Farm —sus fundadores habían puesto demasiada fe en la tierra—. Y Noyes, que presentía la decadencia de las fincas rurales y el crecimiento del estado industrial, muy pronto convirtió Oneida sobre todo en una comunidad fabril.

A principios de la década de 1850, cuando el ambiente y las hermosas tierras de Oneida atrajeron a casi un centenar de nuevos miembros ansiosos de contribuir con su talento y su tiempo a la causa del perfeccionismo, Noyes supervisaba una variedad de empresas manufactureras. Se hacían escobas de restos de maíz y se vendían en las poblaciones cercanas, así como en Syracuse y Utica. También se ponían a la venta rústicas sillas hechas con cedro, así como sombreros de palma, bolsas de lona, ejes para ruedas de carros y trampas de hierro para animales. El negocio de las trampas, que había sido introducido en la comuna por un rudo converso que había trabajado en la zona como cazador y herrero antes de conocer a Noyes en 1848, se convertiría en la actividad más lucrativa de Oneida a mediados de la década de 1850, cuando el mercado de las pieles se extendió a escala nacional, creando una demanda para las trampas de Oneida de los mayoristas de Nueva York y Chicago.

Los conversos no solo compartían sus habilidades laborales, sino que también se esperaba de ellos que donaran sus posesiones materiales cuando entraban en la comunidad. De esa manera, la comunidad consiguió en 1850 un gran barco de carga de un converso rico, lo que hizo que algunos optimistas, con la bendición de Noyes, se metieran en el negocio de transportar piedra caliza por el río Hudson. Pero durante una travesía, una tarde de julio de 1851 cerca de Kingston, Nueva York, cuando el barco iba timoneado por un creyente que tenía más confianza en Dios que conocimientos en el arte de la navegación, de pronto apareció un obstáculo y el barco naufragó con su carga de piedra. Entre los pasajeros que habían querido hacer el viaje y no sobrevivieron estaba Mary Cragin.

El desastre conmovió y desesperó a toda la comunidad. La mayoría de los periódicos de Nueva York que informaron sobre el naufragio fueron amables en sus reportajes, pero unos pocos diarios del norte del estado y determinadas publicaciones religiosas que hacía mucho tiempo que criticaban a Noyes aprovecharon la oportunidad para sugerir que el hundimiento podría ser un castigo divino contra las prácticas licenciosas de la comunidad. Esos artículos y críticas similares desde el púlpito y por parte de unos pocos líderes civiles hicieron que un reducido pero vociferante grupo de vigilantes que residían en pueblos próximos a Oneida se presentaran al juez del distrito y depositaran una denuncia según la cual Noyes fomentaba el «mormonismo», el «islam» y el «paganismo».

Pero Noyes, que había invertido en Oneida mucho más que en Putney y no tenía ninguna intención de abandonar la zona, defendió con vehemencia sus creencias con una serie de declaraciones públicas. Y en el periódico de la comunidad escribió:

Una investigación de los hábitos caseros de la comunidad de Oneida durante cualquier período de su historia no demostraría su espíritu licencioso, sino todo lo contrario […] revelaría una familiaridad menos descuidada entre los sexos —mucho menos una situación de bacanal—, muchísimo menos libertinaje en el lenguaje o en la conducta que el que se encuentra en un círculo similar de lo que se llama la sociedad formal del mundo.

Es verdad que nosotros no acatamos las normas y costumbres de hierro que regulan la relación entre los sexos, pero… la prueba de nuestra moralidad [se puede] encontrar en el hecho incontrovertible de la salud que impera en la asociación. Jamás se ha dado la muerte de un solo adulto en Oneida […] muchos de quienes han llegado enfermos a nosotros han sanado […] y los contratiempos especiales de las mujeres con los niños han sido prácticamente extinguidos. El aumento de la población en nuestras cuarenta familias durante los últimos cuatro años ha sido mucho menor que la progenie de la reina Victoria únicamente. Esto es lo que respondemos a las acusaciones de «libertinaje y brutalidad».

Debido a que la comunidad de Oneida tenía numerosos amigos influyentes entre los ciudadanos de los pueblos cercanos, individuos con quienes la comunidad había establecido buenas relaciones comerciales —y debido a que Noyes le hizo la concesión al magistrado de abolir el matrimonio complejo—, las acusaciones contra él y sus seguidores nunca siguieron adelante.

Sin embargo, pronto Noyes decidió que el hombre imperfecto que hacía justicia en la sociedad no tenía autoridad alguna en el paraíso de Dios en Oneida. De ese modo, restauró el sistema de amor libre, pero al mismo tiempo Noyes advirtió a sus fieles que la única defensa contra una invasión «bárbara» de la tierra era una mayor adoración del Señor, y demandó que pasaran más tiempo con sus Biblias y profundizaran su compromiso con el perfeccionismo. «Solo escaparemos del yugo dejando de necesitarlo —escribió—. E invitaremos a la prosperidad solo si podemos mantenerla sin glorificarla.»

Si bien al principio Noyes se había sentido satisfecho con el progreso de Oneida en los negocios, ahora le preocupaba que sus comunistas bíblicos pudieran estar desarrollando tendencias capitalistas, orgullo por los beneficios, una propensión al sentimiento de posesión propio del logro individual. «Solo se exaltará al Señor», advirtió Noyes. Y durante la década de 1950 y principios de 1960, a medida que continuaban aumentando las ganancias y las donaciones, Noyes ordenó a sus capataces en las fábricas a reducir el horario de trabajo a seis horas diarias, que era la mitad del tiempo requerido en la mayoría de las industrias del país, y potenciar los objetivos comunales de crecimiento espiritual y perfección individual. Para ese fin, cualquier momento era bueno. Incluso cuando la comunidad se reunía en grupos a coser bolsas o hacer sombreros de paja, un miembro se sentaba entre ellos leyéndoles en voz alta un texto religioso o un libro de importancia histórica o valor literario, una novela de Dickens, una biografía de Jefferson, por ejemplo. Se fomentaba que todos los adultos asistieran a los cursos de educación que se impartían cada tarde en la mansión, dirigidos por conversos que habían sido maestros. Y los miembros con aptitudes musicales o artísticas o con conocimientos de ajedrez debían ofrecer instrucción a cualquiera que estuviese interesado en ello.

El principio de compartir se extendía a la guardería y al aula escolar, donde a los niños jamás se les enseñaba a decir «mío», sino siempre «nosotros» y «nuestro». En la granja, en las fábricas y los talleres artesanales, cada trabajador veterano adiestraba a un aprendiz. Cada tarea, por mínima que fuese, debía considerarse no como una carga, sino como una ofrenda. Muchos de esos esfuerzos eran acompañados por música. Cuando un clarinetista hacía sonar su instrumento en el jardín de la entrada, era la señal para todos los que tenían tiempo libre de que se necesitaban voluntarios para alguna tarea especial, que podía ser recolectar cerezas, cortar maíz, enlatar verduras o reparar un camino. Después de que se reunieran los voluntarios y el director de la tarea hubiera elegido el número requerido, formaban en línea y marchaban con entusiasmo hacia el lugar de trabajo al son de una trompeta y un tambor.

Cuando terminaba la jornada laboral, todos dejaban los panales, las fábricas, los talleres y el campo, volvían a la mansión e iban a sus cuartos a lavarse y vestirse para la cena que empezaba a las cinco y media en el comedor central, con capacidad para ciento diez personas. A medida que llegaban los miembros, se dirigían automáticamente al fondo de la sala, ocupaban las sillas que estuvieran libres en las mesas que se extendían por el centro del recinto o en las mesas ovaladas que había a lo largo de las paredes. Había libertad para mezclarse, sin ningún sentido de grupo, sin separación entre los miembros más antiguos y los más nuevos, entre hombres y mujeres, parientes o cónyuges. Salvo por los menores de doce años que comían en la casa infantil, y los adolescentes que rotaban como ayudantes en la cocina y como camareros, los jóvenes de la comunidad eran aceptados en el comedor como adultos, y se esperaba de ellos que se comportasen según el decoro que reinaba durante la cena.

Después de la cena, si no había un concierto al aire libre, teatro infantil o un recital de poesía, algunos miembros se reunían en la sala a charlar o jugar al ajedrez, mientras otros iban a la biblioteca a leer libros, revistas o periódicos, como el New York Tribune que llegaba regularmente por correo. Si bien los miembros se relacionaban con el mundo exterior de una forma tangencial a través de sus actividades, se consideraban «pacíficos forasteros» en su tierra natal y estaban interesados en los acontecimientos públicos y en las polémicas de su época, que giraban en torno al tema de la esclavitud y el sufragismo, el sindicalismo y la moderación.

Debido a que Noyes no bebía ni fumaba, estos hábitos eran considerados vicios en la comuna. Y como sus creencias religiosas les enseñaban que todos los seres humanos eran iguales a los ojos del Señor, había un apoyo unánime a los derechos de las mujeres, la emancipación de los esclavos y el trato humano a los trabajadores. Aunque la comunidad pagaba impuestos, sus hombres optaban por no votar en las elecciones. Y por razones que Noyes jamás entendió y por las que nunca pidió explicaciones, ningún hombre de Oneida fue jamás reclutado por el ejército durante la Ley de Reclutamiento de 1863. Es posible que las autoridades militares pensasen que la presencia de hombres de Oneida podría ejercer una influencia inmoral o extraña en los demás soldados. También es posible que la ubicación geográfica de la comunidad de Oneida, a caballo entre dos distritos de reclutamiento y dos distritos congresionales, fuera considerada como propia por cada una de esas dos partes.

Los negocios de Oneida, que declinaron durante la guerra, despuntaron con la restauración de la paz. En 1866, cuando muchos veteranos volvieron a sus ocupaciones civiles como cazadores de pieles y tramperos, la fábrica de la comunidad vendía más de mil dólares a la semana en trampas; la manufactura de bolsos, el molino y las demás actividades funcionaban de tal manera que por primera vez en la historia de Oneida fue necesario contratar mano de obra externa para realizar algunas de las tareas menos especializadas.

La comunidad amplió muchos de sus edificios y construyó otros nuevos; extendió sus tierras a ciento diez hectáreas y mantenía no solo a los doscientos miembros que vivían dentro de sus límites, sino también a otros conversos en su comunidad de Wallingford, en Connecticut. Algunos de los niños de los primeros habitantes de Oneida se disponían ahora a asistir a la universidad o a asumir tareas de dirección dentro de la comunidad. El hijo de Noyes, Theodore, era estudiante de medicina en Yale. El hijo de George Cragin, Charles, también alumno de Yale, estaba empleado temporalmente lejos de su hogar estudiando los métodos modernos de producción de fibra de seda, que sería una de las futuras industrias de Oneida.

En 1869 Noyes creía que su comunidad era lo bastante rica y estaba espiritualmente preparada para aventurarse más allá del dominio del «noviazgo perpetuo» y de la «continencia varonil», e intentar crear, mediante un programa aprobado por un comité de emparejamiento selectivo, una raza especial de niños perfeccionistas.

Veinte años antes de la fundación de Oneida en 1849, solo habían nacido treinta y cinco niños en una comunidad que cada año tenía una población de al menos cien habitantes sexualmente activos. Si bien algunos de esos nacimientos habían sido accidentales —pese a las prédicas de Noyes, no todos los hombres practicaron con éxito la continencia—, había una cantidad similar de nacidos con permiso de Noyes de mujeres que temían que si envejecían un poco más ya no podrían tener hijos.

Además de los treinta y cinco niños, muchos otros habían llegado a Oneida con sus padres, que entonces cedían su responsabilidad paterna a la comunidad y trataban de adaptarse al ambiente prevaleciente en la comunidad de amor libre. En el sistema de amor libre de Oneida, cualquier hombre que deseara acostarse con una mujer determinada tenía que someter su solicitud a un intermediario nombrado por Noyes, una mujer mayor que luego pasaba la «invitación» a la mujer en cuestión y comprobaba si esta estaba dispuesta a hacerlo o no. Si bien una mujer podía negarse a la propuesta de un hombre, por lo general esas negaciones no eran comunes en Oneida, una comunidad que afirmaba el sexo. Los registros sexuales que mantenían las intermediarias indicaban que la mayoría de las mujeres de la comunidad tenían una media de dos a cuatro amantes por semana. Las más jóvenes llegaban a tener hasta siete diferentes a la semana. El propósito de la misión de la intermediaria era no desalentar la frecuencia sexual, ya que en Oneida una vida sexual activa se consideraba saludable y adecuada, pero también servía para vigilar a aquellas parejas que pudieran incurrir en afectos «especiales» entre sí y no compartieran sus cuerpos con los demás perfeccionistas. Cualquier tendencia a un vínculo «exclusivo» era reprimido por esa intermediaria. Y Noyes no tenía ninguna intención de alterar esa política incluso después de haber introducido su plan de procreación selectiva.

Después de informar a los miembros de que Oneida tenía dinero suficiente en su tesorería para mantener a más niños y después de solicitar voluntarias que prestasen sus cuerpos al programa de procreación, Noyes dejó claro que él influiría en la selección de cada padre y que las mujeres no tendrían derechos maternales exclusivos sobre los niños que procrearan. Pese a tales restricciones, Noyes recibió más de cincuenta solicitudes, todas las cuales tenían la firma de la mujer al pie de la siguiente resolución: «Nosotras, que no nos pertenecemos a nosotras mismas de ninguna manera, sino que pertenecemos a Dios, y en segundo lugar al señor Noyes, en su calidad de verdadero representante de Dios […] declaramos que dejaremos a un lado toda envidia, infantilismo y búsqueda de nosotras mismas y gozaremos con aquellos que sean los candidatos elegidos; que, de ser necesario, nos convertiremos en mártires de la ciencia y renunciaremos alegremente a ser madres, si por cualquier razón el señor Noyes nos considera material inadecuado para la propagación».

Después de estudiar las solicitudes, Noyes rechazó nueve debido a condiciones físicas o a razones no especificadas. Las mujeres seleccionadas, que tenían una media de veinte años menos que los varones elegidos, eran en algunos casos vírgenes. Lo que no sorprendió a nadie fue que el hombre más favorecido por Noyes para engendrar en esas mujeres resultase ser el mismo Noyes.

De los cincuenta y ocho niños nacidos en ese programa, que continuó a lo largo de la década de 1870, cinco niños y cuatro niñas fueron procreadas por Noyes y llevaron su apellido. Los otros padres fueron miembros veteranos de Oneida que, según Noyes, no solo poseían una mente y un estado físico superiores, sino que también eran estrictos creyentes de la filosofía religiosa de Noyes. Sin embargo, la elección de uno de esos reproductores no resultó popular en la comunidad. Ese hecho produciría con el tiempo el cisma que haría temblar a Oneida al final de la década. El hombre en cuestión era Theodore, el hijo de Noyes, un intelectual introspectivo y vacilante que había abandonado su carrera de medicina, mantenía una actitud escéptica ante la Biblia y mostraba frecuentes signos de extremo egoísmo e inestabilidad mental. No obstante, el viejo Noyes tenía evidentemente debilidad por el muchacho, el único superviviente de los cinco hijos nacidos de su mujer en los primeros años de su matrimonio. El continuo favoritismo de Noyes por Theodore era la señal más flagrante de debilidad y falibilidad que había en ese hombre, que en todas sus demás manifestaciones era un autócrata severo y moralista.

Las quejas contra Theodore incluían acusaciones de no evitar el orgasmo durante sus relaciones sexuales, tener una relación de celos con una joven y una actitud bastante desaprensiva con una las empresas comerciales de la comunidad. Después de que Theodore tuviera acceso a un fondo de 3.500 dólares que le había dejado en herencia un pariente de Vermont, se fue de Oneida rumbo a Nueva York y dejó la impresión en la mayoría de los miembros de que jamás volvería. Pero una vez que se evaporaron sus recursos en inversiones absurdas, y después de que sus cartas indicaran que su espíritu se había encarrilado, se le permitió regresar a Oneida, donde su padre le recibió como al hijo pródigo.

Pese al comportamiento misericordioso de John Humphrey Noyes ante las transgresiones de su hijo, siguió siendo firme e inflexible ante cualquiera que osara desafiar su autoridad. Esto fue especialmente cierto en el caso de un converso llamado James W. Towner. Towner era un hombre sensato y firme de carácter que había practicado la abogacía en su Ohio natal y había alcanzado prominencia política, pero de repente se vio envuelto en un escándalo cuando se reveló que él y su esposa eran miembros de una comunidad de amor libre en Berlin Heights. Después de que el edificio de la comunidad fuera incendiado por un grupo de indignados ciudadanos, que también destruyeron la imprenta del periódico libertino del grupo, Towner se trasladó de inmediato con su familia y algunos amigos al estado de Nueva York, donde con el tiempo conoció a Noyes y fue aceptado en la comunidad de Oneida.

Durante algún tiempo, la presencia de Towner en Oneida fue considerada positiva; trabajaba con alegría y vigor en cualquier tarea que le asignaran. Su inteligencia y seguridad en sí mismo pronto le valieron el respeto y la admiración de los demás. Al estar completamente de acuerdo con la filosofía de Noyes de negarse a sí mismo y de compartirlo todo, Towner no previó que llegaría un día en que tendría diferencias ideológicas con el reverenciado mentor de Oneida.

Pero en 1875 Noyes, con sesenta y tres años ya cumplidos, sintió que envejecía y presintió su muerte. Entonces dejó atónita a la comunidad al anunciar que Theodore, de treinta y cuatro años, se convertiría en su futuro sucesor. Si bien la mayoría de los miembros no osaron cuestionar la decisión del fundador, una pequeña facción declaró sus dudas sobre la valía de Theodore. Tal vez el portavoz más locuaz de esos disidentes fue James Towner.

Sospechando que el franco y audaz converso de Ohio pudiera aspirar en secreto a convertirse un día en el jefe de Oneida, Noyes empezó a desconfiar de Towner. En los años siguientes se aseguró de que ni él ni ninguno de los disidentes fueran elegidos para el papel de «primer marido» con el grupo de núbiles vírgenes que llegaban a la edad sexual. Por más injusta que le pareciese a James esa decisión, resultó aún más indignante para unos cuantos ancianos a los que, después de haber sido fieles durante décadas a la continencia varonil y al perfeccionismo, ahora se les negaba el placer de la propagación fundamental porque no habían mostrado entusiasmo ante la propuesta de elevar a un joven pretendiente cuyos propios fallos espirituales no evitaban que frecuentara los dormitorios de las vírgenes. Ciertamente, Theodore sería padre en tres ocasiones. Y cuando se sumaron a los nueve niños de su padre, pareció que Noyes padre y quizá el Noyes hijo habían instituido el programa a fin de establecer para siempre su semen como la raíz dominante en el rico suelo de Oneida.

Pero si alguna vez hubo un momento más inoportuno para la disensión interna en Oneida fue justamente entonces, a finales de la década de 1870, cuando fuera de las puertas de Oneida se expresaba un intenso descontento, ya que los clérigos y las autoridades se habían enterado de que las mujeres de Oneida estaban procreando niños según el programa de selección de padres. Noyes fue condenado en las páginas editoriales de justificar en nombre de la eugenesia la «ética del granero» y de crear un monstruoso sistema inspirado en Darwin, cuya motivación ulterior en Oneida era «matar a todos sus niños enfermos».

Después de que una reunión estatal de clérigos protestantes conviniera en organizar un frente único contra Oneida, el censor más poderoso del país, Anthony Comstock, se sumó a la campaña contra Noyes declarando que la literatura sobre el amor libre y los folletos religiosos de la comunidad —gran parte de la cual se había enviado por correo— habían transgredido el estatuto postal del gobierno contra la obscenidad, por lo cual el castigo era la cárcel. El mismo Comstock había ejercido presión en el Congreso para que promulgara esa ley en 1873. Dicha ley había provisto a sus fanáticas misiones de la Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York con un látigo que podía llegar a cualquiera que se desviase en el país del recto y estrecho sendero de la moral.

Además de encarcelar a numerosos vendedores de postales francesas, a madames, prostitutas e irreverentes librepensadores como el editor D. M. Bennett, Anthony Comstock había llevado a los tribunales —o los llevaría con el tiempo— a conservadores de museos donde había desnudos, farmacéuticos que vendían condones, a editores de manuales matrimoniales y libros sobre el control de la natalidad, como el escrito por Margaret Sanger. Comstock inició una campaña contra La profesión de la señora Warren, una obra de teatro de George Bernard Shaw, y fue uno de los causantes del cese de Walt Whitman en el Departamento del Interior por haber escrito Hojas de hierba. La apelación de Comstock al fiscal general de Estados Unidos llevó al encarcelamiento de la feminista radical Victoria Woodhull, que, como candidata presidencial por el Partido para la Igualdad de Derechos, había promovido las ideas del amor libre, el derecho al sufragio para las mujeres, leyes favorables al divorcio y al control de la natalidad, y que, más tarde, en su semanario, reveló la hipocresía en el aspecto sexual del reverendo Henry Ward Beecher, por lo cual Comstock la mandó castigar bajo la acusación de propagar obscenidades.

Pero por vengativo y terrible que fuera Comstock, el cruzado de la censura no fue la peor de las preocupaciones de John Humphrey Noyes a finales de la década de 1870: Noyes había oído rumores espeluznantes de que algunos desertores recientes de Oneida estaban ahora siendo persuadidos por los fiscales del gobierno para que prestaran declaración en los tribunales y dijeran que Noyes había hecho el amor con varias jóvenes de la comunidad que eran legalmente menores de edad. Como eso era verdad, Noyes sabía que le acusarían de violación.

Con tanta presión contra él, y con las autoridades arrestando a los mormones polígamos en todo el país, Noyes llegó a la conclusión que su única alternativa era abandonar la comunidad. Si desaparecía, tal vez los enemigos del perfeccionismo perdieran interés en vengarse, como había sucedido hacía años en Putney.

Por lo tanto, durante la noche del 23 de junio de 1879, sin decir palabra a la mayoría de sus íntimos, incluyendo a Theodore, John Humphrey Noyes y un anciano colega subieron a un carromato de caballos y traspasaron las puertas de Oneida, que jamás volvería a pasar con vida. Viajando hacia el oeste por el estado de Nueva York, Noyes cruzó la frontera canadiense en las cataratas del Niágara, donde finalmente se instaló en una pequeña casa en la que se le uniría su mujer y unos pocos fieles de los viejos tiempos. Se sentía desalentado y desanimado, pero aún tenía esperanzas de poder regresar un día a Oneida. Mientras tanto, nombró un comité de responsables —que incluía a Theodore, pero excluía a Towner— para que se ocupara como pudiera de la vida espiritual y comercial de la comunidad de trescientos miembros. Sus emisarios viajaban constantemente entre Oneida y Canadá, llevando sus inspiradas cartas con instrucciones y consejos para que fueran leídas en voz alta en el auditorio de la mansión, en la cual la mayoría de los habitantes aún creían en su sabiduría y su supremacía.

Sin embargo, su ausencia obligada no disminuyó la determinación de la oposición exterior a Oneida de destruir lo que él había creado; cuando menos, los clérigos y las autoridades exigieron que se aboliera el programa de procreación y que las jóvenes embarazadas y las madres solteras santificaran sus pecados casándose con los hombres responsables de su condición, una propuesta complicada por el hecho de que muchos de los hombres ya estaban casados con otras mujeres. Por ejemplo, una chica soltera que había tenido un hijo de John Humphrey Noyes también había tenido un segundo vástago de otro hombre casado y un tercero con un miembro que ella no podía identificar con certeza. Los problemas de falta de identidad del padre no habían tenido mayor importancia en ese paraíso donde el matrimonio complejo había sido considerado como la forma más elevada de unión, y donde los negocios comunales habían provisto de fondos suficientes para mantener indefinidamente a todas las novias de Cristo y sus progenies.

Pero si bien la prosperidad aún prevalecía en Oneida y la nueva empresa comunal de fabricación de cubiertos parecía que contribuiría con más dinero a su tesorería de más de medio millón de dólares, la situación económica de Oneida dependía en gran parte de la buena voluntad y del patrocinio de la gente. Y si continuaba la campaña publicitaria contra Oneida, podía provocar boicots económicos contra los productos de los pefeccionistas y convertir la hermosa propiedad en un lugar de miseria económica y aislamiento social.

De haber residido aún John Humphrey Noyes en Oneida, su liderazgo firme e intrépido podría haber fortalecido a sus seguidores, pero por más correspondencia espiritual que escribiese desde su exilio, en Oneida proseguían la incertidumbre y la consternación. Tampoco podía impedir que dentro de la comunidad empezaran a surgir tres distintas reacciones que ofrecían soluciones diferentes a los problemas que ahora compartían todos.

Una facción, que incluía a Theodore y varios miembros jóvenes con inclinación a los negocios, creía que la comunidad debía hacerse más secular y capitalista, quizá reorganizándose como una sociedad anónima y neutralizando su identidad como religión esotérica. Con la esperanza de tranquilizar a sus críticos del exterior, terminaría con las polémicas prácticas sexuales de Oneida y anunciaría públicamente que fomentaba el matrimonio entre sus miembros jóvenes.

Una segunda facción, encabezada por James Towner, aún se mantenía militantemente fiel al comunismo bíblico y a todas sus libertades sexuales. Estaba convencida de que si los perfeccionistas reemplazaban a su anciano líder exiliado por el señor Towner y acataban su vigorosa dirección, podría defenderse enérgicamente contra la agitación exterior. Ante la sugerencia de que Oneida suavizase su postura contra el matrimonio monógamo, Towner mantenía una oposición inflexible. «Creo en el comunismo del amor tanto como en el comunismo de la propiedad —dijo—. No creo que el matrimonio y el comunismo puedan coexistir.»

Un tercer grupo, cuyos cien miembros casi duplicaban a las fuerzas combinadas de los otros dos, consistía en los fieles de Noyes, que, al haberle aceptado como el único representante auténtico de Dios en la tierra, no podían siquiera imaginar la presencia de otro hombre en su lugar, en especial cuando sabían que Noyes estaba con vida y podía reaparecer en cualquier momento. Entre los líderes de esa facción se encontraban algunos de los viejos miembros que se habían convertido al perfeccionismo hacía más de treinta años en Putney, como la hermana de Noyes, Harriet Noyes Skinner, el primer compañero de Noyes en el matrimonio complejo, George Cragin, y el arquitecto de la primera mansión de Oneida, Erastus H. Hamilton.

Pero aparte de esa facción y las otras, había algunos miembros que se mantenían neutrales, cambiaban cada día de actitud, o simplemente se sentían fijos como árboles en la propiedad y les intranquilizaba no contar con apoyo o ayuda más allá de los muros comunales y oraban en secreto para que no les invadieran las muchedumbres que el señor Noyes había identificado como «los bárbaros».

Especialmente proclives a esos sentimientos de inseguridad había varias madres solteras y sus hijos, y también numerosas vírgenes que ahora estaban menos dispuestas a ofrecer sus cuerpos en el bienaventurado espíritu del amor libre cuando ya no sentían la persuasiva fuerza del amor y la libertad extendida a toda la comunidad. Durante ese período muchas mujeres se abstuvieron del sexo para disgusto de los hombres, mientras que otras empezaron a insistir en recibir algo más que placer corporal y elogios de los hombres que ellas favorecían. Querían ser poseídas y, a su vez, poseer y conseguir del objeto de su afecto una promesa de matrimonio.

Esas inclinaciones, y otras que se oponían a los ideales del perfeccionismo, eran descritas en numerosas cartas que Noyes recibía de sus fieles. A él le entristecía y preocupaba lo que leía. Los jóvenes estudiantes universitarios y los adolescentes parecían especialmente rebelados contra las tradiciones de Oneida. Iban por su camino y se comprometían románticamente como parejas; ignoraban la Biblia y la crítica de sus mayores. Un número considerable de jóvenes habían adquirido sus propios caballos, desafiando de ese modo la ley de Oneida contra la propiedad privada. Unas cuantas mujeres se dejaban ahora el cabello largo y también preferían los vestidos más largos que estaban de moda en el mundo exterior.

Los maestros y las gobernantas que antes habían ejercido una autoridad completa e incuestionada sobre todos y cada uno de los niños eran ahora desafiados por las madres naturales. Un resultado de esta creciente atención materna era un incremento en la desobediencia infantil, las disputas acerca de juguetes y una falta de disciplina en general.

Además de los informes negativos procedentes de Oneida, a Noyes le llegaban recortes de los grandes periódicos que, con pocas excepciones, reflejaban las opiniones condenatorias del sistema legal y moral del país y que retrataban a los miembros de la secta como lujuriosos excéntricos en desbandada. Típica de esos artículos periodísticos fue una noticia de The New York Times con el siguiente título: «La gente rara de Oneida: problemas en la comunidad de socialistas».

Con la creciente publicidad y ridiculización en el exterior y el deterioro interior, y después de semanas de reflexión y de deliberación con sus fieles más íntimos, Noyes decidió que, en aras de salvar a Oneida de una larga y costosa batalla legal que podría liquidar sus empresas y desmoralizar aún más a sus miembros —por no hablar del constante peligro de agresión física de la muchedumbre—, debía anunciar que se daba por finalizada la política del matrimonio complejo y del programa de procreación de amor libre. Sabía que la prensa lo interpretaría como una rendición incondicional a sus enemigos, pero en su anuncio público en agosto de 1879 y en sus subsiguientes declaraciones a la prensa, no se mostró arrepentido e incluso soslayó la posibilidad de que llegase el día en que su comunidad podría volver a dedicarse a los alegres ritos del noviazgo perpetuo.

La declaración oficial decía: «Dejamos la práctica del matrimonio complejo que durante treinta y tres años ha existido en la comunidad, no como renuncia a creer en los principios y objetivos finales de la institución, sino como deferencia al sentimiento público que evidentemente está en contra del mismo». En otra declaración reiteró su postura: «La comunidad no se arrepiente de su pasado; por el contrario, se considera afortunada de haber podido realizar una tarea pionera; se alegra de los resultados generales. No abandona sus convicciones previas. Simplemente está convencida de que por su interés general, incluyendo su progreso social, debe abandonar la práctica del matrimonio complejo y ubicarse en la línea de Pablo, que permite el matrimonio, pero prefiere el celibato». Por último, como si presentara una consideración histórica del principal objetivo y la contribución de los perfeccionistas al Estados Unidos del siglo XIX, Noyes señalaba: «Hicimos una incursión en un territorio desconocido, lo exploramos y regresamos sin haber perdido un solo hombre, mujer o niño».

Pero al asociarse con san Pablo en la recomendación del celibato como la más preciada de las virtudes, Noyes no se estaba sometiendo a ningún gran sacrificio personal. En aquella época, era un sexagenario hastiado del sexo que había aprovechado todo lo posible el amor libre mientras duró, y ahora podía descansar en su retiro canadiense, alegrarse con la salud y la crianza de sus nueve hijos nacidos en Oneida y que llevarían su apellido y honrarían su memoria. Ciertamente, uno de sus hijos, un trabajador adolescente llamado Pierrepont B. Noyes —cuya madre, Harriet Worden, había entrado en Oneida cuando tenía nueve años—, se transformaría en la década de 1890 en el líder de Oneida, y con la ayuda de sus hijos transformaría el negocio de fabricación de cubiertos de Oneida en una empresa internacional que en 1970 valdría cerca de cien millones de dólares.

Sin embargo, esa gran fortuna no se podría atribuir, ni siquiera por parte de los simpatizantes del amor libre, a las energías regenerativas de la variedad sexual, porque los lujos libidinosos de la antigua Oneida jamás volverían a la comunidad después de las declaraciones de 1879 de su fundador, aunque también hay que añadir que muy pocos miembros quedaron convencidos de la inclinación de Noyes al celibato. Después de haber dado ese dictamen, la mayoría de los solteros de Oneida prefirieron el mal menor y sucumbieron al matrimonio.

Pronto se celebraron treinta y siete matrimonios, muchos de ellos llevados a cabo por compañeros perfeccionistas en los lujosos jardines de la mansión, pero otros miembros —incluyendo doce mujeres de menos de cuarenta años que tenían hijos— siguieron solteras. Si se adhirieron al celibato o si las parejas casadas respetaron la monogamia, es algo que no se ha podido dilucidar a partir de los archivos de los historiadores de Oneida. La mayoría de las parejas recién casadas eligieron permanecer en Oneida, habitando en la mansión o en pequeñas viviendas cercanas, y continuaron trabajando en diversos oficios dentro del complejo comunal.

En 1880 Oneida se convirtió en una sociedad anónima. Sus doscientos veintiséis residentes se transformaron en accionistas de la Oneida Community Limited. El reparto de las acciones, que proporcionó a los perfeccionistas más antiguos unos 5.000 dólares y acciones de menor cuantía a los miembros más jóvenes y a los recién llegados, fue una fuente de conflictos dentro de la comunidad. Como era de esperar, los miembros más insatisfechos con la distribución de las acciones —y también con la insistencia de Noyes acerca de la abolición del matrimonio complejo— fueron James Towner y sus treinta seguidores.

En 1882, cuatro años antes de que muriera John Humphrey Noyes en Canadá a la edad de setenta y cuatro años —su cadáver volvería a Oneida para el entierro—, James Towner y su facción abandonaron la comunidad, cambiaron sus acciones por dinero en efectivo, y en una caravana de carros iniciaron la larga travesía al Oeste, hacia el clima más clemente y las tierras libremente federadas del sur de California. El grupo se instaló en la ciudad de Santa Ana, al sur de Los Ángeles, donde con el tiempo fueron aceptados, lograron bienestar y prosperidad, y donde James Towner fue más tarde nombrado juez de distrito.