10

Las relaciones de John Bullaro con Barbara Cramer, que continuaron durante el otoño y verano hasta la primavera de 1966, se caracterizaron por fugaces encuentros sexuales en moteles próximos al despacho; luego ella se iba a cumplir con citas comerciales mientras él almorzaba a solas, regodeándose en el placer erótico, pero también sintiendo a veces un leve malestar inducido por la culpabilidad y una creciente ansiedad.

Temía que tarde o temprano sus relaciones con Barbara se descubrieran en la oficina y provocaran un escándalo que pusiera en peligro su carrera y su matrimonio. Pero hasta entonces no había sucedido nada que justificara esos temores. Por el contrario, su vida había mejorado desde su encuentro con Barbara Cramer. El estímulo sexual que ella había despertado en él se extendía a su matrimonio, reviviendo su aletargado interés por Judith y ganando su reciprocidad. Su trabajo también iba viento en popa y hacía poco se había enterado de que muy pronto la empresa le enviaría a Nueva York a recibir formación de alto ejecutivo en la central.

Barbara se sintió tan satisfecha como él ante esa eventualidad, ya que la relación le había proporcionado nuevos bríos profesionales. Él siempre se sorprendía de la capacidad que ella tenía de limitar sus relaciones al sexo y a conversaciones superficiales sin involucrarse emocionalmente con él ni exigirle nada que pudiera perjudicar su matrimonio. Jamás le telefoneaba a su casa ni se quejaba de no poder verle por las noches, ni reveló la menor curiosidad por su mujer, salvo en una ocasión en que mostró interés por el hecho de que Judith hubiese estudiado para enfermera.

La actitud de Barbara con Bullaro en la oficina era impecablemente formal, incluso en días en que ya habían estado en un motel. Aunque no cenaban juntos a menudo, cuando lo hacían de vez en cuando, ella recogía la nota y a veces pagaba los gastos de hotel. Una vez, cuando él se mostró reticente para acompañarla a un hotel determinado porque estaba relativamente próximo a su casa en Woodland Hills, Barbara le hizo esperar en el coche mientras ella se registraba en conserjería y luego volvió a reunirse con él con la llave de la habitación en la mano.

Era la mujer más independiente y autosuficiente que él había conocido y, si bien le intrigaba su vida, también era por su manera a veces fría y desapasionada en la cama. Era como si su forma de hacer el amor no significara para ella mucho más que ponerle gasolina a su Mustang rojo cuando se apresuraba a ir a una cita comercial. No obstante, si de repente se hubiera mostrado romántica, a él le habría disgustado. Por lo tanto, no se quejaba del estilo que ella imponía a la relación; le proporcionaba una buena relación sexual extraconyugal que le requería poco tiempo y energías, no amenazaba su trabajo ni su matrimonio y, durante el último año, él se había acostumbrado y quizá hasta dependiera ya de esa relación.

Sin embargo, la intranquilidad de Bullaro persistía. No podía superar el presentimiento de que con el tiempo la relación le costaría muy cara. Se sintió bastante aliviado cuando se enteró de que dejaría Los Ángeles en otoño para asistir a un programa de formación de ejecutivos en Nueva York. Pero unos pocos meses antes de su partida, la relación con Barbara terminó abruptamente de un modo que él no había previsto.

Después de unas semanas sin verla —Barbara se quejó de estar ocupada con demasiadas entrevistas—, ella le telefoneó una tarde para decirle que hacía poco tiempo había conocido a un hombre que la tenía fascinada. Con una voz que sonaba extrañamente tímida, admitió que quizá estuviese enamorada. El hombre era un ingeniero, continuó diciendo, un brillante técnico que había trabajado en los cohetes espaciales tripulados. Aunque Bullaro la felicitó, tuvo la desagradable sensación de que le comparaban con otro desfavorablemente.

De inmediato, trató de convencerla para que saliesen juntos esa noche, pero ella rehusó con amabilidad. La llamó una semana después, pero ella repitió que solo veía al ingeniero y añadió que estaban considerando la posibilidad de casarse. Por último, Bullaro se dijo a sí mismo que la relación había terminado. Admitirlo le deprimió un poco.

Trabajó en su despacho todo un verano tranquilo, luego hizo unas breves vacaciones con Judith y los chicos y empezó a prever los meses que pasaría en Nueva York. Aunque estaría allí la mayor parte del invierno, viajaría regularmente a Los Ángeles los fines de semana. Cuando Judith le llevó al aeropuerto en septiembre, ella dijo que le extrañaría aunque, al mismo tiempo, se alegraba porque el viaje representaba un progreso en su trabajo. Judith parecía muy alegre y muy poco sentimental cuando se despidieron. Bullaro subió al avión sintiéndose extrañamente inquieto.

Hacía una década que había visto Nueva York por última vez como estudiante de la Universidad de Nueva York. El rascacielos de la empresa, situado en Madison Avenue y la calle Veintisiete, estaba a poca distancia de su viejo piso en Greenwich Village. Aunque pasó su primer domingo por la tarde paseando por Washington Square, oyendo las canciones folclóricas que cantaban los estudiantes alrededor de la fuente y admirando a las jóvenes de minifalda y pezones que destacaban a través de las camisetas, no le atrajeron del mismo modo que en las playas de California, donde le había fascinado la imagen de libertad juvenil que allí se respiraba. Ahora estaba más comprometido con la empresa; era consciente del honor que representaba ser uno de los once hombres de seguros de Nueva York elegidos en todo el país para recibir formación como director general. Después de terminar el curso, Bullaro y los otros diez regresarían a sus respectivas zonas para dirigir sus equipos de empleados y agentes en una oficina general de la New York Life. Para Bullaro y los demás, ello significaría más dinero y prestigio y una oportunidad de acercarse a la cima.

Los hombres se hospedaban en el hotel Roosevelt de la calle Cuarenta y cinco, cerca de Madison. Cada mañana tomaban el metro o compartían taxis hasta el edificio de la New York Life, con la excepción de Bullaro, que se levantaba más temprano para recorrer a pie dieciocho manzanas y así mantenerse en forma. Si bien a esa hora las aceras no estaban llenas de gente, unos pocos transeúntes se detenían para verle pasar al trote con su traje oscuro y corbata, el portafolios a veces bajo el brazo como una pelota de rugby. A veces esperaba un aplauso irónico o un comentario mordaz que revelara la impresión que causaba, pero lo único que oía por encima del ruido del tráfico era el golpeteo rítmico de sus zapatos sobre el pavimento.

Al acercarse al edificio, Bullaro aminoraba la marcha y se arreglaba la camisa. El edificio era un gris rascacielos «gótico» que se elevaba treinta y cuatro pisos a través de una serie de ángulos y terrazas hasta un tejado piramidal coronado por una linterna dorada. Al entrar, Bullaro cruzaba grandes puertas doradas ornamentales que daban a un pasillo abovedado de mármol y que terminaba en las puertas adornadas de los ascensores. Los ascensores subían lentamente. Debido a que los techos de las oficinas interiores de todo el edificio estaban insonorizados, no se oían las conversaciones ni los ruidos de las máquinas de escribir. Bullaro se sentía como un feligrés en una catedral; su actitud reverencial aumentaba a medida que conocía más la empresa y su historia. La percibía como una religión laica que ofrecía valores a la vida después de la muerte y que satisfacía el miedo natural que sienten los hombres ante la muerte.

Al visitar los archivos de la New York Life durante su primera semana en el edificio, Bullaro vio en cajas de cristal las famosas firmas de difuntos beneficiarios de pólizas: el general Custer, Rogers Hornsby, Franklin D. Roosevelt. También había una exposición de fotos de desastres que habían costado mucho a la compañía: el incendio del teatro Iroquois de Chicago en 1903, en el que murieron diecinueve asegurados; el terremoto de San Francisco de 1906, que incluyó en su devastación a la sucursal de la compañía; el supuestamente indestructible Titanic, que se hundió en 1912 con once asegurados a bordo; el transatlántico Lusitania, que en 1915 fue torpedeado por submarinos alemanes causando la muerte de dieciocho personas aseguradas por la New York Life.

Bullaro leyó que, pese a que habían existido varias formas de seguro marítimo desde el Renacimiento entre las naciones costeras, la práctica de asegurar la vida humana después del siglo XVII había ofendido a numerosos líderes religiosos, que denunciaban a los aseguradores como herejes, comerciantes de la muerte que se beneficiaban de la voluntad divina. En varios países, entre ellos Francia, el seguro de vida estuvo prohibido hasta el siglo XVIII, pero en las naciones náuticas más importantes, como Inglaterra, donde hacía mucho tiempo que se tenía la costumbre de asegurar barcos y cargas contra las tormentas y los piratas, hubo poca resistencia a extender la protección e incluir bienes inmuebles y personas.

Bullaro leyó que los ingleses habían introducido la venta de seguros en Estados Unidos, pero como negocio sobrevivió a duras penas casi todo el siglo XVIII porque la mayoría de los habitantes, en la economía agraria, carecían de fondos extra o no se sentían dispuestos a pagar por adelantado un incidente imaginario. Sin embargo, con la llegada de la revolución industrial, las compañías de seguros empezaron a prosperar como guardianas del materialismo. Bullaro, al leer los boletines y folletos actuales, y las cifras correspondientes, se enteró de que las principales compañías de seguros, a mediados de la década de 1960, estaban entre las empresas privadas más poderosas del país, superando incluso en activos a las principales empresas petrolíferas.

La principal aseguradora, Prudential Life, con un activo de 35.000 millones de dólares, superaba a Exxon en 10.000 millones, mientras que la segunda aseguradora, Metropolitan Life, tenía 7.000 millones más que Exxon. La firma de Bullaro, con un valor de casi 14.000 millones, era la cuarta entre las aseguradoras, detrás de los 20.000 millones de Equitable, y por delante de los 13.000 de John Hancock. Había unas treinta compañías más de seguros en Estados Unidos que al menos tenían 1.000 millones cada una. Todos los días, la industria del seguro ingresaba 120 millones, mientras que pagaba solo la mitad de esa suma en accidentes y anualidades. El 10 por ciento del producto nacional bruto se gastaba en seguros, una ofrenda a los dioses de la inseguridad.

Pero, pese a la importancia de la industria, los hombres que dirigían las gigantescas corporaciones permanecían casi todos en el anonimato. Si un periódico deseaba publicar un artículo de importancia sobre los seguros, no podía encontrar un solo rostro famoso para ilustrar los titulares. La timidez parecía ser la cualidad de sus líderes. Mientras Bullaro visitaba la torre del edificio y miraba los grandes retratos al óleo de los presidentes del pasado que llenaban las paredes —bigotudos victorianos del siglo XVIII, conservadores con gafas del XIX—, le impresionó la similitud en sus expresiones, la timidez y serenidad de sus miradas. Eran tímidos poderosos. Bullaro se preguntó si su propia personalidad y talento le hacían compatible con esos eminentes guardianes de la confianza pública.

Si bien consideraba que él era lo bastante diligente y modesto para tener acceso con el tiempo a la máxima jerarquía de la New York Life, siempre fue consciente de que en lo más profundo de su ser se rebelaba contra el conformismo corporativo, y que le atraían las fantasías de la libertad, aunque, mientras estuvo en Nueva York, reprimió severamente cualquier expresión de esta naturaleza. En la sede central de la empresa se manifestaba, por sus modales y aspecto, como un modelo del joven ejecutivo en ascenso. Parecía absolutamente concentrado en las pólizas, en las teorías de la compañía y en conocer en profundidad los programas recién estructurados de seguro médico y de grupos. Cuando se iba del despacho, a menudo cenaba con sus colegas, pero, a diferencia de ellos, no se quedaba bebiendo hasta tarde. Y conservaba su energía sexual para su visitas semanales a Judith en Los Ángeles.

Ese tiempo de separación tuvo un efecto saludable en su matrimonio, y cada visita al hogar representaba una nueva luna de miel. Judith, sonriente en el aeropuerto, muy rubia, graciosa y distinguida entre la multitud, le abrazaba con cariño y charlaba con entusiasmo en el coche. Más tarde, después de haber visto a los niños, hacían el amor con una pasión que les recordaba su noviazgo.

Pero cuando regresó de forma permanente a Los Ángeles y aceptó el cargo de director general en su propia oficina de Woodland Hills, a cargo de una nómina que incluía a nueve agentes, su relación con Judith poco a poco volvió a ser tan rutinaria como antes de su viaje a Nueva York. Después de cuidar a los niños todo el día, Judith se iba pronto a la cama, mientras él se quedaba en la sala ocupado en su trabajo, que había aumentado desde su ascenso.

Aunque hacía meses que no hablaba con Barbara Cramer, había oído decir que estaba casada con un ingeniero llamado John Williamson, que seguía trabajando en la empresa y que mantenía su buen ritmo de ventas. Bullaro había pensado en escribirle una nota o llamar para saludarla, pero antes de llegar a hacerlo, se la encontró una tarde cerca del ascensor en la sucursal. Ella estuvo muy cordial, y Bullaro se sintió menos incómodo de que le vieran en su compañía, ahora que ella era una mujer casada. Mientras concertaban una cita para comer juntos esa semana no se le ocurrió que su relación podría volver a ser sexual.

Pero durante la comida, Barbara, a su inimitable manera, sugirió que fueran a un motel. Al principio, Bullaro pensó que estaba bromeando, pero cuando ella insistió añadiendo que él podía esperar en el coche mientras ella hacía la reserva de la habitación, él pidió la cuenta y salió con ella del restaurante. Se sintió tan sorprendido como siempre por su franqueza e impulsividad, y también excitado al pensar en hacer el amor con ella. Tras aparcar en el motel, y mientras ella iba a recoger la llave, él esperó inquieto en el asiento del conductor, preguntándose si ella firmaría con el apellido del marido en el registro. Sin embargo, no dijo nada cuando volvió al coche con la llave, prefiriendo evitar cualquier mención a su matrimonio.

En la habitación, ella se quitó la ropa rápidamente y Bullaro volvió a ver su magnífico cuerpo. No tardó en sentir sus caricias agresivas en cuanto estuvo desnudo en la cama y ella se le montó encima. La facilidad con que se satisfizo y la forma ágil en que se puso encima de ella sin separarse, le hizo pensar en un acto circense. También le confirmó que el matrimonio no había alterado su estilo deportivo ni disminuido su deseo de sexo extramatrimonial.

Después de acabar, mientras descansaba en la cama, Bullaro le preguntó si era feliz en su matrimonio. Barbara le contestó que sí, añadiendo que su marido era el hombre más admirable que había conocido. Era sensible, seguro de sí y no le intimidaba la personalidad de ella. De hecho, continuó diciendo, ahora la estaba animando a que fuera más independiente de lo que ya era, en la esperanza de que a medida que ella alcanzase niveles más altos de satisfacción y conocimiento de sí misma, volcara esos elementos positivos en su matrimonio. Un matrimonio debía estimular el crecimiento en vez de las limitaciones y restricciones, prosiguió; mientras Bullaro la escuchaba con cierto cinismo, supuso que estaba repitiendo las palabras de su marido. Jamás la había oído hablar de esa forma y, aunque aún le sorprendían las motivaciones del marido y se preguntaba qué diría él si supiese lo que acababa de suceder en esa habitación, permaneció en silencio mientras Barbara Williamson continuaba explicándole para su beneficio, y quizá para beneficio propio, cómo era el matrimonio del que ahora disfrutaba.

La mayoría de la gente casada, dijo, tenía «problemas de propiedad». Querían poseer el cuerpo y el alma del cónyuge, esperaban la monogamia. Y si uno de ellos admitía una infidelidad al otro, lo más probable era que se interpretase como una señal de deterioro en el matrimonio. Pero eso era absurdo, explicó ella: un marido y una mujer debían poder disfrutar del sexo con otra gente sin que ello representase una amenaza para la relación básica, o se tuviera que mentir y sentirse culpable acerca de las experiencias extramatrimoniales. La gente no puede esperar que un cónyuge satisfaga todas las necesidades. Barbara dijo que su relación con John Williamson resultaba fortalecida por su mutuo respeto a la libertad personal. Ambos se sentían lo bastante seguros en su amor para admitir abiertamente que a veces hacían el amor con otras personas.

Todo eso puso nervioso a Bullaro, que de inmediato la interrumpió para decir que esperaba que ella no pensase hablar con su marido de su visita al motel. Ella se rio y le replicó que eso no pondría nervioso a John Williamson porque no era un hombre celoso. De repente, Bullaro sintió pánico y una furia creciente. Saltó de la cama, y estaba a punto de pegarle un grito cuando ella le abrazó rápidamente, meneó la cabeza y le dijo que se tranquilizara. No le diría nada a su marido. Bullaro se calmó un poco, y aunque ella le repitió la promesa, él no confió del todo en sus palabras.

Después de abandonar el motel, decidió que jamás volvería a acostarse con ella. Su vida libertina con su nuevo marido y su ridícula filosofía sobre la honestidad sexual seguramente se le vendrían encima como un bumerán. Y cuando eso sucediera, él no quería estar allí para presenciarlo. Tras haber leído bastantes historias periodísticas sobre asesinatos de esposas y amantes a manos de un marido supuestamente no celoso, Bullaro supo que era mejor mantenerse alejado de Barbara Williamson. Cuando menos, su relación continuada en el tiempo, ahora que ella experimentaba con su recién adquirida libertad, podía escandalizar a su propio matrimonio y hacer que terminara de forma abrupta su prometedora carrera. Como profesional de los seguros evaluó su actual situación como demasiado arriesgada.

Dos días después, cuando su secretaria le anunció que la señora Williamson estaba al teléfono, ya estaba preparado para decirle que no volvería a estar disponible para la hora del almuerzo o para lo que a ella se le ocurriese, pero cuando cogió el auricular, ella le hizo una pregunta urgente sobre un problema de seguros. Su tono fue estrictamente de negocios a lo largo de toda la conversación. También le informó de que había una brillante mujer que deseaba solicitar un trabajo en la New York Life. Barbara le pidió que él llevara a cabo la entrevista e hiciese la acostumbrada prueba de evaluación. Bullaro, cuyas responsabilidades incluían la contratación de personal, concertó una cita para la tarde siguiente; Barbara le dio las gracias y cortó.

La candidata que Barbara escoltó hasta su despacho era una mujer ágil, cercana a la treintena, de largo cabello moreno, facciones angulosas y ojos expresivos que se fijaron en él cálidamente durante toda la entrevista. Se llamaba Arlene Gough, había nacido en Spokane y ahora vivía en Los Ángeles con su marido, un ingeniero. Dijo que había trabajado como decoradora de interiores y también como secretaria en la compañía de aviación de Hughes, pero expresó su confianza en poder vender seguros. Iba vestida de forma conservadora, con un elegante vestido gris. A Bullaro le impresionó su sentido común, así como su vivacidad y sensualidad. Esperó que esa atracción no le resultara demasiado obvia a Barbara, sentada al otro lado de su escritorio.

Cuando llegó su secretaria para decir que los papeles de la prueba estaban listos, Barbara se despidió y se retiró. Arlene Gough se retiró a la sala de reuniones. Ya era última hora de la tarde y, antes de que la señora Gough terminase su prueba, la mayoría de los empleados se habían ido y la oficina estaba a punto de cerrar. Pareció confiada cuando volvió a entrar en el despacho de Bullaro y le preguntó cuándo conocería los resultados. Él le dijo que tardaría unos pocos días y que la mantendría informada. Ella le preguntó si no le molestaría que se quedara en el edificio mientras Bullaro terminaba su trabajo y si la podría llevar a su casa. Su marido estaba en viaje de negocios y Barbara no había podido esperarla. Vivía cerca de la casa de Bullaro. Él le contestó que estaría encantado de hacerlo.

En el coche, ella se sentó muy cerca de él y se comportó de forma cortés y atenta; cuando llegaron a su casa, le invitó a tomar una copa. La casa estaba en silencio y, después de que ella volviera de la cocina con hielo, se quedó a su lado en el bar y le miró a los ojos como si quisiera que la besara. Cuando él lo hizo, ella le respondió al instante y apretó su cuerpo contra el de él. Bullaro sintió cómo le pasaba los brazos por el cuello, y entonces sus manos se movieron lentamente por su espalda hasta la cintura y los muslos. Por último, ella le susurró que le gustaría hacer el amor.

El carácter normalmente cauto de Bullaro había desaparecido. La siguió sin vacilar y se desvistieron rápidamente. Contempló el hermoso cuerpo desnudo, tan gracioso como el de una bailarina. Más tarde, cuando la penetró, sintió sus largas piernas a su alrededor y sus fríos talones presionando contra sus piernas. Bullaro estaba en éxtasis y, al oír sus suspiros, sintió que aumentaba el ritmo de sus movimientos y apenas pudo dar crédito a lo que estaba sucediendo en su vida. Arlene era sexualmente tan insaciable como Barbara y solo pudo llegar a la conclusión de que debía de haber algo extraño o frustrado en sus respectivos matrimonios.

Debido a que el marido de Arlene llegaba esa noche, Bullaro se fue poco antes de las siete; mientras conducía por las tranquilas calles residenciales de Woodland Hills se sentía agradablemente exhausto. Vio a Judith en el jardín cuando dobló la esquina. Al apearse del coche pidió disculpas de inmediato por su tardanza, explicando que había tenido que tomar unas copas con un agente que tenía problemas. Si Judith no le creyó, no lo demostró, y cuando entró en casa con ella cualquier otra explicación fue interrumpida por el ruido de la televisión y el griterío de los niños.

Al día siguiente, Barbara le llamó a la oficina para preguntarle cómo le había caído Arlene, sugiriendo que quizá estaba al corriente de que se habían acostado juntos, pero Bullaro contestó formalmente que se reservaba la opinión hasta conocer el resultado del examen. Bullaro estaba ansioso por colgar y, cuando Barbara sugirió que comieran juntos, rápidamente convino en encontrarse con ella otro día de la semana y cortó la comunicación.

Una hora más tarde, le llamó Arlene Gough para decirle lo mucho que había disfrutado con él y que cuando supiera el horario de los viajes de su marido de la semana siguiente, le llamaría para volver a verse. Enseguida añadió que quería verle fueran cuales fuesen los resultados de la prueba. Bullaro se sintió aliviado al oír eso, ya que acababa de decidir que si le daba el trabajo cometería un grave error.

Durante los dos meses siguientes, Bullaro visitó la residencia de los Gough varias veces camino de su casa. En contra de su propio parecer, también siguió viendo a Barbara Williamson. Por más decisiones en contra que adoptase, le resultaba difícil resistirse a la insistencia de Barbara, en parte porque disfrutaba con los breves encuentros eróticos, y en parte porque le pareció poco inteligente rechazarla ahora que también veía a su amiga Arlene Gough. Aunque ninguna de las dos mujeres le hacía preguntas sobre la otra, él supuso que hablaban entre ellas, pero esa posibilidad no le molestó mientras sus maridos no estuvieran al tanto.

Barbara le había convencido por fin de que debía preocuparse menos y disfrutar más. Nadie estaba siendo herido, razonaba ella, y se procuraban mucho placer. Tuvo que darle la razón. También se dio cuenta de que sus devaneos con Barbara y Arlene habían reavivado su interés sexual por su mujer. Y ya que su rendimiento en la oficina no disminuía, no vio razón alguna para no disfrutar de tan feliz conjunción de circunstancias.

Pero a principios del invierno de 1967, una lluviosa mañana de lunes, cuando Bullaro llegó a su despacho, su secretaria le informó de que acababa de recibir dos insistentes llamadas de un hombre llamado John Williamson. Bullaro sintió un súbito vuelco en el estómago y un escalofrío. La secretaria, que al parecer no se dio cuenta de que esa persona era el marido de Barbara Williamson, dijo que no había dejado ningún mensaje, pero que volvería a llamar.

Bullaro asintió con la cabeza, entró en su oficina y cerró con cuidado la puerta. Se sentó lentamente en el sillón de cuero, se frotó la frente e intentó no perder la calma. Sobre su escritorio había fotos de Judith y los niños, y de las paredes colgaban premios de ventas de la empresa, su diploma de la universidad y una placa conmemorativa de su apoyo al Club de Jóvenes de Hollywood. De repente, toda su vida pareció a punto de derrumbarse, y se detestó a sí mismo por su estupidez y también a Barbara por haberle llevado por el mal camino. Estaba seguro de que, si hubiera seguido sus instintos, ahora no estaría en esa situación, aunque en ese momento lo único que podía hacer era esperar y prepararse para el enfrentamiento. Lo peor que podía pasar era una amenaza física contra su vida o un juicio escandaloso y con mucha publicidad que avergonzaría a Judith y a la compañía de seguros. Si, como había dicho Barbara, Williamson resultaba no ser un hombre posesivo, quizá pudiera buscar alguna compensación financiera, un chantaje, un préstamo personal o un favor comercial. O quizá solicitara algo raro y extravagante.

Bullaro oyó sonar el teléfono, luego a su secretaria informándole de que el señor Williamson estaba al habla. Con toda la valentía que pudo, Bullaro se puso al teléfono. La voz al otro lado de la línea era baja y susurrante, tan suave que Bullaro apenas podía oírla.

—Soy John Williamson, el marido de Barbara —empezó diciendo—, y me preguntaba si podríamos almorzar juntos.

—Por supuesto —replicó rápidamente Bullaro—. ¿Qué le parece hoy mismo?

Aunque Bullaro tenía previsto un importante almuerzo de negocios, decidió cancelarlo antes de prolongar la tortura y el suspense.

—Muy bien —dijo Williamson—. ¿Podría pasar a buscarle a eso de las doce y media?

Bullaro dijo que sí, Williamson dio las gracias y colgó.

Durante el resto de la mañana, Bullaro siguió adelante con las rutinas de la dirección, manejando documentos en su escritorio y observando el reloj. Trató de llamar a Barbara a su despacho, pero no contestaba nadie y no quiso telefonear a su casa y arriesgarse a que le contestara su marido.

A las doce y media en punto, la secretaria de Bullaro le llamó por el intercomunicador y le anunció que el señor Williamson estaba en la sala de espera. Bullaro salió del despacho y, con una mano extendida en señal de saludo, caminó hacia un hombre enorme de anchos hombros, con un traje oscuro, camisa blanca y corbata. Tenía treinta y tantos años, pelo muy rubio y una fuerte cara leonina dominada por unos pálidos ojos azules aunque sombríos y de frondosas pestañas. Forzando una sonrisa, Williamson le estrechó la mano, y con una voz suave que parecía del Sur, agradeció a Bullaro que le dedicara su tiempo a pesar de haberle avisado con tan poca antelación.

Afuera, el cielo estaba nublado, pero no llovía. Mientras lo acompañaba hacia el aparcamiento, Williamson sugirió ir en su coche, un Jaguar XKE beige que rápidamente despertó la admiración de Bullaro. Al entrar, se dio cuenta de que tenía aire acondicionado, y Williamson le explicó que acababa de comprarlo, añadiendo que le gustaba hacer él mismo las reparaciones mecánicas.

Williamson conducía a toda velocidad y hacía rápidos cambios de marchas. Bullaro vio que tenía unos bíceps y antebrazos enormes, y que sus manos pecosas eran fuertes y de dedos gruesos. Aunque Williamson no se volvió para mirarle, concentrado en la carretera mientras conducía, Bullaro sintió que estaba siendo objeto de su escrutinio y que cada movimiento nervioso suyo podía ser percibido dentro del campo de visión de Williamson. Bullaro no sabía qué decir, pero se sintió obligado a hablar y aventuró un comentario sobre el leve acento sureño de Williamson. Este le contestó que había nacido en Alabama, pero agregó que no había vivido allí desde que finalizó el instituto. Bullaro esperó a que Williamson continuara hablando, pero se hizo un silencio, hasta que Bullaro le preguntó a qué universidad había asistido. Williamson replicó secamente que no había ido a la universidad. Bullaro deseó no haber hecho esa pregunta.

Mientras viajaban, el silencio parecía cada vez más de peor agüero, pero en lugar de arriesgarse a hacer otra pregunta torpe, Bullaro se calló y trató de tranquilizarse mirando por la ventanilla y simulando una actitud de indiferencia. Atravesaron el parque Canoga por caminos que Bullaro conocía bastante bien. Había vendido seguros en esa comunidad, la había recorrido en bicicleta, había sido cliente de los restaurantes. Cuando Williamson se salió de la carretera principal y dirigió el coche hacia la calle del restaurante Red Rooster, Bullaro sintió que su ansiedad aumentaba. Ese era el lugar donde había ido repetidas veces con Barbara. La elección de ese establecimiento le pareció sumamente desagradable.

Sin decir palabra mientras salía del coche, Bullaro siguió a Williamson al salón principal, donde, después de esperar un instante, fueron conducidos a una mesa próxima situada al fondo. El restaurante estaba lleno de gente, pero por suerte un camarero apareció de inmediato y Bullaro pudo pedir enseguida una copa. Williamson tomó asiento con las manos juntas, vacilante. Parecía tímido o preocupado. Bullaro se inclinó hacia delante. Por último, Williamson tomó la palabra.

—Sé lo de Barbara y usted —dijo en voz baja.

Bullaro, con la vista fija en el mantel, no dijo nada, pero se sintió totalmente atrapado y odió a Barbara por haberle traicionado.

—Lo sé —siguió diciendo Williamson—, y creo que está bien.

Bullaro levantó la mirada sin poder creerlo, dudando si había oído correctamente.

—¿Piensa que está bien? —repitió Bullaro levantando el tono de voz con incredulidad.

—Así es —dijo Williamson—. Usted le hace bien. Satisface ciertas necesidades que ella tiene en la vida. Pienso que es estupendo. —Y añadió en voz baja pero con firmeza—: Me gustaría que continuase.

Bullaro estaba sumamente confuso y pensó que Williamson le estaba aguijoneando con su extraño sentido del humor. Sin embargo, mientras estudiaba el rostro de Williamson, y veía sus pálidos ojos azules que le miraban con simpatía, se convenció de la sinceridad de Williamson, aunque todavía no tenía idea de cómo debía reaccionar, qué debía decir o cuál era el motivo subyacente tras la petición de que prosiguiera su relación con Barbara.

El camarero llegó con las bebidas, dando a Bullaro unos pocos segundos de libertad para pensar antes de decir nada. Por supuesto que ahora no quería hablar de forma inadecuada, pero de momento había perdido todo sentido de lo racional. Había entrado en el restaurante esperando ser amenazado o chantajeado por un marido con sed de venganza; en cambio, Williamson le había felicitado y ahora lo animaba a que siguiera acostándose con su mujer. En esas extrañas circunstancias, Bullaro no estaba seguro de querer hacerlo, pero aún menos quería correr el riesgo de ofender a ese hombre peculiar que, en caso de ofensa, podría recurrir a la venganza.

Cuando el camarero se retiró, Bullaro decidió que lo mejor era seguirle la corriente por el momento, evitar cualquier discusión, y quizá, si era posible, halagarle. Bullaro sentía una gran alegría porque al parecer su trabajo y su hogar no estaban en peligro, por lo menos de momento. Con el deseo de celebrar esa sensación de alivio, levantó la copa en un brindis, agradeció a Williamson sus simpáticas palabras y expresó su admiración por el matrimonio emancipado de los Williamson.

—Es realmente una maravilla que usted y Barbara hayan podido alcanzar este nivel de entendimiento —empezó a decir Bullaro.

—Sí —convino Williamson—, pero ahora estamos tratando de alcanzar otras metas.

Bullaro asintió, resumiendo lo que Barbara ya le había dicho sobre la convicción de Williamson de que el matrimonio no tendría que fortalecer sentimientos de propiedad, que, idealmente, las parejas deberían poder mantener relaciones sexuales con otras personas sin suscitar culpabilidades ni celos.

Williamson escuchó el resumen de Bullaro, pero dijo que se trataba de algo más complicado y ambicioso que eso. Había un grupo, dijo Williamson, que se reunía regularmente en su casa para discutir y explorar nuevas formas de lograr una mayor satisfacción en el matrimonio. El matrimonio estadounidense estaba en crisis, añadió; los papeles tradicionales de los sexos exigían una nueva definición; los terapeutas y psicólogos eran demasiado fríos en lo profesional, y les faltaba preparación desde el punto de vista personal para enfrentarse con el problema.

Pero el grupo de Williamson estaba logrando un progreso admirable, sugirió, porque los miembros estaban dispuestos a experimentar con ellos mismos como «instrumentos de cambio para los demás». El grupo estaba compuesto por personas normales de clase media que tenían cargos de responsabilidad en la comunidad, estaban integrados en el sistema social, pero, conscientes de algunas limitaciones en su entorno y en sí mismos, buscaban mejoras. Williamson mencionó que ese grupo incluía una mujer en la que Bullaro ya había demostrado interés: Arlene Gough.

—Así es —dijo Bullaro, sorprendido de enterarse de que ella estaba involucrada—, pero me parece demasiado complicado y me gustaría dejar el asunto.

—Pues entonces no habrá problemas —replicó Williamson con toda naturalidad.

A Bullaro le impresionó la tranquila seguridad de Williamson y se preguntó si no habría sido él quien envió a Arlene Gough a la compañía de seguros ese primer día con Barbara. El asunto parecía inquietante, una conspiración sexual que preocupó a Bullaro. Sin embargo, cuando en el almuerzo Williamson continuó describiendo a las interesantes mujeres y los varones que se reunían en su casa, donde a veces llevaban a cabo las reuniones todos desnudos, Bullaro, a su pesar, se sintió cada vez más interesado.

Cuando terminó la comida, Williamson dijo que esperaba que Bullaro visitara su casa y conociera a sus amigos. Bullaro dijo que le encantaría asistir.

—Muy bien —dijo Williamson—, mañana a las ocho de la noche.

Alarmado por el cariz que tomaba el asunto, temeroso de que le empujaran dentro del mundo erótico de Williamson, Bullaro ocultó su inquietud y dijo que asistiría.