17

Poco tiempo después de que John Williamson se convirtiera en el amante de Judith Bullaro, dimitió como socio en la empresa de electrónica, vendió sus acciones por casi 150.000 dólares y pagó el adelanto por el retiro montañés que se convertiría en su comunidad del amor. La propiedad estaba a quinientos metros sobre el océano Pacífico, en la parte superior de las montañas de Santa Mónica, a doce kilómetros de la playa de Malibú y a una hora de coche del centro de Los Ángeles. Para llegar por el camino más directo, un motorista tenía que subir desde la autopista Pacific Coast por caminos sinuosos y estrechos que ofrecían una vista aterradora y bella a la vez, que ascendía a través de la neblina del valle y sobre inclinadas copas de árboles, bordeando escarpados precipicios, acercándose a la roca amarilla de la ladera de la montaña, doblando una curva y tocando el borde de la carretera, luego de nuevo bruscamente hacia la montaña, después otra vez al cielo abierto y al riesgo de una caída. Era un viaje en zigzags, vertiginoso, que solo se hacía tolerable por la expectativa del placer sexual que aguardaba al final del trayecto.

A Sandstone Retreat, construido en la ladera sur de la montaña, se entraba por un camino privado marcado por dos pilares de piedra. La residencia principal, a unos quinientos metros de la entrada, era una amplia casa blanca de dos plantas sobre una base de hormigón y rodeada de eucaliptus y helechos, una fuente con peces y un jardin de césped tan cuidado que podía usarse como campo de golf. Desde la terraza de madera del segundo piso se podía ver el océano Pacífico, blancas manchas de veleros y la brumosa silueta de la isla Catalina. Detrás del patio de la casa, donde el terreno rocoso ascendía aún más, había pequeñas casas de estuco a las que se llegaba por unos escalones de madera, y también un gran edificio de cristaleras con techo de vigas que albergaba la piscina de dimensiones olímpicas en la que la gente nadaba desnuda.

Hacía muchos años, las seis hectáreas de Sandstone y el terreno adyacente que se extendía a lo largo de kilómetros por las laderas de la montaña, habían sido propiedad de rancheros millonarios y de estrellas de Hollywood como Lana Turner; pero cuando Williamson inspeccionó por primera vez las tierras con un agente inmobiliario en 1968, únicamente pudo ver señales de aislamiento y decadencia, edificios polvorientos y caminos de tierra llenos de baches cortados por piedras caídas y por promontorios de lodo cocido por el sol. La tienda más próxima estaba a kilómetros de distancia, en el cañón, donde el rústico centro comercial de Topanga era lugar de encuentro de hippies traficantes de drogas y bandas de motociclistas con chaquetas de cuero, y donde decenas de perros mal alimentados paseaban sin rumbo por la calle principal y cedían paso sin ganas a los cláxones de los motoristas.

Cuando Williamson mostró por primera vez Sandstone a quienes iban a formar parte de la comuna, estos se quedaron muy poco impresionados. Consideraron que el lugar estaba demasiado lejos y en malas condiciones. Sabían que pasarían meses de duro trabajo hasta hacer habitables las casas y reparar los caminos.

Pero Williamson compró la propiedad y, después de apelar al espíritu de aventura y a sus deseos —tantas veces expresados— de escapar del frenesí, la contaminación y el confinamiento de la ciudad, gradualmente les fue convenciendo de que era un lugar ideal para su utopía sensual. Williamson era terco y convincente. Como los fundadores de otras comunidades utópicas del pasado, estaba descontento con el mundo que le rodeaba. Consideraba que la vida urbana contemporánea en Estados Unidos era destructiva para el espíritu; que la religión organizada era un timo celestial; que el gobierno federal era molesto y avaro; veía al contribuyente común, que era penalizado con impuestos excesivos y a quien se le podía reemplazar fácilmente, como si existiese únicamente a través de una fría participación en una sociedad computarizada.

Los seguidores de Williamson, con pocas excepciones, compartían su punto de vista. Al igual que él, habían trabajado dentro del sistema y lo encontraban limitado. Cada uno de ellos deseaba escapar del tedio de sus vidas privadas y de sus matrimonios. La mayoría de ellos habían estado divorciados al menos una vez y se habían criado en familias que habían sido opresivas o inestables. Oralia Leal, la mayor de siete hermanos de una familia americano-mexicana del sur de Texas, había escapado de la miseria familiar y de los ataques sexuales de hombres mayores parientes de la familia para pagarse los estudios en un instituto de Los Ángeles. Lo único que consiguió fue sentirse atrapada en un matrimonio infeliz y una serie de trabajos aburridos como secretaria o recepcionista de oficina. Arlene, una «chiquilla del ejército», nació en Spokane; hija de un sargento de carrera, pasó su infancia viajando de base en base con sus padres, se quedó embarazada a los dieciséis años y se casó dos veces más antes de cumplir los treinta. La pelirroja Gail, criada en un ascético hogar católico e irlandés del Medio Oeste, experimentó el sexo por primera vez a los veintisiete años con su novio, después de lo cual su madre la envió a un sacerdote para que se arrepintiera de su pecado. El ingeniero David Schwind, que realizaba un trabajo que no le satisfacía en Douglas Aircraft, era hijo de unos padres distantes y conservadores de un pequeño pueblo de Ohio, donde escapaba de la monotonía mirando las páginas de Playboy y durante sus vigilancias nocturnas junto a la ventana del dormitorio de una atractiva mujer mayor.

Los otros miembros del grupo de Williamson tenían pasados opacos similares. Eran personas que se acercaban a los treinta años y que habían pasado tranquila y distantemente a través de la década de 1960 sin experimentar nada que diera significado o esperanza a sus vidas, hasta que conocieron a Williamson y se refugiaron en su nido de amor. Williamson, con la ayuda de su mujer, había utilizado la libertad sexual como medio para vincular todas sus vidas a la suya propia e incluir a la gente en un grupo conyugal que él creía que podía satisfacer eficazmente sus necesidades de afecto, de apoyo emocional, de compromiso con algo superior a ellos mismos, de sentido del cariño familiar del que anteriormente habían carecido.

En Sandstone, les proveyó de alojamiento y de un entorno más lujoso del que podrían haber tenido en la ciudad; y si bien todos tenían que cumplir tareas en la propiedad, Williamson alentaba a los hombres y las mujeres a olvidarse de la tradición y a compartir las tareas domésticas tanto en la cocina como en las actividades supuestamente masculinas al aire libre. Por la noche, una vez terminadas las tareas del día, Williamson escuchaba con interés y paciencia lo que ellos quisieran revelar de sí mismos o de sus ansiedades. Era una combinación de terapeuta y maestro, un líder para los hombres y un amante para las mujeres.

Había seducido una detrás de otra a la media docena de mujeres que ahora formaban parte de su círculo, y al compartir a su esposa con los demás hombres y crear un ambiente de tolerancia que alentaba la libertad sexual en grupo, creía estar formando el núcleo de un culto que pronto atraería a muchas otras parejas que creyeran verdaderamente en las relaciones igualitarias.

Sin embargo, John Bullaro mantuvo cierto escepticismo acerca de las intenciones de Williamson. La razón principal por la que siguió con el grupo era que su mujer, Judith, se negaba a dejarlo. Estaba fascinada con Williamson; insistía en hacer el amor a menudo con él y apoyaba su plan principalmente porque representaba una mayor libertad para las mujeres y denunciaba la doble moral sexual. Después de años de frustración como ama de casa del valle, Judith había encontrado por fin una causa que apelaba tanto a su mente como a su cuerpo. John Bullaro se resignó porque quería salvar su matrimonio, algo que ahora deseaba más que nada, en parte debido a su propio ego. La única posibilidad que tenía era permanecer cerca del grupo y esperar que la atracción que Judith sentía por Williamson no fuera más que un capricho pasajero, una característica de su naturaleza inquieta y caprichosa.

Mientras tanto, su compromiso con el grupo estaba supeditado a sus propios términos: gozaba de las experiencias sexuales con las predispuestas mujeres que rodeaban a Williamson: Barbara, Arlene, Gail y la exótica Oralia, con quien al fin había hecho el amor, pero al mismo tiempo no se consideraba obligado a cumplir los deseos de Williamson. A diferencia de los hombres que habían dejado sus trabajos o dimitido a fin de vivir y trabajar todo el tiempo con Williamson en la restauración de la propiedad, Bullaro continuaba apareciendo cada día en su despacho de la New York Life, y cada noche volvía a reunirse con su mujer y los demás en la casa principal a tiempo para cenar o beber después de que ellos hubieran pasado el día fregando suelos, pintando paredes, cortando leña, arreglando los setos y, en el caso de Williamson y de David Schwind, maniobrando los dos bulldozers por los caminos montañosos, retirando promontorios y allanando el terreno.

Aunque Bullaro había alquilado su casa del valle después de la compra de Sandstone, no trasladó a su familia allí con las demás parejas, sino que prefirió alquilar un rancho cercano en Topanga Canyon, explicando a los Williamson que sus hijos eran demasiado pequeños para quedar expuestos a la libertad de los adultos de Sandstone. Si bien él y Judith habían contratado a un arquitecto para que les diseñara una casa que presumiblemente construirían en un futuro cercano en una de las colinas más altas de Sandstone, en el fondo Bullaro no tenía la más mínima intención de dejar que las cosas fueran tan lejos. Estaba haciendo tiempo, soportando temporalmente el feminismo recién descubierto de su mujer, participando en la desnudez y en el placer a su disposición en la casa principal, y tratando de disimular la hostilidad y los celos crecientes que le producía el robusto y tranquilo Williamson, que retenía a Judith como rehén y amante.

Pero una noche en la casa principal, cuando todos descansaban desnudos después de un día de trabajo duro con un calor agobiante, Bullaro no pudo disimular más su animosidad. Había subido a la montaña horas antes pensando en el poder que Williamson ejercía sobre el grupo, y llegó a la conclusión de que tenía menos que ver con la sabiduría o el dinamismo de parte de Williamson que con su capacidad para explotar el gran vacío que había en las vidas de esas personas.

La mayoría de ellos, pensó Bullaro, eran adeptos natos, buscadores de guías, discípulos predispuestos de cualquier teórico o teólogo, dictador, traficante de drogas o maharishi de Hollywood que les prometiera curas y soluciones placenteras. El estado de California, moderno y sin raíces, era especialmente receptivo a las nuevas ideas, y si un visionario tenía gran empuje y determinación y era lo bastante inteligente para mantenerse lo suficientemente vago y ambiguo para que los demás pudieran reflejar en él sus ideas y fantasías, tarde o temprano atraía gran cantidad de seguidores. Bullaro creía que Williamson pertenecía a esa categoría al presentar una doctrina que ignoraba el pecado y la culpa y celebraba el placer. Williamson halagaba a sus seguidores al llamarles «gentes de cambio», atribuyéndoles el poder de cambiar a otras personas del mismo modo que ellos habían cambiado al convertirse en pioneros de las teorías sexuales de Williamson. Si bien Bullaro reconocía contra su voluntad que Williamson había cambiado a Judith hasta ese momento, dudaba que pudiera vender su estilo de vida en el vasto mercado que había tras aquellas montañas. Y eso era precisamente lo que Williamson pensaba hacer. Con el tiempo, intentaría comercializar su filosofía, dar publicidad al proyecto Sandstone en la prensa y atraer a las parejas, pagando un precio, a visitar a su «gente de cambio», compartir sus placeres y en todo caso convertirse en nuevos conversos. Williamson era un gurú de la carne.

Aunque Bullaro sabía que Williamson no estaría de acuerdo con esa valoración carnal del propósito y los objetivos de Sandstone, no le importaba lo que opinara sobre esto o aquello esa tarde calurosa cuando aparcó el coche y entró en la casa principal y encontró a Judith tomando el sol desnuda echada al lado de Williamson, mientras el resto del grupo desnudo hablaba en voz baja en la sala y casi ignoraron su llegada.

Tras quitarse la ropa y colgarla en el armario cerca de la puerta de entrada, Bullaro se encaminó a la terraza, pero se detuvo cuando oyó a Barbara comentar sarcásticamente algo sobre lo caradura que era llegar a Sandstone cuando el grupo ya había terminado el trabajo del día. A lo que él respondió de repente y en voz alta:

—¿Por qué no te vas a la mierda, Barbara? ¡Esta tarde no necesito ninguna de tus imbecilidades!

Barbara sonrió aparentemente contenta por su capacidad de provocarlo con facilidad, pero en la terraza el indolente John Williamson se dio la vuelta lentamente, se puso sobre los codos y mirando a Bullaro le preguntó con irritación:

—¿Por qué no puedes escuchar lo que ella te dice sin dominarte?

—Porque —respondió Bullaro— no creo que ella sea la persona apropiada para juzgar a los demás. Tendría que ocuparse de sus propios problemas, que son muchos, en vez de provocarme a mí.

Williamson meneó lentamente la cabeza, como si decidiera que el asunto era demasiado nimio para discutirlo, pero Bullaro, con una mirada furibunda, continuó diciendo:

—¿Y por qué no la dejas tú pelear sus propias batallas? ¿O acaso es incapaz de nada sin tu apoyo y dirección?

Cuando Williamson se puso en pie, todos los presentes en la sala parecieron inquietos porque jamás habían oído a nadie dirigirse a Williamson de esa manera. Judith también se levantó, cogió con una mano el brazo de Williamson, aliada con este contra su marido.

—Barbara puede ocuparse de sí misma mejor que tú —anunció firmemente Williamson con la cara roja de rabia—. Tú te preocupas tanto del fracaso que no sabes ni lo que ocurre a tu alrededor. Hace meses que todos trabajan sin descanso para levantar este lugar para que podamos empezar a hacer dinero y tirar adelante nuestro proyecto, y de lo único que te has estado preocupando es de tu maldito y patético ego.

—Tienes toda la razón del mundo en que me preocupa mi ego —gritó Bullaro—, porque este grupo de mierda bajo tu experta dirección ha estado trabajando todo el tiempo para echármelo abajo, así como a mi familia. Lo que más te gusta en la vida es follar con las mujeres de otros hombres. ¡No parece que te guste mucho follar con tu propia mujer!

Williamson echó una mirada furibunda a Bullaro y dijo:

—Simplemente, no puedes soportar la idea de que tu mujer responda a otra gente y crezca como persona. Preferirías mantenerla encerrada en un armario mientras continúas con tus jugueteos sexuales. ¿Acaso no es así como caíste en la trampa?

Antes de que Bullaro pudiera contestar, Williamson pasó a su lado bruscamente con Judith detrás, dejándolo solo cerca de la puerta de cristal que daba a la terraza. Él sintió los latidos de su corazón y una mezcla de miedo y satisfacción. Había desafiado a Williamson, algo que antes no había tenido el valor de hacer, pero ahora, al mirar el cielo nocturno, se sintió inseguro. Salió a la terraza, donde había una ligera brisa, y se sentó en una de las sillas de tijera. Podía ver las luces distantes de la costa y oír los grillos fuera en el jardín. Sabía que había perdido a Judith, al menos de momento, y si bien admitió que le sorprendía su lealtad a Williamson, aún creía que podía recuperarla cuando quisiera si quería hacerlo, pues en ese momento no estaba seguro de lo que quería.

Después de estar allí un rato, oyó que había alguien detrás de él y al volverse, vio a Bruce, la mujer del farmacéutico, una mujer enérgica de pequeños y firmes pechos. Pensó que se le había acercado para consolarle, pero en cambio ella le preguntó casi en un susurro:

—¿Cómo has podido decirle esas cosas a John después de todo lo que él ha intentado hacer por nosotros?

Bullaro, reprimiendo su furia, no contestó. Pero supo que no podía seguir entre los absurdos idólatras de Williamson. Se puso en pie, caminó hasta el armario y empezó a vestirse. Advirtió que la puerta del dormitorio de Williamson estaba cerrada y pudo oír voces en el interior, pero no llamó a Judith para decirle que se iba. Esa noche ella tendría que volver a su casa con algún otro.

Cuando llegó, los chicos y la canguro estaban dormidos; se sentía agotado, así que se fue a dormir. A la mañana siguiente, viernes, se despertó temprano y vio que Judith aún no había llegado. Estaba molesto, pero no alarmado. Durante el desayuno, les dijo a los niños y a la canguro que Judith volvería más tarde, lo que ellos aceptaron sin hacer preguntas. Fue a su despacho y estuvo ocupado en sus tareas todo el día. A las cinco de la tarde, decidió impulsivamente que pasaría la noche fuera de su casa y dejaría que Judith se preguntara dónde estaba.

Fue por los caminos sinuosos del cañón hacia la autopista de la costa del Pacífico en dirección a Malibu Beach. Cuando paraba en los semáforos, observaba a los jóvenes bronceados por el sol vestidos con biquinis y trajes de surf cruzando la carretera delante de los coches, llevando grandes tablas de surf sobre las cabezas y sonriendo con naturalidad ante la larga fila de coches. Al continuar su trayecto a lo largo de la playa, Bullaro vio hippies haciendo autoestop. Cuando salió de la carretera hacia el aparcamiento de un motel y se apeó del coche, vio cerca a una joven de largo pelo rubio, encantadora pero desaliñada, cubierta de polvo y con aspecto de cansada. Se le acercó y le preguntó si le gustaría ir con él a comer algo en el pequeño café del motel. Ella dijo que sí y le siguió.

Tomaron asiento y él pidió una hamburguesa y una Coca-Cola mientras ella estaba en el lavabo y, aunque pareció más refrescada cuando regresó, él pudo advertir su olor rancio como si no se hubiera bañado desde hacía semanas, y resistió la idea de invitarla a la habitación del motel. Durmió solo esa noche, pensando en Judith pero disfrutando de la soledad y de la independencia de estar lejos del dominio de Williamson. Por la mañana, sin embargo, después de volver a su casa y ver que Judith aún no había regresado, por primera vez se sintió atemorizado.

Esa tarde tenía una clase de submarinismo en la playa con David Schwind y Bruce, el farmacéutico; la canguro tenía libre el fin de semana, así que él llevó los chicos, seguro de que Judith, ansiosa por verlos, bajaría con Bruce y David de Sandstone. Bullaro llegó temprano y, después de sacar su equipo del coche, jugó con los niños en la playa.

Pronto vio que se acercaba el Cadillac de David Schwind por el aparcamiento. En el asiento delantero había tres personas, pero Judith no estaba entre ellos. Además de David y Bruce, estaba la mujer que le había regañado el otro día en la terraza, la nada tímida mujer de Bruce. Los dos hombres le saludaron con la cabeza cuando se unieron a los demás miembros de la clase, pero la mujer de Bruce desvió la mirada en cuanto le vio, y Bullaro solo pudo pensar, ya que ella no había asistido nunca a una clase de submarinismo, que Williamson la había enviado para hacer que los hombres no estuvieran con él. Ella se quedó cerca de David y Bruce cuando no estaban en el agua. En cuanto terminó la clase, ella les dijo que volvieran directamente al coche, lo que ellos hicieron. Bullaro contempló con creciente frustración su partida. Y, no por primera vez, consideró la posibilidad de matar a Williamson. Desde un escondite en el bosque, resultaría fácil pegarle un tiro con un rifle cuando subía y bajaba por la colina con el bulldozer.

Después de llegar a su casa con los niños y ver que aún no había señales de Judith, no pudo resistir la tentación de telefonearla a Sandstone, aunque no tenía idea de qué decirle. Se sentía amargado y traicionado. Sin embargo, quería hablar con ella. Mientras oía que sonaba el teléfono al otro lado de la línea, estuvo tentado de colgar, pero entonces oyó la voz de Barbara. Pidió hablar con Judith, pero Barbara le dijo:

—Veré si ella quiera hablar contigo.

—¡Hazlo! —dijo él tajante.

Al cabo de un rato, Barbara volvió al teléfono.

—No quiere hablar contigo.

—Dile que tengo que hablarle de los niños.

Hubo otra pausa y Barbara volvió a decirle:

—No quiere hablar contigo.

Él quiso gritar y lanzar toda clase de amenazas, pero sabía que los chicos, que estaban en el cuarto de al lado, se asustarían, de modo que cortó la comunicación, tratando de dominar su cólera.

Esa tarde, después de preparar la cena, jugar con ellos y acostarlos, volvió a telefonear a Sandstone. Cuando Barbara oyó su voz, le explicó con irritación:

—Mira, John, Judith no quiere hablar contigo. Está intentando solucionar el problema de los niños, pero te agradeceríamos que no volvieras a llamar. Hemos tenido un día muy largo y estamos cansados.

Barbara colgó y Bullaro se quedó con el silencioso teléfono en la mano, conmocionado, furioso, indefenso. No había una sola persona en toda la ciudad a quien él pudiera recurrir, nadie de la compañía de seguros, ningún miembro de la familia, ningún amigo. Toda la gente que había conocido íntimamente en los últimos años estaba bajo la influencia de Williamson. Estaban reduciéndolo a la condición del cornudo, responsable de los niños, un hombre a quien despojaban de la dignidad y la confianza. Pero tal como había declarado John Williamson en la terraza, Bullaro solo podía echarse la culpa a sí mismo por haber caído en esa trampa; había disfrutado de los cuerpos de muchas mujeres y solo se había sentido desgraciado cuando Judith empezó a reafirmar su propia independencia.

Sin embargo, Bullaro creía que había una diferencia entre lo que él había hecho y lo que ella estaba haciendo ahora. Para él, el sexo con Barbara, Arlene, Gail y Oralia era meramente recreativo, alegre y sin complicaciones, no amenazaba su matrimonio, mientras que Judith se estaba comprometiendo emocionalmente con Williamson. Era más entregada y fiel con ese hombre que con su propio marido, lo que confirmó por la manera en que se quedó al lado de Williamson durante el enfrentamiento en el porche, y también por su forma de aferrarse prácticamente a Williamson desde el momento en que se convirtieron en amantes. Mientras que eso no parecía molestar a Barbara, últimamente se había transformado en una fuente de irritación para Bullaro. De hecho, el simple hecho de verles a los dos desnudos, echados en la terraza, una pareja disfrutando de su intimidad, había herido a Bullaro más de lo que estaba dispuesto a admitir. Lo que había empezado como un experimento de grupo para neutralizar la doble moral, ahora se había convertido, para Judith, en una relación amorosa seria. Era evidente que no le bastaba la relación sexual con Williamson, la tenía que embellecer con un romance, establecer a Williamson como el centro de su vida, amenazar su matrimonio y el bienestar de sus hijos.

Esa actitud era típica en mujeres tradicionales como Judith, pensó amargamente Bullaro. No podían disfrutar simplemente del sexo extramatrimonial sin tarde o temprano comprometerse emocionalmente, lo que las diferenciaba de personas como él. El hombre casado medio, si tenía energías, podía hacer el amor con distintas mujeres sin que disminuyera el afecto y el deseo que sentía por su mujer. Pero las mujeres como Judith —a diferencia de mujeres verdaderamente liberadas como Barbara y Arlene— simplemente no podían aceptar a un hombre como un pasajero instrumento de placer; querían ambientes románticos y promesas, no solo un pene, sino también el hombre atado a él.

No obstante, la comprensión del problema no haría que Judith volviera a casa, y Bullaro sabía que a menos que él hiciera las paces con Williamson y le volviera a aceptar en Sandstone, tenía muy pocas posibilidades de comunicarse con Judith. Aunque no estaba seguro de que aún la amase, por lo menos no después de toda la angustia y la humillación a que le había sometido, después de reflexionar un poco, admitió que la necesitaba y que no quería perderla, en especial por culpa de Williamson. Asimismo, Bullaro también añoraba ser parte del grupo, el cual, pese a todos sus fallos, representaba el único contacto humano concreto que ahora tenía. Aún no había superado sus temores infantiles de aislamiento y rechazo. De modo que decidió que tenía que dominar su ego y su rabia e ir personalmente a Sandstone a suplicar perdón. Significaría la capitulación total por su parte, pero le pareció la única alternativa.

Bullaro telefoneó a su joven hermana soltera y le preguntó si podía pasar la noche con los chicos. Poco después de las once de la noche, después de que ella llegara, empezó a subir la colina en dirección a Sandstone, apretando con fuerza el acelerador y sintiendo que la furgoneta se inclinaba peligrosamente en las curvas de la montaña. Aún sentía un poco de vergüenza por lo que estaba haciendo, pero en esos caminos estrechos no había vuelta atrás, y continuó sin vacilaciones hasta que entró en el patio trasero de la casa principal. Estaban apagadas la mayoría de las luces alrededor de la propiedad y las cortinas estaban corridas. Golpeó en la puerta de entrada varias veces antes de oír pasos y la voz de Barbara:

—¿Qué quieres?

—Quiero hablar con John —replicó Bullaro.

Se hizo un silencio; luego la puerta se abrió a medias. Bullaro vio a John Williamson de pie detrás de Barbara en la penumbra de la sala. Sin esperar respuesta, Bullaro dijo en voz baja:

—John, quisiera pedirte disculpas por lo de la otra noche.

Williamson guardó silencio, resistiendo la apelación de Bullaro. Por último, Barbara preguntó:

—Realmente, ¿hablas en serio?

—Sí —contestó Bullaro.

Entonces habló Williamson, con voz amistosa pero firme.

—¿Estás seguro de que no lo estás diciendo solo para comunicarte con Judith?

—Sí —dijo Bullaro—. Lamento realmente lo sucedido… y quiero volver a formar parte del grupo.

Bullaro esperó en la puerta con la cabeza gacha, empezando a creer lo que estaba diciendo. Entonces, sintió la mano de Williamson en su hombro y Barbara abrió la puerta para dejarle pasar. Detrás de él, en medio de la sala a oscuras, reunidos y escuchando, estaban los demás, con excepción de Judith. Cuando se le acercaron y le abrazaron, Bullaro escuchó la advertencia de Williamson:

—Judith no quiere seguir viviendo con tu hostilidad.

—No se lo reprocho —replicó Bullaro.

Pronto apareció la atractiva figura de Judith; le dio la impresión de algo íntimo y distante a la vez. Ella se le acercó vacilante con los brazos abiertos. Permanecieron un rato abrazados y Bullaro sintió los besos de ella y su propio deseo. Uno tras otro, se retiraron y les dejaron en medio de la amplia habitación. Entonces Judith le cogió de la mano y lo llevó a un dormitorio. Lentamente, le ayudó a quitarse la ropa y esa noche hizo el amor con una pasión y emoción que no había sentido en ella hacía años.

A la mañana siguiente se despertaron tarde y desayunaron juntos. Fue como un día de fiesta. Todos estaban tranquilos y alegres. Cuando Bullaro vio a Williamson fue como si nada hubiera pasado entre ellos. Bullaro pensó que el estilo de Williamson era admirable. Un día podía parecer siniestro, y al siguiente un santo. Sin esfuerzo aparente, su humor alteraba el ambiente de toda la casa e influía en todos sus habitantes. Esa mañana, Williamson estaba de excelente humor y no hizo que Bullaro se sintiera como un pecador, un renegado que tendría que recuperar poco a poco la confianza y aceptación del grupo. Bullaro se sintió sorprendentemente a gusto con ellos, con Barbara, Oralia, incluso con la mujer del farmacéutico. Los días siguientes, sin sentirse en absoluto obligado, pasó más tiempo en Sandstone y empezó a trabajar en la propiedad.

Dedicaba menos horas a su despacho de la New York Life, confiando en que los numerosos vendedores que había empleado y formado ya no necesitaran su constante supervisión. También decidió que a partir de entonces llevaría una vida más independiente. La empresa podía sobrevivir sin él, y él sin ella. Tal vez hacía demasiado tiempo que era un hombre de la compañía. Ahora, arbitrariamente, decidió dedicar más tiempo a su vida interior y a probar su compatibilidad con aquel extraño lugar.

Estar en Sandstone durante el día le permitía ver con más claridad las impresionantes mejoras que se habían llevado a cabo en la propiedad. No solo la casa principal, sino también las más pequeñas, estaban recién pintadas y amuebladas con comodidad. Los alrededores estaban casi terminados; los caminos arreglados, aunque todavía no del todo, y se había reparado o reemplazado la instalación eléctrica y las tuberías de agua. La gran casa de puertas de cristal de la piscina, en la cual el agua se calentaba a la temperatura corporal, era el lugar favorito de reunión en las tardes frías, pues la alta colina de detrás de la casa principal ofrecía en el crepúsculo una magnífica vista del Pacífico. Las noches eran tranquilas y serenas —el vecino más próximo de Sandstone estaba a tres kilómetros— y los únicos intrusos nocturnos eran una pareja de mapaches vagabundos que traspasaban la cerca del oeste de la propiedad y arañaban inútilmente los cubos metálicos de basura que se ponían fuera de la escalera que subía a la cocina.

Una tarde, cuando el grupo estaba reunido en la sala después de la cena, Bullaro se sintió obligado a describir el efecto positivo que había experimentado tras su retorno a Sandstone. Con satisfacción, anunció que había superado su actitud defensiva, ahora estaba liberado de las fuerzas represivas que le habían encadenado a la ciudad. Williamson escuchó en silencio; luego sugirió que Bullaro analizara sus emociones yéndose al desierto y pasando un tiempo en absoluta soledad.

—Oh, podría hacerlo —dijo Bullaro casi fanfarroneando.

—Entonces, hazlo —dijo firmemente Williamson.

—Lo haré este fin de semana —replicó Bullaro.

—¿Por qué no ahora? —preguntó Williamson.

Bullaro se quedó perplejo ante el desafío de Williamson. Miró a su alrededor y vio que todos le observaban y esperaban su reacción. Eran casi las once de la noche, una hora ridícula para ir al desierto, pero Bullaro no vio ninguna posibilidad de evitarlo. Intentó parecer natural y dijo:

—Muy bien.

Williamson le pasó las llaves del coche. Pertenecían al Jaguar convertible de Williamson. Bullaro las cogió sin comentar nada, preguntándose si era la manera de Williamson de evitar que pasara la noche en su furgoneta en vez de dormir sobre la arena del desierto.

Después de ponerse un pantalón corto, una camisa y botas de montaña, Bullaro cargó el coche deportivo con una bolsa de dormir, latas de comida, agua, leña y un gran cuchillo. Judith le ayudó mientras los demás le observaban desde el porche próximo al patio. Bullaro se sintió excitado por ser el centro de atención, y, por razones que no entendió claramente, deseó hacer el viaje. En sus fantasías adolescentes, a menudo se había visto como un explorador, un quijotesco aventurero, pero en la vida real, antes de conocer a Williamson, le habían dominado la cautela y los convencionalismos. Después de dar un beso a Judith, Bullaro subió al coche, se volvió y saludó al grupo que rodeaba a Williamson y vio que este sonreía.

En el trayecto, al cruzar el valle, Bullaro se dirigió al norte hacia la ciudad de Lancaster. Dos horas después, iba hacia el este y el desierto Mojave. Cuando salió era una noche calurosa, pero ahora el aire era fresco y se detuvo a bajar la capota. No había otros coches en el camino y la tierra árida a cada lado estaba oscura y desértica. Condujo una hora más pensando en Judith, los niños y la gente de Sandstone y recordando, mientras rodaba a través de la noche, que estaba sentado tras el volante de un vehículo sin un destino concreto. Era un viaje impreciso a su propio mundo interior.

Siguió conduciendo hasta que sintió que cabeceaba por el cansancio; entonces aminoró la marcha y, después de poner los faros más potentes, salió con cuidado de la carretera y dirigió el coche hacia un gran matorral. Decidió que le serviría de refugio contra el viento. Echó en el suelo el saco de dormir, se tumbó y se durmió casi de inmediato.

A las siete se despertó bajo un sol deslumbrante. Miró a su alrededor y no vio más que kilómetros cuadrados de tierra vacía, matas, rocas y un pálido cielo azul. Jamás había estado tan solo y le entusiasmó la vasta claridad y la tranquilidad. Se sintió descansado y con ganas de empezar ese día que nada esperaba de él y del que él mismo nada esperaba.

Después de beber de la cantimplora y abrir una lata de comida, se alejó unos cuantos metros del coche, luego se detuvo y cavó un agujero para defecar. Aunque estaba lejos del camino y posiblemente a muchos kilómetros de cualquier contacto humano, aún se sentía extraño al desabrocharse el cinturón y bajarse el pantalón al aire libre. De haber habido una mata a su lado, la hubiera usado para ocultarse. En cualquier caso, se acuclilló sobre el agujero, en equilibrio con los brazos extendidos, y empezaba a sentirse cómodo en esa posición cuando de repente oyó un sonido como de aspas en la distancia. Al volverse, no vio nada. Pero el sonido persistió, y cuando Bullaro levantó la mirada vio encima de él un pequeño avión que descendía, pilotado sin duda por alguien que creía que estaba perdido o con problemas. Avergonzado, Bullaro se levantó rápidamente y se puso el pantalón. El aeroplano pasó cerca de él, luego describió un círculo para hacer un segundo pase. Bullaro le saludó con naturalidad, el avión se alejó y se restableció el silencio. Bullaro se bajó el pantalón y volvió a ponerse en cuclillas.

Horas más tarde, de vuelta en la carretera y adentrándose más en el desierto, se detuvo a comprar gasolina en una destartalada estación de servicio y prosiguió rumbo al valle de la Muerte. Ahora había otros vehículos en el camino, la mayoría grandes camiones que le adelantaban a toda velocidad, llenándole el parabrisas de arena. Al mediodía, la temperatura era de unos cuarenta grados y sintió que tenía la camisa pegada a la espalda, le picaba la piel y se imaginó que ya hedía como la rubia que había conocido en el hotel de Malibú. Sintió deseos de nadar en la piscina de Sandstone y ver los cuerpos desnudos de Judith, Oralia y los demás. Pensó en volver a Sandstone antes del anochecer, pero decidió que tenía que pasar otra noche en el desierto aunque empezaba a sentirse inquieto. Tenía que enfrentarse al desafío de Williamson, que era la razón por la que ahora estaba en ese desierto, una vez más una tonta víctima de su propio ego, pero encontró satisfacción en saber que aún podía aceptar su reto, que aún estaba abierto a nuevas experiencias, y que no se resistía a cualquier cambio, como la mayoría de los hombres de su edad.

Bullaro reflexionó sobre Williamson y el grupo toda la tarde y al anochecer, cuando acampó en un terreno árido no lejos del lago China, por el límite occidental del valle de la Muerte. Hacía más frío que la noche anterior y, después de poner la leña y los troncos secos que había arrastrado el viento sobre la arena, encendió un fuego y se echó en su saco de dormir mirando las estrellas. A lo lejos, oyó el aullido de los coyotes y se inquietó. En alguna parte había leído que los coyotes eran valientes en manada, pero cobardes cuando estaban solos. Sospechó que eso quizá también pudiera aplicarse a sí mismo. Era un hombre interindependiente y positivo en medio de una multitud, pero con grandes carencias a solas, como un leño solitario incapaz de mantener un fuego. Esa noche no pudo dormir y al amanecer cargó sus cosas en el coche e inició el largo trayecto de regreso a Sandstone.

Cuando llegó a la cima de la montaña y pasó la entrada de piedra rumbo a los familiares árboles que rodeaban la casa principal, le impresionó más que nunca la belleza del lugar y le alegró formar parte de todo aquello. Al estacionar el coche y empezar a descargar, vio a David Schwind que le saludaba con la mano desde el bulldozer en el camino más alto. Al volverse, vio a un sonriente John Williamson que se le acercaba por el sendero.

Williamson abrió los brazos, y cuando Bullaro hizo lo mismo se abrazaron de un modo que hubiera sido imposible entre hombres de ciudad. Luego permanecieron un rato juntos charlando y Bullaro describió su viaje contándole dónde había estado, lo que había sentido y finalmente admitió que el tiempo pasado en soledad había clarificado y fortalecido su vínculo con Williamson y con la creación de la comuna amorosa.

Williamson meneó la cabeza sin decir palabra, pero antes de que se diera media vuelta y volviera a encaminarse hacia la casa, Bullaro se dio cuenta de que había lágrimas en sus ojos.