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Barbara Cramer, nacida en una granja de Missouri, supo de adolescente que había sido una hija no deseada. Su madre, que cuando nació Barbara tenía treinta y nueve años, había tenido otras dos hijas casi dos décadas antes, cuando su matrimonio ofrecía cierta esperanza, si bien no una continua felicidad. Pero la inesperada llegada de Barbara en 1939 en una remota granja que aún no tenía agua corriente solo supuso más sacrificios y una dedicación plena a un penoso ritual doméstico.

Debido a que Barbara no se sentía unida a su madre a causa de la hosquedad con que esta la trataba, y también a que sus hermanas mayores se habían ido muy pronto de la casa paterna para casarse y empezar unas vidas un poco menos tristes, Barbara creció sin apenas influencia femenina. Cuando no estaba en la escuela del condado de Osage, que solo tenía un aula —en la que los alumnos del séptimo y sexto cursos se sentaban en las filas de delante, mientras que los más pequeños lo hacían detrás, aprendiendo lo que podían—, ayudaba a su padre en la granja, segando el huerto, alimentando a las gallinas, incluso conduciendo un tractor por los campos de trigo y maíz.

La granja estaba a once kilómetros de Chamois, la ciudad más próxima. La vida social de Barbara se limitaba a unos pocos niños de las fincas vecinas, la mayoría de los cuales eran chicos con quienes ella jugaba y con quienes pronto aprendió cosas sobre el sexo de una manera abierta y natural. Un día, cuando tenía diez años, vio a dos chicos que conocía dentro de un granero moviendo las manos delante de ellos; después de que uno de los chicos la llamara, se acercó más y observó que se estaban tocando el pene.

Aunque a veces había visto a su padre desnudo cuando se bañaba en la bañera que había cerca de la cocina, jamás había visto un pene erecto, y reaccionó con una profunda curiosidad. Cuando el chico mayor, que tendría unos trece años, le preguntó si le gustaría tocarlo, ella lo hizo. Y cuando él le enseñó cómo quería que se lo acariciara, ella accedió a hacerlo y se sorprendió más que escandalizarse cuando sintió el estremecimiento del pene y vio una sustancia cremosa corriéndole entre los dedos.

Mientras el menor se masturbaba hasta correrse, el mayor la besó, y ella no pensó que abusaba de ella, sino que se sintió arropada y querida. Después de eso, el chico y ella se masturbaban a menudo en el granero, pero sin hablar nunca de ello, ya que intuían el peligro de una exploración más profunda y nunca pasaron de ahí.

En casa de los Cramer nunca se hablaba de sexo. Cuando Barbara tuvo la menstruación, su madre le entregó simplemente pequeños trozos de sábana blanca, le dijo que cubriera sus bragas con ellos y que luego los quemara. Era costumbre de las mujeres de esa región guardar sábanas y trapos viejos para tal propósito, ya que más por el pudor que por el ahorro evitaban comprar compresas.

Barbara pensaba que las mujeres del campo carecían de atractivo. Hasta que asistió al instituto en Chamois no conoció a nadie de su propio sexo que considerara físicamente atractiva. Esa persona era Frances; alta, morena y elegante, era tan popular entre los chicos como envidiada por las chicas, menos por Barbara, que, satisfecha con su papel de marimacho del curso, no competía con la belleza femenina. Las dos jóvenes se hicieron amigas de inmediato, en gran parte porque se complementaban mutuamente: Frances era graciosa y serena; Barbara, impetuosa y osada. A Barbara no le intimidaban los muchachos, era rápida en sus contestaciones a sus comentarios vulgares y hasta bebía whisky de las botellas que de vez en cuando introducían clandestinamente en la escuela. Las dos chicas se hicieron inseparables, salvo durante los meses de verano, cuando Barbara trabajaba para mantenerse.

Un verano estuvo empleada en una tienda de artículos diversos que tenía una gasolinera delante y una sala de baile al fondo, y, además de llenar los depósitos de los coches y vender enseres domésticos, servía cerveza en la sala a los granjeros y a los jóvenes del lugar, algunos de los cuales llevaban cortado el pelo al estilo Mohawk, entonces de moda, cabezas rasuradas salvo por una franja de pelo que se extendía por la mitad.

Durante el siguiente verano, al querer estar lo más lejos posible de su casa, viajó ochenta kilómetros a Jefferson City, vivió en una pensión propiedad de la tía de una compañera de estudios y trabajó vendiendo gaseosas detrás de una barra, pasando muchas tardes solitarias escuchando el «Heartbreak Hotel» de Elvis Presley en la radio. Luego encontró un trabajo mejor remunerado en una fábrica de pantalones donde, rodeada de costureras irritables y avejentadas, se pasaba los días toqueteando braguetas, arreglando cremalleras y pensando en el sexo.

Tenía quince años y acababa de perder la virginidad con un estudiante de Chamois de quien creía estar enamorada. Él era más inteligente que la mayoría y siempre tuvo la precaución de usar condones cuando hacían el amor en su habitación. Tenían en común su aborrecimiento de la vida rural, y él hablaba a menudo de llegar a ser piloto de una compañía aérea comercial. Aunque ella no se consideraba lo suficientemente bonita o servicial para ser azafata, presentó la solicitud de ingreso en varias compañías aéreas y pidió que su base fuera Saint Louis, pero no se sorprendió ni se desilusionó cuando ninguna la aceptó.

Si bien no sabía lo que quería hacer en la vida, estaba decidida a evitar la triste rutina de la pobreza rural y de la crianza de niños que había presenciado toda su vida. Después de terminar el instituto, volvió a Jefferson City como técnica en rayos X en un hospital; luego se trasladó a Saint Louis a compartir un apartamento con Frances. Esta había encontrado un trabajo como oficinista en una compañía de seguros; Barbara trabajaba en el departamento de cobros de un fabricante de cartones, un empleo del que ella se lamentaría al cabo de muy poco tiempo. Las empleadas estaban separadas de los varones. En el departamento de Barbara había quince mujeres, mudas, pasivas y absolutamente carentes de sentido del humor.

Barbara no conocía aún a ninguna mujer que estuviera contenta con su trabajo. En sus lecturas de libros y revistas, jamás había leído una historia sobre una mujer de negocios, una mujer de carrera que tuviera éxito, fuera respetada, próspera, sexualmente libre y no dependiera de un hombre. No obstante, esa era la clase de mujer que vagamente aspiraba llegar a ser, si no en Missouri, en alguna otra parte. Así que cuando una noche Frances sugirió que se fueran a Los Ángeles a vivir con una tía suya, Barbara aceptó de inmediato. Por aquel entonces los padres de Barbara se habían divorciado; su novio se había ido a Texas a estudiar la carrera de piloto; ella no tenía nada que la atara.

Al llegar a Los Ángeles, enseguida reaccionó de forma positiva al clima cálido, las palmeras, la cordialidad de la nueva gente que empezó a conocer. Allí parecía existir la mezcla perfecta de trabajo y placer, interés en la salud y los deportes, así como en la productividad y el materialismo. Barbara sintió que aquel lugar era su elemento natural.

Al cabo de unas pocas semanas de estancia en casa de la tía de Frances, las dos jóvenes encontraron un apartamento en Hollywood, empleo como administrativas que consideraron temporales, y durante los fines de semana se dedicaron a explorar la ciudad en un coche que acababan de comprar. Después de varios meses trabajando como mecanógrafa para la Enciclopedia Americana, Barbara encontró un trabajo mejor en el departamento de contratación de una importante agencia de automóviles. Allí fue donde tuvo su primera aventura con un hombre casado, el yerno del propietario.

Le acompañaba a moteles durante la hora del almuerzo, y de vez en cuando por las tardes. Como a ella le encantaba el sexo y no le interesaba el matrimonio, era un arreglo agradable que podría haber seguido indefinidamente de no haberse él vuelto posesivo y emocional. Una tarde, cuando estaban en la cama después de que él le revelara sus frustraciones con su esposa y su suegro dominante, Barbara supo que su relación debía terminar antes de que se complicara demasiado.

Encontró un nuevo empleo en el departamento de seguros de otro agente de automóviles, donde conoció a un vendedor vigoroso y de alta estatura que durante la temporada jugaba en la Liga Nacional de Baloncesto. Ella le expresó su interés por él, y él reaccionó rápidamente, pero en la cama resultó ser un amante descuidado, un toro agresivo, inmenso e insensible que se corría de inmediato para luego dormirse enseguida. No obstante, a ella le atraía su cuerpo atlético y le toleró cosas que no hubiese consentido a otro hombre, en parte porque él era una especie de celebridad, tenía un nombre conocido, una reputación, así como un encanto juvenil que usaba con eficacia para vender coches a los hombres sosos y de baja estatura que lo admiraban.

A ella le iba bien en el trabajo; demostraba una eficiencia extraordinaria que sus jefes apreciaban, y por eso le aumentaron el salario y le dieron mayores responsabilidades. Los fines de semana, cuando no trabajaba, iba a practicar esquí acuático o esquí de montaña, y se pasaba el tiempo leyendo. El único acontecimiento preocupante en la residencia de Los Ángeles fue la decisión de Frances, en el segundo año de su convivencia, de casarse con un hombre con el que había estado saliendo. Aunque nunca había expresado sexualmente su afecto por Frances, a Barbara la noticia le provocó temor, tristeza y confusión. Más tarde, cuando Frances se fue del apartamento, Barbara se sintió abandonada y traicionada. No asistió a la boda ni volvió a ver jamás a Frances.

Pero en ese período tuvo la buena suerte de conocer a un hombre interesante que le prestó ayuda. Tenía setenta años, pero era aún muy vigoroso y cortés. Era uno de los grandes en el negocio de la venta de coches de la ciudad; vendía flotillas enteras de vehículos cada semana. Había empleado a Barbara Cramer para que ayudara a dirigir el departamento de seguros. Aunque era astuto y duro en los negocios, con ella siempre fue bondadoso y ella vio en él al padre que nunca había tenido. La llevaba a restaurantes caros, la convenció de que era especial y la alentó a realizar sus ambiciones sin preocuparse de la tradición femenina hecha de cautelas y limitaciones.

Tras un año trabajando en la empresa, ella deseaba encontrar un empleo que le ofreciera mayor independencia. Y fue entonces cuando se convirtió en agente de la New York Life. Después de comprar a varios mayoristas las listas de sus clientes principales, así como de recopilar nombres de gente que había conocido en el sector del automóvil, pasaba horas interminables al teléfono tratando de concertar citas. Luego, en el nuevo Mustang rojo que acababa de adquirir, iba a todas partes de la ciudad a hablar personalmente sobre los beneficios de una buena póliza de seguro de vida. Aunque encontró la misma resistencia que cualquier otro agente, logró tener éxito donde otros habían fracasado debido a su mayor persistencia y a que se concentró en grupos profesionales a los que habían dejado de lado, como, por ejemplo, mujeres de carrera, en especial enfermeras, que, al estar en contacto diario con la muerte y los accidentes, eran más sensibles a sus palabras sobre la importancia de estar asegurada adecuadamente.

Durante sus primeros dos años en la New York Life, cuando estaba totalmente inmersa en los seguros y ganando cerca de 30.000 dólares al año, no sintió ningún interés por los hombres. Por lo tanto, en el ambiente tranquilo del bar esa primera noche de la convención en Palm Springs, el súbito deseo de sexo que sintió fue una verdadera sorpresa para ella.

Cuando le presentaron a John Bullaro, lo encontró atractivo y fue consciente del vigor de su cuerpo. Pero después de una hora sentada a su lado a la mesa, se dio cuenta de que él no era un tipo con iniciativa en el sexo. En consecuencia, cuando se ofreció a conseguirle una aspirina, ella decidió seguirle.