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Hefner tenía veintiocho años cuando vio por primera vez las fotos de Diane Webber, y hacía dos años que su revista estaba en circulación. En 1953 él mismo había compaginado el primer número de Playboy sobre la mesa de la cocina del piso que compartía con su mujer y su hijita, y ahora tenía treinta empleados que ocupaban un edificio de cuatro plantas cerca del centro de Chicago. Él estaba sentado detrás de un moderno escritorio blanco en forma de ele en su amplio despacho de la última planta con las fotos de Diane Webber delante.

Mientras examinaba con toda naturalidad cada foto, nada en él indicaba lo tímido que se había mostrado ante cualquier indicio de desnudo, o lo avergonzado que se había sentido de adolescente debido a los sueños eróticos que había tenido en el dormitorio infantil de su puritano hogar. Ahora, un próspero director de una revista orientada al sexo, separado de su mujer, y durmiendo con dos de sus jóvenes empleadas, el erotismo fantasioso de Hugh Hefner se había hecho realidad. La revista que él creara le había vuelto a crear a él mismo.

Prácticamente vivía entre las páginas satinadas; dormía en un pequeño dormitorio detrás de su despacho, y trabajaba día y noche en el diseño y el color, las ilustraciones y los pies de foto, la realidad y la ficción, leyendo con sumo cuidado cada línea, del mismo modo que ahora examinaba meticulosamente y con una lente de aumento las fotografías de Diane Webber.

En la primera foto, ella bailaba con los pechos al descubierto en un estudio de ballet, vestida con mallas negras que revelaban la fuerza y gracia de sus muslos, los tobillos, las nalgas redondas. Tenía el vientre plano; la espalda, suave y fuerte, no estaba marcada por los músculos que a menudo tienen las bailarinas; y, aunque estaba en movimiento, no le brillaba la piel por el sudor. Esto impresionó a Hefner, que en su juventud sudaba profusamente, en especial cuando tocaba con las manos la cintura de una chica en los bailes de la escuela, o cuando le pasaba el brazo por encima del hombro en las salas de cine.

Lentamente, siguió el contorno de los pechos de Diane Webber, que eran grandes y firmes, y de los pezones, rojos y erectos. Le maravilló su tamaño perfecto y se imaginó la sensación que le producirían en sus manos, un pensamiento que él sabía que se les ocurriría a miles de hombres en cuanto esas fotos se publicaran en su revista.

Hefner se identificaba mucho con los hombres que le compraban la revista. Por las cartas que recibía y por las impresionantes cifras de venta de Playboy, sabía que lo que le atraía a él, atraía a los demás; a veces se imaginaba como un proveedor de fantasías, una celestina mental entre sus lectores y las mujeres que adornaban sus páginas. Cada mes, después de completar un nuevo número bajo su dirección personal, podía contemplar de forma predecible los momentos sexualmente álgidos de los hombres solitarios de todo Estados Unidos que se exitaban por su selección. Se trataba de viajantes de comercio en habitaciones de moteles, soldados en maniobras, universitarios en dormitorios estudiantiles, ejecutivos en avión en cuyas carteras viajaba una revista como una acompañante secreta. Se trataba de hombres casados e insatisfechos, personas con aspiraciones y medios moderados, aburridos de sus vidas, sin inspiración en sus trabajos, que buscaban un escape temporal mediante aventuras sexuales con más mujeres de las que tenían la habilidad de conseguir, o el dinero, el poder o el genuino placer de conseguir.

Hefner comprendía esa situación; la había experimentado en sus primeros años de matrimonio cuando se escapaba del lado de la mujer con quien dormía para hacer largas caminatas nocturnas por la ciudad. A orillas del lago, levantaba la mirada hacia los lujosos edificios de apartamentos y veía mujeres en las ventanas, imaginándose que eran tan poco felices como él; quería conocerlas a todas en la intimidad. Durante el día, desnudaba mentalmente a algunas mujeres que veía por la calle o en parques o entrando en un coche, y aunque no decía ni hacía nada, ni intercambiaba una mirada con ellas, sentía una tranquila excitación, y podía recrear la imagen de esas mujeres semanas después en su mente cinematográfica, podía verlas con tanta claridad como ahora contemplaba las fotos de la bailarina desnuda en su escritorio.

Mirando con la lupa, se concentró en la barbilla alzada de Diane Webber, sus labios sensuales y sus grandes ojos almendrados que le devolvían la mirada con una expresión incitante y distante al mismo tiempo. Le intrigó su manera de mirarle directamente y, sin embargo, de permanecer distante a la reacción que inspiraba. Era como si apareciera desnuda por primera vez; quizá aún fuera inocente con respecto a los hombres, que era exactamente la actitud que Hefner quería que expresaran los desnudos de su revista, aunque muy pocas «chicas del mes» habían conseguido esa actitud hasta la fecha. Empezando con Marilyn Monroe en el primer número de diciembre de 1953, todas las demás que habían sido portada de Playboy eran modelos profesionales que transmitían seguridad en sí mismas y experiencia; eran mujeres que habían vivido. Aun así, habían atraído nuevos lectores a la revista cada mes a un ritmo que había dejado atónito incluso a Hefner; y era probable que el primer éxito de Playboy tuviera menos que ver con la revista en sí que con los hombres que la compraban.

Antes de Playboy, pocos hombres en Estados Unidos habían visto alguna vez una foto de desnudo en color; de hecho, se sentían abrumados y avergonzados al comprar Playboy en los quioscos, por lo que doblaban la revista con la cubierta hacia dentro cuando se la llevaban. Era como si reconocieran una necesidad imperiosa, un secreto largamente reprimido, como si admitieran su fracaso a la hora de abordar la realidad. Aunque el informe Kinsey reveló que casi todos los hombres se masturbaban, aún se trataba de un hecho siniestro a principios de la década de 1950, y no había habido ningún indicio que permitiera relacionarlo con las fotos; pero ahora el éxito de Playboy —una revista que en sus primeros dos años había aumentado la tirada de 60.000 ejemplares al mes a 400.000— puso de manifiesto la relación entre esos dos hechos. Muy poco de ese interés podía atribuirse a los artículos, que nada tenían de excepcional, o a los cómics (tiras ilustradas), las sátiras o las reimpresiones de cuentos de Ambrose Bierce o de sir Arthur Conan Doyle. Más bien se trataba de que Hefner, al fundar una revista que presentaba cada mes una mujer desnuda que parecía sexualmente perfecta, había descubierto un vasto público de pretendientes, cada uno de los cuales la reclamaba en privado como propia.

Ella era su amante mental. Les estimulaba en la soledad y a menudo veían su imagen cuando hacían el amor con sus esposas. Ella era casi un ejemplar especial que existía dentro del ojo y la mente del observador; y ella ofrecía todo lo imaginable. Siempre era accesible al lado de la cama, era absolutamente controlable, conocía la caricia perfecta en puntos íntimos y nunca decía ni hacía nada que perturbara el momento previo al orgasmo.

Cada mes era una persona distinta, satisfaciendo la necesidad varonil de variación, satisfaciendo diferentes caprichos y obsesiones, sin pedir nada a cambio. Se comportaba de manera distinta a las mujeres reales, lo que era la esencia de la fantasía y la principal razón para el encumbramiento de Hugh Hefner, el primer hombre en hacerse millonario poniendo abiertamente en el mercado el amor masturbatorio por medio de la ilusión de una mujer incitante y accesible. Representaba una forma conveniente de llevar una relación. Por el precio de una revista, Hefner daba acceso a miles de hombres a una clase de mujeres que en la vida real ni les mirarían. Proveía a los viejos de jóvenes, a los feos de bellezas, a los negros de blancas, a los tímidos de ninfómanas. Él era un cómplice en las imaginarias aventuras extramatrimoniales de hombres monógamos; brindaba estímulo a los pasivos, y así se relacionaba con el sistema nervioso central de los lectores de Playboy en todo el país, hombres cuyas pasiones estaban precedidas por la selección preliminar que hacía Hefner con la lupa en su despacho de Chicago, el centro de erección del último servicio de la revista.

Hefner tenía para sí objetivos más ambiciosos. No solo quería tener las fotos de desnudos, sino también poseer a las mujeres que habían posado. Su deseo sexual, ampliamente frustrado, ahora se mostraba insaciable. No contento con presentar meras fantasías, deseaba experimentarlas, relacionarse con ellas, sintetizar su poderoso sentido visual con sus propios arrebatos físicos, y crear un ambiente, un escenario amoroso en el que se pudiera sentir y observar.

No era tanto un caso de atención dividido como de un doble estado mental. Era, y siempre lo ha sido, visualmente consciente de todo lo que hacía y comó lo hacía. Era un voyeur de sí mismo. A veces actuaba para observar. Una vez se permitió que le ligara un homosexual en un bar, más para ver que para disfrutar del sexo con un hombre. Durante su primera aventura extramatrimonial de Hefner filmó una película de sí mismo y su amiga haciendo el amor, una película casera de 16 mm que guardaba junto con cajas de otros documentos y recuerdos personales, álbumes de fotos y cuadernos de notas que revelaban y describían toda su vida personal.

Desde su primera infancia, aunque era tímido y carecía de atractivo, cultivó la autoestima; creía que de algún modo era especial y consideraba su existencia un acontecimiento potencialmente público del que debía tomar nota de forma meticulosa. Guardó sus dibujos de niño, las fotos de la escuela primaria, del ejército, de la universidad, de su boda y de la fundación de Playboy. Hoy sigue poniendo al día ese material, conservando cartas, notas, fotografías, cuidándolas con la meticulosidad de un conservador de museo, seguro de su valor histórico.

Lo que Hefner no documentó en películas o escritos, lo presenció con tanta atención que aún recuerda la textura de los entornos y se ve a sí mismo como el centro. Cuando tenía trece años, una tarde, mientras asistía a una reunión de excursionistas, vio por la persiana a medio levantar a una jovencita que se estaba desvistiendo. Era la primera vez que veía a una chica desnuda y quedó fascinado. Décadas después, aún podía recordar exactamente cómo se había sentido y lo que había visto.

Hefner jamás había visto desnudos en casa de sus padres. Su madre siempre estaba totalmente vestida y tenía el cuidado de cambiarse de ropa con la puerta cerrada. Cuando él y su hermano menor iban en verano a la piscina pública, su padre les daba la espalda en el vestuario de hombres al ponerse el bañador. Hugh Hefner atribuye gran parte de su timidez de niño a la incomodidad a que les sometían sus padres cuando estaban en la piscina, donde la exhibición de los cuerpos representaba una afrenta a su puritanismo tradicional. A esta incomodidad consciente de Hefner en la piscina, se añadía el hecho de que jamás aprendió a nadar. Tenía fobia al agua a raíz de que casi se ahogara siendo pequeño, después de que un chico mayor que él le hubiera obligado a tirarse a la parte profunda de la piscina. Aunque su padre, que era un buen nadador, había intentado ayudarle a superar ese miedo, el jovencito Hefner se negó tercamente, y un día su padre perdió los nervios y se enfadó tanto que le golpeó.

Fue una rara y casi bienvenida muestra de emoción por parte de su padre, un hombre reprimido y distante que casi nunca mostraba sus sentimientos a la familia y se pasaba casi todo el tiempo trabajando como contable para una gran empresa de Chicago. Trabajaba seis días a la semana y se consideraba afortunado de tener un empleo durante la Depresión, en especial como contable. Hugh y su hermano Keith, tres años menor, fueron criados casi totalmente por su madre, Grace, una mujer menuda, de voz suave y rígida moral. Al igual que su marido, había nacido en una granja de Nebraska antes de la nueva centuria y fue criada en un ambiente de piadoso fundamentalismo que luego trató de conservar en el Chicago del siglo XX.

En su casa no había bebidas ni tabaco, no se decían palabrotas ni se jugaban partidas de naipes. De vez en cuando, llevaba a sus hijos a ver una película los sábados, pero el domingo era una jornada estrictamente de oración en casa de los Hefner, y ni siquiera estaba permitida la radio. Si los chicos se inquietaban por permanecer tanto tiempo en el interior de la casa, se les permitía sentarse en un banco en el patio, donde podían dibujar o hacer esculturas con una arcilla coloreada que ella les daba. Hugh Hefner, que tenía facilidad para el dibujo y la escultura, se divertía mucho con esas actividades, y a veces parecía en trance ante las figurillas de arcilla de su creación, relacionándolas con una intimidad especial, y si en esos momentos su madre le llamaba desde la puerta trasera, él no la oía.

En la escuela, soñaba despierto y pasaba el tiempo sin prestar atención a las clases, lo que hacía que sus profesores enviaran a su casa notas de queja que preocupaban y avergonzaban a su madre. Ella había sido maestra en Nebraska antes de casarse, y si bien estaba convencida de que Hugh tenía capacidad intelectual, la sacaba de quicio su pereza. Había advertido por primera vez que él se apartaba de su entorno cuando a los cuatro años, enfermo de mastoiditis, se concentraba en hacer pequeñas figurillas con el algodón que se quitaba de los oídos infectados. Más adelante, se dedicó a dibujar monstruos y científicos locos, hombres del espacio y superdetectives. Cuando sonaba el teléfono en la casa, parecía no oírlo, aunque tenía el oído en perfectas condiciones. Cuando viajaba con la familia en coche, se mareaba. Se comía las uñas. De vez en cuando tartamudeaba. El accidente sufrido en la piscina le hizo aún más introvertido; al final, su madre le llevó al Instituto de Investigación Juvenil de Illinois para que lo examinaran psicólogos infantiles. Después de una serie de pruebas, convinieron en que su problema era bastante especial. Hugh Hefner era un genio. Su coeficiente intelectual era de 152. Pero, añadieron los médicos, sufría de una deficiencia emocional; era socialmente inmaduro para su edad y sugirieron que sería muy positivo para él que la señora Hefner se mostrara más cariñosa en casa y demostrara más comprensión y afecto hacia él.

Para Grace Hefner, que era tan rígida en lo relativo al sexo que jamás les había dado a sus hijos un beso en la boca —más tarde explicó que temía pasarles gérmenes—, las recomendaciones de los médicos representaban un gran desafío. Pero, alentada por el informe sobre la superioridad intelectual de Hugh, y como era una madre responsable, intentó ser más cariñosa y comprensiva en casa, sin imaginarse jamás que tal comprensión se extendería en pocos años a permitirle a Hugh colgar fotos de desnudos en su dormitorio.

Esos retratos eran dibujos sumamente estilizados de Alberto Vargas y George Petty publicados en Esquire, que en los años cuarenta se editaba en Chicago y era la revista para hombres más osada de Estados Unidos. Hugh Hefner había visto por primera vez la revista Esquire cuando visitó la casa de un compañero de escuela cuyo padre, un artista comercial, estaba suscrito a la publicación. Todo lo de Esquire fascinó al joven Hefner, las historias románticas y de aventuras de escritores como Fitzgerald y Hemingway, las fotos de coches clásicos, las historietas refinadas, los artículos de viajes a lugares exóticos, los anuncios publicitarios y la página doble que cada mes presentaba un exquisito dibujo en color de una mujer hermosa.

Hefner pudo decorar su dormitorio con esas voluptuosidades con el consentimiento, si no la aprobación, de su madre, debido a que de repente mejoró su rendimiento escolar y a que parecía decidido a seguir unos objetivos artísticos poco definidos que su madre temía desalentar. Sus dibujos y caricaturas, que en un tiempo solo habían llenado la casa de papeles, ahora aparecían en el periódico de la escuela primaria que él mismo editaba y en las grandes ilustraciones de su diario personal que mantenía meticulosamente al día con hechos y observaciones sobre sí mismo y sus compañeros de escuela. Poco amante de los deportes y tímido con las chicas, Hefner pudo mantenerse en estrecho contacto con sus compañeros al convertirse en su cronista.

De esta forma pasiva pasó los dos primeros años del instituto, después de los cuales empezó a reafirmarse poco a poco, a emerger su personalidad, a participar tanto como a observar. Actuaba en las obras y sátiras representadas en su curso, a las que también contribuía como escritor. Se convirtió en el presidente del consejo estudiantil y vicepresidente del club literario. Hacía emisiones de radio para el Consejo de Educación, y contemplaba la posibilidad de convertirse en locutor de una cadena de radio o en estrella de la pantalla. Aprendió a bailar bien, a sentirse más tranquilo en presencia de las chicas. Una de las muchachas con que había salido recientemente había sido noticia en el periódico de la escuela, después de ser elegida como la estudiante más representativa del instituto Steinmetz. Si bien antes del certamen no le había atraído mucho, su triunfo hizo que rápidamente se sintiera fascinado por ella: simbolizaba los deseos del cuerpo estudiantil; era objeto de adoración, y a él le encantaba su estrellato. Salió con ella a menudo y una noche, en la oscuridad de un cine, empezó a tocarla, a meterle la mano bajo la falda y a acariciarla entre los muslos. Este representó su momento sexual de mayor audacia en el instituto, que siempre recordaría, aunque no pasó de ahí.

En 1944 se graduó en el instituto Steinmetz entre los primeros 25 de un total de 212 estudiantes; se le premió con una votación en la que salió como el tercero con más posibilidades de éxito en la vida. Sus planes para la universidad debieron posponerse debido a que pronto fue llamado al servicio militar. Aún faltaba un año para que terminara la Segunda Guerra Mundial en Europa y Asia. Su madre, que sabía que se preocuparía de forma incesante por Hugh si se quedaba sin hacer nada en casa, buscó un empleo en el laboratorio de investigación de una empresa de pinturas de Chicago. Si bien Hugh no se mostraba muy entusiasta respecto de su alistamiento en el ejército, sí apreció la oportunidad de viajar y poder salir de Chicago. Pero dos semanas antes de su alistamiento, en una fiesta, conoció a una chica que de repente le hizo desear tener más tiempo antes de alistarse.

Era una bonita morena de grandes ojos castaños y una figura delgada y grácil. Llevaba el pelo largo con flequillo y tenía unos modales tranquilos con los que de inmediato se sintió a gusto. Se llamaba Mildred Williams y, aunque había estado en su curso del instituto Steinmetz, en realidad nunca se habían conocido, lo que a Hefner le parecía increíble, ya que él se sentía muy atraído por el tipo de belleza que ella tenía. Bailaron muchas veces esa noche, la llevó a su casa y luego salieron con frecuencia antes de su alistamiento.

Durante el verano de 1944 le escribió a menudo desde Fort Hood, Texas, donde hacía el entrenamiento básico y donde la vida de soldado le aburría y sorprendía a intervalos. Como joven idealista de dieciocho años que no bebía, ni fumaba ni decía palabrotas, y cuya limitada vida sexual hasta ese momento incluso había ignorado la masturbación, Hugh Hefner pronto se vio rodeado por la vulgaridad y el cinismo típico de un cuartel militar. Aunque se adaptó, no siguió la corriente del lugar. Iba a los bailes del club militar, pero no perseguía a las mujeres de las cercanías de la base. Pasaba el tiempo libre yendo al cine, haciendo dibujos o caricaturas y escribiendo largas cartas reflexivas y de amor a Mildred Williams, que, aunque él apenas la conocía, se había comprometido íntimamente con las fantasías y futuras expectativas de Hugh Hefner.

Cuando estaba de permiso, iba a visitarla y ella no le desilusionó. Aunque sus normas de moralidad sexual le mantenían a distancia, esto se sumó al desafío y al misterio que ella encarnaba. Como católica practicante, no creía en el sexo prematrimonial, y como joven práctica en su primer año de universidad, se daba cuenta de las complicaciones que ello supondría con respecto a sus estudios. Aunque poseía el aspecto despreocupado de la típica chica estadounidense, Mildred había sido criada en un hogar desgraciado de familia numerosa; su padre, un autócrata, no podía mantener adecuadamente a sus cinco hijos con su salario de chófer de autobús en Chicago; y su madre, muy religiosa, se apoyaba en la fe de que la vida mejoraría de algún modo. Pero nunca fue así. De modo que Mildred adquirió una temprana fe en su propio esfuerzo, en la seguridad de que cualquier mejora que deseara le llegaría gracias a su propia iniciativa. No descansaba jamás. Estudiaba mucho en la universidad y por la tarde y los fines de semana trabajaba para pagarse los cursos. En la Universidad de Illinois trabajaba por las tardes en la biblioteca y quería ser maestra. No se afilió a ninguna fraternidad de estudiantes y no tenía tiempo para salir con chicos. Los veranos trabajaba sin hacer vacaciones, y hasta se negaba a robar tiempo a su trabajo cuando Hefner la visitaba de permiso. Mientras se amargaba y protestaba, él, en el fondo, admiraba su dedicación y la comparaba con los esfuerzos que tantos años atrás había hecho su propia madre en aras de conseguir una educación superior sin la ayuda ni el aliento de sus padres, unos campesinos humildes de Nebraska.

Hefner tenía menos aspiraciones y, después de licenciarse del ejército en 1946, se matriculó en la Universidad de Illinois. Pensaba tomar el máximo de asignaturas en cada curso, incluyendo cursos de verano, de modo que pudiese terminar la carrera de cuatro años en dos y medio. Quería recuperar los dos años improductivos en el ejército durante los cuales había estado en varias bases nacionales mientras terminaba la guerra en el extranjero. Como estudiante de veintiún años con una beca de veteranos del ejército, Bill estaba ansioso por recuperar su propia vida, marcarse unos objetivos y reanudar su noviazgo casi victoriano con Mildred Williams.

Hasta entonces, lo que sabía de ella, aparte del poco tiempo que habían pasado juntos durante sus permisos, se debía en gran parte a las numerosas cartas que ella le había escrito, casi todas ellas de tono altamente idealista, discretamente afectuosas, alentadoras, unas cartas que le habían aliviado de la soledad que sentía en los cuarteles, y convencido de que, sin la menor duda, ella era la personificación de la imagen romántica que él mismo había creado.

Pero hasta sus más altas expectativas se vieron superadas en 1946 después de que volviera a reunirse con ella en el campus de Illinois y empezaran a salir cada fin de semana y a encontrarse cada noche a la puerta de la biblioteca, caminando lentamente de la mano a través del otoño más maravilloso de su vida. Estaba fascinado, emocionado por el aspecto y el carácter de ella, y excitado por el mundo que le rodeaba, la nueva libertad de la vida universitaria, el trato deferente que le concedían los otros estudiantes por ser un veterano de guerra, y el sentimiento de abrumador optimismo que inspiraba a tantos estadounidenses de entonces el primer año después de una guerra triunfal.

Hefner se aficionó a los vuelos acrobáticos como diversión de fin de semana en un aeropuerto situado cerca del campus, y al cabo de un año había obtenido la licencia de piloto y maniobraba con su biplano con giros sorprendentes, caídas y vuelos rasantes. Cantó en una orquesta de estudiantes imitando el estilo de Frankie Laine. Fundó una revista universitaria, consiguió unas notas excelentes en las clases, se especializó en psicología y sintió por primera vez en la vida que era físicamente atractivo. Sus caricaturas y dibujos se publicaban en The Daily Illini, y como ejercicio intelectual escribió una obra de teatro sobre un descubrimiento científico que probaba la inexistencia de Dios; la obra terminaba con el gobierno suprimiendo diligentemente la información porque pensaba que el pueblo no podría vivir con esa verdad.

Cuando Hefner la escribió era agnóstico, y lo seguiría siendo a partir de entonces, alejándose de su pasado metodista fundamentalista. Pero creía que su rechazo de la tradición familiar solo formaba parte de una revolución mayor que veía desarrollarse a su alrededor. Había leído en los periódicos que el empresario y cineasta Howard Hughes había desafiado el código moral de Hollywood al distribuir su película El forajido, en la que una voluptuosa actriz llamada Jane Russell se mete en la cama con un hombre. La revista favorita de Hefner, Esquire, a la que la Dirección de Correos deseaba cortar la circulación por obscena, había ganado su juicio ante el Tribunal Supremo y era libre de ser distribuida sin inconvenientes. El reciente descubrimiento de la penicilina para curar las enfermedades venéreas había hecho disminuir súbitamente el miedo inhibidor que durante siglos había estado asociado a la promiscuidad sexual. Y el informe Kinsey sobre los hombres, basado en datos recogidos a partir de más de 12.000 entrevistas, revelaba que, pese a la actitud puritana que reinaba en Estados Unidos, sus ciudadanos eran secretamente muy proclives a la promiscuidad. El 50 por ciento de los hombres casados se habían acostado con otras mujeres durante su matrimonio, señalaba Kinsey, y un 85 por ciento de la población masculina había experimentado el coito antes de casarse. Nueve de cada diez hombres se masturbaban, y, en una estadística que escandalizó a muchos lectores, un 37 por ciento de los hombres habían tenido un orgasmo durante al menos una relación homosexual.

Estos y otros descubrimientos hicieron que el doctor Kinsey fuera condenado por sacerdotes, políticos y periodistas, pero Hugh Hefner quedó francamente impresionado por su libro; de hecho, en la crítica que escribió para Shaft, la revista que había fundado en la universidad, dijo: «Este estudio pone de manifiesto la falta de comprensión y de pensamiento realista que ha condicionado la formación de las normas y leyes sexuales. Nuestras pretensiones morales, nuestra hipocresía en lo referente al sexo, nos han llevado a un incalculable grado de frustración, delincuencia e infelicidad».

Esta última afirmación podría haberse aplicado al mismo Hefner, ya que pese a sus diversos éxitos en el campus durante sus primeros dos años de residencia allí, se sentía sexualmente frustrado. A los veintidós años aún no había practicado el coito. En varias ocasiones había intentado seducir a Mildred, pero ella le había rogado siempre, a veces con lágrimas en los ojos, que esperaran un poco más. No solo su religión y el miedo a quedarse embarazada condicionaban su forma de pensar, sino también su deseo de que la primera vez que hicieran el amor debía ser un acontecimiento espléndido, una íntima celebración en un entorno romántico, y no, como ocurría con la mayoría de los estudiantes, un hecho furtivo y apresurado en un automóvil prestado.

Al principio, Hefner estuvo de acuerdo con ella y admiraba su actitud. Al igual que su madre, Mildred era excepcionalmente idealista, una joven seria, fuerte y digna de confianza, que en el matrimonio, tal como él quería, se convertiría en su posesión exclusiva. Pero a medida que pasaban los meses, Hefner no podía contener sus impulsos y curiosidad sexual; durante los fines de semana en Chicago, al salir con ella, sus continuos toqueteos en el Ford de su padre poco a poco dieron paso a la mutua masturbación y, finalmente, a la felación. Un domingo por la noche, cuando regresaban al campus en un autobús de la Greyhound, y después de que sus besos y caricias en la oscuridad del vehículo fueron cada vez más apasionados, él le pidió que le hiciera una felación allí mismo, en el asiento, bajo una manta que la ocultaría. Aunque la petición le sorprendió, más le sorprendió su predisposición a acceder a su deseo sin torpezas ni vacilaciones debido a lo ansiosa que se sentía de satisfacerle, así como a la excitación que le producía un acto tan osado en presencia de los demás pasajeros. Cuando bajó la cabeza en la oscuridad, sintió un gran amor por él y también un impresionante despertar de su propia liberación.

Aunque ya no asistía regularmente a misa, no interpretó su acción como un signo de declinante moralidad, sino como una mayor dedicación al hombre con quien un día se casaría y de quien tanto estaba aprendiendo en el arte de dar y recibir placer. Se maravillaba de todo lo que Hefner parecía saber del sexo y de cuánto le importaba. Leía sin cesar manuales sobre el matrimonio y novelas eróticas, revistas de desnudos y libros sobre censura y leyes sexuales. De él oyó por primera vez expresiones tales como «zonas erógenas», y con él experimentó más tarde su primer orgasmo mediante el cunnilingus.

Una tarde en Chicago, cuando sus padres no estaban en casa, la llevó a su dormitorio en el primer piso y bajó las persianas; entonces sacó focos y una cámara del armario, y después de rogarle un poco, Mildred se quitó lentamente la ropa y se quedó desnuda ante él. Silenciosa y excitadamente, empezó a tomarle fotos en la cama ante la misma pared de la que colgaban otros desnudos, y ella pronto le respondió con la misma naturalidad con que lo había hecho en el autobús, inventando poses, apreciando su cuerpo encantador tanto como él, atónita ante su disposición a hacer lo que unos pocos meses atrás le hubiese resultado inconcebible y profundamente escandaloso.

Aunque ella nunca vio las fotos y no tenía ni idea del uso que podía darles Hefner, mantuvo una disposición positiva respecto a esos episodios sexuales, aun incluso después de haber reflexionado sobre ellos. Como estaba en el último curso de la universidad, creía estar más preparada para esas experiencias. Y también estuvo lista, después de su último examen en la primavera de 1948, a reunirse con él en un cuarto de hotel en Danville, Illinois, y pasar la noche haciendo el amor.

Convencido de que eran compatibles y pensando en comprometerse muy pronto con ella, Hefner volvió al campus de Illinois en verano de 1948, mientras Mildred accedía a su primer trabajo como profesora en un pequeño instituto en el noroeste del estado. Como ninguno de los dos tenía coche y ambos mucho trabajo, no se veían cada fin de semana. Cuando lo hacían, eso sucedía generalmente en Chicago, donde su relación y noviazgo habían sido reconocidos y aprobados por sus padres, aunque para conseguir esa armonía Hefner había tenido que pactar un tanto con sus ideas religiosas. A petición de Mildred, había aceptado recibir formación religiosa de un sacerdote y permitir que sus hijos fueran educados en la fe católica. Quien más insistió fue su futura suegra. Al principio, Hefner se opuso porque consideraba el catolicismo una fuerza tiránica contra la libertad sexual y el derecho a la intimidad personal. A menudo se lo había dicho a Mildred en cartas en las que cuestionaba la infalibilidad del Papa, se mostraba en desacuerdo con la política de la Iglesia en lo referente al control de natalidad y el aborto, y denunciaba la historia de la censura de la Iglesia, desde la Edad Media hasta el presente, de miles de libros eróticos, pinturas, películas y otras formas de expresión. Pero si bien sus sentimientos hacia la Iglesia no habían cambiado mientras se hacían los preparativos para la boda, en ese momento también le preocupaban sus estudios y no quiso tener un enfrentamiento abierto; asimismo, como sabía cuánto se había alejado Mildred de los dictados de su religión, no previó problemas con ella después de la boda.

De modo que se concentró en lo que más le importaba: terminar los estudios en la universidad para febrero de 1949, casarse con Mildred el junio siguiente y establecerse enseguida como dibujante, escritor o editor de éxito. En la universidad había demostrado su talento en las tres facetas, además de aumentar su autoestima y darse cuenta de que las chicas se sentían atraídas por él. Pero siguió fiel a Mildred después de que ella se fuera del campus y, si bien había considerado en un tiempo que la vida de soltero representaba un estado idílico, ahora anhelaba casarse con Mildred, en especial cuando empezó a percibir ciertas vacilaciones por parte de ella después de haberse comprometido formalmente durante sus vacaciones de Navidad en 1948.

No tenía ni idea del origen de esas vacilaciones, pero a veces, cuando estaban juntos los fines de semana después de las fiestas, ella parecía un poco tensa, rígida y sin el entusiasmo que le demostrara desde que habían tenido relaciones sexuales la primavera anterior. Con la esperanza de que solo estuviera temporalmente distraída por las nuevas presiones de su trabajo, él intentó ocultar su leve irritación y demostrarle, una mayor comprensión y paciencia. Cuando estaban a solas, de vez en cuando trataba de mantener con ella largas conversaciones que pudieran revelar la raíz de su problema, pero esa táctica cautelosa no llevó a nada y sus preguntas más directas solo obtuvieron negativas de que algo anduviera mal.

Un gélido fin de semana en Chicago, después de pedirle prestado el coche a su padre y de pasar a buscar a Mildred por casa de sus padres, la pareja fue al centro a ver una película titulada Acusados, con Loretta Young como protagonista. En esa película, Young interpreta a una hermosa pero inhibida profesora universitaria que, después de que uno de sus estudiantes va a verla y le dice que necesita desesperadamente consejo y comprensión, acepta salir a cenar con él. Más tarde, el estudiante la lleva en su coche a un lugar apartado e intenta seducirla, pero al fracasar la viola. Ella se defiende con un objeto metálico y descubre que él deja de atacarla porque lo ha matado. Presa del pánico, escapa del lugar y va a la carretera, donde hace autoestop y un camionero la recoge. Se arregla la ropa y, sin revelar nada de lo sucedido, vuelve a su casa sana y salva y al día siguiente reanuda sus clases. Pero en un intento de cambiar de aspecto para evitar que la identifiquen como la mujer que ha estado con el estudiante la noche de su muerte, empieza a vestirse más a la moda y cambia de peinado, y pronto empieza a sentirse más atractiva y deseable que nunca. Como resultado, después de iniciarse la investigación criminal, ni siquiera el camionero que la ha recogido puede reconocerla y tanto el fiscal como el policía encargado del caso se enamoran de ella.

Pero pronto su sentimiento de culpa la obliga a decir la verdad; en ese momento de la película, Mildred se echó a lloriquear y le pidió a Hefner que la llevara a su casa. Cuando entraron en el coche, Mildred lloraba a lágrima viva y se puso histérica cuando Hefner le pasó un brazo por el hombro y le pidió con amabilidad una explicación.

Al final, Mildred pudo controlarse, y volviéndose hacia él en el asiento del coche, con las lágrimas brillando en la penumbra, admitió que en el pueblo donde ahora vivía tenía una relación con un profesor de la escuela.

Hefner la escuchó sin poder creerla. Fue como si ese momento sorprendente fuera demasiado irreal para poder aceptarlo, como si aún formara parte de la película que acababan de ver. Se quedó sentado tras el volante del coche sintiéndose perplejo, traicionado, muy solo. De repente, Mildred se había convertido en una desconocida, una amante a la que él ya no conocía, aunque ahora ella trataba de explicarle con voz lastimera lo que le había sucedido. Dijo que había conocido por primera vez a ese hombre después de que él se hubiera ofrecido a llevarla un viernes por la tarde a la estación donde ella debía coger el tren para Chicago. Lo pasaron bien charlando, y después de su regreso del fin de semana en Chicago, empezaron a jugar al bridge algunas noches en el pueblo con otros profesores de la escuela; una noche, en su coche, él trató de besarla y ella le respondió de inmediato y no dejaron de hacerlo hasta que hicieron el amor.

Lo habían hecho más veces desde entonces, continuó diciendo ella; y añadió que no se sentía merecedora de Hefner y le aseguró que él no tenía ninguna obligación de casarse con ella. Pese al remordimiento y la vergüenza que sentía al contarle todo eso, ella también experimentó un gran alivio, incluso una sensación de libertad, pero cuando miró a los ojos de Hefner, vio que él empezaba a llorar. Se le acercó y le abrazó. Le dijo que le amaba, aunque repitió que debía buscarse otra esposa.

Pero Hefner meneó la cabeza. No, dijo, solo la quería a ella. Aunque no lo admitió, ahora la quería más que nunca al sentirse sumamente alarmado por la presencia de otro pretendiente. Le rogó que dejara de ver al otro hombre, y Mildred, llena de confusión y culpa, estuvo de acuerdo. Quería creer que su breve aventura no era algo propio de su naturaleza y se sintió agradecida de que Hefner quisiera seguir adelante con los planes de boda.

Se casaron el 15 de junio de 1949 en la iglesia de San Juan Bosco, de Chicago. Mildred se puso un vestido blanco y sonrió ante los fotógrafos junto a Hefner y sus familias. Sus madres de pelo cano lucían orquídeas, y los padres, sobrios trajes grises; todos estuvieron juntos delante de la iglesia, sonriendo al sol, simulando actitudes de obligada familiaridad.

Después de la ceremonia, Hefner viajó con Mildred en el coche de su padre a Hazelhurst, Wisconsin, para pasar una corta luna de miel en el hostal Styza’s Birchwood.

Luego regresaron a Chicago para empezar una vida juntos que jamás sería tan romántica como la que habían vivido en el pasado.

Entre los problemas a los que debieron hacer frente estaba el fracaso de Hefner, que después de licenciarse en la universidad no podía encontrar un trabajo que le gustara. Varias de sus ideas para una serie de historietas fueron rechazadas por los periódicos sindicados, y solo pudo encontrar trabajo en la oficina de personal de una empresa dedicada a las historietas. Cuando se dio cuenta de que la firma no empleaba a negros, dimitió en señal de protesta. Debido a que el mercado laboral estaba cubierto por veteranos de guerra y a que Hefner prefería quedarse en casa trabajando en nuevas historietas que aceptar un trabajo insatisfactorio, vivieron del dinero que Mildred ganaba en distintos trabajos, entre ellos el de maestra en una escuela primaria de Chicago a la que había asistido Hefner cuando era niño.

Para reducir gastos se fueron a vivir a casa de los padres de Hefner pensando que les convendría hacerlo temporalmente hasta que Hugh pudiera empezar a vender sus historietas o consiguiera un trabajo idóneo para él. Pero más de dos años después aún estaban allí, ocupando un dormitorio al lado del de los padres en el segundo piso de la pequeña casa de ladrillo en una tranquila calle, en la periferia de Chicago. La casa había sido construida por 13.000 dólares en 1930, cuando Hugh Hefner tenía cuatro años de edad, y era el único hogar que él había conocido, aunque ahora que ocupaba su reducido espacio, sentía que los sueños de su juventud se evaporaban y que gran parte del interés sexual que sentía por su mujer iba desapareciendo.

Pero Mildred se sentía culpable de ello. Rara vez tenía ganas de hacer el amor con él en aquella casa, sabiendo que los ruidos de su cama podían ser oídos fácilmente por sus suegros en el cuarto de al lado, y también creía que su indiscreción con el otro hombre había disminuido el entusiasmo romántico de Hefner, así como reavivado sus sentimientos de culpa de adolescente católica respecto al sexo y el placer. Había disfrutado de un sexo pecaminoso, razonaba sarcásticamente, y ahora era castigada. Su castigo era vivir una vida de pareja desapasionada en el hogar claustrofóbico de sus suegros, tal como él había vivido en su infancia, salvo que ahora ella advertía una tendencia degenerada en sus dibujos. Para su propio disfrute, hacía dibujos pornográficos de Dagwood y Blondie. También llevaba a casa revistas de sexo y no se tomaba la molestia de escondérselas a ella, como en un tiempo sin duda lo había hecho, y aún las escondía a su propia madre.

La madre, que era demasiado amable para compartir intimidades, no tranquilizó en nada a Mildred durante esos años, ni tampoco a esta se le hubiera pasado por la cabeza hablar de sus problemas matrimoniales con los padres de Hefner. Pese a que vivían tan próximos físicamente, en el aspecto emocional siguieron muy distantes. Cada día, la pareja mayor salía rumbo a sus respectivos trabajos y regresaban por la noche para usar la cocina en un momento en que no lo hacían Mildred y Hugh. Era un hogar de rutinas precisas y de gran limpieza, orden y control. En todos los años pasados allí, Mildred nunca vio que los padres de Hefner perdieran los estribos. Jamás les oyó gritar o llorar, discutir o dar un portazo; tampoco observó señales de afecto, como, por ejemplo, un beso de despedida, una caricia, o una palabra cariñosa. Mildred no creía que esto significara ausencia de amor, sino más bien una fuerte resistencia a expresarlo. Comparados con sus propios padres, expresivos y que discutían con frecuencia, los Hefner eran un ejemplo extraordinario de represión y dominio de sí mismos.

Si bien Mildred no tenía idea de cómo había afectado este comportamiento al hijo menor de los Hefner, Keith —quien por entonces estaba en la universidad—, creía poder percibir la influencia que había tenido en su marido. Al igual que sus padres, Hefner deseaba un entorno controlado y se sentía cómodo cuando reinaba el orden. De su religiosa madre sueca había heredado el idealismo y las pautas de conducta, y como su padre alemán, era preciso y pragmático. Pero, a diferencia de ellos, era una persona que expresaba sus emociones. Mildred vislumbraba su rabia; le había visto llorar. Identificaba sus dibujos pornográficos como signos de rebelión contra su pasado familiar; y, al percibir la profundidad de su depresión después de casarse, sugirió que él se fuera un tiempo de casa, se olvidara momentáneamente de su carrera y volviera al lugar donde había sido feliz por última vez, el campus de la universidad, y consiguiera un doctorado.

Así lo hizo en 1950; se matriculó en la Universidad del Noroeste como estudiante graduado en sociología. Pero el único logro que consiguió allí fue una extensa monografía sobre las leyes sexuales estadounidenses; creía que la mayoría de ellas debían ser abolidas porque eran anticuadas y demasiado íntimas como para permitir la intervención gubernamental, como, por ejemplo, la ley que aún existía en muchos estados que prohibía el sexo oral entre marido y mujer. Aunque Hefner consiguió altas calificaciones por su rigurosa investigación, sus conclusiones no fueron compartidas con gran entusiasmo por su profesor; y después de un semestre y sintiéndose inquieto, Hefner abandonó el campus e intentó reincorporarse al mundo.

Encontró trabajo como publicitario creativo en un gran almacén de Chicago y luego en una pequeña agencia de publicidad; dejó el primer trabajo y le echaron del segundo. Después fue aceptado en el departamento de promoción de Esquire, Inc., que publicaba una revista de moda para hombres y también una refinada revista mensual de tamaño de bolsillo llamada Coronet; muy pronto Hefner se entusiasmó con el hecho de trabajar en un medio creativo rodeado de redactores sofisticados y modelos de Vargas. Pero al cabo de un tiempo se dio cuenta de que el medio le aburría; las empleadas eran desaliñadas y relamidas, y los hombres vivían existencias aburridas sin el ímpetu que reflejaban en sus páginas ilustradas. Una tarde Hefner se sacó del bolsillo una foto de la actriz Carmen Miranda en una pista de baile, con las faldas en alto y sin bragas, y se la mostró a un ejecutivo de la revista Coronet; el hombre la rechazó sin que le hiciera nada de gracia.

En 1951 la empresa anunció que trasladaba las oficinas de promoción de Esquire-Coronet a la ciudad de Nueva York, pero Hefner, a quien le acababan de negar un aumento de cinco dólares, dimitió y se quedó en Chicago. Le gustaba Chicago, y se sintió mejor consigo mismo cuando acordó con un editor independiente publicar 5.000 ejemplares de un libro de dibujos e historietas que él había hecho como ilustración de la ciudad. Si bien el libro no sería económicamente rentable, la prensa local le prestó atención, y él soñó con el día en que podría lanzar una revista erótica dedicada a la vida urbana de Chicago.

Mientras tanto, encontró un trabajo en el que cobraba ochenta dólares a la semana, veinte por encima de su salario en Esquire-Coronet, como jefe de promoción de un magnate de revistas de Chicago llamado George von Rosen, un tipo astuto y de ideas avanzadas que, tras no encontrar trabajo en The Christian Science Monitor, y de haber trabajado como director de distribución de varias revistas musicales, y otra dirigida a los pastores protestantes, decidió convertirse en su propio editor y prosperar en el mercado cada vez más popular de revistas de chicas después de la Segunda Guerra Mundial.

Durante la guerra ya habían hecho fortuna editores neoyorquinos como Robert Harrison, cuyas numerosas revistas —con títulos como Flirt, Titter, Wink y Eyefull— habían atraído a los solitarios soldados en el extranjero y en el propio país. Pero Harrison, a quien personalmente le ofendían los desnudos y que en 1952 se dedicaría a revelar escándalos en su nueva publicación Confidential, limitaba sus revistas eróticas a fotografías en blanco y negro de jóvenes vestidas con trajes de baño, saltos de cama y ropa interior solo un poco más atrevida que la que se podía encontrar en cualquier anuncio publicitario de ropa interior femenina en el dominical de The New York Times, que era una de las principales publicaciones sub silentio del país.

Otras publicaciones que incitaban a la masturbación antes de que entrara en el mercado George von Rosen eran revistas de cine que mostraban a estrellas de segunda categoría en biquini, revistas de aventuras que ocasionalmente presentaban bellezas ligeras de ropa; la revista nudista para la familia Sunshine & Health, y publicaciones de gran tirada como Life y Look, las cuales, de forma harto sutil, a veces superaban a todas las demás revistas en la presentación de fotos sexualmente excitantes.

A finales la década de 1930 Life y Look justificaron como fotografías periodísticas las polémicas fotos que publicaron de la actriz Hedy Kiesler nadando desnuda con un pezón al descubierto en una escena de la película checa Éxtasis. La reacción ante la película y la publicidad correspondiente fue tan sensacional que los censores prohibieron Éxtasis en todas las demás ciudades; de hecho, cuando Hedy Kiesler fue a Hollywood a trabajar en otro filme, tuvo que buscar una nueva identidad y cambió su nombre por Hedy Lamarr.

En 1941 Life publicó quizá la foto más famosa de la pinup de los años de la guerra, la de Rita Hayworth con un salto de cama de satén y lazos, arrodillada en una cama; más tarde esta pose estudiada, pero extrañamente sensual —sin rival salvo por una foto publicitaria de estudio de Betty Grable tomada desde atrás con un ajustado traje de baño—, se pegó a la bomba atómica que cayó sobre Hiroshima. La foto de Life en 1943 de una sonriente modelo rubia llamada Chili Williams, cuyo traje de baño con un diseño de puntos parecía meterse hacia dentro en el pubis, recibió, según la revista, cien mil cartas «febriles»; y le proporcionó a Chili varios papeles secundarios en Hollywood.

Si bien algunos editores pensaron que la locura de las pinup disminuiría después de que las tropas regresaran al país, George von Rosen creía que esos retazos de fantasía habían pasado a formar parte de la imaginación erótica del veterano. Durante los años de posguerra puso en circulación diferentes revistas que recalcaban tres elementos esenciales: armas, valentía y mujeres. En aquel tiempo, las leyes que hacían referencia a las fotos de mujeres no estaban claramente definidas; dependían de la sentencia final de pleitos prolongados como los fomentados por grupos religiosos y Correos contra Sunshine & Health, que persistía en la venta y en enviar por correo sus publicaciones mensuales con fotografías de desnudos integrales. Los de Correos afirmaban que el desnudo integral era obsceno, pero los miembros de las asociaciones de nudistas que apoyaban a Sunshine & Health se consideraban naturistas y no pornógrafos, y creían que la Primera Enmienda de la Constitución les garantizaba el derecho a expresar idóneamente el movimiento nudista, incluyendo la parte púbica, en su revista oficial.

Otras revistas nudistas no oficiales reclamaban derechos similares; una de ellas —Modern Sunbathing & Hygiene— era publicada por George von Rosen. Si bien obedecía la prohibición de Correos de mostrar el vello púbico, publicaba pechos y pezones casi exclusivamente de jóvenes cuerpos de mujeres atractivas, algunas de las cuales violaban la tradición nudista posando en interiores, cosa muy distinta de las bucólicas reuniones familiares de Sunshine & Health, dando verosimilitud al rumor de que cuando Von Rosen no podía encontrar fotos atractivas de chicas verdaderamente nudistas, no se oponía a usar modelos.

Mujeres que podrían haber pasado fácilmente por modelos aparecían normalmente en la revista Art Photography, de Von Rosen, pero como para asegurarles a los censores sus elevados propósitos, sus poses parecían de estatuas inmóviles como las doncellas desnudas y marmóreas de la escultura clásica, de rostros inexpresivos y ojos inocuos, evitando el contacto directo con los lentes potencialmente lujuriosos de las cámaras.

Tal delicadeza no era deseada ni buscada por Von Rosen en sus revistas de chicas más espectaculares porque, mientras las mujeres llevaran algo de ropa, él creía que merecían una mayor libertad de expresión, como la opción de guiñarle un ojo a la cámara, sonreír lascivamente, mover las caderas y sonreír con los ojos abiertos.

La más famosa de sus revistas de mujeres empezó a editarse en 1951, poco después de que Hefner entrara a trabajar para él. Era Modern Man y su primera portada mostraba a la actriz Jane Russell sonriente, sentada sobre una barrera de ferrocarril, vestida con un pantalón corto deshilachado, un jersey sumamente ajustado y botas de cuero. Si bien el enfoque de Modern Man era voyeurista, Von Rosen no se consideraba un personaje salaz, sino un comerciante que introducía en el mercado buenas fotos de mujeres con la misma frialdad objetiva que había caracterizado su carrera cuando vendía Étude a estudiantes de piano y The Expositor y Homiletic Review a los predicadores. Su inicial problema editorial con Modern Man no era determinar lo que los hombres querían ver, sino lo que los hombres deseaban leer. Al mismo tiempo, había intentado aplacar a los censores proporcionando en la revista material de fondo con posible valor de redención social para contrarrestar las nalgas y los pechos que llenaban tan pletóricamente sus páginas.

Al decidirse a evitar la publicación de cualquier palabra o idea que bordeara lo pornográfico o lo políticamente polémico, el contenido editorial de Modern Man se volvió similar a lo que podría haber resultado aceptable en las revistas para hombres esencialmente asexuadas, como, por ejemplo, True y Argosy. En el primer número de Modern Man había un artículo sobre la fascinación del alpinismo, una entrevista con el actor Dana Andrews sobre su barco y consejos para la navegación, un artículo sobre coches especiales, en este caso el Jaguar 1913, un ensayo fotográfico sobre la place Pigalle de París, y una guía de compras para coleccionistas de armas clásicas. La respuesta de los lectores a este último material y a los siguientes artículos sobre colecciones de armas y caza hizo que con el tiempo Von Rosen fundara otras revistas dedicadas por entero a esos temas. Si había algo nuevo en Modern Man era quizá la decisión de Von Rosen de publicar las fotos de joviales pinups semidesnudas y de solemnes desnudos integrales de modelos de arte, una combinación que luego sería imitada por Hefner en Playboy.

Al desear presentar los ejemplos más respetables del arte del desnudo fotográfico, Von Rosen gastó miles de dólares durante el primer año de Modern Man en comprar la obra de un distinguido artista húngaro llamado André de Dienes, que en los años treinta se había especializado en fotografiar la pintura y la escultura europeas expuestas en las Tullerías, el Louvre y otros grandes museos. Muchas de las fotos de De Dienes de desnudos de la escultura clásica habían aparecido antes de la guerra en Esquire, pero en la época en que Von Rosen empezaba a editar Modern Man, los responsables de Esquire disminuían el acento sensual que había impregnado su revista desde su fundación en 1933. No solo pensaron que muy pronto las revistas de chicas se convertirían en un anacronismo en el Estados Unidos de posguerra, a medida que muchos veteranos progresaban en sus estudios gracias a las becas que recibían, sino que también la revista se había resentido al tener que defender su mala imagen ante los tribunales. Aunque había ganado el principal juicio por obscenidad ante la acusación del director de Correos Frank Walker, un católico prominente y presidente del Comité Nacional del Partido Demócrata, el litigio había resultado oneroso en dinero y tiempo, ya que se había extendido de 1942 a 1946.

Incluso antes, la dirección de Esquire había sido intimidada por miembros de la Iglesia: en un artículo publicado en una revista subsidiaria de Esquire llamada Ken, se habían hecho referencias nada favorecedoras al apoyo de la Iglesia católica al generalísimo Franco durante la Guerra Civil española; y como resultado de ese artículo, escrito por Ernest Hemingway, la jerarquía católica dio instrucciones a los sacerdotes para que denunciaran las publicaciones de Esquire; pronto se declaró un vasto boicot en los quioscos de Esquire, Coronet, y en especial de Ken, lo que aceleró su cierre. Así las cosas, las fotos de desnudos de André de Dienes aparecieron, no en Esquire, sino en Modern Man, y sin la menor duda el editor más osado de Estados Unidos fue George von Rosen, posición que mantuvo hasta que Hefner le superó después de 1953 con Playboy.

Hefner y Rosen eran similares en muchos sentidos. Ambos se habían criado en hogares puritanos del Medio Oeste y eran hijos de contables de ascendencia germano-americana. Ambos eran ordenados, ambiciosos e introspectivos. Von Rosen, once años mayor que Hefner, era un hombre delgado, vivaz y de ojos verdes con facciones de comandante naval, y controlaba todas sus publicaciones como una flotilla de navíos. A sus subordinados les exigía una puntualidad estricta, limpieza en sus cubículos y formalidad en su trato con él. El ambiente dentro de la empresa era casi estéril, y los conservadores hombres y mujeres del Medio Oeste que eran sus empleados se distanciaban emocionalmente de las fotografías y los dibujos de desnudos con los que trabajaban; lo mismo le sucedía a Von Rosen, que en esto se diferenciaba de Hefner: para Von Rosen, las revistas representaban una operación comercial eficiente y beneficiosa; para Hefner, las revistas suponían una pasión personal.

Si esta distinción no le resultaba evidente a Von Rosen, se debía a que en realidad no conoció bien a Hefner el tiempo que estuvieron juntos; y lo que Von Rosen conocía de él no le impresionó. Consideraba que las historietas de Hefner eran mediocres; se negó a publicar siquiera una de ellas en sus revistas, y un día se sintió bastante escandalizado cuando Hefner llegó a la oficina con un paquete y anunció que contenía una excelente película pornográfica. La amable oferta de Hefner de proyectarla para el personal fue rechazada rotundamente por Von Rosen, que no tenía ningún interés en ver esa película y se irritó de que Hefner sugiriera proyectarla durante la jornada laboral. Aunque Hefner trabajaba de forma adecuada en el departamento de promoción, de algún modo daba la impresión de que estaba comprometido en intereses y aventuras ajenas a su función, y que su destino jamás estaría determinado por un jefe. Si Von Rosen hubiera conocido el alcance de las preocupaciones de Hefner, se habría sentido más irritado que molesto, y posiblemente se habría convencido de que había algo sexualmente extraño en Hefner.

Por aquel entonces, Mildred Hefner estaba embarazada; al final se habían trasladado de la casa de sus padres a un bonito apartamento en el barrio Hyde Park de Chicago, pero Hefner aún no se sentía satisfecho con su matrimonio y tenía una relación con una enfermera con la que pronto haría una película sexual. El filme, que se proyectaría en el apartamento de un amigo y colaborador suyo, era un proyecto privado que había hecho estrictamente para su propia diversión y por la experiencia en sí, sin la menor ilusión de que algún día él mismo fuese a convertirse en un realizador profesional de películas, ni siquiera de películas pornográficas. Sin embargo, tenía la certidumbre de que su futura carrera estaría de algún modo relacionada con el sexo, ya que ese era el tema que cada vez más dominaba sus pensamientos. Empezó a ampliar su curiosidad y a sentirse casi intrigado por la vida sexual de los demás, así como por la suya propia. Siguió leyendo libros sobre leyes y censura sexuales, sobre las costumbres sociales y los ritos de la Antigüedad, sobre los intentos de reyes, papas y teócratas como Calvino de controlar a las masas mediante la prohibición de ciertos actos de placer privado que entonces se convertían en punibles. Leyó las obras clásicas y eróticas de autores como Boccaccio y los libros prohibidos de Henry Miller que tantos veteranos habían descubierto en Europa durante la Segunda Guerra Mundial y que entraron clandestinamente en Estados Unidos. En cuanto a los libros de arte, Hefner examinó las reproducciones de pinturas de desnudos de los grandes maestros, las obras de Leonardo da Vinci, Rafael, Tiziano, Ingres, Renoir, Rubens, Manet, Courbet y muchos otros que a menudo pintaban el cuerpo con los genitales al descubierto, los pechos al aire y los ojos mucho más enfocados en el observador de lo que jamás hubiera permitido Von Rosen en sus publicaciones de arte fotográfico. Era harto dudoso que la revista de Von Rosen se animase a presentar algo más sugestivo que la pintura de 1865 de Manet de una joven desnuda y casi lasciva, de las dos damas desnudas y voluptuosas de Courbet abrazadas en la cama, o la maja desnuda de Goya reclinada sobre cojines con las manos detrás de la cabeza, la mirada fija en el espectador y el vello púbico al descubierto.

Por supuesto, la diferencia entre esto y lo que aparecía en la revista para hombres queda definida por una sola palabra: arte; y no obstante, lo que era definido como arte o condenado como pornografía a menudo cambiaba de una generación a la siguiente, según el público al que estaba dirigido. El arte del desnudo que colgaba en los grandes museos era creado por la nobleza y las clases altas que lo encargaban, mientras que las fotos de las revistas estaban impresas para el hombre común de la calle cuyo único museo era el quiosco de la esquina.

Y justamente a este último grupo era al que los censores querían defender de la indecencia, así como controlarlo, cuando en 1896 el Tribunal Supremo de Estados Unidos falló en contra de un editor llamado Lew Rosen, cuyo periódico Broadway presentó fotografías de mujeres que se consideraron lascivas. Esa fue la primera condena federal bajo la Ley Comstock, llamada así en honor del más terrible censor de la historia de Estados Unidos: Anthony Comstock.