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Anthony Comstock fue un hombre vengativo y puritano que nació en 1844 en una granja de New Canaan, Connecticut. El fallecimiento de su madre cuando él tenía diez años le afectó profundamente, y durante toda su vida la idolatró y hasta dedicó a su memoria sus campañas redentoras.

Tal como admitió en su diario, en su adolescencia se había masturbado de forma tan obsesiva que sintió que podía llevarle al suicidio. A partir de esa experiencia, Comstock quedó absolutamente convencido de los peligros inherentes a las imágenes y la literatura sexuales y llegó a la conclusión de que las autoridades eran demasiado blandas al tratar el problema. Aunque en 1842 se había promulgado una ley que prohibía la importación de tarjetas francesas, Comstock había visto a menudo esas pequeñas imágenes eróticas que circulaban entre los soldados cuando él servía en un regimiento de Connecticut durante la Guerra Civil. Y después de la guerra, también se escandalizó en Nueva York al ver la cantidad de prostitutas que había en el bajo Broadway y los vendedores ambulantes que ofrecían revistas y libros obscenos.

En aquellos tiempos no había leyes federales contra las publicaciones obscenas, aunque en el estado de Massachusetts había habido estatutos contra la obscenidad ya en el siglo XVII. Sin embargo, esos estatutos definían la obscenidad más que en términos sexuales en palabras escritas o pronunciadas contra la religión oficial; por ejemplo, en la comunidad puritana de Massachusetts, hasta 1697, las penas contra la blasfemia incluían la muerte, e incluso después el estatuto señalaba que los criminales podían ser torturados con métodos tales como agujerearles la lengua con hierros candentes. Las leyes en el Massachusetts dominado por el puritanismo también se oponían a la distribución y tenencia de literatura religiosa que expresara opiniones cuáqueras; en 1711 había sanciones adicionales contra el canto irreverente y a veces los acusados terminaban encerrados en mazmorras.

Pero la primera vez que un hombre se vio acusado de obscenidad fue en 1815, en Pensilvania; había puesto a la venta la imagen de una pareja «indecente», pero como eso no violaba ninguna ley norteamericana, el arresto se apoyó en una ley inglesa existente desde 1663, el caso «Rex contra Sedley», por la que Sedley fue condenado y encarcelado una semana después de haber aparecido desnudo en el balcón de una taberna, borracho, gritando obscenidades y derramando la orina de una botella sobre los demás parroquianos. Aunque ese comportamiento escandaloso parecía tener poca relación con el caso del norteamericano apresado mientras mostraba una imagen indecorosa, las autoridades judiciales de Pensilvania consideraron ambos actos como ejemplos de indecencia pública contra la ley natural, así como contra las reglas morales de la religión.

El primer libro erótico prohibido en Estados Unidos fue la edición ilustrada de una novela del inglés John Cleland, Memorias de una mujer cortesana, más conocida como Fanny Hill. Este libro, publicado en Londres en 1749, y objeto de juicio en 1821 en Massachusetts después de una acción similar en Inglaterra, describía la vida social y sexual de una joven prostituta; y entre los primeros norteamericanos que poseyeron un ejemplar se contaba Benjamin Franklin.

No era nada raro encontrar en las bibliotecas de los líderes de la época colonial libros que podrían haber sido calificados de sexualmente obscenos, de autores como Ovidio y Rabelais, Chaucer y Fielding. Pero ya que la lectura de libros en aquellos tiempos se limitaba a una minoría culta, la necesidad de la censura literaria no tuvo la importancia que adquirió en las siguientes generaciones, cuando el ciudadano medio se hizo más culto, las imprentas empezaron a ser más numerosas y la religión dejó de dominar la vida cotidiana de la población. A medida que se abrían más escuelas, entre ellas la primera escuela secundaria pública en 1820, el gobierno fue preocupándose más del tipo de libros que debían estar a disposición de los alumnos; y fue una preocupación similar por la juventud, el deseo de protegerla de influencias corruptoras, la que sintió en la década de 1860 Anthony Comstock, cuando intentó justificar sus campañas neoyorquinas en favor de la censura.

En aquel tiempo, después de la guerra de Secesión, Comstock trabajaba sin gran entusiasmo como empleado de una tienda de ultramarinos en Nueva York, y más tarde como vendedor de lencería, pero era un miembro inspirado de la YMCA (Asociación de Jóvenes Cristianos), y con la ayuda de esa organización hacía peticiones incesantes a las autoridades para que fortalecieran e hicieran cumplir las leyes contra la inmoralidad y la expresión sexual. Creía firmemente que los libros y las reproducciones eróticas eran una plaga para los jóvenes y que también llevaban a los adultos a la degeneración mediante la masturbación y la fornicación, el aborto y las enfermedades venéreas.

Si bien numerosos políticos estaban de acuerdo con las conclusiones de Comstock, había bastante reticencia a apoyarle, ya que sus métodos correctivos —que incluían el uso de informadores, espías y trampas, así como el control del correo— amenazaban las libertades constitucionales del país y se parecían demasiado a las prácticas represivas que entonces imperaban en Inglaterra para combatir la inmoralidad. En 1864 el gobierno inglés, en un intento de eliminar las enfermedades venéreas, promulgó una ley que obligaba a las mujeres sospechosas de contagiar esas enfermedades a someterse a exámenes médicos y a usar ropa amarilla hasta estar curadas. En los hospitales, las mujeres eran aisladas en salas especiales conocidas como «salas de canarios». Esta práctica continuó durante más de veinte años, hasta que las protestas de las feministas consiguieron que se anulase esa ley.

También en la Inglaterra de esa época había presuntas curas para la masturbación, entre ellas una especie de cinturón de castidad que los padres podían poner bajo llave entre las piernas de sus hijos cada noche antes de que se acostaran. Algunos de esos artilugios estaban adornados con púas en el exterior y venían equipados con campanillas que sonaban cada vez que el joven se tocaba los genitales o tenía una erección.

Las sociedades cívicas antivicio abundaban en Inglaterra, y no solo perseguían a prostitutas, adúlteros y supuestos pornógrafos, sino también a los editores de ciertos manuales de instrucción sexual. Estos grupos habían existido de una forma u otra durante siglos en Inglaterra, siendo bastante numerosos a mediados del siglo XVII, cuando los puritanos de Oliver Cromwell derrocaron la monarquía y abolieron una pútrida fuente de indecencia, el teatro. Pero a mediados del siglo XIX, durante el moralista reinado de la reina Victoria —cuando posiblemente alcanzó su cenit el disfrute del sexo prohibido y más proliferó la pornografía—, las sociedades antivicio se volvieron fanáticas y su actitud quedó reflejada en una serie de leyes opresivas que se decretaron en esa época.

Había una ley que permitía al gobierno el allanamiento de tiendas privadas para descubrir si estaba a la venta algún material obsceno, y en 1868 el presidente del Tribunal Supremo inglés definió la obscenidad en términos tan restrictivos que los policías de la reina Victoria podían prohibir que los adultos leyeran cualquier cosa que pareciera poco apropiada para los niños. Según el presidente del Tribunal Supremo, la obscenidad era todo cuanto podía «depravar y corromper a aquellos cuyas mentes están abiertas a esas influencias inmorales y en cuyas manos puede caer una publicación de esta naturaleza». Asimismo, esa ley permitía que los tribunales declararan obsceno todo un libro incluso cuando solo contenía unos pocos párrafos sexuales; los motivos del autor para escribir tales párrafos no tenían ningún peso ni razón de ser.

Lo más increíble de todo esto fue el hecho de que esa ley victoriana de 1868 no solo sobreviviría a la reina Victoria, que murió en 1901 después de más de sesenta años en el trono, sino que seguiría influyendo en las ideas sobre la obscenidad tanto en Inglaterra como en Estados Unidos hasta mediados de la década de 1950. La nación americana, que se había rebelado valientemente contra la madre patria por motivos políticos y económicos, siguió acatando en cualquier caso las leyes inglesas sobre el sexo. Y ningún hombre obtuvo mayor éxito en el reforzamiento de las raíces puritanas de Estados Unidos que Anthony Comstock, que se refería a sí mismo como «el jardinero del jardín de Dios».

Sin que hicieran mella alguna en él sus oponentes, Comstock y sus simpatizantes de la YMCA apelaron enérgicamente a la legislatura del estado de Nueva York y a los funcionarios de Washington para que se combatiera la inmoralidad con duras leyes antivicio. Y resultó ser un momento propicio para tales exigencias. El gobierno federal, después del caos de la guerra de Secesión, la consiguiente pobreza, la criminalidad callejera y los escándalos de los millonarios jerarcas del mundo del crimen, recibía gustosamente cualquier excusa que distrajera la atención de la opinión pública y ocultara su propia ineptitud y corrupción y le permitiera un mayor control de la inquieta población; asimismo, varios líderes de la industria y el comercio, al creer que la tolerancia sexual restaba energía a los trabajadores, favorecían unas regulaciones más severas de la moralidad pública. También los grupos religiosos, enfrentados a la prostitución callejera y a los vendedores de literatura controvertida, creían que las reformas eran necesarias, y que los escritores se estaban volviendo cada vez más impíos, como el poeta Walt Whitman, quien hacía poco había sido cesado de su cargo oficial en el Departamento del Interior por haber escrito un «libro indecente» titulado Hojas de hierba.

Lo peor era que esas obras se publicaran sin que hubiera castigo, clamaba Comstock, y como prueba mostraba a los congresistas cajas enteras de manuales matrimoniales, panfletos eróticos y reveladoras fotos de lo que él describía colectivamente como «el buitre moral que cae sobre nuestra juventud golpeando silenciosamente con sus terribles garras en sus partes pudendas». Con el apoyo de ciudadanos influyentes como el fabricante de jabón Samuel Colgate y del banquero J. P. Morgan (que poseía su propia colección de pornografía), Comstock pudo finalmente convencer al Congreso en 1873 para que aprobase una ley federal que prohibiera el paso por Correos de «todo libro, panfleto, imagen, papel, carta, escrito, impreso u otra publicación que sea obscena, lasciva o sucia». La ley, firmada por el presidente Ulysses S. Grant, incluía una enmienda que nombraba a Comstock agente especial de la Dirección de Correos para la lucha contra la obscenidad. Dos meses después, se otorgaron poderes policiales de la legislatura estatal a una organización fundada por Comstock, la Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York, y a Anthony Comstock se le dio permiso para llevar armas.

En los años siguientes, Comstock y su sociedad aterrorizaron a los editores, arrestaron a cientos de ciudadanos que poseían literatura controvertida y provocaron la muerte de quince mujeres que prefirieron suicidarse a arrostrar la humillación de un juicio público. Las distintas acusaciones contra mujeres incluyeron prostitución, prácticas abortivas, ventas de anticonceptivos, y, en el caso de Ida Craddock, la autoría de un manual matrimonial titulado The Wedding Night.

Un editor de Nueva York llamado Charles Mackey fue esposado, enviado un año a la cárcel y multado con 500 dólares por tener a la venta un libro tan lascivo como el Arte de amar de Ovidio. Un librero de Canal Street fue sentenciado de forma similar por vender un ejemplar del Book of Nature and Marriage Guide, del doctor Ashton, que hacía veinte años que se vendía regularmente en las librerías de Nueva York. Un joven vendedor de periódicos de Chambers Street, tentado por un cliente que con insistencia y ansiedad le ofrecía altos precios por fotos eróticas, se quedó atónito al enterarse después de efectuada la venta de que el cliente era un agente de Comstock y fue condenado a la pena de un año de cárcel.

La mayoría de las sentencias favorables a Comstock se conseguían tendiendo trampas. Él o sus compañeros actuaban personalmente como clientes o escribían cartas bajo nombres falsos, adjuntando dinero para ciertos libros y panfletos que luego le servían a Comstock como pruebas ante los tribunales. Ya que la venta de anticonceptivos, así como la información sobre el control de natalidad, eran ilegales, muchos farmacéuticos fueron a la cárcel por vender condones o incluso jeringas de goma que muchas mujeres usaban para fines estrictamente higiénicos.

Los estudios de fotografía eran allanados a menudo y se registraban sus archivos en busca de fotos sensuales. Un expositor de estereotipos fue investigado y más tarde arrestado tras haber mostrado a un público interesado en arte unas fotos de desnudos de estatuas clásicas. Una noche de 1878, Comstock y cinco miembros de la sociedad visitaron un burdel situado en el 224 de Greene Street y, después de inducir a cinco mujeres a que posaran desnudas por 14 dólares, Comstock sacó su revólver y las arrestó por posturas indecentes.

En los principales periódicos hubo relativamente pocas protestas contra las tácticas de Comstock, ya que la mayoría de los editores —y los políticos— pensaban que oponerse a Comstock podría ser interpretado como tolerancia al crimen, así como arriesgarse a someter sus vidas privadas al escrutinio de Comstock. Sin embargo, otras publicaciones menores, que representaban lo que podríamos llamar la prensa underground de aquellos tiempos, se mostraban vehementes en ese tema y con el personaje; en especial un semanario con sede en Broadway llamado The Truth Seeker. Ese semanario era propiedad de un escéptico incorregible y agnóstico crítico de la Biblia, llamado D. M. Bennett, cuya inspiración procedía de Thomas Paine y cuya política editorial favorecía el control de la natalidad, el gravamen a las propiedades de la Iglesia y el respeto a las libertades que negaba Comstock.

En sus escritos, D. M. Bennett comparaba a Comstock con Torquemada, el general inquisidor de la España del siglo XV, y al cazador de brujas del siglo XVII, Matthew Hopkins. «Hopkins —escribió Bennett— estaba investido de una especie de autoridad legal para espiar en los distintos condados de Inglaterra, para cazar a sus víctimas siempre que podía encontrarlas, y Comstock ha estado investido de una especie similar de autoridad legal para sobrevolar estos estados norteamericanos, cazando a sus desafortunadas víctimas de igual manera.»

Ya que la obscenidad sexual era un delito federal en Estados Unidos —punible con multas de hasta 5.000 dólares y encarcelamiento de hasta diez años—, Bennett insistía en que este debía quedar definido claramente por parte del gobierno, de modo que todo ciudadano pudiera comprender su significado del mismo modo que comprendía delitos tales como el asesinato, el homicidio, la violación, el incendio premeditado, el robo y la falsificación. Pero, por desgracia, el delito de obscenidad estaba definido de forma imprecisa, y por lo tanto era interpretado de muy distinta forma por los ciudadanos, los jueces, los abogados y los fiscales, quedando, en consecuencia, en los libros de derecho para ser explotado por gente poderosa en cuanto sintiera la necesidad, por la razón que fuese, de crear criminales.

Si la circulación de material sexual quedaba excluida de la correspondencia principalmente para proteger la moral de los jóvenes, tal como afirmaba Comstock, entonces Bennett sugería que la correspondencia enviada a hogares y escuelas fuera examinada por padres, maestros o tutores, y no por censores gubernamentales y fanáticos religiosos. Al igual que numerosos escépticos de su tiempo, Bennett creía que la Iglesia como institución era opresiva, antiintelectual y estaba dedicada a controlar y engañar a la gente con sus promesas de un paraíso para aquellos que obedecieran sus doctrinas, y con la amenaza de fuego eterno para quienes no lo hicieran; y su liturgia, basada en mitos, era intangible para el gobierno porque servía para aplacar a grandes masas de gente que, de otra manera, podrían rebelarse en las calles contra las injusticias de la vida en la tierra.

Bennett veía a las principales iglesias y al gobierno como socios en la perpetuación de una situación injusta, ya que de ese modo podían conservar sus privilegios. La Iglesia, que estaba exenta de impuestos y por ende amasaban inmensas riquezas y propiedades, se refrenaba a la hora de condenar los a veces bárbaros actos del gobierno durante las guerras; y el gobierno a menudo proporcionaba policías para apoyar la invasión de la intimidad de los creyentes que practicaban las iglesias. La presunción de que la Iglesia tenía derecho a regular lo que las personas hacían con sus propios cuerpos en la cama, de que podía enjuiciar el modo y el propósito del sexo, de que podía controlar cómo se expresaba el sexo en palabras e imágenes, que podía prevenir en la mente de un creyente el pecador espectro de un pensamiento impuro mediante la censura —y de ese modo, justificando el control mental—, encendía las pasiones agnósticas de D. M. Bennett, que consideraba esta intromisión como una violación de la base antiteológica sobre la que habían establecido la Constitución del país los Padres Fundadores.

Al mostrarse tan crítico acerca de este tema y al tener la osadía de expresarlo en letras de molde, el enfrentamiento de Bennett con la ley fue inevitable, lo que ocurrió un día invernal de 1877 cuando el mismo Anthony Comstock en persona, acompañado de un funcionario federal, apareció en el despacho de Bennett con una orden de arresto. Comstock, rígido y solemne, acusó a Bennett de haber enviado por correo dos artículos blasfemos e indecentes que habían aparecido en The Truth Seeker. Un artículo se titulaba «¿Cómo propagan su especie los marsupiales?», y el segundo, «Una carta abierta a Jesucristo».

Bennett defendió ante Comstock su derecho a publicar los artículos, añadiendo que ninguno de los dos era indecente o blasfemo. El artículo sobre los marsupiales, escrito por un colaborador del semanario, era una pieza científica que explicaba precisa y discretamente lo que decía el título. La carta a Cristo, que Bennett había escrito, cuestionaba la veracidad de la virginidad de María, pero Bennett creía que tenía todo el derecho legal a cuestionar ese milagro.

Si Comstock estaba buscando obscenidad, dijo Bennett, había mucha en la Biblia, y le sugirió la historia de Abraham y su concubina, la violación de Tamar, el adulterio de Absalón y las prácticas sexuales de Salomón. Comstock, impaciente, le dijo a Bennett que se pusiera el abrigo, que no quería más irreverencias, de modo que Bennett hizo lo que le ordenó y fue conducido a la oficina del comisionado federal en el edificio de Correos en Broadway y Park Row. Allí se estipuló una fianza de 1.500 dólares y se fijó la fecha de la primera vista para la semana siguiente. Comstock tenía la esperanza de convertir a Bennett en la primera víctima de la ley federal contra la deshonra del servicio postal.

Después de pagar la fianza, Bennett empezó de inmediato la campaña para su defensa y publicó renovados ataques contra Comstock y la ley. Muchas personas sintieron deseos de apoyar a Bennett, entre ellos su distinguido amigo y correligionario agnóstico, el abogado Robert G. Ingersoll, que al igual que Bennett se había criado en Illinois, había servido valientemente como coronel en la caballería de la Unión, motivado no solo por la misma guerra, sino por su oposición a la esclavitud. Sus progenitores habían sido ardientes abolicionistas más de veinte años antes de la guerra; de hecho, su padre, un pastor presbiteriano, iba de congregación en congregación, y dedicaba más tiempo a las discusiones desagradables con los fieles que a la oración comunal, una situación que contribuyó a que el joven Ingersoll se sintiera muy escéptico con respecto a las virtudes cristianas.

Después de la guerra, Robert Ingersoll trabajó como abogado y defendió con frecuencia las causas radicales de su tiempo; su aversión a la censura le convirtió en un enemigo natural de Comstock. Si el gobierno apoyaba a Comstock censurando artículos como los aparecidos en The Truth Seeker, Ingersoll llevaría el caso de Bennett hasta el Tribunal Supremo, y en ese sentido informó a la Dirección General de Correos en Washington.

El caso contra Bennett, cuyas pruebas no tenían signos de degeneración ni lascivia y con material indudablemente protegido por la Primera Enmienda, no era fácil ganar ante el Tribunal Supremo. Quizá por eso, después del alegato de Ingersoll, la Dirección General de Correos retiró discretamente la acusación contra Bennett.

La mayoría de los ciudadanos en una situación similar, después de haber hecho dar marcha atrás al gobierno y al poderoso Comstock, y quizá anticipándose al deseo de venganza del censor, hubieran proseguido con sus vidas de manera más prudente, pero ese no era el caso de D. M. Bennett. Celebró la victoria en los tribunales desde su periódico, ahondando en su crítica a Comstock, solicitando la anulación de la censura en Correos, la legalización de los anticonceptivos y la información sobre el control de natalidad. Asimismo, escribió y publicó una extensa diatriba contra el cristianismo, describiendo su historia como una matanza sagrada, sangrientas conquistas en nombre de Cristo mientras sus papas cometían actos de libertinaje, incesto y asesinato.

Bennett retrató al apóstol Pablo como un prosélito impío, un hipócrita y un enemigo de las mujeres que inició la tradición antifeminista en la Iglesia católica. Describió a Pablo II como un «pontífice vil, arrogante, cruel y licencioso con infernales instrumentos de tortura». Bennett veía a los jesuitas como esbirros responsables de horrores secretos; llamó a Martín Lutero «hombre de violencia delirante» y a Juan Calvino, «un fanático cruel y calculador». Pío IV «llenó el palacio papal de cortesanas y hermosos efebos para satisfacer sus pasiones sensuales y aplacar su lascivia»; Pío VI «fue culpable de sodomía, adulterio, incesto y asesinato»; y Sixto V «celebró su coronación ahorcando a sesenta herejes». Después de describir de forma similar a decenas de papas, santos, reformadores, evangelistas y puritanos, Bennett llegaba a la conclusión de que Anthony Comstock «ha dado pruebas de ser igual a sus predecesores cristianos en el arte de arrestar, perseguir, enjuiciar y causar la ruina a sus semejantes».

Bennett publicó esto en 1878. Ese mismo año volvió a ser detenido por Comstock, pero la crítica religiosa no se mencionó en el acta, ya que una obra tan corrosiva como esa también podía considerarse defendible según la enmienda referente a la libertad de expresión. Comstock tenía algo mejor, un panfleto de tema estrictamente sexual titulado Cupid’s Yokes, que abogaba por el amor libre, denigraba el matrimonio, describía favorablemente a gente que vivía en una comuna erótica sin prejuicios, y preguntaba osadamente: «¿Por qué los curas y los magistrados tienen que supervisar los órganos sexuales más que la mente o el estómago?».

Si bien Bennett no había escrito ni publicado ese panfleto —era obra de un librepensador llamado E. H. Heywood que ya estaba preso—, en una convención celebrada cerca de Ithaca, Nueva York, se dijo que Bennett lo vendía, así como otros textos polémicos. Esta vez Comstock confió en que la gente responsable estaría menos dispuesta a apoyar a Bennett tan abiertamente como lo habían hecho en su primer arresto.

Pero en aquella época había una fuerte oposición a Comstock, que ya estaba en el quinto año de su cruzada antivicio, y Bennett consiguió de nuevo un apoyo considerable y ayuda financiera para su defensa a través de su semanario. Sin embargo, el caso llegó a los tribunales y un juez severo —introduciendo en la jurisprudencia estadounidense una ley inglesa británica de 1868 que declaraba obscena una obra literaria si cualquier parte de la misma era obscena o no apta para los lectores jóvenes— logró que se declarara culpable a Bennett de vender el panfleto sexual. El juez sentenció a Bennett a trece meses de trabajos forzados en la penitenciaría de Albany.

De inmediato, miles de ciudadanos pidieron al presidente Rutherford B. Hayes que perdonara a Bennett y se habló públicamente de llevar el caso al Tribunal Supremo; pero tales esfuerzos no sirvieron de nada, pues Comstock, que de algún modo había conseguido unas cartas de amor escritas por el sexagenario Bennett a una jovencita, le condenó públicamente como adúltero lujurioso. La admisión de Bennett desde la cárcel de que había escrito las cartas no ayudó en absoluto a su causa entre algunas personas, como la señora Bennett y la esposa del presidente Hayes; de hecho, se dijo que la señora Hayes había pedido a su marido que ignorase la petición a favor de Bennett.

Bennett cumplió su pena de trabajos forzados, si bien la experiencia le debilitó sobremanera. Tras ser puesto en libertad, viajó a Europa, dejando la dirección de su semanario a un colaborador que se había hecho cargo de él desde que Bennett entró en la cárcel. En 1881 Bennett publicó un libro titulado An Infidel Abroad, una colección de artículos y comentarios irreverentes que le situaron en el movimiento librepensador del Estados Unidos del siglo XIX, un movimiento que en las siguientes generaciones incluiría a editores como Emanuel Julius, cuya polémica colección «Little Blue Books» inició en la década de 1920 el mercado del libro de bolsillo a escala nacional; también Samuel Roth, que estuvo preso a menudo entre las décadas de 1930 y 1950 por comerciar con libros prohibidos por el gobierno, y Barney Rosset, que con el tiempo llegaría a erradicar a los censores del correo después de un famoso juicio.

D. M. Bennett murió el año de la publicación de An Infidel Abroad, muchos años antes que su perseguidor, Anthony Comstock. Antes de la muerte de este en 1915, envió a muchos otros hombres a prisión, sintiéndose especialmente satisfecho en 1896 cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos mantuvo la sentencia contra Lew Rosen, cuya publicación, Broadway, había sido distribuida por correo aunque presentaba fotos de mujeres insinuantes parcialmente cubiertas con un carboncillo que luego podía ser borrado fácilmente por los suscriptores en casa. Aunque los combativos abogados de Rosen habían contestado a los tribunales ordinarios con una sólida argumentación —incluyendo el hecho de que el ejemplar de Broadway utilizado como prueba había sido enviado en respuesta a una carta del gobierno que era una trampa, y también de que Lew Rosen no sabía que se podía borrar aquella especie de carboncillo que recubría a las mujeres fotografiadas—, el Tribunal Supremo apoyó la Ley Comstock y Lew Rosen tuvo que pasar trece meses de trabajos forzados.

La muerte de Comstock no disminuyó la persecución de la pornografía; la continuaron los censores de Correos y los líderes religiosos, la Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York y organizaciones similares de otras ciudades, como la Sociedad de Vigilancia y Salvaguarda de Boston y la Liga para la Ley y el Orden de Chicago.

La Liga para la Ley y el Orden de Chicago estaba dirigida por Arthur B. Farwell, un descendiente de los puritanos de Nueva Inglaterra, cuyo celo misionero se había intensificado en su juventud tras enterarse de que su padre, un líder político, había estado comprometido social y financieramente con estafadores, tramposos y la famosa dueña del burdel de Chicago. A partir de ese momento, el joven Farwell se distanció decididamente de su padre y se mostró intolerante con cualquier ciudadano que se beneficiase con la política, el juego o buscase placer en el sexo inmoral.

En 1912 la mayoría de los burdeles de Chicago se cerraron después de que la Liga para la Ley y el Orden de Farwell hiciera constantes peticiones en ese sentido; y en 1915 consiguió que los bares de Chicago cerraran los domingos. Si la Liga tuvo poco éxito durante la Prohibición en evitar la lucrativa asociación entre políticos y gángsteres que dio como resultado las tabernas clandestinas y los enfrentamientos por el control del whisky, se debió en parte a que Chicago —después de la Ley Volstead de 1919— estaba dominado por grupos étnicos, fundamentalmente irlandeses, que no compartían el criterio de los prohibicionistas ni consideraban que el whisky fuera un vicio, aunque en materia de sexo posiblemente eran más puritanos que nadie.

De hecho, en los años veinte —cuando los sobrios padres metodistas de Hugh Hefner se instalaron en Chicago provenientes de Nebraska—, los católicos irlandeses casi habían reemplazado a los protestantes al estilo de Farwell como custodios de la moral ciudadana. La gran inmigración irlandesa de mediados del XIX había importado a Chicago una rama radical del catolicismo que se basaba en la represión sexual y la ortodoxia; poco a poco, la ciudad había empezado a reflejar política y socialmente esos valores haciéndose menos tolerante con el pensamiento y comportamiento heterodoxos. Incluso cuando los irlandeses aún no controlaban la alcaldía —lo que sí hicieron regularmente a partir de los años veinte—, la visión católica de moralidad y censura sexual se vio reforzada por la cantidad de legisladores estatales, concejales, jefes de distrito, fiscales, policías y curas con contactos políticos, todos ellos de extracción irlandesa y católica. Los irlandeses tuvieron éxito con mayor rapidez que los demás inmigrantes porque llegaron al nuevo país dominando la lengua, estaban cohesionados por sus creencias religiosas y políticamente curtidos y organizados como resultado de la larga lucha en su propio país contra los ingleses. Fortalecidos por el espíritu de clan, por los matrimonios con personas de la misma religión y por su unidad política, organizaron lentamente la maquinaria del Partido Demócrata en Chicago desde sus casuchas del South Side, los chalets de oficinistas y los edificios de pisos que excluían a los negros; y de esa clase de barrios no solo salió el alcalde Richard Daley, sino también los dos alcaldes que le precedieron, los católicos irlandeses Ed Kelly y Martin Kennelly.

El barrio de Daley no era muy diferente de otras zonas étnicamente blancas pobladas mayoritariamente por polacos, checos, italianos y judíos rusos; casi todos estaban poblados por ciudadanos conservadores de Chicago fuertemente ligados a sus familias y sindicatos; esa gente tenía un carácter más «insular» e inmutable que los habitantes de ciudades más liberales, donde los barrios no estaban tan claramente configurados como reservas de votos. Chicago estaba bien organizado; era sólido y estólido; una ciudad de gente conocida a la que escandalizaba menos el tejemaneje político o el racismo extremo que el intento de un propietario de cine local de exhibir una película erótica.

Las películas que había visto Hugh Hefner cuando era un adolescente empleado del Rockne Theater y como cliente de otras salas habían sido supervisadas de antemano por un comité policial de censura, que incluía normalmente a cinco amas de casa casadas con policías. Cuando Hefner trabajaba en el departamento de promoción de Von Rosen, el principal distribuidor de revistas de Chicago se negó a comerciar con los productos de Von Rosen porque tenían una marcada orientación sexual y podían provocar molestias en la alcaldía y entre los líderes religiosos. Por lo tanto, las revistas de Von Rosen fueron distribuidas de forma cautelosa a los quioscos por camioneros que trabajaban para una empresa más pequeña, con más ansia de éxito y más osada, conocida en la industria del transporte como distribuidor «secundario».

En casi toda gran ciudad estadounidense había un distribuidor principal que se ocupaba de las revistas de gran tirada socialmente aceptables, como Reader’s Digest y Ladies’ Home Journal; y un distribuidor «secundario» que aceptaba lo que el principal prefería no coger. En Chicago, el secundario era la Capitol News Agency, que, al igual que algunas empresas similares en otras ciudades, tenía el almacén ubicado en una remota calle lateral, con las ventanas tapadas por ladrillos, de modo que ningún transeúnte pudiera espiar lo que allí había almacenado. Cualquier camionero que llegara con una nueva carga de revistas de la imprenta, primero tenía que tocar el timbre de la puerta e identificarse por el intercomunicador; entonces se abría la gran puerta corredera, el camión entraba en el almacén y, después de que la puerta se cerraba con llave, los encargados de la descarga ayudaban al camionero a descargar la mercancía. Se contaban las cajas de revistas y se verificaba el albarán de entrega. Algunas de esas cajas llegaban de puntos tan distantes como Los Ángeles y Nueva York, transportadas por camioneros que viajaban por carreteras secundarias a través del país, dejando cargas en lugares como Denver, Des Moines, Cleveland y Columbus. Después de que el gran camión saliera del almacén de Chicago, camionetas de la Capitol distribuían dentro de la ciudad cantidades ya estipuladas de revistas a determinados comerciantes, algunos de los cuales vendían las revistas clandestinamente.

Aunque la mercancía de Capitol era transportada con la misma cautela que el whisky clandestino en una época anterior, y quizá era conducida por los mismos chóferes, no todas las cajas que llegaban a Capitol contenían material erótico. Capitol también distribuía unas pocas revistas académicas y literarias, como The Partisan Review, que no se vendía lo bastante bien en Chicago como para interesar al principal distribuidor. Asimismo, en el almacén de Capitol había ciertas publicaciones políticas que podían ofender a los líderes municipales y religiosos de Chicago, como, por ejemplo, el Daily Worker del Partido Comunista. Capitol se ocupaba también de todas las publicaciones negras, la revista Ebony, The Negro Digest Tan, así como el Chicago Daily Defender.

La Capitol News Agency fue fundada a mediados de la década de 1930 por un corredor de apuestas de caballos de Chicago llamado Henry Steinborn, que al principio distribuía sobre todo impresos de apuestas, pero también unas pocas revistas consideradas en aquel entonces indecorosas u obscenas: Sunshine & Health, The Police Gazette, The Hobo News, revistas de cine con chicas en bañador, y algunas revistas confesionales de mujeres. Aunque en estas publicaciones confesionales no había fotos, muchos sacerdotes de Chicago y del resto del país creían que su contenido, centrado en el pecado y en revelaciones íntimas, provocaba pensamientos lujuriosos, y conminaron a los fieles a que no leyeran tales revistas. (Es interesante señalar el caso histórico de 1868 en Inglaterra que definió la obscenidad por primera vez —conocido entre los abogados como la «decisión Hicklin»—. Fue resultado de un juicio acerca de un panfleto que describía cómo los curas se excitaban tanto sexualmente cuando escuchaban las confesiones de mujeres que a veces se masturbaban e incluso copulaban con sus arrepentidas acólitas en los confesionarios.)

Con la popularidad de las revistas eróticas durante la Segunda Guerra Mundial, aumentó de forma considerable el negocio de Capitol, así como de los demás distribuidores secundarios en el país. Capitol distribuía en Chicago las publicaciones de Robert Harrison (Wink, Flirt, Whisper, Eyefull) y también las de otro editor neoyorquino llamado Adrian Lopez (Cutie, Giggles, Sir, Hit). Después de la guerra, cuando se levantó el racionamiento de papel, aparecieron nuevas revistas como Night and Day, Gala y Focus; todas ellas tenían como ilustración principal a una alta y rubia belleza californiana en traje de baño llamada Irish McCalla y a una atractiva morena, algo diabólica y dominante, llamada Bettie Page, que era de Florida. Esas dos mujeres, más que ninguna otra modelo de fotos, fueron las protagonistas de las fantasías eróticas de miles de hombres en los años de la posguerra, y siguieron siendo populares en los años cincuenta cuando apareció Diane Webber, cada vez más desnuda, en Sunshine & Health y las revistas de Von Rosen.

A medida que las publicaciones de Von Rosen se hacían más osadas mostrándolo todo menos el vello púbico, Henry Steinborn, de Capitol News, empezó a preocuparse por posibles redadas policiales en su almacén. Se trasladó a un nuevo lugar, donde tenía un almacén más grande, pero con un letrero de la empresa más pequeño. Steinborn estaba haciendo dinero por primera vez en su vida; tenía diez camiones que operaban en la ciudad y un número creciente de quioscos aceptaban tranquilamente sus revistas. Con la venta de un ejemplar de cincuenta céntimos, el quiosco ganaba cinco, al igual que Henry Steinborn. Cada mes se vendían miles de revistas en Chicago y los editores contrataban abogados como consejeros con la esperanza de que estos supieran qué partes del cuerpo femenino podían mostrarse en las fotos. Algunos abogados daban su opinión; otros se encogían de hombros y decían que la definición de obscenidad dependía del juez que la hiciera. De modo que los camiones de Steinborn continuaron distribuyendo su mercancía a los distintos quioscos y, por último, a una pequeña librería situada primero en Dearborn Street y luego en Van Buren Street.

En la vitrina había una selección de novedades en rústica y tapa dura que se podían encontrar en cualquier librería, pero al fondo de la tienda, bajo el mostrador, había libros y revistas que solo podía distribuir un secundario.

Con el tiempo, los clientes se dieron cuenta de la variedad de publicaciones a su disposición y pasaban con frecuencia, llegando a conocer a los empleados lo suficiente para que estos les permitieran echar un vistazo a las revistas de chicas sin necesidad de tener que comprar ninguna. Pero la mayoría de los clientes compraban por lo menos una revista, escondiéndola en su abrigo cuando salían o metiéndola en una cartera; y dos de esos clientes, quizá los mejores del local, compraron ejemplares de prácticamente todas las revistas de chicas que hubo a la venta. Uno de esos clientes era Hugh Hefner. El otro, un joven llamado Harold Rubin.