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Mientras Hugh Hefner estaba en su despacho de Playboy un día invernal de 1955 decidiendo cuál de las fotos de Diane Webber ocuparía las páginas centrales del número de mayo, podía oír las campanadas de la catedral del Santo Nombre al otro lado de la calle. Eran las seis de la tarde. Las campanadas del Ángelus recordaban a los fieles —tres veces al día— el anuncio del ángel Gabriel a la Virgen María de que, mediante un milagro de pasividad sexual, se convertía en madre del Mesías.

Ese era el fruto del catolicismo: el rechazo del sexo, la negación de su necesidad en los más virtuosos. Y esa era la doctrina mantenida durante siglos por la Iglesia: el celibato del clero, la castidad de los feligreses solteros, el plácet de la cópula conyugal para la propagación de la fe, la canonización de mujeres como santa Inés, que, antes de sucumbir a la lujuria de los hombres, prefirió morir virgen y mártir.

Ese ascetismo, cuando menos, era sustancialmente contrario a la forma de vida preconizada en el edificio de enfrente de la iglesia, las oficinas de Playboy, y si Hefner lo hubiera pensado un poco más quizá hubiera puesto sus oficinas más alejadas de la gigantesca catedral gótica que dominaba la manzana y arrojaba una sombra desaprobadora sobre el gris edificio de cuatro plantas de Playboy situado en el número 11 de East Superior Street.

Pero como las grandes catedrales no pueden construirse y mantenerse sin grandes pecadores que justifiquen su existencia, quizá Hefner estaba en el lugar que le correspondía. Sin embargo, como la mayoría de los pecadores no arrepentidos, no podía esperar ninguna bendición de los fieles. Hacía unos meses había suscitado la ira del cardenal cuando reprodujo en Playboy un cuento medieval del Decamerón de Boccaccio que describe la vida carnal del jardinero de un convento constantemente seducido por unas monjas sexualmente agresivas.

La Iglesia, que había condenado ese cuento a mediados del siglo XVI no tenía mejor opinión de él cuando reapareció en el número de Playboy de septiembre de 1954 y, después de una llamada recriminatoria de la cancillería apostólica, Hefner solicitó a sus distribuidores que retiraran los ejemplares de los quioscos de Chicago, aunque luego fueron redistribuidos en otras ciudades. Hefner no quería una oposición de la jerarquía eclesiástica en una etapa tan temprana de su carrera de editor; bastante atareado estaba ya con los asuntos normales del negocio y, además, previamente había detectado algunas señales de alarma que podían haber sido inducidas por miembros de la Iglesia.

Por ejemplo, los carteros de Chicago retrasaban a menudo varios días la entrega de la correspondencia que tenía que llegar al edificio Playboy, paralizando de ese modo los pedidos de suscripción; y la Dirección General de Correos negó a Playboy los privilegios menos costosos de segunda clase que por lo general se otorgaban a las publicaciones, porque consideraba que Playboy era una revista obscena. La policía hacía cumplir las regulaciones de estacionamiento de coches frente al edificio Playboy de una forma mucho más diligente y severa que en cualquier otra parte de la ciudad, multando y retirando vehículos siempre que podían, lo que un día hizo que un empleado de Playboy llamado Anson Mount llamara la atención a un policía sobre un automóvil ilegalmente estacionado en la acera de enfrente: la limusina del arzobispo de Chicago, Samuel Stritch.

Al principio, el policía pensó que Anson Mount estaba bromeando, pero Mount insistió en que las leyes de estacionamiento de Chicago debían ser cumplidas de forma equitativa por todos; el policía le preguntó si deseaba formular una queja oficial. Mount dijo que sí y, después de rellenar el formulario, Mount la firmó y puso sus señas. Una semana más tarde, cuando Mount estaba en su apartamento, el casero llamó a la puerta diciendo que le esperaban dos agentes del Departamento de Policía. Iban de paisano, y después de que Mount les hubiera invitado a entrar y que el casero se hubiera retirado, uno de los dos le preguntó abruptamente: «¿Qué tienes tú contra el cardenal?».

Mount replicó que no tenía nada contra el cardenal, pero antes de que pudiera decir mucho más, el otro policía le golpeó en la cara y lo zarandeó contra la pared. Entonces los hombres se fueron, dejando a Mount confuso y contusionado. Su primera reacción fue acusarles de asalto, pero luego pensó que sería muy poco prudente por su parte. Las consecuencias podían ser peores de lo que ya le había sucedido, y un juicio contra la policía de Chicago parecía inútil, una pérdida de tiempo, y sin la menor duda generaría una publicidad en los periódicos que perjudicaría a la revista.

Pese a la oposición, Playboy experimentaba un florecimiento espectacular. De hecho, era la revista de más rápido crecimiento en Estados Unidos. Había aumentado tan de improviso que los quioscos de todo el país apenas podían dar abasto, y los anunciantes que en un tiempo habían considerado Playboy como un medio inadecuado para la promoción de sus productos ahora reconsideraban su postura, sin imaginar jamás que si ofrecían a Hefner sus anuncios era posible que él los rechazara.

Hefner decidió no publicar ningún anuncio que se centrase en problemas o preocupaciones de los hombres, como, por ejemplo, la calvicie, la debilidad física o la obesidad. Después de haber hecho una pequeña fortuna con revistas que abogaban por el placer, que vinculaban a mujeres desnudas con jóvenes apuestos que conducían coches deportivos y vivían en apartamentos de lujo para solteros hedonistas, Hefner no tenía intención de perturbar ese sueño con avisos publicitarios que recordaran a los lectores su acné, halitosis, pie de atleta o hernia. Hefner creía en la salud mediante el hedonismo; era un pensador optimista. De haber sido de otra manera, jamás habría logrado lo que consiguió en esos dos primeros años.

Playboy había empezado en 1953 con una inversión personal de solo 600 dólares. Los había obtenido mediante un crédito bancario, utilizando como garantía los muebles de su piso de Hyde Park. Entonces tenía veintisiete años, vivía con una esposa sexualmente pasiva y una hijita llorona, conducía un desvencijado Chevrolet de 1941, pero se sentía impulsado por fantasías áureas.

Había dimitido de su cargo de 80 dólares a la semana con Von Rosen un año antes de aceptar un trabajo menos interesante, pero mejor pagado, una revista infantil que le dejaba más tiempo libre para planificar su propia revista. Como quien durante años ha leído y analizado todas las revistas, desde las más groseras hasta las publicaciones más refinadas, Hefner estaba convencido de que lo que tenía en mente era distinto del resto, incluso de las revistas de chicas que distribuía Von Rosen.

Los artículos de Modern Man, por ejemplo, así como los de otras publicaciones para hombres como True y Argosy, iban dirigidos a los lectores orientados a la acción, interesados en la caza y la pesca, en colecciones de armas y en la pesca submarina, el alpinismo y otros deportes al aire libre que reforzaban los lazos de camaradería masculina que tantos hombres habían experimentado durante la guerra. Esas revistas ignoraban los intereses de los hombres de ciudad encerrados entre cuatro paredes como Hefner, a quien le disgustaban la caza y la pesca y soñaba con vivir un día en un moderno piso de soltero con un espectacular aparato estéreo, una nueva chica y un nuevo coche. Hefner relacionaba la aventura romántica con el ascenso social y la prosperidad económica, y creía que los hombres que tenían éxito en la cama también lo tenían en los negocios; si bien eso solo era teoría, intentaba promocionarla en su revista como ningún otro editor.

En las otras revistas el sexo se presentaba generalmente en forma bastante poco saludable, como un vicio o como escándalo. Una revista para hombres llamada Male publicaba cada mes un artículo titulado «Ciudad del pecado», en el que describía de modo lamentable la vida nocturna de varias ciudades o pueblos estadounidenses con sus teatros de variedades, clubes nocturnos y burdeles; era una revista que nunca dejaba de acompañar los textos con varias fotos de bailarinas exóticas o chicas haciendo striptease.

Las revistas de chicas de Robert Harrison presentaban el sexo como un comportamiento extraño, y sus heroínas de tacones altos, látigos y entrecejo fruncido, en la mejor tradición puritana, ofrecían castigos por el placer. Las revistas para mujeres publicaban artículos sobre sexo como si fuera un problema, y contrataban médicos o consejeros de familia que ofrecían soluciones o consuelo. La revista que más atraía a Hefner, Esquire, ignoraba el sexo, y las revistas que estaban saturadas de sexo —las baratas al estilo de Enquirer— lo presentaban como una abominación que debía explorarse incesantemente, con títulos como «¿Son muy calientes las chicas de pueblos pequeños?», «La caída del negocio del aborto», o «El negocio multimillonario del sexo».

«Smut» (indecencia, suciedad indecente) era la palabra que más utilizaban en los titulares los redactores de los grandes periódicos metropolitanos, entre ellos The New York Times, porque encajaba fácilmente en sus restricciones de espacio, despertaba el interés del lector y sugería la desaprobación del artículo. Nada gustaba más a los redactores que las noticias que les permitían expresar su indignación moral al mismo tiempo que satisfacían sus propios intereses lascivos. Un ejemplo típico de la posguerra fue el bombardeo informativo que se dio sobre los amoríos en la isla de Stromboli entre el director de cine Roberto Rossellini y la actriz Ingrid Bergman, que entonces estaba casada, lo que motivó su autoimpuesto exilio de Hollywood durante siete años.

Mientras Hefner creaba su revista, los titulares estuvieron dedicados a revelaciones sexuales más recientes, como la operación de cambio de sexo de Christine Jorgensen, los lujosos prostíbulos del magnate de la margarina Mickey Jelke y el informe Kinsey de 1953 sobre las mujeres estadounidenses. Según las estadísticas de Kinsey, el 50 por ciento de las mujeres, y un 60 por ciento de las licenciadas universitarias, habían practicado el coito antes de casarse, y un 25 por ciento de todas las casadas tenían relaciones extramatrimoniales. Más de la mitad de la población femenina se masturbaba, el 43 por ciento practicaban el sexo oral con hombres, y el 13 por ciento de todas las mujeres habían experimentado al menos una vez un acto sexual llegando al orgasmo con otra mujer.

Si bien la prensa nacional informó ampliamente sobre los descubrimientos de Kinsey, varios redactores consideraron a Kinsey poco menos que un pornógrafo, y el conservador Chicago Tribune denunció a Kinsey como «una verdadera amenaza para la sociedad». Pensando que los hechos podrían ofender a sus lectores, unos pocos periódicos decidieron censurar el informe en sus columnas de noticias —el Philadelphia Bulletin fue uno de ellos—, y otros diarios que pensaban publicar el informe por entregas fueron disuadidos por grupos religiosos. Pese a la polémica, la investigación de Kinsey fue reconocida respetuosamente por las comunidades científicas y académicas, e inspiró a un obstetra llamado William Masters a realizar su propia investigación sobre la respuesta sexual humana.

El informe confirmó a Hefner lo que sospechaba desde hacía mucho tiempo: las mujeres se estaban volviendo cada vez más sensuales, y la generación de posguerra a la que él pertenecía se rebelaba calladamente contra las normas que habían prevalecido cuando sus padres eran jóvenes. Casi con tristeza, Hefner vio a sus padres como reliquias amorosas de la era victoriana, monógamos y predecibles; su madre quizá perteneció a la última hornada de novias vírgenes. La esposa de Hefner no poseía la virtud, o la limitación, de su madre, y el mismo Hefner era bastante ambivalente en lo que concernía al movimiento femenino en pos de una mayor libertad sexual. En cierto modo, le daba la bienvenida, ya que había disfrutado de esa situación y pensaba aprovecharse de ella siempre que pudiera; y, no obstante, aún le entristecía la aventura de Mildred durante su noviazgo; eso la hizo menos especial para él: se había manchado. En parte, su tristeza también se debía a que su matrimonio no había satisfecho la promesa romántica de su noviazgo universitario. El divorcio parecía ahora inevitable.

Hefner no era el único que se sentía desilusionado. Mildred compartía ese sentimiento, y lo mismo les sucedía a varias parejas jóvenes que ambos habían conocido en la universidad y que entonces se divorciaban o separaban. Había innumerables parejas de la generación de Hefner que se sentían inquietas y aburridas; descontentos ellos con sus trajes de franela gris y sus residencias; todos demasiado jóvenes para sumirse en el conformismo de los años cincuenta, hacerse miembros de un club de golf y exaltarse con el liderazgo presidencial de un viejo general que patrullaba los campos de golf en un cochecillo especial.

Muchos jóvenes que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial habían sido acogidos con mimo por su aureola bélica y se habían convertido finalmente en sus víctimas. Para ellos, la guerra había sido tanto una gran aventura como una experiencia penosa, una vía de escape que les había llevado desde sus barrios a una coyuntura internacional. Pero se habían desilusionado al reintegrarse a la vida civil debido a lo aburridos que eran sus trabajos. Y no les excitaban demasiado las mujeres con las que se habían casado quizá demasiado deprisa durante un permiso militar, o como culminación de una prolongada y amorosa correspondencia que les aliviaba en la soledad de los cuarteles, pero que había creado una falsa sensación de familiaridad y compatibilidad.

Durante la guerra, para las mujeres hubiera sido algo casi antipatriótico no escribir regularmente cartas que expresasen aliento y esperanza y mentiras amorosas, sugiriendo una fidelidad sexual que a menudo era tan ficticia como la de sus amantes en el extranjero. La guerra liberó sexualmente a las mujeres, en especial a aquellas que entraron en el mercado laboral estadounidense y trabajaron en fábricas u oficinas lejos de la influencia represora de sus hogares paternos, de sus parientes y de las iglesias de barrio. Esas mujeres fueron de las primeras que ganaron salarios justos, y con ellos alquilaron sus propios apartamentos. Salían con distintos hombres y aprendieron sobre sí mismas muchas cosas que hubieran escandalizado a sus propias madres, si no al doctor Kinsey. Mientras escribían cartas a los hombres que amaban, hacían el amor con hombres a los que no querían. Y con esa experiencia desarrollaron una tolerancia y una comprensión que un día contribuiría a su liberalidad como madres, una liberalidad que sería condenada por los críticos moralistas de los años sesenta.

Pero en los años cuarenta la inmensa popularidad del esfuerzo bélico y el movimiento social que impuso exculpó temporalmente en Estados Unidos las aventuras y experiencias sexuales de toda una generación. La guerra creó su propia moral, así como sus bombarderos y acorazados. Tan justa parecía la causa aliada que el cardenal Spellman de Nueva York rociaba con agua bendita los aviones militares antes de que atacaran ciudades enemigas; y tan desesperadas estaban las mujeres extranjeras en las zonas de combate que comerciaban ansiosamente con sus propios cuerpos a cambio de comida enlatada y paquetes de cigarrillos. Y tan omnipotente se sentía el gobierno de Washington que, en nombre de la seguridad nacional, transformó a la prensa en propagandista, y describió la bomba de Hiroshima como un holocausto sagrado; pasarían muchos años antes de que la prensa pudiera zafarse mínimamente de su obediencia al gobierno y analizar con escepticismo las intrigas del Capitolio durante la guerra fría y las intervenciones en Asia.

Pero el final de la Segunda Guerra Mundial acabó con el papel conquistador que habían asumido miles de estadounidenses en pequeños pueblos y grandes ciudades; jóvenes que, incapaces ya de identificarse con los titulares patrióticos, poco a poco se sumieron en los problemas relativamente mezquinos de los tiempos de paz y en sus propias batallas personales. Guardaron sus uniformes como recuerdos de las dulces seducciones y bienvenidas que recibían en el extranjero, del respeto con que les trataban a su regreso, y volvieron a las aulas como estudiantes normales, o reclamaron trabajos que durante la guerra habían realizado, quizá demasiado bien, las mujeres.

Para esos hombres fue una época de reajuste en una nación que se desmovilizaba y que les presionaba para que volvieran a una vida normal, consiguieran un crédito para adquirir una vivienda y crearan una familia. Muchos se adaptaron. Fortalecidos por los nuevos productos de consumo y los símbolos del bienestar de la economía de posguerra, se fueron a las zonas residenciales y conocieron por primera vez los jardines de césped, los trenes diarios al trabajo y el deleite monótono de los martinis secos. Pero hombres como Hefner querían algo más, algo diferente, una alternativa a través de la vida civil, ajena al transporte diario al trabajo y también diferente del camino aventurero que seguirían jóvenes como Jack Kerouac. Hefner no quería avanzar con las masas, sino hacia sí mismo y empezar una vida con un estilo que fuera peculiarmente propio.

Hasta ese momento veía su vida como una equivocación. Había jugado siguiendo las reglas del juego y había perdido. Criado en un hogar conservador, se había formado en sus estudios y convertido en un participante más. Después del servicio militar, había acabado la universidad en dos años y medio, se había casado con su novia universitaria y había tenido un hijo. Incapaz de triunfar como creador de historietas, había aceptado una serie de trabajos convencionales en una empresa de historietas, una agencia de publicidad, un gran almacén y tres editoriales de revistas. Y ahora, en 1953, a los veintisiete años, solo le quedaba un matrimonio en ruinas y un Chevrolet de 1941.

Mientras sus coetáneos parecían encaminarse a una vejez prematura trabajando en aburridas empresas, Hefner releía la literatura de la época del jazz de su autor favorito, Francis Scott Fitzgerald, y le entusiasmaba la riqueza de la vida, los objetos brillantes y las mujeres con las que podía volver a compartir una y otra vez el néctar del nuevo amor. Quería riquezas, poder y prominencia sin las restricciones que generalmente acompañan a quien logra esos objetivos. Deseaba una aventura sin fin en negocios y romances, y durante sus caminatas nocturnas por la ciudad, mientras contemplaba los altos edificios de pisos lujosos junto al lago y veía a sus mujeres en las ventanas, se sintió embargado por las mismas emociones optimistas de la juventud que había sentido cuando trabajaba en verano en la sala Rockne y se concentraba en una película y todo le parecía posible.

Pero ni siquiera los momentos de mayor inspiración durante esas caminatas podrían haberle sugerido la posibilidad de que, en menos de una década, uno de los rascacielos más magníficos de Chicago sería suyo, que el símbolo de una bunny (una conejita) de Playboy se elevaría en lo alto de treinta y siete pisos por encima de la cruz dorada de la vecina catedral del Santo Nombre. Esos pensamientos estaban más allá de su imaginación porque, cuando diseñaba el primer número de Playboy en el verano de 1953, no tenía ni la más remota idea de cuántos hombres de su generación compartían sus sueños y deseos. Al principio previó que Playboy tendría un público de aproximadamente 30.000 lectores; este cálculo lo había hecho después de sentirse muy optimista, cuando pudo comprar los derechos para publicar la famosa fotografía de Marilyn Monroe desnuda.

Esa foto era una de las varias pinups —y tres desnudos— para las que ella había posado en 1949 cuando era casi una desconocida actriz de Hollywood. Después de que Hefner leyera en Advertising Age que las fotos eran propiedad de un fabricante de calendarios del extrarradio de Chicago, fue a verle rápidamente a su empresa sin pedir una cita previa; compró por 500 dólares la que consideró más sexual. La mostraba tendida en una manta roja de terciopelo, mirando descaradamente a la cámara con la boca abierta, los ojos entrecerrados, y sin otra cosa encima de lo que ella más tarde recordó como «la radio».

Si bien el precio de 500 dólares puede parecer ahora una ganga, la oferta de Hefner fue la única que recibió el fabricante, posiblemente porque en aquel tiempo solo Hefner estaba dispuesto a arriesgarse a publicar en una revista una página a todo color de la actriz de cine cuyo erotismo superaba sin duda al de las modelos desnudas de las revistas de arte fotográfico. Tal como estaban las cosas, la compra de la foto de la Monroe dejó a Hefner con solo 100 dólares de un crédito bancario de 600; pero le dio la posibilidad de tener un foco de atracción sensacional alrededor del cual podía crear su revista. Esto, sumado a su contagioso entusiasmo, rápidamente produjo nuevas aportaciones de dinero de otros inversores.

Uno de los primeros inversores que compró 2.000 dólares en acciones de la nueva corporación de Hefner fue un ex piloto militar e íntimo amigo llamado Eldon Sellers, quien antes había colaborado con Hefner en la preparación de la película erótica. En la época de esa película, Sellers se había separado de su mujer y trabajaba como investigador de créditos para Dun and Bradstreet; pero después de la compra de acciones se convirtió en el gerente comercial de Hefner, y fue Sellers quien sugirió que la revista se titulase Playboy, al recordar que hacía muchos años su madre había tenido un coche de gran clase con ese nombre. Hefner, que ya había anunciado que su revista se llamaría Stag Party —y quizá se hubiera aferrado a esa idea de no haber recibido una carta amenazadora de un abogado que representaba a la revista Stag de pinups—, aceptó de inmediato la sugerencia de Sellers, creyendo que el nombre Playboy evocaba el espíritu boyante de los años veinte y de la época de Fitzgerald con la que tanto se identificaba.

Otro de los primeros inversores, con una contribución de 500 dólares, fue el hermano menor de Hugh, Keith, que leía esa clase de revistas con la misma avidez que su hermano mayor. Su madre, aunque un tanto escandalizada por el rumbo que tomaba la carrera de su hijo, le dio 1.000 dólares; su padre sería un día el contable de la revista.

Antes de la publicación de Playboy, Hefner había reunido casi 10.000 dólares con la venta de acciones; unos pocos escritores, ilustradores y un grabador aceptaron acciones como pago de sus colaboraciones en la revista. Después de leer el prospecto de Hefner y su descripción de la foto de la Monroe, decenas de distribuidores secundarios de revistas de todo el país, a muchos de los cuales había conocido cuando trabajaba para Von Rosen, decidieron hacer pedidos considerables del primer número. En el verano de 1953, los pedidos superaron los 30.000 ejemplares que había esperado vender Hefner. Para el otoño, la cifra estaba cerca de los 70.000. Si bien todas las revistas podían ser devueltas si no se vendían en los quioscos, la cifra impresionante de pedidos por adelantado fue una indicación del futuro éxito, lo que permitió a Hefner conseguir un generoso crédito de una imprenta, que produciría Playboy en una planta industrial a unos ciento veinte kilómetros al noroeste de Chicago.

El primer número, que mostraba en la portada una foto de Marilyn Monroe vestida, tenía cuarenta y ocho páginas de extensión y estaba presumiblemente dirigido al hombre de ciudad metido entre cuatro paredes que, al igual que Hugh Hefner, creía en las bendiciones de la soltería y desconfiaba del matrimonio. De hecho, el principal artículo se titulaba «Miss Buscadora de Oro 1953» y simpatizaba con los divorciados que se veían obligados a pagar grandes sumas de dinero a sus ex mujeres. También había una reimpresión de un cuento de Boccaccio sobre el adulterio, osadas ilustraciones inspiradas en el informe Kinsey sobre las mujeres, y unas fotos que mostraban a una joven pareja que se desnudaba en una sala de estar mientras jugaban a un juego llamado strip quiz, el cual, según el pie de foto de Hefner, era un pasatiempo perfecto para gente que estaba «aburrida y hastiada». El mismo Hefner había practicado el juego con Mildred y otras parejas en su apartamento, pero el strip no había llegado lo bastante lejos para excitarle. Recientemente, había pensado en hacer un intercambio de parejas con Mildred y, si bien aún no se lo había propuesto, él sabía que su deseo de compartirla con otro hombre marcaría el final de su espíritu posesivo, de sus celos y de su profundo cariño.

Además del desnudo en color de la Monroe, que iluminaba las páginas centrales, el número contenía una historieta de Hefner, una página de chistes para fiestas, una foto en blanco y negro con mujeres desnudas tomando el sol en California, un artículo sobre fútbol americano y otro sobre los hermanos Dorsey, los músicos que habían alcanzado la fama en los tiempos en que Hugh Hefner iba al instituto. Los escritos más profesionales eran de autores fallecidos hacía mucho tiempo, como sir Arthur Conan Doyle y Ambrose Bierce, cuyos cuentos Hefner no tuvo que comprar, ya que pertenecían al dominio público por haber vencido sus derechos antes de 1900.

No solo el ajustado presupuesto le hizo publicar antiguas obras de autores famosos; le hubiera encantado tener cuentos de escritores más modernos, pero sus agentes y editores le rechazaron. Cuando gestionó el permiso de The New Yorker para reimprimir «El hombre más grande del mundo», de James Thurber, se lo negaron porque Playboy no era una revista de «reputación establecida». La editorial Scribner’s le negó el cuento de Hemingway «Allá en Michigan» porque Playboy aún no había mostrado su línea editorial. Cuando intentó conseguir de Random House los derechos de «Días» de John O’Hara, el editor le exigió 1.000 dólares, suma muy superior a lo que podía pagar Hefner, aunque cuando prosperó ofrecería a los autores más dinero por su obra que cualquier otra revista estadounidense, con la posible excepción de The New Yorker.

Sin embargo, antes de la salida del primer número, Hefner compartía con sus colegas más consolidados la incertidumbre que ellos sentían ante la aparición de Playboy, sobre todo en lo referente a la posible reacción legal y pública. No cabe duda de que eso influyó para que omitiera poner su nombre en la página de créditos y no le pusiera una fecha fija de publicación. Si la revista no se vendía durante el primer mes, esperaba poder mantenerla en los quioscos durante el segundo hasta que se vendieran todos los ejemplares.

Playboy estuvo lista para la imprenta en octubre de 1953. Hefner, Eldon Sellers y Art Paul —que aceptó acciones a cambio de diseñar la revista— fueron a la planta en Rochelle, Illinois, para realizar las correcciones de último minuto y ver el primero de los 70.000 ejemplares. Hefner se encontraba en un estado frenético debido a la fatiga y el nerviosismo, o se sentía deprimido: la revista quedaba ahora totalmente fuera de su control. El encargado de distribuirla en todo el país, un ex empleado de Von Rosen llamado Jerry Rosenfield —que también había anticipado dinero a Hefner—, expresó con optimismo que se vendería, pero en realidad no sabía más que Hefner lo que cabía esperar exactamente. Si solo se vendían 10.000 o 15.000 ejemplares y se devolvían más de dos tercios, Hefner quedaría en bancarrota y Playboy moriría después de un primer número. Hefner tendría que buscar trabajo. Tardaría años en devolver los préstamos personales y el banco le quitaría hasta los muebles. Hefner regresó a la ciudad esa noche tratando de no pensar en nada de eso.

Suponía que habría un segundo número y durante el resto de la semana trabajó en él en su apartamento. Ya tenía un desnudo en color de una modelo razonablemente atractiva, aunque desconocida, que cubriría las páginas centrales. También había obtenido de André de Dienes varias fotos en blanco y negro de desnudos artísticos. Tenía una amplia selección de artículos de ensayo que estaban bien escritos y, por supuesto, un fondo inagotable de sus propias historietas.

En esos momentos, Mildred se mostró muy tolerante y le daba ánimos; jamás se quejaba aunque la sala de su apartamento estaba llena de fotos de desnudos y los colaboradores de su marido entraban y salían de la cocina discutiendo de sexo y mujeres mientras ella trataba de cuidar a su bebé.

Al cabo de un mes, la revista llegó a los quioscos de Chicago y Hefner salió de su apartamento para pasear por la ciudad e inspeccionar la actividad comercial en los quioscos. Estacionaba el coche, iba de un quiosco a otro, espiando a los curiosos desde una distancia prudencial. Se acercaba a un quiosco, cogía un ejemplar de Playboy, lo examinaba como si fuera la primera vez que lo veía; si el vendedor no le miraba, ponía la revista en un sitio donde se viera mejor, o al lado de ejemplares de The New Yorker o Esquire, y la alejaba de Modern Man. Deseaba promocionar personalmente su revista entre los transeúntes; quería pronunciar una arenga acerca de la aparición de Playboy. De vez en cuando observaba a un hombre que cogía un ejemplar y lo hojeaba. Si lo compraba, a Hefner le daba un ataque de silenciosa excitación.

Después de una semana en los quioscos, a Hefner le parecía que las pilas de Playboy estaban bajando en la mayoría de los quioscos que visitaba. Tras dos semanas, recibió una entusiasta llamada de Jerry Rosenfield diciendo que el número se estaba vendiendo muy bien en todo el país y que Hefner debía seguir adelante sin la menor duda con el segundo número. Hefner se enteró entonces de que Time y Newsweek habían publicado comentarios favorables sobre el primer número; The Saturday Review informó de que la nueva revista «hace que los viejos números de Esquire en sus días más desinhibidos parezcan boletines comerciales de la WCTU [Asociación de Mujeres Cristianas por la Abstinencia]». A fin de mes, con más de 50.000 ejemplares vendidos, el viejo automóvil de Hefner sufrió una seria avería; pero como se sentía rico de súbito, Hefner compró un nuevo y elegante Studebaker, y cuando envió el segundo número al impresor de Rochelle, insertó la fecha de publicación —enero de 1954— y puso su nombre en la página de créditos. Era el editor y director de Playboy, un hecho que ahora quería que todo el mundo conociera.

La meteórica ascensión de la revista alejó a Hefner de su vida matrimonial y le sometió a la evasión y al desafío fascinantes de las exigencias del cierre mensual. Después de que se publicara el cuarto número, Mildred le veía en contadas ocasiones, pues él había alquilado las oficinas de un edificio ubicado frente a la catedral. Era evidente que estaba obsesionado con la revista, trabajaba día y noche y dormía a cualquier hora en un dormitorio situado detrás de su despacho. Cuando Mildred le dijo que volvía a estar embarazada, apenas pareció interesado, aunque hizo alquilar un apartamento más amplio en un edificio cerca del lago, pero no fue a vivir con ella.

Ya no deambulaba de noche por las calles. Se quedaba en el edificio de Playboy días y semanas enteros. Allí tenía su ropa; allí comía; allí entraban chicas y él hacía el amor en el dormitorio de la oficina, luego regresaba al escritorio a leer manuscritos, redactar pies de foto y examinar las diapositivas de una posible playmate.

Un día, un fotógrafo le sacó una foto en su escritorio mientras examinaba fotos. Hefner parecía pálido, desnutrido, la cara delgada de hundidas mejillas, ojeras bajo los ojos oscuros y parecía haber estado en vela toda la noche. Aunque llevaba el pelo corto al estilo de los jóvenes ejecutivos de mediados de la década de 1950, su ropa no era elegante ni le caía bien, y si bien en esa ocasión llevaba corbata, su atuendo de oficina por lo general consistía en una camisa deportiva, pantalón oscuro, mocasines y calcetines blancos de lana. Algunos miembros del personal suponían que los mocasines y los calcetines blancos eran su manera de conservar el aspecto descuidado de sus días de universitario, pero en realidad usaba calcetines blancos de lana debido a un hongo en los pies, enfermedad que había contraído en el ejército. Pese a que aquella foto le convertía en un pobre representante de una revista que esperaba atraer la publicidad de marcas de moda masculina, se publicó en el número de diciembre de 1954, con motivo del primer aniversario de Playboy, una ocasión que él celebró imprimiendo 175.000 ejemplares.

El recluso Hefner empezaba ahora a asomarse a sus propias páginas, no solo en las fotos que se imprimían o en las columnas de opinión que escribía, sino más tarde —cuando la revista volvió a duplicar su tirada— insertando pruebas de su existencia en el fondo de fotografías de desnudo que eran tomadas en exclusiva para Playboy. En una foto de una joven duchándose, en el lavabo aparecían la brocha de afeitar y el peine de Hefner. Su corbata colgaba cerca del espejo. Aunque ahora Hefner solo presentaba la ilusión de sí mismo como el amante de las fotos de esas mujeres, soñaba con el día en que, con el creciente poder de su revista, pudiera poseer sexual y emocionalmente a esas mujeres; convertiría en realidad los sueños de sus lectores, así como los suyos propios, y al final penetraría a la deseable playmate del mes.

Pero primero tenía que hacerlas más deseables para sí, crear dentro de las páginas centrales un aspecto y una actitud que apelara a su propia ansia por las vírgenes, algo que de inmediato reconoció como una contradicción porque curiosamente le vinculaba con los habitantes de la catedral del otro lado de la calle, que eran sus detractores más acérrimos. Y, sin embargo, esas contradicciones y complejas pasiones formaban parte de su personalidad; al mismo tiempo que predicaba una filosofía de libertad sexual, también se sentía afligido por una especie de complejo de madona, un caso típico de muchos hombres de su tiempo.

Querían mujeres que fueran virginales, entregadas, eternamente fieles; y, sin embargo, se sentían atraídos por otras mujeres; las contemplaban en las playas, en los parques, en las calles, y mentalmente las poseían, o las espiaban a través de patios interiores, o de ventanas de edificios, enmarcándolas en fantasías de exótica satisfacción. Hefner se había criado en un Estados Unidos que dividía a las jóvenes en dos categorías: las «buenas chicas» que no eran eróticas, y las «chicas malas», que sí lo eran; y si bien deseaba a estas últimas, no podía ni imaginar que pudiera comprometerse emocionalmente con ellas. Pero durante su noviazgo universitario con Mildred, él se había visto obligado a redefinir la naturaleza sexual de la mujer moderna. Sabía que una estudiante apocada y tímida podía posar desnuda —como había hecho Mildred—, practicar una felación en un autobús o tener una aventura secreta con un hombre cuando estaba comprometida con otro.

Esa era la nueva mujer de los años cincuenta, saludable por su aspecto pero sexualmente impredecible; él esperaba poder mostrarla de forma ilustrada del mismo modo que Kinsey lo había hecho estadísticamente; quería que Playboy revelara a las «buenas chicas», y, si era posible, descartar a las actrices de segunda categoría en pos de la fama, las modelos profesionales y las mundanas. Pese a su éxito, la fotografía de la Monroe había sido considerada por numerosos críticos de Playboy como el acto desesperado de una actriz acabada. Durante los siguientes quince números, Hefner omitió casi siempre el nombre de la chica de las páginas centrales, aunque por lo general sabía quiénes eran. Una de ellas fue Jayne Mansfield, una voluptuosa rubia platino que intentaba convertirse en la nueva Marilyn Monroe. Otra fue Bettie Page, que peinaba su pelo oscuro con flequillo como Mildred, pero que era casi una obsesión para Hefner debido a las fotografías clandestinas que había visto de ella y ante las que se había masturbado.

Pero ahora quería la clase de playmate que pudiera formar parte de su vida pública, mujeres a las que él pudiera disfrutar tanto social como sexualmente. El único problema era dar con la joven normal y de aspecto normal que pudiera desvestirse para Playboy. El estilo californiano de la vida al aire libre que Diane Webber poseía en abundancia era lo mejor que él había encontrado hasta ese momento; estaría en las páginas centrales del número de mayo con su nombre y una breve nota biográfica. Pero Hefner ya sabía que Diane Webber había aparecido en otras revistas; no era la virgen ante las cámaras que buscaba.

Hefner quería descubrir a una chica nueva, convencerla para que posara después de ganarse su confianza, y entonces, si era necesario, remodelarla de tal manera que se ajustara a su propio gusto. Como la chica Gibson de la década de 1890, la chica Ziegfeld de la de 1920, la chica Goldwyn de los años treinta y la modelo Powers de los cuarenta, ahora esperaba crear la chica Hefner de los cincuenta: tenía que ser poco pretenciosa, saludable, nada intimidante, la chica bonita y normal que se veía cada día en las grandes ciudades y en los pueblos pequeños: la secretaria sonriente, la azafata, la hija del banquero, la universitaria, la elegida de la confraternidad, la chica de al lado. Y él quería sentir que ella le pertenecía.

Después de su debut como desnudo de Playboy, él no quería que ella posara para otras publicaciones. Quería que fuese monógama con su revista, para lo cual él le pagaría generosamente; pero a fin de garantizar la exclusiva, ideó un plan para pagar a cada nueva playmate con talones mensuales que se le enviarían durante un período de dos años. Durante ese tiempo ella, y otras como ella, seguiría vinculada a Playboy, quizá podría ganar dinero extra haciendo apariciones públicas ante anunciantes y suscriptores, y daría credibilidad al estilo de vida entusiasta que Hefner trataba de crear a su alrededor.

Para la primera playmate elegida personalmente por él ya había pensado en alguien. Se trataba de una de sus nuevas empleadas. Trabajaba en la segunda planta, en el departamento de distribución. Era una rubia de veinte años con ojos azul verdoso y tez suave; era alegre y despierta, y aunque vestía con modestia, desde el momento en que la vio a Hefner le resultó evidente que la chica poseía un cuerpo estupendo. Se llamaba Charlaine Karalus. Había entrado en Playboy a principios de mes tras responder a un anuncio laboral que había puesto el director comercial Eldon Sellers. Después de su entrevista con Sellers, Hefner se presentó y rápidamente le comunicó su interés personal. La invitó a cenar y la llevó a un restaurante en un Cadillac descapotable de color bronce que acababa de adquirir al contado por 6.500 dólares.

Se sintieron a gusto juntos y empezaron a salir regularmente, y también a hacer el amor en el dormitorio de la oficina. Charlaine deseaba ayudar en la revista lo máximo posible y quería satisfacer especialmente a Hugh Hefner, halagada por la atención que le prestaba, admirada de su éxito y sin querer desilusionarle cuando este le pidió que fuera la playmate del número de julio. A su vez, él le prometió que supervisaría personalmente la sesión de fotos y que tanto ella como su madre podrían ver las fotos antes de su publicación. También le dio a su madre un trabajo en el departamento comercial y dijo que no usaría el nombre de Charlaine en los pies de foto. La identificaría como Janet Pilgrim, una sutil referencia a los Padres Peregrinos («Pilgrim Fathers»), los pioneros colonizadores que habían llegado en el Mayflower llevando consigo el puritanismo a América.

En la introducción a su foto en el número de julio, Hefner escribió: «Supongo que es natural pensar en las pulcras playmates como si existieran en un mundo aparte. En realidad, las playmates potenciales están alrededor de todos vosotros: la nueva secretaria de vuestra oficina, la belleza de ojos maquillados que se sentó ayer a la mesa de enfrente en el restaurante, la chica que os vende camisas y corbatas en vuestra tienda favorita. Encontramos a “la chica de julio” en nuestro propio departamento de distribución, procesando suscripciones, renovaciones y pedidos de números anteriores. Se llama Janet Pilgrim y es tan eficiente como hermosa. Janet jamás había hecho antes de modelo, pero nosotros pensamos que puede competir con las mejores playmates del pasado».

En las páginas centrales se la mostró sentada ante el tocador de un dormitorio, con el salto de cama abierto que dejaba ver sus grandes pechos de pezones rosados. En el fondo, desenfocado y de espaldas a la cámara, había un hombre con esmoquin y con una galerada en la mano: se trataba de Hugh Hefner.

Varios cientos de cartas entusiastas dieron la bienvenida al debut fotográfico de Janet Pilgrim, y Hefner le pidió enseguida que volviera a posar para el número de diciembre. Esta vez la muchacha vaciló un poco más, no solo porque sus parientes habían expresado su vergüenza al haberla visto en la revista, sino porque ella también había sentido inquietud por el tono demasiado personal de ciertas cartas que le enviaban numerosos desconocidos. Pero los encantos y el poder de persuasión de Hefner eran formidables, y la convenció de que posara una vez más.

En esa ocasión, Hefner la hizo posar bajo un árbol de Navidad y embelleció su figura desnuda con brillantes joyas, destacando sus pechos con una estola de armiño blanco que le caía sobre los hombros. Asimismo, publicó cándidas fotos de ella en blanco y negro descansando en su apartamento, poniendo discos de Frank Sinatra, leyendo Marjorie Morningstar, y desvistiéndose para acostarse; Hefner informaba en el texto de que Janet Pilgrim prefería pijamas de hombre, pero solo la camisa, pues no utilizaba pantalón.

Después de haber publicado esto, la revista empezó a recibir varias camisas de pijamas que los lectores querían intercambiar por los pantalones; también le propusieron hacer de modelo, algo de televisión y la posibilidad de aparecer en una obra de Broadway. Pero ella eligió seguir con Playboy, que en 1957, en parte gracias a las actividades promocionales de ella, incrementó su tirada de 600.000 ejemplares al mes a 900.000.

Participó en una estrategia comercial de la revista telefoneando personalmente a cada hombre que pagaba 150 dólares por una suscripción para toda la vida. También viajó por el país en representación de la revista para asistir a convenciones de empresas, ferias, carreras de coches, y celebraciones especiales en universidades. Pasó una semana como huésped de honor del Dartmouth College, donde participó en un espectáculo estudiantil y autografió sus fotos de playmate. Allí lo pasó mucho mejor que en sus apariciones ante hombres mayores en las convenciones de empresa. Este último grupo suponía que, debido a las fotos, ella estaba sexualmente disponible y la seguían por los hoteles haciéndole proposiciones, o la abrazaban con fuerza si ella accedía a bailar con alguno de ellos. Si posaba para una foto o aceptaba que le dieran un beso, a veces trataban de meterle la lengua en la boca.

Para colmo de males, mientras ella viajaba para la revista, Hugh Hefner se llevaba a nuevas mujeres a su dormitorio de la oficina. Cuando ella se enteró a través de una amiga de la empresa, se sintió furiosa y deprimida. Después de haber sido criada en un hogar de padres separados y de haberse escapado de allí a los dieciocho años para hundirse en un matrimonio desgraciado y fugaz, había pensado erróneamente que su romance con Hefner le proporcionaría por primera vez en su vida seguridad y estabilidad. Se sentía vulnerable, de modo que trató de comportarse con él de forma indiferente, y por la noche no contestaba al teléfono. Solo cuando él llamaba a su puerta, le permitía entrar en su apartamento. Hefner quería asegurarse de que ella no estaba con otro amante. Una tarde, en la taberna East Inn, próxima a las oficinas, donde ella se encontraba tomando unas copas con un amigo, de pronto apareció Hefner, que la cogió del brazo y se la llevó. Al igual que su nuevo nombre, ella era un producto de su creación, y se creía con derecho a poseerla cuando le viniera en gana.

Ella rechazó en dos ocasiones colaborar con la revista, pero la insistencia de Hefner la hizo cambiar de opinión. Incluso volvió a posar para las páginas centrales, queriendo y detestando al mismo tiempo el aparente placer que sentía Hefner al tenerla en el estudio. Él era egoísta, un adolescente perturbador y sin embargo inocente, un magnate que bebía Pepsi-Cola y usaba calcetines blancos mientras construía un imperio sobre la base de su sorprendente sentido de la realidad. Si bien él no le mentía, la confundía con su manera de vivir. Después de decirle que su matrimonio había acabado hacía más de un año —sin duda, la pareja vivía separada—, ella oyó decir que su mujer acababa de tener un segundo hijo. Janet leyó un día en una columna periodística que ella había cenado la noche anterior con Hefner en el restaurante de un hotel, pero en realidad sabía que él había estado con una rubia que se parecía mucho a ella y que acababa de aparecer en las páginas centrales de Playboy vestida como una admiradora del equipo universitario de fútbol. Poco tiempo después, Janet Pilgrim, que durante dos años había pertenecido al mundo extravagante de Hefner, le abandonó con una seguridad que jamás había demostrado. Había conocido a un joven hombre de negocios cuyos valores eran más compatibles con los de ella, y después de que el hombre se divorciara, se casó con él y con el tiempo fueron a vivir a Nueva York y criaron a sus hijos en un elegante barrio residencial.

Hefner, que ya tenía treinta y un años, siguió persiguiendo a una mujer tras otra, casi todas ellas vinculadas a la revista como modelos o empleadas. Esas aventuras de oficina, en vez de distraerle del trabajo, le rejuvenecieron, fortalecieron su personalidad y le inspiraron para correr riesgos aún mayores que incrementaron su fortuna y le consagraron como personaje público. Influenciado por su director de promoción, un elegante divorciado de veintinueve años llamado Victor Lownes —que había entrado en el mundo de Hefner como modelo para una fotografía de Playboy de jóvenes ejecutivos—, Hefner empezó a vestir con esmero y lujosamente. Abandonó sus calcetines blancos y se compró un Mercedes-Benz blanco.

Las revistas nacionales publicaban entrevistas con él y aparecía en la televisión fumando en pipa y negando la idea puritana de que el éxito se basaba en la negación del placer. Cuando viajaba por el país, podía comprobar no solo que Playboy se vendía bien, sino que ya no era un producto de venta semiclandestina; los lectores parecían menos tímidos cuando se llevaban la revista de los quioscos: no la doblaban rápidamente ni la escondían dentro de un periódico. Tal vez les reconfortaba saber que casi un millón de personas compraban ahora Playboy cada mes, además de las distintas revistas que la imitaban, y que los estadounidenses en general se mostraban cada día más tolerantes con distintas formas de expresión sexual, aunque no dejaran de preocuparles.

En esa época freudiana, los estadounidenses se abrían, reconociendo sus necesidades y, debido a la automatización y la semana laboral más corta, tenían más tiempo para pensar en el placer e intentar procurárselo. La píldora anticonceptiva, recientemente descubierta, empezó a ser utilizada por las mujeres. El biquini, importado de Francia, empezó a aparecer en las playas estadounidenses. Y se publicaban artículos en las revistas hablando de la existencia de clubes de intercambios de parejas en varias comunidades suburbanas. Las máquinas de discos se extendían por todo el país, se estremecían al compás de la música de Elvis Presley mientras este contoneaba la pelvis. En los clubes nocturnos, el público se reunía para escuchar a un nuevo humorista llamado Lenny Bruce, cuya forma de expresarse era escandalosa.

La originalidad de Bruce consistía en nombrar lo innombrable, describir ciertos actos íntimos y actitudes que la gente reconocía avergonzadamente como propios. Si bien Bruce y Hefner, cada cual a su manera, y cada uno según su propia iniciativa, ampliaron los límites de la expresión sexual, ninguno de los dos podría haber llegado a un público tan numeroso si la ley no se hubiera liberalizado a finales de la década de 1950. Pero el individuo más responsable de ese cambio y cuya vida rebelde anticipó la revolución sexual de los años sesenta era relativamente desconocido en Estados Unidos salvo por las autoridades, que le encerraron en la cárcel por ser el delincuente literario más incorregible del país.

Se llamaba Samuel Roth.