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En sus momentos más visionarios, sentado en la cama redonda de su avión particular, un elegante jet DC-9 negro que le llevaba regularmente a él y a varias playmates entre su mansión en Chicago y su mansión en Los Ángeles, Hugh Hefner se veía como la encarnación del sueño masculino, el creador de una utopía corporativa, el punto central de una película casera pero de gran presupuesto que de forma constante crecía sobre su tema narcisista mes a mes en su cabeza, una película de romance y drama en la cual él era simultáneamente el productor, el director, el escritor, el encargado del casting, el diseñador del decorado y el ídolo y amante de cada estrella apetecible que apareciera para fortalecer, jamás en primer plano, su posición favorita al límite de la saciedad.

Desde sus días de adolescente como acomodador en el cine Rockne de Chicago, a Hefner le encantaban las películas; había aceptado sin ninguna crítica las tramas más improbables, había languidecido con las emociones expresadas y le habían fascinado las aventuras; y mientras miraba en la sala a oscuras, a menudo deseaba que jamás volvieran a encenderse las luces, que la historia de la pantalla siguiera indefinidamente y retrasase para siempre su regreso a la casa mundana y ordenada de su padre alemán y contable y de su delgada madre sueca. Fue su madre quien primero se dio cuenta de sus tendencias escapistas y se enteró a través de un psicólogo de que su hijo era una especie de genio con problemas de inmadurez, un análisis que le había preocupado pero que jamás avergonzaría a Hugh Hefner. Por el contrario, cultivó sus ilusiones juveniles intensificándolas hasta el punto del apasionamiento; y ahora, a mediados de los años setenta, relajado en su avión o viviendo como un pachá en sus mansiones, podía volver la vista a los muchos años felices en que se había escapado del aburrimiento que otra gente racionaliza como «madurez» y había extendido sus fantasías a un imperio multimillonario.

Por supuesto, la fuente inicial de su fortuna fue Playboy, creada en 1953 con 600 dólares que pidió prestados poniendo como aval los muebles de su casa. El éxito de su revista señaló el fin de su matrimonio y el principio de un continuo noviazgo con fotos de desnudos y con modelos que habían posado para ella. Las mujeres de Playboy eran las mujeres de Hefner y, después de las sesiones fotográficas, él las felicitaba, les compraba regalos lujosos y se llevaba a muchas de ellas a la cama. Incluso después de que dejaran de posar para Playboy y se hubieran unido a otros hombres para crear sus propias familias, Hefner aún las consideraba sus mujeres, y en los volúmenes encuadernados de su revista él siempre las poseería.

En 1960 abrió en Chicago su primer Playboy Club, introduciendo en su vida numerosas bunnies («conejitas») de todo el país, algunas de las cuales fueron a vivir a los dormitorios de su mansión de cuarenta y ocho habitaciones en la exclusiva zona de Gold Coast, próxima al lago de Chicago. Cuando vio por primera vez la mansión, esta le recordó algunas de las grandes casas que había visto en las películas de misterio, con túneles ocultos y puertas secretas. Después de haber comprado la propiedad y descubierto que carecía de esas características, se hizo construir su propio túnel, junto con paredes y bibliotecas que se movían apretando un botón. También añadió dentro del inmenso interior un estudio de cine y una máquina de palomitas, una pista de bolos y un baño turco. Y aunque él no nadaba, instaló en el sótano una piscina reglamentaria. La piscina estaba parcialmente construida con cristal, de modo que a menudo ofrecía, en el bar bajo el agua de Hefner, una panorámica de las bunnies nadando desnudas.

Debido a que los mayordomos de traje oscuro y el numeroso personal de cocina de Hefner trabajaban por turnos, a él y a sus huéspedes les era posible pedir el desayuno o la cena a cualquier hora del día o de la noche; y como Hefner prefería que todas las ventanas de la casa estuvieran cerradas y con cortinajes e insonorizadas, podía residir en reclusión principesca durante muchos meses sin enterarse jamás de la temperatura o el clima exterior, de la actividad de la calle, de la temporada del año o de la hora del día. Al igual que el predestinado Jay Gatsby, el héroe de su novelista favorito, Hefner daba con frecuencia grandes fiestas para cientos de personas, y, como Gatsby, ocasionalmente ni siquiera aparecía, prefiriendo quedarse en su suite privada detrás de muros de roble para trabajar en la diagramación de un próximo número de su revista, o gozar de la compañía de un grupo más reducido de íntimos, o mirar en la pantalla situada ante su cama una película de los varios cientos que almacenaba en su cinemateca.

Su suite, diseñada por él mismo de modo que tuviera que salir de ella en raras ocasiones, ofrecía toda clase de comodidades. Tenía equipos de sonido y visión que le permitían ponerse en comunicación desde su cama con los ejecutivos de Playboy a algunas manzanas de distancia; y apretando unos botones, podía hacer girar la cama trescientos sesenta grados en cualquier dirección, podía hacer que se sacudiera, vibrara o detuviera súbitamente ante la chimenea, un sofá pardo o el televisor o delante de una cabecera de cama baja, chata y curva que le servía como escritorio y mesa para comer; contenía un estéreo, teléfonos y una nevera en la que guardaba champán y su bebida favorita, Pepsi-Cola, de la que consumía más de una decena de botellas al día. Asimismo, en su habitación llena de espejos había una cámara de televisión enfocada hacia su cama, lo que le permitía filmar y conservar las imágenes de sus momentos de placer con alguna amante, o, como sucedía a menudo, con tres o cuatro amantes al mismo tiempo. Una noche, un recién llegado a la mansión abrió la puerta de la suite de Hefner y le encontró desnudo en medio de la cama rodeado por media decena de playmates y bunnies, cada una de las cuales le masajeaba delicadamente con aceite mientras él observaba con atención, al parecer obteniendo tanto placer de lo que veía como de lo que sentía: era como si las fotos de su revista hubiesen cobrado vida súbitamente y le embadurnaran de aceite en un ritual erótico.

Después de adquirir su jet por casi seis millones de dólares, Hefner hizo remodelar la cabina, reproduciendo en casi todo las comodidades de su mansión. Reduciendo la capacidad de pasajeros de ciento diez a unos treinta y cinco, instaló sillones cómodos que se podían convertir en camas; añadió mesas para reuniones de negocios y sus juegos favoritos de Monopoly y backgammon; incluyó dos proyectores de 16 mm, nueve monitores de televisión, tres interfonos con extensiones y un elaborado sistema estéreo de ocho pistas. Y reservó espacio suficiente al principio de la cabina para bailar. Azafatas de Playboy vestidas con uniformes negros sumamente ajustados y decorados con emblemas blancos del famoso conejito (bunny) haciendo juego con los colores exteriores del avión, estaban preparadas para servir comidas de ocho platos con suficiente cristalería, cubiertos y platos para treinta y seis personas. En la parte trasera del avión, en la suite de Hefner había una cama redonda, una ducha y un escritorio con dictáfono, magnetófono y un aparato para examinar diapositivas en color destinadas a futuros números de la revista.

Aunque los depósitos extra del avión de Hefner le permitían hacer viajes ocasionales al otro lado del Atlántico, la mayoría de sus viajes le llevaban y traían de Los Ángeles, donde a finales de los años sesenta su empresa había empezado a realizar fuertes inversiones en producciones de cine y televisión, y donde, en 1968, Hefner quedó encantado con una estudiante de dieciocho años de la universidad que había conocido recientemente y que se llamaba Barbara Klein. Se la habían presentado en el plató del programa de televisión Playboy After Dark, donde era el anfitrión, y ella había sido contratada como modelo extra por un empleado de Hefner, que la había descubierto una noche en una discoteca de Bevery Hills y se dio cuenta al instante de que su aspecto atraería a Hefner. Barbara Klein era la quintaesencia de la chica del barrio, una morena de ojos verdes con una tez perfecta, una bonita y simpática nariz respingona y un cuerpo gracioso y floreciente resaltado por una indumentaria informal, pero de buen corte. Antes de matricularse en el curso previo de medicina en la UCLA, Barbara Klein había sido animadora del equipo de fútbol de su escuela y una Miss América Adolescente, en su ciudad natal de Sacramento. Después de llegar a Los Ángeles, ocasionalmente trabajaba después de las clases como modelo de televisión, haciendo anuncios comerciales para Certs y posando como sirena para Groom & Clean.

Cuando Hefner la vio por primera vez, le sorprendió el parecido que tenía con su ex mujer Mildred (no la actual Mildred, sino la morena virginal y de ojos brillantes con trenzas y medias de lana de quien él se había enamorado el verano de 1944 después de graduarse en el instituto Steinmetz). Mildred Williams había sido la auténtica chica de barrio, el norte de sus sueños y deseos más puros y, al mismo tiempo, la fuente de su mayor dolor cuando ella admitió —después de haberse comprometido y cuando era maestra en un pequeño pueblo de Illinois— que tenía una aventura con un profesor. Aunque eso había hecho que Hefner se estremeciera, siguieron adelante con la boda concertada para junio de 1949, una decisión que a los pocos años y después del nacimiento de dos hijos ambos reconocieron que había sido una equivocación. Después del divorcio, Mildred se casó con un abogado que había colaborado en la separación legal, mientras que las relaciones personales de Hefner a partir de entonces pertenecerían al reino de noviazgos románticos con enamoradas de Playboy.

Pero después de haber salido en varias ocasiones con Barbara Klein, de repente Hefner pareció interesado en tener una relación más formal. Ya tenía más de cuarenta años y aunque ella no era mucho mayor que su hija Christie —que vivía en Chicago con su madre y su padrastro—, Barbara era diferente de las decenas de jóvenes que él había conocido desde su divorcio. Tenía curiosidad intelectual, era más vivaz y estaba más educada socialmente. Perteneciente a una conocida familia judía de Sacramento e hija de un médico, sentía menos fascinación por la fortuna o posición de este que la mayoría de las demás chicas. Cuando salían juntos, insistía en que no pasase a buscarla por su apartamento con su limusina con chófer, prefiriendo conducir su propio coche y reunirse con él en un restaurante o en alguna fiesta a la que asistieran. También evitaba estar a solas con él en una habitación, ya que no tenía intención de perder la virginidad con un hombre de su edad y reputación. Al principio de sus relaciones, ella le explicó:

—Eres una buena persona, pero jamás he salido con alguien de más de veinticuatro años.

A lo que él contestó:

—Está bien, lo mismo me sucede a mí.

Durante los primeros meses de su relación siempre que iba Los Ángeles, Hefner se comportaba de modo razonablemente formal y paciente. Y cuando por último ella accedió a volar con él y sus amigos a una visita de una noche a Las Vegas y luego ir a esquiar a Aspen, donde el hermano de Hefner, Keith, tenía una gran casa, se convino en que Barbara Klein tuviera un dormitorio para ella. Sin embargo, ese viaje pronto fue noticia en la prensa de Hollywood, lo que ofendió a los padres de ella en Sacramento y revivió contra Hefner las conocidas acusaciones de que salía con niñas porque tenía miedo de la mujeres de más edad y que representaran para él un mayor reto. A esas alegaciones Hefner contestó que las mujeres mayores no representaban necesariamente un desafío mayor que las más jóvenes y que, de cualquier modo, él no pretendía admitir retos en su vida amorosa.

«No estoy buscando una Hugh Hefner en femenino —le dijo a un periodista. Y añadió—: Para mí, una relación romántica es un escape de los retos y problemas con que me enfrento en mi trabajo. Es una isla psicológica y emocional en la que me refugio.»

A medida que Barbara Klein pasaba más tiempo en su compañía y empezaba a conocer a sus numerosos amigos en el mundo de la edición y el espectáculo, se sentía más cómoda en su mundo y personalmente más receptiva con Hefner. Él era perspicaz, pero nunca burlón; parecía que no le afectaban los millones que poseía, y tenía un juvenil sentido de la aventura que hizo que ella se olvidara de la diferencia de edad. En 1969, durante una visita a su mansión de Chicago, Barbara Klein no solo se mostró dispuesta, sino ansiosa por consumar sus relaciones en la gran cama redonda; y también estuvo de acuerdo en Chicago en posar para la cubierta de Playboy, la que sería la primera de sus numerosas apariciones con las que llamaría finalmente la atención nacional bajo el nombre de Barbi Benton. Hefner estaba fascinado con Barbi Benton, sacudido por la intensa atracción que le producía, y, a medida que ella reaccionaba con juvenil deleite a los lugares y cosas hermosas que Hefner daba por descontados, motivaba en él un deseo de explorar aún más las ilimitadas posibilidades de su vida. Durante un fin de semana en Acapulco, Hefner la siguió a ella y sus amigos (aun cuando no sabía nadar) a volar en un water-kite propulsado por una lancha. Y por unos momentos de peligro, el irreemplazable director de Playboy Enterprises se vio colgado de sus brazos a una gran altura sobre la bahía de Acapulco.

Debido a Barbi Benton, Hefner pasaba más tiempo que nunca en Los Ángeles, y en 1970 adquirió por un millón y medio de dólares un château gótico Tudor en un extenso terreno próximo a Sunset Boulevard, del que Barbi Benton sería la châtelaine. Juntos discutieron cómo redecorarían la mansión de treinta habitaciones y cubierta de hiedra que se transformaría en la Playboy Mansion West, y en la cual durante muchos meses arquitectos y constructores remodelaron las dos hectáreas y las convirtieron en colinas y jardines, construyeron un lago y una cascada detrás de la casa principal, y también crearon una gruta de piedra que albergaba una serie de jacuzzis en los que los huéspedes podrían bañarse desnudos. Se puso música en la gruta acuática, en el bosque de pinos y secuoyas, y en las praderas de césped donde podían vivir los animales que Hefner había adquirido recientemente: llamas, monos, mapaches, conejos y hasta pavos reales. En los estanques había patos y ocas; en el aviario, cóndores, aracangas y flamencos. En otras partes de la propiedad había un invernadero lleno de flores y plantas exóticas; apartamentos para huéspedes amueblados con antigüedades; una casa de juegos donde había una mesa de ping-pong, máquinas de distintos juegos electrónicos, billares y pequeños dormitorios privados con espejos en los techos. Asimismo, en un claro del bosque se encontraba una pista de tenis a la que se debía bajar por unas escalinatas y sobre la que había una zona para comer al aire libre, y donde se podían servir almuerzos o cenas. Allí, camareros de corbata negra daban en bandeja, a cada pareja que llegaba con sus raquetas, dos latas sin abrir de pelotas de tenis.

Visible desde prácticamente cualquier rincón de la propiedad, pese a los altos árboles y setos, estaba la mansión, una estructura como de castillo con chimeneas como torreones al estilo de una mansión inglesa del siglo XV. Frente a la entrada principal había una fuente de mármol blanco con querubines y cabezas de leones que arrojaban chorros de agua; después de pasar por un arco de piedra y una sólida puerta de roble, los visitantes entraban en un inmenso recibidor con suelos de mármol y en el que colgaba un gigantesco candelabro dorado con velones que casi tenían el tamaño de un bate de béisbol. A la derecha había un comedor principesco con una gran mesa pulida de madera rodeada por doce sillas forradas de terciopelo azul; a la derecha, un gran salón con piano de cola, sofás de cuero y muchas sillas que serían ocupadas por invitados en esas noches en que Hefner convertía el salón en un decorado de cine. Del recibidor partía una escalera gótica de doble balaustrada de madera que llevaba a varias de las suites privadas, entre ellas la suite principal que sería ocupada por Barbi Benton y, cuando estaba en la ciudad, por Hugh Hefner.

La mansión de Los Ángeles, al igual que la de Chicago, tendría un servicio ininterrumpido de cocina durante veinticuatro horas, una muestra característica del desinterés de Hefner sobre si era de día o de noche, y sería un lugar donde las secretarias de Hefner podrían organizar en un santiamén fiestas multitudinarias cuando a él se le ocurriera. Debido a que los magnates famosos del cine eran demasiado viejos para ser los anfitriones de las reuniones inmensas y pintorescas que en un tiempo habían sido el sello y la marca de Hollywood, la presencia de Hefner en Los Ángeles fue especialmente bien recibida; en cuanto la mansión estuvo lista en 1971 para celebrar la primera fiesta, las puertas controladas eléctricamente al fondo de la colina se abrieron a una procesión de Rolls-Royce, Mercedes-Benz, Jaguar y jeeps de Hefner que conducían por el camino sinuoso y flanqueado por hiedra a decenas de productores famosos, directores, estrellas del cine y modelos, todos los cuales eran recibidos en la entrada de mármol por un Hugh Hefner con la pipa en la mano, bata de seda y una botella de Pepsi-Cola y, a su lado, la rutilante princesa con una blusa escotada y pantalón azul.

Como prueba de su afecto, Hefner regaló a Barbi Benton un coche Maserati, joyas exquisitas, hermosos vestidos y una máquina roja de algodón de azúcar; encargó a un escultor que hiciera un busto de ella que plasmara su vivaz sensualidad y sus firmes pechos erguidos. Cuando Hefner estaba fuera de Los Ángeles, la llamaba cada día por teléfono desde su avión, su limusina o su gran cama de Chicago, diciéndole que la amaba y añoraba —lo que era verdad—, pero lo que no le decía durante sus separaciones era que a menudo compartía su lecho de Chicago con alguna de las nuevas bunnies o modelos que residían temporalmente en la mansión mientras recibían formación como camareras del Playboy Club o hacían una serie de sesiones fotográficas en los estudios de la mansión.

Aunque Hefner se acercaba a los cuarenta y cinco años y había tenido relaciones con cientos de mujeres fotogénicas desde que empezara la revista, disfrutaba más que nunca de la compañía femenina. Considerando todo lo que Hefner había visto y hecho en los últimos años, quizá lo más significativo era el hecho de que cada encuentro con una mujer desconocida representaba para él una nueva experiencia. Era como si siempre estuviera viendo por primera vez desvestirse a una mujer, redescubriendo con deleite la belleza del cuerpo femenino, expectante cuando se quitaban las bragas y se veían las suaves nalgas. Y jamás se cansaba de consumar el acto. Era un adicto al sexo con un deseo insaciable.

Asimismo, estaba convencido de que una vida sexual hiperactiva era la fuente regeneradora de su impulso creativo y de su éxito comercial, de su confianza y originalidad como hombre. Era lo que le separaba de los melancólicos personajes de Fitzgerald con los que se identificaba, esos elegantes románticos que vivían temerosos de envejecer y que, finalmente, a los cuarenta años se hundían en la oscuridad y la desesperación. Para el maduro Hefner, lo opuesto se había hecho realidad hasta ese momento: era más feliz ahora, a los cuarenta años, que a los treinta, y no dudaba de que a los cincuenta estaría aún más satisfecho, que sus numerosos negocios comerciales continuarían su marcha ascendente y que poseería en el centro de su paraíso privado, tal como poseía ahora, a una joven a quien amaría, mientras que al mismo tiempo tendría acceso a las bellezas que iban y venían y que aportarían variedad y color a sus momentos más íntimos.

Durante uno de esos momentos en Chicago, a cientos de kilómetros de Barbi Benton, a principios del verano de 1971, Hugh Hefner se sintió especialmente atraído por una rubia de ojos verdes como zafiros oriunda de Texas llamada Karen Christy. Con unos pechos grandes, firmes y magníficos, y rizados cabellos rubios platinados que le cubrían los hombros y le llegaban hasta la espalda, Karen Christy había sido descubierta en Dallas durante una «cacería de bunnies» llevada a cabo por un ejecutivo de Hefner llamado John Dante, que a menudo viajaba de ciudad en ciudad entrevistando a aquellas mujeres que, en contestación a un anuncio en el periódico local, habían expresado su interés en trabajar en uno de los quince Playboy Club que operaban en todo el país. En Dallas, Karen y otras doscientas solicitantes se reunieron en el hotel Statler-Hilton para posar en biquini y conocer a John Dante y otros ejecutivos de la revista. Cuando dos semanas después se le notificó que estaba aceptada, recibió un billete de avión para Chicago y una invitación a residir en la mansión de Playboy mientras recibía formación para el Playboy Club de Miami.

Karen reaccionó con gran alegría y entusiasmo, ya que jamás había ido al este de Texas y había pasado casi toda su juventud en los alrededores rurales de Abilene con una familia que no estaba nada acostumbrada a las buenas noticias. Cuando Karen tenía tres años, su madre murió de una complicada enfermedad renal. Su padre volvió a casarse, pero esa desgraciada unión terminó en divorcio cuando Karen tenía nueve años y, cuatro años después, el padre de Karen murió en un accidente de caza. Durante esos años, Karen y su hermana menor fueron criadas alternativamente en hogares bienintencionados, pero rara vez solventes, de distintas tías, tíos y abuelos. Aunque Karen recibía ayuda federal como huérfana y ahorraba cuanto podía de sus trabajos ocasionales mientras estudiaba y de su cargo como secretaria en una oficina comercial después de su graduación en el instituto Copper de Abilene, la falta de fondos la obligó a dejar sus estudios en la Universidad del Norte de Texas después de su primer año.

Sin embargo, a los diecinueve años vio el anuncio de Playboy en la prensa local. Más tarde llegó a la conclusión de que el empleo de camarera con un rabo de algodón tenía que ser más interesante y mejor remunerado que el de secretaria en una oficina; de modo que en mayo de 1971 hizo las maletas y, al llegar al aeropuerto de Chicago, cogió un taxi hasta los portales de hierro negro forjado del dominio de piedra caliza y ladrillo de Hefner en North State Parkway. Después de que los guardias de seguridad hubiesen comprobado su identidad en el vestíbulo, Karen Christy fue escoltada por un mayordomo a través de un salón de mármol y por una escalera de roble hasta el cuarto piso, donde se la condujo a una puerta que daba a los dormitorios de las bunnies.

Detrás de la puerta oyó el sonido de duchas y risas, secadores de pelo y música de la radio; y cuando traspasó el recibidor vio a varias jóvenes desnudas que entraban y salían de las habitaciones, presumiblemente preparándose para trabajar en el Playboy Club. Sorprendida y ligeramente molesta por la extrema informalidad del ambiente, Karen tomó aún más conciencia de dónde estaba cuando, al entrar en la suite que le habían asignado, vio delante de un espejo a una morena desnuda peinándose y a una rubia de pelo corto sentada ante el vestidor limándose las uñas. Si bien ambas se mostraron simpáticas cuando Karen se presentó, y también contestaron con paciencia a todas sus preguntas sobre el trabajo que comenzaría al día siguiente, Karen sintió mientras hablaban que la observaban críticamente, estudiando el contorno de su cuerpo bajo la ropa. Cuando se quitó la blusa, pero no el sujetador, una de las mujeres comentó como de paso: «Nosotras no usamos eso aquí».

Karen sonrió, pero no se quitó el sujetador mientras seguía deshaciendo la maleta. Solo cuando se fueron de la habitación y el dormitorio quedó vacío y en silencio, se quitó toda la ropa para entrar en el lavabo a ducharse.

Más tarde, sintiéndose refrescada y vestida con ropa nueva que había comprado en Dallas, Karen salió del dormitorio y bajó las escaleras para encontrarse de pronto en el inmenso salón que tenía suelos de teca y un techo de más de siete metros de alto cubierto de frescos de flores. En un extremo del amplio recinto había una chimenea de mármol tallado lo suficientemente grande para que ella pudiera estar dentro de pie; en el otro extremo, sobre pedestales, había armaduras medievales plateadas; y en medio una mezcla de muebles antiguos y modernos, un piano de cola y un aparato estéreo que emitía a bajo volumen música de jazz. Alrededor de una mesa de café, cerca de la distante chimenea, estaba sentado un grupo de mujeres y de hombres mayores conversando. Hefner no estaba entre ellos, pero Karen reconoció al hombre que había conocido en Dallas, John Dante. Cuando Dante la vio, se puso en pie de inmediato y se acercó para saludarla. Dante era un hombre bastante elegante, de unos cuarenta años, con un bigote pequeño y recortado y una cara amable y rubicunda. Tenía puesta una camisa abierta de seda con un medallón de oro sobre el pecho y un pantalón bien planchado. Aunque hablaba suavemente, los camareros presentes en el salón, atentos a su posición en la jerarquía de Hefner, permanecieron expectantes mientras Dante estrechaba la mano de Karen. Cuando le preguntó si quería algo de comer o beber, dos camareros aparecieron de pronto a su lado listos para satisfacer sus deseos.

La presentó a las personas que había alrededor de la mesa, y ella tomó asiento entre ellos durante unos momentos de incómodo silencio, mientras los demás seguían charlando, relajados en el espléndido lugar. Entonces se sumó al grupo una mujer atractiva de unos treinta años con facciones delicadas y finas, grandes ojos expresivos, y unos modales que, aunque refinados, parecían cálidos y naturales. Se llamaba Bobbie Arnstein y, como luego se enteró Karen, era la secretaria social y confidente de Hugh Hefner. Entre otras obligaciones, ayudaba a recibir a los huéspedes y visitantes famosos de Hefner, convenía el horario de reuniones comerciales celebradas en la suite de Hefner y hacía casi todas las compras, incluyendo los regalos de Navidad y cumpleaños que Hefner enviaba a sus padres e hijos. Hacía años, aunque de forma breve e informal, Bobbie Arnstein había tenido una relación romántica con Hefner, pero desde entonces su relación había madurado hasta desembocar en una profunda y especial amistad. Ahora ella, como Hefner, prefería amantes menores que ella. La presencia de Bobbie Arnstein a la mesa y su manera sutil de incluir a Karen en la conversación sin necesidad de que respondiera la belleza texana evidentemente tímida, facilitaron que Karen se sintiera más a gusto entre tantos desconocidos. Pero, de cualquier manera, agradeció la salida elegante que le ofreció Dante cuando la invitó a conocer la mansión.

Durante la siguiente media hora, Karen siguió a Dante por pasillos y corredores secretos, pasando entre antigüedades y máquinas de juegos electrónicos; bajaron por una escalera de caracol al bar situado bajo la piscina, al que también se podía llegar deslizándose por un poste de bombero desde el piso superior. Dante, que se había instalado en la mansión hacía años a sugerencia de Hefner y conocía algo de su historia, le contó a Karen que había sido construida a principios de siglo por un industrial de Chicago que luego sería el anfitrión de personajes como Theodore Roosevelt y el almirante Peary. Hasta que Hefner la adquirió por menos de medio millón de dólares en 1960, había estado vacía y acumulando polvo durante años. Desde su compra, Hefner se había gastado como mínimo medio millón de dólares en su modernización e instalaciones tales como la pista de bolos, la piscina y su apartamento privado, que estaba lleno de aparatos electrónicos y muebles hechos según su propio diseño. Cuando Karen le preguntó si podía ver la suite de Hefner, al principio Dante vaciló, y le explicó que Hefner había llegado de Chicago hacía unas horas y podría estar durmiendo; pero unos minutos más tarde, después de que Dante hubiera ido a comprobarlo, volvió para decir que Hefner estaba despierto y que le gustaría conocerla.

Con Dante a su lado, Karen cruzó el salón de paneles de roble donde antes habían estado sentados, subieron dos escalones y atravesaron una puerta que daba a una habitación atestada de aparatos electrónicos, incluyendo ocho monitores de televisión distintos, uno para cada canal de Chicago, lo que permitía grabar de forma simultánea una variedad de programas y volverlos a pasar a gusto de Hefner. Al abrir una segunda puerta, Dante guio a Karen por la gruesa alfombra blanca de una habitación con paneles que estaba dominada por una cama redonda, en el centro de la cual, comiendo una hamburguesa y bebiendo Pepsi-Cola, estaba Hugh Hefner leyendo unas pruebas de imprenta.

Levantando las cejas y con una sonrisa exagerada, Hefner saltó de la cama para saludarla. En los siguientes diez minutos, aparte de discutir con Dante para diversión de Karen, conversó con ella de forma seria pero amable, le hizo preguntas sobre su pasado y futuras aspiraciones, y le mostró el apartamento, la lujosa librería con paredes llenas de libros, el baño con una bañera romana con capacidad para una decena de personas y los numerosos botones y accesorios que activaban la cama rotatoria, que medía unos dos metros y medio de diámetro y había costado 15.000 dólares. Cerca del lecho, y enfocándolo, había una cámara Ampex de televisión que estaba diseñada para realizar transmisiones instantáneas y diferidas de las actividades amorosas de Hefner, algo que él encontraba insaciablemente estimulante. Pero en la exhibición a Karen Christy no mencionó ese aparato.

Antes de que Karen se retirase, Hefner le explicó que más tarde jugaría al billar con el actor Hugh O’Brian y otros pocos huéspedes de la casa, y añadió que estaría encantado si Karen se unía al grupo. Ella contestó que iría. Luego, descansando en su cuarto, se sorprendió de lo cómoda que se había sentido en presencia de Hefner y lo realmente contento que él le había parecido. Hacía un año le había visto en el programa de televisión de Johnny Carson en su dormitorio de la universidad; le había parecido algo artificial y rígido en sus modales, pero en persona era abierto y jovial, nada altanero y físicamente atractivo. También halló encantadoras las señales de adolescente descuido que observó en la suite privada —los suelos llenos de papeles y revistas viejas, ropas tiradas descuidadamente sobre los muebles, la maleta de su viaje a California abierta aún sin vaciar—. Pese a los ayudantes y a los numerosos criados dedicados a mantener el orden y el aseo a todas horas, Hugh Hefner daba la impresión de tener que ser atendido con más cuidado, más personalmente.

Horas más tarde, en la sala de billar con los huéspedes de Hefner y más tarde alrededor de las máquinas de pinball que Hefner hábilmente accionaba con las palmas de las manos, Karen Christy se dio cuenta de la constante atención que le prestaba Hefner. Le sonreía cuando ponía tiza en su taco, le guiñaba un ojo después de cada buen tiro y, tras hacer una broma o un comentario ingenioso al grupo de gente, invariablemente miraba en su dirección para observar su reacción. Si bien esa falta de sutileza le hubiera costado puntos con una mujer más mundana, Karen estaba halagada, prefiriendo con mucho esa actitud abierta a las tácticas indirectas de un hombre menos franco. Parecía dar a entender, no solo a ella, sino a todos los presentes y en especial a las demás mujeres atractivas que estaban allí, que se sentía sumamente atraído por ella. Y si bien ella no pensó en lo que eso suponía, de momento lo disfrutaba inmensamente.

Después de una cena a medianoche que los camareros tuvieron que llevar en bandejas de plata a la sala de juegos y servirla sobre los cristales de las máquinas de juegos en las que Hefner y algunos amigos seguían jugando mientras comían, el grupo bajó al bar situado bajo la piscina a tomar unas copas, nadar y conversar. Hefner se mantuvo cerca de Karen. Poco a poco, los demás, intuyendo que él quería algo de intimidad, les dejaron a los dos solos. Era la una cuando llegaron y tres horas después aún estaban allí, sentados juntos y hablando en voz baja ante una pequeña mesa bajo la luz verdiazulada de la piscina. Él parecía ávidamente interesado en conocer su pasado, sus estudios y cómo había superado los numerosos problemas y muertes en su familia. Aunque sus preguntas eran incesantes, no daba la impresión de estar haciéndolas solo al estilo profesional de un editor de revistas; parecía interesado de verdad en conocerla íntimamente, ansioso por escuchar de ella lo que nunca nadie se había tomado la molestia de escuchar. Escuchaba durante largo rato sin interrumpirla, permitiéndole desarrollar sus ideas sin prisas. Ella también escuchó mientras él le hablaba de su propio pasado, su matrimonio desgraciado, su esperanza respecto a sus hijos y su actual relación en Los Ángeles con Barbi Benton. Karen agradeció especialmente su franqueza en lo que concernía a Barbi, un tema que un hombre menos honesto podría haber evitado a conveniencia, por lo menos la primera noche que estaba con alguien nuevo. Tal como eran las cosas, Karen sabía de la existencia de Barbi Benton porque la había visto junto a Hefner en el programa de Johnny Carson, donde se mencionó la posibilidad de una boda, aunque Karen recordó haber dudado en aquel tiempo de que Hugh Hefner acabase con su famosa soltería por Barbi Benton o cualquier otra. Y ahora, un año más tarde, con Hefner en persona, viendo lo que disfrutaba de su vida en su mansión llena de juguetes, Karen se convenció aún más de que no era un buen candidato para el matrimonio, lo que no significó una crítica por su parte; por el contrario, le encantó la idea de estar cerca de un hombre rico, atareado y mayor que de algún modo conservaba un vigor juvenil para la diversión y la buena vida. A medida que pasaban las horas en el ambiente submarino de ese lugar atemporal, Karen solo era consciente del placer y la comodidad de su compañía. Cuando él sugirió que volvieran a su apartamento a ver una película, ella se puso en pie y le tomó la mano. Más tarde, cuando él le pidió que pasara la noche con él, ella aceptó sin vacilar.

El ambiente maravilloso de su primera noche se extendió a lo largo del día y las noche siguientes; y, para sorpresa y deleite de Karen, siguieron siendo amantes y compañeros que se llevaron muy bien durante toda la semana, solo con la interrupción por las reuniones de negocios de Hefner y las horas de formación de Karen en el Playboy Club. Pero antes de que tuvieran que tomarle las medidas para su uniforme de bunny, Hefner le pidió si no le importaría renunciar a su trabajo a fin de pasar más tiempo juntos por las noches. Le aseguró que no tendría que preocuparse por la pérdida de su salario, sugiriéndole que podría ganar más dinero como modelo para las páginas de Playboy. Cuando ella estuvo de acuerdo en posar, Hefner dio órdenes a su director de fotografía para que le organizara las sesiones de prueba. Al cabo de unos días, Karen Christy se convirtió en la chica de la página central de Playboy para el número de diciembre de 1971, por lo cual percibió 5.000 dólares.

Su súbita aparición en Chicago como amante de Hefner causó una gran sorpresa y envidia entre las bunnies de su dormitorio; pero, cuando se dieron cuenta de que el asunto con Hefner iba en serio, se resignaron a su privilegiada presencia y, con el tiempo, se hicieron amigas. Aunque ahora tenía acceso a una limusina y cuentas de gastos en las tiendas de Chicago, ella siguió siendo esencialmente la misma chica de campo que había sido el día que llegó de Texas. A menudo caminaba por la mansión descalza, con pantalón corto y una camiseta. La única influencia evidente de su nuevo entorno se traslucía en que había dejado de usar sujetador y en su habilidad creciente en los juegos en los que Hefner y sus íntimos pasaban mucho tiempo: el backgammon, el Monopoly y las máquinas de pinball. Se pasaba los días, tal como había hecho desde su época de adolescente, viendo culebrones en la televisión, entre ellos Another Worl, su programa favorito, que había empezado a ver a los catorce años cuando vivía en la granja de su abuela. Y si ocasionalmente se perdía un episodio debido a que pasaba la tarde en la cama con Hefner, sabía que lo podría ver en diferido y a su conveniencia porque Hefner había dado orden al ingeniero de sonido de la casa de que grabara cada episodio.

Cuando Hefner partía para Los Ángeles, Karen no expresaba ningún resentimiento acerca de su continuo interés por Barbi Benton. Así pasaron algunos meses y, a medida que se sentía más ligada emocionalmente a Hefner, Karen experimentaba una creciente soledad y en privado se preguntaba qué sabría Barbi de ella, si es que sabía algo. Pero las llamadas telefónicas que recibía cada día de Hefner cuando él estaba en California, y los regalos que le hacía, la tranquilizaban. Durante su primer mes juntos, él le había regalado un reloj de diamantes con la inscripción «Con amor». Su regalo de Navidad en 1971 fue un abrigo largo de armiño blanco. En marzo de 1972, cuando ella cumplió veintiún años, le entregó un anillo de diamantes de cinco quilates de Tiffany’s. También le regaló un anillo de esmeraldas, una chaqueta de zorro plateado, una pintura de Matisse, un gato persa y una hermosa reproducción metálica de la cubierta de Playboy en que ella había aparecido. Su regalo de Navidad de 1972 fue un Lincoln Mark IV blanco.

Con el dinero que ganaba como modelo y sus apariciones públicas en Playboy, compró para el tablero de Monopoly de Hefner unas piezas especialmente diseñadas como hoteles tallados a mano iguales al Playboy Plaza Hotel de Miami, y pequeñas estatuas de las seis personas que más a menudo se sentaban alrededor del tablero: además de Hefner, cuya escultura de pocos centímetros de altura tenía puesta una bata roja y fumaba una pipa, las otras figurillas representaban a Karen, Bobbie Arnstein y John Dante, y los dos viejos amigos y huéspedes habituales de la casa, Gene Siskel, el crítico de cine del Chicago Tribune, y Shel Silverstein, el dibujante y escritor de literatura infantil. Asimismo, encargó a un artista de Chicago que hiciera un retrato de Hugh Hefner, una gran pintura al óleo que le mostraba sentado en una silla vestido con una bata de seda y fumando en pipa, mientras encima de su cabeza había una nube de humo blanco en la que había una pequeña foto de Karen Christy desnuda. Cuando le mostró el regalo, le divirtió señalando que la sección donde estaba ella se podía separar y que cuando él se cansara de mirarla, podría reemplazarla con total facilidad por la foto de alguna otra.

Pero a lo largo de 1972 y 1973, durante sus reuniones en Chicago, Hugh Hefner no se cansó de la foto ni de su presencia, y empezó a pedirle que le acompañara en sus viajes en avión. La llevó a Orlando, Florida, a un hotel de veraneo en el Caribe donde se le hacía un homenaje en una convención de distribuidores de revistas, y a la ciudad de Nueva York, donde se celebró un torneo de backgammon. Durante su estancia en Nueva York, después de que Karen dijera que tenía ganas de ir de compras, Hefner se metió una mano en el bolsillo, le dio su billetera y se fue a una reunión. En la billetera había 3.000 dólares. Pero cuando Karen paseaba por las tiendas de la Quinta Avenida, empezó a pensar en los precios y a resistir el impulso de comprar. Por más magníficamente generoso que fuera Hefner, Karen también sabía que era muy consciente de cómo se gastaba el dinero. Sin querer aprovecharse de él, por no tirar el dinero en cosas que realmente no necesitaba, le devolvió la billetera solo con 200 dólares menos.

La sensibilidad de Karen Christy ante ciertos conflictos de la naturaleza de Hefner, sus cambiantes estados de ánimo y deseos inexpresados, contribuyó sustancialmente a la armonía de la relación. Un día cuando estaban jugando al Monopoly en la mansión de Chicago, un camarero anunció que el avión estaba listo para salir a Los Ángeles; Karen, aunque descalza, le siguió rápidamente y le acompañó en la limusina hasta el aeropuerto. Cuando Hefner subió al avión con sus amigos y asociados, uno de ellos sugirió en broma que Karen fuera con ellos, lo que ella hizo con la súbita aprobación de Hefner. Durante el vuelo al Oeste, reanudaron la partida de Monopoly y disfrutaron de un alegre almuerzo, mientras que los pilotos, por orden de Hefner, llamaron por radio pidiendo una limusina que llevaría a Karen a una zapatería de Beverly Hills y luego de regreso al aeropuerto de Los Ángeles, donde la esperaría un billete de avión para su viaje de regreso a Chicago.

Después de ese viaje, Karen a veces iba desde Chicago en vuelos comerciales a encontrarse con Hefner en el aeropuerto de Los Ángeles y luego volvía con él en el jet de Playboy de modo que pudieran pasar más horas disfrutando juntos. El tiempo —no el dinero— era de vital importancia para Hefner si se trataba de amor y placer. A menudo decía que, después de haber cumplido los cuarenta años —cuando su fortuna personal superaba los cien millones de dólares—, el dinero ya no era un problema en su vida; lo era el tiempo. No reparaba en gastos a fin de ganar tiempo para sus deseos románticos. En una ocasión, cuando Karen visitaba a sus parientes en Texas, Hefner despachó un jet Lear con un gasto superior a los 10.000 dólares para que la recogiera en Dallas y la llevara al aeropuerto de Los Ángeles, de modo que ella pudiera estar a su lado en el Playboy DC-9 que regresaba a Chicago.

En otra ocasión, cuando él volvió a Chicago sin ella, se sorprendió de ver los árboles de su mansión festoneados con lazos amarillos, una decoración inspirada en una canción entonces popular en todo el país, «Tie a Yellow Ribbon», un disco que Karen le había comprado hacía unas semanas; la canción describía a un amante que regresaba y para quien la señal de continuo afecto era un lazo amarillo atado a un roble. Hefner respondió de inmediato a la canción y pidió que se la pusiera sin cesar en el gran estéreo de la mansión. Pero como el disco era de 45 revoluciones, y no estaba hecho para oírlo indefinidamente, Hefner pidió a uno de los mayordomos que se quedara al lado del aparato y, en cuanto terminara el disco, lo volviera a poner. El mayordomo pasó toda la velada poniendo el disco.

Cuando la revista Playboy se acercaba a su vigésimo aniversario en 1973, con una distribución mensual de seis millones de ejemplares, Hugh Hefner seguía dividiendo su tiempo proporcional y felizmente entre sus mansiones y sus dos mujeres. A los cuarenta y seis años, parecía tener suficiente dinero, poder, tiempo e imaginación para controlar todos los aspectos de su vida salvo su fatídico final. Como ex acomodador de cine que había soñado fantasiosamente en la sala a oscuras para escapar del tedioso mundo de la realidad, al final había logrado realizar la ilusión de toda su vida: Hugh Hefner vivía una película. Refugiándose en decorados costosos, controlando las luces y la música, era el protagonista principal en un paraíso que seguía funcionando sin cesar a lo largo de semanas y meses.

En el gran mundo exterior, a medida que la inflación y la subida de los impuestos castigaban a las familias estadounidenses, a mucha gente le parecía sumamente injusto que un hombre como Hugh Hefner pudiera vivir tan bien y que sus negocios siguieran extendiéndose y floreciendo, tal como proclamaba su departamento de publicidad mientras él se concentraba en perseguir a las mujeres y en jugar al Monopoly. Aunque había numerosos hombres mucho más ricos que Hefner, la opinión pública los ignoraba o les envidiaba menos porque rara vez aparecían en televisión y jamás llamaban la atención sobre el hecho de que disfrutaban de la vida, como, por ejemplo, los hermanos Rockefeller, que parecían cargados de responsabilidades; J. Paul Getty, un frágil anciano que aparecía en solitario en todas las fotografías públicas, y Howard Hughes, un recluso paranoico escondido en habitaciones de hotel que dependía de sobrios enfermeros mormones. Las fotografías de potentados árabes que mantenían harenes y a veces se publicaban en Paris-Match y en revistas estadounidenses, mostraban a hombres que invariablemente eran obesos o ceñudos, se quejaban de enfermedades, y se sentían temerosos de fanáticos armados.

Los potentados de la política estadounidense, cuando mantenían amantes en sus nóminas, tarde o temprano parecían quedar al descubierto en la prensa, y a veces eran vilipendiados en biografías que luego escribían esas mismas mujeres.

Pero el jugueteo constante y bien aireado de Hefner con sus empleados y estrellas de la página central era proclamado en Playboy como una «alternativa de vida». Cada año que pasaba, él parecía estar socavando de forma crecientemente desafiante la tradición judeocristiana que vinculaba el placer excesivo con el castigo. Aunque iba envejeciendo y estaba supuestamente sometido a las demandas cotidianas de vivaces féminas, nunca había tenido mejor aspecto en su vida. Pese a que comía mucha comida basura, nunca engordaba. Su consumo de cajas enteras de Pepsi aparentemente no lograba deteriorarle los dientes. Si bien se enfrentaba con muchos problemas como cabeza de una empresa importante que tenía varias filiales con miles de empleados en el país y el extranjero, rara vez daba la impresión de estar sometido a presiones, ni se sabía que jamás hubiese visitado a un psiquiatra.

El exitoso lanzamiento de una revista sexualmente osada llamada Hustler, cuyo fundador, Larry Flynt, creía que Playboy pronto quedaría obsoleta, así como el hecho de que Penthouse tenía una tirada de cuatro millones de ejemplares y seguía creciendo, eran circunstancias que no alarmaban a Hefner. Después de que sus editores hubieran reaccionado ante esa competencia publicando en Playboy fotos que a Hefner le parecían demasiado provocativas, él recordó a sus empleados que no quería que «la chica de la casa de al lado» tuviera aspecto de buscona.

Aun cuando parecía haber razones legítimas de preocupación por el modo informal en que funcionaba su corporación, el natural optimismo y la egolatría de Hefner no le permitían tomar rápidas medidas correctivas. Veía signos positivos en cada informe negativo que le llegaba: ante la noticia de que la división cinematográfica de Playboy había perdido millones de dólares en la producción de películas como The Naked Ape y la versión de Roman Polanski de Macbeth, Hefner recalcaba que la empresa había ganado mucha experiencia con esos proyectos y señalaba que Macbeth había sido nominada como mejor película del año por el Comité Nacional de Cinematografía. Y al replicar a las pruebas de que los principales clubes de todo el país —y sus hoteles de turismo en Miami Beach, Jamaica, Lake Geneva, Wisconsin y Great George, New Jersey—, con pocas excepciones, no eran rentables, Hefner dijo que no estaba desmoralizado, sino que ya vendrían tiempos mejores. Mientras tanto, seguía apoyando con resultados nada halagüeños una división de libros, una compañía de producción de música, salas de cine en Chicago y Nueva York, un servicio de limusinas y una empresa que fabricaba objetos y chucherías con el emblema «Bunny». Su hotel Playboy Towers de Chicago estaba pésimamente administrado y perdía dinero; la publicación hermana de Playboy, aunque más vulgar, Oui, que fue lanzada en 1972 para competir con Penthouse, al parecer estaba teniendo éxito al quitarle lectores a Playboy, que al año de la aparición de Oui bajó de una tirada máxima de siete millones de ejemplares a seis. Si bien la revista Playboy seguía siendo la revista de hombres más lucrativa del mundo y se ganaban millones adicionales en el extranjero en los tres casinos de juego de Playboy en Inglaterra, la cotización de la compañía Playboy había bajado una decena de puntos en sendos meses en la Bolsa de Valores de Nueva York, circunstancia que Hefner atribuía no a la condición de su compañía, sino a la recesión nacional y al pobre liderazgo de Washington. Cuando un periodista le preguntó si, a la vista de lo que parecía estar ocurriendo con sus inversiones corporativas, podría llegar a volver al edificio de Playboy como un ejecutivo que cumple un horario diario, él insistió en que sus días en la oficina eran un recuerdo del pasado. «Tengo que hacer algo mucho más importante —replicó—. Se llama vivir.»

Al teorizar que él resultaba mucho más eficiente en una mansión de lo que jamás lo podría ser en una oficina, Hefner explicó en una entrevista publicada en Playboy: «El hombre es el único animal capaz de controlar su medio. Y lo que yo he creado es un mundo privado que me permite vivir mi vida sin un montón de tiempo perdido y de movimientos que consumen la mayor parte de la vida de la gente. El hombre que tiene un trabajo en la ciudad y una casa en las afueras pierde de dos a tres horas diarias simplemente en trasladarse de donde vive a donde trabaja, y viceversa. Luego necesita tiempo y energía para salir a almorzar a algún restaurante lleno de gente donde lo más posible es que le traten de manera impersonal y apresurada. Está viviendo su vida según una noción preconcebida (ciertamente no es invención suya) de lo que debe ser la rutina diaria. […] Los detalles de la vida cotidiana de la mayoría de la gente —continuó diciendo Hefner— están dictados por el reloj. Toman el desayuno, el almuerzo y cenan a unas horas generalmente prescritas por la costumbre social. Trabajan durante el día y duermen de noche. Pero en la mansión, de forma bastante literal, siempre es la hora del día que uno quiere que sea. […] Una de las grandes causas de frustración en la vida contemporánea es que la gente se siente ajena al poder, no solo en relación con lo que sucede en el mundo que les rodea, sino también en cuanto a tener influencia sobre lo que sucede en sus propias vidas. Pues bien, yo no siento esa frustración porque he tomado el control de mi propia vida».

Pero en el verano y el otoño de 1973 perdió el control de una parte de su vida. Debido a que involucraba a sus dos favoritas, él se comportó con el personal de sus casas con una extraña falta de compostura y hasta con muestras de pánico. Lo que provocó esa situación fue un artículo en la revista Time de julio titulado «Aventuras en el comercio de la piel» que, además de acentuar la profunda rivalidad entre Playboy y Penthouse, así como especular sobre la manera en que la decisión Miller del Tribunal Supremo podía afectar a las revistas de hombres, el artículo llevaba una fotografía que mostraba a Hefner en Los Ángeles abrazado por Barbi Benton, y una segunda foto en la que se le veía sentado en su mansión de Chicago con el brazo por encima de los hombros de Karen Christy.

«El desde hace mucho tiempo consumidor doble en todo, Hugh Hefner, últimamente ha extendido el principio a su vida romántica —publicó Time—. La ex playmate Barbi Benton, su acompañante desde hace años, vive en la mansión de California; la rubia Karen Christy, una ex bunny del Playboy Club de Chicago, reside en el cuartel general de Chicago. De algún modo, ese arreglo sigue funcionando.»

La revista dio a Barbi Benton la primera noticia de que Hefner estaba más que formalmente comprometido con otra mujer. Y el hecho de que se dejara fotografiar con Karen Christy para una revista fue algo inexcusable para Barbi. Sin telefonear ni notificárselo de ningún modo a Hefner, Barbi hizo las maletas y abandonó la mansión. Cuando Hefner se enteró de su partida, de inmediato llamó a sus pilotos para que le llevaran a California, afligiendo mucho a Karen Christy, que en los últimos meses había llegado a creer que Hefner estaba más enamorado de ella que de Barbi (opinión que no solo él había expresado, sino que se lo había demostrado pasando más tiempo últimamente en Chicago que en Los Ángeles).

Después de tranquilizar a Karen diciéndole que ella era fundamental en su vida, pero insistiendo en cualquier caso en que se sentía obligado a aplacar a Barbi, y que tenía que hacerlo en persona, partió para Los Ángeles. Karen pareció comprender su partida. Barbi había estado en la vida de Hefner antes que ella y él la había convencido de que Barbi merecía una explicación personal. Lo que Hefner no admitió ante Karen era que quería que Barbi regresara, que las necesitaba a las dos, que se sentía atraído por ambas por razones diferentes. Admiraba a Barbi Benton por su vitalidad y espíritu animoso. Y el hecho de que él no pudiera controlar financieramente de forma absoluta a esta californiana independiente, que también intentaba afirmar su personalidad como cantante de country y western, la convertía en un desafío personal constantemente deseable. Al igual que su madre, que su ex esposa y que su hija, que estaba a punto de terminar la universidad, Barbi Benton era una mujer de mucho atractivo y de carácter poco común, pero en otras facetas que eran importantes para Hefner —y en especial, entre las cuatro paredes de su dormitorio—, Barbi no podía competir con Karen. Aunque tímida con la gente, Karen era desinhibida en privado. En el amplio y variado pasado erótico de Hefner, él nunca había conocido a nadie que pudiera superarla en habilidad y ardor en la cama. La visión de ella quitándose la ropa era algo que le fascinaba. Y después de haberle untado el cuerpo con aceite —de lo que ella parecía disfrutar tanto como él—, el hacer el amor de forma suave, relajante y brillante le transportaba a las cimas más altas de placer. A diferencia de Barbi, que a menudo estaba fatigada por la noche después de ensayar en los estudios y que detestaba que el aceite le manchara el pelo las noches en que tenía ensayo a la mañana siguiente, Karen no tenía ambiciones profesionales y sí muchas horas libres durante el día para lavarse y secarse el pelo. A Hefner también le encantaba que Karen compartiera su entusiasmo por el backgammon y los otros juegos, que siempre estuviera dispuesta y disponible para viajar con él, o para coger aviones y encontrarse con él siempre que la llamara. Cuando tenía ganas de estar con una sola persona, esa persona generalmente era Karen Christy, pero cuando hacía de anfitrión en una gran fiesta —y en especial en una de recogida de fondos para las causas sociales que frecuentemente patrocinaba—, prefería tener a su lado a Barbi Benton. Tenía más mundología que Karen, era mejor conversadora, era capaz de pronunciar un discurso. Aunque sus apariciones televisivas como cantante y humorista habían hecho que pareciera superficial, era una persona inteligente y astuta. Creía que era la única mujer que había conocido en los últimos años que podría ser una esposa aceptable.

Si bien no tenía ninguna intención de ofrecerle matrimonio a Barbi Benton para que volviera, no se podía imaginar feliz en su mansión de la Costa Oeste si ella no residía allí. En cuanto aterrizó en Los Ángeles y la localizó por teléfono en un hotel de Hawai —donde le alivió saber que estaba en casa de una amiga—, le rogó que le perdonase y le dijo que no debía permitir que un artículo de Time destruyera sus años de amor y comprensión. Aunque por teléfono ella se mostró reservada e insistió en que se quedaría una semana más en Hawai, aceptó hablar con él en persona cuando regresara a Los Ángeles. Pero cuando él la vio, aún estaba molesta y distante y, aunque admitió que todavía le amaba y esperaba que su relación pudiera recuperarse, le anunció que había alquilado un apartamento en Beverly Hills, un lugar al que podría ir cuando quisiera apartarse de los huéspedes de la mansión, de las bunnies y de las sempiternas partidas de backgammon.

Después de que Barbi Benton hubiera estado en la cama con Hugh Hefner, le prometió que no saldría con otros hombres y Hefner le prometió que le sería fiel a su manera. A partir de entonces, le envió flores a su apartamento cada día declarándole su amor. Mientras tanto, él hablaba diariamente por teléfono con Karen Christy, que estaba ansiosa de que regresase, pero cuando volvió a su mansión de Chicago, sintió que ella también estaba de algún modo diferente, más reservada, menos abierta con él, a pesar de que ella le dijo que nada había cambiado entre ellos.

La rutina de la mansión volvió lentamente a la normalidad: se jugaba al billar y con las máquinas de pinball toda la noche; las bunnies iban y venían de su dormitorio al club; los redactores de Playboy acudían regularmente para sus reuniones de trabajo a la suite de Hefner, pero se palpaba cierta sensación de intranquilidad en la casa. Unos equipos extra de guardias de seguridad, contratados para vigilar la propiedad desde el secuestro de Patricia Hearst, daban un ambiente de nerviosismo solo con su presencia tras los pórticos. Además, había signos de ansiedad en el comportamiento de la secretaria de Hefner, Bobbie Arnstein, en un tiempo una influencia bienhechora en la casa pero ahora metida en un asunto amoroso con un joven traficante de drogas, apuesto e impredecible, que la visitaba cuando le venía en gana en su apartamento de la planta baja y en la parte trasera de la mansión.

El amigo de mayor confianza de Hefner, John Dante, anunció que debía partir. Hacía años que vivía en la mansión como emisario de Hefner ante los clubes, pero el trabajo ahora no le requería mayor esfuerzo y muy a menudo era aburrido, y recientemente Dante se había descrito amargamente como un «envejecido jugador de cartas». Aunque seguía siendo fiel a Hugh Hefner —y le quedaría para siempre agradecido por el préstamo de 40.000 dólares que le hizo en 1968 y que le permitió pagar a los corredores de apuestas de Chicago a los que debía esa suma por apuestas de partidos de fútbol—, Dante estaba deseando tomarse unas vacaciones lejos del paraíso de Hefner. De mala gana, Hefner consintió que se fuera, y Dante subió a un jeep junto con la bunny de 1973 y partió para Taos, Nuevo México.

Una tarde, al salir de una reunión de negocios, Hefner descubrió que Karen Christy no estaba en la mansión. Algunos de los huéspedes y guardias la habían visto hacía unas horas, pero una rápida inspección de cada cuarto de la casa, incluyendo los pasadizos y pasillos secretos, no dio ninguna pista de dónde se encontraba. A medianoche, Hefner estaba visiblemente conmovido y exasperado. Ante la sugerencia de que quizá estaba en el apartamento de una bunny llamada Nanci Heitner, con quien Karen pasaba el tiempo a menudo cuando Hefner no estaba en la ciudad, se puso un abrigo encima del pijama, saltó a su Mercedes con chófer y, acompañado por unos guardias, viajó en medio de una ligera nevada al barrio Lincoln Park de Chicago.

Cuando el chófer se detuvo ante el edificio de ladrillo de cuatro plantas donde vivía Nanci Heitner, Hefner y los guardias se apresuraron a llegar a la puerta a oscuras y, tras encender unas cerillas, miraron en los nombres de los buzones para localizar a Nanci Heitner y su apartamento. Había una hilera de seis botones a lo largo de la caja, pero los nombres cubiertos de plástico eran ilegibles o no estaban. De modo que el impaciente Hefner tocó los seis botones al unísono. Cuando por último se abrió la puerta, se acercó a las escaleras y preguntó en voz muy alta:

—Hola, soy Hugh Hefner. ¿Está Karen Christy por ahí?

Los dos guardias, pertrechados con walkie-talkies y Hefner con una Pepsi, aguardaron un momento a que les llegara alguna respuesta. Como no hubo ninguna, Hefner procedió a subir las escaleras y a golpear en cada puerta, repitiendo:

—Soy Hugh Hefner y busco a Karen Christy.

Pronto, en el segundo piso, oyó ruidos detrás de una puerta y vio luz a través de la cerradura.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó una mujer detrás de la cerradura.

—Soy Hugh Hefner y…

—¿Es realmente Hugh Hefner? —preguntó ella sin abrir aún la puerta. Luego Hefner oyó la voz de un hombre al fondo que le preguntaba qué era todo ese jaleo y ella contestó:

—Ahí fuera hay un idiota que dice que es Hugh Hefner.

Nadie contestó a las puertas del segundo y tercer pisos, pero Hefner siguió subiendo y, después de golpear la puerta del apartamento 4-A, oyó el ladrido de un perro y una voz que le anunció:

—Karen no está aquí.

Se abrió la puerta y apareció Nanci Heitner, una joven rubia con una bata negra; mantuvo alejado a su perro tibetano y dejó que entraran Hefner y los guardias.

—No está aquí. Puede comprobarlo usted mismo.

Mientras Hefner se disculpaba por esa irrupción a deshora, los guardias revisaron el apartamento de Nanci, sus armarios y hasta debajo de la cama. Hefner parecía cansado y desesperado, despeinado y con la botella vacía de Pepsi-Cola. Después de que los guardias completaran su búsqueda, Nanci Heitner les acompañó hasta la puerta sintiendo lástima por él.

Apenas se había ido el coche de Hefner cuando, momentos después, sonó el teléfono. Era la voz sollozante de Karen Christy diciendo que estaba en una cabina telefónica y que quería ir al piso, añadiendo que tenía que alejarse del infiel Hugh Hefner. Después de la llegada de Karen, vestida con un grueso abrigo y botas, el pelo mojado por la nieve y el maquillaje corrido por las lágrimas, explicó que ese mismo día, cuando se despertó de una siesta, había oído a Hefner en el cuarto de al lado hablando por teléfono con Barbi Benton en Los Ángeles, reafirmándole su amor e incluso conviniendo en pasar un fin de semana con ella en Aspen. La noche anterior, le contó Karen a Nanci, Hefner le había anunciado que todo había terminado con Barbi, diciéndole que durante su reciente visita a Los Ángeles se había dado cuenta de que Barbi ya no le gustaba. Resultaba obvio, concluyó Karen, que la estaba engañando. Tras mostrarse de acuerdo, Nanci Heitner le sugirió que hiciera las maletas y abandonara para siempre la mansión.

Nanci Heitner empezaba a cansarse de oír a Karen hablar constantemente de Hefner y de quejarse de su carácter egoísta y de lo terrible que era tener una relación con él. Frustrada en su deseo de poseerlo de forma exclusiva y solitaria en la mansión cuando no estaba en la ciudad, últimamente Karen había adoptado la costumbre de llamar a Nanci a cualquier hora del día o de la noche, interrumpiendo su sueño después de una jornada agotadora de trabajo, o molestándola cuando estaba en la cama con un hombre. Aunque Nanci siempre la escuchaba con paciencia, sus amantes se ponían nerviosos, se enfadaban o continuaban haciéndole el amor mientras Nanci mantenía el teléfono pegado al oído, lo que a Nanci le importaba menos que admitirle a Karen que estaba demasiado atareada para escuchar, ya que últimamente le preocupaba la estabilidad y salud mental de Karen, viendo que había adelgazado mucho y que estaba consumiendo muchas pastillas para dormir. Nanci le tenía mucho cariño a Karen y se identificaba con ella. Como ella, Nanci había sido criada en una familia que sufrió muchas contrariedades y muertes. Y, al igual que Karen, había ido a trabajar para Playboy con la esperanza de que de algún modo conocería a gente influyente y tendría unas oportunidades sociales que no habían existido en su pasado de pobreza. Aunque nada especial había sucedido aún en su vida, se identificó con la situación de Cenicienta de su amiga. Y, de algún modo, Nanci se beneficiaba con ello. En el club, los gerentes que sabían que era íntima de una muchacha que a su vez era íntima de Hefner en Chicago, le daban un trato deferente como persona que, a través de Karen, podía enviar mensajes a Hefner mucho más rápidamente que si ellos lo enviaban por los canales oficiales. Además, Nanci hablaba a menudo con Hefner desde que él empezó hacía poco tiempo a llamarla de Los Ángeles en aquellas ocasiones en que una angustiada Karen le cortaba el teléfono. La llamaba y le pedía que le hiciera llegar mensajes a Karen y que le volviera a llamar para contarle la reacción de esta. Debido a que nunca le dijo a Nanci que llamara a cobro revertido, el conflicto amoroso entre Hugh Hefner y Karen Christy hizo que la factura de teléfono de Nanci Heitner se disparara.

Aun así, Nanci no llegaba a quejarse porque le halagaba su papel de persona de confianza y porque también sabía que Karen estaba demasiado confusa para actuar racionalmente en su propio beneficio. Si Karen se hubiera enamorado de un hombre casado y con hijos, habría comprendido mejor las reglas del juego, pero el dilema estaba en verse atrapada en un romance vertiginoso con un potentado adolescente que quería monopolizar el amor de dos mujeres. Cada vez que elegía estar con una, resultaba doblemente destructivo para el ego de la otra, porque dejaba bien patente su predilección en vez de satisfacer una obligación con una esposa y sus hijos.

Nanci sabía que en fiestas señaladas la situación resultaba especialmente depresiva para Karen. Si bien Hefner pasaba la Navidad generalmente con Karen en Chicago, estaba con Barbi para la fiesta de Año Nuevo en la mansión de Playboy en Los Ángeles. Nanci estaba segura de que si Hefner no estaba en compañía de Barbi Benton, estaría con alguna otra joven. Siempre querría lo que no tenía, le gustaba la caza y siempre le atraerían distintos tipos de mujeres: la «buena chica», saludable y alegre personificada por Barbi, y la «chica mala», rubia y de grandes pechos que representaba Karen. Nanci sabía que la situación de Karen con Hefner era imposible; jamás se casaría con ella, algo de lo que últimamente había tenido esperanzas Karen; ni tampoco podía ofrecerle siquiera nada parecido al compromiso personal que ella necesitaba. Y ahora, después de la última visita de Hefner y sus guardias a su apartamento, el culebrón de Karen prácticamente amenazaba con agotar la paciencia de Nanci. Sentía compasión por ella, si bien le había recalcado a Karen que ninguna mujer tenía futuro en la cama de Hugh Hefner; y Karen, aunque a veces lacrimosa, meneaba la cabeza asintiendo y prometía que terminaría la relación en ese mismo instante.

Las dos jóvenes hablaron durante horas, abandonando el apartamento para tomar una última copa a las dos de la mañana en el ambiente más alegre del cercano bar Four Torches. Pero cuando volvían al edificio de apartamentos dos horas después, vieron el coche de Hefner en la calle. En cuanto Hefner las vio, saltó del coche y corrió hacia Karen con los brazos abiertos. Karen se detuvo al lado de Nanci y lanzó una maldición entre dientes, pero cuando él se le acercó con lágrimas en los ojos, Karen de repente se abalanzó para abrazarle y ella también empezó a llorar. Mientras los dos se abrazaban con todas sus fuerzas e intercambiaban palabras de cariño, Nanci prosiguió su camino. Cuando Hefner y Karen se encaminaron hacia la puerta abierta de la limusina, Nanci Heitner subió los escalones que llevaban a la entrada de su edificio.

Al día siguiente, Hefner aseguró a Karen que la llamada telefónica que ella había oído con respecto al fin de semana en Aspen no había sido con Barbi Benton, sino con su hija Christie Hefner. De algún modo, esto aplacó los sentimientos heridos de Karen, aunque ella sentía menos simpatía por la hija universitaria de Hefner que por Barbi Benton. Karen había visto a Christie Hefner varias veces cuando iba de visita desde la universidad con sus amigos, y recientemente le había molestado cuando uno de los amigos se había referido al «concubinato» de Hefner. Asimismo, Karen había oído decir que la hija de Hefner y Barbi Benton se llevaban bien en Los Ángeles y que habían ido juntas de compras a Beverly Hills. En ese período de hipersensibilidad, la noticia había dejado aún más insegura a Karen. Pero Hefner no había dado ninguna indicación, al menos a Karen, de que pudiera estar influenciado por el juicio de su hija acerca de sus mujeres. Ella se entusiasmó cuando él sugirió que tomaran unas cortas vacaciones en Acapulco. Para Karen había sido un invierno largo y frío en Chicago y estaba dispuesta a pasar unos días al sol.

Acompañados por una pareja de amigos de Hefner que le caían muy bien a Karen, la visita a Acapulco fue para ella un alivio de todas las tensiones de los últimos meses. Hefner le estaba dando su bien más preciado —su tiempo—, y en los días y noches maravillosos que pasaron, ella se sintió feliz en su presencia y deseó que esa situación se prolongara para siempre. Pero la vida cálida al aire libre y las noches tranquilas ejercían una atracción limitada sobre Hefner. De hecho, al cabo de una semana, tras mencionar unos problemas de oficina que exigían su atención inmediata, el inquieto editor preparó su partida prematura mientras convencía a Karen de que se quedara con sus amigos a pasar allí el fin de semana.

Camino del aeropuerto, sentada a su lado en el asiento trasero del coche, Karen se preguntó en voz alta cuándo volverían a estar juntos. Después de que él le diera una vaga respuesta, ella le obligó a ser más específico, queriendo saber cuánto tiempo le llevarían sus obligaciones, por lo menos aproximadamente, y cuándo podría volver a verle. Pero él se mantuvo tercamente evasivo y distante (fue como si ya estuviera volando a kilómetros de distancia, fuera de su alcance). Mientras iba de su brazo a través de la sala llena de gente y hacia la pista donde esperaba el avión de Playboy, se sintió presa de una gran ansiedad. Antes de darle un beso de despedida, trató una vez más de arrancarle una respuesta concreta a su urgente pregunta, momento en el cual, repentinamente furioso, cogió el portafolios de cuero que llevaba y lo arrojó en el aire hacia el avión. Cuando la cartera rebotó pesadamente en el suelo, Hefner se lanzó tras ella como un galgo persiguiendo un conejo mecánico. Al llegar a donde estaba, saltó sobre ella varias veces. Mientras sus pilotos le contemplaban perplejos y grupos de turistas bronceados por el sol se detenían para mirar, la petrificada Karen Christy corrió hacia él, pero antes de que llegara, él se había calmado milagrosamente y su tempestuoso ataque había desaparecido por sí solo a los pocos segundos. Tras dejar de pisotear la cartera, no parecía avergonzado ni consciente de lo que había hecho. Después de que alguien se llevara su cartera algo maltrecha y que él le hubiera dado a Karen un beso de despedida, procedió de inmediato a subir la escalerilla metálica y desapareció en la cabina del avión.

Esa noche a última hora, la llamó por teléfono al hotel. Le dijo que lo lamentaba si la había asustado y le prometió que en cuanto resolviera los problemas que debía afrontar se lo comunicaría. Días más tarde, en una conversación telefónica, después de que Karen le hubiera expresado su deseo de visitar a sus parientes de Texas, él la alentó a que lo hiciera e incluso le ofreció llevar el avión de Playboy de Los Ángeles a Dallas al final de su visita y acompañarla de regreso a Chicago. Fue un gran gesto por su parte (el vuelo de Los Ángeles a Chicago pasando por Dallas no era justamente la ruta directa que a él le gustaba). También dijo que le apetecería conocer a sus tíos y otros parientes que estuvieran con ella en el aeropuerto de Dallas.

Cumpliendo con su palabra, el DC-9 negro con el emblema del conejo blanco pintado en la cola aterrizó en el nuevo aeropuerto de Dallas-Fort Worth. Cuando el extraño aparato llegó lentamente al aeropuerto, varios cientos de personas —viajeros, agentes de viaje, asistentes de los servicios, hombres rubicundos con grandes sombreros, mujeres con niños de la mano, jóvenes melenudos con guitarras—, todos, de repente, se dirigieron al gigantesco ventanal que daba a las pistas.

El avión era el único jet que jamás se había pintado de negro, que era exactamente la razón por la que Hefner había elegido ese color. Cuando bajaron las escalerillas del avión y se abrió la puerta de la cabina, Hefner se quedó a solas sobre el escalón superior un momento, con el cabello y la camisa de seda alborotados por el viento, la mirada fija en los rostros silenciosos que le miraban desde el otro lado de la inmensa cristalera. Hacía casi treinta años que no pisaba el estado de Texas. Cuando visitó Texas por primera vez, el verano de 1944, llegó allí en un tren militar rumbo a Camp Hood; era un delgado joven de dieciocho años que acababa de terminar el instituto y a quien sus compañeros de clase habían votado como el tercero con más posibilidades de éxito. Ahora, a los cuarenta y siete años, había regresado para reclamar a una de las rubias más curvilíneas de Texas, a saludar a sus parientes y, sin intención de contraer matrimonio con ella, llevársela a Chicago, acción que en otros tiempos hubiera provocado la deshonra de los parientes y el sonido de los disparos.

Al caminar hacia la terminal, con los guardias a pocos pasos de él, Hefner vio a Karen saludándole desde lo alto de la rampa, sonriente bajo su sombrero de paja. Vestida con zuecos, una falda ajustada y una camiseta que dejaba muy poco para la imaginación, Karen se abrió paso entre el gentío para saludarle y presentarle a los parientes con quienes había pasado unos días en una cabaña, en el lago Eagle Mountain. Estaban sus tíos, sus tres primos, sus dos hermanastros adolescentes y gamberros vestidos con tejanos, su hermana de veinte años, Bonnie, que llevaba un niño llorón de un año en brazos, y el marido de Bonnie, un sargento de la Fuerza Aérea de permiso de su base en Tokio.

Tras quitarse la pipa de la boca, Hefner les estrechó las manos, sonrió y se puso a conversar con ellos; cuando se acercó un fotógrafo, estuvo de acuerdo en posar con el grupo. Mientras tanto, sus amigos del avión —hombres con medallones dorados sobre el pecho y camisas abiertas, bunnies con brillantes uniformes negros ajustados y una modelo con sombrero de plumas con un perrito de aguas— habían bajado a la pista, parecían nerviosos y miraban hacia el gentío. Dando por terminada la charla con los parientes de Karen, Hefner la cogió del brazo y se encaminó de vuelta al avión.

La multitud, inmóvil, siguió mirando cuando se pusieron en marcha los motores; y aún estaba mirando cuando el avión negro se había convertido en un objeto distante en el firmamento.

Al estar más segura de sí misma y de lo que quería, lo que consiguió en su estancia fuera de Chicago, Karen tardó en volver a acostumbrarse a la rutina de la mansión. La ausencia de John Dante le hacía echar en falta al único amigo varón en quien podía confiar cuando Hefner estaba de viaje; cuando Hefner estaba allí, sus numerosas reuniones de trabajo y los problemas personales de su secretaria, Bobbie Arnstein, le preocupaban tanto que en la mansión reinaba un extraño ambiente, tenso y hasta lúgubre. Días antes del regreso de Karen, Bobbie Arnstein fue arrestada fuera de la casa acusada de transportar con su amigo y otros jóvenes doscientos gramos de cocaína de Florida a Chicago. El día de su detención, se descubrió que llevaba en su cartera muchas píldoras y una pequeña cantidad de cocaína. Tras ser puesta en libertad con una fianza de 4.500 dólares, su nombre y fotografía aparecieron en las primeras páginas de los periódicos del país y, por asociación, Hefner, el personal de la mansión y sus huéspedes se convirtieron en sospechosos de consumir drogas y, quizá, de traficar con ellas. Aunque Hefner apoyó a Bobbie Arnstein sin la menor vacilación durante el litigio y pagó los honorarios de sus abogados, estaba claro que esa publicidad le molestaba, en especial cuando creía que probablemente hubiera mucho menos consumo de drogas en su mansión que en cualquier dormitorio universitario del país.

El juicio por drogas no fue el único problema de Hefner en esa época: había una acusación de discriminación contra Playboy, un cargo presentado por un empleado negro que había sido relegado en el departamento de personal de la compañía; había una profunda investigación impositiva iniciada originalmente en la Casa Blanca de Nixon después de que Hefner fuera incluido en las «listas de enemigos» del presidente, y había continuos informes sobre el descenso de los precios de las acciones de Playboy y las pérdidas evidentes de sus operaciones hoteleras y de otras empresas filiales. De repente, después de años seguidos de beneficios asombrosos, de buena fortuna y aparente control de su medio, empezaron a temblar los cimientos de la riqueza de Hefner; aunque Karen Christy hubiera querido permanecer a su lado de haber percibido que tenía un lugar concreto en su mundo, ahora estaba convencida de que no tenía sentido quedarse allí. Solo era parte de la fantasía de Hefner, un ornamento para su imagen. Aunque sabía que era absurdo, se sentía vieja a los veintitrés años, una arpía que trataba de escuchar a escondidas sus llamadas telefónicas, una compañera de cama a la que se podía reemplazar con facilidad cuando estaban separados. Una de las azafatas del jet le había contado que el día antes de que el avión aterrizara en Dallas, Hefner se había pasado la noche en su cama de Los Ángeles (Barbi Benton estaba de viaje en una gira como cantante) con la modelo del perro de aguas del avión. Aunque Karen no era tan ilusa como para esperar que la fidelidad sexual de Hefner durase más de una semana, ya no estaba dispuesta a complacerle en su deseo de que ella no tuviera relaciones con otros hombres. En Dallas había un joven conocido suyo con quien había salido en secreto. Estaba segura de que en el gran mundo habría otros hombres que a ella le gustaría conocer. De ese modo, con el apoyo de su amiga bunny, Nanci Heitner, Karen Christy decidió finalmente que haría las maletas y, sin decirle una sola palabra a Hefner, se iría para siempre de la mansión.

El problema de hacer pasar sus pertenencias a través de la «guardia pretoriana» de la casa no fue sencillo, pero inventó un plan que le permitió enviar sus posesiones a Dallas sin alertar a nadie que pudiera informar a Hefner. Explicó a las criadas y los camareros que enviaría la ropa que no quería a sus parientes pobres de Texas; poco a poco, empaquetó en cajas de cartón sus pieles, las joyas y el amplio vestuario a base de vestidos y saltos de cama que Hefner le había regalado. Después de enviar más de treinta cajas a su tía de Dallas en un período de dos semanas, Karen Christy se las ingenió para poner su Lincoln blanco en manos de una ex bunny en la que podía confiar. Un día que Hefner estaba en Los Ángeles, utilizó una limusina con chófer para ir de compras a sus tiendas favoritas en Rush Street.

Mientras el chófer y un guardia de seguridad la esperaban en el coche, Karen entró en una tienda y, con la ayuda de una vendedora que ella conocía, pudo irse por una salida trasera que daba a una calle paralela, donde tomó un taxi que la llevó al lugar donde la esperaban dos amigas con su coche. Una de ellas, Nanci Heitner, estaba allí para ayudarla en el largo viaje hasta Dallas, un trayecto que lograrían hacer en dieciséis horas, consumiendo estimulantes para no dormirse. En el camino, a muchos kilómetros de Chicago, Karen hizo una parada para llamar desde una cabina telefónica, despedirse de Bobbie Arnstein y explicarle que simplemente ya no podía soportar vivir en la mansión.

Después de que Bobbie hubiera dado el mensaje a Hefner en Los Ángeles, él se agitó y enfadó. Durante la siguiente semana, llamó a Karen una y otra vez tratando de convencerla de que regresara. Pero si bien ella quería seguir siendo amiga suya y estuvo de acuerdo en visitarle de vez en cuando en Los Ángeles, le dijo que jamás volvería a pisar la casa de Chicago. Había conseguido su apartamento pequeño en Dallas, había sido contratada como modelo en una agencia local y salía con un joven ejecutivo que había conocido anteriormente en Dallas y que trabajaba en una empresa de ordenadores. Aunque seguía conduciendo su Lincoln blanco, no usaba las pieles ni las joyas caras. Alrededor del cuello lucía una cadena de oro, regalo de su nuevo amigo; colgando de ella, había una etiqueta con el precio de catorce quilates que decía: «Vendida».

En noviembre de 1974, en un juzgado federal, la secretaria de Hugh Hefner, Bobbie Arnstein, hallada culpable del cargo de llevar doscientos gramos de cocaína a Chicago, fue sentenciada a quince años de cárcel, cinco años más que la pena más severa que recibieron sus compañeros varones, los cuales habían negociado y llevado a cabo la transacción. Aunque los agentes federales sabían a través de su vigilancia personal y de las grabaciones hechas en el teléfono de Ron Scharf, el amigo de Bobbie, que ella estaba al tanto de sus actividades y las aprobaba y que ella misma tomaba drogas —y le había acompañado a Miami cuando se hizo el arreglo—, sus abogados insistían en que fundamentalmente «había ido para hacer el viaje» al estar enamorada del joven Scharf, que tenía siete años menos que ella, y para probarle que no era incompatible con la osada cultura hip que él personificaba ante sus ojos.

El hecho de que la severa sentencia fuera «provisional» y que pudiera ser reducida en gran parte e incluso suspendida si ella se convertía en informadora del gobierno de otros drogadictos o distribuidores que ella conociera —que era el método que habían usado los agentes federales para que un convicto por drogas acusara a Bobbie Arnstein— convenció a sus abogados de que las autoridades estaban menos interesadas en castigarla que en utilizarla para cazar al hombre de quien sospechaban que ella había conseguido las drogas: su jefe, Hugh Hefner.

Durante años, las autoridades policiales de Chicago y los grupos religiosos se habían sentido ofendidos por el hedonismo y la creciente fortuna de Hefner, pero hasta entonces no habían podido encarcelarle como delincuente. En 1963, después de que unas fotografías en Playboy de Jayne Mansfield fueran declaradas obscenas, un grupo antivicio con una orden de registro entró en la mansión, acusó a Hefner de publicar basura y literalmente le sacaron a rastras de la cama para llevarle a la comisaría. Pero una vez puesto en libertad bajo fianza, fue declarado inocente por decisión del jurado.

No obstante, el caso de drogas contra Bobbie Arnstein, su empleada más fiel, parecía ofrecer una oportunidad dorada para investigar finalmente a Hefner y su círculo, que ahora, once años después de su arresto por obscenidad, se había extendido hasta tal punto que sus revistas se exponían abiertamente en los quioscos de todo el país, incluso en las tiendas de las comunidades más conservadoras. Con parte de su fortuna, Hugh Hefner había creado una fundación que luchaba por la legalización de la marihuana y se oponía a toda forma de represión autoritaria; como anfitrión entre cuyos invitados generalmente había estrellas del rock, músicos de jazz y jóvenes políticos radicales, era bastante razonable que las autoridades supusieran que, aunque Hefner no tomase drogas, su generosidad como anfitrión le llevara a satisfacer los deseos de sus huéspedes. Al frente de la investigación contra Hefner estaba el fiscal federal por el distrito norte de Illionis, James R. Thompson, quien años antes se había ocupado del caso contra Lenny Bruce, y quien, después de la amplia cobertura periodística que recibió durante la investigación Arnstein-Hefner, se convertiría en el próximo gobernador de Illinois.

Un mes después de la sentencia contra Bobbie Arnstein, James Thompson les convocó a ella y a su abogado a su despacho y les dijo que se había enterado por fuentes fidedignas de que había un «complot» para acabar con su vida, y le advirtió que mientras estuviera en libertad bajo fianza no debía confiar «ni en amigos ni enemigos». El abogado de Arnstein interpretó esa advertencia como un intento de atemorizar más a una acusada que ya se sentía intimidada para que sospechase de su jefe, y quizá aterrorizarla hasta tal punto que declarara contra él. Si esa era la intención del gobierno, no tuvo éxito; pero aunque a Bobbie Arnstein no le cupieron dudas sobre el afecto y la fidelidad inconmovibles de Hugh Hefner, empezó a sentirse nerviosa en la mansión y hasta temerosa cuando los camareros llevaban a su habitación la cena de medianoche y su bebida habitual.

Para aumentar su sensación de aislamiento e incomodidad en aquel lugar que durante tanto tiempo había sido su hogar, se sentía culpable cada vez que veía los periódicos y leía algo sobre las investigaciones que hacía el gobierno de las vidas privadas de los amigos y asociados de Hefner, el personal de la casa, las bunnies y muchas de las celebridades que él había recibido no solo en Chicago, sino también en su mansión de Los Ángeles. Los investigadores llegaron a sacar de sus archivos el caso de una bunny llamada Adrienne Pollack, cuya muerte en 1973 se sospechó que había sido provocada por una sobredosis de drogas. Aunque Hefner declaró no haber conocido jamás a Adrienne Pollack, y aunque en la época en que murió ella vivía con un amigo que era un reconocido drogadicto, los titulares relacionaron a Hefner con el fallecimiento y se estableció un gran jurado para reabrir la investigación del caso Pollack.

Entre la decena de personas que fueron interrogadas acerca de Hefner había un ex redactor de Playboy llamado Frank Brady, que recientemente había escrito una biografía no autorizada del editor; pero en vez de centrarse en la medida en que Hefner pudiera estar involucrado en el consumo u obtención de drogas, a Brady se le preguntó principalmente sobre los asuntos sexuales de Hefner y la clase de actividades que se llevaban a cabo en su dormitorio. El mismo tipo de interrogatorio se utilizó con los demás testigos; los investigadores parecían interesados en presentar el caso Arnstein en un ambiente de sexo y drogas, muerte y degeneración. Aunque Hefner no podía protegerse contra las críticas a su comportamiento, estaba determinado a destruir cualquier intento de los investigadores de infiltrarse en su propiedad y «plantar» en lugares insospechados muestras de drogas que luego podrían ser utilizadas como pruebas en su contra. Después de ordenar a sus guardias de seguridad que revisaran todos los lugares de sus dos mansiones, pidió una vigilancia más estricta en las puertas y un escrutinio más severo de todos los recaderos, personas de equipos de reparaciones y otros forasteros que cruzaran las puertas de servicio. Periódicamente, sus ingenieros revisaban los teléfonos para evitar magnetófonos y «barrían» electrónicamente las habitaciones y salones en busca de grabadoras.

En aquellos tiempos de gran suspicacia, Bobbie Arnstein sufrió profundas depresiones y en dos ocasiones, cuando aún no se había resuelto su recurso de apelación, tomó una sobredosis de pastillas para dormir que requirieron tratamiento médico. Aunque Hefner la invitó a trabajar en el medio más soleado de la oficina de California, donde ahora él pasaba la mayor parte del tiempo después de la partida de Karen Christy, sus abogados le pidieron que no viviera en la mansión de Los Ángeles, advirtiéndole que quizá ella aún dependiera de las drogas. Cuando una amiga íntima de Chicago, una ex empleada de Playboy llamada Shirley Hillman, discutió la posibilidad de trasladarse a Los Ángeles con su familia y compartir el piso con Bobbie, el cambio a la costa pareció tentador, pero Bobbie se resistió porque sabía que en California tendría que depender del automóvil. Tenía miedo a conducir desde que sufrió un accidente en 1963, cuando en un camino de Kentucky con su prometido, un redactor llamado Tom Lownes —hermano de Victor Lownes, ejecutivo de Playboy—, su coche se desvió y fue a chocar contra un árbol, y el Volkswagen de Lownes volcó. Ella salió despedida del vehículo, se rompió un brazo y sufrió otras heridas, pero Lownes, atrapado dentro del coche, murió al instante. Durante muchos meses, Bobbie Arnstein sufrió una profunda depresión, y no se la podía dejar a solas ni de noche ni de día porque recordaba el accidente y se culpaba una y otra vez por la muerte de su novio.

Aun así, después de que Hefner le sugiriera en el invierno de 1974 que fuera a California, ella prometió que iría poco después de las fiestas de Año Nuevo. El sábado de la segunda semana de enero cenó en el apartamento de North Side con Shirley y Richard Hillman, y dio la impresión de sentirse optimista sobre su futuro y también esperanzada en cuanto a la resolución de su caso. Dijo que no era probable que la metieran en prisión.

A la una y media, un amigo la llevó en coche a la mansión, donde, después de preguntar si había mensajes —no los había—, consiguió una botella de licor del portero de noche y se la llevó a su dormitorio. Después de tomar unas copas, salió de la mansión para dar un paseo. Unas manzanas al sur, en North Rush Street, pasó las puertas batientes del viejo hotel Maryland y fue al club nocturno del sótano, donde en los años cincuenta Lenny Bruce había entretenido al público, entre el cual a menudo se encontraba a Hugh Hefner. Tras registrarse con el nombre de Roberta Hillman, Bobbie Arnstein fue en ascensor al undécimo piso y, después de colgar un letrero de «No molesten», cerró la puerta con dos vueltas de llave. A través de la ventana podía ver el rascacielos de treinta y siete plantas en cuyo último piso brillaban las grandes letras luminosas de PLAYBOY. Poco antes de las tres de la mañana, hizo tres llamadas telefónicas: una al hombre que la había llevado a su casa (no hubo respuesta); otra a la mansión para constatar si había algún mensaje de última hora (no lo había), y la última al apartamento de los Hillman, donde contestó Richard Hillman y, aunque Shirley dormía, le dijo que la despertaría, pero Bobbie le dijo que no lo hiciera, añadiendo: «Solo dile que he llamado».

En el bolso de Bobbie Arnstein había frascos de barbitúricos, pastillas para dormir y tranquilizantes. Después de consumir una cantidad suficiente para matarla, redactó su última declaración en papel con membrete del hotel y lo puso en un sobre en el que escribió: «Carta aburrida de explicación en el interior…».

La tarde siguiente, cuando una criada no pudo entrar en la habitación, el gerente ordenó que echaran la puerta abajo. Bobbie Arnstein, aún vestida, fue encontrada muerta en el borde de la cama. Su carta comenzaba: «He sido yo quien ha actuado a solas, y quien ha concebido este acto. Debido a recientes circunstancias, me veo obligada a especificar que definitivamente no ha sido el resultado de una determinación o acción de parte de mis jefes, quienes han sido sumamente generosos y pacientes durante mis recientes dificultades. […]

»Pese al testimonio (perjuro) del principal testigo del ministerio fiscal —continuaba la nota—, yo jamás he formado parte de una conspiración para transportar o distribuir las drogas mencionadas en mi caso. […] Supongo que no importa que yo lo diga, pero Hugh M. Hefner es —aunque muy pocos se darán cuenta de ello— un hombre extremadamente correcto y de firme moral. Le conozco bien y jamás ha estado involucrado en ninguna actividad criminal como la que ahora se le pretende atribuir.» En la conclusión añadió: «Como se ha dicho antes sobre otra persona, si mi aspecto (o psicología) no puede permitir ninguna defensa de mi sentido de la realidad, entonces me consuela saber que esta última decisión mía, al ser absolutamente mía […] ha sido la única que me he sentido capaz de tomar sobre algo de lo que yo he tenido un completo control […]».

El anuncio del suicidio de Bobbie Arnstein hizo que un triste y enfurecido Hugh Hefner fuera de inmediato en avión a Chicago. En una multitudinaria rueda de prensa junto a la chimenea del salón principal de la mansión, apenado por la muerte de su amiga, fustigó a las autoridades. Sin afeitar, con los ojos enrojecidos, leyendo una declaración escrita empezó diciendo:

—En las últimas semanas he sido objeto de una serie de especulaciones sensacionalistas y de alegaciones con respecto a supuestas actividades ilícitas con drogas en las mansiones de Playboy en Chicago y Los Ángeles, en un intento de relacionarme con la reciente sentencia por tráfico de cocaína que recayó en la secretaria de Playboy, Bobbie Arnstein, y con la muerte de la bunny de Chicago Adrienne Pollack por sobredosis de drogas hace ya de eso dieciséis meses. Y aunque no he tenido relación de ningún tipo con ninguno de los dos casos, estuve de acuerdo, a mi pesar, en no hacer ninguna declaración pública al respecto porque nuestro asesor legal estaba convencido de que cualquier cosa que yo pudiera decir solo sería utilizada para dar más publicidad aún a lo que, en nuestra opinión, no es una legítima investigación de tráfico de drogas, sino una caza de brujas políticamente inspirada contra Playboy.

»El suicidio de Bobbie Arnstein me hace imposible guardar silencio. Sean cuales sean los errores que ella haya podido cometer en su vida personal, se merecía algo mejor que esto. Entre otras cosas, merecía la misma consideración imparcial que recibe cualquier otro ciudadano con acusaciones similares; pero debido a su vinculación con Playboy y conmigo, se convirtió en el centro de un caso de drogas en el que parece haber estado implicada únicamente de forma superficial. Hay muchas razones para creer que si hubiera proporcionado al ministerio fiscal pruebas para basar cualquier cargo de drogas contra mí, jamás habría sido condenada. Enfrentada finalmente a una sentencia condicional de quince años, las presiones de un prolongado recurso de apelación y el creciente acoso de los fiscales y agentes del gobierno, la mujer, emocionalmente afectada, se ha visto empujada al abismo. Y se ha matado. […]

»Resulta difícil —siguió leyendo— describir el ambiente inquisitorial del juicio de Bobbie Arnstein y de las pruebas relacionadas con Playboy. En los infames juicios por brujería de la Edad Media, los inquisidores torturaban a sus víctimas hasta que no solo confesaban ser brujas, sino que incluso llegaban a acusar de brujería a sus propias familias y amigos. De forma similar, los agentes de narcóticos utilizan a menudo nuestras severas leyes antidroga de una manera caprichosa y arbitraria para arrancar el testimonio deseado ante el tribunal».

Después de referirse a Bobbie Arnstein como «una de las mujeres más brillantes y valiosas que yo haya conocido en mi vida», Hefner se vio obligado a hacer una pausa. Se agarró con ambas manos al podio, se le escaparon las lágrimas y, salvo por el sonido de las cámaras, reinó el más absoluto silencio en el salón. Finalmente continuó diciendo:

—Que quede claro que yo jamás he consumido cocaína o cualquier otra droga dura. Estoy dispuesto a declarar bajo juramento y con pena de perjurio, si eso pone punto final a las sospechas y especulaciones sin base del gobierno. […] El celo de que ciertos agentes gubernamentales dan muestra en este caso dice más sobre la acusación, pienso yo, que sobre los acusados. Parece que la mentalidad de las «listas de enemigos» de Watergate aún está con nosotros y que el legado represivo del puritanismo que nosotros desafiamos en nuestro primer año de publicación sigue siendo un oponente tan formidable como siempre para una sociedad auténticamente libre y democrática.

Mientras muchos editoriales y columnistas estuvieron de acuerdo con la crítica que hizo Hefner de la investigación, otros periódicos se mostraron menos dispuestos a ello, y un periodista del Chicago Tribune acusó a Hefner de tratar de «replicar a la justicia a través de la publicidad». En una declaración de la oficina del fiscal general de Estados Unidos, James R. Thompson recalcó que «nadie, incluyendo a Hugh Hefner, está por encima de la ley»; y en respuesta a la acusación de Hefner de que estaba siendo perseguido porque era el editor de Playboy, Thompson comentó: «No estoy muy seguro de que lo que actualmente representa Hefner tenga tanta importancia o de que signifique mucho cualquier juicio contra él».

Aun así, después del funeral siguió la investigación sobre Hefner y sus asociados; y aunque once meses más tarde el Departamento de Justicia anunció que abandonaba el caso de drogas por falta de pruebas, los medios de comunicación siguieron teniendo a Hefner en el candelero y se centraron en los problemas internos de su empresa. En artículos de primera página, se informó de que la revista Playboy había perdido muchos anuncios debido a la publicidad negativa que vinculaba a Hefner con las drogas; esa mala publicidad, junto con la creencia de que la corporación de Hefner estaba dirigida de una forma demasiado incontrolada, hizo que el First National Bank de Chicago cortara a Hefner dos vías de crédito que sumaban 6,5 millones de dólares. En ese período, dos hombres influyentes de Wall Street dimitieron como miembros del consejo de administración de Playboy. Las acciones de Playboy, que en 1971 se vendían a los inversores a un precio de hasta 23,50 dólares por acción, en un momento dado de 1975 habían bajado a 2,25 dólares. Aunque los casinos de Playboy en Inglaterra ganaban siete millones de dólares al año, y aunque la revista Playboy, pese a bajar seis millones de ejemplares, era aún la publicación para hombres con más beneficios del mundo, los medios de comunicación siguieron poniendo de manifiesto el aumento de circulación de revistas de editores rivales de Hefner. Penthouse, de Robert Guccione, que ofrecía a sus lectores «pinups sin prejuicios», se acercaba a los 4,5 millones de ejemplares en ventas mensuales; Hustler, de Larry Flynt, lanzada en junio de 1974, ya estaba llegando a 2 millones, y había dejado perplejo a los lectores masculinos en agosto de 1975 al publicar una serie de fotografías que mostraban a Jacqueline Kennedy Onassis tomando el sol desnuda en la isla de Skorpios, fotos tornadas por un fotógrafo italiano usando lentes telescópicas y oculto en una barca de pesca.

Flynt también tenía en su poder, y pensaba publicar en Hustler, una fotografía de Hugh Hefner desnudo y haciendo el amor con una joven, una foto que Flynt había adquirido después de que la robaran del archivo personal de Hefner en Chicago. Cuando Hefner se enteró de las intenciones de Flynt —se lo comunicó el ejecutivo de Playboy, Nat Lehrman, a quien, a su vez, se lo había contado Al Goldstein, de Screw—, Hefner le dijo a Lehrman que se pusiera en contacto con Flynt y le pidiera que devolviera la fotografía, explicándole que era propiedad robada y que su publicación sin la autorización pertinente sería una gran injusticia para con la mujer involucrada. Aunque Flynt no se comprometió a nada después de haber mantenido conversaciones con Lehrman, este salió con la impresión de que se le podía convencer. Hijo de un pobre peón de Kentucky, sin más educación que el octavo curso, Flynt se había hecho millonario escandalizando al mundo de las revistas con imágenes de la vida en la cama. Podía sentirse halagado con una invitación a cenar y ser recibido en la mansión de Hefner en Los Ángeles; cuando Lehrman se lo sugirió a Hefner, se envió la invitación y Flynt aceptó. Durante toda la visita, Hefner se mostró amable y atento; presentó a su colega a sus atractivos huéspedes, y personalmente llevó a Flynt a ver la casa y los jardines. Aunque Flynt había llegado con ciertos recelos acerca de Hefner, quedó impresionado con lo que había logrado Hefner en su vida y lo que había comprado con su dinero. Antes de abandonar la mansión, como gesto de amistad, Larry Flynt metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y entregó a Hefner la codiciada fotografía, asegurándole que no se había hecho ningún duplicado.

No solo fue Nat Lehrman quien sirvió con éxito los intereses de Hefner en ese período de incertidumbre. Victor Lownes, el virrey del casino de Playboy en Londres también fue convocado para que ayudara a aliviar ciertas dificultades, en especial los problemas financieros de los hoteles de veraneo y clubes de Playboy. En los últimos cuatro años, solo los hoteles habían perdido más de 10 millones de dólares; como los clubes tampoco eran rentables, además de las empresas de cine y televisión, los beneficios de la corporación en 1975 habían disminuido a 1,1 millones de dólares, lo que no se podía comparar con los 11,3 millones de dólares de hacía solo dos años.

Victor Lownes, un rico divorciado de Chicago que recientemente había estado viviendo en una mansión inglesa de campo y viajando a su oficina en un Rolls-Royce con chófer, era un hombre de cuarenta y siete años con fe en sí mismo y pragmático que jamás había buscado la aprobación o la popularidad entre sus colegas ejecutivos de Playboy; y el hecho de que Lownes estuviera de acuerdo en dejar momentáneamente su buena vida en Londres para convertirse en verdugo por cuenta de Hefner en Chicago fue menos un acto de altruismo por su parte que una reacción como segundo accionista de Playboy. Lownes estaba harto de ver que las ganancias de los casinos y los beneficios de la revista Playboy fueran a pagar las pérdidas de unas empresas filiales mal dirigidas; así que inmediatamente después de su llegada a Chicago, empezó a limpiar la corporación, a reducir gastos excesivos y a despedir empleados innecesarios, importándole muy poco que en la sede central le llamaran Tiburón.

Cuando supo que la mansión de Chicago, que Hefner prácticamente había abandonado, tenía cincuenta personas empleadas, Lownes disminuyó el número a quince; y después de despedir personal del hotel de Chicago y del club local de Playboy, cerró una revista llamada VIP que se distribuía entre los propietarios de llaves privadas en los clubes Playboy, ahorrando de ese modo 800.000 dólares anuales en costes de publicación. Con la esperanza de atraer convenciones comerciales, Lownes retiró el nombre de Playboy de los hoteles de Chicago y Great Gorge, New Jersey. Con la aprobación de Hefner, pronto se hicieron planes para vender los hoteles de veraneo de Jamaica y eliminar los clubes nada rentables de Baltimore, Nueva Orleans, San Francisco, Montreal y Atlanta. La compañía de discos de la corporación fue retirada del mercado y la producción cinematográfica de Playboy quedó paralizada. Si bien Lownes no tenía autoridad en el funcionamiento de la revista Playboy, que había alcanzado distinción editorial bajo el mando de Arthur Kretchmer, el sucesor del fallecido A. C. Spectorsky, la simple presencia de Lownes en sus oficinas era suficiente para provocar irritadas quejas de los directivos ante Hefner, que siempre las escuchaba con simpatía, ya que a veces él mismo criticaba la naturaleza perentoria de Lownes, pero secretamente apoyaba lo que estaba haciendo, mientras no interfiriese demasiado en su propio estilo de vida.

Después de haber disminuido un 25 por ciento de pagas de la nómina, de reducir su salario anual de 300.000 dólares a 230.000 y de haber ahorrado 1,2 millones de dólares negándose a pagar tres pagas anuales de dividendos a otros inversores de Playboy, Hefner creyó que ya había sacrificado lo suficiente en nombre de la solvencia; pero cuando se enteró por los periódicos de que Lownes había anunciado que era probable que su mansión de Chicago se pusiera a la venta, junto con el avión, el perplejo editor dejó de estar tan impresionado por el talento de Lownes para reducir gastos.

Después de hablar en privado con Lownes, Hefner negó públicamente esa información; si bien la casa de Chicago siguió bajo su custodia completa con las cajas de Pepsi frescas esperando su llegada imprevista, Hefner se aferró tercamente a su juguete favorito, el jet de Playboy, que descansaba al sol en California, ya que si volaba su coste de funcionamiento para la compañía sería por lo menos de 16.000 dólares diarios. No obstante, cuando la empresa recibió una oferta de 5 millones de dólares por el avión, que solo tenía cinco años, los prácticos genes alemanes de Hefner se impusieron a su romanticismo fitzgeraldiano y se vio obligado a aceptar la venta, en especial porque el nuevo propietario pintaría el avión negro con un color diferente, no explotaría el hecho de que había pertenecido a Playboy y operaría lejos de las fronteras estadounidenses. El comprador del Gran Bunny era el gobierno de Venezuela.

Aun así, cuando la propiedad oficial del DC-9 cambió de manos después de que Hefner recuperara del avión su equipo estéreo, sus batas y pijamas de vuelo y la manta de piel de opossum de Tasmania que cubría su cama redonda, fue un día de luto en la mansión de Los Ángeles, no solo para Hefner, sino para los amigos que se habían acostumbrado a los viajes gratuitos en el suntuoso aparato; y todos se hubieran deprimido aún más de haber presenciado la suerte que corrió el avión de Playboy después de su último vuelo desde Los Ángeles.

Fue llevado a Wilmington, Ohio, donde unos especialistas renovaron por completo el interior, destruyeron el pintoresco comedor, la ducha privada de Hefner y su cama redonda especial. En los pasillos, donde Hefner había instalado las mesas de juego y la pista de baile, los trabajadores pusieron filas de casi cien asientos para pasajeros. El avión se pintó de blanco y, en vez del conocido conejo de Playboy, ahora se veía la bandera de Venezuela en el exterior.

Por último, cuando llegó a la capital venezolana, el DC-9 se parecía a cualquier otro avión de línea; y los sobrios burócratas de aspecto serio y los hombres de negocios que pronto lo utilizaban a diario y volaban de Caracas a Maracaibo no tenían la más mínima idea de que la cabina donde ellos se sentaban apretados, codo con codo, poco antes había sido un nido de placer y de corchos que saltaban y de risas, de sibaritas con camisas de seda y de curvilíneas jugadoras de backgammon sin sujetador.

Aunque Hefner no perdió el contacto con su avión, ya que veía con frecuencia películas que le mostraban a bordo del jet negro haciendo de anfitrión en fiestas, ninguna fantasía logró animarle en marzo de 1976 cuando, a fin de asistir a la inauguración de gala del renovado Playboy Club de Nueva York, Hefner y sus acompañantes tuvieron que hacer cola en el aeropuerto de Los Ángeles y tomar un vuelo comercial cuyo horario no estaría influido por los hábitos de sueño ni los caprichos del editor de Playboy. De ese modo, el viaje requirió cierto reajuste mental no solo por parte de Hefner, sino también de sus mimados compañeros de viaje; aunque había comprado todas las plazas de primera clase para asegurar que hubiera espacio suficiente para él y sus diez amigos (no obstante, tres asientos los habían comprado tres jockeys que viajaban de Santa Anita a Aqueduct), con una sonrisa forzada, Hugh Hefner anunció a su grupo antes de acomodarse en sus asientos y de haber abierto los tableros de backgammon: «De algún modo, siento que os debo una disculpa».

Pero la visita a Nueva York, aunque no el viaje, fue una fuente de satisfacción para Hefner. Por primera vez en diez años, Playboy obtuvo una respuesta favorable de la prensa. El club remodelado de la calle Cincuenta y nueve con la Quinta Avenida fue elogiado por su arquitectura, su cuisine y el espectáculo, y decenas de fotógrafos deambularon por el bar lleno de gente y la pista de baile tomando fotos de todo el mundo. Allí estaban desde Howard Cosell hasta la madre de Lenny Bruce. Aunque Hefner, de traje blanco, y Barbi Benton, con un largo vestido negro, hicieron de anfitriones, parecía que la gente se mostraba más curiosa y atenta con la rutilante morena que estaba al lado de Hefner, sonriente y con vivaces ojos oscuros parecidos a los de su padre. Era Christie, de veintitrés años y, en cierto sentido, esa noche en Nueva York fue su fiesta de presentación en sociedad.

Vinculada a la organización Playboy desde 1975 como joven ejecutiva, un año después de haberse licenciado en literatura inglesa con las mejores calificaciones en la Universidad de Brandeis, Christie Hefner ya había demostrado a los escépticos editores de Playboy de Chicago que tenía una mente astuta y una disposición madura, una capacidad y un deseo de aprender sin esperar o querer jamás que se le diera un trato especial por ser la hija del jefe. Aunque dentro del edificio de Playboy ese tratamiento especial era inevitable —en especial después de que su padre declarara públicamente que algún día ella estaría al frente de la organización—, el tacto y la sensibilidad de Christie lograron salvar una situación que podría haber creado resentimientos con toda facilidad. Cuando se celebró la inauguración en Nueva York, ya se había granjeado la buena voluntad y el respeto de casi todos los socios de su padre.

A partir de la entrevista que concedió en Nueva York y en las siguientes entrevistas en otras ciudades del país, Christie Hefner logró desviar la atención de la prensa de su tratamiento esencialmente crítico de Playboy a la historia personal de ella misma y de su súbito ascenso a una posición que el Cosmopolitan denominó «presunta heredera». Descrita por Judy Klemesrud como poseedora de «una cara limpia y fresca de chica normal de escuela que se ha convertido en una dama elegante», Christie encarnaba el tipo de mujer que atraía a su padre. Y, según los dos admitían, compartían una mutua atracción que era mucho más romántica que familiar.

Durante su infancia, su padre había sido para ella prácticamente un desconocido, una especie de tío solitario que vivía en una opulenta y misteriosa notoriedad que ella encontraba fascinante y confusa. Él se había ido de la vivienda familiar cuando Christie tenía dos años. Después del nuevo matrimonio de su madre en 1960, Christie, de ocho años, y su hermano menor de cinco, adoptaron el apellido de su padrastro. Ella vivió tranquila, aunque no felizmente, en la comunidad de North Shore, en Wilmette. Tras empezar el instituto, de vez en cuando se le permitía visitar a su padre en la mansión, y allí se quedaba maravillada de sus mujeres y juguetes extraordinarios; pero hasta entrar en la universidad, su padre y ella no lograron comunicarse de una manera personal y reconocer y apreciar las características y cualidades que tenían en común. Al igual que él, ella tenía una mente ágil y con un alto coeficiente de inteligencia, una fuerte personalidad y una tendencia intransigente al individualismo y la libertad sexual.

Durante su primer año de estudiante en Brandeis, empezó a vivir en un apartamento con un estudiante que había conocido en el campus; y mientras su madre al principio se disgustó cuando Christie llevó al joven un fin de semana a casa y compartió con él la misma cama, su padre aprobó de todo corazón la relación después de que Christie le presentara a su amigo. Él prefería creer que la feliz vida privada de su hija había contribuido a su éxito como estudiante y a su elección en junio de 1973 para la asociación de altos honores académicos Phi Beta Kappa.

Para esa ocasión, Christie insistió en que su apellido en la lista de electos fuera Hefner, una decisión que gratificó inmensamente a su padre. Tras licenciarse en 1974 en Brandeis y pasar un año en Boston como periodista —mientras su amigo estudiaba derecho en la Universidad de Georgetown—, aceptó la oferta de su padre de regresar a Chicago y trabajar en el edificio de Playboy como su ayudante especial. Durante su primer año en el trabajo, visitaba periódicamente las empresas de papel y las imprentas de la compañía, sus casinos y clubes, asistía a reuniones de negocios y se familiarizaba con la estructura de la corporación y los individuos que encabezaban las distintas secciones. Asimismo, asistía a las fiestas y convenciones de empresa y, al igual que su padre, no compartía la norma de no mantener relaciones sexuales con los compañeros de trabajo. Uno de los hombres con los que Christie tuvo una breve relación, con el conocimiento y limitado entusiasmo de su padre, era un ejecutivo con grandes responsabilidades en la compañía. En verdad, Hefner tenía más confianza en la capacidad de su hija para dominar la situación que en el hombre mayor; y cuando al final la relación terminó amistosamente y sin visibles consecuencias de perturbación en la compañía ni con egos heridos, Hugh Hefner se sintió aliviado. Por su parte, Christie Hefner no vacilaba en decirle a su padre lo que pensaba de sus jóvenes amiguitas; si bien nunca tuvo opiniones severas, al ser consciente de su propia falta de objetividad en ese tema, creía que ninguna de las amantes de su padre era realmente tan importante en su vida como a él le gustaba creer; y ninguna, según ella, se acercaba siquiera a la inteligencia y personalidad que poseía la mujer que un día había sido su esposa.

La reunión de Christie con su padre no cortó el vínculo con su madre, Mildred, a quien telefoneaba casi a diario y visitaba casi cada semana, no por sentido del deber, sino por afecto; aunque sabía que era sumamente improbable, incluso después del divorcio de su madre de su segundo marido en 1971, que sus padres volvieran a estar juntos —y una razón para ello era que su madre estaba profundamente comprometida en un romance que duraba tres años y compartía su casa con un encantador peluquero que tenía doce años menos que ella—, Christie logró reforzar la amistad entre sus padres. A sugerencia e instigación de Christie, se celebró cierto número de encuentros de la familia Hefner a mediados de los años setenta, reuniendo bajo un mismo techo a sus padres con sus jóvenes amantes, su divorciado tío Keith, de Aspen, generalmente acompañado por una de sus estrellitas del esquí, su hermano David, un aspirante a fotógrafo que conservaba el apellido de su ex padrastro, su propio compañero, invariablemente un hombre mayor, y sus conservadores abuelos de cabello blanco, Grace y Glenn Hefner, que parecían disfrutar de las reuniones aunque en privado creyeran en la superior sabiduría de su propia manera de vivir. Los Hefner mayores no se callaban que en sus vidas la experiencia sexual se había limitado estrictamente a su pareja, y después de más de cincuenta años de matrimonio, decían que no se arrepentían. Aunque Glenn Hefner se había convertido en millonario invirtiendo en las acciones de su hijo, y durante años había ayudado en la contabilidad de la compañía, afirmaba que jamás en su vida había mirado una fotografía de desnudo en Playboy. Insistía en que las únicas revistas que le gustaban eran Fortune y Business Week.

Salvo por unas pocas referencias al nepotismo mencionadas en voz baja por algunos ejecutivos de la compañía, en general el edificio de Playboy reaccionó festivamente tras el anuncio de que Christie Hefner era ascendida al cargo de vicepresidenta en su tercer año de trabajo como ejecutiva. A los veintiséis años ganaría un salario cercano a los 50.000 dólares; e incluso aquellos empleados que creían que se la ascendía con demasiada precipitación tenían que admitir que ella, más que ningún otro, había mejorado la imagen pública de Playboy desde los lúgubres días del juicio por drogas, el descenso en la cotización de valores y la muerte de Bobbie Arnstein.

Coincidiendo con su éxito como personaje de primera plana en los medios de comunicación, se produjeron una serie de acontecimientos que también contribuyeron a que la empresa recuperara su imagen ante las agencias de publicidad, los banqueros y los inversores. Por ejemplo, al continuar comprando y publicando las obras de escritores prestigiosos —John Cheever, Irwin Shaw, Alex Haley, David Halberstam, Saul Bellow—, al final la revista recibió en los círculos literarios el reconocimiento que se le debía desde hacía mucho tiempo. Especialmente significativas fueron las sensacionales entrevistas de Playboy a personajes como el depuesto jefe del sindicato de transportistas Jimmy Hoffa (la última entrevista antes de su desaparición), y el futuro presidente de Estados Unidos, Jim my Carter, que obtuvo repercusión mundial tanto para la revista como para sí mismo cuando admitió: «He mirado a muchas mujeres con deseo lascivo. En mi corazón, he cometido adulterio muchas veces. Eso es algo que Dios reconoce que yo haré y que Dios me perdone».

La decisión de Hefner en 1976 de nombrar director general de operaciones a un alto ejecutivo llamado Derick J. Daniels, cesado en la cadena Knight-Ridder, de treinta y dos periódicos, también demostraría ser una sabia decisión, ya que Derick Daniels, al poseer la claridad mental que con frecuencia puede brindar una persona de fuera para resolver problemas de una dirección un tanto compleja y confusa, descubrió formas de bajar costes más eficientes que las que ya había practicado Victor Lownes y que no minaban la moral del personal ni reducían los beneficios que ya estaba generando la compañía. Las ganancias más evidentes se dieron en la publicidad vendida por Playboy, la cual, pese a que la circulación de la revista se había fijado en cinco millones de ejemplares mensuales, pronto alcanzaría la cifra récord de 50 millones de dólares al año, el doble de su competidor más próximo, la revista Penthouse. La otra revista de la empresa, Oui, también empezó a dar beneficios, mientras que las pérdidas de los clubes se reducían gradualmente. Aunque durante los dos años que Daniels fue responsable se despidió a cerca de cien empleados, del mismo modo que algunos subsidiarios o departamentos se afianzaban o eliminaban, Daniels no llevó a cabo una política conservadora o de simple protección. Reconociendo que una organización con vida a veces debe arriesgarse en pro de beneficios más elevados, Playboy Enterprises, Inc., bajo la dirección de Daniels, anunció planes para construir e inaugurar a finales de 1980 un hotel-casino multimillonario en Atlantic City, donde la legislatura de New Jersey había legalizado el juego. En parte debido a que el primer casino fundado por Resorts International resultó ser una mina de oro y en parte al éxito de Playboy en sus casinos en Inglaterra, las acciones de Playboy subieron a 16 dólares.

Entre las decisiones que llevan el sello de Daniels estuvo la promoción de Christie Hefner a la vicepresidencia; al tiempo que hacía para ella de regente, la puso al cargo de la Fundación Playboy (que anualmente contribuía con varios miles de dólares a causas como las libertades civiles y las investigaciones sexológicas) y del departamento de publicidad y promoción de Playboy Enterprises Inc., entre cuyas obligaciones estaba la de pronunciar discursos ante grupos de agencias publicitarias, aparecer en programas de televisión y viajar por el país dando entrevistas a la prensa.

La pregunta más frecuente e intencionada que le hacían las periodistas, ya que ella se proclamaba una ardiente partidaria del feminismo, era cómo justificaba trabajar para una organización de machismo chovinista que había hecho su fortuna mostrando el cuerpo femenino. Christie Hefner negaba que la exposición de la mujer como ser sexual fuera degradante, y declaraba que la sexualidad formaba parte de la mujer como su inteligencia e independencia. Cuando las entrevistadoras citaban alguna foto de Playboy que mostraban a una mujer desnuda acariciándose el clítoris y le preguntaban si eso no era una prueba de la explotación de la mujer como objeto erótico, Christie respondía: «No pienso que la masturbación sea algo malo… Por primera vez, se muestra a las mujeres ocupadas con su propio cuerpo, y justamente de eso trata todo el movimiento feminista».

Recalcando que Playboy no mostraba mujeres con cadenas, látigos u otros elementos siniestros, lo que curiosamente ella podía ver en revistas de modas como Vogue, Christie Hefner decía: «A medida que se afianzaba el movimiento de la mujer, en un tiempo se tenía la sensación de que si eras feminista, entonces vestías vaqueros y botas militares. De modo que, de repente, el nudismo y el erotismo resultaban explotadores; y en el movimiento había cierto prejuicio antisexo y antimasculino que se mostró sumamente crítico con Playboy, ya que la revista era obviamente proheterosexual y estaba muy a favor de las relaciones entre hombres y mujeres».

Pero seguía diciendo que no podía ver incompatibilidad entre Playboy y el feminismo. Para ella, el feminismo representaba tener grandes oportunidades y opciones en la vida; y decirles a las mujeres que no debían desnudarse (tal como entonces exigían algunas feministas puritanas, del mismo modo que durante siglos lo habían hecho los censores y sacerdotes masculinos) era, insistía, contrario a los objetivos de independencia y autodeterminación que buscaban la mayoría de las feministas libertarias. Si bien admitió en una entrevista para The New York Times que Playboy ofrecía una perspectiva limitada de la feminidad, recalcó que se trataba de una publicación para hombres y su misión no era ocuparse de las complejidades de ser una mujer del mismo modo que las revistas de mujeres no se ocupaban de las complejidades de ser un hombre. De hecho, la mayoría de las revistas de mujeres «ni siquiera tratan las complejidades de ser una mujer», dijo, añadiendo que tenía muchas más ganas de cambiar la forma en que las mujeres eran presentadas en la revista Family Circle que en Playboy.

En diciembre de 1978, la revista Playboy cumplió su vigésimo quinto aniversario de publicación. Durante las siguientes semanas —en Chicago, Los Ángeles y Nueva York— se celebraron una serie de fiestas, cenas, bailes, banquetes y otras extravagancias que costaron más de un millón de dólares a la empresa. Todo fue organizado bajo la supervisión de Christie Hefner, que, evidentemente, se había convertido en la mujer más importante en la vida de Hugh Hefner. Barbi Benton todavía era su amiga, pero a los veintiocho años de edad, se sintió estancada en su mundo cerrado y lujoso y decidió vivir en su apartamento de Beverly Hills y salir con otros hombres. Karen Christy, que después de regresar a Texas había visitado a Hefner en Los Ángeles en 1976 y 1977, le había escrito recientemente una nota anunciándole que acababa de casarse en Dallas con el jugador de fútbol americano Ed Simonini, del equipo de los Baltimore Colts. La ex esposa de Hefner, Mildred, después de haber vivido años felizmente con un joven peluquero suizo llamado Pierre Rohrbach, también decidió contraer matrimonio. Mientras tanto, Hugh Hefner, a los cincuenta y dos años, cortejaba a su nueva châtelaine, Sondra Theodore, la Miss Julio de Playboy, de veintidós años, que era una rubia mezcla de Barbi Benton y Karen Christy y de otras chicas del barrio que inexorablemente envejecían y cambiaban en la vida real, pero jamás en la imaginación de Hefner.

En la edición del aniversario de cuatrocientas diez páginas, que contenía fotografías de todas las chicas de la historia de la revista, Hugh Hefner recordó en la página editorial: «Cuando concebí esta revista hace un cuarto de siglo, no tenía ni idea de que se convertiría en una de las aventuras editoriales más importantes, imitadas, influyentes y sin embargo polémicas de nuestro tiempo. El principio de la década de 1950 fue una época de conformismo y represión (de Eisenhower y el senador McCarthy), el resultado de dos décadas de depresión y luchas. Pero también fue una época de despertar en Estados Unidos, de acentuar la importancia del individuo, de sus derechos y oportunidades en una sociedad libre, un período de creciente abundancia y de ocio. Yo quería publicar una revista que influyera y reflejara los cambios sociosexuales que se producían en Estados Unidos, pero eso fue, en primer y último lugar, una diversión. Playboy nació como respuesta a los aspectos de represión sexual, antilúdicos y antiplacenteros de nuestra herencia puritana. Fueron grandes sueños de un joven universitario recién licenciado que dimitió de su trabajo de sesenta dólares semanales como escritor en el departamento de promoción de Esquire cuando le negaron un aumento de cinco dólares. […]».

El 11 de junio de 1979, en la última celebración del aniversario, ante cientos de invitados reunidos en el restaurante Tavern-on-theGreen, de Nueva York, uno de los oradores, un representante de Esquire, se puso en pie y entregó a Hugh Hefner una réplica gigantesca de un billete de cinco dólares como reconocimiento del aumento que se le había negado tan tajantemente hacía décadas.