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Estaba completamente desnuda, echada boca abajo en la arena del desierto, las piernas abiertas, sus largos cabellos flotando al viento, la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Parecía absorta en sus propios pensamientos, alejada del mundo, reclinándose en esa duna batida por el viento de California, cerca de la frontera mexicana, adornada únicamente por su belleza natural. No lucía joyas, ni flores en el pelo; no había pisadas en la arena; nada indicaba el día o destruía la perfección de esa fotografía salvo los dedos húmedos del colegial de diecisiete años que la tenía en la mano y la contemplaba con deseo y ansiedad adolescentes.

La imagen estaba en una revista de fotografía artística que él acababa de comprar en un quiosco de la esquina de Cermak Road, en las afueras de Chicago. Era última hora de una tarde fría y ventosa de 1957, pero Harold Rubin podía sentir el acaloramiento que le subía por el cuerpo mientras observaba la foto bajo la farola cerca de la esquina, detrás del quiosco, ajeno a los ruidos del tráfico y a la gente que pasaba rumbo a sus casas.

Hojeó las páginas para echar un vistazo a las otras mujeres desnudas, para comprobar hasta qué punto podían responder a sus expectativas. Había habido ocasiones en el pasado en que, después de comprar aprisa una de esas revistas porque se vendían bajo cuerda (y no se podían estudiar para hacer una adecuada selección previa), había quedado profundamente desilusionado. O las nudistas jugadoras de voleibol en Sunshine & Health eran demasiado fornidas (la única revista que en los años cincuenta mostraba el vello púbico), o las sonrientes coristas de Modern Man trataban de atraer de forma exagerada, o las modelos de Classic Photography eran meros objetos para la cámara, perdidas en las sombras artísticas.

Si bien Harold Rubin generalmente conseguía alguna solitaria satisfacción con esas revistas, pronto eran relegadas a los estantes más bajos del revistero que tenía en el armario de su dormitorio. Sobre el montón estaban los productos más probados, aquellas mujeres que proyectaban cierta emoción o posaban de un modo especial que le resultaba inmediatamente estimulante; y, aún más importante, su efecto era duradero. Las podía ignorar en el armario durante semanas o meses mientras buscaba en otra parte un nuevo descubrimiento. Pero al fracasar en su búsqueda, sabía que podía volver a su casa y revivir una relación con una de las favoritas de su harén de papel, logrando una gratificación que ciertamente era distinta —aunque no incompatible— de la vida sexual que tenía con una chica que conocía del instituto Morton. De algún modo, una cosa se fundía con la otra. Mientras hacía el amor con ella sobre el sofá cuando sus padres habían salido, a veces pensaba en las mujeres más maduras de sus revistas. En otras ocasiones, a solas con sus revistas, podía revivir momentos pasados con su amiga, recordando su aspecto sin la ropa puesta, la suavidad de su piel y lo que hacían juntos.

Sin embargo, últimamente, debido a que se sentía inquieto e inseguro y estaba pensando en largarse del instituto, abandonar a su novia y alistarse en la Fuerza Aérea, Harold Rubin estaba más alejado de lo usual de la vida en Chicago, más predispuesto a la fantasía, sobre todo en presencia de las fotos de una mujer especial que, tuvo que admitirlo, se estaba convirtiendo en una obsesión.

Esa mujer era la de la foto que acababa de contemplar en la revista que ahora tenía en sus manos en la acera, el desnudo en la duna de arena. La había visto por primera vez en una publicación trimestral de fotografía. También había aparecido en varias revistas para hombres, de aventuras y en un calendario nudista. Lo que le había atraído no era solo su belleza, las líneas clásicas de su cuerpo o las facciones de su rostro, sino toda la aureola que acompañaba a cada foto, la sensación de que era absolutamente libre en medio de la naturaleza y consigo misma cuando caminaba por una playa, o estaba cerca de una palmera, o se sentaba en un rocoso acantilado mientras abajo salpicaban las olas. Si bien en algunas fotos parecía lejana y etérea, posiblemente inaccesible, había en ella una realidad penetrante, y él se sentía próximo a ella. También conocía su nombre. Había aparecido en un pie de foto y él confiaba en que fuese su verdadero nombre y no uno de esos mágicos seudónimos utilizados por algunas playmates («chicas del mes») y pinups (la «chica ideal») que ocultaban su verdadera identidad a los hombres a quienes querían encandilar.

Se llamaba Diane Webber. Su casa estaba en la playa de Malibú. Se decía que era bailarina de ballet, lo que explicaba el disciplinado control corporal que mostraba en varias posiciones frente a la cámara. En una foto de la revista que Harold tenía ahora en sus manos, Diane Webber parecía casi acrobática mientras se balanceaba grácilmente sobre la arena con los brazos abiertos y una pierna muy por encima de la cabeza, con los dedos del pie señalando un cielo sin nubes. En la página opuesta descansaba sobre el costado, las caderas muy redondas, un muslo ligeramente alzado y apenas cubriéndole el pubis, los pechos al descubierto, los pezones erectos.

Harold Rubin cerró rápidamente la revista. La guardó entre sus libros escolares y se los metió bajo el brazo. Se estaba haciendo tarde y debía llegar pronto a casa para cenar. Al volverse, advirtió que el viejo quiosquero fumador de puros le miraba y le guiñaba un ojo, pero Harold le ignoró. Con las manos metidas en los bolsillos del abrigo de piel negra, se encaminó a su casa; su largo pelo rubio peinado al estilo de Elvis Presley le rozaba el cuello levantado del abrigo. Decidió caminar en vez de tomar el autobús porque quería evitar el contacto físico con los demás, no quería que nadie invadiera su intimidad mientras pensaba ansiosamente en la hora en que sus padres se fueran a dormir y él pudiera quedarse a solas en su dormitorio con Diane Webber.

Caminó por Oak Park Avenue, y se dirigió al norte hasta la calle Veintiuno, pasando ante pequeños chalets y grandes casas de ladrillo en la tranquila comunidad residencial de Berwyn, a media hora de coche del centro de Chicago. Sus habitantes eran conservadores, muy trabajadores y ahorradores. Un alto porcentaje descendían de padres o abuelos que habían llegado a esta zona a principios del siglo XX provenientes de Europa central, especialmente de una región occidental de Checoslovaquia llamada Bohemia. Aún se referían a sí mismos como bohemios, aunque muy a su pesar ahora el nombre se asociaba popularmente en Estados Unidos con gente joven de vida libre e irresponsable que usaba sandalias y leía poesía de los beatniks.

La abuela paterna de Harold, que era el miembro de la familia con quien más a gusto se sentía y a quien visitaba regularmente, había nacido en Checoslovaquia, pero no en la región de Bohemia. Había salido de un villorrio del sur de Checoslovaquia, cerca del Danubio y de Bratislava, la antigua capital húngara. A menudo contaba a Harold cómo había llegado a Estados Unidos a los catorce años para trabajar como criada en una pensión de una de esas ciudades industriales austeras y populosas del lago Michigan; ciudades que habían atraído a miles de tenaces eslavos a trabajar en las fundiciones de acero, en las refinerías de petróleo y en otras fábricas del este de Chicago, de Gary y Hammond, Indiana. En aquellos tiempos, las condiciones de vida eran tan penosas por el exceso de población, contaba su abuela, que en la primera pensión que trabajó había cuatro hombres del turno diurno que alquilaban cuatro camas de noche, y cuatro del turno de noche que alquilaban las mismas camas durante el día.

Esos hombres eran tratados como animales y vivían como animales, decía ella, y cuando los jefes de las fábricas no los explotaban, ellos trataban de explotar a las pocas muchachas trabajadoras como ella que eran lo bastante desgraciadas para tener que vivir entonces en esas ciudades. Decía que los hombres de la pensión siempre intentaban molestarla y golpeaban su puerta de noche cuando trataba de dormir. Cuando le contó esto a Harold en una de sus últimas visitas, mientras él se comía un bocadillo que ella le había hecho en la cocina, de improviso tuvo una imagen del aspecto que debía de haber tenido su abuela cincuenta años atrás, una tímida criada de tez blanca y ojos azules como los de él, el pelo largo recogido con un rodete; su cuerpo joven moviéndose grácilmente por la casa con un largo y humilde vestido, tratando de eludir las manos osadas y los fuertes brazos de los fornidos hombres de la fundición.

Mientras Harold Rubin continuaba la caminata hacia su casa, con los libros de la escuela fuertemente sujetos bajo el brazo, recordó lo triste y al mismo tiempo lo fascinado que se había sentido ante las historias de su abuela, y comprendió por qué ella le hablaba con tanta libertad. Él era la única persona de la familia que estaba verdaderamente interesado en ella, que dedicaba tiempo a acompañarla en la gran casa de ladrillo en la que casi siempre estaba sola. Su marido, John Rubin, que había sido transportista y amasó una fortuna en el negocio de los camiones, se pasaba el día en el garaje con su flotilla de vehículos y las noches con una secretaria, a quien la abuela de Harold se refería como «esa prostituta». El padre de Harold, hijo único de ese matrimonio desavenido, estaba completamente dominado por su padre, para quien trabajaba largas horas en el garaje; y la abuela de Harold no se sentía lo suficientemente próxima a la madre de Harold como para compartir con ella el sentimiento de frustración y amargura que tenía. De modo que Harold, a veces acompañado por su hermano menor, era quien más interrumpía el silencio y el aburrimiento de esa casa. Y a medida que Harold crecía y se volvía más curioso, se apartaba más de sus padres y de su propio ambiente, poco a poco se iba convirtiendo en el confidente de su abuela, su aliado en el distanciamiento.

De ella aprendió muchas cosas sobre la infancia de su padre, sobre el pasado de su abuelo y por qué se había casado con un hombre tan despótico. John Rubin había nacido hacía sesenta y seis años en Rusia; hijo de un buhonero judío, a los dos años había emigrado con sus padres a una ciudad próxima al lago Michigan llamada Sobieski, bautizada así en honor de un rey polaco del siglo XVII. Después de asistir poco tiempo a la escuela y de vivir en la pobreza, Rubin y otros jóvenes fueron arrestados por un asalto en el que murió un policía. Tras ser puesto en libertad condicional, y después de ejercer varios trabajos en unos pocos años, Rubin visitó un día a su hermana mayor, que estaba casada y vivía en Chicago, y se sintió atraído por la joven checoslovaca que entonces estaba a cargo del bebé de la casa.

En la siguiente visita la encontró a solas en la casa, y después de que ella rechazara sus proposiciones deshonestas —tal como había hecho con los hombres cuando trabajaba en la pensión—, él la metió por la fuerza en una habitación y la violó. Ella tenía dieciséis años. Fue su primera experiencia sexual y se quedó embarazada. Presa del pánico, al no tener parientes próximos ni amigos que la ayudaran, sus amos la convencieron de que se casara con John Rubin, pues de otro modo él volvería a la cárcel debido a su anterior delito; y, de cualquier forma, ella no quedaría en mejor situación. Se casaron en octubre de 1912. Seis meses después tuvieron un hijo, el padre de Harold.

Ese matrimonio sin amor no mejoró mucho con el paso del tiempo, decía la abuela de Harold, añadiendo que su marido pegaba a menudo a su hijo, le pegaba a ella cuando intervenía, y se dedicaba fundamentalmente al mantenimiento de sus camiones. Su lucrativa carrera había empezado cuando, después de trabajar como recadero con un carro de caballos para Spiegel, Inc., una importante firma de mudanzas de Chicago, convenció a los directivos de que le prestaran dinero suficiente para comprar un camión y empezar el servicio motorizado, eliminando de ese modo la necesidad que tenía Spiegel de contar con varios caballos cuya eficacia, les dijo, no podía compararse con la suya. Después de comprar un camión y cumplir su promesa, adquirió un segundo, y luego un tercero. Al cabo de una década, John Rubin tenía una decena de camiones que transportaban todas las cargas locales de Spiegel, así como de otras empresas.

Pese a las inútiles protestas de su mujer, el hijo aún adolescente fue enviado al garaje para que trabajara como ayudante de chófer, y aunque John Rubin estaba amasando una fortuna considerable y se mostraba generoso en sus sobornos a policías y políticos locales —«Si quieres la pasta, hay que pagar», decía a menudo—, era avaro con el presupuesto familiar y frecuentemente acusaba a su mujer de robarle monedas que había dejado por la casa. Luego empezó a dejar a propósito dinero aquí y allá en cantidades que él recordaba con precisión, o dejaba monedas de una determinada forma sobre el aparador o en cualquier otra parte de la casa con la esperanza de poder probar que su mujer las cogía, o al menos las tocaba, pero nunca se salió con la suya.

Estos y otros recuerdos de la abuela de Harold, y observaciones similares que él mismo hizo en la gélida presencia de su abuelo, dieron a Harold una visión bastante clara de su propio padre, un hombre taciturno y sin sentido del humor, de cuarenta y cuatro años, que en nada se parecía a la foto que había encima del piano tomada durante la Segunda Guerra Mundial en la que aparecía con uniforme de cabo, sereno y apuesto, a miles de kilómetros de su casa. Pero el hecho de que Harold pudiera comprender a su padre no le facilitaba en nada la convivencia con él, y ahora que Harold se acercaba a East Avenue, la calle en que vivía, pudo sentir la tensión y la aprensión, y se preguntó cuál sería ese día el motivo de queja de su padre.

En el pasado, cuando no había quejas sobre el comportamiento de Harold en la escuela, el motivo era su pelo largo, o lo tarde que volvía cuando salía con su novia, o las revistas de desnudos que su padre había visto en una ocasión sobre su cama después de que Harold tuviera el descuido de dejar la puerta abierta.

—¿Qué es esta porquería? —preguntó su padre, utilizando una palabra mucho más delicada que la que habría usado su abuelo. El vocabulario del abuelo estaba lleno de toda profanación imaginable, expresada con un tono de profundo desprecio, mientras que las palabras de su padre eran más recatadas, carentes de emoción.

—Son revistas mías —contestó Harold.

—Pues tíralas a la basura —señaló el padre.

—¡Son mías! —gritó súbitamente Harold. Su padre le miró con curiosidad, y luego empezó a mecer lentamente la cabeza con disgusto y salió del cuarto. Después de ese incidente no se dirigieron la palabra durante semanas, y esa noche Harold no quería otra confrontación. Esperaba poder pasar la hora de la cena lo antes posible en paz.

Antes de entrar en casa, espió en el garaje y vio que el coche de su padre ya estaba allí, un reluciente Lincoln 56 que su padre había comprado nuevo hacía un año, cambiándolo por su cuidado Cadillac de 1953. Harold subió los escalones de la puerta trasera y entró en la casa sin hacer ruido. Su madre, una matrona de rostro bondadoso, estaba en la cocina preparando la cena; pudo oír la televisión en la sala y vio a su padre sentado allí, leyendo el American de Chicago. Dedicándole una sonrisa a su madre, saludó lo bastante alto para que contara como un saludo doble. No obtuvo respuesta de su padre.

Su madre le informó de que su hermano estaba resfriado en cama y que no cenaría con ellos. Sin decir nada, Harold fue a su dormitorio y cerró la puerta con cuidado. Era un cuarto bien amueblado, con un sillón cómodo, un escritorio encerado de madera oscura y una gran cama Viking de roble. Los libros estaban bien puestos en las estanterías, y de la pared colgaban réplicas de espadas y rifles de la Guerra Civil que habían sido de su padre y también un marco de cristal en el que había montadas varias herramientas de hierro que Harold había hecho el año anterior en una clase de manualidades, lo que le había valido una mención en el certamen nacional patrocinado por la compañía Ford. Asimismo, había ganado un premio artístico patrocinado por los grandes almacenes Wieboldt por unas pinturas al óleo de un payaso; su habilidad como artesano de la madera había quedado demostrada recientemente en la construcción de un atril de madera diseñado para tener una revista abierta y poder leerla con las manos libres.

Harold colocó los libros en el escritorio, se quitó el abrigo y abrió la revista con las fotos de Diane Webber desnuda. Se quedó cerca de la cama con la revista en la mano derecha y con los ojos semicerrados, rozó suavemente el pantalón con la izquierda, tocándose delicadamente los genitales. La reacción fue inmediata. Deseó disponer de tiempo ese momento, antes de la cena, para meterse en la cama y quedarse satisfecho, o al menos para bajar al baño para un rápido alivio sobre el lavabo, sosteniendo la revista en alto de modo que pudiese ver en el espejo del botiquín un reflejo de sí mismo sobre el cuerpo desnudo, simulando que él estaba con ella en la arena bajo el sol, mientras ella dirigía sus hermosos ojos negros hacia su miembro erecto, e imaginando que la mano enjabonada era la de ella.

Lo había hecho allí muchas veces, en general por la tarde, cuando hubiera levantado sospechas si hubiera cerrado la puerta de su dormitorio. Pero, pese a la garantía de intimidad que ofrecía la puerta cerrada del lavabo, Harold tenía que admitir que nunca estaba completamente cómodo, en parte porque en realidad prefería estar reclinado en su cama, y en parte porque había poco espacio donde poner la revista si quería hacerlo con ambas manos. Asimismo, y quizá más importante aún, si no tenía cuidado, la revista podía mancharse con las gotas de agua que salpicaban el lavabo, ya que dejaba el grifo abierto para avisar a la familia de su presencia en el lavabo, y también porque de vez en cuando necesitaba un poco más de agua si el jabón que tenía en la mano se le secaba. Si bien las fotos de mujeres desnudas salpicadas de agua no llegarían a ofender el sentido estético de la mayoría de los jóvenes, no era el caso de Harold Rubin.

Y, por último, había una consideración de índole práctica en su deseo de proteger sus revistas: después de haber leído en los periódicos que ese año la campaña antipornográfica se endurecería en todo el país, no podía estar seguro de que siempre pudiera comprar nuevas revistas de desnudos, ni siquiera bajo cuerda. Incluso Sunshine & Health, que hacía dos décadas que estaba en circulación y llenaba sus páginas con imágenes de familias con abuelos y niños, ese año había sido calificada de obscena por un tribunal de California. Algunos políticos y grupos religiosos también habían denunciado por «sucias» las revistas de fotografía artística, aun cuando esas publicaciones habían intentado diferenciarse de las revistas de desnudos colocando bajo cada desnudo pies de fotos tan instructivos como «Tomada con una Crown Graphic 2 1/4 × 3 1/4 equipada con Ektar 101 mm, f: 11, a 1/100 seg». Harold había leído que el director general de Correos del general Eisenhower, Arthur Summerfield, se dedicaba a retirar de la correspondencia toda la literatura y las revistas de sexo, y que un editor de Nueva York, Samuel Roth, acababa de ser condenado a cinco años de prisión y una multa de 5.000 dólares por violación del estatuto federal de Correos. Roth ya había sido condenado por distribuir ejemplares de El amante de lady Chatterley; su primer arresto se había producido en 1928, cuando la policía allanó su editorial y confiscó las pruebas del Ulises que habían sido introducidas ilegalmente desde París.

Harold había leído que había sido prohibida una película de Brigitte Bardot en Los Ángeles, por lo que podía suponer que en una ciudad como Chicago, una ciudad de obreros con un cuerpo policial duro y una considerable influencia moral de la Iglesia católica, aún se reprimiría más cualquier expresión sexual, en especial bajo el gobierno del nuevo alcalde irlandés y católico, Richard J. Daley. Harold ya se había enterado de que habían cerrado la sala de espectáculos de Wabash Avenue, así como otra de State Street. Si esa tendencia continuaba, su quiosco de revistas favorito de Cermak Road corría el riesgo de verse reducido a vender solo revistas como Good Housekeeping y el Saturday Evening Post, circunstancia que él bien sabía no provocaría ninguna protesta de sus padres.

En toda su vida jamás había oído a sus padres expresar un pensamiento sobre sexo, jamás les había visto desnudos, jamás había oído crujir su cama de noche con caricias amorosas. Suponía que aún hacían el amor, pero no podía estar seguro. Si bien no sabía lo activo que podía resultar su abuelo con su amante a los sesenta años, recientemente su abuela le había confiado en un momento de amargura que no habían hecho el amor desde 1936. De cualquier manera, había sido un pésimo amante, añadió ella enseguida, y mientras Harold digería esas palabras se preguntó por primera vez si su abuela no tendría amantes secretos. Lo dudaba seriamente, ya que jamás había visto hombres por su casa ni a ella saliendo de allí a menudo, pero sí recordó que hacía un año había descubierto para su sorpresa una novela erótica romántica en su biblioteca. Estaba cubierta por papel de estraza y en la página de derechos se citaba el nombre de una editorial francesa, y abajo la fecha, 1909. Mientras su abuela dormía la siesta, Harold se sentó en el suelo a leer una y luego dos veces la novela de cien páginas, fascinado por el argumento y sorprendido por su explícito lenguaje. La historia describía las infelices vidas sexuales de varias jóvenes en Europa y Oriente que, después de dejar desesperadas sus pueblos y aldeas, llegaban a Marruecos y caían cautivas de un pachá que las tenía recluidas en un serrallo. Un día, cuando el pachá estaba de viaje, una de las mujeres vio por la ventana a un apuesto capitán de barco y, haciéndole subir las escaleras, hizo el amor con él de forma apasionada; luego hicieron lo mismo sus demás compañeras, haciendo pausas para revelarle al capitán los sórdidos detalles de su pasado que las habían llevado hasta allí. En visitas posteriores, Harold leyó el libro con tanta frecuencia que casi podía recitar de memoria pasajes enteros.

Sus suaves brazos me abrazaban y nuestros labios se encontraron en un beso prolongado y delicioso, durante el cual mi falo estuvo apoyado contra su suave y cálido estómago. Luego ella se puso de puntillas, lo que le puso contra el espeso pelo en donde terminaba el estómago. Con una mano guie mi falo a la entrada, que lo recibió con ganas, mientras que con la otra mano apreté sus nalgas redondas contra mí…

Harold oyó que su madre le llamaba desde la cocina. Ya era hora de cenar. Puso la revista con las fotos de Diane Webber bajo la almohada. Le contestó a su madre, esperando un momento para que le bajara la erección. Luego abrió la puerta y caminó con toda naturalidad hacia la cocina.

Su padre ya estaba sentado a la mesa con un plato de sopa delante, leyendo el periódico, mientras su madre parloteaba animadamente en la cocina, ignorante de la mínima atención que recibía. Decía que durante las compras del día se había encontrado con una de sus viejas amigas de la oficina fiscal del condado de donde ella había trabajado un tiempo operando una calculadora Comptometer. Harold, que sabía que ella había dejado ese empleo poco después de su nacimiento hacía diecisiete años para no volver a trabajar jamás fuera de casa, le hizo un comentario sobre el sabroso olor de la comida; su padre levantó la vista del periódico y asintió sin sonreír.

Mientras Harold tomaba asiento y empezaba a tomar la sopa, su madre continuó hablando y cortó la carne antes de llevarla a la mesa. Tenía puesto un vestido de estar por casa, apenas llevaba maquillaje y fumaba un cigarrillo con filtro. Los padres de Harold eran fumadores empedernidos; fumar era el único placer que les conocía. A ninguno de ellos le gustaba beber whisky, cerveza ni vino, y la cena se servía con refrescos con sabor a vainilla o bebidas refrescantes que se compraban semanalmente en cajas.

Después de sentarse su madre, sonó el teléfono. Su padre, que siempre tenía el teléfono a mano cerca de la mesa, frunció el entrecejo al contestar. Alguien le llamaba del garaje. Sucedía casi cada noche a la hora de la cena, y por la expresión de su cara se podía pensar que recibía malas noticias —tal vez se había averiado un camión antes de hacer una entrega o el sindicato de transportistas se había declarado en huelga—, pero Harold sabía que el aspecto lúgubre y taciturno de su padre no necesariamente reflejaba lo que le decían por teléfono. Era una parte inextricable de su naturaleza mirar lúgubremente el mundo, y Harold sabía que incluso si esa llamada hubiera sido de un programa de televisión para anunciarle que acababa de ganar un premio, su padre habría reaccionado frunciendo el ceño.

Pese a cualquier problema relacionado con la dirección del negocio de camiones de los Rubin, su padre se levantaba diligentemente a las cinco y media cada mañana para ser el primero en llegar al trabajo, y se pasaba los días ocupado en problemas que iban desde el mantenimiento de 142 camiones hasta la ocasional pérdida de la carga, y asimismo tenía que vérselas con el viejo irascible, John Rubin, que quería controlarlo todo personalmente aunque el negocio ya era demasiado grande para que pudiera hacerlo.

Recientemente, Harold se había enterado de que varios de los chóferes de Rubin habían sido detenidos por la policía por conducir sin matrícula, lo que había enfurecido al viejo, que hizo caso omiso de que la causa de todo ello era su propia avaricia: al tratar de ahorrar dinero, solo había comprado 32 matrículas para sus 142 camiones; eso exigía que los hombres del garaje tuvieran que cambiarlas constantemente de vehículo a vehículo o correr el riesgo de trabajar sin ellas. Harold sabía que tarde o temprano ese asunto terminaría en los tribunales y que su abuelo trataría de solucionar el caso con sobornos y, aunque tuviera la suficiente suerte para lograrlo, probablemente le costaría más de lo que hubiera tenido que pagar por las matrículas que necesitaba desde el principio.

Harold juraba que jamás trabajaría en la plantilla del garaje. Había intentado trabajar allí en el verano, pero pronto se había ido porque no toleraba el maltrato verbal de su abuelo, que a menudo le llamaba «pequeño vagabundo», y también de su padre, que en una ocasión le dijo amargamente: «Nunca llegarás a nada». Su predicción no había molestado a Harold en absoluto porque sabía que el precio de aplacar a esos hombres era someterse absolutamente a ellos, y estaba decidido a no repetir el error de su padre, que se sometía a un anciano que había procreado un hijo al que no quería con una mujer a la que no amaba.

Tras colgar el auricular, su padre continuó comiendo sin revelar nada de lo que le habían dicho. Se le puso una taza de café frente a él, con mucha crema, como le gustaba, y encendió un Old Gold. La madre había mencionado que hacía días que no veía a los vecinos de la casa de enfrente; Harold sugirió que quizá se habían ido de vacaciones. Ella se dispuso a quitar la mesa, luego fue a ver si su otro hijo, que continuaba durmiendo, seguía con fiebre. El padre se encaminó a la sala y encendió el televisor. Luego Harold también fue allí y tomó asiento en el otro extremo de la habitación. Pudo oír a su madre fregando los platos en la cocina, y vio que su padre bostezaba mientras miraba la televisión con indiferencia y completaba un crucigrama del periódico. Luego se puso en pie, volvió a bostezar y dijo que iba a acostarse. Eran poco más de las nueve. A la media hora, su madre fue a la sala a darle las buenas noches; enseguida Harold apagó el televisor y la casa quedó tranquila y en silencio. Fue hasta su dormitorio y cerró la puerta, sintiendo un sereno entusiasmo y alivio. Por fin estaba a solas.

Se quitó la ropa y la colgó en el armario. Bajó la pequeña botella de loción capilar que guardaba en el estante superior y la puso en la mesita de noche al lado de su cama, junto a una caja de kleenex. Encendió la lámpara de bajo voltaje, apagó la luz del techo, y el cuarto quedó bañado por un cálido resplandor.

Podía oír el viento azotando los ventanales en esa gélida noche de Chicago, y tembló cuando se metió entre las sábanas frías y se abrigó con la manta. Se quedó echado un momento para calentarse y luego cogió la revista que había debajo de la almohada y empezó a hojearla al azar; aún no quería concentrarse en el objeto de su obsesión: Diane Webber, que le esperaba en la duna de arena en la página 19, sino que prefería hacer un pase inicial por las 52 páginas que contenían 39 desnudos de once mujeres diferentes, un afrodisíaco visual de rubias y morenas, los preliminares del espectáculo central.

Una mujer delgada de ojos oscuros en la página 4 atrajo su atención, pero el fotógrafo había captado una pose tan grotesca en la nudosa rama de un árbol que él mismo pudo sentir la incomodidad de la modelo. El desnudo de la página 6, una mujer sentada con las piernas cruzadas en el suelo de un taller de pintor al lado de un caballete, tenía unos pechos hermosos, pero una expresión insulsa en la cara. Harold, aún de espaldas, con las rodillas ligeramente levantadas bajo las mantas, continuó pasando las páginas con piernas y pechos, caderas y nalgas y pelo, dedos y brazos femeninos que se extendían, ojos que le esquivaban, ojos que le miraban cuando de vez en cuando hacía una pausa para acariciarse levemente los genitales con la mano izquierda, sosteniendo la revista inclinada con la derecha para evitar el reflejo del papel satinado.

Al avanzar por la revista página tras página, llegó a las exquisitas fotos de Diane Webber, pero las pasó rápidamente sin dejarse tentar en ese momento. Pasó a la chica mexicana de la página 27, sentada recatadamente con una red de pescador entre los muslos; y luego a la rubia de grandes pechos reclinada en el suelo al lado de una estatuilla de la Venus de Milo; y luego a una rubia encantadora y flexible de pie en las sombras (1/25 seg. af: 22») de lo que parecía el escenario vacío de un teatro, con los brazos cruzados bajo la barbilla y encima de sus pechos alzados que se revelaban graciosamente, y en la sutilísima iluminación del escenario Harold estuvo bastante seguro de poder verle el vello púbico, y se sintió por primera vez realmente excitado.

De no haber estado enamorado de Diane Webber, sabía que habría podido quedar satisfecho con esa joven rubia sinuosa, incluso quizá más de una vez, lo cual para él era la verdadera «prueba» del erotismo de las fotos. En los montones de revistas de su armario, había decenas de desnudos que en el pasado le habían excitado al máximo; algunos lo habían conseguido tres o cuatro veces, y otros eran capaces de volver a hacerlo en el futuro mientras no las viera durante un tiempo, pues de ese modo recuperaban su halo de misterio.

Y luego estaban esas fotos extremadamente raras, las de Diane Webber, que podían satisfacerle constantemente. Calculaba que tendría unas cincuenta fotos de ella, y podía localizar cada una de ellas en cualquier momento entre las doscientas revistas que formaban su colección. También podía recordar al ver esas fotos dónde y cuándo las había comprado; prácticamente cada una de sus poses marcaba un momento de su propia vida; cada una de ellas era tan real que creía que la conocía personalmente; ella era parte de él, y a través de ella, él se había puesto más en relación consigo mismo de varias maneras, no solo mediante actos que los moralistas victorianos hubieran definido como masturbación, sino también por medio de la autoaceptación, de su comprensión de lo natural de sus propios deseos y de reafirmar su derecho a idealizar a la mujer.

Incapaz de resistir más, Harold buscó la página de Diane Webber en la duna. La contempló, echada boca abajo, con la cabeza levantada al viento, los ojos cerrados, el pezón de su pecho izquierdo erecto, las piernas abiertas, el sol del atardecer arrojando una sombra exagerada sobre su cuerpo curvilíneo, a lo largo de la suave arena blanca. Detrás de su cuerpo no había más que un extenso desierto vacío; parecía tan solitaria, tan accesible. Lo único que debía hacer Harold era desearla y ya era suya.

Se quitó las mantas de encima, calenturiento por la excitación y la anticipación. Buscó debajo de la cama el atril de madera que había hecho en la escuela, a sabiendas de que su profesor de manualidades se quedaría estupefacto si supiera cómo iba a utilizarlo esa noche. Colocó la revista sobre el atril delante de él, entre sus piernas bien abiertas. Levantando la cabeza apoyada en tres almohadas, cogió la botella de loción capilar, se la puso en las manos y se las frotó un momento para calentarlas. Entonces, suavemente, empezó a acariciarse el pene y los testículos, sintiendo el rápido crecimiento del miembro. Con los ojos entrecerrados, se echó hacia atrás y miró su pene brillante delante de la foto, arrojando una sombra sobre el desierto.

Continuó masajeándose de arriba abajo, a los lados de los testículos, y se concentró en la espalda arqueada de Diane Webber, sus nalgas alzadas, sus caderas plenas, el lugar cálido y húmedo entre sus piernas; y ahora se imaginó a sí mismo acercándose a ella, agachándose encima de ella, penetrándola decididamente por detrás sin una palabra de protesta de ella mientras él empujaba hacia delante, cada vez más rápidamente, para arriba, más rápido, y de pronto pudo sentir las nalgas de ella moviéndose contra sus muslos, las caderas de ella moviéndose hacia los lados, pudo oír sus suspiros de placer mientras él apretaba su brazo alrededor de las caderas, más rápidamente, y entonces los gritos de placer cuando ella se corría en una serie de súbitas convulsiones que él podía sentir tan realmente como ahora sentía las manos de ella alzándole los testículos tal como a él le gustaba que le hicieran, suavemente, luego con mayor firmeza cuando sintió el inicio palpitante, estremecido con el espasmo que le subía y salía en grandes chorros mientras él se cogía con ambas manos, cerraba los ojos y sentía el esperma entre los dedos. Se quedó muy quieto en la cama unos momentos, dejando que se le relajaran los músculos y las piernas. Luego abrió los ojos y la vio allí, tan amorosa, encantadora y deseable como siempre.

Por último, se sentó, se limpió con dos kleenex, y otros dos más porque aún tenía las manos pegajosas por el esperma y la loción. Hizo una bola y tiró los kleenex a la papelera, sin preocuparse de que su madre se diera cuenta cuando la vaciara por la mañana. Tenía los días contados en esa casa. Al cabo de unas pocas semanas, estaría en la Fuerza Aérea y después de eso ya no tenía más planes.

Cerró la revista y la colocó encima de la pila en su armario. Volvió a poner el atril de madera bajo la cama. Entonces se metió entre las sábanas, sintiéndose cansado pero tranquilo, y apagó la luz. Si tenía suerte, pensó, la Fuerza Aérea podría enviarle a su base en el sur de California. Y entonces, de algún modo, la encontraría.