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Profesionalmente, Sally Binford era antropóloga y arqueóloga, una estudiosa de las civilizaciones desaparecidas y de los neandertales, pero, a diferencia de muchos sujetos prehistóricos que ella excavaba y estudiaba, Sally se adaptaba enseguida a distintos climas, ambientes y habitaciones, y se movía con rapidez de un sitio a otro siempre que estaba descontenta con su entorno y la gente que pertenecía a él.

Las costumbres sociales y sexuales que habían influido en el comportamiento de la mayoría de las mujeres de su generación fueron ignoradas casi por completo por ella desde la época de su adolescencia en las afueras de Long Island, donde fue criada por padres ricos en una casa con criadas. A diferencia de su hermana mayor, una conformista con quien ella nunca se llevó bien, Sally Binford había sido una rebelde, una especie de niña boba que su madre toleraba, pero a quien jamás había podido comprender.

Sally no comprendía tampoco a su madre, una mujer licenciada en derecho por la Universidad de Nueva York, pero que había dejado su carrera profesional en aras de un matrimonio que se centraba en la casa, los pasatiempos y las actividades benéficas con otras damas ociosas, una de las cuales la introdujo en las prédicas del famoso clérigo Fulton J. Sheen, bajo cuya influencia la madre judía de Sally Binford se convirtió al catolicismo.

El padre de Sally, un hombre astuto y dominante que había nacido en Londres de padres germano-judíos, hizo una pequeña fortuna en Estados Unidos durante la Depresión dedicándose a negocios de importación. Con dinero, elaboró un refinado estilo personal, costumbres deportivas, disfrutaba de la compañía de otras mujeres y se compró un Cadillac que los fines de semana le llevaba al mejor club de Long Island, que aceptaba miembros judíos.

El antisemitismo, la discriminación racial y el esnobismo clasista que permeaba cada seto y jardín de Long Island —por no hablar de la doble moral entre los sexos— provocaron en Sally un deseo de ser diferente, antitradicional, ajena a las normas de la comunidad, distante de la decorativa domesticidad de su madre y más próxima a las maneras aventureras del padre, que ella prefería.

Como buen jinete, en los establos del club Cedarhust se sintió excitada por su capacidad de dominar a un animal grande y poderoso; como osada adolescente sin compromiso y con cortas faldas en los bailes escolares, fascinaba a los jóvenes con facilidad y era la envidia de sus compañeras, que la consideraban osada y descarada. Después de terminar su último curso en la Woodmere Academy, y conseguir un empleo de verano en un club de Cape Cod, conoció a un estudiante de Yale, y tras colocarse un diafragma, que le había conseguido una ginecóloga de la Quinta Avenida, se lanzó a su primera aventura amorosa.

Un año después, en 1942, reaccionando contra la insistencia de su madre que quería que asistiera al Vassar College, una institución exclusivamente para señoritas que Sally encontraba opresiva y aburrida, perdió tantas clases que fue expulsada antes de que terminara su primer año. Vendió los bonos de guerra que sus padres y parientes le habían regalado el día de su graduación de la Woodmere Academy, y con ese dinero se dirigió a Nueva York, alquiló un estudio en la calle Trece y consiguió un empleo en una clínica de tratamiento psiquiátrico del Tribunal de Menores, donde pasaba a máquina casos que hicieron que su propio pasado le pareciese normal.

Estaba contenta con su vida y le gustaban los bistrots y el ambiente bohemio de Greenwich Village, donde una noche, en un bar próximo de Sheridan Square, conoció a un músico de jazz, negro y cuarentón, que le hizo conocer Harlem, el estímulo sereno de la marihuana y técnicas amorosas nuevas y sofisticadas.

Al cabo de casi dos años en el Village, que incluyeron una breve carrera como periodista en el Daily Press de Long Island, Sally decidió que debía volver a la universidad. Con la ayuda económica de su padre, se matriculó en la Universidad de Chicago en otoño de 1945. Esa universidad la atrajo debido a su programa de estudios y a la presencia de su innovador presidente, Robert M. Hutchins.

No la desilusionaría su viaje al Medio Oeste, donde se distinguió como estudiante y consiguió una licenciatura y un doctorado en antropología. Participó en expediciones arqueológicas en Europa y Oriente Próximo. En Chicago, vivía en Hyde Park, un hermoso barrio de casas victorianas próximo al lago y habitado por profesores de la universidad, escritores, artistas, jóvenes parejas de recién casados y un alto editor de pelo negro en cuyo piso se diagramaría el primer número de una revista que él llamaría Playboy.

Aunque el sistema político de la ciudad estaba corrupto y era racista, y en palabras de Saul Bellow, «ninguna persona realista pasea por Chicago sin protección», Sally Binford se sentía segura por las calles y percibía una representación más civilizada de la sociedad en la creciente popularidad de Adlai Stevenson, de Illinois, en cuya campaña trabajó como voluntaria. También le gustaba la vida cultural de Chicago, sobre todo el club de teatro Second City, que introdujo a talentos como Mike Nichols, Elaine May, Severn Darden y Barbara Harris. Solo en un aspecto —el matrimonial— Sally Binford no logró en Chicago lo que buscaba. Y su pelea no sería tanto con los tres hombres con los que se casó, sino con el mundo machista que ellos representaban. Al igual que la mayoría de los hombres de su generación, eran incapaces de aceptar a una mujer liberada, alguien que aborrecía la doble moral sexual y la presunción de que, pese a las ambiciones profesionales y a la inteligencia que ella pudiera tener, debía dedicarse a las tareas domésticas, la crianza de los niños y la cocina. Ella estaba una década por delante del movimiento feminista en Estados Unidos. Y pese a lo inteligente que era, tenía la debilidad de enamorarse de los hombres menos adecuados para ella: chovinistas y machistas como su padre.

En consecuencia, sus matrimonios fueron conflictivos y fugaces. Sally, a menudo sola e inquieta, incapaz de satisfacer sus deseos amorosos, se pasaba largas tardes en la cama masturbándose con imágenes de hombres vagamente definidos, desconocidos que ella se imaginaba que conocía en trenes, en aeropuertos o en las calles de ciudades sin identificar; hombres que la seguían y entonces, suavemente, hábilmente, la vencían y dominaban y, por último, la seducían en escenas parecidas a las que leía en libros pornográficos que guardaba en su dormitorio del apartamento de Hyde Park.

Casi todos esos libros, que estaban prohibidos en el Chicago de los años cincuenta, habían sido introducidos en Estados Unidos por profesores universitarios y becarios Fulbright que habían visitado París. Entre los títulos se encontraban El amante de lady Chatterley, el Kama Sutra, Mi vida secreta, El jardín perfumado, los Trópicos y una cantidad de novelas eróticas francesas que Sally, que conocía muy bien ese idioma, leía en sus ediciones originales. Lo que más le excitaba eran las descripciones de actos sexuales que ella deseaba pero no podía conseguir en la vida real, como el cunnilingus, que uno de sus maridos aborrecía hacer, o actos por los que sentía curiosidad pero no estaba segura de desear llevar a cabo, como, por ejemplo, el sexo anal. En esas fantasías, a veces se imaginaba en el centro de una orgía rodeada de hábiles amantes que simultáneamente le satisfacían todos los caprichos, la estimulaban con la boca, con los genitales y gratificaban cada centímetro de su cuerpo, mientras ella a su vez, los excitaba hasta alcanzar cimas de éxtasis orgásmico.

Pero en la vida real, cuando ella y uno de sus maridos de Chicago intentaron experimentar el sexo grupal y contestaron a un anuncio de una publicación de swingers, el único resultado fue un encuentro en un restaurante con un obeso burgués con un distintivo de Goldwater en la solapa, y su tímida esposa, que llevaba una margarita de plástico en el sombrero. Después de unos momentos de torpe amabilidad, durante los cuales la pareja explicó que no tenían interés en un cuarteto, sino en intercambiar parejas en privado, todos se dieron las manos y la pareja desapareció en la cálida noche estival.

En esa época de matrimonios y relaciones, de cursos y viajes, Sally Binford criaba también a una hija desencantada que se iría de casa en cuanto cumpliera la edad necesaria, y en los años sesenta se convertiría en una hippy y una marginada. Cuando Sally entró en los años sesenta, ya tenía experiencia suficiente, pero al mismo tiempo su figura seguía delgada, usaba ajustados vaqueros y unas gafas de cristales rosados a través de los cuales contemplaba el mundo con una sensación juvenil de que su liberación personal estaba a la vuelta de la esquina. Se había trasladado al sur de California, al Departamento de Antropología de la Universidad de Los Ángeles, y allí se comprometió con el movimiento pacifista como profesora militante.

En su piso alquilado frente a la playa de Venice, trabó amistad con estudiantes radicales y otros jóvenes que compartían, tal como no hacían sus propios contemporáneos, su oposición a la policía y los métodos de los hombres que gobernaban el país. Participó en la huelga de mayo de 1970, después del incidente en la Universidad de Kent en el que cayeron muertos cuatro estudiantes por los disparos de la Guardia Nacional. Pronunció discursos contra la guerra y participó en las marchas. Durante ese período, volvió a reunirse con su hija descarriada, que ahora tenía un hijo.

Sally también conoció en la casa de un estudiante a un hombre inmenso con un bigote a lo Fu Manchú y cabello largo que se llamaba Anthony Russo. Un año después se le conocería en todo el país como el furtivo idealista que, junto a Daniel Ellsberg, había conseguido y filtrado a la prensa los «papeles del Pentágono», revelando a la opinión pública las mentiras del gobierno estadounidense acerca de sus asuntos políticos y militares en Vietnam. Pero cuando Sally conoció por primera vez a Russo, en sus modales no había el menor signo de desesperanza política; era un sureño de unos treinta años, de antepasados italianos y anglosajones; un recién converso a la contracultura, un hombre que aún no se había acostumbrado a llevar el pelo largo. Después de pasar años como consejero de empresas, libre de toda sospecha ideológica, ahora vivía en Los Ángeles con el subsidio de desempleo, y se describía ante Sally como un «marginado de la Rand Corporation». A ella le gustó. Y a medida que le conocía más, y después de conocer a través de él a su amigo Daniel Ellsberg, decidió introducirlos a ambos en Sandstone.

De los dos, Ellsberg se adaptó con más rapidez. Había estado entre nudistas con anterioridad, visitaba Elysium en Los Ángeles y también el famoso Île du Levant, en el sur de Francia. Después de haber vuelto a ingresar en la Rand en 1967, al cabo de una gira de dos años en Vietnam como representante del Departamento de Defensa, Ellsberg —que entonces tenía unos cuarenta años y estaba entre dos matrimonios—, había participado en orgías con personas cuyos anuncios en la prensa había contestado o a quienes conocía en un bar especial de Los Ángeles, en Studio City, llamado The Swing.

Quizá fue la primera taberna de esa especie en el país. The Swing era propiedad de una atractiva pareja llamados Joyce y Greg McClure —este último, actor de cine, había trabajado en The Great John—. Ellsberg se hizo amigo de los McClure y frecuentaba el bar, presentándose como Don Hunter. En deferencia a su cargo en Rand, Ellsberg no quería que su verdadero nombre estuviera en las agendas de las personas que no conocía bien, en especial porque nadie sabía en aquel entonces cuál era el estatus legal del sexo grupal en California. Pero aparte del uso del seudónimo, no tomaba ninguna precaución en cuanto a la gente que conocía en el bar, o los lugares a los que iba más tarde con motivo de las fiestas sexuales. Estaba abierto a cualquier sugerencia, se sentía tan cómodo con grandes grupos como con tríos, y se enorgullecía de su estilo y energía en las artes amorosas. Aun después de haber hecho las copias de los documentos del Pentágono —y entonces podría haber sabido que el FBI pronto estaría interviniéndole el teléfono y siguiéndole en coche—, Ellsberg ni siquiera intentó ocultar sus actividades nocturnas e iba tranquilamente del bar a las orgías —y también a Sandstone— como si estuviera asistiendo a una reunión de ex alumnos de Harvard.

Viéndolo de forma retrospectiva, después de que le hubiesen condenado por espionaje y conspiración en 1971, Ellsberg conjeturó que era muy posible que su actitud hacia el sexo hubiera sido lo que más atrajese la curiosidad de los puritanos habitantes de la Casa Blanca de Nixon. Tal vez pensaron que, si Ellsberg era tan descuidado en sus asistencias a orgías, su vida secreta debía ser indudablemente perversa y siniestra. De cualquier modo, el presidente Nixon decidió difamar y castigar a Ellsberg por haber filtrado documentos gubernamentales a la prensa. Entonces autorizó una meticulosa investigación que demostraría la naturaleza de ese traidor que en un tiempo había sido un leal marine y un alto funcionario del Departamento de Defensa. Y fue precisamente esa investigación, llevada a cabo por un ex agente de la CIA llamado Howard Hunt y un ex agente del FBI llamado Gordon Liddy, la que llevaría al asalto del consultorio en Beverly Hills del psiquiatra personal de Ellsberg.

Ocho meses más tarde, Hunt, Liddy y sus compañeros de investigación recibirían la orden de utilizar tácticas semejantes contra otros enemigos del presidente, enemigos que residían en Washingon y que tenían sus oficinas en un edificio llamado Watergate.