21

Acaricié las perlas negras que llevaba ocultas bajo la manga, intentando soltarlas un poco, mientras escuchaba con atención por si oía la voz grave de Solly. Las explosiones y los gritos de la batalla parecían cada vez más cerca de nuestro escondite en el bosque, aunque Solly nos había asegurado que la mayor parte de los combates se libraban junto a la muralla de palacio. A mi lado, Ryko guiaba a nuestro caballo sujetándolo por la brida, ignorando los relinchos nerviosos del animal, concentrado como estaba en la información que nos transmitía su compañero de resistencia.

—Todos los caminos hasta el palacio están controlados por el ejército —dijo Solly en voz baja. Sus ojos diminutos casi habían desaparecido bajo el inmenso pliegue de su frente arrugada—. Los jardines están llenos de soldados. Parece que la guardia ha logrado mantenerlos fuera del recinto palaciego, hasta ahora, pero…

—No por mucho tiempo —Ryko terminó la frase. Apretó mucho los labios, pensativo—. Podríamos salir de nuevo a la ciudad y entrar por el Círculo del Dragón, a través de un punto que quedara más cerca de los aposentos. —Meneó la cabeza—. Pero quién sabe qué nos encontraremos en la ciudad, y además de ese modo no podrías acompañarnos, lo que sería una desventaja.

—Por los jardines, entonces —dijo Solly, asintiendo en dirección al Anillo Esmeralda.

—¿Han visto tus hombres alguna brecha en las líneas?

Solly se encogió de hombros.

—No tanto una brecha como un punto en que el muro de soldados es menos espeso. Se encuentra en la puerta de Occidente. Cuando vosotros os habéis colado en el pabellón, todavía estaba en poder de la guardia imperial.

Ryko masculló algo.

—La Puerta del Buen Servicio. Por ahí entraremos entonces. El Señor Eón y yo nos acercaremos a caballo todo lo que podamos. Pero necesitaremos que alguien distraiga nuestra aproximación.

Solly esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—Se me ocurren varias ideas.

—Casi siento lástima por los hombres de Sethon —dijo Ryko, poniéndole la mano en el hombro a su compañero de resistencia—. Debemos conseguir que el Señor Eón llegue a palacio. A cualquier precio.

Solly me dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—No os preocupéis, Señor. Lo lograremos.

Un murmullo de asentimiento se propagó entre los hombres que se encontraban en las inmediaciones.

Yo asentí también, con un nudo en la garganta ante tales muestras de lealtad inmerecida. Algunos de aquellos hombres, si no todos, morirían en el empeño. Que los dioses me concedieran tanto valor y tanto honor como el que ellos demostraban.

—En marcha —dijo Ryko, girando la cabeza del caballo para dirigirlo hacia el camino.

Solly movió las manos, creando con ellas una serie de señas rápidas con las que envió a sus hombres en diversas direcciones, pero siempre a nuestro alrededor. Yo me di la vuelta y seguí al eunuco, el temor aplacado transitoriamente por una punzada de emoción.

Ryko se encontraba de pie, junto al caballo, en el último punto en que el sotobosque ofrecía un refugio seguro, y desde ahí observaba los jardines. Frente a nosotros quedaba un sendero iluminado por farolillos que colgaban de cuerdas colgadas entre estacas. Se me cortó la respiración cuando vi las figuras lejanas de los soldados que lo cruzaban, oscureciendo momentáneamente las luces. Y entonces, como si fueran sombras, vi que dos de los hombres de Solly se alzaban desde el suelo y corrían hacia el oscuro follaje.

—Evitaremos los caminos en la medida de lo posible —me informó Ryko—, pero a partir de cierto momento tendremos que tomar la calzada que conduce a la puerta y que estará tan bien iluminada como este sendero.

Desenvainó la espada sin hacer el menor ruido: la había engrasado para matar silenciosamente.

—¿Creéis que podéis usarla sin caeros de la silla? —me preguntó, alargándomela. Su peso me pilló desprevenida. Pesaba el doble que las espadas ceremoniales. Adapté las manos a la empuñadura.

—No he recibido entrenamiento para librar combates.

Ryko sonrió.

—Lo sé. Lo que quiero es que vayáis cortando esas cuerdas a medida que vayamos pasando, para que los farolillos caigan al suelo. Si no lo hacemos así, tanto daría que avanzáramos portando nuestras propias antorchas, así los arqueros tendrían aún más posibilidades de acertar.

—¿Cortarlas al pasar? —Con lo que me costaba mantenerme a lomos del caballo, blandir además una espada pesadísima iba a resultarme imposible—. Sí, podré hacerlo —dije, aunque con tan poca seguridad que no me convencí ni a mí misma.

—Tenemos bastantes probabilidades de lograrlo —dijo Ryko para animarme. Me tendió la mano, le devolví la espada y observé que la envainaba sin esfuerzo—. La concentración máxima de soldados se producirá en las murallas y las puertas de palacio —prosiguió—. Sí, todavía habrá fuerzas en la retaguardia, pero ya he trabajado antes con Solly y sus hombres. Conocen varios trucos que sorprenderían incluso a los mejores secuaces de Sethon. —Me hizo una seña—. ¿Estamos listos?

Acarició el cuello del caballo y enderezó los hombros, antes de saltar sobre él y sentarse, emitiendo un ligero gruñido. Tras colocarse bien en la silla, me tendió la mano. Se la cogí y al momento me vi a horcajadas, a su espalda. En los tendones del omóplato sentí el dolor de aquel tirón súbito.

Me agarré a la cintura de Ryko y el caballo inició el paso con un movimiento algo brusco. Al abandonar la protección de los árboles, me invadió un instante de temor. Ryko guió al animal hasta el sendero de los criados, más bajo, y lo espoleó para ponerlo al trote.

—Vigilad el frente —me ordenó, mientras él concentraba su atención en los jardines que quedaban a nuestra derecha. Yo observaba por encima de su hombro, casi sin aliento por la velocidad constante del caballo. Estábamos regresando sobre nuestros pasos, nos dirigíamos de nuevo al pabellón del Dragón Buey.

Me fijé en los jardines que dejábamos atrás. Había muchos lugares para ocultarse. Solly había comentado que el Anillo Esmeralda estaba atestado de soldados, pero sin duda debía de ser mejor transitar por él que por aquel camino totalmente desprotegido. Noté que Ryko tiraba de las riendas cuando nos acercamos a una curva del camino. Desde donde nos encontrábamos, ya eran visibles parte de los muros y el tejado del pabellón. Los dos nos estremecimos al oír unos gritos desgarradores que se elevaban por el aire, como si un demonio nos llamara desde el más allá.

—¿Qué es eso? —Balbucí.

Ryko guió al caballo al otro lado del camino de los criados y se metió entre los arbustos. Una vez allí, tiró de las riendas para que el animal se detuviera. A pesar de ir a su espalda, notaba que le costaba respirar tanto como a mí.

Me deslicé hasta el suelo, impulsada por una terrible intuición.

—¿Qué estáis haciendo? —me preguntó Ryko, perplejo.

Pero yo ya me había puesto a cuatro patas y avanzaba a gatas por el sotobosque, en dirección al sonido. Tenía que verlos. Ascendí por una pendiente con dificultad, porque la túnica se me enredaba en las rodillas y me oprimía el cuello. En el interior de la manga, las perlas negras estrecharon, protectoras, el libro rojo. Un movimiento mal calculado me hizo pisar una piedra con la mano vendada y tuve que ahogar un grito de dolor, aunque de todos modos nadie me habría oído, pues el lamento agudo que se elevaba desde un lado del camino resultaba ensordecedor.

Avancé un poco más a través de los arbustos y los vi. Frente a mí: formas oscuras en el suelo, tronchadas de modo grotesco. Y unas personas —tres criadas—, arrodilladas a su lado, llorando a los muertos. Me pegué más al suelo, la mirada atraída inexorablemente hacia aquellas cabezas separadas de sus cuerpos. Una de ellas estaba vuelta del otro lado, rodeada de un charco oscuro y brillante. La otra contemplaba la noche. Costaba distinguir los rasgos, pues la luna apenas iluminaba: la muerte había dispuesto la frente, la mejilla y la quijada en un gesto que parecía una parodia de la tristeza. Mentalmente trataba de devolver la vida a aquella máscara, pero en el fondo sabía que se trataba de Hollin. Y que el pesado cuerpo que yacía a su lado era el de Tyron. Reconocí sus ropajes. Apreté mucho los dientes para amortiguar mis propios lamentos. La última esperanza de que estuviera equivocado, de que Ido no estuviera asesinando a los demás Ojos de Dragón, se esfumaba ante mis propios ojos.

—Haz que se callen esas perras —ordenó una voz—. Y aparta los cadáveres del camino.

Ante mí apareció un soldado. Me oculté más entre los arbustos en el momento en que otros cinco hombres aparecían y apartaban a las mujeres a puntapiés, separándolas de los cuerpos sin vida.

Sentía la necesidad imperiosa de salir corriendo, de gritar, de reunirme con Ryko, pero me obligué a regresar muy despacio y en silencio, arrastrándome por el suelo, agudizando los sentidos para detectar si alguien me seguía.

Ryko seguía montado en el caballo, me dedicó una mirada asesina cuando salí de los arbustos, pero lo que debió de ver en mi rostro frenó su lengua. Volvió a subirme a la grupa, tirándome del brazo. El calor de su cuerpo contra el mío era como una especie de talismán que me protegía contra la muerte.

—Lo siento —susurré a su espalda, mientras nos adentrábamos más en los jardines—. Tenía que verlo. —Apoyé la frente en su hombro—. Los han dejado tirados en la cuneta.

—Intentad no obcecaros con eso.

Se trataba de un buen consejo, pero las imágenes surgían de entre las sombras a nuestro paso: gestos sin vida, charcos oscuros, ojos fijos. Percibía el galope del caballo, oía la respiración de Ryko, notaba su tensión mientras cabalgaba, alejándonos del sendero de los soldados, pero mis ojos veían sólo a mis amigos muertos, y mi mente se sentía atrapada en un cántico silencioso de culpabilidad.

Sólo cuando Ryko tiró con fuerza de las riendas y nos detuvimos, vi que nos encontrábamos tras el pabellón, cerca de la puerta del Buen Servicio. Más adelante, unas lamparillas blancas, fúnebres, colgaban sobre el sendero como una hilera de pequeñas lunas. Un golpe sordo, mezclado con gritos y entrechocar de metales, me hizo saber que nos encontrábamos cerca de la muralla. ¿Cómo podíamos habernos aproximado tanto sin ser vistos? La respuesta se hallaba en el suelo, un poco más allá del pabellón: dos vigías del ejército muertos.

Unas sombras oscuras se separaron del pequeño edificio y corrieron hacia nosotros: Solly y dos de sus hombres. Los tres inclinaron la cabeza un instante, en deferencia a mí.

—Han llevado el ariete hasta la puerta —susurró—. Ya casi está rota. Podría ser vuestra oportunidad.

Ryko tiró de las riendas del caballo para calmarlo.

—¿Arqueros?

Solly torció el gesto.

—Sí, un pelotón entero, pero están concentrados en la muralla y la mayoría de ellos os flanquearán.

—¿Están listos vuestros hombres?

—Sólo tienes que dar la orden —respondió Solly. Los dos hombres, tras él, asintieron, y uno de ellos murmuró: «Por el Emperador Perla», con voz atropellada.

Ryko desenvainó la espada y me la alargó.

—Cortad las lamparillas, hacedlo como podáis, pero hacedlo.

Apreté con fuerza la muñeca y el brazo, pero pesaba demasiado. Tendría que usar las dos manos. Sujeté la empuñadura con la otra y alejé el filo del flanco del caballo, presionando más la grupa con los muslos y las rodillas. El giro del cuerpo me traería problemas, pero tal vez lo lograra. Invertí el filo y apoyé la empuñadura en el muslo, en su parte interna, la del músculo, para ganar estabilidad. Con la mano que me quedaba libre me agarré al hombro de Ryko. Cada cosa a su tiempo: lo más importante era llegar al pórtico a caballo, y enteros. Luego ya pensaría en el modo de blandir la espada.

—Alerta a tus hombres —dijo Ryko. Volvió la cabeza, me fijé en que a sus ojos asomaba la violencia. Me preguntaba qué vería él en los míos—. Nos vamos.

Solly imitó el grito de un ave rapaz nocturna. Ryko espoleó el caballo, que dio el primer paso al frente. Yo acaricié el libro rojo, para que nos trajera buena suerte y me eché hacia delante para acoplarme al ritmo cada vez más veloz del animal. El gran esfuerzo que debía hacer para no caerme, mientras sostenía la espada en alto, me agotaba, y los latidos de mi corazón casi me impedían oír las embestidas del ariete contra la puerta. Avanzábamos tan deprisa que el aire me ardía en los ojos y hacía que se me saltaran las lágrimas.

Por fin llegamos a la calzada, el sonido amortiguado de las pezuñas sobre la hierba dejó paso a un repiqueteo escandaloso, que nos convertía en blanco instantáneo. A ambos lados la oscuridad se confundía con las formas humanas y la distancia que nos separaba de ellos era un reguero brillante de muerte. Más adelante, la puerta cedía bajo la fuerza del ariete y los gritos sincronizados del esfuerzo se elevaban sobre los chasquidos de la madera al partirse. Me volví y cerré las manos alrededor de la empuñadura.

—Esperad —me gritó Ryko.

En ese instante entreví a unos hombres que corrían hacia nosotros, llevándose las manos a la espalda para proveerse de flechas.

Levanté la espada.

En el aire reverberaban las explosiones. A la izquierda. A la derecha. ¿Sería ese uno de los trucos de Solly?

—Ahora —ordenó Ryko.

Corté la primera cuerda, la caída de la lamparilla que sostenía me causó un placer absurdo. Mi siguiente mandoble no resultó tan exitoso, el filo pasó rozando la oreja del eunuco.

—Cuidado —rugió, apartándose.

Presa de la desesperación, seccioné la siguiente cuerda. Otra lámpara cayó al suelo en el camino que se extendía ante nosotros. Un sonido de cuerda pulsada me llevó a agacharme. ¡Flechas! Provenían de las sombras de ambos lados. Busqué algún dolor en mi cuerpo, pero no lo encontré. Me concentré entonces, una vez más, en el mundo que se arremolinaba a nuestro paso. No lograba cortar las cuerdas de todas las lámparas y sus luces nos dejaban expuestos al peligro. Irguiendo mucho la espalda para contrarrestar el impacto, blandí de nuevo la espada. Su peso bastó para arrastrar una lámpara y enviarla a las sombras. Por delante de nosotros oímos el crujido de la madera al partirse, y vítores de éxito. La puerta había sido abatida. Corté otra cuerda y la luz que sostenía rodó, ya apagada, sobre la hierba. Sentía las muñecas cada vez más débiles y la postura forzada de la espalda repercutía en la cadera.

—Voy a pasar por encima de ellos. Sujetaos con fuerza —me gritó Ryko por encima del hombro.

Pero sus palabras no significaban nada para mí. Todos mis recursos estaban concentrados en cortar la siguiente cuerda, en levantar la espada. El galope del caballo se hizo aún más veloz, pero mi cuerpo no logró adaptarse a tiempo al cambio de ritmo. La espada se levantó más de la cuenta, chocó contra la estaca, se me escapó de las manos y cayó a la calzada con estruendo.

Me agarré a la cintura de Ryko y volví la vista atrás. La espada estaba ya a cuatro cuerpos de distancia. Los hombres que habían salido a nuestro encuentro se postraban en las reverencias de rigor. Más adelante, en alguna parte, los gritos del combate se elevaban sobre el entrechocar de las espadas.

—Se me ha caído —le grité a Ryko al oído—. Se me ha caído tu espada.

Entonces vi la masa de hombres que luchaba junto a la puerta reventada: guardias imperiales obligados a retroceder por el ejército de Sethon. Y nosotros nos dirigíamos directamente hacia ellos. El caballo intentaba desviarse hacia la izquierda, pero Ryko mantenía el rumbo con brutalidad.

El primer hombre al que pisamos cayó sobre su oponente. El segundo nos vio venir y se abalanzó sobre el cuello del animal. Ryko lo apartó de una patada y gruñó cuando el filo le rozó la pierna. Más adelante, alguien cayó entre gritos. El caballo siguió avanzando hacia la zona más despejada, pisoteando el cuerpo. Vi que el pecho del hombre cedía bajo el peso de una pezuña. Ryko le clavó el puñal a un soldado que se aferraba a su pierna herida. Le di una patada en el hombro. Pero no acerté, en lugar de ello lo golpeé en el casco. Echó la cabeza hacia atrás, se soltó y cayó bajo el caballo. El animal pasó por encima de él y se encabritó al llegar frente a un guardia imperial, al que empujó contra los restos de la puerta. Entre maldiciones, Ryko tiró de las riendas para llevar el caballo hacia la derecha y lo hizo saltar sobre dos hombres que forcejeaban en el suelo.

—¿Ryko?

El grito provenía de un guardia corpulento apostado más adelante. El hombre esquivó el mandoble de un soldado, acercando la empuñadura de su arma a la mandíbula del hombre. Al terminar, volvió a concentrarse en nosotros.

—Ayúdanos a entrar —le gritó el eunuco para hacerse oír por encima de aquel estrépito de voces y metales.

El guardia asintió y se agachó para esquivar otra espada que estuvo a punto de cortarle el cuello. Pero logró detener a su atacante y con la empuñadura de su espada frenó el avance de la del rival. Echó entonces la cabeza hacia atrás y emitió una especie de aullido ululante que se abrió paso entre el griterío. Algo me golpeó en la espalda y me estampó contra la espalda de Ryko, dejándome sin aliento. Se me clavaron los dientes en el labio y la boca se me llenó del sabor metálico de la sangre. Sentí que empezaba a deslizarme por la grupa del caballo, alguien me tiraba de la túnica. Me volví al momento y empecé a dar manotazos desesperados. Se trataba de un soldado joven que había perdido el casco y al que la sangre le resbalaba por la cara. Mis dedos encontraron un ojo. Hundí uno de ellos en el tejido blando y oí un grito, pero no sólo no soltó la túnica, sino que se aferró a ella con más fuerza. Ryko retrasó una mano y me agarró del muslo para impedir que siguiera cayendo, mientras con la otra sujetaba al caballo. El esfuerzo le hacía rechinar los dientes. Quise atacar de nuevo al soldado, pero el caballo puso fin a la situación con una coz que estampó al joven contra la garita de guardia. Ryko tiró de las riendas al ver que el animal se encabritaba y levantaba los cuartos traseros, dando coces a todo lo que se le ponía por delante.

Con gran dificultad, resistimos sin caernos, yo rodeando el pecho del eunuco con los brazos, mientras él luchaba por recuperar el control. Finalmente, el caballo se tranquilizó y posó las cuatro patas en el suelo.

—¡Mira! —le grité al oído, señalando hacia delante.

El amigo de Ryko había abatido a su oponente y, metódicamente, abría un camino entre los soldados, frente a nosotros. Estábamos rodeados por un círculo de guardias imperiales, concentrados con gran obstinación en cortar el paso a los insurrectos y en abrir una vía a través del desorden. Ryko condujo al exhausto animal hacia delante, paso a paso, mientras los guardias lograban alejarnos del escenario del combate.

—¡Necesito una espada! —atronó Ryko.

Un guardia alto que se encontraba a nuestra derecha clavó la suya en el pecho de un soldado y tiró de ella para liberarla, alejando al moribundo de una patada.

—¡A cubierto! —gritó, echándose hacia atrás. Los dos guardias que luchaban a su lado se agacharon a la vez, sin interrumpir el ritmo de su lucha—. ¡Toma! —le gritó el guardia a Ryko, alargándole la espada ensangrentada.

El eunuco le dedicó un saludo, y al instante sopesó el arma. Vi que el guardia desenvainaba una daga que llevaba al cinto y reanudaba la pelea.

Ya casi habíamos llegado al final del pórtico que daba acceso al patio. El caballo se echó hacia delante, intuyendo que allí estaría más seguro. Con la agilidad que le proporcionaba su constitución, el guardia que nos abría paso se echó a un lado de un salto, dejando a sus dos adversarios desprotegidos, en nuestro camino. Cabalgamos sobre ellos. A uno lo echamos al suelo, al otro lo abatió Ryko con su espada.

Lo habíamos logrado.

Ryko condujo al caballo hacia el camino del servicio. Yo me volví para mirar atrás. Los guardias formaban de nuevo una línea para impedir el paso de los insurrectos. Eran tan pocos, y luchaban contra tantos… Uno de ellos giró la cabeza para comprobar si habíamos logrado escapar. Levanté la mano y él me devolvió el saludo, muy brevemente, antes de regresar al feroz combate.

—Este animal no durará mucho —dijo Ryko, bajando el ritmo a un trote más ligero, mientras seguíamos avanzando por el camino oscuro e irregular—. ¿Vos estáis bien?

—Estoy bien. ¿Y tu pierna?

—Es sólo un corte. —Tiró de las bridas para detener el caballo—. ¿Os veis capaz de proseguir a pie a partir de aquí?

Por toda respuesta me deslicé por la grupa del animal, que se apartó en el momento en que aterrizaba en el suelo y me desplomaba junto a sus pezuñas.

—¡No me responden las piernas! —exclamé.

—Se os pasará. Descansad un minuto.

El eunuco desmontó y mantuvo la espada ensangrentada lejos de la cabeza del caballo. Yo me froté los muslos mientras él conducía su montura más allá de la calzada y ataba las riendas a un arbusto.

—¿Crees que la dama Dela estará a salvo? —le pregunté—. ¿Con todos esos soldados…?

—La dama Dela sabe cuidarse sola.

Pasó el filo de la espada por la hierba, para limpiarla, y la envainó. Más adelante, un crujido nos hizo girarnos. Alguien se acercaba. Eran muchos. Ryko tiró de mí para alzarme.

—Ha llegado el momento de correr.

Y entonces se inició un escondite mortal. Los soldados de Sethon se habían adentrado mucho en el recinto palaciego y de modo sistemático conducían a todos sus ocupantes hacia los patios de mayor tamaño. Mientras nosotros nos movíamos velozmente entre los edificios, veía como obligaban a arrodillarse a grupos de mujeres que gritaban y de eunucos acobardados. En muchas ocasiones lográbamos, por muy poco, ocultarnos entre las sombras cuando pasaban los soldados. A mí no me cabía duda de que oirían los latidos de mi corazón, o descubrirían, a la luz tenue, el blanco de mis ojos aterrorizados. Una vez, mi cadera enferma me obligó a retrasarme, un soldado joven percibió mi movimiento y retrocedió sobre sus pasos para investigar. Jamás olvidaré el sonido de su cuerpo cuando Ryko le clavó el puñal y lo mató, ni la sorpresa dibujada en sus ojos.

Cuando por fin llegamos al pórtico de los aposentos de la Peonía, sentía náuseas tras haber visto a tantos guardias asesinados, a tantas criadas forcejeando debajo de soldados, a tantos ancianos convertidos en bultos sangrientos que todos pisoteaban. Incluso Ryko, que debía de estar curado de espantos estaba pálido y murmuraba:

—No podemos parar, no podemos parar.

El patio de la Peonía estaba desierto, y el jardín, sereno, primorosamente cuidado, contrastaba enormemente con los gritos y los horribles lamentos que acabábamos de dejar atrás. Me apoyé en el arco de piedra y me llevé la mano al pecho, tratando de recuperar el aliento y de calmar, en lo posible, las náuseas que me brotaban del estómago.

A mi lado, Ryko se puso tenso.

—No —susurró.

Seguí la trayectoria de su mirada.

El jardín no estaba tan desierto como parecía. Había un cuerpo sobre el sendero de gravilla, un cuerpo vestido con ropas de mujer. ¿La dama Dela? Me agarré con fuerza al arco, pues la mera posibilidad hacía que me fallaran las piernas.

Ryko cruzó el jardín a la carrera, en dirección a la figura en sombra, sin pensar en protegerse. Cuando yo llegué a su lado, ya se había arrodillado y respiraba con dificultad. Yo también me hinqué de rodillas, sin atreverme casi a contemplar el rostro de aquella muerta.

Era relleno, ovalado, joven. No era la dama Dela. Ryko me sonrió entre jadeos de alivio. Y yo no pude evitar devolverle la sonrisa; que lo dioses perdonen nuestra siniestra alegría.

El eunuco pasó la mano con suavidad sobre el rostro de la doncella y le cerró los ojos. Y entonces los dos alzamos la vista para contemplar los aposentos silenciosos. Los farolillos nocturnos estaban encendidos, pero no había el menor movimiento. ¿Estaría la dama Dela en el interior?

—Tengo que entrar a comprobarlo —dijo Ryko con voz ronca. Estudió el jardín con atención y señaló en dirección a un grupo de árboles ornamentales que se alzaban junto al estanque—. Ocultaos ahí. Y esperad mi señal.

Le toqué el brazo.

—No, yo también voy —le dije.

—No seáis imprudente. No podemos correr más riesgos.

—Pero, ¿y si está…?

Él me miró de soslayo.

—¿Me consideráis demasiado blando para cumplir con mi deber?

—No me refería a eso.

Ryko suspiró.

—Perdonadme. Ya sé a qué os referíais. Ha sido un pensamiento amable por vuestra parte, pero debéis ocultaros.

La idea no me gustaba, pero obedecí. Los paneles corredizos de la sala de visitas habían quedado abiertos de par en par. Incluso desde mi escondite, tras los árboles, no cabía duda de que los hombres de Sethon habían saqueado el lugar. La mesa baja estaba patas arriba, y el hermoso rollo pintado por el maestro Quidan, el del dragón, estaba arrancado. Vi que Ryko entraba en la sala. Se detuvo un instante, observó el caos y al momento desapareció de mi vista. Así con fuerza el borde de la túnica de la Armonía, tratando de reprimir el impulso de salir corriendo tras él. Finalmente, el eunuco se asomó a la puerta y me hizo una seña.

—No está aquí —dijo cuando me reuní con él en la sala devastada—. Esto está vacío. O se la ha llevado Sethon, o se esconde en alguna parte, esperándonos.

—Yo no conozco a la dama Dela tan bien como tú, Ryko —le dije—. Pero diría que, si hubiera tenido la ocasión, nos habría dejado un mensaje de alguna clase.

Una sonrisa afectada asomó al rostro del eunuco.

—E incluso si se hubiera encontrado en peligro, se habría esforzado por que resultara lo más sutil posible.

Recogí el dibujo rasgado de Quidan y lo extendí cuidadosamente sobre la mesa.

—Esperemos que haya sobrevivido al daño.

—Si yo fuera ella, lo habría dejado en algún lugar al que vos tuvierais que regresar —reflexionó Ryko, caminando de un lado a otro de la estancia—. Tal vez cerca de algo que a vos os fuera especialmente querido.

—En este lugar sólo hay dos cosas por las que siento un especial afecto —dije—. Las estelas funerarias de mis antepasadas. Y se encuentran en mi alcoba.

Conduje a Ryko por mis aposentos y constaté que ninguna de las lámparas de pared estaba rota. Quien fuera que hubiese irrumpido en el recinto, había querido disponer de mucha luz para realizar bien su trabajo. Todas las habitaciones por las que pasábamos se veían saqueadas, los arcones de la ropa abiertos, las telas arrojadas en el suelo, tazas y cuencos rotos por todas partes, cestos volcados, colchones desenrollados… Encontramos dos cadáveres más, pero Ryko me impidió que me acercara a ellos, murmurando que ya los había inspeccionado él.

Mi alcoba también había sido víctima de la devastación. La cama estaba rota, las lujosas sábanas rasgadas y esparcidas por todas partes. Las puertas del aparador estaban abiertas y había platos de porcelana rotos en el suelo. Sin apenas atreverme a contemplar aquellas ruinas, me dirigí directamente al altar. Aquello era lo único que se conservaba intacto; ni los soldados más salvajes se atrevían a ofender a los dioses.

La dama Dela había contado con aquel temor y le había salido bien la jugada. Junto a los cuencos de las ofrendas reposaba su traducción de los Poemas de verano de la dama Jila. El rollo estaba atado con una cinta de la que colgaba una gran perla negra: la que normalmente llevaba en la garganta la dama Dela.

Levanté el pergamino y tiré de un extremo de la cinta.

—Con las letras no soy rápido —dijo Ryko—. ¿Qué dice?

Uno de los poemas está marcado con una luna creciente. Se titula «Una dama está sentada en la penumbra de su alcoba y suspira de amor».

—Está en el harén. En su casa —dijo Ryko, que me quitó la cinta y la perla de entre las manos y las guardó con delicadeza en un saquito que llevaba al cinto.

—¿Y cómo lo sabes? ¿Por el título?

—Una vez me contó que la dama Jila lo había compuesto para ella. —Carraspeó—. Pensando en ella.

Asentí.

—O sea, que vamos al harén.

Ryko soltó una carcajada que sonó hueca.

—Lo decís como si se tratara de acercarse al mercado. El harén cuenta con las mejores fortificaciones de todo el palacio. Y contiene la joya más preciada, de la que Sethon querrá apoderarse a cualquier precio.

Tardé unos instantes en comprender.

—Te refieres al segundo príncipe.

—Sethon es un tradicionalista —se limitó a responder Ryko—. No querrá dejar con vida a ninguno de los dos príncipes. Pero cabe la posibilidad de que nuestros hombres hayan conseguido sacar al pequeño príncipe y a las mujeres de palacio. Y la dama Dela podría encontrarse entre ellas.

Observé su gesto adusto.

—No crees que lo hayan logrado, ¿verdad?

Ryko posó la vista en el desastre de la alcoba.

—No quedan soldados de guardia. Todos los ocupantes del palacio han sido conducidos hasta los patios de mayor tamaño. Creo que toda la fuerza militar disponible está siendo llevada hacia otra parte. Lo que supongo es que Sethon intenta abrir una brecha en el harén.

Yo también me fijé en la cámara saqueada y el desánimo se apoderó de mí: nuestras esperanzas eran pocas.

—Entonces, ¿cómo vamos a entrar en él? —balbucí con voz apenas audible.

Yo tenía tanta fe en los dioses y en la buena fortuna como cualquiera, pero en ese momento nos hacía falta algo más. Nos hacía falta un ejército. Y como el ejército no estaba disponible, nos hacían falta más armas, por lo menos. Y a mí me hacía falta la rabia y la voz susurrante de un antiguo Ojo de Dragón. Me volví hacia el estante de la pared, previniéndome contra el picotazo de rabia que siempre desprendían las espadas cuando las tocaba. En esa ocasión no ignoraría su consejo.

Pero el estante estaba vacío.

—No están. —Tontamente, pasé la mano por el espacio vacío, como si al hacerlo fuera a lograr que se materializaran—. Alguien se ha llevado mis espadas. Rebusqué por los alrededores, levantando las sábanas rotas. Pero allí no había nada.

Ryko masculló algo.

—No es de extrañar. Para un soldado han de valer mucho.

—No lo entiendes. Esas espadas… —¿Cómo podía explicarle que aquellas espadas me decían cómo debía luchar? ¿Que sin su rabia, sin sus conocimientos, yo no era más que una coja que conocía algunas figuras ceremoniales?

—Ya encontraremos otra espada para vos en el camino dijo, dirigiéndose a la puerta.

Me obligué a mi misma a apartarme del estante. No podía hacer nada.

—¿Tienes algún plan?

—Yo siempre tengo un plan —me respondió Ryko.

—Espera.

Aunque había perdido la inmensa furia de las espadas, al menos me quedaba el consuelo de las estelas funerarias de mis antepasadas. Levanté las pequeñas tablas de madera y las guardé entre los pliegues prietos de la banda que me cubría los pechos. Tal vez aquellas mujeres, aquellos ancestros desconocidos, me protegieran. Y si aquello fallaba, entonces tal vez quien encontrara mi cuerpo me enterrara junto a los emblemas de mis antepasadas.