20

Me aparté para que el guardia imperial me acercara el caballo. El pesado hombro del animal, de color castaño oscuro, quedaba a la altura de mi cuello; cabeceaba de modo impredecible. Entretanto, otro guardia se había arrodillado junto a él, ignorando por completo el peligroso y constante pateo de las pezuñas, y esperaba para subirme a la silla. Con un tirón de las bridas, el Emperador hizo girar a su caballo y bajó la cabeza para observarme a la luz de las antorchas.

—¿A qué esperáis, Señor Eón?

—Majestad, yo no sé… —El caballo relinchó, impaciente, y yo retrocedí de un salto.

—Ya veo. Podríais habérmelo dicho antes. —Desde su posición elevada, el emperador miró a su alrededor, inspeccionando a lo guardias—. Supongo que tu sirviente sí sabe montar.

—Sí.

Le hizo una seña a Ryko.

—Lleva a tu Señor.

Ryko dio un paso al frente, y me miró de reojo al acercarse al caballo. Cuando el Emperador y yo abandonamos antes de tiempo el pabellón de los Cinco Espectros, encontré a Ryko esperándome en la plaza. En efecto, había cumplido con su palabra y había regresado para custodiarme, pero no se había dirigido a mí más que para acatar órdenes, su actitud general seguía siendo fría. Con pericia, desató y retiró la silla profusamente decorada, y le hizo una seña al guardia que esperaba con las manos preparadas para que él apoyara el pie y subiera a lomos del animal. En cuestión de segundos ya estaba arriba.

El guardia imperial seguía esperando en la misma posición para ayudarme a montar. Con cuidado, me subí a su rodilla y permanecí unos instantes dubitativa, sin saber qué hacer, pero Ryko tiró de mí por el brazo y me montó en el caballo, detrás de él. A pesar de que trataban de disimularlo, vi que los guardias no conseguían reprimir la sonrisa.

—Sujetaos a mi cintura —me indicó Ryko parcamente—. Y no le clavéis las rodillas con demasiada fuerza al pobre animal.

Yo me agarré a su hombro con una mano, intentando disponer la pesada túnica de seda de un modo más o menos cómodo. Después de días de riguroso protocolo y tristeza, el Emperador se mostraba impaciente por entregarse a la acción; se había negado incluso a cambiarse de ropa, tal como le sugirieron unos escandalizados funcionarios de protocolo. Tampoco me había ofrecido ninguna de sus espadas. Para él yo ya era menos que el Señor Eón.

Ryko se giró, me buscó las manos y se las colocó alrededor de la barriga. Hasta mí llegó el olor intenso de su transpiración, al tocarlo sentí la dureza de sus músculos, que se tensaban para fijarnos a los dos en la silla de montar.

—Sujetaos con fuerza sin no queréis caeros.

El animal se movió, y yo, aun sin quererlo, me pegué más a él. No tendría más remedio que sentarme así, muy unida a él, a pesar de saber que aquella intimidad era tan incómoda para él como para mí.

Cuando ya cabalgábamos detrás de la escogida escolta del Emperador, formada por ocho hombres montados, me di cuenta de que no era capaz de soportar por más tiempo la hostilidad de Ryko, ni su reproche silencioso.

—Lo siento —le dije—. Siento no haberte dicho nada. Siento no ser lo que habrías querido que fuera.

Él volvió la cabeza y en sus ojos vi el brillo de la ira.

—Esto no es algo que pueda perdonarse así como así, con unas risas y un encogimiento de hombros —replicó—. Nos encontramos en una encrucijada, entre una época de ilustración y un regreso a la era oscura. Y vos nos habéis empujado hacia esas tinieblas.

Sentí que mi propia ira iba en aumento.

—¿Y crees que ha sido esa mi intención? ¿Crees que un día, así sin más, decidí organizar esta farsa peligrosa? —Miré a mi alrededor y bajé la voz—. ¿Esta farsa peligrosa para llevar a la ruina a esta tierra?

—A mí no me importa cuál fuera vuestra intención. Es el resultado lo que me preocupa. —Y volvió a mirar hacia delante.

—El resultado no está decidido todavía —le dije—. ¿Qué te crees que estoy haciendo ahora? He puesto mi vida en peligro confesando la verdad al Emperador y ahora asumo el riesgo una vez más para recuperar el libro y poder invocar al Dragón Espejo. Sigo aquí, y estoy haciendo todo lo que puedo. Tú sabes que tengo poder: con él te salvé la vida, y tal vez pueda impedir el triunfo de Ido y de Sethon. Concédeme al menos eso. Dame, al menos, la oportunidad de demostrar mi valor.

Él permaneció en silencio, al poco, por el movimiento de su cuerpo, noté que aspiraba hondo y soltaba el aire despacio.

—Sí —admitió—. Tenéis poder. Y estáis aquí. Sin embargo, en cuanto a vuestro valor… —Levantó los hombros.

—¿Crees que, por ser mujer, fracasaré? —le pregunté, acercando mucho la boca a su oreja.

—Un dragón hembra, una dragona —dijo Ryko en una voz tan baja que era apenas una vibración. Tuve que arrimarme más a él para oírlas—. Y un Ojo de Dragón mujer. Desaparecida durante más de quinientos años y que aparece de pronto. La dama Dela y el Emperador están dispuestos a aferrarse a la pequeña esperanza que les ofreces. —Se volvió para mirarme. Sus ojos ya no expresaban enfado, sino desconfianza—. Yo no soy una persona instruida, pero no estoy tan seguro. No puedo evitar preguntarme si esta extraña unión nos traerá algo bueno o algo malo.

—¿Me consideras mala? ¿Una especie de demonio? —le pregunté, incapaz de disimular el dolor que me habían causado sus palabras.

—Yo no sé qué sois, pero sí sé que no sois sincera, y no creo que estéis confiándonos toda la verdad ni siquiera ahora. —Volvió a mirar hacia delante—. Habéis de saber que os estaré observando, Señor Eón, o quien quiera que seáis. Y no dudaré en proteger los intereses del Emperador.

Me eché hacia atrás, disgustada al oír aquellas palabras.

Estábamos atravesando la explanada del patio de la audiencia y nos aproximábamos a la Puerta de la Suprema Benevolencia. Las puertas laterales, llamadas Puertas de la Humildad, ya estaban cerradas al populacho y las lámparas nocturnas encendidas, por lo que apenas unos pocos oficiales de rango transitaban por la inmensa extensión enlosada, camino de los pórticos que se extendían a ambos lados. Al vernos pasar, se hincaban de rodillas y nos dedicaban reverencias constantes, hasta que el Emperador pasaba de largo. No tardaría en propagarse la noticia de que el Emperador Perla había abandonado sus deberes de hijo y había salido a caballo acompañado por sus guardias… y por el Señor Eón.

La Vía de la Conducta Celestial, la imponente puerta central reservada a Su Majestad, empezaba a abrirse. Los porteros a cargo de la puerta del Juicio se apresuraban a levantar los cerrojos de las elaboradas verjas doradas, mientras los hombres que custodiaban las dos Puertas de la Humildad, de menor tamaño, despertaban sobresaltados con los gritos de los soldados. Cuando el Emperador y su guardia atravesaron el pasaje central abovedado, Ryko desvió su caballo para que pasara por la Puerta del Juicio, en deferencia a mi rango. Las pezuñas del caballo repicaron en el suelo adoquinado y durante un instante vislumbré la magnificencia de los frescos de dragones que decoraban las paredes doradas y los techos de laca roja. Pero enseguida volvimos a salir al aire libre y ocupamos de nuevo nuestro lugar, entre las columnas de jinetes y guardias de a pie, detrás del Emperador y su guardia personal.

Sin dilación, cuando los últimos hombres todavía franqueaban las Puertas de la Humildad, nosotros reemprendimos la marcha y enfilamos la avenida que atravesaba los jardines del Anillo Esmeralda y conducía hasta el Círculo del Dragón con sus doce pabellones. El caballo inició un trote y yo me sujeté a Ryko con más fuerza. Con el vaivén, se me clavaban los huesos del trasero en la grupa, pues no lograba sincronizar mis movimientos con los del caballo. Me llevó un minuto lograrlo, estaba tan concentrada que me pasó por alto un hecho que despertó el temor de toda la compañía. Sólo noté que Ryko tensó la espalda de pronto y que, más adelante, el capitán de los guardias detuvo el avance. A nuestro alrededor los hombres también se detuvieron y al momento se llevaron las manos a los arcos, mientras escrutaban las sombras que poblaban los jardines frondosos que se extendían a izquierda y derecha.

—¿Qué sucede? —le susurré a Ryko, que tiraba de las riendas del caballo.

Él señaló hacia el horizonte con un movimiento de cabeza. En el cielo nocturno brillaba un débil resplandor.

—Fuego.

Parecía lo bastante cercano como para que pudiera haberse declarado en el Círculo del Dragón.

—¿Un pabellón? —pregunté. El primero de ellos era el del Dragón Buey. ¿Se encontrarían bien el Señor Tyron y Hollin?

El capitán ya había dado media vuelta a su caballo y se había alineado junto al Emperador. Hablaban en voz tan baja que a nosotros sólo nos llegaban los susurros. Entonces el capitán asintió y nos indicó que nos acercáramos. Ryko guió al caballo más allá de los guardias personales del Emperador, que ya lo rodeaban por completo, formando un círculo protector.

—Señor Eón —dijo el capitán tras realizar una breve inclinación de cabeza. Era delgado para ser un eunuco, y su autoridad y su experiencia habían marcado unos surcos profundos alrededor de sus ojos y de su boca. Se volvió hacia Ryko—. ¿Lo has visto?

Ryko gruñó.

—Está en la dirección opuesta al pabellón del Dragón Rata —informó el capitán—. El Emperador nos ha ordenado que sigamos.

Ryko se fijó de nuevo en aquel extraño resplandor.

—No me gusta —dijo—. Me recuerda al Paso de Baño.

El capitán asintió, llevándose la mano a la barbilla. Parecía evidente que habían compartido aquella historia.

—Yo he pensado exactamente lo mismo. Pero no podemos disuadir al Emperador apelando a un fantasma del pasado. Enviaré una avanzadilla y continuaremos, pero a la primera señal de algo anómalo, pondremos en marcha la estrategia de seguridad.

—Comprendido —dijo Ryko—. Pero, suceda lo que suceda, el Señor Eón y yo llegaremos al pabellón del Dragón Rata.

El capitán asintió y guió a su caballo a lo largo de la hilera de hombres, que se mantenían en silencio. A una indicación suya, cuatro guardias de a pie rompieron filas y se internaron en los jardines, evitando un sendero en curva iluminado por los farolillos fúnebres.

—¿Qué crees que es? —le pregunté a Ryko cuando volvimos a ponernos en marcha.

—Silencio —me ordenó. Había levantado la cabeza, y escuchaba con atención.

Seguimos avanzando, pero la tensión aumentaba a cada paso. Finalmente, el cruce que conducía al Círculo del Dragón apareció en lo alto de un repecho.

Ryko se incorporó todavía más.

—¿Oís?

Agudicé el oído, tratando de distinguir algo por encima del repicar de las pezuñas y los pasos de la tropa. Un sonido débil, que parecía más bien un rumor del aire, se alzó de pronto sobre el ruido de fondo.

—¿Qué es? —le pregunté.

Noté que el cuerpo del eunuco se agarrotaba cada vez más. Sujetó las riendas con una mano y se llevó la otra a la espada. Habíamos llegado al cruce, al ancho y adoquinado Círculo del Dragón, que se curvaba a izquierda y derecha. Pateando suavemente los flancos del caballo para ganar velocidad, nos acercamos al borde, seguidos por dos guardias del Emperador, que cubrían la retaguardia.

Sin la protección que formaban los jardines a ambos lados, el rumor apenas perceptible se convirtió en el chasquido, débil pero inconfundible, del metal al entrechocar en un combate. Ryko giró el caballo cuando uno de los soldados que formaban la avanzadilla abandonó el jardín por el lado derecho y se puso a correr con la mano levantada.

Ryko entornó los ojos.

—El ejército —susurró. Se inclinó hacia delante cuando el hombre se acercó, su mano extendida se cerró en un puño—. Atacan.

El capitán acercó su caballo al nuestro a la carrera, al llegar lo detuvo con brusquedad.

—¿El ejército está atacando los pabellones del Dragón? No puede ser.

El soldado llegó finalmente a nuestro lado.

—Capitán —dijo, jadeando—. El ejército del Gran Señor Sethon ha tomado los pabellones del Dragón Buey y el Dragón Tigre. Y he visto un batallón junto a la entrada norte del recinto interior.

—¿Y el Señor Tyron? —pregunté.

El soldado negó con la cabeza.

—Está muerto, Señor. Lo he visto decapitado junto al camino. Y también a su aprendiz.

—No —susurré—. No.

El soldado me dedicó una reverencia.

—Lo he visto, Señor. Al Ojo del Dragón Tigre y también a su muchacho. Pero no han sido los hombres de Sethon quienes lo han matado.

—¿Quién ha sido entonces? —exigí saber.

—No llevaban colores distintivos.

El capitán escrutó la calzada oscura que se extendía a nuestras espaldas.

—Sethon debe de haber rodeado el recinto interior.

—No espera siquiera a presentar formalmente sus aspiraciones —intervino Ryko—. Piensa tomar el trono por la fuerza.

—Con ayuda de Ido —dije yo.

—Eso significa que sólo atacarán a los Ojos de Dragón que sean leales al Emperador —observó el capitán, que bajó la mirada para observar al soldado de a pie que había regresado con las noticias—. Llévate a los mejores hombres y regresa al palacio para dar la voz de alarma. Y alerta también a todos los pabellones que no estén siendo atacados aún.

El hombre asintió y corrió hacia los demás soldados, que esperaban órdenes. El capitán hizo girar el caballo.

—Yo voy a sacar de aquí a Su Majestad. ¿Venís con nosotros?

Ryko negó con la cabeza.

El capitán asintió una vez.

—Buena suerte entonces. Ya sabes dónde estaremos, Ryko.

Pateó los flancos a su caballo, que se puso en movimiento al instante. Y empezó a dar órdenes.

Durante un momento, vi que el pálido rostro del Emperador se volvía para mirarme, antes de que los guardias iniciaran un galope que lo alejara por la calzada.

En el relato de los hechos que había transmitido el soldado había algo que no terminaba de encajar. Había dicho que el Señor Elgon también estaba muerto, pero el Ojo del Dragón Tigre era un hombre de Sethon. ¿Por qué habría de matarlo Ido? Mi inquietud se convertía por momentos en creciente horror.

Ido estaba matándolos a todos. Estaba creando el Collar de Perlas.

Agarré la manga de Ryko.

—No es Sethon el que mata a los Ojos de Dragón leales al Emperador —le dije—. Es Ido. Y está matando a todos los Ojos de Dragón.

Ryko se volvió para mirarme.

—¿A todos? —repitió—. ¿Y por qué haría algo así? Sería una locura.

Y era una locura. La locura de un hombre que quería ser Emperador.

—El libro negro que vimos en su biblioteca… contiene el secreto para crear un arma terrible. Ido cree que si mata a todos los Ojos de Dragón, podrá hacerse con ella.

Ryko me agarró la túnica y al hacerlo se le retiró la manga, dejando al descubierto el puñal que llevaba sujeto al brazo.

—¿Hay algo más que deba saber, Señor Eón? —me preguntó, apretando mucho los dientes. Nuestro caballo se ladeó peligrosamente sobre los adoquines. Ryko tiró de las riendas, al tiempo que me agarraba con más fuerza, manteniéndonos a los dos bajo su férreo control.

—Cree que yo soy la clave de ese control —le respondí, con la respiración entrecortada—. Vendrá a por mí. Debo obtener todo mi poder para poder rechazarlo. Esa es la verdad. Lo juro.

Al fin me soltó, con el gesto contrariado.

—Siempre reveláis la mitad de la historia. Nunca la historia entera. —Hizo girar al caballo—. Atravesaremos el bosque de caza del Buey.

—¿Y qué hay del Señor Tyron? ¿Y de Hollin?

—Ya habéis oído al soldado —respondió Ryko—. Están muertos. Y si estáis en lo cierto, los asesinos que trabajan para Ido estarán en todos los pabellones. —Soltó una risotada seca, amarga—. Parece que el pabellón del Dragón Rata es el más seguro de todos.

Se tendió casi sobre la crin del caballo, que respondió aumentando la velocidad. Yo me agarré a la cintura de Ryko, rezando por no caerme. Ya no faltaba mucho: el pabellón del Dragón Rata era el siguiente del Círculo.

Un cambio en el paso del animal me hizo abrir los ojos. Ahora avanzábamos al paso y nos dirigíamos a una zona de vegetación más densa, dentro del mismo bosque de caza. Hacía apenas unas semanas, Ryko me llevaba por ese mismo bosque, cargándome a su espalda, y yo sentía que su amistad y su ayuda eran un gran apoyo para mí en medio de aquella corte plagada de intrigas y traiciones, y pensaba que conseguir el libro rojo constituiría una gran esperanza. Ahora, ahí estaba de nuevo, pero Ryko era más un oponente que un amigo y aquella gran esperanza se había convertido en duda y desesperación. Nos acercábamos al final del juego y en el desenlace podía ser que consiguiera el poder del Dragón Espejo, o mi propia muerte. Con el ejército de Sethon avanzando hacia el palacio y los hombres de Ido asesinando a todos los Ojos de Dragón, la segunda opción parecía más probable. Aquella idea siniestra se alojó en mis entrañas como una helada en lo más crudo del invierno.

El caballo se abría paso por el sotobosque, hasta que llegó a un recodo más espeso aún, rodeado de árboles. Ryko tiró de las riendas para llevarlo detrás de unos arbustos.

—Bajad —me susurró.

Yo me eché hacia atrás y pasé la pierna enferma sobre la grupa del animal, descendiendo por ella, seguido de una cola de seda esmeralda. Caí sobre el suelo y tropecé con la superficie irregular. Tuve que apoyar las manos sobre la tierra para no caerme y emití un débil gruñido de protesta.

Ryko se bajó con gran agilidad, aterrizó a mi lado y me indicó que me sentara.

—Esperad.

Me senté, no tanto por obedecerle como porque me temblaban las piernas. En silencio, él condujo al caballo hacia los arbustos. Me llevé la mano a la articulación de la cadera y me froté el punto dolorido, caliente. El desplazamiento a caballo y la ausencia súbita de droga de sol habían logrado que el dolor se convirtiera en agonía.

Me pareció que Ryko tardaba siglos en acuclillarse a mi lado. Se llevó un dedo a los labios y, señalando a nuestra izquierda, levantó dos dedos de la otra mano.

—¿Dos hombres? —intenté adivinar.

Él negó con la cabeza y yo me fijé en el movimiento de sus labios. Veinte.

El aire que me rodeaba se volvió más denso.

El eunuco me rozó el brazo y señaló a nuestra derecha, bajando la mano casi hasta tocar el suelo. ¿Pretendía decirme con aquel gesto que deberíamos llegar arrastrándonos hasta los pabellones del Dragón? ¿Por delante de veinte soldados? Dudaba de que mi cadera fuera a ser capaz de cubrir aquella distancia. Me fijé en el gesto de Ryko, frío, expeditivo. Él me llevaría a su espalda si yo se lo pedía, pero no pensaba hacerlo, pensaba valerme por mí misma. Le demostraría que todavía era el Señor Eón.

Ryko se puso en pie y avanzó en silencio hacia un claro entre los arbustos. Yo le seguí por un sendero entre la maleza, que en realidad era más producto de su imaginación que de la escasez de follaje. Con aquella pesada túnica, yo ya había empezado a sudar, aunque por suerte, en la penumbra, el color verde, que dominaba sobre el resto, se confundiría con el de las hojas. De vez en cuando, Ryko se detenía y escuchaba con atención, cada vez que lo hacía, su gesto se volvía más adusto. Mis oídos no estaban tan entrenados como los suyos y no oía más que las llamadas de las alimañas nocturnas y el roce de hojas y ramas a nuestro paso. Pero él avanzaba cada vez más deprisa, por lo que no costaba suponer que los soldados iban ganando terreno.

Y entonces lo oí, el chasquido de una rama al romperse.

Ryko me empujó para que me tendiera sobre el suelo tapizado de hojas.

Contuve la respiración y entorné los ojos. Pero la oscuridad me impedía ver a nadie. Mis otros sentidos se agudizaron: el olor de nuestro sudor, las ramas clavándose en mi carne, el sabor agrio del miedo. A mi lado, oí que Ryko desenvainaba sus puñales. Y noté su mano en la mía, sentí que me entregaba un arma, que me apretaba las manos alrededor de la empuñadura, para que la sujetara. Le miré a los ojos. ¿Me la entregaba para que luchara o para que muriera? Yo seguía sin ver más que al cazador que se agazapaba en su rostro.

Giró la cabeza a izquierda y derecha, escuchando con atención.

Una débil llamada gutural, que provenía de nuestra derecha. Y que se repitió.

De pronto, echó hacia atrás la cabeza y la imitó, esbozando una sonrisa de oreja a oreja.

A nuestro alrededor surgieron unas sombras entre la maleza, que se convirtieron en figuras humanas.

—Por el Emperador Perla —dijo una voz.

—¿Solly?

—¿Ryko?

Apareció un rostro entre los arbustos: ojos porcinos, mandíbula prominente, sonrisa mellada.

Me eché hacia atrás y empuñé el arma. ¿Qué era aquello? ¿Un demonio?

—Ryko, nos has dado un susto de muerte —susurró aquel rostro—. Creíamos que erais la avanzadilla del ejército.

Era sólo un hombre, aunque el más feo que había visto en mi vida. Aliviada, bajé el arma. Solly pertenecía al movimiento de resistencia de Ryko.

—No sabía si lo lograríais —le confió el eunuco.

—Hemos estado a punto de no lograrlo. No estoy seguro de cuántos de los otros lo han conseguido.

—Solly, vengo acompañando al Señor Eón —se apresuró a añadir Ryko.

De modo que no les había contado la verdad sobre mí. ¿Quién hablaba ahora con medias verdades?

Solly abrió mucho los ojos.

—¿El Señor Eón? —Al momento me dedicó una reverencia ferviente—. Señor, es todo un honor.

Yo asentí, todavía impresionada por la fealdad de aquel hombre.

—He contado que sois veinte —dijo Ryko—. ¿Es correcto? ¿Vais todos armados?

Solly levantó un gran garfio metálico y sonrió.

—Todos armados. ¿Qué necesitas?

—Debemos llegar al pabellón del Dragón Rata y regresar después a palacio.

—Nosotros os llevaremos —sentenció Solly. Se volvió hacia mí y de nuevo inclinó la cabeza—. Os llevaremos, Señor Eón.

—Gracias, Solly —dije—. Eres de la resistencia isleña, ¿no es cierto?

—Sí, Señor. Vinimos cuando Ryko nos lo pidió. —Su sonrisa se tornó de pronto más tímida—. Todos sabemos que vos sois el que conoce el modo de derrotar a Sethon. Os serviremos, Señor. Hasta la muerte. Por el Emperador Perla.

—Por el Emperador Perla —repetí.

—Debemos seguir —intervino Ryko secamente—. Solly, esfúmate. Una vez lleguemos al muro, mantente oculto. Y envía a alguien para que se lleve nuestro caballo.

Solly se volvió hacia sus hombres y les susurró unas instrucciones, mientras Ryko me alargaba la mano. Yo la rechacé, me puse en pie sola y me alisé la túnica.

—Toma —le dije, ofreciéndole el cuchillo.

Él lo miró.

—¿Habéis apuñalado a alguien alguna vez?

—No.

—Este es el mejor sitio. —Me acercó la mano al fajín y presionó suavemente por encima del delta del carisma—. Apunta aquí arriba y alcanzarás el corazón. El puñal es lo bastante largo. —Se giró—. Clávalo con fuerza y que no te sorprenda la resistencia de la piel y el músculo.

Un recuerdo súbito asomó a mi mente; Ryko clavando un filo bajo la armadura de Ranne. ¿Era esa la misma arma con la que le había dado muerte? Aparté de mí aquel pensamiento siniestro y oculté el puñal bajo los pliegues de mi túnica.

Solly ordenó a sus hombres que ocuparan sus posiciones. Yo seguí a Ryko, que prosiguió la marcha por entre la maleza, consolándome al menos con el hecho de que, como mínimo, teníamos las espaldas cubiertas. La breve pausa me había servido para dar descanso a la cadera, pero el eunuco avanzaba tan deprisa que el dolor no tardó en regresar. Si alguien me hubiera ofrecido una dosis de droga de sol, me la habría tomado incluso sin disolverla en agua.

Cuando llegamos al terreno más despejado que quedaba frente al pabellón del Dragón Rata, me faltaba el aire. Ryko le hizo una seña a Solly; al instante él y sus hombres parecieron fundirse de nuevo con el espeso follaje. Miré en dirección a las sombras: no había ni rastro de ellos, aunque yo sabía que estaban en alguna parte, observándonos, aguardando nuestro regreso. Se trataba de un pensamiento tranquilizador.

Ryko inspeccionó con detalle la altura del inmenso muro.

—Entraremos por la misma puerta que la otra vez —dijo, clavando sus ojos en los míos—. ¿Estáis bien?

Asentí, pero tuve que respirar hondo dos veces antes de poder responderle:

—Estará cerrada.

El eunuco se encogió de hombros.

—Las cerraduras no suponen ningún problema. A mí lo que me preocupa es el número de guardias.

—La mayor parte de ellos estará… —tuve que interrumpirme para aspirar otra bocanada de aire— en los otros pabellones.

En el rostro de Ryko se dibujó la misma pregunta atormentada que me formulaba yo: ¿cuántos Ojos de Dragón habrían muerto ya?

—Vamos —dijo—. Y agachaos.

Atravesamos el peligroso espacio abierto que separaba el bosque del pabellón, intentando alcanzar cuanto antes las sombras protectoras que proyectaba el muro. Al llegar a él, apoyé la espalda contra la fría piedra y aspiré profundamente, pero Ryko siguió avanzando en dirección a la reja. Permanecí unos instantes más apoyada contra la pared; Ryko todavía tardaría un rato en forzar la cerradura y a mí me vendría muy bien descansar.

Lentamente, los latidos de mi corazón recobraron su ritmo normal. Ryko seguía acuclillado delante de la reja. Avancé pegada al muro, mientras lo observaba trabajar con la precisión de un artesano. El pequeño receso había devuelto a mi mente todos los problemas a los que nos enfrentábamos. ¿Habría el Señor Ido devuelto el libro a la biblioteca? ¿Cómo íbamos a regresar a palacio? ¿Podríamos siquiera reunimos de nuevo con la dama Dela?

Me detuve al llegar junto a Ryko.

—Ya casi estoy —susurró.

Y, en efecto, en ese momento el mecanismo emitió un chasquido.

El eunuco sonrió, extrajo de la cerradura los dos alambres que había introducido en ella y tiró del cierre, abriendo así la reja. Contuve el aliento cuando se coló por la estrecha ranura y me indicó que pasara.

Seguí a Ryko por el largo pasadizo. Caminábamos muy pegados a la pared, alerta. El patio estaba iluminado del mismo modo que la vez anterior y la claridad amarillenta de las lámparas de bronce proyectaba profundas sombras más allá de los naranjos enanos. Pero llamaba la atención la ausencia total de los ruidos normales en un espacio abierto como era aquel. Incluso las cocinas estaban a oscuras. Me volví para quedar frente al pasillo trasero. Más allá estaba la biblioteca y —esperaba yo— el libro.

Ryko apoyó la cabeza en la pared.

—O el servicio ha huido o se ha trasladado a un lugar más seguro —observó—. Es posible que el Señor Ido no haya pasado todavía por aquí.

Le miré, presa del pánico.

—Eso querría decir que todavía tiene el libro en su poder.

Ryko asintió. La desesperación me atenazó la garganta y tuve que hacer esfuerzos para respirar. ¿Cómo iba a alejar el libro de Ido sin invocar al Dragón Rata?

—De todos modos, debemos inspeccionar la biblioteca —dije—. Por si acaso.

Él me miró, poco convencido.

—Cada minuto que malgastemos costará vidas.

—Tenemos que hacerlo —insistí.

Ryko volvió a escrutar el patio.

—Vamos.

Me agaché todo lo que pude y seguí al eunuco, que se dirigía hacia la hilera de naranjos enanos, que dejó atrás para internarse en el pasadizo cubierto. Nada se movía ni se oía ningún ruido. Al fondo del zaguán nos detuvimos y estudiamos el jardín que se extendía frente a nosotros. En esta ocasión no había farolillos en los árboles en flor, pues no se celebraba la festividad del Duodécimo Día. De hecho, no había ni una lámpara encendida. La única luz que alumbraba el camino era la de una luna tenue, que proyectaba su resplandor plateado sobre el pavimento y el estanque. Un intenso olor a jazmín perfumaba el aire; más allá del puente y del pabellón, distinguí el perfil imponente de la biblioteca.

—No se ha ausentado todo el servicio —comentó Ryko en voz muy baja.

Me asomé al jardín y finalmente vi las figuras de dos guardias cerca del pabellón.

Ryko alargó la mano.

—Dadme vuestro puñal.

Lo saqué del fajín y se lo pasé.

—¿Os acordáis de cómo era la llamada de Solly? —me preguntó, desenvainando su otra arma.

Asentí.

—Cuando la escuchéis, acudid a la biblioteca.

En absoluto silencio, corrió sobre la hierba, fundiéndose con las sombras. Yo aguardaba su llamada, consciente de que aquellos dos hombres estaban a punto de morir. En aquella lucha por el poder eran muchos los que morirían. Sin poder hacer nada por evitarlo, a mi mente acudió la imagen repugnante de la cabeza del Señor Tyron cayendo desde sus hombros. La aparté al instante. Era mejor pensar en lo que teníamos que hacer: recuperar el libro. Conseguir el poder. Detener a Ido.

¿O acaso quería decir matar a Ido?

Matarlo, o ser muerta.

Matar o morir.

Entonces oí algo: un gruñido sordo. Aquella no era la llamada.

Una parte de mí sabía lo que era, pero la otra no quería pensar en ello.

Otro sonido. Esa vez sí, era la señal de aviso.

Crucé la explanada cojeando. La penumbra me impedía distinguir el suelo, de modo que sorteaba zanjas y piedras reales e imaginarias. Dejé atrás el pabellón y cuando llegué al camino, su superficie más lisa me permitió avanzar con mayor rapidez. Delante, la biblioteca acechaba, flanqueada por dos formas oscuras tendidas en el suelo. Dos cuerpos sin vida. Me fijé en Ryko, que me esperaba en lo alto del camino y traté de ignorar las siluetas que todavía asomaban por el rabillo del ojo.

—La ilusión del dragón sigue en su sitio —me dijo el eunuco cuando llegué a su lado—. Voy a necesitar vuestra ayuda.

Extendió la mano.

Vacilé.

El libro rojo no estaba en mi poder y era demasiado peligroso forzar una conexión con el Dragón Rata. Sólo había un modo de averiguar si todavía era capaz de proteger a Ryko. Le agarré la mano y lo acerqué a la zona de protección. Los dos permanecimos inmóviles, a la espera. Él respiró, aliviado, sin duda porque la alucinación no se había producido.

—No me habéis parecido demasiado convencido —dijo secamente.

—No sé cómo funciona —admití.

Él masculló algo y tiró de mí para que me pusiera en marcha. Recorrió a la carrera la distancia que nos separaba de la puerta metálica de la biblioteca. Como en la ocasión anterior, estaba cerrada. Ahora, sin embargo, Ryko no se retorcía de dolor ni se mostraba incapaz de forzarla. Se arrodilló y, mientras yo le apoyaba la mano en el hombro para protegerlo, manipuló con destreza un hierro fijo y lo introdujo en el candado. El mecanismo cedió emitiendo un chasquido tranquilizador.

Me miró.

—Por suerte, uno de los dos sí sabe cómo funcionan las cosas.

Acto seguido, se metió el hierro en el bolsillo, separó el candado de la puerta y la empujó. Una vez abierta, se apresuró a guarecerse en la seguridad que le proporcionaba el pasadizo oscuro.

Delante se alzaba la puerta interior. El relieve de los doce círculos, grabado en su superficie, resultaba apenas distinguible a la luz tenue que se colaba por la rendija de su base. Alguien había dejado lámparas encendidas dentro. Sin bajar la guardia, Ryko se plantó frente a la puerta y escuchó. Oí el chasquido de un metal y bajé la vista: había desenvainado de nuevo el puñal, que volvía a brillar en su mano. ¿Había oído algo del otro lado? Por la expresión de mi rostro comprendió mi angustia y negó con la cabeza. Tiró del pasador y la puerta se abrió silenciosamente.

Alfombra azul, mesa de lectura inmensa, estantes llenos de cajas de madera que contenían manuscritos alineados en las paredes y la misma reverberación amarga de poder. Nada parecía haber cambiado desde nuestra última visita, salvo porque en esa ocasión las lámparas estaban encendidas y conferían a la estancia un brillo suave.

Ryko dio un paso al frente y franqueó el umbral.

—Yo iré detrás —le dije, siguiéndole—. Coge…

Llegó desde la izquierda, con la cabeza gacha y se abalanzó directamente sobre Ryko.

La embestida hizo que los dos se estamparan contra los estantes de los rollos. Cajas y pergaminos saltaron por los aires y algunos cayeron sobre mí. Ryko logró inmovilizar a su atacante en el suelo y se plantó sobre él. En ese instante entreví el destello de un rostro desesperado: era Dillon. Ryko levantó el puñal, mientras con la otra mano sujetaba el pescuezo de mi amigo.

Me abalancé sobre el eunuco y le agarré un pie.

—¡Detente! ¡Es Dillon!

Ryko se detuvo, el arma ya dispuesta a hundirse en la carne.

Dillon asintió, su verdugo le soltó el cuello y bajó el puñal. Pero acto seguido le agarró de la mandíbula, haciendo caso omiso del gesto de horror del muchacho y le acercó la cara a la luz. Dillon tenía la piel amarillenta, lo mismo que los ojos, y la mancha del cuello había duplicado su tamaño. Forcejeó para librarse de la mano de mi guardián.

—Suéltame.

—Quieto —dijo Ryko, soltándolo—. Estáis envenenado por la droga de sol. Si consumís más, os matará.

—No me importa. —Dillon sujetó la muñeca de Ryko con mano temblorosa—. Si no me mata la droga, me matará él. Va a matar a todos los Ojos de Dragón. —Me miró a los ojos, pero del Dillon que yo conocía no quedaba nada, sólo odio y locura—. Me ha revelado lo que eres y lo que piensa hacer conmigo. Tú nos has traído el desastre a todos nosotros. —Se volvió hacia mí y cerró los puños. Ryko le sujetó el hombro.

—La droga se ha apoderado de él por completo —me explicó Ryko—. Id a por el libro. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.

Aún aturdida por las palabras de Dillon, me puse en pie con dificultad y avancé junto a la mesa. Detrás de mí oí que Ryko intentaba tranquilizar al aprendiz, asegurándole que íbamos a sacarlo de allí, y la voz de Dillon, acelerada, enfebrecida, que se lamentaba sobre el inmenso poder de Ido. La gran cantidad de energía que se acumulaba en la biblioteca me oprimía la base del cráneo. Sin duda mi amigo también notaba sus efectos.

Me dirigí a toda prisa a la vitrina de madera desnuda que ocupaba el extremo de la estancia. Una parte de mí, la parte derrotada, temía que el libro rojo no estuviera en su sitio. Lo mismo que mi dragón.

Pero ahí estaba, junto al libro negro. Me estremecí. La mera visión de aquel otro manuscrito me repugnaba. Levanté la tapa de cristal y sostuve el libro rojo. Las perlas negras que lo rodeaban se agitaron de pronto, como si salieran súbitamente de un letargo y me subieron por la manga, atándome con fuerza el ejemplar al brazo. La inyección de poder que sentí me embriagó hasta tal punto que sentí un mareo. El libro era mío, no de Ido.

Acaricié la ristra de perlas oscuras, intentando ignorar la presencia, más oscura aún, que seguía en la vitrina. Pero en el fondo sabía bien lo que debía hacer. Introduje la mano izquierda en el mueble y la posé, vacilante, sobre la cubierta de piel negra. Las perlas blancas que rodeaban el libro se movieron. Recordé el grito de Ryko cuando alargó la mano para coger el libro. Pero no podía dejarlo ahí.

Lo levanté y lo mantuve alejado de mi cuerpo, preparándome para el doloroso latigazo. Las perlas retrocedieron, se enroscaron sobre sí mismas y, de pronto, me subieron por la manga, atándome el libro al brazo izquierdo.

—¿Lo tenéis? —me preguntó Ryko.

—Sí —le respondí con la voz quebrada. ¿Por qué no me habían atacado las perlas blancas? Cautelosamente, tiré de la ristra y noté que se enroscaban a mí con más fuerza.

—Entonces salgamos de aquí —dijo, tirando de Dillon para que se pusiera en pie. El aprendiz se comportaba como si algo en él estuviera muy mal.

—Estoy bien —dijo secamente, apartando a Ryko de un empujón.

El isleño dio un paso atrás.

—Supongo que podéis evitar la ilusión del Dragón Rata.

Dillon respondió con voz grave, maligna.

—Tal vez Ido se esté bebiendo mi conexión, pero todavía soy capaz de invocar a mi dragón.

Los dos se giraron y vieron que avanzaba hacia ellos con dificultad.

—¿Se está bebiendo tu fuerza? —le pregunté. ¿Sería eso lo que me había hecho a mí? ¿Era algo que podía hacer con cualquiera?

Dillon asintió y señaló el libro negro.

—Lo aprendió ahí. —Sonrió, y al hacerlo mostró todos los dientes, como un animal herido—. No le gustará perderlo.

Ryko observó el manuscrito con desconfianza.

—Pues me alegro de que obre en nuestro poder. Tal vez podamos usarlo en su contra.

Nos indicó que nos dirigiéramos hacia la puerta. Dillon lo seguía de buena gana, impaciente por abandonar su cárcel. Yo iba tras él, seguido por el eunuco. La presión que sentía en la cabeza menguaba por momentos, a medida que avanzábamos por el pasillo de piedra. Apenas hube salido, noté la mano de Ryko en mi hombro.

Pero entonces algo me golpeó el pecho y me dejó sin aliento. Caí sobre pies y manos. No podía respirar. Presa del pánico, vi que Ryko se retorcía de dolor, atrapado en las alucinaciones del Dragón Rata. Un dolor agudo me recorría el brazo mientras hacía esfuerzos por respirar, por gritar.

Suéltalo.

Concentré la mirada: era Dillon, que me gritaba mientras tiraba del libro negro.

Había sido él quien me había golpeado.

Finalmente, mi pecho se abrió y pude aspirar hondo. Él levantó la pierna y me plantó el pie en el pecho, mientras hundía los dedos bajo las perlas blancas.

—¿Qué estás haciendo? —balbucí, retorciéndome por debajo de él.

Pero Dillon se dejó caer con fuerza sobre mi cadera, el dolor fue tan intenso que se desplazó hasta la pierna mala.

—Necesito tener algo que él necesite —hundió más los dedos—. Algo con lo que negociar.

Su estupidez me dio fuerzas.

—¿Negociar? —exclamé—. ¡Pero qué idiota eres!

Y le asesté un puñetazo en la cara. Echó la cabeza hacia atrás y el golpe le rozó la oreja. Con la fuerza que le proporcionaba la locura, me agarró la mano, la bajó y la inmovilizó pasándosela por debajo de la rodilla. Por el rabillo del ojo vi que Ryko avanzaba a gatas hacia nosotros, con los ojos muy abiertos, haciendo esfuerzos por sobreponerse al dolor.

—Ido no va a negociar nada contigo —mascullé—. Te va a matar.

—Por eso necesito el libro —insistió, agarrándome cada vez con más fuerza. Finalmente alcanzó las perlas, y yo noté que se soltaban de mi brazo.

—No. Tú tienes que venir con nosotros.

—¿Contigo? —dijo, burlón—. ¿Con una chica? ¿Con un falso Ojo de Dragón? Lo sé todo de ti. —Una de las vueltas de la ristra de perlas ya se había soltado—. No tienes ninguna posibilidad de derrotarle. —Cerró los ojos y aspiró hondo. Estaba a punto de invocar al Dragón Rata.

—¡No! —exclamé. Si lo hacía, Ido lo percibiría.

De pronto, el collar entero se soltó. Dillon cayó hacia atrás con el libro en la mano. Retrocedió, llevándose el manuscrito al pecho, mientras las perlas se agitaban como un rabo airado.

A mi lado, Ryko se quejaba, el rostro ceniciento. Seguía luchando contra la alucinación, pero era demasiado fuerte. Dillon ya se había puesto en pie y empezaba a correr. Yo, en medio de los dos, no sabía qué hacer.

Logré arrodillarme y me arrojé a la espalda de Ryko. Al momento sentí que el dolor abandonaba su cuerpo. Al otro lado del jardín, Dillon atravesaba el puente y se dirigía al pórtico.

Bajé la cabeza. El libro negro ya no obraba en mi poder.

—Deberíais haber ido tras él —dijo Ryko al fin. Yo le di la vuelta sin soltarle el hombro y él me miró fijamente a los ojos—. Deberíais haber ido tras él, pero me alegro de que os hayáis quedado.