14

Veneno. Yo lo sabía, el Emperador lo sabía y, por los susurros que me persiguieron mientras cumplía con mis obligaciones durante los nueve días de luto preceptivo, todos en la corte lo sabían también. El Señor Tyron solicitó una investigación, pero no había pruebas, o al menos ninguna que condujera a ninguna parte, por lo que se decretó que la causa oficial de la muerte de mi señor era la maldición de los Ojos de Dragón: la fuga paralizante de hua. A mí no me cabía la menor duda de quién estaba detrás de todo ello, pero ¿por qué el Señor Ido me había librado a mí del mismo final? Sólo se me ocurría un motivo; debía de serle más útil vivo y sin protección, que muerto.

A mi señor no le quedaba familia que se ocupara de su tumba, de la quema de las efigies, del pago a los suplicantes para que entonaran los cánticos que acompañaran su tránsito al mundo de los espíritus, de modo que yo me convertí en el depositario oficial de su luto. La dama Dela me puso al corriente, con gran paciencia, de los rituales fúnebres que correspondían a un Señor, orientándome con delicadeza en mis responsabilidades, mientras Ryko montaba guardia inmerso en un silencio estoico que, a su modo, también me servía de consuelo.

Durante los primeros dos días, tuve que aceptar las condolencias interminables de los cortesanos de rango inferior, así como de los dignatarios, que me ofrecían sus paquetitos rojos con el dinero mortuorio. Mientras recibía sus discursos formales y sus preceptivos cuencos de té, una pregunta no dejaba de rondarme la cabeza: ¿Cómo iba a sobrevivir sin mi señor? Él era tan creador del Señor Eón como lo era yo.

Entre aquellas visitas formales, yo rezaba en el altar, o bien me tendía en mi gran lecho de madera tallada y me dedicaba a observar el libro rojo y su texto indescifrable. Mi señor se había ido, y con él mis posibilidades de descubrir los secretos de aquel manuscrito. Debería habérselo mostrado. Debería haberle contado mi problema con el nombre del dragón. Debería haberle hablado de tantas cosas…

De vez en cuando Rilla entraba con comida, o con la infusión de la hechicera, y con ternura me instaba a comer y a beber. Ahora contábamos con un catador oficial, que el Emperador nos había proporcionado «extraoficialmente», pero yo seguía teniendo miedo. Todas las mañanas me armaba de valor y me tomaba la infusión, pero la comida se me atravesaba en la garganta y me venían náuseas. La droga de sol seguía en su saquito, intacta.

A primera hora del tercer día —el Día de la Preparación de la Tumba—, Rilla anunció la visita de la dama Dela.

—Espera en el salón, acompañada de un emisario real —dijo Rilla, acercándose a la cama a toda prisa y arrancándome la colcha de seda.

La observé desde detrás del libro; ya no tenía ni fuerzas para ocultarlo.

—¿Otro regalo?

Desde la procesión, el Señor Celestial se había sentido tan enfermo que no había abandonado sus aposentos. A pesar de ello, me había enviado un regalo durante todos los días del duelo, una gran prueba del favor imperial del que gozaba. En la jornada anterior, Día de las Hierbas y los Vestidos, me había hecho llegar un tarro precioso con ungüento, así como una delicada pieza de lino, todo ello destinado a preparar y amortajar el cuerpo de mi señor.

—Me parece que no —dijo Rilla, que chasqueó la lengua—. ¿Habéis dormido con la túnica puesta?

Cerré el libro y levanté el brazo derecho, mientras observaba que las perlas negras apretaban con fuerza el libro contra mi brazo. Rilla ahogó una exclamación y dio un paso atrás; yo había olvidado que hasta entonces no las había visto moverse solas.

—No te preocupes, no te harán nada.

Al principio creí que aquellas perlas podrían decirme algo sobre el Dragón Espejo, o contener la clave para descifrar aquel extraño texto. Pero, a pesar de su peculiar comportamiento mágico, no eran más que una atadura. Me levanté de la cama y permanecí inmóvil, mientras Rilla me alisaba un poco la ropa y la colocaba en su sitio, evitando, eso sí, la manga derecha, bajo la que reposaba el libro.

—Cuando terminéis vuestra reunión con la dama Dela, se ha dispuesto que debéis preparar la… tumba. —Oí que se le quebraba la voz, pero yo no podía librarme de mi propia tristeza y, por tanto, no podía ofrecerle consuelo.

Cuando entré en la sala de visitas, que tenía los postigos cerrados, la dama Dela se postró de rodillas. En señal de respeto, no llevaba la piel pintada, lo que, unido a la austeridad de su túnica blanca, resaltaba su tez oscura y sus rasgos angulosos. Tras ella, Ryko se inclinó también, ejecutando el saludo de rigor. A pesar de mi sopor, no me pasó por alto la emoción que les embargaba. Un emisario imperial se adelantó y, arrodillándose, me ofreció un rollo.

—Por orden de su Alteza Real. —Se inclinó tres veces, componiendo la reverencia establecida para las entregas de edictos imperiales, en las tres ocasiones llegó a tocar la estera con la frente.

Rompí el lacre y desenrollé el mensaje. El Señor Celestial, preocupado por mi bienestar tras la muerte del Señor Brannon, había ordenado a la dama Dela que se convirtiera en mi acompañante oficial y a Ryko que se ocupara de velar por mi integridad, al frente de un pequeño destacamento de guardias.

Alcé la vista y me obligué a sonreír. Me alegraba de poder contar con ellos, pero la alegría me llegaba como llega un golpe a través de una armadura: amortiguado por espesas capas protectoras. Y así, mientras ellos hablaban de disposiciones y planes, yo me hundí de nuevo en el consuelo del aturdimiento.

A la mañana siguiente llegó el príncipe Kygo, sin haber sido anunciado previamente y flanqueado sólo por dos guardias. Vestía con la sencilla túnica blanca de luto y no lucía ningún adorno real. El corte que le recorría el pómulo había empezado a cicatrizar, pero el moratón todavía resultaba muy visible.

—Señor Eón —me dijo, indicándome que me pusiera en pie—. No vengo a veros como superior, sino como amigo.

Me incorporé despacio, aguardando que prosiguiera. Él miró a sus guardias y ladeó la cabeza, ordenándoles que se retiraran, pues no quería que oyeran nuestra conversación.

—Sería para mí un honor que me permitierais actuar como segundo doliente del Señor Brannon —dijo.

La sorpresa que me causaron sus palabras se abrió paso al fin en mi apatía. El segundo doliente portaba las ofrendas a los dioses y organizaba las efigies. Se trataba de una posición de servicio, e implicaba unas obligaciones que no correspondían al rango de un príncipe.

—Alteza… —Me interrumpí, sin saber qué decir.

Él posó la mano sobre mi hombro.

—Mi padre enferma cada día más —añadió en voz baja—. Ya va siendo hora de que abandone el harén para siempre. ¿Recordáis nuestro acuerdo, amigo mío?

La mutua supervivencia.

Me enderecé bajo el peso de su mano.

—Mi señor me dijo que ya no tardarían. Que pronto darán el paso.

El príncipe asintió.

—Y vos sois lo único que se interpone e impide que el Señor Ido controle el Consejo. —Me apretó el hombro con más fuerza—. Permitidme acompañaros en calidad de aliado durante el funeral del Señor Brannon.

—Sería un honor para mí, Alteza —dije al fin, bajando la cabeza.

Nos sonreímos, reconociendo amargamente, sin palabras, que tal vez aquel gesto no bastara, y llegara, además, demasiado tarde. Nuestra silenciosa complicidad duró apenas un instante, pero durante ese instante fugaz no me sentí tan sola.

Dos días después, durante la Jornada de Honras, nos visitaron los Ojos de Dragón, encabezados por el Señor Ido. Ryko permanecía detrás de mí, en silencio, mientras todos accedían a la sala de visitas. Su sólida presencia era como otra columna vertebral que me sostenía en pie.

Todos los Ojos de Dragón llevaban túnicas blancas y sostenían voluminosos envoltorios con el dinero del duelo, como era costumbre, pero yo percibía que su visita respondía a algún otro propósito. Mientras todos ellos se inclinaban ante mí, me dediqué a estudiar sus rostros. Los aliados de mi señor parecían tensos, sus enemigos se revolvían, impacientes. Miré a los ojos del Señor Tyron cuando se incorporaba y vi que contenían una advertencia. Pero, ¿una advertencia sobre qué? Seguí la dirección de su mirada y me topé con un desconocido al fondo de la sala. El hombre se inclinó en señal de respeto, sin moverse de su sitio, ofreciéndome sus condolencias en un murmullo. Había algo que me resultaba familiar en su modo de parpadear —tres veces seguidas—, pero no lograba identificarlo.

El Señor Ido dio un paso al frente, separándose del semicírculo de hombres vestidos de blanco. Me sonrió, sus labios dibujaron una curva ascendente, fría, que casaba bien con el gesto calculador de sus ojos. Los dos sabíamos que él había matado a mi señor.

—Mi querido Señor Eón, todos nos sentimos muy apenados por el fallecimiento del Señor Brannon —dijo en voz baja. Su falsa compasión me revolvía las tripas—. Todos lloramos con vos la pérdida de vuestro mentor y os ofrecemos a vos, nuestro hermano pequeño, nuestro apoyo durante este tiempo de duelo.

Por primera vez desde la muerte de mi señor, en lo más hondo de mi ser sentí algo. Odio. Ardía en mí como una bola de fuego, arrasando mi aturdimiento y mi desesperación. Bajé la mirada al instante, pues no quería que el Señor Ido viera su propia muerte en mis ojos.

—Con ello en mente —prosiguió Ido—, el Consejo ha solicitado al heuris Kane que ocupe el puesto de albacea. Él dará continuidad a la labor del Señor Brannon y os relevará en los compromisos del Consejo para que podáis estudiar la artes del dragón. Tal como el Señor Brannon deseaba.

El heuris Kane… ahora sí identificaba al desconocido. Era el Señor de Baret, uno de los secuaces de Ido. Como bien había predicho el príncipe, Ido había dado un paso más para hacerse con el control del Consejo. Aquel era el motivo de la muerte de mi señor. Cerré los ojos, y a mi mente regresaron sus últimas palabras.

detenedlo.

Pero yo no era siquiera un Ojo de Dragón. ¿Cómo iba a actuar contra ese hombre? Él era demasiado poderoso. Demasiado despiadado.

detenedlo.

Las perlas se enroscaron con más fuerza a mi brazo, como si quisieran infundirme valor. Nadie más sería capaz de plantar cara a Ido. Era mi deber intentarlo. Por el emperador y por el príncipe. Y por mi señor. Cerré los puños.

—No.

Tan pronto como lo hube dicho, sentí que Ryko se pegaba más a mi espalda y se inclinaba, protector, sobre mí.

Ido se enderezó.

—¿Qué?

Tyron echó hacia atrás la cabeza. Me fijé en su mirada de desconcierto y en silencio le supliqué que acudiera en mi ayuda. Él se pasó la lengua por los labios y asintió.

—Por supuesto que le agradezco al heuris Kane que se preocupe por mi bienestar —añadí, volviéndome hacia él y saludándolo con un movimiento de cabeza—. Pero deseo asumir mi puesto en el Consejo.

Kane parpadeó deprisa, mirándome, antes de volverse hacia Ido en busca de alguna indicación.

—No se trata de algo que podáis escoger, Señor Eón —masculló Ido—. Se trata de lo que sea mejor para el Consejo.

—Os equivocáis, Señor Ido —intervino Tyron, abandonando también el semicírculo—. Si el Señor Eón no desea delegar sus responsabilidades en nadie, tiene todo el derecho a demostrar que es capaz de desempeñar su cargo.

¿Demostrar que era capaz? ¿A qué se refería?

—El Señor Tyron tiene razón —dijo Silvo—. Un Ojo de Dragón sólo puede ser apartado del Consejo si todos los demás miembros coinciden en que no es competente. Y yo, sin ir más lejos, no estoy convencido de que sea así.

—Yo tampoco —se sumó Dram, que me sonrió, infundiéndome ánimos.

Algunas otras voces murmuraron su coincidencia.

Ido se volvió hacia el Ojo del Dragón Caballo.

—¿Y qué sabéis vos sobre competencia?

Girando lentamente, dedicó una mirada desafiante a todos los integrantes del semicírculo.

—El argumento del Señor Ido es válido —balbució Elgon. El Ojo del Dragón Tigre levantó las manos para acallar la algarabía de voces—. No sabemos si el Señor Eón será capaz de asumir los deberes del Consejo. Propongo que lo sometamos a una prueba para decidir si está o no capacitado.

¿Una prueba?

Me clavé las uñas en las palmas de las manos. Si se trataba de alguna demostración de poder, todo estaba perdido.

—¿En qué habéis pensado? —preguntó Tyron.

Elgon le dedicó una reverencia al Señor Ido.

—Eso lo dejo al arbitrio de nuestro respetado presidente.

Ido ladeó la cabeza.

—Tyron, creo que vuestra provincia ha solicitado su petición anual al Consejo para que controle las lluvias del Monzón Rey y proteja sus cultivos.

Tyron asintió, tensando los músculos de la mandíbula.

Ido esbozó entonces una sonrisa.

—El Señor Eón podría demostrarnos su competencia encabezando ese esfuerzo. Después de todo, el cargo al que aspira es el de coascendente y copresidente.

—Eso es demasiado —protestó Dram—. El muchacho no ha recibido instrucción.

—A eso me refería yo, precisamente —replicó Ido sin inmutarse.

Tyron me miró. Se trababa de un gran riesgo tanto para él como para mí. Si algo salía mal, el monzón Rey inundaría la zona y él perdería los ingresos de todo un año, pues la cosecha quedaría devastada. Levantó mucho los hombros.

—Deposito mi entera confianza en el Señor Eón —dijo al fin.

Ido se volvió hacia mí, con gesto voraz. Sabía perfectamente que no tenía la menor posibilidad de éxito.

—¿Aceptáis someteros a la prueba?

Todas las miradas estaban puestas en mí, la tensión paralizaba a los presentes. Yo no sabía siquiera cómo invocar a mi dragón, mucho menos cómo controlar las lluvias más intensas de la estación. Pero no tenía otra salida. Yo era lo único que separaba un Consejo bajo control de Ido de otro al servicio del Emperador y de nuestra tierra.

—Sí —dije, finalmente, y al decirlo sentí que se me quebraba la voz.

Ido sonrió, triunfante.

—En ese caso esperaremos a que el Señor Tyron dé la orden de viajar a su provincia.

—Supongo que no os opondréis a que me ocupe del adiestramiento del Señor Eón antes de esa fecha —replicó Tyron parcamente.

Ido se encogió de hombros.

—En absoluto. —La estación de los monzones se iniciaba siempre en la provincia de Daikiko. Ese año los observadores del clima habían predicho que el monzón Rey alcanzaría la costa en el plazo de una semana, aproximadamente. Ido sabía que yo no podría asimilar doce años de estudio en menos de siete días—. Aunque —añadió, emitiendo un suspiro— no parece adecuado que el Señor Eón se entrene mientras duran los nueve días de luto por la muerte de su señor.

El gesto de Tyron se ensombreció.

—Ni siquiera se me había ocurrido —dijo.

Entonces me miró con una expresión desolada, que era reflejo de mi propia desolación. Todavía debía observar cuatro días más de luto, lo que implicaba que tal vez no tuviera ni tiempo de iniciar las sesiones de entrenamiento.

—Si os parece, Señor —dijo Rilla, arrodillándose junto a la puerta—, puedo servir el té.

Asentí, incapaz de articular palabra. Ido me había llevado hasta su trampa con gran habilidad. Y ahora ya sólo le quedaba cerrar la jaula.

El delicado entrechocar de los címbalos y el retumbar de los tambores marcaban el paso. Yo avanzaba detrás del cuerpo sin vida de mi señor, en dirección al cementerio. Cuatro hombres fornidos cargaban a hombros la litera cuajada de orquídeas blancas, con movimientos perfectamente coordinados. La dama Dela los había contratado, así como a los suplicantes que debían entonar sus cánticos. También se había ocupado de alquilar todos los elementos necesarios para el entierro de un notable. Ella no estaba presente, claro está. A las mujeres no se les permitía asistir al sepelio de quien había sido Ojo de Dragón. Si en mi interior hubiera quedado un ápice de alegría, no habría podido reprimir la risa ante lo irónico de aquella situación.

El príncipe caminaba a mi lado, adaptándose a mi paso renqueante. Llevaba la túnica negra propia del segundo doliente —que representaba la Gen hua, complementaria con mi Lin hua—, y portaba la bandeja de plata con las ofrendas y los guardianes de la tumba, que eran de cerámica. Debía pesar bastante, pero no parecía fatigado ni molesto con la carga. A mi mente regresó una imagen del día en que lo vi luchando, el recuerdo de su fuerza esbelta, musculosa, el porte regio. Sentí que me sofocaba y me ruborizaba. Lo miré, temiendo que lo hubiera notado, pero él seguía concentrado en mantener la bandeja en equilibrio. Detrás de nosotros, Ryko y dos guardias imperiales formaban una línea protectora, el entrechocar de sus armaduras con las espadas que portaban se superponía al ritmo de la marcha.

Me sequé el sudor que se me acumulaba sobre el labio. La mañana ya resultaba calurosa, con esa humedad densa que presagiaba la llegada del monzón. El día anterior, el Señor Tyron había enviado un mensaje oficial a todos los Ojos de Dragón para informarles que los observadores del clima de su provincia predecían que el monzón Rey tardaría sólo seis días en llegar, es decir, que se iniciaría apenas dos días después de que finalizara el periodo de luto. Un miedo profundo me atenazaba: dos días de instrucción resultaban prácticamente inútiles, y más teniendo en cuenta que, en ese tiempo, debíamos desplazarnos hasta la provincia. A pesar de ello, Tyron se mostraba inflexible: debíamos mantener el acuerdo. Se negaba incluso a visitarme, o a recibir mensajes, pues no quería dar al Señor Ido la más mínima oportunidad de considerar que habíamos incumplido las condiciones. Tanto él como Ido participaban en el cortejo, algo más atrás, junto al resto de Ojos de Dragón. Aspiré hondo, para convertir el pánico en un nudo pequeño que se alojó en la base de mi estómago. Ese era el día del tránsito de mi señor. Sería una deshonra para él que no me entregara a mis deberes.

Frente a nosotros, las tumbas de los Ojos de Dragón brillaban, temblorosas por efecto del calor que se elevaba sobre el camino enlosado. La fragancia de las hierbas aromáticas que ardían en los diminutos braseros de los suplicantes, a la cabeza de la procesión, se elevaba en penachos y nos alcanzaba. Al acercarnos a la puerta doble, el primer portador de la litera dio la voz de alto con voz áspera. El cortejo se detuvo, cesó la música y se hizo un silencio tan pegajoso y denso como el bochorno que nos rodeaba.

La entrada al cementerio estaba custodiada por dos grandes estatuas de piedra: a la izquierda se alzaba Shola, la diosa rechoncha de la muerte, y a la derecha, un Dragón Tigre elegantemente enroscado sobre sí mismo. Eché la espalda hacia atrás, contemplándolas, de pronto incapaz de moverme. Cuando franqueáramos aquellas puertas, incluso el cuerpo de mi señor se alejaría de mí. Detrás de nosotros, el séquito de dolientes empezó a murmurar una letanía constante.

—¿Señor Eón? —me susurró el príncipe—. Es hora de que os aproximéis a la puerta.

Asentí, aunque seguía sin poder moverme; el mundo se había condensado hasta convertirse en una burbuja de calor y un latido ensordecedor me envolvía. Si me acercaba más, estaba segura de que me estallaría el corazón. Noté que el príncipe me tomaba la mano y la apoyaba en su brazo. Despacio, me condujo junto a las estatuas; sus palabras de ánimo, susurradas en voz muy baja, lograron disipar el atronador latido que inundaba mis oídos.

Me detuve frente a la puerta y me apoyé más en él.

—¡No! No hemos tenido tiempo de practicar las súplicas —dije—. ¿Cómo podemos suplicar a los dioses sin las súplicas adecuadas?

—Señor Eón, miradme. —Alcé la vista, y mis ojos se encontraron con los del heredero, comprensivos, cómplices—. No pasa nada. Conocemos las súplicas. Las conocemos. La dama Dela nos las ha enseñado. Las conocemos.

Entonces lo recordé. Habíamos permanecido una hora sentados, en compañía de la dama Dela, repitiendo las palabras, hasta que nuestras voces se fundieron en una sola. Había constituido un alivio tras la frialdad de tantas formalidades, de visitas de cortesía, de rituales.

—¿Estáis listo? —me preguntó.

No lo estaba. No lo estaría nunca, pero no podía fallarle a mi señor. Ni al príncipe.

—Sí.

Los dos aspiramos hondo e inclinamos nuestras cabezas al unísono.

—Shola, diosa de las tinieblas y de la muerte, atiende nuestra súplica en nombre del Señor Brannon —entonamos. Los tonos graves y sostenidos del príncipe disimulaban algo los míos, más agudos, y pronunciados con voz entrecortada.

Ahora me tocaba a mí sola. Me acerqué más a la estatua, alcé la vista y la fijé en el ceño fruncido de Shola.

—Aquí os traigo a quien se interna en vuestro reino —declamé—. Aceptad estas ofrendas y permitidle que prosiga el viaje sano y salvo. —El príncipe me alargó un envoltorio rojo con dinero simbólico, el pago a los oficiales espirituales de Shola, que podían facilitar, pero también obstaculizar, el tránsito de mi señor. Lo coloqué a los pies de la estatua, y a continuación vertí licor en el cuenco de piedra que sostenía en la garra abierta—. Dejadle entrar —supliqué en silencio.

Nos trasladamos frente al dragón, que se parecía razonablemente al original. Quien lo hubiera esculpido debía haber trabajado codo con codo con un Ojo de Dragón Tigre.

—Dragón Tigre, custodio del Valor —dijimos—, atended nuestra súplica en nombre del Señor Brannon.

Me acerqué más a la estatua, hasta que su zarpa de piedra quedó por encima de mi cabeza.

—Quien en otro tiempo os sirvió se dirige ahora a la tierra de los espíritus —dije—. Aceptad estas ofrendas y escoltadlo junto a sus antepasados, brindándole los honores que merece.

Deposité una cadena de latón salpicada de esmeraldas falsas entre las garras de piedra y vertí el licor que quedaba en el cuenco de mármol verde. Luego cerré los ojos y aspiré el aire denso, caldeado, sintiendo que mi hua se abría paso entre la niebla de dolor y alcanzaba mi visión mental. Lo único que quería era vislumbrar al Dragón Tigre, asegurarme de que sabía que mi señor estaba ahí y le pedía paso. Abrí los ojos y percibí un cambio extraño de visión. Finalmente vi a los dragones. Los vi a todos, formando un corro alrededor del cementerio, cada uno de ellos en su correspondiente posición respecto a la brújula. El Dragón Tigre, de color verde, brillaba más que el resto, echaba la cabeza hacia atrás y el cuello alargado se le hinchaba al emitir un lamento fúnebre. Se trataba de un sonido que los humanos no podían oír, pero hasta mí llegaron sus vibraciones, que eran como temblores de tierra.

Pero mi dragón, el Dragón Espejo, resultaba apenas visible, era apenas un perfil desdibujado, borroso, oculto tras un denso velo de neblina. Ahogué un grito y sacudí la cabeza, para interrumpir la visión mental. Todavía me resultaba más lejano que antes.

Las perlas del libro se enroscaron con más fuerza a mi brazo, como si quisieran mostrarme su comprensión.

El Señor Elgon abandonó su puesto en el cortejo y se acercó a nosotros. En su calidad de Ojo de Dragón vigente, él era el custodio del cementerio. Dedicó una reverencia a las dos estatuas, otra a nosotros y, mirándome, esbozó una sonrisa amable que alteró profundamente las líneas de su rostro achatado.

—A pesar de todas mis diferencias con el Señor Brannon —dijo en voz baja—, sirvió al Dragón Tigre muy honrosamente. Y yo me sentí muy afortunado de poder ser su aprendiz.

Volvió a inclinarse, y abrió la reja. No sabía por qué —tal vez se debiera a la inesperada amabilidad de Elgon—, pero lo cierto era que mi tristeza pareció soltar lastre. Mi propio lamento fúnebre ascendió por mi garganta. Lo reprimí y luché por ahogar las lágrimas. El príncipe se acercó a mí, y sentí en su piel un reconfortante olor que combinaba hierbas, humo y transpiración.

—Ya casi estamos —me susurró—. Lo estáis haciendo muy bien.

—Detrás de nosotros, los suplicantes iniciaron sus monótonos cánticos. Con la cabeza gacha, para ocultar mis ojos a los demás, avancé junto al príncipe hasta ocupar mi lugar a la cabeza del cortejo de dolientes. En mi lucha contra el llanto, me mordí el labio inferior hasta que la boca se me llenó de sangre.

Mientras seguían los cánticos y la quema de efigies junto a la tumba de mi señor, yo libraba mi batalla particular contra la tristeza que amenazaba con vencerme. Debía resistir. Un Señor no podía postrarse de rodillas y llorar como una mujer. Un Señor no podía gritar su pena ni buscar consuelo en los brazos de su amigo real. Un Señor debía presenciar estoicamente el desarrollo de las ceremonias fúnebres y cumplir con su obligación. Y eso fue lo que hice. Incluso cuando empujaron el cuerpo sin vida de mi señor al interior de la tumba, y a golpes de martillo colocaron de nuevo la lápida de piedra, oculté mi desolación tras una máscara serena. Durante todo el entierro, el Señor Ido se mantuvo frente a mí, percibí que su expresión resultaba tan contenida como la mía, aunque yo dudaba que tras su máscara ocultara ningún dolor, sino más bien una poderosa sensación de triunfo.

Al fin la ceremonia concluyó. Permanecí de pie, muda, mientras los dolientes desfilaban y se inclinaban sobre la tumba, hasta que finalmente me quedé sola frente a la elegante lápida de mármol. Sabía que el príncipe y Ryko esperaban pacientemente unos pasos por detrás de donde me encontraba, dándome tiempo para que me despidiera. Pero el control que llevaba tanto tiempo ejerciendo sobre mí misma había dado sus frutos: no encontraba nada que entregar: ni una oración final, ni unas lágrimas, ni unas palabras de adiós. Mi señor me había dejado y yo estaba vacía. Y, sin embargo, al alejarme de su tumba, sentí que algo se agitaba en mí.

Tardé un poco en reconocer de qué se trataba.

Ira.