10

Levanté una copa de licor de la bandeja que el criado sostenía frente a mí. Habría preferido agua fresca, pero cualquier líquido me vendría bien. Mi señor rechazó el ofrecimiento con un gesto de cabeza, mientras se golpeaba con impaciencia el muslo con el abanico cerrado.

Todavía no era mediodía, pero el sofocante calor de la mañana ya había saturado el aire del patio que daba acceso al pabellón del Dragón Rata. Unos naranjos enanos creaban una franja de verdor, pero no daban la sombra suficiente para protegerse del sol. Los demás Ojos de Dragón aguardaban de pie, frente a la plaza, en corrillos de dos o tres, acompañados de sus respectivos aprendices, y sus conversaciones susurradas se perdían en el aire. Aunque ninguno de ellos nos miraba directamente a mí o a mi señor, resultaba evidente que toda la atención recaía sobre nosotros.

—¿Tenéis claro cuál ha de ser hoy vuestro papel? —me preguntó mi señor.

Abrió el abanico y se dio aire con él, creando una brisa tibia que viajó hacia mí. Asentí, intentando ignorar el sudor que me empapaba la faja con la que disimulaba mis pechos.

—Parece bastante sencillo.

Durante el breve trayecto que nos condujo al pabellón, mi señor me había prevenido sobre lo que debía esperar de aquella reunión del Consejo: él aceptaría ser mi albacea y representante y yo, mantenerme a su lado para recibir instrucción. Pero aquella transacción tan simple no explicaba la tensión en los rostros de quienes nos rodeaban.

Di un sorbo al licor, tan amargo que se abrió paso a través del nudo de pánico que se me había formado en el pecho. No había nada que temer —mi señor sabía lo que hacía—, pero no podía librarme de mi incomodidad. Tal vez se debiera sólo al hecho de hallarme en los dominios de Ido. Volví a recorrer el patio con la mirada: no, todavía no había hecho su aparición.

—A partir de ahora os veréis eximido de asistir a las reuniones del Consejo —me explicó mi señor—. Al final deberéis saber cómo funciona el Consejo, pero por el momento es más importante que os concentréis en desarrollar vuestras habilidades de Ojo de Dragón.

Alisé una arruga imaginaria en la manga de mi túnica roja, para no mirarle a los ojos. Ese mismo día, más tarde, iba a recibir mi primera lección de Resistentia. Y no tardaría en aprender cómo controlar el flujo de hua de mi cuerpo. Pero, ¿durante cuánto tiempo podría fingir, en mis clases y mis sesiones de entrenamiento, antes de que alguien se diera cuenta de que no era capaz de invocar a mi dragón? Volví a mirar alrededor y en esa ocasión me concentré en Dillon. Tal vez él hubiera visto el libro del Dragón Espejo en los aposentos del Señor Ido.

Mi señor se puso en pie de pronto. El Señor Tyron se había apartado de su grupo y se acercaba a nosotros, seguido por su alto aprendiz.

Recordando la lección de la dama Dela, incliné la cabeza ante el anciano. El intenso color amatista de su túnica de Ojo de Dragón Buey hacía resaltar el tono cárdeno de su piel y las ojeras azuladas que asomaban bajo sus ojos, que denotaban agotamiento.

—Saludos, Señor Tyron —le dije.

Él asintió, mirándome primero a mí, y después a mi señor.

—Saludos. Permitidme que os presente al aprendiz Hollin, que se encuentra en su undécimo año.

Hollin nos dedicó una reverencia, sus ojos pequeños tan astutos como los de su señor. Durante el siguiente ciclo se convertiría en Ojo del Dragón Buey, de modo que, a todos los efectos, estaba en pie de igualdad conmigo. Lo que veía de él me gustaba: aunque miraba directamente a los ojos, la desproporción de sus extremidades restaba algo de aplomo a los aires de seguridad que se daba.

—Ha sido una noche sumamente interesante —comentó el Señor Tyron—. Una verdadera lección de estrategia. ¿Verdad, Hollin?

El joven asintió y una sonrisa burlona borró la preocupación que hasta ese momento asomaba a su rostro.

—¿Y nuestro amigo lo intentó? —preguntó mi señor.

Yo miré a Tyron. ¿De quién hablaban?

Los tres hombres se volvieron el uno hacia el otro, excluyéndome de su conversación.

—Sí —respondió Tyron—. Pero Dram contraatacó con la sentencia más antigua, lo que detuvo en seco a Ido. Ahora la decisión se ha pospuesto hasta que vuestra posición se vea confirmada.

Mi señor esbozó una sonrisa tensa.

—Sin duda volverá a intentarlo hoy. ¿Contamos con el número suficiente de votos?

Tyron se encogió de hombros.

—No sabemos de qué lado se decantará Silvo.

Y, dicho esto, nos dedicó otra reverencia y regresó al grupo del que se había apartado, seguido de cerca por Hollin, que parecía su sombra alargada.

Mi señor se movió para ver mejor a Silvo. El apuesto Ojo de Dragón Conejo estaba de pie, solo, y los tonos rosados de su túnica, así como la palidez de su piel, contrastaban grandemente con el verde intenso de los árboles que se alzaban a su espalda. Al percatarse de que mi señor lo observaba, bajó la cabeza, a modo de saludo.

—Me mantiene la mirada —dijo mi señor—. Tal vez sea una buena señal.

—¿Qué es lo que intentáis evitar que haga el Señor Ido? —le pregunté.

—Bajad la voz. —Me plantó una mano en el hombro, a modo de advertencia—. Os informaré de ello si os hace falta saberlo.

Yo bajé la mirada. ¿Cómo iba a sobrevivir a aquel juego de traiciones si me mantenía ignorante de sus planes y estrategias?

Me encogí para librarme de su mano.

—No —le dije en un susurro, y mi atrevimiento me revolvió las tripas—. ¿Cómo sabéis vos cuándo algo me hace falta? No estáis siempre conmigo. Yo debo comprender lo que sucede si he de representar mi papel como es debido. —Él entrecerró los ojos, pero yo me obligué a plantar cara a su ira—. El Señor Tyron sí confía a Hollin sus planes —añadí.

Finalmente, mi señor suspiró.

—Sí, tenéis razón.

Mi victoria me desconcertó. Me agarró de la manga y me hizo retroceder, dejando más espacio entre nosotros y el siguiente corrillo de Ojos de Dragón.

—Ido pretende convencer al Consejo para que ponga su poder a los pies del Gran Señor Sethon y su ejército —dijo en voz tan baja que costaba oírlo—. Creemos que el ascendente Ido pretende retener el poder del Consejo hasta que Sethon logre hacer uso del Derecho de la Mala Fortuna y reemplazar a su hermano.

Miré a mi señor, intentando calibrar en su expresión el alcance de sus palabras. El primer Emperador, el Padre de los Mil Hijos, había proclamado el Derecho de la Mala Fortuna para proteger la tierra de un gobernante abandonado por los dioses. Si el gobierno de un Emperador se veía asediado por excesivos desastres de tierra/agua, podía ser denunciado y sustituido por otro al que los dioses favorecieran.

—¿Queréis decir que Ido pretende bloquear el control de los Ojos de Dragón sobre los monzones y la cólera de la tierra? —El horror me llevó a alzar la voz más de la cuenta. Se acercaba la estación de las peores lluvias, vientos y temblores de tierras. Era deber sagrado de los Ojos de Dragón proteger la tierra y a sus gentes de todo mal.

Mi señor me separó más aún del resto, advirtiéndome con la mirada.

—Eso es exactamente lo que quiero decir. Y existe el temor muy real de que pretenda romper la Alianza de Servicio y llegue a ofrecer poder de dragón a Sethon para que lo use en sus movimientos belicosos.

Reprimí una exclamación de asombro. Estaba prohibido que el poder de un dragón se usara para la guerra. Los dragones eran medios para el cuidado y la protección, no para la destrucción. Tragué saliva, imaginando el poder descomunal de todos los dragones bajo el control de las ambiciones de un solo hombre. El Consejo y la Alianza tenían como misión detener semejante locura.

Mi señor me dio una palmada en el brazo.

—Lo sé, pero yo estoy trabajando con Tyron y otros para impedírselo. Lo mejor que podéis hacer para ayudarnos es aprender a controlar vuestros poderes lo antes posible. —Levantó la cabeza con brusquedad—. Mirad, ahí llega nuestro anfitrión.

Como girasoles que se volvieran para encararse al sol, todos dirigimos la mirada al Señor Ido, que avanzaba por el patio. Traté de resistirme a la atracción, pero me descubrí sucumbiendo a la fuerza de su presencia. Era bastante más alto que todos los demás presentes y cuando se inclinaba para intercambiar alguna palabra apresurada, o alguna reverencia con alguien, su imponente estatura bastaba para conferirle un aire de autoridad. El azul profundo de su túnica de Ojo de Dragón tenía su reflejo en el brillo aceitoso de su barba y en las trenzas, muy apretadas y unidas en lo alto de la cabeza. Tras él, con una túnica azul a juego con la de su señor, asomaba la figura esbelta de Dillon, que parecía incómodo. El Señor Ido se detuvo y buscó entre los grupos de hombres hasta que su mirada se posó sobre mí. Eché la espalda hacia atrás y sentí que por todo mi cuerpo pasaba una energía extraña, caliente. Algo me atraía hacia él. Pero al acercarme más vi el destello plateado en el ámbar de sus ojos.

—Señor Eón —dijo—. Recibid mis saludos.

Incliné ligeramente la cabeza, y cuando la levanté vi que se había plantado casi sobre mí. Habría querido retroceder un paso, pero sabía que se habría interpretado como una rendición. De modo que, decidido, me mantuve en mi lugar. Él asintió con elegancia, incluyendo a mi señor en su breve saludo. Dillon se situó a su lado, con la mirada baja.

—¿Qué os parecen vuestros primeros días como Ojo de Dragón? —me preguntó el Señor Ido.

—Llenos de actividad, Señor —le respondí—. Apenas he tenido tiempo para pensar.

—Pues parece que la actividad va a ir en aumento —dijo—. Debo partir a un corto viaje que me mantendrá ausente en los próximos días, pero a mi regreso iniciaremos vuestra formación en las artes del dragón.

No pude evitarlo por más tiempo y di un paso atrás.

—¿Formarme con vos, Señor? —Me volví hacia mi señor—. Pero si yo creía que…

Mi señor negó con la cabeza, las arrugas que se dibujaron alrededor de sus ojos eran reflejo de su propia incomodidad.

—Yo ya no estoy vinculado a ningún dragón, Señor Eón. Y como el Señor Ido entrenará a su propio aprendiz en las técnicas básicas, se ha decidido que se encargue de vuestros ejercicios iniciales también.

—Sí, por supuesto —dije en tono neutro—. Gracias, Señor Ido.

Me temblaba la mano y el licor caía del vaso al suelo enlosado. ¿Cómo iba a engañar al Ojo de Dragón ascendente? Miré a mi alrededor, en busca de algún lugar donde dejarlo, antes de que se me cayera al suelo.

—Tengo muchas ganas de enseñaros, Señor Eón —dijo él.

Lo dijo en un tono extrañamente melodioso que me llevó a recordar el rostro sonriente del capataz del látigo, en la fábrica de sal, cinco años atrás. Se me heló la sangre. Conocía aquel tono: el Señor Ido era de los que se regocijaban en el miedo y el dolor de los demás.

Empujó a Dillon hacia mí.

—Llévate el vaso del Señor Eón —ordenó.

Dillon lo recogió a regañadientes, sin levantar la vista. Aquel no era el amigo que yo conocía, siempre deshecho en atenciones, dispuesto a complacer a su señor. ¿Qué le habría hecho Ido? Tal vez estuviera simplemente asustado. Nos dedicó una reverencia, y yo me fijé en la palidez de su nuca, en la erupción de manchas rojas. ¿Estaría enfermo?

El Señor Ido se volvió y dio una palmada.

—Entremos en la sala de reuniones y que den comienzo las formalidades.

No sé si por casualidad, o porque lo había planeado así, el caso es que mi señor se interpuso entre nosotros, y recorrimos en silencio el breve trayecto por el patio que nos separaba del lugar en el que iba a celebrarse el encuentro.

Un sirviente descorrió la pantalla lacada cuando vio que nos acercábamos. Todos nos descalzamos y entramos en el salón detrás del Señor Ido.

Al momento sentimos el aire más fresco; el perfume de hierba limón, los tapices de seda verde y las esteras limpias, de paja, contribuían a crear una sensación liviana, ligera. Los muebles relucientes me hicieron detenerme. En mi mente, el Señor Ido era oscuridad suave y sombra amenazadora. Mientras nos conducía a mí y a mi señor a lo largo de la larga mesa oval, conté trece sillas, tres de ellas dispuestas en el extremo opuesto, en el lugar del poder, enfrentadas a la puerta.

—Vos y el heuris Brannon os sentaréis a la cabecera de la mesa del Consejo, conmigo, hasta que las formalidades para la elección de albacea hayan concluido —dijo Ido—. Sentaos en la que ocupa el centro.

Obedecí, bajando la cabeza para protegerme del peso de las miradas curiosas que me dedicaban todos los Ojos de Dragón mientras ocupaban sus sillas. Finalmente me atreví a darle un rápido vistazo a la sala y me encontré con los ojos tímidos de un aprendiz que se mantenía de pie, detrás de su Señor, así como con la mirada beligerante del Señor Garon, el Ojo del Dragón Perro. Mientras el Señor Ido se sentaba a mi lado, y mi heuris ocupaba la silla que quedaba a mi izquierda, volví a concentrarme en la superficie brillante de la mesa, intentando evitar los ojos escrutadores de los doce hombres que tenía frente a mí.

Finalmente, Ido se alzó y silenció los escasos murmullos. Yo me volví hacia él y vi a Dillon también de pie, en su puesto, detrás de su Señor. Durante un segundo nuestras miradas se cruzaron, pero entre nosotros no se estableció la menor conexión y en sus pupilas sólo vi una tristeza hueca.

—Bienvenidos —dijo el Señor Ido a los congregados—. Por primera vez en más de quinientos años, volvemos a ser doce. El Año del Dragón ya no volverá a quedar sin uno de los ascendentes. Y este Consejo ya no se verá privado del poder del este. La gloriosa resurrección del Dragón Espejo que se ha producido por intercesión del Señor Eón ha completado nuestro círculo. Volvemos a ser, una vez más, una perla de dragones.

El Señor Dram, el Ojo del Dragón Caballo, me sonrió y golpeó la mesa con las palmas abiertas. Los demás se sumaron a su callada celebración. El rubor asomó a mi rostro. Bajé la cabeza una vez, dos veces, mientras sentía que los golpes hacían temblar la mesa.

El Señor Tyron giró la cabeza para mirar a Hollin, que se encontraba de pie, tras él.

—Alégrate, muchacho. Este ciclo te habría tocado a ti el deber de encabezar el Año del Dragón. Una misión poco agradecida sin la duplicación del poder del ascendente.

—Oíd, oíd —comentaron varios otros señores.

—Silencio —ordenó Ido, imponiendo el silencio en la sala—. Sí, volvemos a ostentar toda la fuerza. Y aunque el Señor Eón carezca del entrenamiento y nuestro conocimiento del Dragón Espejo haya permanecido perdido durante mucho tiempo, no cabe duda de que, sin nos mostramos osados, el poder de los doce alcanzará grandes logros para nuestra tierra.

—Nuestra primera obligación debería ser devolver la abundancia a las llanuras orientales —se apresuró a decir el Señor Silvo.

Ido atenazó con la mirada al hombrecillo.

—Nuestro primer deber, Señor Silvo, no está en el este. Ahora contamos con todo nuestro poder: nuestro deber primero ha de encaminarse a la mayor gloria del Imperio.

Un murmullo recorrió la mesa. Algunos asintieron, mostrando su acuerdo; otros se agitaron en sus asientos, incómodos.

—Con semejantes posibilidades por delante —prosiguió el Señor Ido—, el heuris Brannon ha aceptado ejercer de albacea, en este Consejo, para que nuestro joven hermano pueda concentrarse en su adiestramientos en las artes del dragón.

El Señor Dram inició otra estruendosa ovación. Mi señor bajó la cabeza, en señal de agradecimiento.

El Señor Ido, con un gesto, me indicó que me pusiera en pie.

—Señor Eón, ¿aceptáis que el heuris Brannon, sea, a partir de ahora, el Señor Brannon, y que os represente en el Consejo de Ojos de Dragón? ¿Que sus decisiones y sus votos sean considerados vuestras decisiones y vuestros votos hasta que alcancéis la mayoría de edad y la experiencia necesaria que os permita asumir vuestro cargo entre los doce?

—Acepto —declaré—. Y le agradezco la orientación que me brinda.

Le dediqué una reverencia a mi señor. Por debajo de la mesa, se agarró al abanico de seda que tenía plegado, con tal fuerza que dobló las varillas lacadas. Llevaba muchos años esperando regresar a una vida de riquezas y poder. Yo casi sentía el triunfo rezumando de su cuerpo cuando volví a sentarme a su lado.

Mi señor no esperó a que Ido le invitara a ponerse en pie. Aunque su aspecto era el de un anciano frágil, comparado con la fuerza juvenil del Ojo de Dragón Rata, había algo en su porte que atrajo hacia sí todas las miradas. Vi que el Señor Ido fruncía el ceño al percibir aquel cambio en la atención de los presentes.

Heuris Brannon —dijo, secamente—. ¿Aceptáis actuar como representante del Señor Eón en el Consejo de Ojos de Dragón? ¿Le serviréis como albacea hasta que alcance la mayoría de edad y la experiencia para asumir su cargo entre los doce?

—Sí, acepto representar al Señor Eón en el Consejo —respondió mi señor. Dram volvió a dar una palmada en la mesa, presto para la ovación, pero mi señor levantó la mano pidiendo silencio. Despacio, se giró para mirar a Ido, sujetando el abanico con las dos manos, como si se tratara de una vara de combate—. Y, en tanto que albacea de un coascendente, también acepto el deber del Señor Eón de presidir este Consejo junto con vos, Señor Ido.

Todos, en la sala, se quedaron inmóviles. Los dos hombres se miraron fijamente por encima de mi cabeza, como perros estudiando sus posibilidades de salir victoriosos de una pelea. Y entonces Ido soltó una carcajada de desprecio.

—Tal vez ahora seáis albacea, Brannon —dijo—, pero no sois ascendente. Sin un poder de dragón no podéis reclamar la presidencia. —Dio un paso hacia mi señor, pero mi silla le impedía el paso—. No lo consentiré.

—No se trata de que lo consintáis, Ido —replicó mi señor en tono áspero—. Esto es un Consejo. Aquí se decide por votación y por precedente.

El Señor Tyron se puso en pie.

—Sí, debemos someterlo a votación —declaró.

—¡Votación! —Atronó el Señor Dram alzando su voz sobre el murmullo que recorría la mesa—. Votemos.

Vi que algo cambiaba en la mirada de Ido. En sus ojos no brillaban los destellos plateados del poder, sino una locura que iluminaba el ámbar como un fuego oscuro.

—¡Este es mi Consejo! —masculló, haciéndose oír a pesar del estruendo. Golpeó la mesa con ambos puños, haciéndola temblar—. Y yo digo que no habrá votación.

—No podéis impedirlo, Ido —insistió mi señor, que logró imponer el silencio con sus palabras—. Ya habéis perdido.

El avance del Señor Ido fue tan rápido que todo lo que vi fue su codo acercándose a mi rostro. Me incorporé, y aunque lo que quería era alcanzar a mi señor, me asestó un golpe en el pecho. Emitió un gruñido al aplastarme contra el brazo de la silla con su pesado cuerpo. Yo ahogué un grito y me vi envuelta en la seda azul de su túnica, sentí que me faltaba el aire. Aspiré hondo y hasta mí llegó el hedor de su rabia. Logré asomar la cabeza por la tela y oí un gruñido ronco. Por encima de mí, mi señor abría mucho los ojos, mientras Ido le presionaba con fuerza la garganta con los pulgares.

Me alcé como pude y clavé mis uñas en la cabeza del ascendente con todas mis fuerzas. Al otro lado del salón alguien gritó: «¡Sujetadlo!» Había manos que asían a Ido por los brazos y los hombros y le obligaban a retroceder. Tyron rodeó su cuello con uno de sus brazos y tiró de él hacia atrás. Al fin, Ido soltó a mi señor. Su cuerpo se elevó y arqueó en el forcejeo, pero Tyron y otros dos hombres siguieron arrastrándolo.

Yo me retorcí en la silla. El dolor recorría todo mi cuerpo cada vez que respiraba. El Señor Dram se arrodilló frente a mí. Un gran corte en el delantero de su túnica dejaba al descubierto su pecho huesudo.

—¿Estáis bien, muchacho?

Asentí temblorosa. En el otro extremo de la sala, al Señor Ido lo sentaban en una silla cuatro de los aprendices más corpulentos; toda su fuerza combinada apenas bastaba para refrenar su furia. Tras él, Dillon se mantenía de pie, la espalda apoyada contra la pared, observando la lucha de su Señor mientras esbozaba una sonrisa maliciosa.

Dram se volvió hacia el hombre que tenía al lado.

—¿Está bien Brannon?

Yo alcé la mirada para enterarme de la respuesta. El Señor Silvo, más pálido que de costumbre, asintió y me dio una palmada en el hombro. Me volví para comprobarlo y el dolor que me causó aquel simple movimiento me hizo gemir. Mi señor estaba sentado en el suelo, frotándose las marcas rojas de los dedos de Ido, bien visibles en el cuello. Con manos temblorosas, un aprendiz le alargó un cuenco de licor, él dio un sorbo con cautela.

—En estas circunstancias —balbució, tragando con esfuerzo—, creo que debemos posponer la votación hasta que se convoque la siguiente reunión.

Aunque mi señor insistía en que se sentía bien, cuando entramos en los aposentos de la Peonía, sus ojeras, cada vez más grises, denotaban el gran cansancio que se había apoderado de él. No se resistió cuando Rilla lo condujo a la segunda alcoba. Yo permanecí, dubitativa, junto a la puerta, y oí que suspiraba de alivio al tenderse en la cama y recostarse sobre los almohadones. Se palpó la garganta con dedos cuidadosos. Algo peligroso se había desencadenado en aquella sala de reuniones y yo no estaba segura de que mi señor pudiera mantenerlo bajo control.

Levantó la cabeza sobre los cojines.

—Eón, asistid a vuestra lección. —Tosió—. Para vos no hay nada más importante que vuestras clases. Hablaremos a vuestro regreso.

—¿Qué le sucederá al Señor Ido? —le pregunté—. Sin duda no podrá seguir presidiendo el Consejo.

Mi señor me miró, irritado.

—Por supuesto que seguirá presidiéndolo. Es el Ojo de Dragón ascendente. Pero sus actos me valdrán a mí más votos a favor de compartir la presidencia. —Se acomodó en los almohadones—. Y ahora, id a clase.

Yo me volví para salir, pero una idea súbita me detuvo.

—¿Lo habéis provocado todo para que sucediera de ese modo? ¿Era parte de vuestro plan con el Señor Tyron?

Mi señor cerró los ojos y no me respondió.

Intranquila, me dirigí al vestidor, donde Rilla ya me esperaba. Una vez allí, me quitó a toda prisa la túnica de Ojo de Dragón, húmeda de sudor, y la arrojó sobre el baúl de rejilla.

—El guía os espera fuera —dijo, sujetando una túnica de ejercicio de color crudo—. Contadme, deprisa, ¿qué ha sucedido en el Consejo?

Le resumí el desarrollo de la reunión y el ataque de Ido mientras ella me ayudaba a ponerme la ropa.

—Temo por la salud del señor —dijo ella, meneando la cabeza mientras me ayudaba a calzarme las zapatillas—. Intentaré convencerle para que vea al médico. ¿Y vos? ¿Estáis bien?

—Sí, estoy bien.

Pero no era cierto. Mientras seguía al joven guía a través de una serie de pasadizos abovedados y de varios patios cerrados, sentía que las costillas, magulladas, me dificultaban la respiración. Al final, me vi obligada a detenerme.

—Señor, ¿os sucede algo? —me preguntó el guía—. ¿Necesitáis ayuda?

—¿Está lejos?

—No, Señor. Los campos de entrenamiento se encuentran detrás del pabellón de la Justicia Otoñal.

Le hice una seña para que siguiera. Tal vez pudiera alegar mi indisposición para retrasar la clase hasta otro día. La idea era tentadora —dispondría de más tiempo para encontrar el nombre de mi dragón, y mejorar del dolor—, pero la insistencia de mi señor resonaba en mi mente.

No tardé en oír un chasquido de madera al chocar contra madera, seguido de unos aplausos. El guía se volvió para mirarme y asintió, dándome ánimos; al poco dejamos atrás un corredor en penumbra y salimos a la luz y al resplandor de la arena blanca.

Frente a nosotros se extendía una pequeña zona de prácticas vallada. En torno a ella, cortesanos vestidos con ropas de vivos colores se protegían bajo parasoles de seda y se abanicaban, coreando y aplaudiendo las acciones que presenciaban. Por entre un espacio vacío entre dos grupos de espectadores entreví dos figuras que luchaban con sendas varas largas: en sus rápidas maniobras levantaban arena por los aires. Me cubrí los ojos con la mano, protegiéndolos del sol, y fingí sentir interés mientras me detenía y me apoyaba en el cercado para recobrar el aliento.

Fue entonces cuando reconocí al contrincante más alto: se trataba del príncipe Kygo. No llevaba más que unos pantalones de algodón, de color crudo, atados a los tobillos. Despojado de las túnicas oscuras propias de su rango, su cuerpo mostraba los contornos y la complexión de un hombre. Tenía el pecho y el vientre planos, definidos, y al levantar los brazos por encima de la cabeza para asestar un golpe puso en evidencia la anchura de los hombros y la perfecta definición de los músculos de sus brazos. El sudor le resbalaba por la espalda y se concentraba allí donde perdía su nombre; descubrí que mi mirada se deslizaba, resiguiendo la curva, hasta el saliente estrecho de las ingles. Aparté los ojos al momento, consciente del calor repentino que irradiaba la arena.

Él dio un paso atrás e hizo amago de asestar otro golpe a su compañero —la vara describió una parábola burlona y se detuvo a medio camino—, que, asustado, retrocedió, buscando el modo de romper o abrir una brecha en su defensa. El príncipe osciló sobre los talones, preparándose para el ataque. Su oponente —un joven noble, a juzgar por los ricos hilos de oro entretejidos en la coleta alta de su peinado— se echó hacia delante y con el extremo de la vara quiso alcanzar la cabeza del príncipe. El heredero real esquivó el golpe con gran agilidad, alzando su vara para golpear el torso del noble. Pero el contrincante ya volvía a blandir su arma, demasiado alta. El príncipe se giró en ese momento y recibió un ataque frontal que culminó con un golpe seco, doloroso. Apartó la cabeza y soltó la vara.

La multitud ahogó un grito y quedó extrañamente inmóvil, paralizada de horror. Estaba prohibido tocar el cuerpo de los miembros de la familia real, incluso durante los combates de entrenamiento. El castigo era la muerte inmediata. El joven noble soltó su vara como si fuera un hierro al rojo vivo y se postró sobre la arena, en tensa reverencia. El príncipe se había doblado sobre sí mismo y con la palma de la mano se presionaba un corte abierto en la mejilla.

—Alteza, perdonadme —suplicó el joven, alzando la voz en el súbito silencio—. No era mi intención. Yo no… —Se detuvo al ver que dos guardias imperiales se situaban a ambos lados, las espadas desenvainadas.

El príncipe se incorporó y escupió la sangre que había resbalado hasta la comisura de sus labios. Ya empezaba a hinchársele un ojo y la sombra de un moratón oscurecía su piel.

—Un golpe bastante fuerte para no ser intencionado, Señor Brett —replicó él en voz baja.

—Os juro, Alteza, que ha sido un golpe al azar —insistió el joven noble, presa de la desesperación—. Sabéis que no osaría traspasar vuestras defensas.

¿Iba el príncipe a ordenar su muerte por aquel accidente? Me eché hacia delante, sumándome al interés macabro de los espectadores congregados alrededor del cercado.

Los dos guardias observaban a su real Señor, esperando alguna instrucción, apuntando a la cabeza del noble con las puntas de las espadas. El príncipe recogió su vara.

—Retiraos —ordenó a los guardias, que obedecieron de inmediato.

El príncipe agarró un extremo del arma de madera y lo estrelló con todas sus fuerzas contra la espalda del joven Señor. El crujido del golpe resonó en el patio, que seguía sumido en el más absoluto silencio. Entonces soltó la vara y se dirigió hacia su entrenador, que lo observaba desde el límite de la pista. Todos sus movimientos eran decididos, inflexibles, regios.

—El príncipe es misericordioso —pronunció a mi espalda una voz que me resultaba familiar.

Me apoyé en el cercado y me volví para ver a Dillon, que me dedicaba una reverencia.

—¡Por todos los dioses, Dillon! ¡Me has asustado!

Sonreí fugazmente, y recordé que, durante nuestros entrenamientos siempre tratábamos de pillarnos por sorpresa.

—Mis disculpas, Señor Eón —dijo en tono formal, aunque vi que curvaba los labios, en respuesta a mi sonrisa—. El Señor Tellon me envía para que os lleve al campo de prácticas.

Aspiré hondo. Sentía toda mi energía vuelta del revés. ¿Qué me sucedía?

—¿Llego tarde?

Él asintió.

—No parece demasiado enfadado, pero debemos darnos prisa.

A su voz había regresado algo del afecto del pasado. Avancé unos pasos y me detuve. Me había olvidado por completo de mi guía. Hice una seña al muchacho.

—El aprendiz Dillon me acompañará. Puedes retirarte.

—Señor. —Se inclinó ante mí, antes de dirigirse a Dillon—. Honorable aprendiz.

Los dos lo vimos partir apresuradamente en dirección al arco que daba acceso al pasadizo.

—Todavía no me acostumbro a que la gente me dedique reverencias —dije.

—Yo tampoco —Dillon sonrió—, Señor.

—Honorable aprendiz —repliqué yo, imitando su tono pomposo y bizqueando con los ojos.

Dillon dejó escapar una risita y aquel sonido familiar fue como un bálsamo para mis nervios. Señaló hacia un gran pabellón que se alzaba en el otro extremo de la plaza y se encaminó hacia él. Yo me volví a mirar una vez más a la pista de prácticas, para ver al príncipe. Pero la multitud ocupaba todos los espacios vacíos alrededor del cercado y me impedía la visión. Enseguida di alcance a Dillon, mientras intentaba sacudirme la energía agarrotada que recoma mi cuerpo.

—Pareces estar… mejor ahora —dije, vacilante, pues no deseaba romper nuestra frágil armonía.

Dillon tensó el gesto.

—¿A qué os referís?

Levanté las manos.

—Esta mañana parecías enfermo.

Él suspiró y se acarició la frente.

—Es sólo este dolor de cabeza. Pero estoy bien. Al menos ahora que el Señor Ido está ausente. —Miró por encima del hombro, y se arrimó más a mí—. Creo que está loco. Fijaos en lo que le ha hecho a vuestro amo… quiero decir, al Señor Brannon.

Asentí, aunque mi mente ya se concentraba en algo más importante.

—¿Dónde ha ido? ¿Por cuánto tiempo?

—Por unos días. Ha ido a reunirse con el Gran Señor Sethon, y regresará con él.

De modo que el Gran Señor regresaba a la ciudad. A mi señor, sin duda, le interesaría conocer la noticia.

—¿Y cómo es que tú no has ido? —le pregunté.

Dillon se detuvo, y me tiró de la manga para que me acercara más a él.

—Quiere que os vigile. Quiere que le cuente lo que hacéis en las lecciones.

¿Sospechaba algo el Señor Ido?

—¿Por qué?

Dillon se encogió de hombros.

—Él me dice lo que tengo que hacer. No por qué tengo que hacerlo. —Se concentró en el otro extremo de la plaza, y un escalofrío recorrió sus hombros estrechos—. Esa es su… manera de conseguir que haga lo que él dice. —Se interrumpió, y una ira súbita, rara, ensombreció de nuevo su mirada—. Pero yo no soy su esclavo. Tal vez crea que no tengo el valor ni la fuerza suficientes para enfrentarme a él, pero se equivoca.

Comprendí entonces que podía sacar partido de su rebeldía.

—Dime, Dillon, ¿lo has visto con un libro encuadernado en piel roja y con unas perlas negras?

Él negó con la cabeza.

—No me deja entrar en la biblioteca. La mantiene cerrada con llave y nadie puede ni acercarse. ¿Por qué?

—Por nada, se me ha ocurrido que tal vez lo tuviera él.

Reemprendimos la marcha. Si Ido mantenía la biblioteca cerrada con llave, era porque debía encerrar algo importante. Y ahora que había partido por unos días…

—¡Orín de Dragón! —exclamó Dillon, acelerando el paso—. El Señor Tellon ha salido a buscarnos.

Delante de nosotros, un hombre alto, con una túnica holgada de ejercicio, observaba nuestra aproximación desde la puerta del pabellón de entrenamiento. Traté de darme más prisa, pero las costillas magulladas y la cadera no me lo permitían. Subí los pocos peldaños que me separaban de la veranda, perseguido por los ojos censores del Señor Tellon, que me hacían sentir más torpe que de costumbre.

—Hay en vos un exceso de energía de Luna —me dijo, retirándose para permitirme el paso. Me asombré ante semejante rapidez de percepción—. Aunque, claro, no puede sorprendernos, pues después de todo sois un Sombra de Luna —dijo, asintiendo para sí mismo.

Dillon frunció el ceño, colérico.

—¿Cómo os atrevéis a hablar del sacrificio del Señor Eón?

Tellon bajó la mirada para observarlo.

—Y vos un exceso de Sol —comentó sin inmutarse.

Dillon dio un paso atrás, tan perplejo ante su propia descortesía que al momento dejó de sentir calor. Yo tragué saliva, tratando de aplacar el pánico que se apoderaba de mí por momentos. Mi señor me había prevenido contra la mirada aguda de Tellon. Debería recurrir a mi condición de Sombra cada vez que tuviera la ocasión y esperar responder con ello las afiladas observaciones de aquel hombre.

Tellon me dedicó la preceptiva reverencia, con un movimiento elástico, fluido.

—Perdonadme, Señor Eón. No pretendía ofenderos. Ni a vos, aprendiz. Soy un anciano y tiendo a decir lo que pienso.

—No me ofendo, Señor Tellon —me apresuré a responder—. Es cierto que soy un Sombra de Luna. No hay culpa alguna en declarar la verdad. Soy yo quien debe disculparse por la tardanza.

Me descalcé y crucé el umbral elevado, pretendiendo de ese modo zanjar la discusión. El pabellón era una gran superficie con el suelo de madera pulida, salpicado de marcas y arañazos viejos. Varias ventanas altas permitían la entrada de la luz.

El maestro Tellon cerró la pesada puerta y nos indicó que nos dirigiéramos al centro de la sala.

—Vamos, sentaos —dijo—. Primero hablaremos y después empezaremos a practicar la figura.

Dillon se sentó en el suelo. Mientras hacía lo mismo observé su pose informal, desparramada, y la imité. Creía que cuatro años de concienzuda observación propia me habrían servido para librarme de los movimientos recatados y cerrados de las niñas. Pero ahora ya no estaba tan segura y no podía permitirme suscitar la menor sospecha en la mente de Tellon.

Él se arrodilló frente a nosotros con movimientos ágiles, continuos. Tellon había sido Ojo del Dragón Perro en el ciclo, antes que mi señor, y sin embargo, a pesar de su edad, se movía con más agilidad que Dillon. Había perdido los cabellos de la coronilla, pero entre los que conservaba los había tanto negros como canosos, y los llevaba recogidos en una trenza espesa que le llegaba hasta la cintura.

—No comparto la opinión de esos maestros que creen que un alumno debe sentarse rígido como una piedra y limitarse a escuchar —dijo—. Podéis formular preguntas. En realidad, espero que lo hagáis.

Dillon me miró de soslayo. A ninguno de nuestros maestros les habían gustado nunca las preguntas.

—Ambos habéis sido escogidos para entrar en comunicación con un dragón de energía —dijo, felicitándonos con su sonrisa—. Pero aprender a controlar a vuestro antojo el poder que poseéis será un camino largo y arduo. Y vos, Señor Eón…

Al ver que se inclinaba hacia mí, sentí que me agarrotaba. ¿Habría adivinado ya que no era capaz de invocar a mi dragón?

—Vuestro viaje será más difícil todavía, pues debéis viajar por sus senderos sin el correspondiente Ojo de Dragón que os acompañe.

Bajé la cabeza, para ocultar mi alivio.

—Sí, maestro.

Me dio una palmada en el brazo.

—Pero no os preocupéis, no estáis solo. —Se enderezó—. Los dos estáis aquí para aprender Resistentia, la antigua vía para regular el flujo de la hua. Os ayudará a soportar la pérdida de energía que supone trabajar con un dragón. —Unió las manos y aplaudió una sola vez, vigorosamente—. Y ahora, sé que circulan numerosos rumores sobre los dragones y su poder. Así que apartemos de en medio todo lo que sobra. —Señaló a Dillon—. ¿Qué quieres saber?

Dillon parpadeó, confuso ante la súbita demanda.

—¿Es cierto que el Ojo de Dragón entrega su hua a su dragón?

Tellon asintió.

—Sí, el Ojo de Dragón usa su fuerza vital para controlar la energía elemental de su dragón y, al hacerlo, le entrega una parte de ésta. Pero con la Resistentia se minimiza la pérdida de hua y se aumenta su flujo. —Me señaló a mí—. ¿Señor Eón?

Pensé en el momento en el que, cuando me encontraba en el cuarto de baño, el Dragón Rata se había apostado detrás de mí y me había estampado contra la pared y en la bola de energía que había recorrido mi cuerpo.

—¿Los dragones siempre consumen hua? —pregunté, vacilante—. ¿No pueden también devolver energía?

Él negó con la cabeza.

—No. Excepto en el instante de la comunión, claro está.

La respuesta resonó en mi interior. ¿Quería eso decir que el Dragón Rata y yo habíamos vivido aquella comunión? No, no era posible.

Tellon extendió el índice, que quedó suspendido en el aire.

—Siguiente pregunta.

Dillon se echó hacia delante.

—Maestro, ¿es cierto que se puede matar a alguien simplemente interfiriendo en su hua?

—Yo puedo —respondió él sin inmutarse.

—Dillon abrió mucho los ojos.

—¿Y nosotros también aprenderemos a hacerlo?

—No.

Dillon, decepcionado, echó la espalda hacia atrás. Yo me concentré en los listones de madera que formaban el pavimento, mientras pensaba en la mejor manera de formular mi siguiente pregunta, que entrañaba cierto riesgo.

—He oído que es posible que un Ojo de Dragón se apodere del poder de otro —dije al fin.

Tellon sonrió.

—Ese rumor circula todos los años. No es cierto. Un dragón, un Ojo de Dragón. —Nos indicó que nos acercáramos más, y bajó la voz—. Pero según una leyenda sí se puede capturar el poder de todos los dragones a la vez. Se dice que si un Ojo de Dragón mata a los otros Ojos de Dragón y a sus aprendices, entonces la energía de los doce dragones pasará a través de él, otorgándole el poder de un dios… justo antes de desgarrarlo.

Dillon reprimió una exclamación.

—¿De veras?

Tellon se echó a reír, y le dio una palmada en la cabeza.

—Yo no empezaría a urdir los asesinatos de todos tus compañeros, por el momento. Se trata sólo de un cuento para asustar a los aprendices jóvenes.

Dillon sonrió. El sentido del humor del maestro le hacía revivir.

Tellon volvió a dar una palmada para reclamar nuestra atención.

—Ahora os enseñaré Resistentia —dijo—. Se trata de meditación en el movimiento. Muy lento, muy controlado. Las veinticuatro posturas que aprenderéis, combinadas con el control de la respiración, harán circular la hua por vuestro cuerpo, a lo largo de los doce meridianos y a través de los siete centros de poder. —Se llevó la mano al vientre, y desde allí la desplazó a lo alto de la cabeza, tocando ligeramente todos sus centros—. Finalmente aprenderéis a activar todos vuestros centros a fin de llevar la hua a los niveles físico, emocional o espiritual en los que más lo necesitéis.

Se puso en pie.

—Observad.

Su cuerpo se destensó, afianzó el peso en el suelo y dejó los largos brazos muy sueltos, delante de él. Los ojos parecieron desenfocarse, a pesar de que seguía mirando algún punto al frente. Aparentemente no sucedía nada, pero entonces me di cuenta de que, de forma gradual, levantaba las manos y que era la izquierda la que guiaba a la derecha. Cambió de lado el peso de su cuerpo, del pie izquierdo al derecho. Todo era tan lento como el sol recorriendo el cielo. Y era algo que me resultaba familiar. Entorné los ojos y traté de imaginar como se vería si aquellos mismos movimientos se ejecutaran a mayor velocidad. Su brazo izquierdo se deslizó hacia abajo, su cuerpo se giró, fluyendo con los movimientos y fue entonces cuando reconocí la segunda figura del Dragón Rata de la secuencia ceremonial. Y en todas y cada una de las elegantes posturas de Tellon vi todas las figuras animales. No eran exactamente las mismas, pero la esencia de cada una de ellas estaba presente. Terminó con el movimiento intenso de la tercera del Dragón Cerdo y se mantuvo un momento inmóvil, los ángulos alargados del rostro más suavizados.

—Bien —dijo con voz grave—. El lin y el gan se equilibran, el cuerpo se carga de energía, pero a la vez se relaja. A este estado se lo conoce como de huan-lo. —Sonrió y volvió a concentrar la mirada en nosotros—. Aprendiz Dillon, dime qué es lo que has visto.

—Ha sido lento —dijo, clavándome los ojos, en busca de ayuda—. Y ha sido…

Vaciló. Tellon gruñó algo.

—¿Y vos, Señor Eón? ¿Habéis observado algo?

—He visto algunas de las figuras animales de la secuencia de aproximación que ejecutamos durante la ceremonia.

Tellon me miró fijamente.

—Bien, bien, eso es interesante. La mayoría de mis alumnos no llegan a verlo hasta que han avanzado más en el estudio. —Se frotó las manos de nuevo—. Está bien. Poneos de pie, vamos a empezar.

Durante las siguientes dos horas, aprendimos las partes de la primera postura. Confiado, supuse que como ya conocía la secuencia de aproximación, me resultaría fácil ralentizarla hasta convertirla en el ejercicio de Resistentia. Pero me equivocaba. Mis movimientos resultaban demasiado acelerados; contenía la respiración, los ángulos de mis pies no eran los adecuados, un brazo me quedaba demasiado alto, el otro demasiado abierto, apoyaba el peso del cuerpo sobre el pie que no era, o en el que sí era, pero con demasiada fuerza. A mi lado, Dillon experimentaba problemas similares y su impaciencia le llevaba a mostrar arrebatos de abierta frustración.

Pero entonces, durante un instante de gloria, sentí que el cambio del lin y el gan fluía por mi cuerpo. Fue un vaivén suave que se inició en la cabeza y llegó hasta los dedos de los pies, como si todo mi ser fuera un suspiro profundo. Todo el dolor y el agarrotamiento desparecieron. Y por debajo de todo ello estaba aquella presencia débil, susurrada, el latido sombrío que no lograba atrapar del todo. En la armonía de mis movimientos lentos, sabía que podía invocar aquella presencia para mí. Empecé a atraerla más, pero entonces recordé el poder rampante del Dragón Rata. Si llegaba a mi hua, ¿volvería a alzarse? Tan pronto como el miedo rozó mi mente, el flujo de la figura se dobló y se rompió. Volví a sentirme agarrotada, torpe. Coja.

La desesperación se abrió paso. Debía encontrar pronto el nombre de mi dragón. Ya ni me atrevía a activar mi visión mental, por si el Dragón Rata me avasallaba. Aquel libro rojo debía de contener la clave de mi poder. Debía encontrarlo. Una duda áspera roía mi certeza; ¿y si el libro no contenía las respuestas? Me obligué a apartar aquel temor, el libro era mi única oportunidad.

Tellon dio una palmada.

—Está bien, por ahora ya es suficiente. He visto que por un momento lo habéis tenido, Señor Eón. Un buen comienzo. No os desaniméis por que se os haya escapado —dijo, sonriéndome para alentarme—. Seguramente notaréis que os sentís pesado. Intentad no forzar movimientos bruscos. —Dio una palmada a Dillon en el hombro—. Un intento loable, aprendiz. Y ahora id a casa los dos y dormid. Ya he convenido con los Señores Brannon e Ido que debéis reposar después de las clases.

Una vez fuera, dos guías nos condujeron de regreso a nuestros respectivos aposentos. El séquito del príncipe se había ido y sólo quedaba un criado que se dedicaba a pasar el rastrillo por la arena del campo de prácticas. Dillon y yo seguíamos en silencio a nuestros guías por la plaza grande, desierta. Cuando habíamos recorrido la mitad, agarré a mi compañero del brazo y le obligué a detenerse.

—Quiero entrar en tu pabellón esta noche —le susurré.

—¿Qué? —Trató de soltarse, pero yo no se lo permití.

—Quiero entrar en la biblioteca del Señor Ido y buscar ese libro. ¿Me ayudarás?

—¿Por qué?

Por el rabillo del ojo, vi que los guías se giraban y nos miraban. Alcé la mano para que nos esperaran.

—Ese libro forma parte del tesoro del Dragón Espejo.

Vi que el gesto de Dillon cambiaba, al comprender lo que le decía.

—¿Lo ha robado?

—Sí. Y debo recuperarlo.

Dillon negó con la cabeza.

—No, no. No puedo ayudarte. Me hará daño si lo descubre.

—No hace falta que entres conmigo en la biblioteca. Sólo déjame entrar en tu pabellón y muéstrame dónde está.

—No lo comprendes. —Dillon se movió, nervioso, y se retorció los dedos—. No es sólo que esté cerrada con llave. Es algo que flota a su alrededor y te impide acercarte incluso a la puerta. Es como todo lo malo que has sentido nunca.

Lo solté.

—Creía que habías dicho que no eras su esclavo. Pero, claro, eso era sólo hablar por hablar, ¿verdad? No tienes el valor para actuar en su contra. Ni siquiera puedes abrir esa puerta sin su permiso.

—Tú no entiendes cómo es —susurró.

Yo esperaba que se opusiera a mí movido por una furia repentina, pero no ese terror absoluto.

—Dillon, necesito tu ayuda. ¿Cuántas veces te salvé de Ranne? ¿Cuántas patadas he recibido por ti? —Era una estrategia rastrera, lo sabía, pero debía encontrar aquel libro.

—¿Serás capaz de salvarme una vez más? —me preguntó con amargura.

—¿Qué?

—A Ranne lo han echado de la escuela y el Señor Ido lo ha contratado como guardia.

Lo miré.

—Eso es horrible.

Dillon asintió.

Agarré una brizna de paja.

—Si encuentro el libro, tal vez le cause problemas a él, tal vez pierda el empleo.

Dillon esbozó una sonrisa cansada.

—Tal vez.

—¿Qué dices entonces? —Intenté ocultar la desesperación de mi voz—. ¿Por nuestra amistad?

Clavó la vista en el suelo.

—Yo no entraré en la biblioteca.

—No hace falta —me apresuré a tranquilizarle.

—¿Sólo hasta la puerta?

—Tú déjame entrar y señala en dirección a la entrada.

Me miró y tragó saliva.

—No soy su esclavo —dijo.

Le agarré del hombro.

—Ya lo sé.

Sentí el temblor de su cuerpo bajo mi mano.

—¿Qué clase de cerrojo es?