8

Bienvenido, Señor Eón —dijo el Emperador con voz susurrante y por encima de mí. Ocupaba un asiento en lo alto de un estrado escalonado y se le veían los pies, hinchados y cubiertos de vendajes, que reposaban sobre un banco pequeño, bajo la mesa del banquete. Al lado, frente a una silla vacía, había otro idéntico; se trataba de un asiento fantasma dispuesto de ese modo para la emperatriz, que había muerto hacía casi un año—. La túnica de la Armonía os sienta bien —prosiguió Su Majestad—. Podéis alzaros.
Levanté la rodilla del suelo y, dolorosamente, adelanté el pie, incorporándome hasta quedar algo encorvado, tal como me había enseñado la dama Dela. Me atreví a mirar un instante al Señor Celestial. Tenía los hombros caídos; su piel macilenta y descolgada daba a entender que hasta no hacía mucho había sido un hombre mucho más corpulento y vigoroso. La enorme perla imperial, que debía de igualar en tamaño a un huevo de pato, le cubría el orificio abierto en la base del cuello. A diferencia de la de la dama Dela, sujeta a un broche que se lo atravesaba, ésta aparecía engarzada en un nido de oro y cosida a la piel del Emperador. Se trataba de un símbolo de sabiduría y soberanía —no en vano descendía de los antiguos dragones—, y sólo se separaría de ella tras su muerte, momento en que le sería cosida a su heredero. Me fijé en que la piel del Emperador había crecido por encima de la base de oro, uniendo al hombre y la joya.
Mis ojos se desplazaron hasta su rostro y, durante un instante detenido, la mirada del Señor Celestial se encontró con la mía. Los aparté, como era preceptivo, pero no sin ver que, tras posarlos en mí, los clavaba en el Señor Ido, que estaba sentado en la mesa, más abajo. Su Majestad también se había apercibido del gesto tenso del Ojo de Dragón al ver mi túnica.
Uno de los eunucos que velaban por el cumplimiento de las normas de etiqueta durante el banquete apareció a mi lado.
—Por aquí, Señor —murmuró, haciéndose oír por encima del mar de cuchicheos que se alzaban tras de mí. Yo compuse una reverencia, preparándome para la retirada.
—Señor Eón.
La voz era potente, juvenil.
Alcé la vista y vi al príncipe heredero inclinado hacia delante en su asiento, que ocupaba el escalón inferior del estrado. En la mandíbula, que denotaba determinación, y en la frente despejada, se parecía a su padre. También en los ojos, que expresaban una inteligencia vigilante.
—Mi estimado padre ha sugerido que tal vez deseéis aprender algo sobre el arte del gobierno y así prepararos para vuestra nueva posición como Ojo de Dragón coascendente —dijo—. Yo recibo todas las mañanas clases de Prahn, el Excelso. ¿Os gustaría uniros a nosotros mañana?
Así con fuerza la tela de la túnica y volví a postrarme.
—Será para mí un honor, Alteza.
Padre e hijo intercambiaron una breve mirada. La dama Dela había predicho que se produciría una maniobra ostensiblemente pública para atraerme de inmediato al círculo imperial. No será una orden del Emperador —dijo—. Se tratará de una invitación de alguien conocido por darle su apoyo. De ese modo, a vos se os verá tomar partido.
Pero ni siquiera ella había imaginado que el ofrecimiento vendría del mismísimo príncipe heredero.
El eunuco me rozó el hombro y juntos recorrimos hacia atrás la inmensa distancia de aquel salón, entre las dos mesas bajas llenas de cortesanos y administradores. Los hombres, elegantemente vestidos y acompañados de sus mujeres, se alineaban junto a las paredes doradas, salpicadas de luminosas lamparillas de aceite; yo sentía que me clavaban la vista mientras pasaba junto a ellos. Algunos se mostraban simplemente curiosos, otros abiertamente hostiles, y otros, asustados. A medio camino descubrí a mi señor. Hasta que, al día siguiente, lo nombrara oficialmente mi albacea, no podría sentarse a mi lado. Al verme, asintió y esbozó una sonrisa, pero ni siquiera eso me dio fuerzas.
El eunuco me condujo a lo largo de la pared derecha hasta la mesa de los Ojos de Dragón, que se encontraba elevada sobre un peldaño y que ocupaba una posición contigua al estrado imperial. Las dos sillas más cercanas a la mesa regia estaban vacías; un extremo lo ocupaba Ryko y el otro Dillon. La dama Dela había mantenido su promesa: tendría la oportunidad de conversar con mi amigo, que estaba sentado muy recto y con gesto temeroso, junto al Señor Ido. Todos los demás aprendices estaban de pie, detrás de sus Ojos de Dragón, dispuestos a servirles. Cuando pasé por su lado, todos me dedicaron sus reverencias y bajaron la mirada. Sus señores no se mostraron tan corteses. Percibí una oleada de movimiento tras de mí, y supe que eran los Ojos de Dragón, que se giraban en sus sillas para verme mejor. Sus palabras susurradas llegaron hasta mí: demasiado joven… un peligro… demasiado tarde…
La dama Dela parecía ser la única que se encontraba cómoda. Estaba de pie, junto a un biombo grande, tallado, colocado en un extremo del salón. Entre los plafones profusamente decorados se entreveían retazos de pelo negro, broches dorados y sedas azules que indicaban la posición de tres damas: las concubinas imperiales que en ese momento gozaban del favor real. Resultaba evidente que la dama Dela intentaba llegar a un acuerdo con una de ellas, pues había movido la mano desde la frente hasta el corazón, recurriendo al gesto que se usaba para cerrar un trato. Cuando el eunuco me ayudó a sentarme, ella alzó la vista y me vio.
—Señor Eón —dijo, y vino hacia mí al instante—. ¡Qué agradable volver a veros! —Hincó una rodilla en el suelo—. El príncipe me preguntaba por vos justo antes de sentarse, he oído que os ha invitado a uniros a él durante sus sesiones de estudio. Una invitación más que considerada. —Abrió bruscamente el abanico y, tras la protección que le brindaba, abrió mucho los ojos y arqueó las cejas. Su sonrisa cortés volvía a estar en su sitio cuando lo cerró—. Creo que ya conocéis al aprendiz Dillon —prosiguió con dulzura, poniéndose en pie y haciendo una seña al eunuco para que le acercara la silla. Cuando se sentaba, Ryko compuso una reverencia y se arrimó más a ella, con gesto inexpresivo. A mi lado, Dillon bajó la cabeza en señal de respeto, con las manos entrelazadas.
—Señor Eón —dijo, con la vista clavada en el suelo.
—Me alegro de que nos sentemos juntos —le respondí—. Tenemos mucho de que conversar.
Él levantó la mirada, y una sonrisa vacilante se abrió paso entre el miedo que le agarrotaba el rostro. Yo le guiñé un ojo, como hacía siempre, y su sonrisa se afianzó.
Entonces me concentré en su señor.
—Saludos, Señor Ido —dije, asintiendo una sola vez con la cabeza, satisfecha de constatar que no me temblaba la voz.
—Señor Eón. Se os ve espléndido esta noche —me respondió gentilmente—. Es un honor que su majestad os haya cedido la túnica que le regaló mi familia.
Noté que la dama Dela se revolvía en su asiento, advirtiéndome. Habíamos ensayado cuáles debían ser mis respuestas a todas las posibles reacciones del Señor Ido, antes de que la llamaran a ocupar su lugar en la mesa. Yo me forcé a esbozar una sonrisa tan falsa como la suya.
—Me siento doblemente honrado —dije—. Una túnica con una historia tan afortunada sólo puede traer buena suerte a quien la viste.
Él me observó durante un instante.
—Como sabemos los Ojos de Dragón, la suerte es una fuerza muy frágil. Puede estropearse en las manos equivocadas. ¿No os parece, Señor Eón?
Murmuré una especie de asentimiento y me concentré en arreglar los pliegues de la túnica para disimular el temblor de mis manos. Ante mí tenía un plato de porcelana azul traslúcido, flanqueado por palillos de plata y por una cuchara de sopa que imitaba la forma de un cisne. Un franchipán perfecto flotaba en el cuenco destinado a lavarse los dedos, también azul y a juego con el plato. Me concentré en ambas piezas, hallando consuelo en su belleza.
—Lo estáis haciendo muy bien —me susurró la dama Dela, tocándome el brazo.
Dirigí la mirada a la mesa situada frente a la nuestra, ocupada por cortesanos sentados según su rango.
—¿Cuál de ellos es el Gran Señor Sethon?
—No está aquí —me respondió la dama Dela en voz baja—. Ha acudido a sofocar una disputa fronteriza en el este. —Posó los ojos un instante en el Señor Ido—. Pero no ignorará por mucho tiempo lo que suceda aquí esta noche.
Un golpe seco hizo el silencio en la sala. El heraldo personal del Emperador golpeaba el suelo con su vara, reclamando la atención de los presentes.
—Su Majestad Imperial se dispone a hablar —tronó.
De inmediato, todos inclinamos la cabeza sobre los platos. El Señor Celestial nos dispensó con un movimiento de mano.
—Estamos aquí para celebrar el cambio de año y, con él, la ascensión del Ojo del Dragón Rata, el Señor Ido, y de su nuevo aprendiz, Dillon. —Todos se echaban hacia delante para oír mejor aquella voz tan fina—. Pero se trata también de la conmemoración de una ocasión única: el regreso del Dragón Espejo y la extraordinaria ascensión de un joven al estatus de Ojo de Dragón. El Señor Eón y su Dragón Espejo son para nosotros la señal de que nuestro gobierno recibe el favor de los dioses. —Alzó un cuenco dorado—. Damos las gracias por este regalo.
Yo me concentré en el cuenco plateado que sostenía en la mano. El Emperador me convertía en una señal de los dioses. Un hombre a punto de ahogarse que se agarraba a una brizna de paja. Y aquel modo de restar importancia a la ascensión del Señor Ido no iba a sentar nada bien al Ojo de Dragón.
—Gracias —dije yo, fundiendo mi voz con el final de la reverencia y humedeciéndome los labios con el vino. A mi lado, Dillon apuró el suyo con gran estruendo; al percatarse de su error me miró con ojos compungidos desde el borde de su cuenco.
—Y, lo que es más importante —prosiguió Su Majestad en voz más alta—, los augures me dicen que el Dragón Espejo ha regresado a nosotros fuera de su año de ascenso porque cuenta con un buen motivo. —Alcé la vista. El Emperador me miraba fijamente—. No es ningún secreto que mi salud se debilita. Pero hace dieciocho años, nuestra tierra recibió la bendición del nacimiento de mi heredero, el príncipe Kygo. Los augures afirman que el Dragón Espejo, el Dragón Dragón, ha regresado y ha escogido al Señor Eón para que se prepare para el reinado de mi hijo. El Señor Eón y el Dragón Espejo están aquí para construir un bastión de poder y buena fortuna al servicio del príncipe heredero.
Durante un momento se mantuvo un silencio sepulcral, pero entonces los asistentes, como una ola imparable, se pusieron en pie y se volvieron hacia mí, dedicándome reverencias y ovaciones. Aturdido, miré a los ojos al Señor Celestial y vi que poseían el brillo enfervorizado del creyente. O de la desesperación.
¿Qué podía hacer? ¿Contradecir al Emperador? Ello me habría supuesto la muerte inmediata. Me fijé en el mar de rostros y de manos. Mi señor sabría qué había que hacer. Vi que seguía sentado, rígido, con el rostro muy pálido. Alzó la vista para mirarme; en sus ojos muy abiertos adiviné el mismo fervor crédulo.
¿Habría sido escogido de verdad por el Dragón Espejo para apoyar al Emperador y al príncipe heredero? El Emperador y mi señor así lo creían. Los augures imperiales así lo creían. ¿Quién era yo para ponerlos en duda?
El peso de un Imperio reposaba sobre mis hombros; me parecía una carga excesiva de soportar.
Además de mi señor, otra persona no se había puesto en pie tras el anuncio de Su Majestad: por el rabillo del ojo, veía al Señor Ido sentado en su silla, apoyado en el respaldo, observándome con una sonrisa astuta en los labios. Para él, mi elevación a Señal Celestial no había supuesto ni sorpresa ni motivo de alegría.
—Su Majestad da otro paso arriesgado —susurró la dama Dela cubriéndose la boca tras las manos, sin dejar de aplaudir—. Dedicadle una reverencia, deprisa, o si no, no cenaremos nunca.
Tenía razón. Aquello era sólo un paso más en un juego de poder. Yo, curiosamente, me sentí más segura que antes y, uniendo las manos, bajé la cabeza, apartándome de la expectación de los rostros que me observaban. La algarabía se interrumpió súbitamente con otro golpe de vara del heraldo. Y el Emperador recuperó la atención de todos.
—El Señor Eón será mi invitado en palacio hasta que el pabellón del Dragón Espejo sea reconstruido. Y, como parte de las celebraciones de los Doce Días, será un honor para mí devolverles a él y a su dragón todos los tesoros que se salvaron del incendio que destruyó el pabellón hace quinientos años. Ha sido y es deber sagrado de nuestra dinastía proteger el tesoro del Dragón Espejo. Cuando mi padre, el Señor de los Diez Mil Años, me mostró la cámara abovedada de nuestra biblioteca y me transfirió el poder, me dedicó estas palabras, llenas de sabiduría —el Emperador hizo una pausa dramática, para que la emoción fuera mayor—: «recuerda, hijo mío, un dragón es como un recaudador de impuestos: aunque sólo le debas un lingote de oro, te perseguirá por toda la eternidad».
A su lado, el príncipe Kygo echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada. Sólo entonces los asistentes lo imitaron, aunque limitándose a emitir unas risitas corteses, que las damas ocultaban tras sus abanicos abiertos.
¿Un tesoro? ¿Conservado para mí?
—¿Existe de verdad una cámara llena de oro? —le pregunté a la dama Dela.
Pero no le dio tiempo a responderme, porque en ese momento el Señor Ido —que ya le había ordenado a Dillon abandonar su asiento para sentarse a mi lado— se inclinó sobre mí, salvando el amplio espacio que nos separaba.
—Su majestad habla figuradamente, Señor Eón —dijo, dedicando una mirada adusta al Emperador, que seguía sonriendo, satisfecho con su propia muestra de ingenio—. El tesoro no es de oro.
—¿Lo habéis visto vos, Señor? —le pregunté, ocultando mi decepción con la rapidez de mi réplica.
—No, pero el Consejo conserva el registro de lo que se salvó. Se trata casi de los únicos datos de que disponemos sobre el Dragón Espejo. —Se detuvo y clavó la vista en la mesa de los demás Ojos de Dragón, todos ellos amodorrados si se los comparaba con él y su despliegue de energía oscura. Curvó los labios hacia arriba—. Vos y vuestro dragón sois todo un misterio. Como veis, la emoción del Consejo raya casi en el éxtasis.
Yo no pude evitar una sonrisa ante sus burlas jocosas.
Nos acercamos más el uno al otro y vi que un destello plateado cruzaba sus ojos.
—Según los registros, entre los tesoros conservados en la cámara se incluyen algunos muebles de gran valor…
Una oleada de náuseas se apoderó de mí. Sentí algo que se abría paso a través de capas de resistencia, concediéndome un momento de clara visión mental. Frente a mí tenía una línea plateada de poder, transferida desde la energía generada en el salón. Fluía hacia el Señor Ido y alimentaba su punto amarillo de poder, alojado en el delta que formaban sus costillas. Aquel era el centro del carisma. Sobre él, el punto verde, el del corazón, parecía aún más pálido y pequeño que antes.
Y estaba usando aquel poder para atraerme.
La visión de mi mente se retiró, dejándome una sensación de pérdida que ya conocía bien. El Dragón Espejo se retiraba. Una vez más. El Señor Ido había dejado de hablar, y mantenía los ojos entornados. ¿Había sentido también él al dragón? Me eché hacia atrás y vi que su expresión se endurecía, aunque la voz mantenía el tono de dulce caricia.
—… y varios instrumentos necesarios para la práctica de nuestro arte. Creo haber visto una brújula decorada con piedras preciosas en la lista.
Yo tenía que alejarme como fuera del poder que me atraía hacia él. Crear algo de espacio entre nosotros. Le dediqué una ligera inclinación de cabeza.
—Gracias, Señor Ido.
—Es un placer, Señor Eón.
Con un movimiento de mano, indicó a Dillon que regresara a la mesa, mientras el heraldo imperial volvía a reclamar la atención de los presentes.
—Y ahora, comamos —anunció el Señor Celestial—. Durante el segundo postre, escucharemos a los poetas, que dedicarán sus composiciones a conmemorar la ocasión. —Levantó una figura de jade que colgaba de una cinta de seda roja—. Y habrá un premio para el artista que, con sus palabras, más nos conmueva.
—Ya podemos suponer quién será —murmuró la dama Dela, que al ver la expresión de perplejidad en mis ojos, señaló hacia el biombo que quedaba a nuestra espalda—. La dama Jila lleva una larga racha ganadora. —Tras ella, Ryko carraspeó, reprochándole sus insinuaciones. La dama Dela suspiró, irritada—. Está bien, tal vez esté siendo injusta. Que sea la madre del príncipe no significa que no sea una buena poetisa.
—¿Es la madre del príncipe? —pregunté—. Habría dicho que lo era la emperatriz…
La dama Dela meneó la cabeza, y se llevó el índice a los labios.
—Así es como figura oficialmente, pero la emperatriz era estéril. El primer varón nacido en el harén siempre se atribuye a la emperatriz si ella no tiene descendencia. De ese modo, no existen dudas en la sucesión. —Me instó a que me acercara más—. Debes comprender que la dama Jila es una mujer sensata. Sabe que aunque no pueda reconocérsela como madre del príncipe, es su hijo el que algún día ocupará el trono. Además, después de dar a luz a dos niñas, acaba de ser madre de otro varón, por lo que su posición en la casa es segura. —Miró hacia un hombre corpulento ataviado con una túnica blanca y corta, que se postraba ante el Emperador—. ¡Ah!, el catador imperial ha sido convocado. El plato frío debe estar en camino, por fin.
Todavía no había terminado de decirlo cuando dos hileras de eunucos entraron en el salón, portando grandes bandejas cubiertas, y se situaron frente a las mesas. El que quedó delante de mí dejó dos platos sobre nuestra mesa, con la mirada baja, como correspondía. El heraldo volvió a golpear el suelo con la vara y, al unísono, los sirvientes levantaron las tapas semiesféricas. Las mesas estaban llenas de alimentos exquisitos, bellamente presentados: porciones de cerdo, col espolvoreada con frutos secos, pato con judías, huevos fríos, verduras encurtidas, lechugas aliñadas con aceite, arroz glutinoso enrollado en algas, pollo asado frío, pescado ahumado y pastelillos redondos de guisantes servidos con jengibre.
—Cuánta comida —susurré.
La dama Dela observó con atención el plato de cerdo que tenía delante e indicó al criado que podía servirle un poco.
—Pues reservaos un poco, Señor —me advirtió, levantando la mano para disuadirme de pedir una segunda cucharada—. Hay otros once platos en camino.
Otro eunuco se detuvo frente a mí.
—Señor —dijo, con la voz amortiguada propia del servicio—. El médico real os envía este plato y os suplica que lo comáis primero, para que os ayude en vuestra digestión.
Posé la mirada en el médico, que ocupaba un asiento al otro lado del salón, en una mesa baja. Se había cambiado de atuendo y llevaba una túnica en tonos verdes que no desentonaba tanto con su rostro pálido. Asentí, dándole las gracias y él me sonrió cortésmente, instándome a comer con gestos muy exagerados. El eunuco colocó el plato en la mesa y levantó la tapa. Eran unas judías verdes crujientes acompañadas de pequeños rectángulos blancos salpicados de semillas de sésamo.
—¿Qué es?
—Anguila fría, Señor. Fortalece la sangre.
Levanté los pesados palillos de plata, impaciente por probar aquella exquisitez. Era de una textura rara, elástica y tierna a la vez, y el sésamo potenciaba su sabor almendrado. A mi lado, Dillon no le quitaba ojo a la fuente de pato y se agarraba con fuerza al borde de la mesa.
—Señor, ¿podéis ayudar al aprendiz Dillon? —me preguntó la dama Dela entre dos bocados.
Yo le hice una seña a nuestro camarero, que al momento le sirvió el pato a Dillon.
—Tú pídeles lo que quieras —le dije, fingiendo una confianza que no tenía.
Él se pasó la lengua por los labios, nervioso.
—¡Mira cuántas cosas!
Yo sonreí, tratando de inspirarle confianza.
—Esto nuestro es una bendición, ¿no crees?
Su sonrisa no bastó para eliminar la sombra de dolor que asomaba a su mirada. Yo había visto antes aquel gesto, en las pocas ocasiones en que el heuris Bellid le había puesto la mano encima.
—¿Qué tal va? —le pregunté en voz baja, señalando con la cabeza a su nuevo amo. El Señor Ido nos daba la espalda y conversaba con el Ojo de Dragón que tenía al lado.
Las sombras de sus ojos se hicieron más profundas.
—Como dices, lo nuestro es una bendición.
Alzó el cuenco y volvió a apurar su contenido.
—Me alegra oírlo.
Por debajo de la mesa, apoyé el pie en su pierna. Él me devolvió la señal, y parpadeó muy deprisa. Parecía que los dos estábamos atrapados en situaciones peligrosas.
—Señor Eón, permitidme que os recomiende los pastelillos de guisante —me dijo la dama Dela, reclamando mi atención.
Mientras dábamos cuenta de los tres siguientes platos —una variedad de sopas, seguida de langosta, y luego vieiras—, la dama Dela fue regalándome sus comentarios susurrados sobre los Ojos de Dragón que se encontraban presentes en la mesa. El Señor Tyron, que estaba sentado junto a Ido, era el Ojo del Dragón Buey, y hombre leal al Emperador. Yo me apoyé en el respaldo para verlo mejor; robusto para tratarse de un Ojo de Dragón, con unas arrugas profundas que iban de la nariz a la boca. Era el siguiente en el ciclo de ascendencia, por lo que se retiraría a favor de su aprendiz a final de año. El siguiente en la mesa, y en orden de ascendencia, era el Señor Elgon, el Ojo del Dragón Tigre. «Decididamente, partidario claro del Señor Ido», susurró la dama Dela. Tenía la cara alargada, con una mandíbula prominente y una nariz achatada que le daba aspecto de pala. El Señor Elgon debía de haber sido aprendiz de mi señor cuando éste era Ojo del Dragón Tigre, pero yo no había oído nunca a mi señor hablar de él. A su lado se encontraba el Ojo del Dragón Conejo, el Señor Silvo. Se trataba de un hombre pálido, elegante —el sacrificio de su vocación había tallado en su rostro perfiles y ángulos clásicos—. «Este es neutral —comentó la dama Dela—. Siempre intenta poner paz entre facciones.» En nuestro repaso, acabábamos de llegar al Señor Chion, el Ojo del Dragón Serpiente, cuando un joven eunuco vestido con la librea negra del harén se acercó a la dama Dela. Tras dedicarle una reverencia, le alargó un rollo sellado con cera, unido en ambos extremos a unas varillas decoradas con cuentas de jade. La dama separó un poco el rollo y lo leyó deprisa.
—¿Deseáis responder, mi dama? —le preguntó.
—No. —Le indicó que se retirara y volvió a leer el escrito—. Bien —dijo al fin, frunciendo el ceño—. Esto animará un poco las cosas. Sólo espero que no culpen al mensajero.
Me fijé en los caracteres fluidos del papel, pero no reconocí ni uno solo.
—¿Qué ocurre?
—Es el poema que la dama Jila ha compuesto para el concurso. —Dejó el rollo sobre la mesa—. Naturalmente, no puede presentarlo ella ante la corte, por lo que me ha pedido a mí que lo lea. El verano pasado traduje su libro de versos y fue todo un éxito.
—¿En qué lengua está escrito? ¿Procede la dama de las tribus de oriente?
—No, no. —Se acercó mucho a mí y me susurró al oído—. Está compuesto con escritura femenina.
—¿Con qué?
Dela no pudo reprimir una sonrisa al ver mi gesto de perplejidad.
—Es muy antigua. Se ha transmitido de madres a hijas. Creo que se inventó para que las mujeres se escribieran entre sí. Para expresar sus sentimientos. Nada demasiado instruido, claro, pero como no se nos permite usar la escritura de los hombres, es un modo que tenemos de compartir nuestros pensamientos. —Se detuvo y observó el rollo—. Y nuestra soledad.
Al momento a mi mente asomó la imagen fugaz de una mujer dibujando en la arena con un bastón, creando los trazos de un carácter, con el brazo pasado por encima de mis hombros. ¿Mi madre? Renuncié a mi recuerdo y me apoyé en el respaldo. Un Señor Ojo de Dragón no debía tener nada que ver con la escritura femenina. Ni con los pensamientos y los miedos de las mujeres.
—Habladme del Señor Chion —le pedí.
La dama Dela recogió el rollo y se lo metió en la manga, sin inmutarse por mi brusquedad.
—Con ése hay que andarse con cuidado —dijo—. El Dragón Serpiente es el custodio de la Intuición, y el Señor Chion es más agudo que nadie.
Lo estudié. Desde donde me encontraba, lo único que veía de él era una mano alargada que sostenía un cuenco de licor. Si era capaz de ver más allá de las apariencias, entonces yo haría bien en evitarlo.
—¿A quién es leal?
Ella señaló al Señor Ido con la cabeza.
El siguiente en la fila de comensales era el Señor Dram, el Ojo del Dragón Caballo. La dama Dela abrió el abanico y lo agitó con gracia delante de la cara. El Dragón Caballo era el Custodio de la Pasión, me dijo, haciendo como que jadeaba, algo que el Señor Dram se tomaba muy en serio. Entreví su rostro enérgico cuando se echó hacia atrás, riéndose. Había, sin duda, más vitalidad en él que en los demás, aunque careciera del vigor del Señor Ido. Un hombre del Emperador, añadió la dama Dela, aunque no sirviera del gran cosa, pues no contaba con el respeto de los demás Ojos de Dragón.
Empezaron a servir el siguiente plato: pollo preparado de mil formas posibles y acompañado de grandes cuencos de arroz salvaje. Yo ya no podía más y me dedicaba a cambiar de sitio los muslos de pollo rebozados. Tenía el estómago tan lleno que el mareo se había convertido en dolor. Dillon también había dejado de comer, pero seguía apurando el cuenco de licor cada vez que el camarero se lo llenaba.
—Yo nunca había comido vieiras, ¿sabes? Ni langosta. No me gusta la langosta. ¿A ti te gusta? —Cada vez le costaba más mirarme fijamente a la cara.
—Está muy rica —le dije yo.
Dillon asintió y repitió el gesto muchas veces.
—Rica. Tienes razón. Aquí todo es rico. —Se le escapó una risita—. Nosotros somos ricos.
La dama Dela me dio un golpecito en el brazo con su abanico.
—Mirad ahí.
Cuatro músicos habían llegado postrándose hasta el centro del salón, seguidos de un grupo de doce hombres, cada uno de ellos vestido como uno de los animales del ciclo. Eran los célebres Dragones Bailarines —había oído hablar de ellos, pero nunca actuaban fuera de palacio—. El que iba vestido de rojo, y representaba al Dragón Espejo, me dedicó una reverencia y su sofisticada túnica se onduló. Las cuentas de plata en forma de escamas tintinearon y la cola que lo remataba serpenteó.
Las primeras notas de la flauta temblaron en la sala y detuvieron las conversaciones. Luego los danzantes empezaron a moverse, asumiendo con sus cuerpos las características de los respectivos animales. Bailaban en círculo, emulando el deber sagrado de los Ojos de Dragón de proteger y alimentar la tierra y sus gentes. Me quedé boquiabierto cuando los cubrió una lluvia de serpentinas plateadas, o cuando cambiaron el curso de los ríos con telas enrolladas de seda azul, o cuando amansaron vientos fabricados con muselina transparente. Y luego, por turnos, todos los bailarines dieron vueltas y saltos en solitario, poniendo en movimientos la virtud correspondiente al dragón que encarnaban. Cuando le tocó al bailarín de rojo, otro con ropajes idénticos se unió a él y juntos saltaron y giraron en perfecta armonía, en perfecto reflejo el uno del otro. Con su danza representaban la Verdad. Mi dragón era el custodio de la Verdad. Lo irónico de la situación me llevó a dar un respingo.
Cuando la actuación terminó, la sala estalló en gritos y aplausos. Me sumé al pateo general, con el que logramos que temblara el suelo y demostramos nuestro aprecio a los danzantes. Estos nos dedicaron una reverencia y se retiraron; al momento entraron los camareros con el primer postre, que sirvieron en silencio. Había hojaldres bañados en jarabe de caña, frutos secos garrapiñados, ciruelas caramelizadas, pedazos de panal de abeja, bayas frescas, diminutos pastelillos y panecillos de alubias.
—¡Miel! —exclamó Dillon, agarrando uno de los pedazos chorreantes de panal directamente de la bandeja. Cuando lo tuvo en la mano, me lo mostró con gran entusiasmo—. ¡Mira, Eón, miel!
Se oyó un chasquido seco, como de hueso contra hueso. Dillon echó la cabeza hacia atrás.
—No te olvides de quién eres, aprendiz —masculló el Señor Ido, con el brazo aún levantado tras el golpe que acababa de propinarle. En su frente se hinchaba una vena azulada.
Dillon se agazapó en su silla.
—Lo siento, Señor. Lo siento. Por favor. Lo siento.
—No te disculpes ante mí. Discúlpate ante el Señor Eón.
Dillon se incorporó para mirarme, y me dedicó una gran reverencia.
—Perdonadme, Señor.
Me fijé en su nuca blanca, en sus orejas pequeñas. De su cabeza gacha brotaban gotas de sangre que se estrellaban contra el suelo, mezcladas con la miel que rezumaba del pedazo de panal que aún sostenía. Noté que la dama Dela me pellizcaba por detrás.
—No me habéis ofendido —me apresuré a responder.
—Busca un paño y limpia todo esto —ordenó el Señor Ido a uno de los criados—. Y tú —añadió, clavándole el dedo índice en el hombro a Dillon—, siéntate bien y no me deshonres más.
Dobló la mano para aliviar el dolor que sentía en los nudillos. Un eunuco se apresuró a ofrecerle una toalla húmeda.
—¡Al muchacho! —gritó, arrojando la toalla hacia Dillon—. Dásela al muchacho. —Se llevó la mano a la frente y le hizo una seña al eunuco encargado de velar por la etiqueta—. Necesito respirar algo de aire puro —masculló entre dientes.
El eunuco le dedicó una reverencia y empezó a despejar el camino tras las sillas.
El Señor Ido se puso en pie, nos saludó a la dama Dela y a mí, bajando la cabeza, y a continuación se postró ante el Emperador. Nosotros le vimos retirarse marcha atrás, ignorando los comentarios de los demás Ojos de Dragón.
—Ese hombre tiene cada vez menos paciencia —comentó, muy seria, la dama Dela.
Un eunuco del harén, muy joven, se postró a su lado, esperando para transmitirle un mensaje. La dama Dela suspiró.
—A ver si lo adivino —le dijo—. La dama Jila quiere hablar conmigo antes de que yo lea su obra maestra.
El eunuco asintió, intentando en vano reprimir una sonrisa.
—Con vuestro permiso, Señor Eón —dijo la dama Dela, sosteniéndose el borde del vestido con una mano, dispuesta a levantarse.
—Por supuesto.
Me volví hacia Dillon y le toqué el hombro.
—Vamos —le dije—. Límpiate un poco.
Él se acercó la toalla a la brecha abierta en la ceja.
—Me había olvidado —dijo, casi para sí mismo.
—Tanto licor no te ha ayudado. —Le bajé la mano y le examiné la herida—. Ya ha dejado de sangrar.
—Todo esto es… No es tan… —Se detuvo, mirando a su alrededor por si el Señor Ido estaba cerca. Pero el Ojo de Dragón ya había abandonado el salón.
—¿Tan fácil? —aventuré yo—. Pero es mejor que no haber resultado elegido, ¿no?
Él sonrió, pálido.
—Cuando toqué la perla del Dragón Rata, con toda esa fuerza pasando a través de mí, sentí como si fuera el amo del mundo. —Alzó la vista, y sus rasgos se iluminaron de asombro—. Vos ya sabéis lo que es eso.
Sonreí.
—Sí, lo sé.
—Y entonces, al sentir que su verdadero nombre pasaba a través de mí, casi estallé de alegría.
El aire se detuvo a mi alrededor. ¿Verdadero nombre? Todos los músculos de mi cuerpo se agarrotaron presas de un horrible presagio.
—Su verdadero nombre —repetí.
—¿Vos también lo sentisteis, Señor? —preguntó Dillon.
Asentí, tensa.
¿Había sido ese el susurro que había escapado de mí? Recordaba que había acercado el oído y las manos a la perla dorada, haciendo esfuerzos por oír el sonido cada vez más débil. ¿Por qué el nombre del dragón no había pasado por mí, como sí había hecho el de Dillon? Sentí que me faltaba el aire. ¿Sería porque yo no era capaz de pronunciar mi nombre oculto? Si lo decía en voz alta sería mi muerte.
Había malgastado mi única ocasión de conocer el nombre del dragón rojo. Dillon se limpió la sangre que le teñía la barbilla.
—Saber que ahora soy capaz de invocar al Dragón Rata y su poder hace que me sienta pequeño —dijo—. El Señor Ido ya me ha enseñado a hacerle las reverencias. —Miró en dirección a la puerta, serenándose al ver que su Señor no había regresado aún.
Yo no tenía modo de invocar al Dragón Espejo.
No tenía modo de invocar su poder.
No tenía modo de cumplir la voluntad del Emperador.
Si no lograba invocar al dragón y usar su poder, no le serviría de nada al Emperador, ni a mi señor. Ni a nadie.
—¿Estáis bien, Señor? —me preguntó Dillon.
Nadie debía saberlo. Aquello supondría mi muerte. Y la de mi señor. El Emperador nos mataría a los dos.
—¿Señor Eón?
Me eché hacia atrás cuando Dillon intentó tocarme la mano.
—Sí, uno se siente muy pequeño —le dije, obligándome a sonreír.
A mi lado, un eunuco retiró la silla para que la dama Dela pudiera sentarse.
—Apenas un cambio en una palabra —dijo—. Los artistas, ya se sabe, no están nunca satisfechos.
Durante las horas que siguieron, no logré desprenderme de mi temor, ni de la verdad descarnada que me oprimía: no era capaz de invocar a mi dragón. En cierto momento, el Señor Ido regresó a su sitio. Trajeron más comida y yo seguí comiendo hasta que una arcada irrefrenable ascendió hasta mi garganta y me impidió introducirme más alimentos en la boca. Los poetas leyeron sus composiciones, aplaudí y sonreí, aunque no llegaba a comprender el sentido de sus palabras. Sólo unos versos, pronunciados por la dama Dela, llamaron mi atención:
Cuando el sol y la luna salen a la vez
y la Perla de la Noche sostiene el cielo,
a la luz cegadora trae oscuridad
y a la tierra abrasada frío alivio.
El Señor Ido levantó mucho la cabeza. El silencio educado que se había hecho en el salón se hizo más denso y sentí que la atención de todos se concentraba en ambos. El Emperador empezó a aplaudir y el príncipe se sumó al instante a la ovación de su padre. Atropelladamente, los cortesanos y otros invitados se unieron al aplauso. La dama Jila había ganado el jade y el joven eunuco del harén desapareció tras el biombo para entregárselo.
Y entonces, por fin, el banquete terminó. Todos nos postramos de rodillas cuando se llevaron al Emperador sobre una silla con andas, seguido del príncipe heredero. Yo clavé la vista en el suelo de mosaico, intentando hallar alguna distracción que detuviera los temblores que se habían apoderado de mi cuerpo. Lentamente, todos a mi alrededor se pusieron en pie y reanudaron sus conversaciones, más relajados que en presencia de Sus Altezas Imperiales. Sentí el cuerpo de Ryko detrás de mí y su mano grande que me cogía del brazo, levantándome.
La dama Dela me observaba con atención.
—¿No estáis bien, Señor?
Yo negué con la cabeza, pues temía que si abría la boca vomitaría.
—Dispondré que os conduzcan a vuestros aposentos.
Le hizo una seña a un eunuco gordo y cuando se acercó le dio instrucciones en voz baja. Él bajó la cabeza y me condujo a través de la sala, sorteando los corros de invitados, tan enfrascados en sus conversaciones que nadie reparaba en nuestra marcha. Así logré alcanzar el patio antes que nadie. El eunuco me llevó rápidamente por un sendero flanqueado de elegantes pabellones y a través de los jardines, iluminados por farolillos redondos de color rojo. Yo caminaba y aspiraba hondo, intentando aplacar el mareo con el aire fresco de la noche. Sabía que iba a vomitar, pero no pensaba hacerlo con la túnica de la Armonía puesta. Debía regresar a mis aposentos.
Finalmente, el eunuco se detuvo.
—Vuestras habitaciones, Señor —anunció, con una reverencia.
Ahogando un grito, le devolví el saludo. No había reconocido el jardín ni los aposentos a la tenue luz de los farolillos. Una sombra surgió de la plataforma elevada y se materializó frente a mí: Rilla, que se acercaba a toda prisa.
Despedí al eunuco con un gesto de la mano.
—Gracia. Puedes irte.
Él inclinó una vez más la cabeza y desapareció en la penumbra. Rilla me sostuvo justo cuando yo ya no podía más y caía de rodillas.
—Me encuentro mal —logré decirle—. Quítame la túnica.
Rilla me levantó un poco y me ayudó a subir a la plataforma.
—La túnica —insistí con voz ronca.
Ella me ayudó a sentarme y tiró del fajín.
—Quedaos quieto —me dijo—. Ya casi está.
Jadeando, clavé la mirada en un farolillo. La faja se soltó y cayó al suelo. Rilla me sacó la túnica por los hombros. Logré quitarme las mangas y me eché hacia delante, y al hacerlo caí de bruces sobre el sendero de gravilla. Unas piedras afiladas se me clavaron en el cuerpo, a través de las finas telas de la ropa interior, y el dolor me atravesó las palmas de las manos y las rodillas. La primera arcada trajo sólo saliva y mocos. La segunda, un gas apestoso que me hizo toser. Con la tercera fue como si se me saliera el estómago por la boca. Y luego, en un torrente asfixiante de carne, sopa, arroz y licor mal digeridos, todo el banquete abandonó mi cuerpo, una y otra vez, hasta que sentí que eran las tripas mismas las que estaba devolviendo.
—Por todos los dioses. ¿Cuánto habéis comido? —me preguntó Rilla, sosteniéndome la frente con la mano.
Pero no pude responderle. Me eché hacia delante, anticipándome a otra arcada. A la que siguió otra más. Finalmente paré. Carraspeé y escupí sobre la hierba pulcramente cortada.
—Nunca más volveré a comer —declaré, secándome la nariz—. ¿Cómo pueden esos nobles comer así todas las noches?
—Lo de esta noche no ha sido nada —respondió Rilla, divertida, recogiendo la túnica cuento y disponiendo sus aparatosos pliegues sobre los brazos—. Esperad a ver la celebración del cumpleaños del Emperador, que tendrá lugar el mes próximo. Dura tres días y tres noches.
Despacio, logré ponerme en pie. El panel corredizo más alejado de donde nos encontrábamos se abrió y dos doncellas se apresuraron a salir. Una me secó la frente con un paño hurtado, la otra me ofreció una copa de agua mentolada. Me enjuagué la boca con ella y escupí sobre la hierba. Si no averiguaba pronto el nombre de mi dragón, no viviría lo bastante como para presenciar el banquete del Emperador.