1

Dejé que las puntas de mis dos espadas se hundieran en la arena del campo de prácticas. Fue un error, pero el dolor agudo en las entrañas me había obligado a acuclillarme. Vi que los pies desnudos de Ranne, el maestro de espadas, avanzaban hacia mí con rapidez y equilibraban el peso del cuerpo, preparándose para asestarme el golpe certero. Cada vez que entrenaba con él se me encogían las tripas de miedo, pero esa vez era distinto: en esa ocasión se trataba de dolor menstrual. ¿Me había equivocado contando las lunas?
—¿Qué haces, muchacho? —me dijo. Alcé la vista. Ranne estaba de pie, en perfecto equilibrio, con las dos espadas listas para el elegante golpe que me habría decapitado. Sujetaba con fuerza las empuñaduras. Yo sabía bien que de haber sido por él habría seguido adelante, pues deseaba limpiar la escuela de tullidos. Pero no se atrevió—. ¿Ya estás cansado? —me preguntó—. Tu tercera figura de hoy ha sido peor que de costumbre.
Yo negué con la cabeza, y en ese momento otro doloroso calambre me obligó a apretar mucho los dientes.
—No es nada, maestro de espadas.
Me puse en pie despacio, con mis armas apuntando hacia abajo.
Ranne relajó la postura y dio un paso atrás.
—No estás listo para la ceremonia de mañana —declaró—. Y no lo estarás nunca. Ni siquiera eres capaz de completar la secuencia de aproximación. —Se volvió describiendo un arco y clavó la vista en los demás candidatos, arrodillados en círculo en torno al campo de prácticas—. Esta secuencia debe ejecutarse a la perfección si pretendéis acercaros a los espejos. ¿Lo entendéis?
—Sí, maestro de espadas —corearon doce voces al unísono.
—Por favor, si me lo permitís, volveré a intentarlo —le supliqué. Otro calambre me retorció las entrañas, pero no me moví lo más mínimo.
—No, Eón-jah. Regresa al círculo.
Percibí que un atisbo de malestar recorría los otros once candidatos. Ranne había añadido el término jah —una protección contra el mal— a mi nombre. Le dediqué una reverencia y crucé mis espadas, a modo de saludo, imaginando qué sentiría si se las clavaba en el pecho. Detrás de Ranne, la inmensa figura opaca del Dragón Tigre se alargaba, observándome. Siempre parecía despertar con mi ira. Me concentré en el Dragón Conejo, fijándome en su perfil bien recortado, brillante, con la esperanza de que el Portador de la Paz me ayudara a aplacar mi enfado.
En el círculo de candidatos, Dillon se giró y miró en dirección al campo de prácticas. ¿Habría visto él también a los dragones? Él parecía más perceptivo que los demás, pero aun así, para poder ver a algún dragón de energía debía meditar durante horas. Yo era el único candidato que veía a todos los dragones cuando quería, excepto al Dragón Espejo, que llevaba largo tiempo desaparecido. Para verlos, debía concentrarme totalmente, y después me invadía un gran cansancio, pero aquello era lo único que había hecho soportables los dos últimos años de duro entrenamiento. Y ese era también el único motivo por el que a un tullido como yo se le había permitido ser candidato, la plena visión de los dragones era una cualidad muy rara, aunque como a Ranne, el maestro de espadas, le gustaba recordarme, no suponía ninguna garantía de éxito.
—Regresa al círculo. ¡Ahora mismo! —me gritó Ranne.
Me incorporé y di un paso atrás. Pero lo hice demasiado deprisa. La arena se hundió bajo mi pierna mala, que se dobló hacia la derecha. Sin poder evitarlo, caí al suelo pesadamente. Tras un instante de aturdimiento, apareció el dolor: en el hombro, en la cadera, en la rodilla. ¡En la cadera! ¿Me habría lastimado la cadera aún más? Me palpé el cuerpo, hundí los dedos en la piel y el músculo para explorar la malformación del hueso. No, ahí no había dolor. Estaba entero. Los demás pinchazo ya empezaban a remitir.
Dillon se echó hacia delante y se arrodilló, lanzando arena por los aires, los ojos muy abiertos por la preocupación. ¡Qué tonto! De ese modo sólo lograría empeorar las cosas.
—Eón, ¿estás…?
—No rompas la formación —le cortó Ranne, dándome un puntapié—. Levántate, Eón-jah. Eres un insulto para el oficio de Ojo de Dragón. Levántate.
Me apoyé en las manos y rodillas, con todas mis fuerzas, dispuesta a apartarme si se le ocurría patearme de nuevo. Pero el golpe no llegó. Recogí mis espadas y me incorporé. Al hacerlo, otro calambre se apoderó de mí. Ya faltaba poco; debía volver junto a mi señor antes de que apareciera la sangre. Desde que mi cuerpo me había traicionado por primera vez, hacía ya seis meses, mi señor me había proporcionado las gasas y las esponjas marinas, que guardaba en un armario de su biblioteca, a salvo de miradas curiosas.
La campana de la media hora acababa de sonar. Si Ranne me daba permiso para ausentarme, podría llegar a casa y estar de regreso a la siguiente hora en punto.
—Maestro de espadas, ¿podría retirarme de la práctica hasta el toque de la siguiente campana? —le pregunté. Lo hice con la cabeza gacha, en señal de respeto, aunque con los ojos fijos en el rostro anguloso y terco de Ranne. Seguramente habría nacido en el año del Buey. O tal vez fuera Cabra.
Ranne se encogió de hombros.
—Deja las espadas en la armería, Eón-jah. Y no te molestes en regresar. Aunque practicaras unas horas más, no tendrías más opciones mañana.
Y, dándome la espalda, llamó a su favorito, Baret, para que ocupara mi lugar en la pista. Acababa de echarme.
Dillon me miró con gesto preocupado. Él y yo éramos los candidatos más débiles. A pesar de tener la edad reglamentaria —doce años, como el resto de miembros del círculo—, su estatura era la de un niño de ocho. Yo, por mi parte, era coja. Tiempo atrás ni siquiera nos habrían admitido como candidatos a Ojo de Dragón. Ni él ni yo albergábamos la menor esperanza que el Dragón Rata nos escogiera en la ceremonia que iba a tener lugar al día siguiente. En todas las casas de apuestas, las pujas por Dillon eran de 30 a 1. Y en mi caso la proporción resultaba mucho peor: de 1000 a 1. Sí, tal vez la suerte no estuviera de nuestra parte, pero ni siquiera el Consejo sabía cómo tomaba sus decisiones un dragón. Yo fingí bostezar a espaldas de Ranne, intentando arrancarle una sonrisa a Dillon. Su boca se arqueó, pero las marcas de tensión no desaparecieron de su rostro.
Otro calambre me agarrotó las entrañas. Contuve la respiración mientras duró, antes de volverme y dirigirme despacio hacia el pequeño edificio de la armería. Como arrastraba la pierna lisiada, iba esparciendo la arena a mi alrededor. Dillon tenía motivos para estar preocupado. Los candidatos ya no luchábamos por el honor de aproximarnos a los espejos, eso era cierto, pero aun así debíamos demostrar nuestra fuerza, nuestro ímpetu, en las secuencias ceremoniales con las espadas. Al menos, él era capaz de completar la secuencia de aproximación, aunque de un modo algo torpe. Yo no había logrado culminar ni una sola vez los intrincados movimientos de la tercera figura del Dragón Espejo.
Se decía que hacía falta mucha resistencia física y mental para tratar con los dragones de energía y para manipular las fuerzas de la tierra. Entre los candidatos se rumoreaba que un Ojo de Dragón iba entregando lentamente su fuerza vital a un dragón a cambio de su habilidad para usar las energías y que ese pacto lo llevaba a envejecer prematuramente. Mi señor había sido el Ojo de Dragón Tigre durante el último ciclo, y a mí me parecía que no podía tener más de cuarenta y pocos años, a pesar de lo cual, por su aspecto y actitud, parecía un anciano. Tal vez fuera cierto que un Ojo de Dragón entregaba su propia fuerza vital; pero también podía ser que mi señor hubiera envejecido bajo el peso de la pobreza y la mala fortuna.
Volví la cabeza y miré hacia atrás. Ranne se concentraba en las evoluciones de Baret, que ejecutaba la primera figura. Teniendo a todos aquellos muchachos fuertes, de cuerpos capaces, dispuestos a servirle, ¿iba a escogerme a mí el Dragón Rata? Él era el Custodio de la Ambición, de modo que era posible que no se dejara influir por las proezas físicas. Me giré en dirección norte-noroeste y forcé la mente hasta que visualicé al Dragón Rata resplandeciendo sobre la arena, como un espejismo producido por el calor. Como si se hubiera percatado de que me concentraba en él, el dragón arqueó el cuello y agitó su espesa mata de pelo.
Si me escogía a mí, yo mantendría el estatus durante veinticuatro años. Primero trabajaría como aprendiz del Ojo de Dragón que ya existía y después, cuando él se jubilara, sería yo quien usara sus energías. Ganaría montañas de riquezas, a pesar de tener que entregar el diezmo doble, del veinte por ciento, a mi señor. Nadie osaría escupirme ni persignarse para protegerse del mal en mi presencia, ni apartar de mí su rostro con desagrado.
Pero si no me escogía, podría considerarme afortunada si mi señor me permitiera quedarme como sirviente, en su casa. Sería como Chart, el muchacho deforme, cuyo cuerpo estaba siempre retorcido en una parodia siniestra de sí mismo. Había nacido catorce años atrás, hijo de Rilla, una de las criadas solteras, y aunque al señor le repugnaban las deformidades del pequeño, permitía que viviera en su casa. Chart no había salido nunca de los aposentos del servicio y vivía sobre una esterilla, cerca de los fogones. Si yo fracasaba al día siguiente, sólo me cabía esperar que mí señor demostrara conmigo una misericordia similar. Antes de que me encontrara, hacía cuatro años, yo trabajaba en una fábrica de sal, y prefería compartir la esterilla con Chart junto a los fogones, a regresar a aquel mísero lugar.
Detuve mis pasos y concentré más mi mente en el Dragón Rata, tratando de alcanzar la energía de aquella bestia inmensa. Sentí que su poder recorría mi cuerpo como un chispazo. Háblame —le supliqué—. Háblame. Escógeme mañana. Por favor, escógeme mañana.
No obtuve respuesta.
En ese instante sentí un dolor en la sien que se intensificó hasta convertirse en agonía cegadora. El esfuerzo de concentración que había hecho para seguir viéndolo había sido excesivo. El dragón desapareció del ojo de mi mente, llevándose consigo mi energía. Clavé una de mis espadas en la arena para no caerme y aspiré hondo. ¡Tonta! ¿Es que no iba a aprender nunca? Un dragón sólo se comunicaba con su Ojo de Dragón y con el aprendiz de éste. Aspiré hondo una vez más y levanté la espada del suelo. ¿Entonces por qué podía ver yo a los once dragones? Desde que tenía memoria, era capaz de llevar mi mente hasta el mundo de energía y ver sus inmensas formas traslúcidas. ¿Por qué se me había concedido ese don en un cuerpo tan maltrecho?
Fue un alivio abandonar la arena y pisar el pavimento del patio que llevaba a la armería. Los agudos calambres que desgarraban mis entrañas se habían convertido en un dolor constante. Hian, el viejo maestro armero, se encontraba sentado sobre un cajón, junto a la armería, eliminando el hollín de una pequeña daga.
—¿Han vuelto a echarte? —me preguntó cuando pasé por su lado.
Me detuve. Era la primera vez que me dirigía la palabra.
—Sí, maestro armero —le respondí, bajando la cabeza en señal de respeto, preparándome para sus burlas.
Hian alzó la daga e inspeccionó el filo.
—Pues a mí me parece que lo estabas haciendo bien.
Levanté la cabeza y lo miré a los ojos, que se veían amarillentos en contraste con su piel enrojecida por el trabajo en la forja.
—Con esa pierna, la tercera figura del Dragón Espejo nunca te saldrá como es debido —prosiguió—. Intenta una segunda de Dragón Caballo pero ejecutada en orden inverso. Existe un precedente. Ranne debería haberte informado de ello.
Mantuve el gesto impasible, aunque no pude evitar que la esperanza me atenazara la garganta. ¿Era eso cierto? Y, ¿por qué me lo decía a mí? Tal vez no se tratara más que de una broma que gastarle a un cojo.
Hian se puso en pie, apoyándose en el quicio de la puerta para ayudarse.
—Tu desconfianza no me sorprende, muchacho. Pero pregúntaselo a tu señor. Es de los que recuerdan mejor la historia. Él te dirá que tengo razón.
—Lo haré, maestro armero. Gracias.
Un grito agudo nos hizo girar en dirección a los candidatos que seguían en el campo de prácticas. Baret estaba arrodillado delante de Ranne.
—Al maestro de espadas Louan lo consideraban uno de los mejores instructores en el arte de las ceremonias de aproximación. Qué lástima que se jubilara —comentó Hian con voz neutra—. ¿Tienes espadas con las que practicar en casa?
Asentí.
—Pues vete y esta noche practica la segunda en orden inverso. Antes de que empiecen tus rituales de purificación. —Bajó con dificultad los dos peldaños y se volvió para mirarme—. Y dile a tu señor que el viejo Hian le envía recuerdos.
Le vi alejarse despacio por el zaguán que conducía a la forja, mientras el golpeteo distante de un martillo contra el yunque le marcaba el paso. Si aquel hombre tenía razón y yo podía sustituir la tercera figura del Dragón Espejo por una segunda de Dragón Caballo invertida, entonces no tendría problemas para completar la secuencia de aproximación.
Entré en la fresca armería, tenuemente iluminada, y esperé a que mis ojos se habituaran a la penumbra. Yo no estaba tan convencida como el maestro armero de que los miembros del Consejo fueran a consentir el menor cambio en la ceremonia, y más en la secuencia del Dragón Espejo. Después de todo, el Dragón Dragón era el símbolo del Emperador y, según la leyenda, la familia imperial descendía de dragones y aún corría sangre de dragón por sus venas.
Pero, por otra parte, el Dragón Espejo llevaba más de quinientos años desaparecido. Nadie sabía con certeza por qué, ni cómo había pasado. Según un relato, un emperador que había vivido hacía mucho tiempo ofendió al dragón, pero según otro, se había librado una batalla feroz entre las bestias-espíritu, que había llevado a la destrucción del Dragón Espejo. Mi señor aseguraba que todas aquellas historias eran cuentos y que la verdad, junto con todo lo que podía servir para demostrarla, se había perdido para siempre en el fuego que calcinó el pabellón del Dragón Espejo. Y él debía saberlo pues, como bien había dicho Hian el armero, mi señor era de los más entendidos en historia. Si existía alguna variante antigua de la secuencia de aproximación, él sabría cómo encontrarla.
Pero para eso yo debía decirle, un día antes de la ceremonia, que no era capaz de ejecutar la secuencia completa del Dragón Espejo. Me estremecí al recordar los verdugones y los cardenales que me habían valido sus anteriores disgustos. Yo sabía que era la desesperación la que movía su mano —en los últimos diez años, mi señor había entrenado a seis candidatos, y todos ellos habían fracasado—, pero no quería despertar su cólera de nuevo. Sostuve con más fuerza las empuñaduras de mis espadas. Tenía que saber si la segunda del Dragón Caballo invertida estaba permitida. Era mi mejor posibilidad.
Mi señor no era ningún tonto y no me lastimaría mucho antes de la ceremonia. Era demasiado lo que dependía de ella. Y si los documentos históricos que conservaba coincidían con las informaciones de Hian, yo dispondría al menos de las cuatro horas que me separaban del ritual de purificación para practicar la nueva figura y sus enlaces. No era gran cosa, pero debería bastar. Alcé las espadas y compuse con ellas el inicio de la segunda, pero al revés. Hice descender un poco la izquierda, consciente de que allí el espacio era limitado.
—¡Eh!, no juegues con esas espadas aquí —soltó el armero de guardia.
Me incorporé, bajando las puntas de mis armas.
—Me disculpo, armero —me apresuré a decir.
Se trataba de un flaco de aspecto enfermizo al que le gustaba dar lecciones. Le alargué las dos empuñaduras, con los filos hacia abajo. Y vi que componía brevemente el gesto para protegerse del mal antes de aceptarlas.
—¿Han sufrido algún daño? —me preguntó, colocando una de las dos en posición horizontal para comprobar el estado del acero.
—No, armero.
—Son herramientas caras, ¿sabes? No juguetes. Debes tratarlas con respeto y no blandirías nunca en espacios cerrados. Si alguien…
—Gracias, armero —le dije, retirándome hacia la puerta sin darle tiempo a que concluyera su perorata. Cuando subí el último peldaño él todavía seguía hablando.
El modo más fácil de abandonar la escuela era pasando junto al campo de prácticas y franqueando la puerta principal, pero yo no quería llamar la atención de Ranne. Por eso descendí por el camino empinado que conducía a la puerta del sur. Tras mi sesión de entrenamiento, me dolía la cadera izquierda y los calambres en el vientre me cortaban la respiración. De modo que cuando finalmente llegué a la puerta meridional y pasé frente al aburrido guardia estaba sudando, no tanto por el calor, como por el esfuerzo que debía hacer para no gritar.
Unos diez comercios se alineaban junto al camino, tras la escuela, y constituían uno de los extremos del mercado de alimentos. El olor a grasa de cerdo asado y a crujiente piel de pato impregnaba el aire. Me apoyé en el muro de la escuela y dejé que el frío de la piedra me refrescara la espalda. Me fijé en una muchacha vestida con la bata azul que usaban las criadas de la cocina; vi que se abría paso entre los corrillos de mercaderes fisgones y que se detenía en el puesto del charcutero. Tendría unos dieciséis años —mi verdadera edad—, y llevaba el pelo negro recogido en la trenza enroscada sobre sí misma con la que se peinaban las «muchachas no casadas». Yo me llevé la mano a mi coleta negra, corta, de la longitud preceptiva para los candidatos. Si resultaba elegida al día siguiente, me lo dejaría crecer hasta que me llegara a la cintura y pudiera recogérmelo en la trenza de dos puntas que distinguía a los Ojos de Dragón.
La muchacha, sin alzar la cabeza en ningún momento, señaló un jamón curado que estaba expuesto. El joven aprendiz envolvió la carne en un paño y la colocó sobre el mostrador. La chica esperó a que él se hubiera retirado antes de dejar una moneda junto a la pieza de carne y coger el paquete. Entre ellos no medió palabra, no se miraron, no se rozaron. Todo muy decente. Y aun así, a mí me pareció captar algo entre ellos.
Aunque sabía que lo que iba a hacer no estaba del todo bien, entorné los ojos y me concentré en ellos, como hacía con los dragones. Al principio no vi nada. Pero luego sentí un movimiento raro en el ojo de mi mente, como si me acercara más, y un chorro de energía anaranjada fluyó entre la muchacha y el joven, envolviendo sus cuerpos como un pequeño monzón. Un regusto agrio me impregnó las entrañas y el espíritu. Bajé la mirada, sintiéndome una intrusa, y con un parpadeo desactivé mi visión mental. Cuando volví a mirar, la muchacha ya daba media vuelta para marcharse. Entre ellos ya no había ni rastro de aquella energía. No había rastro del brillo palpitante que había dejado una huella ardiente en mi cerebro. ¿Por qué, de pronto, era capaz de ver aquella imagen humana, íntima? Ni mi señor ni ninguno de mis instructores me habían hablado nunca de ello; las emociones no eran territorio de la magia del dragón. Una diferencia más que debía mantener oculta al mundo. Me alejé del muro, pues necesitaba eliminar de mis músculos los residuos de poder y de vergüenza.
La casa de mi señor se encontraba a tres calles de allí, colina arriba. El dolor que sentía en la cadera había pasado de ser la molestia conocida, producto del exceso de uso, a convertirse en una advertencia más aguda. Necesitaba un baño caliente si quería tener alguna posibilidad de practicar la secuencia de aproximación. El callejón que se abría junto al puesto del charcutero parecía un buen atajo. Siempre que estuviera vacío. Entrecerré los ojos y estudié el estrecho pasaje. Parecía seguro: sin jóvenes estibadores compartiendo una pipa o esperando un poco de diversión en forma de cojo. Di un paso al frente, pero vacilé al percibir que un movimiento conocido agitaba la multitud: la gente se apartaba a ambos lados de la calle, se postraba de rodillas y enmudecía de pronto.
—Abran paso a la dama Jila. Abran paso a la dama Jila.
La voz era aguda, pero masculina. Un palanquín profusamente tallado avanzaba calle abajo, a hombros de ocho hombres sudorosos, con su pasajera oculta tras cortinajes de seda granate. Doce guardias ataviados con túnicas del mismo color, armados con sables curvos, formaban un rectángulo protector en torno a él: eran los hombres-sombra, los soldados eunucos de la corte imperial. No vacilaban a la hora de abatir a aquellos que no despejaban el paso o no se postraban lo bastante deprisa. Yo apoyé la rodilla buena en el suelo y eché hacia atrás la pierna mala. ¿La dama Jila? Debía tratarse de alguna de las favoritas del Emperador si le permitían abandonar el recinto interior. De modo que compuse la reverencia reservada a los «nobles de la corte».
Junto a mí, un hombre bajo y corpulento, vestido con los calzones y la casaca encerada propios de los marinos, se había sentado sobre sus talones y observaba aproximarse la comitiva. Si no bajaba la cabeza, atraería la atención de los guardias. Y los guardias no se fijaban demasiado en si golpeaban a quien debían.
—Se trata de una dama de la corte, señor —me apresuré a susurrarle—. Debéis inclinar la cabeza. Así.
Y ejecuté la reverencia en el ángulo exacto.
Él me miró fijamente.
—¿Y tú crees que esa mujer merece nuestras reverencias? —me preguntó.
Fruncí el ceño.
—¿A qué os referís? Es una dama de la corte, lo que merezca o deje de merecer no importa. Si no agacháis la cabeza, os azotarán.
El marinero se echó a reír.
—Una manera muy pragmática de enfocar la vida —dijo—. Seguiré tu consejo.
Y, sin dejar de sonreír, bajó los hombros.
Yo contuve el aliento al paso del palanquín, entrecerrando los ojos a medida que se elevaba el polvo del camino. Más allá de donde nos encontrábamos oí el chasquido de una espada al golpear con la hoja plana sobre la carne de alguien: un mercader demasiado lento de movimientos cayó al suelo, golpeado por el guardia que encabezaba el séquito. El palanquín dobló la esquina y un suspiro de alivio recorrió la multitud. Algún que otro comentario inofensivo subía de tono mientras los presentes se ponían en pie y se sacudían el polvo de las ropas. Yo bajé las manos hasta el suelo y me coloqué bien la pierna, preparándome para ponerme en pie. Súbitamente, noté que una mano me agarraba de la axila y tiraba de mí hacia arriba.
—Ya está, niño.
—¡No me toquéis!
Retrocedí de un salto y crucé los brazos sobre el pecho.
—Tranquilo —dijo el marino—. Sólo quería devolverte el favor. Me has librado del azote en la espada.
Aquel hombre olía a aceite de pescado, a sudor rancio y a algas. En ese momento me asaltó un recuerdo: yo sosteniendo una pesada ristra de algas negras, y mi madre asintiendo y sonriéndome mientras la metía en la cesta que llevaba atada a su esbelto cuerpo. Pero la imagen se esfumó enseguida. Demasiado deprisa para fijarla, como todas las demás que conservaba de mi familia.
—Lo siento, señor, me habéis sorprendido, no lo esperaba —me disculpé, apretando más los brazos contra el pecho—. Gracias por vuestra ayuda.
E, inclinando la cabeza con cortesía, me alejé de él. El impacto de su roce todavía perduraba en mi piel.
El callejón que tenía delante ya no estaba vacío; un grupo de estibadores jóvenes se había congregado en el otro extremo y jugaba a los dados. De modo que tendría que tomar el camino más largo. Mi cadera pareció protestar intensificando su dolor.
El marino volvió a detenerse junto a mí.
—Tal vez puedas ayudarme una vez más —dijo—. ¿Podrías indicarme cómo llegar a la Puerta de oficiales?
En su rostro no había atisbo de sospecha, ni de desconcierto, sino sólo de amable curiosidad. Volví a mirar a los estibadores, antes de fijarme en el marino. No era muy alto, pero tenía el pecho y los brazos fuertes y el rostro bronceado y surcado de arrugas. Traté de averiguar si iba armado y, en efecto, constaté que llevaba un cuchillo al cinto. Con eso bastaría.
—Yo mismo voy en esa dirección, señor —le dije, guiándolo hasta el otro lado de la calle, camino del pasaje. Aquel no era exactamente el camino que él debía tomar, pero en cualquier caso llegaría antes que si tomaba las vías principales.
—Me llamo Tozay y soy patrón de pesca en Kan Po —dijo, deteniéndose a la entrada del callejón. Entrelazó entonces las manos y asintió, que era el modo en que los adultos saludaban a los niños.
Gracias a mis estudios sobre líneas de energía sabía que Kan Po se encontraba en la costa. Contaba con uno de los puertos naturales más privilegiados del reino, de forma semicircular y flanqueado por siete colinas que atraían la buena fortuna. También era el punto principal de acceso a las islas y a territorios más lejanos.
—Y yo soy Eón, candidato a Ojo de Dragón.
Volví a inclinarme ante él.
Él me miró fijamente.
—¿Eón? ¿El candidato cojo?
—Sí —respondí, imperturbable.
—Vaya, vaya, no es poca cosa —dijo, y bajó la cabeza, componiendo la reverencia con la que indicaba que era un honor conocerme. Yo asentí, algo incómoda, pues no estaba preparada para aquel repentino cambio de estatus—. Sabemos muchas cosas de ti gracias al pregonero —dijo el maestro Tozay—. Pasó por nuestra localidad hace unos meses y nos contó que el Consejo te ha permitido aproximarte a los espejos. A mi hijo le hizo mucho bien oírlo. Es un año menor que tú, acaba de cumplir los once. Ya debería estar pescando conmigo, aprendiendo su oficio, pero perdió un brazo en un percance con la red el verano pasado.
El rostro ancho del maestro Tozay compuso un gesto de dolor.
—Debe de ser muy duro para él.
Me miré la pierna torcida, al menos seguía en su sitio. No recordaba gran cosa del accidente que me había aplastado la cadera izquierda, pero sí al médico que sostenía una sierra oxidada en la mano, mientras decidía por dónde debía cortar. Pensaba amputarme toda la pierna, pero mi señor lo detuvo y llamó al sanador de huesos. En ocasiones todavía me parecía oler la sangre seca y la carne putrefacta metida entre los dientes de aquella sierra.
Reemprendimos la marcha. Yo volví a mirar de reojo al fondo del callejón, los estibadores, vigilantes, ya se habían situado formando una hilera. A mi lado, el maestro Tozay se tensó al fijarse en el grupo de pillos.
—Para él lo es. Y para la familia también —prosiguió, acercando los dedos a la empuñadura del cuchillo—. Un momento, se me ha metido una piedra en el zapato —dijo en voz muy alta, y se detuvo.
Yo me volví a observar mientras él se agachaba y metía un dedo en una a de sus botas desgastadas.
—Eres astuto, sí, muy astuto —dijo en voz baja—. Muy bien, si lo que quieres es un guardaespaldas, será mejor que te sitúes al otro lado. —Su mirada convirtió en orden la sugerencia, aunque no parecía enfadado. Yo asentí y me coloqué a su izquierda—. Sólo espero que no me desvíes mucho de mi ruta —añadió, incorporándose y clavando la mirada en los muchachos.
—Es un atajo —reiteré.
Él me miró.
—Más para ti que para mí, ¿no es cierto?
—Lo es para los dos, aunque tal vez algo más para mí.
El marinero gruñó algo, complacido, y me plantó la mano en el hombro.
—No te alejes mucho.
Avanzó hacia el grupo, acortando el paso para adaptarse al mío. El estibador, grande, corpulento y de piel oscura, tenía la fuerza de un toro, característica de los isleños. Distraídamente, le dio un puntapié a un pedrusco, en nuestra dirección. La piedra rebotó y estuvo a punto de darme en el pie. Sus tres amigos se echaron a reír. Eran jóvenes de ciudad, delgados y fuertes, de esos fanfarrones sin objetivos que siempre necesitan de un cabecilla. El isleño recogió del suelo una piedra más grande y pasó el pulgar por su superficie.
—Buenas tardes, chicos —dijo el maestro Tozay.
El isleño escupió una bola de hojas oscuras, fibrosas, que fue a aterrizar frente a nosotros. Su movimiento hizo oscilar un colgante atado a una cuerda fina de cuero que llevaba entre la ropa: se trataba de una concha tallada en forma de rama de bambú, rodeada por un círculo. El maestro Tozay también lo vio, se detuvo y alargó el brazo para impedirme que siguiera avanzando. Se plantó ante mí, se volvió y observó al isleño. Los demás jóvenes se apiñaron alrededor, ávidos de espectáculo.
—Eres del sur, ¿verdad? —dijo el maestro Tozay—. ¿De las islas?
Al muchacho se le agarrotaron los hombros.
—Soy de Trang Dein —respondió, alzando mucho la barbilla.
Yo me incliné un poco hacia la derecha para verle mejor. Hacía un año, el Emperador había ordenado una batida sobre los poblados de Trang Dein como castigo por su feroz afán de independencia. En las tabernas de la ciudad se rumoreaba que todos los presos de Trang habían sido castrados como animales y que habían sido obligados a servir en los buques imperiales. Ese joven tendría apenas quince años, pero estaba lo bastante crecido como para pasar por un hombre hecho y derecho. ¿Sería uno de aquellos hombres-ganado? Bajé la vista, pero llevaba una túnica holgada, así como los pantalones propios de los estibadores. Era imposible saberlo a simple vista.
¿O tal vez para mí sí fuera posible? La energía de un hombre castrado sería distinta de la de un hombre entero, suponía yo. Tal vez mi nueva visión mental funcionaría en él como había funcionado con la muchacha de la cocina y su aprendiz. El recuerdo de aquel monzón radiante que había visto surgir entre los dos, me hizo estremecer de vergüenza, pero aun así entrecerré los ojos para llevar mi mente hasta el mundo de las energías. Y, en efecto, ahí estaba la misma sensación rara de dar un paso al frente, y después la luz, una luz tan brillante que las lágrimas se agolparon en mis ojos. No lograba separar la energía de nadie: era una masa borrosa, turbia, de rojos, amarillos y azules. Y entonces, como la sombra de una nube parpadeante, otra presencia. Y dolor, un dolor profundo y sordo en el vientre. Diez veces peor que el dolor menstrual, como si alambres puntiagudos me rasgaran las entrañas. Sólo un poder nacido de los malos espíritus era capaz de viajar en compañía de semejante tortura. Mi visión mental remitió. Aspiré hondo y el callejón volvió a aparecer ante mis ojos. El dolor se desvaneció.
Nunca más fisgaría en el interior de energías tan desbocadas.
Oí que, junto a mí, el maestro Tozay decía:
—Yo faeno en las costas de Kan Po. Contraté a algunos de los vuestros para que me echaran una mano en el barco. Antes de la batida, claro. Y todos eran buenos trabajadores.
El muchacho isleño asintió, desconfiado.
—Ahora las islas están tranquilas —añadió Tozay suavizando el tono—. Ya no hay tantos soldados en Ryoka. Algunos de los que se fueron empiezan a regresar a sus casas.
El muchacho soltó la piedra, que cayó al suelo, y se llevó la mano a la concha tallada. Sosteniéndola como un talismán, miró primero a sus amigos y después, una vez más, al maestro Tozay. Se encogió de hombros, como distanciándose de sus compañeros.
—¿Y todavía contratáis gente? —le preguntó, tartamudeando un poco.
—Tal vez tenga un puesto —dijo Tozay—. Si lo que buscas es un trabajo honrado, ven a verme mañana al muelle Gray Marlin. Esperaré hasta que suenen las campanas del mediodía.
El maestro Tozay se volvió, instándome a ponerme en marcha con un movimiento de su cuerpo. Cuando ya abandonábamos el callejón y llegábamos a la concurrida calle de los Vendedores de Dulces, miré hacia atrás para recuperar la visión del muchacho isleño. Él también nos miraba, fijamente, sin hacer caso de sus amigos, con la mano aferrada al colgante.
—¿Qué es eso que llevaba al cuello? —le pregunté al maestro Tozay mientras cruzábamos la calle—. ¿Un símbolo de buena fortuna?
Aunque yo sabía que debía de tratarse de algo más.
Tozay ahogó una risotada.
—No, yo no diría que simboliza la buena fortuna. —Me clavó la mirada—. Tienes cara de político, Eón. Apuesto a que sabes mucho más de lo que demuestras. Así que, dime, ¿qué cambios has observado en nuestra tierra?
Más mendigos más batidas, más detenciones, más palabras duras contra la corte imperial. Y también había oído a mi señor conversar en voz baja con otros de su mismo rango: El Emperador está enfermo, el heredero es demasiado inexperto, las lealtades de la corte están divididas.
—Lo que he observado es que resulta más seguro poner cara de político y tener la lengua de un mudo —respondí, lacónico.
El maestro Tozay se echó a reír.
—Prudente respuesta. —Miró a su alrededor y tiró de mí hasta un espacio vacío que quedaba entre dos tiendas.
—El colgante que lleva ese muchacho es un tótem de los isleños, que les confiere longevidad y coraje —dijo, acercándose mucho a mi oído y hablándome en voz muy baja—. Y también es un símbolo de resistencia.
—¿Al Emperador? —susurré yo, consciente del peligro que entrañaban mis palabras.
—No, muchacho. A quien de veras ostenta el poder en el Imperio de los Dragones Celestiales. Al Gran Señor Sethon.
El hermano del Emperador. El hijo de una concubina. Según las antiguas costumbres, cuando el Emperador accedió al trono debería haber ordenado la muerte de su hermano Sethon, así como la de todos los demás varones nacidos de las concubinas de su padre. Pero nuestro Emperador era un hombre ilustrado, educado. Había permitido que sus ocho hermanos vivieran. Los convirtió en sus generales, y a Sethon, el mayor de todos ellos, lo nombró comandante en jefe de su ejército. Nuestro Emperador era también un hombre confiado.
—Pero el Gran Señor Sethon comanda todos los ejércitos. ¿Qué pueden hacer los isleños ante semejante poder? —pregunté.
El maestro Tozay se encogió de hombros.
—No gran cosa. Pero hay otros, más poderosos que ellos, que siguen siendo leales al Emperador y a su hijo. —Se interrumpió al ver que una anciana se plantaba junto a nosotros, bajo el toldillo de la tienda, y se ponía a seleccionar bollos—. Ven, esta no es charla para mantenerla en un lugar público. —Se incorporó—. Me apetece un panecillo dulce. ¿Y a ti?
Yo me moría de ganas de preguntarle quién se oponía al Gran Señor Sethon, pero era evidente que ese era el final de la conversación. Y yo llevaba mucho tiempo sin comerme un panecillo dulce; no había dinero para tales lujos en casa de mi señor.
—No debería demorarme… —dije.
—Vamos, no tardaremos nada. Los compraremos de camino. Recomiéndame un vendedor.
Asentí. Por comerme un panecillo no iba a retrasarme mucho. Entre la muchedumbre que se movía despacio divisé un claro y conduje al maestro Tozay a través de él, hasta la esquina del mercado de la Nube Blanca. Estaba más concurrido que de costumbre, y el sol de la tarde hacía que todos buscaran la sombra de los anchos toldos de seda blanca tendidos entre los postes de madera torneada. Pasamos junto a Ari, el Extranjero, que servía a varios mercaderes en su puesto de café. El aroma intenso de aquella bebida exótica, negra, perfumaba el aire. Ari me había regalado en una ocasión un cuenco de su café; me gustó su amargura densa y el ligero zumbido que me dejó en la cabeza. Tiré del brazo de Tozay y le señalé el tenderete de dulces que quedaba a nuestra izquierda, con el mostrador lleno de clientes.
—Dicen que aquí preparan muy bien los bollos de judía roja —le dije, poniéndome de puntillas para ver las bandejas de panecillos, dispuestos en pulcras hileras.
La brisa transportaba, en vaharadas calientes, el olor untuoso de la pasta de judías y de la masa dulce. El rugido del hambre se confundió en mi vientre con el dolor que sentía. El maestro Tozay asintió y, con reverencias corteses, logró adelantar a una mujer que dudaba en su elección. Yo me fijé en sus anchas espaldas, en la nuca quemada por el sol, y a mi mente regresó otro destello de memoria: un hombre grande me llevaba a hombros, el calor salado de su piel, curtida por el sol, me rozaba la mejilla. Una vez más, sin embargo, la imagen se esfumó sin que pudiera hacer nada por retenerla. ¿Se trataba de un recuerdo de mi padre? Ya no poseía una imagen clara de su aspecto físico. Un momento después, el maestro Tozay se giró, con un panecillo dulce en cada mano, envueltos ambos en sendos pedazos de papel rojo.
—Toma —me dijo—. Y ten cuidado. El vendedor me ha dicho que están recién hechos y queman.
—Gracias, señor.
El calor del panecillo traspasaba el fino envoltorio y me quemaba la mano. Bajé el papel para formar un asa. Habría sido mejor esperar a que se enfriara, pero olía tan bien… Le di un mordisco y entretuve un rato la masa humeante sobre la lengua.
—Sabroso —dijo el maestro Tozay, abanicándose la boca con la mano.
Yo asentí, incapaz de hablar, pues el pan caliente, denso, me agarrotaba la mandíbula con su dulzura repentina.
Él se adelantó, con el bollo en la mano.
—¿Y por aquí se llega a la Puerta?
Al fin pude tragar el bocado, y aspiré una bocanada de aire fresco.
—Sí, seguid los toldos blancos hasta el final —le dije, señalándole la cubierta blanca—, y luego girad a la derecha. Continuad caminando y llegaréis a la Puerta de oficiales.
El maestro Tozay sonrió.
—Buen chico. Si alguna vez emprendes viaje por la costa, hasta Kan Po, búscame. Siempre serás bienvenido. —Tras vacilar unos instantes, me plantó la mano en el hombro—. Y si ese dragón tiene la cabeza en su sitio mañana, seguro que te escogerá a ti —añadió, zarandeándome con ternura.
Yo sonreí.
—Gracias, señor. Y buen viaje.
Él asintió y levantó el bollo a modo de saludo, antes de unirse al río de gente que avanzaba por el centro de la calle. A medida que su silueta rotunda se confundía con las formas y los colores de la multitud, sentí que se llevaba consigo a mi padre y a mi madre. Dos medios recuerdos que ya se difuminaban y que dejaban sólo el rastro de una sonrisa que era como la mía, y el olor de una piel curtida por el sol.