9

A la mañana siguiente Rilla me despertó al abrir los postigos. La penumbra del alba convertía la alcoba en un paisaje de sombras grises, en el que el único color lo aportaba el parpadeo de los rescoldos encendidos del brasero.

—¿Os sentís mejor? —me preguntó.

Giré sobre mi espalda y parpadeé para disipar la neblina del sueño. En un rincón de la habitación, unas formas nuevas se perfilaron con mayor nitidez, hasta que descubrí que correspondían a un pequeño altar: suelo de almohadas, cuencos para las ofrendas, barritas de incienso, estelas funerarias. La noche anterior ni siquiera lo había visto, el cansancio me había sumido directamente en un abismo sin sueños. Al menos, aquel agotamiento profundo había desaparecido, pero seguía flotando en una letargia tibia. Estiré brazos y piernas, ignorando el pinchazo agudo en la cadera.

—Mucho mejor, gracias.

Y entonces me acordé.

No sabía su nombre.

Me incorporé, despojada ya de toda sensación de comodidad. Rilla se acercó al brasero y apartó la tetera del calor.

—Tengo el agua a punto —dijo, vertiéndola en un cuenco—. ¿Creéis que podéis comer algo?

Se me removieron las tripas, y sentí en ellas un dolor hueco.

—Tal vez un poco.

No sabía su nombre, nadie debía enterarse. Ni siquiera mi señor. Ni siquiera Rilla. Aún no.

Rilla revolvió la infusión y la acercó con cuidado a la mesilla dispuesta junto a la cama.

—Bebéosla, regreso en un minuto —dijo, dirigiéndose a la puerta.

—¿Podría ser algo muy sencillo? —le pregunté.

—Nada de pato, os lo prometo —respondió, esbozando una sonrisa.

La puerta se cerró.

Me apoyé en el cabecero de la cama. Aunque las hierbas de la hechicera estaban a cierta distancia, su olor repugnante me revolvía el estómago. Levanté el cuenco y miré el líquido turbio. Debía hallar la manera de averiguar el nombre de mi dragón.

¿Dónde busca uno lo incognoscible? Por más que me arriesgara a interrogar a alguien, no había nadie a quien pudiera preguntárselo. ¿Quién conocería el nombre secreto del Dragón Espejo, más que el Ojo del Dragón Espejo? No, el único que conocía el nombre del dragón era el propio dragón. Y como yo no conocía su nombre, no podía invocarlo para preguntárselo.

Soplé sobre la infusión y me la bebí de un trago, apretando mucho los dientes para neutralizar el calor y su sabor horrible.

Ahora, cada vez que veía al Dragón Espejo, aparecía envuelto en niebla. Ya ni siquiera sentía su presencia.

Salvo anoche.

El recuerdo me hizo dar un respingo. Cuando el Señor Ido intentaba hechizarme, algo me había llevado a abrir mi visión mental. Debía de haber sido el dragón rojo. ¿Qué otra cosa, si no? Sí, era el dragón rojo, que me llamaba.

¿Era posible? Nunca había oído algo semejante. Aunque, por otra parte, conocía aún muy poco del comportamiento de los dragones. Tal vez el mío sólo esperaba a que usara de nuevo mi ojo mental para decirme cuál era su nombre. Dejé el cuenco en la mesa y me senté, apoyada en el cabecero de la cama. Respiré profundamente, intentando relajar mi cuerpo, aguzar mi visión mental y concentrarme en la energía del mundo. Pero sentía los músculos agarrotados y me dolía la cadera, mi mente iba de la esperanza al temor. Era como tratar de hallar descanso en un lecho de espinas.

La última vez que había visto al dragón rojo había sido en la quietud del cuarto de baño. Tal vez otro baño me ayudara a verlo de nuevo.

Rilla me echó un cubo de agua sobre los hombros.

—Dicen que tomar muchos baños puede debilitar el cuerpo —comentó, cáustica.

Me revolví impaciente sobre el taburete, plegando con los dedos el paño que me cubría la entrepierna.

—Ahora me meteré en la bañera.

—Pero si no os he frotado los brazos ni las piernas.

—No están sucios.

Sin hacer caso del agarrotamiento de la cadera, avancé renqueando sobre las baldosas hasta la bañera y bajé los peldaños torpemente, caminando por el agua tibia hasta llegar al peldaño dispuesto para tomar asiento. Rilla se cruzó de brazos y me miró con las cejas arqueadas.

—¿Va todo bien?

Me senté y apoyé la cabeza en el borde de la bañera, como había hecho el día anterior.

—Puedes retirarte —le dije.

Ella puso cara de asombro.

—Está bien, regresaré cuando suene la campana de la media hora —dijo, recogiendo los cubos—. Si no, llegaréis tarde a vuestra cita con el príncipe. —Al llegar a la puerta, se volvió para mirarme—. ¿Seguro que os encontráis bien?

Asentí y cerré los ojos hasta que oí el chasquido de la puerta al cerrarse.

Suspiré profundamente y me sumergí hasta que el agua me cubrió la barbilla. El calor se abría paso a través de mis huesos. Me fijé en el borde de la bañera: ni rastro de los dragones. El vapor me impregnaba la lengua de un sabor a jengibre que se imponía a los restos de la infusión amarga de la hechicera. Contemplé el mosaico de Brin, el dios río, que cubría la pared del fondo y conté mis respiraciones. Al exhalar por décima vez, sentí que se me nublaba la vista, a medida que el ojo de mi mente se dirigía al flujo de hua que recorría el cuarto de baño. Un ligero latido de energía entró en mí y se onduló al contacto con mi piel. A mi alrededor, unas formas grandes, sombreadas, se movían y me observaban unos ojos oscuros. Me sumergí más en la energía. Como un rayo de sol que penetrara en las tinieblas, el círculo de siluetas fantasmagóricas se iluminó hasta convertirse en los cuerpos sólidos de los dragones, dotados de todos los colores del arco iris. Ahí estaban todos, excepto uno.

Ignoré mi gran decepción y aspiré hondo, resiguiendo la hua, tratando de percibir el Dragón Espejo, concentrado en el vacío del círculo. El vapor tembló y giró sobre sí mismo. Adquirió forma: ojos oscuros, hocico rojo, perla dorada. Todo se sumió en una neblina espesa.

—No conozco tu nombre —le dije. Mi voz resonó en toda la estancia—. No conozco tu nombre.

Los ojos enormes me atravesaron.

—Por favor, ¿cómo te llamas?

Me levanté. Tal vez tuviera que volver a tocar la perla. Alargué las manos y avancé por el agua. Pero con cada uno de mis pasos, la neblina que lo envolvía se hacía más densa, hasta que quedó prácticamente oculto tras aquel muro de niebla. Me detuve junto al borde. La tenue silueta de la perla resplandecía, traspasando la barrera opaca. Extendí los brazos hacia ella, pero en lugar de tocar una superficie dura, mi mano pasó a través del aire. El dragón no era sólido. Moví las dos manos, rasgando la niebla. Nada.

—¿Qué quieres? ¿Qué tengo que hacer? —Supliqué.

Un retazo de memoria regresó a mí: mis manos unidas a la perla palpitante y el deseo de dragón pelando capas hasta llegar a un nombre enterrado, el nombre que yo no me atrevía a pronunciar en voz alta. ¿Acaso el dragón quería que yo dijera ese nombre, antes de que él me revelara el suyo? Recorrí la habitación con la mirada. Sabía que no había nadie más, pero llevaba cuatro años sin pronunciar aquel nombre. Mi señor me lo había prohibido y yo me había ejercitado para no decirlo, para no pensarlo, para no recordarlo. Aquel nombre pertenecía a otra persona, a otra vida.

Me acerqué más.

—Eona —susurré.

Observé la neblina, conteniendo la respiración. El dragón seguía cubierto de aquel velo traslúcido. Decepcionada, expulsé el aire.

Cuando ya me apartaba, vi que en la niebla se abría un claro. La cubierta espesa se separaba y se convertía en jirones cada vez más pálidos que desaparecían.

Los colores del dragón se intensificaban gradualmente, cobraban claridad: el lustre de la perla dorada, el fuego de las escamas anaranjadas, escarlatas.

En efecto, funcionaba.

—Eona —volví a susurrar. Acerqué la mano a la perla, temblando de emoción—. Por favor, ¿cómo te llamas?

Pero, una vez más, mis dedos atravesaron la esfera dorada. Yo trataba en vano de asir el aire una y otra vez. Aunque el dragón brillaba, seguía sin ser sólido. Y sus ojos no me veían.

Con mi verdadero nombre no bastaba.

Aspiré hondo y hundí las dos manos en el agua, salpicando los bordes de la bañera. ¿Por qué no bastaba?

—¿Qué tengo que hacer? —exclamé.

A mi izquierda, un destello de escamas azules y garras color ópalo retrocedió, detrás de mí. El Dragón Rata llenó mi visión mental y su poder recorrió todo mi ser. El agua de la bañera ascendió a presión y me hizo caer. Me sumergí, chapoteando para regresar a la superficie. Y entonces sentí una fuerza que me impulsaba hacia arriba. Alcancé el aire y, jadeando, salí del agua agitando brazos y piernas. Me golpeé con algo duro: la pared. Hombro, muslo, rodilla. Me estampé contra las baldosas frías, y caí de espaldas al suelo. Tras un instante de aturdimiento, un dolor intenso se apoderó de todo un costado.

—Por todos los dioses —dijo Rilla, corriendo desde la puerta—. ¿Qué sucede aquí?

—No lo sé —balbucí, retorciéndome de dolor.

Y, al menos en esa ocasión, decía la verdad.

El guía de palacio dio una palmada junto al acceso principal al harén imperial, profusamente decorado. Apareció un portero tras la dorada reja calada. Me apoyé en la otra pierna, tratando de que mi viejo dolor de cadera y las nuevas magulladuras, producto de mi experiencia en el cuarto de baño, llegaran a un acuerdo que me hiciera sentir más cómoda. Aunque Rilla me había examinado los huesos, presionándolos suavemente, y había llegado a la conclusión de que se trataba sólo de golpes, me costaba permanecer así, de pie, y esperar a que se llevaran a cabo todas las formalidades que me permitirían acceder al harén.

Para olvidarme de mi fracaso en mi intento de conectar con mi dragón, me concentré en los dos hombres-sombra que custodiaban la puerta. Ninguno de los dos eunucos era tan grande como Ryko, pero ambos mostraban abultados músculos en los brazos y el pecho. Por lo que se veía, parecía haber dos tipos de eunucos en palacio: los que habían mantenido la fuerza y el cuerpo de hombres, y aquellos cuyos perfiles, gradualmente, se redondeaban y se suavizaban. ¿Qué era lo que hacía aquella diferencia?

Me subí el cuello de la túnica de día que Rilla había escogido. Era de color teja oscuro, el delantero ricamente bordado con hilo de bambú de un verde pálido, símbolo de longevidad y valor. Una buena elección, dadas las circunstancias. Rilla la había combinado con unos pantalones anchos, de color gris, que me llegaban al tobillo. Me había pedido que regresara a cambiarme cuando terminara la lección: no era apropiado llevar una túnica de día al Consejo del Dragón. Hasta ese momento yo sólo había poseído dos túnicas en toda mi vida: la que usaba para trabajar y otra, algo menos desgastada, para mudarme. Ahora, al parecer, tenía que mudarme de ropa cada pocas horas.

—Aquí llega el Señor Eón, que acepta la invitación de Su Alteza, el príncipe Kygo —anunció el guía.

El chasquido de varios cerrojos y pestillos precedió a la apertura de la reja. Un anciano me dedicó una reverencia y me condujo por un pasillo oscuro y estrecho. El golpe de la reja al cerrarse tras de mí resonó con un eco contra las paredes de piedra.

El harén imperial era un complejo de pabellones amurallado y fuertemente custodiado, rodeado de jardines, que ocupaba el centro del palacio. Adoptaba la posición de la Gran Abundancia, pero la dama Dela me había dicho que este Emperador tenía sólo cuarenta concubinas, que le habían dado sólo doce hijos, cuatro de ellos de la dama Jila.

—Al parecer, la ama —dijo, arqueando las cejas. Y no era de extrañar. La dama Jila le había dado sus dos únicos hijos varones.

Seguí avanzando por el pasadizo oscuro hasta llegar a un patio cálido y luminoso, de un tamaño similar al del Jardín de la Luna de mi señor. En el extremo más alejado, un alto muro de ladrillo en el que se abrían tres puertas ocultaba la visión del resto del harén. A cada lado, una hilera de edificaciones bajas con las persianas cerradas, daba a un jardín central diseñado con esmero, senderos estrechos que serpenteaban sorteando lechos de flores, árboles en miniatura de los que colgaban jaulas de pájaros y un estanque que centelleaba con el resplandor anaranjado de las carpas. Por entre el gorjeo de las aves cautivas, oí el débil martilleo de unas risas ahogadas, que cesaron al momento, tras unas voces de reprimenda. Me volví a mirar y un racimo de mujeres, que me miraban desde el otro lado de los barrotes de la reja central, retrocedieron y desaparecieron de mi vista.

—Por aquí, Señor.

Seguí al viejo eunuco por uno de los senderos; a pesar de su edad avanzaba muy deprisa, hasta el punto de que en varias ocasiones tuve que acelerar el paso, con el consiguiente dolor, para no rezagarme. Me condujo más allá del estanque, hasta el último de los pabellones, que quedaba a la derecha.

Accedí a una pequeña sala de espera. La iluminación era tenue, pues la única luz provenía de la puerta y de unos pequeños orificios abiertos entre las flores talladas en los postigos de las ventanas. Un banco con cojines azules se extendía a lo largo de la pared de enfrente, delante había una mesa baja sobre la que reposaba un escanciador y unos cuencos. Un biombo plegable de seda, pintado con delicadas escenas de grullas de cuello largo entre altas hierbas, se desplegaba al fondo.

El viejo eunuco me señaló el banco.

—Señor, ¿puedo ofreceros algún refresco?

—No, gracias.

Me dedicó una reverencia y salió.

Acababa de aproximarme al biombo para estudiarlo con más detalle, cuando un suave murmullo me obligó a girarme. Una dama, ataviada con una túnica formal de color verde, se había detenido junto al umbral de la puerta para despedir a su asistente eunuco. Entró sola y se postró ante mí; el remate de su tocado, lleno de colgantes de jade, se meció al vaivén de sus movimientos.

—Señor Eón, soy la dama Jila. Por favor, perdonadme por retrasar vuestro encuentro con Su Majestad, el príncipe. Será sólo un momento, os lo aseguro.

Entonces alzó la cabeza y al verla me resultó más que evidente que el príncipe había heredado sus hermosos rasgos de su madre. En el príncipe, sus huesos delicados habían derivado en líneas más marcadas, pero los dos poseían unos ojos grandes y oscuros y una elegante simetría en las facciones que me conmovía profundamente. Me descubrí inclinándome ante ella —un salto en el protocolo—, que me respondió al momento con una sonrisa tan llena de serena comprensión e inteligencia que entendí enseguida por qué el Emperador prefería su compañía a la de todas las demás.

—He venido a pediros algo, Señor —dijo, la mirada tan directa como sus palabras.

—¿De qué modo puedo ayudaros, señora? —le pregunté, aunque lo último que me apetecía era escuchar una petición más. Las expectativas que mi señor y el Emperador habían depositado en mí ya me pesaban demasiado.

Se incorporó y se sentó en el banco, enlazando las manos y posándolas sobre el regazo. Renuente, tomé asiento lejos de ella.

—Fue deseo expreso de la emperatriz, antes de morir, que el príncipe Kygo, su único hijo, estudiara y residiera en el harén hasta que cumpliera los dieciocho años para alejarlo de los peligros y las intrigas de la corte —expuso la dama Jila, cautelosa—. Pero al príncipe no le ha resultado fácil. La vida académica le aburre y anhela estar junto a su padre. Ahora, además, resulta vital que lo haga. Ya habréis visto lo enfermo que está el Emperador —se mordió el labio y apartó la mirada. Cuando volvió a girar la cabeza, su expresión volvía a ser controlada—. Tal vez os preguntéis por qué os he arrinconado para hablaros del príncipe, le he visto crecer y siento un gran aprecio por él.

Nuestras miradas se encontraron.

—Dama Jila —intervine yo con su misma cautela—. Estoy al corriente de vuestro… especial interés en el príncipe Kygo.

—¡Ah! —Sonrió, sarcástica—. La dama Dela. —Vacilé un instante, antes de asentir—. Sois afortunado por contar con su consejo —añadió—. Nada sucede en la corte sin su conocimiento. —Hizo girar un anillo de esmeraldas en su fino dedo—. De modo que ya debéis saber por qué me encuentro aquí.

—Lo supongo.

La dama Jila aspiró hondo.

—Señor Eón, sumo mi voz a la del Emperador y os pido que protejáis a nuestro hijo. Os pido que uséis vuestro poder en bien de sus intereses. Creo que corre un gran peligro. —Vacilante, me rozó un brazo—. Pero también os pido que seáis su amigo. No hay muchos jóvenes en la corte con el rango y las lealtades políticas que hagan posible esa amistad. Pero vuestro rango se aproxima al suyo y, según me han dicho, vuestros planes políticos coinciden. El príncipe necesita un amigo y él podría ayudaros tanto como vos a él.

—¿Queréis que sea su amigo?

—Así es.

—Pero la amistad no es algo que pueda forzarse. Por ninguna de las dos partes.

La dama Jila sonrió.

—La dama Dela me comentó que sois más maduro en vuestros pensamientos de lo que vuestra edad indica. —Yo me puse a la defensiva, pero ella no pareció darse cuenta—. No os pido que forcéis ninguna amistad, Señor. Os pido que consideréis las ventajas de predisponeros en favor de mi hijo.

Su modo de expresarlo me asombraba. La dama Jila cortaba los significados con la misma finura con que un cocinero podía cortar una aleta de tiburón.

—¿Lo haréis? —me preguntó.

El umbral de la puerta se oscureció y ambos nos volvimos a la vez. La figura erguida del príncipe Kygo se recortó un instante, antes de entrar en la sala y despedir a su séquito de eunucos con una orden pronunciada en voz baja. Ella y yo nos postramos al momento y le dedicamos una reverencia.

—¿Lo prometéis? —susurró, suplicante, la dama Jila.

—Sí.

Los pies del príncipe se detuvieron junto a nosotros, cubiertos por unas zapatillas de fina piel, teñidas del azul exacto que el azul real de sus pantalones.

—Saludos, Señor Eón, dama Jila. Por favor, poneos en pie los dos —dijo—. Señor Eón, os esperábamos en el pabellón.

Yo me incorporé y ahogué un gemido al sentir que el dolor regresaba a mis músculos. La dama Jila se mantuvo de rodillas.

—Es culpa mía que el Señor Eón se haya retrasado —dijo, postrándose aún más—. Por favor, perdonadme, querido hijo.

El príncipe Kygo bajó la vista para mirarla, desconcertado. ¿Cuánto tiempo hacía que no oía a su verdadera madre llamarle hijo? Posó entonces los ojos en mí, reconociendo la intimidad del momento.

—En ese caso, no hay ninguna culpa —añadió con dulzura—. Madre. —Alargó la mano, ella la aceptó y se levantó con gracia de bailarina. Se sonrieron con una ternura idéntica reflejada en sus rostros—. Aun así, debo separaros del Señor Eón —añadió—. El maestro Prahn nos espera.

—Por supuesto. —La dama Jila le dio una palmada en la mano y, mirándome, asintió, recordándome mi promesa con los ojos—. Adiós, Señor Eón.

—Señora —bajé la cabeza en señal de respeto y abandoné la sala de espera tras el príncipe.

En el patio, Kygo me instó a que caminara a su lado. Con un movimiento de cabeza ordenó a sus eunucos que se mantuvieran aún a mayor distancia, para que no pudieran oírnos. Avanzábamos por el sendero del jardín, en dirección a una gran verja situada a medio camino. Los pájaros trinaban en sus jaulas a nuestro paso. Vi que el príncipe reparaba en mi cojera y discretamente aminoraba el paso.

—Mi madre debe de tener una alta opinión de vos, Señor Eón —me dijo.

—Es para mí un honor que así sea, Alteza.

—¿Os ha pedido, tal vez, que seáis mi amigo?

Mi traspiés sirvió de respuesta. Kygo sonrió al verme tan sorprendido.

—No es tan difícil de adivinar —dijo—. Mi madre es mujer y como tal cree que los lazos de la amistad y el amor son más fuertes que los de la lealtad política. —Se detuvo, y se volvió para mirarme—. ¿Cuál creéis vos que es el lazo más fuerte, Señor Eón?

Le miré fijamente a los ojos oscuros, en busca de alguna pista para responder correctamente. ¿Sería, como tantos otros nobles, de los que deseaban oír sus propios pensamientos reproducidos en las voces de los demás, o se interesaba de veras por conocer mi opinión? A mí me parecía ver en él curiosidad y amplitud de miras. Tendría que protegerme de su encanto, sus modales propiciaban caer en la trampa de una opinión demasiado franca.

—La lealtad política, Alteza.

Apenas lo hube dicho, mi recuerdo me llevó hasta Dolana y la fábrica de sal. La primera noche que pasé allí, tras mi llegada, ella me puso contra la pared y durmió delante de mí, haciendo de escudo con su cuerpo. A la mañana siguiente me cosió un bolsillo en mi basta túnica, para que guardara en él mis escasas pertenencias, y me mostró cómo debía comportarme para evitar las atenciones del capataz del látigo. Más tarde, en las salinas, cuando cayó al suelo, tosiendo, yo llevé su saco y el mío hasta las carretillas y logré que la producción no se interrumpiera. En una sola noche y un solo día, no había habido tiempo para las altas aspiraciones de la amistad ni de la política. Nuestro lazo inmediato había sido más elemental.

—Bien, a mi padre le alegrará saberlo.

Y reemprendió la marcha. Yo le seguí el paso, venciendo el agarrotamiento que volvía a apoderarse de mí por momentos. El príncipe fruncía el ceño. ¿Me habría equivocado en la respuesta, después de todo?

—Yo creo que el amor y la amistad son más fuertes —replicó con brusquedad—. ¿Os parezco débil y femenino?

—No —me apresuré a responder, perpleja ante su muestra de sinceridad.

Él me dedicó una sonrisa fugaz, cómplice.

—A veces me pregunto si mis ideas se han visto influenciadas por el hecho de vivir aquí. Con las mujeres.

Nos detuvimos frente a la gran reja mientras el portero se apresuraba a abrir el cerrojo. A través de los barrotes dorados vi otro patio, dominado por un pabellón profusamente decorado, que se alzaba en el centro de un gran estanque. Un puente de madera describía una parábola sobre el agua y moría en una pequeña veranda. Las cuatro esquinas del tejado se curvaban hacia arriba y adoptaban la forma de un dragón tallado en madera. Dos grandes persianas plegables habían sido retiradas y mostraban la figura de un hombre que observaba nuestro avance.

El portero abrió las dos hojas de la reja y se hincó de rodillas a nuestro paso.

—Los hombres también creen que la amistad es un lazo fuerte, Alteza —dije, y noté que los dioses se burlaban de mí ante mi súbito papel de experto en hombría—. Pero no se trata de algo que surja a voluntad, la confianza que constituye su núcleo puede tardar mucho tiempo en madurar.

El príncipe asintió.

—Eso es cierto. —Ladeó la cabeza y me dedicó una mirada lenta, pensativa—. Señor Eón, os hablaré con franqueza. No creo que ni vos ni yo dispongamos de mucho tiempo si las cosas siguen como están.

Lo dijo en tono neutro, aunque me di cuenta de que tragaba saliva con dificultad. Durante aquellos últimos días de miedos incesantes, había creído que el peligro y el terror me afectaban sólo a mí. Pero ahora la verdad de la situación me envolvía como una telaraña gigantesca que me uniera al destino de aquel joven príncipe. Todos y cada uno de mis movimientos repercutirían en la dinastía de los Emperadores. A mi mente asomó una frase extraída de los textos del Ojo de Dragón: Cuídate de la amistad de un príncipe. Estaba segura de que se trataba de un buen consejo.

—Tal vez aún no seamos amigos, Alteza —le dije, y sentí que el corazón se me aceleraba con el atrevimiento de lo que estaba a punto de decir—, pero existe un lazo en el que podemos ponernos de acuerdo de inmediato.

—¿Y qué lazo es ese, Señor Eón?

Mi recuerdo me trajo la imagen de Dolana, con el pecho frágil sacudido por los espasmos.

—El de la mutua supervivencia.

Nos miramos, evaluando en silencio a nuestro respectivo nuevo aliado.

—Coincido con vos —dijo, y tras llevarse la mano a la frente, se la acercó al corazón, sellando así nuestro pacto.

El pabellón de la Iluminación Terrenal contaba con pocos muebles, comparado con la opulencia del resto de las edificaciones del palacio. La decoración más interesante la constituía el propio maestro Prahn, un viejo eunuco de piel tan pálida que dejaba a la vista las venas azuladas; tenía la cabeza rasurada, excepto por un único mechón de pelo, con el que proclamaba su entrega a la vida de estudio. Al parecer vivía en el pabellón, aunque no veía evidencias de ello; tal vez enrollara su colchón todas las mañanas y lo guardara en el armario alto, o uniera los cojines duros sobre los que nos sentábamos y durmiera bajo la mesa baja.

—… y la biblioteca cubre prácticamente todos los temas conocidos por la humanidad. Sería para mí un honor mostraros los fondos una vez concluida nuestra lección —dijo Prahn, extendiendo los brazos a ambos lados para señalar los edificios que formaban el patio.

Asentí, culpable, consciente de que me había perdido en mis propios pensamientos.

—Gracias. Me interesará mucho, cómo no —dije.

Del exterior llegaban los complejos acordes de un grupo musical que tocaba en algún rincón del harén.

—Son las damas, que practican con sus instrumentos —me había susurrado el príncipe cuando aquella cautivadora melodía empezó a sonar.

—Contamos con todas las obras de los grandes filósofos —prosiguió Prahn— y nuestros mapas cubren la extensión de todo el mundo conocido.

—El maestro Prahn es el custodio de la biblioteca —aclaró el príncipe—. Él sabe todo lo que contiene.

El maestro bajó la cabeza en señal de modestia.

—Eso no lo sé, Alteza. Pero es un honor para mí velar por la colección. Se trata de una biblioteca soberbia. Llegan eruditos desde lugares muy lejanos para estudiar nuestros textos.

—¿Y entran en el harén? —pregunté.

—Sólo les está permitido acceder hasta este patio —me aseguró Prahn—. Hay una reja pequeña más al este, que se conoce como Puerta de los estudiantes, que permite entrar a la biblioteca directamente. Además, se revisan estrictamente todas las credenciales.

—La biblioteca sólo está abierta a los estudiosos por la tarde —dijo el príncipe—. Las damas del harén toman sus lecciones por las mañanas, cuando las termino yo. ¿No es así, maestro? —preguntó, en tono divertido y algo burlón.

—Correcto, Alteza —respondió él parcamente, ruborizándose ostensiblemente.

Kygo se acercó a mí para susurrarme algo al oído.

—Mi hermana le da muchos problemas. Siempre le plantea preguntas y le discute las respuestas.

—No sabía que las damas pudieran recibir educación, como los estudiosos —dije, y me estremecí al pensarlo.

El príncipe asintió con vehemencia.

—Mi padre afirma que no piensa tener a necias por compañeras. Y mis hermanas se casarán algún día con altos cargos que requerirán de algo más que música y danzas. Claro que hay quien dice que educar a las mujeres sólo puede traer desgracias. —El príncipe miró tímidamente a Prahn—. Pero lo que el Emperador ordena debe ser correcto. ¿No es así, maestro?

Prahn inclinó la cabeza.

—El Señor Celestial es tan sabio como generoso.

—Me alegra oírlo —dijo una voz desde la puerta.

Los tres nos giramos y descubrimos al Emperador sentado en una silla con andas, llevada por dos criados corpulentos, flanqueados por el médico real y sus dos eunucos.

—¡Padre! —exclamó el príncipe—. No dijisteis que vendríais hoy.

El Emperador movió la mano y la uña de oro que le cubría el dedo índice brilló al sol. Los dos porteadores lo llevaron hasta el pabellón y depositaron con cuidado la silla en la cabecera de la mesa. El médico real, vestido en esta ocasión con una insólita gradación de azules, se acercó a él y ordenó a los eunucos que cambiaran la posición del taburete en el que el Emperador apoyaba el pie.

—Suficiente —zanjó el Emperador. Su larga túnica color púrpura parecía venirle grande a aquel cuerpo menguado; la perla imperial, que refulgía pálida y pura en la base de su garganta, no hacía sino resaltar el tono amarillento de su piel. Se veía aún más enfermo que durante el banquete.

Despidió a sus sirvientes con un movimiento de mano. El médico y los criados se retiraron caminando hacia atrás, sin dejar de dedicarle reverencias. El príncipe se hincó de rodillas frente a su padre. Yo apoyé la frente en el suelo y Prahn se postró a mi lado.

—Vamos, vamos, ¿cuál es la regla en el pabellón de la Ilustración Terrenal? —nos regañó el Emperador.

—«Todo el que entra es igual en su búsqueda de la sabiduría y el conocimiento» —se apresuró a responder el príncipe Kygo, sentándose sobre los talones.

—Así es. De modo que, en efecto, todos somos iguales en esta sala. Todas las ideas son bienvenidas —insistió el Emperador—. Poneos en pie, Señor Eón. Y vos también, maestro Prahn.

Me senté, observando con cautela a los tres hombres que rodeaban la mesa. No comprendía aquella idea de igualdad. Incluso entre los esclavos existían los rangos; aquella era la naturaleza del hombre.

—¿Y cuál es la lección de hoy, maestro? —preguntó el Emperador.

El sabio me miró de reojo y se ruborizó.

—Estamos estudiando las ventajas e inconvenientes del aislacionismo, Majestad.

—Un tema sumamente interesante —dijo el Emperador.

Una vez más, Prahn me miró y me di cuenta de que el tema había sido escogido en mi beneficio.

El debate se inició y, aunque yo no comprendía todas las palabras ni reconocía los nombres de los filósofos aludidos, fui capaz de seguir lo esencial de los argumentos. El Emperador, rasgando el aire con su uña dorada, defendió con persuasión su política de abrir la tierra a los extranjeros para el comercio y la alianza política. Prahn asumió el papel de opositor. Yo sabía, por lo que me había contado la dama Dela, que los planteamientos aislacionistas que defendía se hacían eco de los del Gran Señor Sethon. El príncipe actuaba de mediador, añadiendo algún que otro comentario afilado, que le valía las sonrisas de aprobación de su padre y de su tutor. Finalmente, el Emperador se volvió hacia mí, el rostro ajado pero lleno de emoción ante la batalla de ingenios en la que participaba.

—¿Y qué decís vos, Señor Eón? ¿Supone la aceptación de extranjeros en nuestra tierra la disolución de nuestra cultura?

¿Qué podía añadir yo a una discusión de semejante nivel? Yo lo desconocía todo de política exterior y casi todo de política en general. Frente a mí, el príncipe asentía, alentándome a responder. De modo que recurrí a lo único que tenía: mi experiencia.

—A mí me gusta el café que Ari el Extranjero vende en el mercado, Majestad —dije, consciente de que mis palabras sonarían necias e ingenuas—. Yo no sé si eso supone la disolución de nuestra cultura. Es sólo una bebida y él es sólo el hombre que la vende.

El Emperador sonrió aún más.

—Sí. Sólo un hombre. Como cualquier otro. —Se acercó más, sin dejar de mirarme fijamente—. Y decidme, joven filósofo, ¿cómo puede conocerse el corazón de un hombre? ¿Cómo puede saberse si sus intenciones son buenas o malas?

Había algo detrás de su pregunta que yo no comprendía. Aquello era una especie de examen. ¿Qué respuesta quería el Emperador? En su expresión cortés no había nada que me sirviera de pista; llevaba toda la vida ocultando sus pensamientos. La campana que señalaba la hora en punto sonó en el patio, silenciando la música. Era como si todo el palacio aguardara mi respuesta.

—Nadie puede saber del todo qué se aloja en el corazón de un hombre —dije. Ese era el juego por el que apostábamos mi señor y yo. Apreté los puños en el regazo, aguantando el largo silencio que siguió mientras el Emperador me escrutaba.

—Muy cierto —dijo al fin—. Todos los hombres poseen una naturaleza oculta. Me alegro de que comprendáis eso, Señor Eón.

Me pasé la lengua por los labios, de pronto resecos. ¿Se habría dado cuenta de algo el Emperador? ¿Me habría desenmascarado? Me inquieté al ver que se volvía para dirigirse al príncipe:

—Pero también es importante comprender que una naturaleza oculta no siempre supone una naturaleza maligna —le dijo a su hijo—. ¿No es así, Señor Eón?

Asentí, sonriendo aliviado. Ni el gesto ni la pose del Emperador permitían sospechar que hubiera descubierto nada. Sus preguntas pretendían cubrir otras preocupaciones: la instrucción del heredero y la defensa de su trono.

El Emperador suspiró y volvió a sentarse en la silla de andas.

—Un debate sumamente animado, profesor Prahn —dijo—. Le felicito. Pero a esta hora debo firmar los edictos del día.

Dio una palmada, dos sirvientes entraron con premura y levantaron la silla con destreza, siguiendo las innecesarias instrucciones del médico. Yo compuse una gran reverencia cuando el Emperador abandonó el pabellón, flanqueado por el médico, que no dejaba de revolotear a su alrededor, murmurando órdenes a los eunucos como una mosca pegajosa.

—Maestro, mostradnos la colección de espadas de la biblioteca antes de que lleguen las damas —dijo el príncipe, alzando la cabeza tras su reverencia al Emperador.

Prahn esbozó una sonrisa.

—A vos siempre os interesan las espadas, Alteza. ¿Cuándo mostraréis el mismo entusiasmo por los textos filosóficos?

El príncipe se encogió de hombros.

—Vos también queréis ver las espadas, Señor Eón, ¿no es cierto?

Asentí, más para complacer al príncipe que por verdadero interés.

—Y también me encantaría ver el resto de vuestra biblioteca, maestro Prahn —respondí—. ¿Contiene también textos sobre los Ojos de Dragón?

Tal vez algo en aquella colección me ayudara en mi búsqueda del nombre del dragón rojo.

—Por supuesto que no, Señor —dijo Prahn, y sus labios pálidos compusieron una mueca de asombro—. Los textos de los Ojos de Dragón los conservan siempre los Señores de los dragones en sus pabellones. —Se interrumpió y frunció el ceño—. Un momento, esperad. No, eso no es cierto. Sí hay un texto sobre Ojos de Dragón. Se trata de un libro de papel plegado y encuadernado en piel roja, con cuentas de perlas trenzadas con hilo de seda. Se trata de un ejemplar bellísimo. Es uno de los tesoros del Dragón Espejo que se salvó del incendio. —Se frotó el puente de la nariz, como si le doliera la cabeza—. Estoy seguro de haberlo visto entre las demás cosas. Los restauradores lo estarán preparando para las celebraciones del Duodécimo Día, que es cuando Su Majestad os las devolverá para que las custodiéis vos.

—¿Puedo verlo? ¿Podéis mostrármelo ahora?

—¿Antes del Duodécimo Día?

Prahn se revolvió, nervioso.

—Sí, necesito verlo —dije, intentando controlar la impaciencia de mi voz.

Al príncipe no le pasó por alto mi tensión.

—Sin duda no habrá el menor problema al respecto, ¿no es cierto, maestro? —intervino—. Los tesoros no tardarán en ser propiedad del Señor Eón.

Prahn se retorcía las manos.

—No estoy seguro… No… No es procedente.

Yo me mordí el labio y miré al príncipe. Tenía que consultar aquel texto.

Las maneras del príncipe cambiaron por completo.

—El Señor Eón tendrá acceso a sus propiedades, maestro Prahn —sentenció, poniéndose en pie y plantándose por encima del sabio. Por vez primera, vi al joven dirigente que había en él—. Llevadnos ahora.

Prahn permaneció unos instantes paralizado, antes de inclinarse hasta rozar el suelo de madera con la frente.

—Sí, Alteza.

Se levantó, aunque sin perder la inclinación de una reverencia constante, mientras el príncipe abandonaba el pabellón. Y permaneció en aquella postura mientras yo seguía al heredero hasta el exterior del Salón de la Igualdad y cruzaba el puente de madera.

Las edificaciones bajas que conformaban la biblioteca eran similares a las del primer patio, pero las persianas eran lisas, y las puertas se veían atravesadas por gruesas barras de metal. Prahn, con los hombros aún encorvados, nos condujo hacia los edificios que quedaban a la izquierda. El príncipe aminoró el paso ligeramente, para no dejarme atrás.

—¿Creéis que ese texto revela los misterios del Dragón Espejo? —me preguntó en voz baja.

Se había acercado tanto que hasta mí llegaba el aroma de las hierbas junto a las que, en los armarios imperiales, guardaban sus ropas.

—No estoy seguro, Alteza. —Costaba determinar dónde terminaba el marrón y empezaba el negro de sus ojos, lo que les confería una expresión de curiosa intensidad—. Es posible. Aunque, si es así, parece raro que nadie lo haya estudiado antes.

—No, no es tan raro —dijo—. Mi padre me ha contado que la cámara ha permanecido sellada desde que el dragón se perdió.

Asentí, cada vez más impaciente.

—Esa es la Puerta de los estudiantes, Señor Eón —me dijo Prahn, indicando un paso estrecho entre los dos primeros edificios. Al fondo se veía una verja sólida, de metal, que se alzaba en el muro externo del harén. Uno de los eunucos corpulentos que la custodiaban se puso firme, aunque movió ligeramente la cabeza para indicarnos que se percataba de nuestro paso.

—Existe otra puerta —me susurró el príncipe—. La Puerta de las concubinas. Se trata de una vía de escape para las damas del harén en caso de peligro. Sólo los guardias imperiales saben dónde está. Pero resulta que yo sé que las mujeres no sólo pueden salir por ella, sino también entrar. —Me sonrió, pícaro—. Deberíamos buscarla.

Yo sentí que me ruborizaba por momentos. El príncipe me observó, y se ruborizó también.

—Me disculpo, Señor Eón. Por supuesto vos no mostraréis interés por esas cosas. Perdonad mi vulgaridad.

Asentí, pero mantuve el rostro apartado. Una parte de mí deseaba expresarle lo contrario, que sí me interesaba, deseaba acercarse más a él y escucharle con atención, pero un Sombra de Luna no habría proseguido con aquella conversación. El príncipe aceleró el paso y me dejó atrás.

Nos detuvimos frente a la puerta del segundo edificio. Los postigos de las ventanas estaban cerrados, pero por las ranuras se filtraba la luz amarillenta de las lámparas. Prahn empujó la puerta y entró, indicándonos que le siguiéramos. Yo lo hice detrás del príncipe y al momento me sentí invadido por un olor a polvo y alcanfor, endulzado por el aroma de la cera de abeja que se aplicaba a la madera. Un aparador grande ocupaba el centro de la estancia, oscurecido por sucesivas capas de barniz y brillante a la luz tenue. Sobre el suelo, a su lado, un joven eunuco avanzaba postrado hacia el príncipe, con la túnica gris oculta casi por completo por un guardapolvo de tela basta. Contra la pared del fondo se alzaba una mesa apoyada sobre caballetes, en la que reposaba una variopinta colección de objetos de plata, joyas y porcelanas. Otro eunuco ataviado del mismo modo estaba postrado detrás de una cómoda lacada, abierta, llena de rollos de tela. Desde donde me encontraba distinguí uno de terciopelo rojo, otro de seda naranja, y una más de gasa marrón, sus pliegues oxidados por el tiempo.

—El tesoro del Dragón Espejo —dijo Prahn, dedicándome una reverencia.

¿Todo aquello era mío? Me giré, describiendo un círculo, y me fijé en el gran incensario de latón y en los tres taburetes tallados que había bajo la ventana.

El príncipe descorrió una de las puertas del aparador.

—Se trata de un mueble muy elegante —dijo—. ¿Cómo se salvó?

—Creemos que se trataba de un encargo nuevo que todavía no había llegado al Pabellón del Dragón Espejo, Alteza —dijo Prahn.

Acaricié la superficie tratada con aceites y dejé un rastro en ella.

—Señor Eón —me llamó el príncipe desde la mesa—. Mirad esta brújula de Ojo de Dragón. Es magnífica.

Debía de tratarse de la que el Señor Ido había mencionado durante el banquete. Me acerqué a la mesa, pasando los dedos por la cabeza azul, muy lisa, de león de porcelana, al pasar por su lado. Se trataba de uno de los dos guardianes de la puerta, el macho. Busqué a la leona, pero no parecía haber sobrevivido al incendio.

La brújula, en efecto, era extraordinaria: un disco de oro con un gran rubí engastado en el centro y otros más pequeños rodeando el borde y marcando los puntos cardinales que formaban el primer círculo. Los otros veintitrés los definían anillos de perlas diminutas, tan juntas que parecían formar una pintura resplandeciente. Acaricié los finos grabados de los signos animales del segundo círculo. Los puntos cardinales y los animales eran los únicos niveles que yo comprendía, aunque pronto me enseñarían a interpretar los misteriosos caracteres que rodeaban el resto de círculos. Y aprendería a usarlos para calcular las líneas de energía más fuertes, para encontrar los senderos puros de hua y para concentrar mi poder.

Todo ello si lograba averiguar el nombre de mi dragón.

—¿Dónde está el texto del Ojo de Dragón? —pregunté, inspeccionando la mesa atestada de objetos.

Prahn dio una patadita al eunuco que estaba arrodillado junto al aparador.

—El Señor Eón desea consultar el libro encuadernado que se conserva junto a las perlas negras.

El eunuco levantó la cabeza.

—Disculpe, excelso Prahn. No he visto ese libro.

—¿Cómo? Tienes que haberlo visto. Encuadernado en piel roja, del tamaño de mi mano, con una cinta de perlas negras que lo rodea.

—No hay libros en la colección, honorable maestro —insistió el eunuco, encorvándose para hacerse más pequeño.

—¿Eres tonto? Yo lo vi con mis propios ojos cuando abrí la cámara —replicó Prahn—. Tráeme el manifiesto del Consejo de Ojos de Dragón.

El eunuco se puso en pie y levantó un rollo de una mesa baja. Prahn se lo arrebató de las manos y lo desenrolló.

—¿Y bien? —preguntó el príncipe.

Prahn alzó la vista. Sus ojos, muy abiertos, parecían constituir la única nota de color de su rostro.

—Pero si yo… —Se detuvo— Señor, no encuentro ningún libro anotado en el manifiesto. Pero yo lo vi. Estoy seguro de ello.

Yo atravesé la estancia a grandes zancadas y le quité el rollo a Prahn.

—¿No hay ningún libro en la lista?

El príncipe me siguió y leyó el registro por encima de mi hombro.

No, en la lista no figuraba ningún libro. Solté un extremo del rollo y dejé que se enrollara solo.

El príncipe abrió la mano y la pasó por el rostro del anciano. Fue un golpe ligero, más formalidad que castigo. Prahn lo aceptó sin rechistar, antes de hincarse de rodillas y humillarse ante el joven príncipe.

—Lo siento, Alteza.

—Deberíais pedirle perdón al Señor Eón por vuestra incompetencia —respondió el príncipe fríamente.

El viejo erudito se encorvó al momento, presentándome sus excusas.

—Señor, os ruego que perdonéis la mala memoria de un anciano.

El príncipe se volvió hacia mí.

—¿Queréis que lo azoten?

Yo me fijé en su rostro implacable. En el pabellón me había parecido intuir al joven dirigente que se ocultaba en su interior, pero eso no era nada comparado con el joven Emperador que tenía a mi lado. No me cabía duda de que descendía de dragones.

—No —me apresuré a responder—. Estoy seguro de que creía de veras que ese libro existía.

El príncipe asintió.

—Sí, me parece que tenéis razón. Una decisión justa. —Bajó la vista para mirar a Prahn—. No tendremos en cuenta este error, Prahn. Vuestro servicio, hasta este momento, ha sido ejemplar. Que no vuelva a suceder. —Me agarró del hombro—. Vamos, acompañadme a echar un vistazo a las espadas.

E inmediatamente abandonó la sala.

Prahn me dedicó una reverencia.

—Señor Eón, vuelvo a excusarme. Estaba seguro de que el libro existía.

Estudié su rostro vuelto hacia arriba, que combinaba la incomodidad con el asombro y el orgullo herido. El maestro Prahn era un hombre meticuloso: no parecía probable que hubiera cometido semejante error.

—Decidme, ¿de dónde habéis sacado ese manifiesto? —le pregunté.

—El Señor Ido me lo trajo personalmente —respondió Prahn.

El chasquido del pergamino nos llevó a los dos a mirar mi mano. Sin querer, había aplastado el rollo. Abrí el puño, tratando de disimular mis temores.

—¿El Señor Ido? —repetí, con una voz que pretendía expresar amable interés, pero que en realidad sonó tensa y dura—. ¿Y por qué os lo trajo?

—Era su deber, Señor. Como jefe del Consejo, fue él quien abrió la cámara y comprobó lo que contenía, acompañado por mí. Estoy seguro de que el libro figuraba entre los objetos. El Señor Ido también lo vio. —Prahn frunció el ceño—. Aunque no recuerdo la ocasión con claridad. Tal vez sea cierto que me hago viejo.

A mi mente regresó el brillo en la mirada de Ido cuando había tratado de hechizarme. ¿Lo habría logrado con Prahn, usando su poder para aturdir al anciano?

—Ha sido sólo un error, maestro —le dije, devolviéndole el rollo aplastado—. No se ha causado ningún daño. Olvidemos el asunto y unámonos al príncipe. No debemos hacerle esperar.

Prahn asintió y me dedicó otra reverencia, más que dispuesto a olvidar aquella humillación.

Eché un vistazo a la sala por última vez. Allí no existía la menor prueba de que hubiera habido ningún libro entre los tesoros. ¿Y quién creería la palabra de un anciano erudito de memoria frágil, frente a la del Ojo de Dragón ascendente? Sin embargo, yo habría apostado la pierna buena a que aquel texto existía y que el Señor Ido lo había robado.

¿Contendría el libro el nombre del dragón? Sabía que se trataba de una posibilidad remota, pero aquella era mi única esperanza.

No sabía cómo, pero debía encontrar aquel libro.