11

A diferencia de los edificios de las primeras tres secciones del harén, los aposentos de las mujeres no se distribuían alrededor de un patio, sino que estaban construidos a lo largo de unas calles estrechas, pavimentadas, como si de una ciudad en miniatura se tratara. La mayoría de las construcciones tenía dos plantas y, aunque todas ellas se encontraban en buen estado de conservación, casi todas las ventanas se veían cerradas a cal y canto y presentaban cierto aire de abandono. Hubo un tiempo en que el harén imperial había alojado a más de quinientas concubinas. Ahora, el recinto no lo habitaban más de cincuenta mujeres con sus hijos.
El portero me condujo por las callejuelas tranquilas, fantasmagóricas. Al parecer el aposento de la dama Dela no formaba parte de la comunidad principal, situada en el sector más cercano a la puerta. Se trataba de una decisión suya, se apresuró a añadir el portero, que también me informó de que en ese momento ella se encontraba de visita en palacio y sugirió que, si lo deseaba, podía dejarle un mensaje, lo que yo rechacé: la esperaría en su residencia.
Una profunda letargia hacía que cada paso que daba me supusiera un gran esfuerzo. Apenas Dillon y yo hubimos acordado que me introduciría en el pabellón del Dragón Rata cuando sonara la campanada de la medianoche, le pedí a mi guía que me condujera al harén. Ahora comprendía por qué el maestro Tellon había insistido en que durmiéramos después de nuestra sesión de entrenamiento. Sentía como si hubiera un espacio en mi cabeza en el que flotaba, como si me encontrara en un cuarto de baño cerrado, cálido.
Finalmente nos detuvimos en el exterior de una pequeña casa de madera. Contaba con una sola planta y se alzaba al fondo de un callejón sin salida. Recibía el flujo de energía de un gran jardín abierto, situado en lo alto de un camino estrecho. La puerta roja, así como las ventanas, estaban abiertas, lo que permitía que la brisa fresca de la tarde alcanzara el interior.
—Aquí está la residencia de la dama Dela, Señor —dijo el portero, inclinando la cabeza.
—Anúnciame.
Él dio una palmada y dijo:
—El Señor Eón se presenta con la intención de ver a la dama Dela.
Se oyeron unos pasos, y de la penumbra surgió una figura ataviada con una túnica larga, marrón: se trataba de una niña con el pelo trenzado y recogido en lo alto de la cabeza, peinado que distinguía a las criadas de las damas. La luz se reflejó en tres borlas plateadas que colgaban de un pasador de pelo de Año Nuevo que mantenía sujeto en su lugar aquel moño. Se trataba de un objeto caro para una sirvienta, y probablemente habría sido un regalo de su señora. La muchacha entornó los ojos, deslumbrada por la luz, y arrugó la nariz al ver que yo llevaba puestas mis ropas de ejercicio. Pero entonces se fijó en mi rostro, y, ahogando un grito, se postró en el suelo.
—Señor —dijo, con la frente rozando casi el suelo—. Lo siento, Señor. La dama Dela no se encuentra en casa.
Crucé los brazos sobre la túnica.
—¿Y para cuándo se espera su regreso? —pregunté, alegrándome de que la criada siguiera mirando hacia abajo y no viera el rubor avergonzado de mi rostro: un Ojo de Dragón, un Señor, no se habría presentado jamás ante una dama de la corte ataviado de ese modo.
—No tardará, Señor. Si lo deseáis, podéis esperarla dentro; yo iré a buscarla.
—Sí, esperaré.
Despedí al portero y seguí a la muchacha hasta el interior del diminuto zaguán, impregnado de olor a franchipán: el perfume de la dama Dela.
El aposento principal parecía servir tanto de salón para recibir visitas como de aposento. En un rincón, frente a la ventana, estaban dispuestas dos butacas a ambos lados de una mesilla, medio ocultas por un delicado biombo cuyo marco de madera oscura no estaba cubierto, como de costumbre, con tela de seda, sino de un pergamino muy fino. La mesa del comedor estaba pegada a la pared de la izquierda y debajo se guardaban las esteras que se usaban para sentarse. Junto a la otra pared, desenrollada, aguardaba la estera de día, forrada de terciopelo azul, regio, cubierta de almohadones de algodón, de unos colores que iban del crudo al negro más intenso. Visibles en el terciopelo aparecían arañazos que eran como viejas cicatrices.
La muchacha me condujo hasta las butacas.
—¿Os apetecería un licor mientras esperáis, Señor? —me preguntó.
—No gracias.
Me senté, y al hacerlo noté que la madera crujía ligeramente bajo mi peso.
Ella me dedicó una reverencia y salió. A través de la ventana abierta vi que se alejaba corriendo por la calle y que con una mano se sujetaba el pasador del pelo.
La silla no parecía demasiado estable. Temerosa de que se rompiera, me levanté, atraída por una colección de cajas pequeñas dispuestas a lo largo de un estante estrecho, sobre el colchón. Eran cinco, todas de distinta forma. Me arrodillé sobre el lecho y levanté una, confeccionada con una madera muy clara y taraceada con unas piedras negras que reproducían la figura de una araña. Un símbolo de felicidad. Metí la uña bajo la tapa y la abrí. En su fondo reposaba una capa fina de polvo de rosas: era colorete. Volví a dejar la caja en el estante y me senté sobre la estera.
La estancia estaba separada del aposento contiguo por una espesa cortina de damasco, de un tono índigo desvaído. Habría sido una grave muestra de grosería traspasarla. Miré por la ventana, comprobé que no viniera nadie por el camino y descorrí la cortina, entrando en un pequeño vestidor.
El olor intenso a madera de cedro penetró hasta lo más profundo de mi garganta, haciéndome toser. Se trataba de un olor que probablemente provenía de las tres grandes cómodas apoyadas en la pared. Frente a ellas, unos estantes largos, profundos, llenos de paquetes pulcramente envueltos en calicó: la colección de túnicas de la dama Dela, su tesoro. Una ventana cubierta con papel encerado permitía la entrada de una luz tenue. Junto a ella, una túnica verde en un colgador. Acaricié sus pliegues, noté que la tela resbalaba entre mis dedos como arena fina. Era el ropaje que se pondría esa noche.
Me acerqué a un armario ropero de madera, muy sencillo, y abrí la puerta despacio, con un solo dedo. Contenía ropa interior. Bragas de seda bordada, camisas de forma romboidal que se ataban a la cintura y al cuello, e incluso tupidas fajas de pecho. Hasta entonces no me había dado cuenta de que estaba buscando algo que no fuera femenino. ¿Pero qué estaba haciendo? ¿Buscaba una mentira como la mía? ¡Si la dama Dela era la más sincera de todos nosotros!… Cerré la puerta de golpe, y mi indigno acto se reflejó en un espejo alargado que se alzaba junto a mí.
Me fijé en aquel niño-niña cansado que me sostenía la mirada desde el otro lado del espejo: así viviría yo el resto de mi vida, sin poder dar nunca un paso despreocupado. Siempre atenta a las sospechas, al peligro, al desenmascaramiento. La niña que había sido, se había perdido al cabo de tantos años de fingir que era un niño. ¿O tal vez fuera sólo que mi energía solar había ocultado la fuerza de la Luna que anidaba en mí?
Sobre una mesita auxiliar se extendía una colección de pasadores de pelo muy ornamentados, así como pendientes, brazaletes y un tarro de maquillaje para la piel. Levanté un pasador grande, del que pendían cinco flores doradas, sujetas a una cadena muy delicada. Con un movimiento rápido, me até las dos trenzas con un nudo, imitando el peinado de la doncella, y lo sostuve con el pasador. Moví la cabeza hacia delante y hacia atrás, observando la oscilación de las flores doradas, que destellaban sobre mi oscuro cabello aceitado. Miré por encima del hombro. ¿Tendría tiempo para probarme algo más? Nerviosa, escogí cuatro brazaletes esmaltados, me los puse y los moví alrededor de mi muñeca. En el espejo, mi reflejo sonreía mientras las pulseras entrechocaban con un suave tintineo. Me puse otros cuatro en el otro brazo; al hacerlo constaté que, por contraste, mis muñecas se veían muy delgadas. Luego me atreví con unos pendientes —perlas negras que colgaban como racimos de uvas de un engarce dorado—. No tenía agujeros en los lóbulos, a diferencia de la dama Dela, de modo que me limité a acercármelos a las orejas; al hacerlo, los brazaletes volvieron a tintinear. La caída de las perlas proporcionaba esbeltez a mi blanco cuello. Sentía que la energía bombeaba a través de todo mi cuerpo, como si fuera el latido de un segundo corazón, que me susurraba, que me llamaba.
—¿Señor Eón?
Me volví con brusquedad y la energía se interrumpió, como un grito ahogado. La dama Dela estaba en el umbral de la puerta, sujetando la cortina con una mano. Tras ella, la doncella, de puntillas, intentaba ver por encima del hombro de su señora.
La dama Dela se volvió para regañar a la criada.
—¡Sal de aquí ahora mismo!
Y corrió la cortina, impidiendo la visión de la muchacha.
Yo todavía sostenía los pendientes junto al rostro. Los bajé y los oculté tras de mí, con los ojos fijos en la dama Dela, cuyo rostro no daba muestras del menor asombro.
—Dama Dela. —La voz de Ryko llegaba amortiguada a través de la cortina—. Por favor, no os adelantéis de ese modo. Debo revisar vuestros aposentos antes de que entréis vos.
Ella pegó más la cortina al marco de la puerta.
—Estoy bien —dijo, a través de la tupida tela—. Estoy aquí con el Señor Eón. Dejadnos solos.
Se volvió hacia mí, con la cabeza baja.
—Lo siento —le dije—. Estaba…
Ella meneó la cabeza y me hizo un gesto con la mano, rechazando mis disculpas.
—Yo soy la última persona a la que le haría falta una explicación —me dijo, dirigiendo de nuevo la mirada hacia la puerta y bajando la voz—. Pero prometedme que seréis más cuidadoso. A mí me encantaría que pudierais llevar esas cosas y estar a salvo, pero hay personas en este lugar que no tolerarán esa clase de diferencia, ni siquiera en un Sombra de Luna. Y el rango les trae sin cuidado. Os harán daño. Como me lo han hecho a mí.
Se retiró el cuello plisado de la túnica y vi que varias hendiduras en carne viva, algunas a medio curar, recorrían la piel suave y plana de su pecho. Durante un instante no pude ver más que aquellos cortes profundos, desagradables. Pero entonces me fijé en que, dibujada en la carne, destacaba una figura: un demonio.
La dama Dela contempló la desfiguración de que había sido objeto.
—¿Lo veis? Debéis andaros con mucho cuidado.
Asentí, atrapada entre el horror de la herida y el alivio que me causaba que no hubiera adivinado la verdad. Pero tenía razón: si alguien descubría lo que yo era de verdad, no se limitarían a marcarme con su odio. A mí me matarían. Un Ojo de Dragón mujer era algo que iba en contra de todo lo natural que había en el mundo.
Dejé los pendientes sobre la mesa y me apoyé en ella para hacer acopio de fuerzas. El deseo de contarle a la dama Dela quién era en realidad —qué era—, recorría todo mi ser. Cerré los ojos para reprimir el impulso. No era sólo mi vida la que estaba en juego.
Me llevé la mano a la cabeza para quitarme el pasador, pero se me había enredado en una trenza y tuve que tirar de él. No me dolió demasiado, pero aun así se me escapó un grito.
—Un momento, dejadme que os ayude —dijo la dama Dela.
Se colocó detrás de mí y, al notar que sus dedos se movían por mis cabellos regresó a mí el recuerdo de otro roce muy antiguo: el de mi madre desenredándome el pelo.
—¿Por qué vos lleváis ropas de mujer? Las mujeres carecen de poder y vuestra decisión os causa un gran sufrimiento —le dije—. Podríais vestiros con túnicas de hombre, os dejarían en paz.
El pasador se soltó al fin y ella se alejó de mí. Oí el tintineo del objeto al regresar a la mesa.
—Cuando tenía siete años, más o menos, mi hermana me descubrió con su falda puesta —explicó la dama Dela con voz serena—. Yo ya sabía desde hacía tiempo que era distinta a los demás niños de nuestra tribu. A mí, de manera natural, no me salía nada que fuera masculino, de niño. Odiaba cazar o pescar y ni siquiera los juegos de pelota me divertían. Debía esforzarme constantemente. Y entonces, un día, encontré una falda de cuentas bordadas en la que mi hermana llevaba meses trabajando, que escondía en la tienda en la que vivía mi familia —prosiguió—. Cuando me la puse, me sentí completa. Recuerdo que pensé que era lo más natural del mundo llevar aquella prenda en aquel lodazal, mientras hacía como que preparaba el pan especial que nuestra madre cocía para la Fiesta del Invierno. —Sonrió, triste—. Como no os costará imaginar, las faldas con cuentas bordadas y los lodazales no casan bien. Mi hermana me descubrió y me llevó a rastras hasta mi madre para que me pegara. La indignación justificada de mi hermana se vio superada por la emoción que causó a mi madre y a las demás mujeres verme vestida con falda.
—¿Qué os hicieron?
—En lugar de pegarme, mi madre me sentó a su lado y me enseñó a moler el arroz. Siempre había sospechado que era un alma gemela, de hecho estaba esperando a que yo me manifestara por mí misma. Mi madre era una mujer muy sabia. Pero no asumí la vida de una «contraria» hasta mucho después. Hasta que estuve segura. En mi tribu, se trata de una posición respetada. —Dejó escapar una carcajada amarga, breve—. Aquí no lo es tanto. —Se acercó al espejo y se miró en él—. No llevo ropa de hombre porque aquí dentro soy una mujer —dijo, llevándose la mano a la cabeza—, y aquí —y la deslizó hasta el pecho—. Os equivocáis cuando decís que las mujeres carecen de poder. Cuando pienso en mi madre y en las mujeres de la tribu, e incluso en las mujeres que viven ocultas en el harén, sé que existen muchas clases de poder en este mundo. —Se volvió para mirarme—. Descubrí que aceptar la verdad de quién era me otorgaba poder. Tal vez no se trate de una verdad que los demás acepten, pero no puedo vivir de ningún otro modo. ¿Cómo sería vivir en una mentira todos y cada uno de los minutos de mi vida? No creo que fuera capaz de hacerlo.
Bajé la mirada y empecé a dar vueltas a las pulseras. Hubiera podido contarle qué se sentía con todo lujo de detalles. Aun así, seguía sin comprender qué poder podía encerrarse en el hecho de ser mujer. Yo sólo veía sufrimiento.
—¿Por qué no… —me interrumpí, buscando el mejor modo de formular lo que quería decir— por qué no os libráis de vuestras partes masculinas?
Ella apartó la mirada.
—No hace falta que me corten nada para saber que soy mujer. Y el emperador me valora porque soy a la vez Sol y Luna. Si voy a que me corten, entonces perderé precisamente lo que él más aprecia… —Vaciló, antes de mirarme fijamente a los ojos—. A decir verdad, también me asusta el dolor. Temo morir.
Asentí. Había oído que tres de cada diez eunucos morían entre horribles dolores tras la operación, agonía que en algunos casos se prolongaba durante una semana, antes de que la imposibilidad de orinar o las altísimas fiebres los condujeran finalmente a la morada de sus antepasados. Se trataba de un riesgo que muchos asumían porque se morían de hambre en alguna aldea y deseaban trabajar en el palacio el resto de su vida. Pero yo estaba de acuerdo con la dama Dela: a mí no me habría gustado correrlo.
Me quité los brazaletes y los devolví a la mesa.
—Siento todo esto —dije, señalando las alhajas—. No he venido aquí para fisgar entre vuestras pertenencias. He venido a pediros un favor.
Ella me miró muy atenta.
—¿De qué se trata?
—¿Conocéis a alguien que sepa abrir un cerrojo?
La dama Dela no parpadeó siquiera.
—Por supuesto.
—¿Fuisteis ladrón? —pregunté, incapaz de dar crédito a las palabras de Ryko.
Él asintió, mientras recorría el salón del té, que se encontraba en la parte trasera de la casa. Su corpulencia hacía que el reducido espacio se viera aún más pequeño.
—Y no es sólo que robara —respondió, mirando de soslayo a la dama Dela, que se arrodillaban frente a mí—. Si me pagaban bien, hacía lo que fuera. —Apartó la mirada—. Cualquier cosa.
Pronunció con énfasis aquellas últimas palabras. La dama Dela se agitó, mordiéndose el labio inferior. Parecía que fuera la primera vez que oía aquella historia.
—¿Y entonces? ¿Cómo llegasteis desde las islas a palacio? —le pregunté. En ese instante, una intuición repentina me hizo ahogar una exclamación—. ¡Eres un hombre ganado!
—¡No! —Negó con vehemencia.
—¡Señor Eón! —se indignó la dama Dela casi simultáneamente—. ¡Eso no es asunto vuestro!
Ryko levantó la mano.
—No, no importa. —Aspiró hondo y soltó el aire despacio, sonoramente—. No, por suerte me libré de semejante deshonra. Me trajeron a palacio un año antes de que eso empezara a suceder.
—¿Te trajeron? —preguntó la dama, abandonando por un momento el tono neutro de su voz—. ¿Qué quieres decir?
Ryko se acercó a la puerta y la abrió sólo un poco, observando a través de la rendija.
—¿Estamos solos, solos, señora?
Ella asintió.
—He enviado a mi doncella a entregar un mensaje.
El eunuco cerró la puerta y se volvió hacia nosotros, mirándonos fijamente con sus grandes ojos de isleño.
—Hasta hace unos años, mi vida era robar, pelear y beber. Pero una noche me encontré con alguien dispuesto a plantarme cara en un callejón del puerto. —Nos miró, rebuscando en su memoria—. Eran dos. Uno de ellos me asestó una cuchillada en el hombro y el otro, en el vientre. Al bajar la cabeza, vi que tenía las tripas fuera. —Se llevó la mano al estómago y, mirándome, sonrió amargamente—. Nunca es agradable verte las propias entrañas. Creí que era el fin.
Por el rabillo del ojo vi que la dama Dela acariciaba la tela, por encima de sus heridas. Ella también debió de pensar que había llegado su hora cuando aquel cuchillo se le clavó tan cerca del corazón.
—Pero no lo fue —dije yo, mirándolos a los dos.
Ryko asintió.
—Aquella noche estuve de suerte. Un pescador me llevó a su casa y me cuidó hasta que recobré la salud. Él me salvó la vida. —Hizo una pausa, solemne—. Esas situaciones crean unos lazos muy fuertes. Te sientes en deuda. De modo que cuando descubrí que mi amigo pescador también encabezaba un grupo dedicado a combatir el control de Sethon sobre las islas, me uní a su causa. Y cuando hizo falta que alguien se infiltrara en el palacio, vi la ocasión de saldar la deuda que había contraído con él.
—¿Formas parte de la resistencia isleña? —preguntó la dama Dela entornando los ojos. Bajó la cabeza y se alisó la falda antes de proseguir—. Lo tenías bien oculto —añadió con voz fría.
Ryko, en efecto, lo había mantenido bien oculto. Recordé al maestro Tozay y al muchacho del muelle, que también era de Trang. No había duda de que los dos estaban comprometidos con la lucha. ¿Cuáles eran las dimensiones reales de aquella resistencia?
Ryko se pasó la lengua por los labios.
—Perdonadme, señora. Os lo habría dicho de haber podido. Pero mis órdenes son recabar información sobre Sethon y mantenerme cerca del Emperador para protegerlo. Mi misión no es reclutar.
Yo formulé entonces algo que no era sino una obviedad.
—Pero tú custodias a la dama Dela —dije—. Con todos los respetos para vos, señora —y le dediqué una inclinación de cabeza, antes de volver a concentrarme en el eunuco—. Eso no os acerca demasiado al Emperador.
—Cierto. Pero la espera ha merecido la pena. Ahora me encuentro más cerca que nunca del Emperador.
—¿Cómo es eso?
—Por vos, Señor —se limitó a responder—. Vos sois la esperanza de la resistencia.
¿La esperanza de la resistencia? Más gente aún que confiaba en mí. Que se fiaba de mi poder. Aquello era excesivo. Excesivo. Todas aquellas necesidades terminarían por aplastarme.
—¡No! —Me puse en pie. Debía salir de allí.
—¿Qué queréis decir con ese no? —Ryko me impidió el paso.
—No puedo abrazar la causa de la resistencia. —Miré a la dama Dela—. Ni la vuestra.
—Señor —replicó Ryko, sujetándome con mucha fuerza—. Tal vez no os guste, ni queráis que sea así, pero lo es. Y, a menos que pretendáis uniros a Sethon e Ido, estáis unido a nuestra lucha. El hecho mismo de que hayáis despertado al Dragón Espejo os convierte en una amenaza para el Gran Señor. Y ya habéis mostrado vuestra lealtad al Emperador.
Me soltó el brazo. Aquella no era mi lucha. Debía alejarme de allí. Esconderme en algún lugar. Pero ¿dónde? ¿Y qué le sucedería a mi señor? ¿Y a Rilla? ¿Qué le ocurriría al príncipe Kygo? Sus vidas estaban tan ligadas a la mía como la mía lo estaba a la suerte que pudiera correr el Emperador.
—No lo quiero —dije al fin, pero con tan escasa convicción que no me convencí ni a mí misma. Todo lo que había dicho Ryko era cierto. E inapelable.
—Sé que sois más valiente de lo que en este momento parece —insistió el eunuco.
No me sentía en absoluto valiente, pero levanté mucho la barbilla y asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Incluso un conejo, cuando se siente acorralado, lucha con uñas y dientes.
—Muy bien —dijo Ryko, dándome una palmada en el hombro con la mano abierta.
Me tambaleé.
—Si ya has terminado la sesión de reclutamiento —intervino la dama Dela secamente—, tal vez el Señor Eón pueda contarnos cómo planea robar el manuscrito.
Yo no había contado a mis interlocutores toda la verdad sobre el manuscrito rojo. Sabían, sí, que se trataba de un texto del Ojo del Dragón Espejo. Y sabían que no podía permanecer en poder del Señor Ido. Pero no sabían que se trataba del único modo que tenía de conocer el nombre de mi dragón. No podía confiarles que todavía no tenía ningún poder. Si lo hacía, me arriesgaba a perder su apoyo. Aunque era peligroso ser la única esperanza de la resistencia, también lo era no serlo.
—El plan es simple —respondí sin vacilar—. Dillon se reunirá con nosotros junto a la entrada lateral del pabellón del Dragón Rata cuando suene la campanada de la medianoche. Nos dejará entrar y nos conducirá a la biblioteca. Ryko forzará el cerrojo, encontraremos el manuscrito y saldremos de allí enseguida.
Se hizo el silencio.
—Muy preciso no parece —observó Ryko con cautela, mirando a la dama Dela, que seguía tensa y ofendida y que evitó su mirada—. ¿Sabemos cuántos guardias estarán de servicio? ¿Conocemos cuáles serán sus posiciones?
—No —admití—, pero estoy seguro de que Dillon podrá informarnos.
Ryko se cruzó de brazos.
—Creo que sería más prudente que lo hiciera yo solo, Señor. Cuento con experiencia y, no os ofendáis, todo sería más rápido.
La dama Dela, frente a mí, asintió.
—Ryko tiene razón. No podéis correr ese riesgo, Señor. Sois demasiado importante.
—Pero es que Dillon ya está muy nervioso. A ti no te dejará entrar si apareces solo —rebatí, previendo la reacción de Ryko—. Además, afirma que existe una fuerza alrededor de la biblioteca que impide que la gente entre.
—¿Fuerza de dragón? —preguntó la dama Dela.
Yo me encogí de hombros.
—No lo sé. Pero si la hay, yo tendré más posibilidades de contrarrestarla que Ryko.
Aquello lo dije haciendo acopio de todo mi aplomo. Lo cierto era que no tenía la menor idea de cómo desactivar la energía de dragón, pero no pensaba quedarme esperando en mis aposentos mientras Ryko recuperaba, o no recuperaba, lo único que podía salvarme la vida.
—El Señor Eón tiene razón —dijo la dama Dela, mirando al fin a Ryko a los ojos—. Tú no puedes enfrentarte solo a la magia de dragón.
Ryko se pasó la mano por la nuca rasurada.
—Nos hace falta más información. Para empezar, ¿estáis del todo seguro de que el manuscrito se halla en poder del Señor Ido? ¿Y de que lo guarda en la biblioteca?
—No. Como he dicho, no consta en el registro.
—Bueno, al menos, si lo encontráis, el Señor Ido no podrá decir nada —comentó, aguda, la dama Dela—. Dado que él mismo lo robó.
Ryko negó con la cabeza.
—Es demasiado peligroso. Debemos esperar unos días y obtener más información.
—¡No! —exclamé, retorciéndome las manos—. Ha de ser esta noche. El Señor Ido ha viajado para reunirse con el Gran Señor Sethon. Hasta mañana no regresará al pabellón. Juro que, si no me acompañas hoy, lo haré yo solo.
—Ya había oído que el señor Sethon regresaba —dijo la dama Dela—. Un momento peligroso. Junto al general victorioso, nuestro Emperador se verá anciano y enfermo.
Ryko suspiró.
—Si Ido no está, entonces tal vez sí sea el mejor momento para llevar a cabo el plan —admitió—. Probablemente se habrá hecho acompañar de la mayoría de sus guardias en su viaje, habrá dejado sólo un retén. —Hizo una pausa—. De acuerdo entonces. Iremos. Yo acudiré a vuestros aposentos a tiempo para esperar a que suene la campanada de la medianoche en el pabellón del Dragón Rata. Estad pendiente de la ventana. Llamaré con los nudillos.
—Gracias —dije.
—Deberéis abrigaros. ¿Sabéis montar a caballo?
—No. —Jamás en mi vida había tocado un caballo y mucho menos me había sentado en él.
—Pues no podemos ordenar que nos envíen un palanquín para que nos lleve y nos devuelva de perpetrar un robo. Y está demasiado lejos para que vos vayáis a pie, con esa coj… —se interrumpió al darse cuenta de lo descortés de su comentario—. Está bien, os llevaré a mis espaldas —zanjó bruscamente.
—Muy bien —intervino la dama Dela con gran frialdad—, si al final resulta que lo de espiar no se te da bien, siempre puedes ofrecerte como burro de carga.
—Creo que tendría más suerte como buey que como asno, señora —dijo él, dedicándole una gran reverencia.
Ella no sonrió.
—Cuidado —me advirtió a mí, mirando brevemente a Ryko, que ya se había girado para abrir la puerta—. A los dos —oí que añadía.
Rilla abrió la puerta principal de los aposentos de la Peonía antes de que yo me acercara a ella. Ya desde el camino me di cuenta de que a su rostro asomaba la preocupación. Se me había hecho tarde: debería haber regresado hacía tiempo.
—¿Cómo está el señor? —le pregunté mientras entraba.
Ella cerró la puerta.
—Se niega a tomarse el somnífero hasta haber hablado con vos. El médico real vuelve a estar aquí.
—¿Crees que está peor?
—No lo sé. —Meneó la cabeza, como para ahuyentar sus dudas—. Creo que lo que le hace falta es descansar. Ha cancelado todos los compromisos de esta noche. Desea encontrarse lo bastante bien como para acompañaros mañana.
—¿Mañana?
—¿Es que no lo habéis oído? El Gran Señor Sethon hará su entrada triunfal en la ciudad y el emperador ha decretado que sea una jornada de celebración. Una festividad más que deberéis superar. —Sonrió, comprensiva—. Venid. El Señor os aguarda.
Sólo había una lámpara encendida en la alcoba, su luz velada por una pantalla de bronce. En la pared, sobre la cabecera de la cama, ardían unas barras de incienso dulce, idénticas a las que habían encendido para mí apenas unos días atrás, apoyadas sobre un soporte dorado que imitaba la forma de dos carpas saltarinas. Mi señor estaba echado sobre unos cojines, los rasgos reducidos a unos planos en sombra. A su lado, el médico real estaba sentado en un taburete pequeño, examinando las uñas del paciente. Iba vestido de tarde, con un abrigo carmesí recargadísimo, que llevaba sobre una túnica de seda de un rosa muy pálido y que complementaba con la gorra marrón de médico. Cuando Rilla me anunció, alzó la vista.
—Señor Eón, entrad, entrad —dijo, soltando la mano de mi señor e hincándose de rodillas—. El Señor Brannon no está dormido, sólo descansa.
Mi señor se agitó y abrió los ojos. La luz se reflejó en sus pupilas líquidas.
—Me alegra que estéis aquí. —Dijo con voz todavía ronca. Y, digiriéndose al médico, añadió—: Podéis retiraros.
Creí ver que el médico torcía el gesto aunque tal vez se tratara sólo de una sombra proyectada por el parpadeo que su nueva reverencia provocó en la llama de la lámpara. En silencio, lo observamos abandonar el aposento.
—Cerrad la puerta y venid a mi lado —dijo mi señor, que no añadió nada más hasta que lo hube hecho y me senté en el taburete, junto a la cama.
—¿Os habéis enterado del regreso de Sethon? —me preguntó en voz baja. Los moratones que le salpicaban la piel del cuello se habían oscurecido, pero seguían revelando la forma de la mano del Señor Ido.
—Rilla me lo ha dicho, sí —le respondí, aunque a mi mente regresó el rostro asustado de Dillon. ¿Cumpliría con su palabra y se reuniría conmigo esa noche?
—Ido ha abandonado la ciudad —prosiguió mi señor—. No hay duda de que pretende reunirse con su señor y comunicarle su fracaso durante la asamblea del Consejo. Los hemos puesto en un aprieto.
—¿Qué sucederá ahora? —pregunté, incluyéndome a mí en sus planes. Sabía que debíamos confiar el uno en el otro. Me senté erguida en el taburete, a la espera de su respuesta.
—Intentarán consolidar su influencia en el Consejo —dijo—. Pero yo confío en obtener mayoría de votos. —Se incorporó, apoyando la cabeza en los almohadones y su determinación se abrió paso entre la fatiga, como un hueso que asomara bajo una piel muy fina—. Mañana se celebrará la victoria de Sethon en Oriente. Debemos contrarrestar su exhibición de poder con una exhibición del nuestro. Apareceremos juntos, vestidos con las túnicas rojas propias del Ojo del Dragón Espejo. Será un símbolo de nuestra fuerza combinada: vuestro poder de ascendente y mi experiencia.
—¿Y estaréis lo bastante recuperado? ¿Qué dice el médico?
—No os preocupéis —me respondió, sonriendo—. Esto es sólo agotamiento. No he dormido más de cuatro horas desde que resultásteis escogido. El médico me ha dejado un somnífero. Un buen sueño y me recuperaré por completo.
Me dio una palmadita en la mano, el roce fugaz hizo que nuestras miradas se encontraran. Por un momento el aire entre nosotros se volvió más denso, pero yo aparté enseguida mi mirada de la suya.
—¿Y a vos? ¿Cómo ha ido vuestra primera lección de Resistentia?
—Ha ido bien.
A pesar de lo que pudiera decir, parecía algo más que simplemente cansado. No quería que cargara con el peso de mis preocupaciones acerca de la mirada de Tellon, ni sobre el manuscrito. Todavía no. No hasta que hubiera resuelto el problema de invocar a mi dragón. Y tal vez ni siquiera se lo contara entonces, pues cuando lo consiguiera el peligro ya habría pasado, no habría ninguna necesidad de compartirlo con él. Demasiados secretos que guardar, cada uno de ellos me oprimía el pecho como un plomo.
—Bien —dijo—. Tellon es la persona más capaz para ayudarte a controlar tu poder.
Me incliné hacia delante y el asunto del manuscrito afloró a mis labios. Qué alivio tan grande compartir aquella carga.
—Señor…
Él se agitó, incómodo.
—Eón, yo no soy tu señor. Ya no. Debéis recordarlo. —Sonrió amargamente—. Ahora sois vuestro propio señor.
Me eché hacia atrás. Tenía razón. Yo ya no era una niña campesina, ni un muchacho candidato. Ahora era el Señor Eón. En aquel nuevo mundo de realeza y riquezas, era un hombre. Mis palabras eran órdenes para aquellos que quedaban por debajo de mí en rango. Y un hombre con semejante poder no descargaba sus problemas en los hombros de otros, por más que aquellos problemas se lo comieran como los gusanos dándose un festín de carne putrefacta.
—Debéis descansar —dije—. Os enviaré a Rilla.
Me levanté y me despedí del Señor Brannon con la inclinación de cabeza que se dedicaban los iguales.