2

La campana que marcaba la hora en punto sonaba cuando al fin levanté el pestillo de la puerta que conducía a la cocina, en casa de mi señor. Irsa, una de las sirvientas, estaba de pie junto al lugar en el que se recibían los pedidos, con el molinero. Vi que reía con los brazos en jarras, exhibiendo sus curvas generosas, mientras el joven se cargaba un pesado saco a la espalda. Pero cuando me vio dio un paso atrás, buscando el refugio que le proporcionaba el quicio de la puerta. Sus risitas coquetas dieron paso a unos susurros amortiguados, llenos de complicidad. El molinero se volvió para mirarme y con los dedos compuso el gesto que se usaba para protegerse del mal. Yo aparté la mirada y cerré la puerta con parsimonia. Era mejor esperar a que siguiera a Irsa a las bodegas.
Cuando el patio quedó despejado, avancé despacio por el sendero que llevaba a la cocina. Lon, el jardinero, estaba arrodillado, reparando la valla baja de bambú que rodeaba el Jardín del Sol. Bajé la cabeza al pasar y él agitó una mano manchada de tierra. Lon solía ocuparse de sus asuntos, pero siempre me saludaba amablemente, e incluso dedicaba sonrisas a Chart, el deforme. Con todo, su cordialidad no la imitaban muchos de los empleados en la casa de mi señor, una casa pequeña, pero muy, muy dividida entre quienes creían que un cojo podía ser Ojo de Dragón y quienes opinaban lo contrarío. Todos los que servían a mi señor sabían que sus riquezas estaban a punto de agotarse; ya no quedaban fondos para entrenar a un próximo candidato. Si al día siguiente yo no me aseguraba mi ingreso como aprendiz, más el diezmo doble, mi señor podía considerarse arruinado.
La puerta de la cocina estaba abierta; franqueé el umbral elevado que servía para impedir que los malos espíritus entraran en la casa. Al momento, el calor de los inmensos fogones se me pegó a la piel y hasta mí llegó el olor penetrante de la salsa de ciruela agria y del pescado a la sal. Aquella sería la cena de mi señor. Kuno, el cocinero, levantó los ojos de la raíz blanca que estaba cortando.
—Eres tú, ¿no? —Y volvió a concentrarse en la verdura—. El señor me ha pedido que prepare las gachas —dijo, inclinando la cabeza rasurada ante una cacerola pequeña suspendida sobre el fuego—. No me eches la culpa a mí cuando te las comas. He seguido fielmente sus indicaciones.
Mi cena. Como parte del ritual de purificación, sólo se me permitía ingerir un cuenco de gachas de mijo, antes de pasarme toda la noche rezando a mis antepasados para invocar su guía y su ayuda. Hacía unos meses le había preguntado a mi señor si importaba que yo no supiera quiénes habían sido mis antepasados. Él me observó fijamente durante unos instantes y apartó la mirada antes de responder.
—Importa mucho.
Mi señor era cuidadoso en extremo. Decía que debíamos hacerlo todo siguiendo la tradición del Ojo de Dragón, para evitar atraer las suspicacias del Consejo. Yo esperaba que el precedente de la segunda figura del Dragón Caballo ejecutada a la inversa figurara en los escritos históricos. Y que mi señor la encontrara a tiempo.
Desde el otro lado de la gran mesa de madera que se usaba para preparar la comida, y que ocupaba el centro del aposento, llegó un sonido ronco. Era Chart, que me llamaba desde la estera que ocupaba junto a los fogones.
—Lleva tiempo esperándote —dijo Kuno—. Todo el día metido entre mis pies. —Cortó el extremo de la raíz blanca clavando con fuerza el cuchillo en la tabla—. Dile que no soy ciego, que sé que se ha comido el queso. —Aunque se habían pasado once años trabajando juntos en la misma cocina, Kuno se negaba a dirigirle la palabra y a mirarlo siquiera. Demasiada mala suerte.
Me agarré a la esquina de la mesa para no perder el equilibrio y me senté en el suelo de piedra, junto a Chart. Él me tocó la rodilla con un dedo que era como una garra y esbozó una sonrisa con la boca torcida.
—¿Es cierto que te has comido el queso? —le pregunté en voz baja, apoyándome en la cadera buena para que la mala descansara.
Él asintió con vehemencia y abrió la mano para mostrarme un pedazo de corteza sucio. Chart intentó hablar y se le tensaron los músculos del cuello. Yo presté atención a sus palabras, pronunciadas con sílabas muy largas, forzadas.
—Paa-raa laa raa-taa. —Y me metió la corteza en la mano.
—Gracias —le dije, metiéndome aquel resto en el bolsillo.
Chart siempre me daba la comida que encontraba. O que robaba. Estaba convencido de que si yo alimentaba a la gran rata gris que vivía detrás de la bodega en la que yo dormía, el Dragón Rata me devolvería el favor y me escogería como aprendiz. Yo no estaba tan segura de que un dragón de energía se fijara en esas cosas, pero de todos modos le llevaba aquellas sobras a la rata.
De debajo de su cuerpo, Chart extrajo una rebanada gruesa de un pan delicado, cubierta de polvo. Era el pan del señor. Yo miré a Kuno, que seguía inclinado sobre la raíz blanca. Me desplacé ligeramente a la derecha, hasta que Chart y su pan quedaron fuera del ángulo de visión del cocinero.
—¿Cómo lo has conseguido? Kuno te azotará —le susurré.
—Para ti… sólo gachas esta noche… mañana hambre.
Y soltó la rebanada en mi regazo.
Bajé la cabeza en señal de agradecimiento y me la metí en el bolsillo, junto con el queso.
—Creo que está hecho así expresamente. Quieren que tengamos hambre.
Chart torció el gesto, desconcertado.
Me encogí de hombros.
—Se supone que debemos demostrar cuál es nuestra fuerza natural ejecutando, hambrientos y cansados, la ceremonia de aproximación.
Chart movió la cabeza hacia delante y hacia atrás, sobre la colchoneta.
—Qué… toon-tee-rií-aa —balbució. Aspiró hondo, apoyó la cabeza en la caja de leña y clavó sus ojos en los míos—. ¿Mañana… vendrás… despedirte… antes de… ceremonia? ¿Prometes?
Chart sabía que si era el elegido ya no regresaría. Tras la ceremonia, a los nuevos aprendices los llevaban directamente al salón del Dragón. A un nuevo hogar. A una nueva vida. Un escalofrío me recorrió la espalda, y el calor y un sudor frío se apoderaron de mí: faltaba menos de un día para que pudiera convertirme en aprendiz de Ojo de Dragón.
—¿Prometes? —insistió Chart.
Asentí, incapaz de pronunciar una palabra, pues el pánico me atenazaba la garganta.
Me soltó la muñeca y su mano quedó suspendida en el aire.
—Dime… otra vez… cómo es… el salón del Dragón Rata…
Yo sólo lo había visto en una ocasión. Hacía unos meses, durante una sesión de entrenamiento, Ranne nos había hecho correr alrededor del Círculo del Dragón, la sucesión de estancias que rodeaban el recinto exterior del Palacio Imperial. Todos los salones se habían construido cuidadosamente, teniendo en cuenta la posición de brújula de los dragones en cuyo honor se habían erigido, y eran el hogar y lugar de trabajo de cada Ojo de Dragón y de su respectivo aprendiz. El salón del Dragón Rata ocupaba la posición norte-noroeste del círculo, y aunque no era el de mayor tamaño, ni el más lujoso, ocupaba una superficie al menos tres veces mayor que la casa de mi señor. No nos permitieron entrar en ninguno de los salones, pero Ranne nos dio permiso para descansar cinco minutos en el jardín, donde en otro tiempo se alzaba el salón del Dragón Espejo. Hacía quinientos años que se había incendiado: sólo la estructura de piedra del edificio quedaba en pie, cubierta de hierba. Dillon y yo recorrimos su perímetro y nos asombró descubrir la gran cantidad de aposentos que había tenido.
A mi lado, Chart cerró los ojos, preparándose para recibir mis palabras.
—La entrada la custodian dos estatuas de piedra gris con forma de Dragón Rata —le relaté, cerrando yo también los ojos para evocar mejor mi breve atisbo del salón—. Son más altos que yo, y me doblan la anchura. El de la derecha sostiene la brújula del Ojo de Dragón en sus zarpas, y el otro atesora los tres rollos sagrados. Cuando pasas junto a ellos, sus ojos de piedra te siguen con la mirada. Una vez traspasada la puerta, un patio pavimentado con piedras oscuras, bien dispuestas, conduce a…
—No sé por qué te molestas —oí que decía Irsa. Abrí los ojos y la encontré junto a la puerta, alisándose la falda con movimientos bruscos—. Ese tonto no entiende lo que dices. —Se pasó la mano por la trenza.
Chart y yo nos miramos. No había duda de que el molinero se iba a ir contento a casa.
—Zoo-rraa —dijo Chart en voz alta.
Irsa torció el gesto, imitando a Chart, y reprodujo sus vocales arrastradas, sin comprender el significado de la palabra que contenían. Chart puso los ojos en blanco y empezó a retorcerse de la risa. Yo sonreí al ver que Irsa daba un paso atrás.
—Monstruo —dijo la sirvienta, dedicando a Chart aquel gesto de los dedos, antes de concentrarse en mí—. El señor ha dicho que fueras a verle apenas llegaras —dijo y, burlona, añadió—: aunque no esperaba verte hasta el final de la sesión de entrenamiento.
—¿Dónde está ahora? —le pregunté.
—En el Jardín de la Luna. En el observatorio principal. —Sonrió, astuta. Sabía que a mí no se me permitía la entrada al Jardín de la Luna: mi señor me lo había prohibido—. «Tan pronto como llegue», ha dicho.
Me apoyé en el canto de la mesa y me levanté. ¿Qué debía hacer? ¿Respetar la prohibición de acercarme al Jardín de la Luna, u obedecer la orden de presentarme ante él de inmediato? No le gustaría descubrir que había regresado a casa tan temprano. Y aún le gustarían menos las demás noticias que debía comunicarle.
—Irsa, ocúpate de tu trabajo —intervino Kuno—. Deja de perder el tiempo o sabrás lo que es un azote.
Irsa me dedicó una última mirada maliciosa antes de abandonar la cocina por el pasillo que conducía al resto de la casa.
En uno de los textos más gráficos del Ojo de Dragón aparece un proverbio que dice así: «El hombre que cabalga sobre los cuernos de un dilema termina con el culo pinchado». A mi señor le parecería mal que entrara en el jardín y también que lo esperara fuera. Y así, como no había modo de evitar su enfado, decidí que lo mejor era ir a verle. Al menos de ese modo podría ver el jardín que tanta fama le había valido.
—Mañana —le dije a Chart, que esbozó su sonrisa lenta.
Franqueé la puerta sin pisar el umbral y salí al patio. A mi izquierda se encontraba el cercado de piedra gris que rodeaba el Jardín de la Luna, con su puerta metálica, baja y, grabada sobre ella, la figura de un tigre saltando. Me dirigí hacia ella despacio, pues la más que probable ira de mi señor me frenaba. Había muchas maneras de contar la verdad y a mí sólo me hacía falta dar con una que lo satisfaciera. Todo lo que se veía más allá de la puerta era un sendero de guijarros negros que conducía a un impresionante muro de pizarra amontonada. Sobre su superficie, una cascada descendía por unas repisas de apariencia desordenada, aunque en realidad dispuestas con gran cuidado, hasta llegar a un gran cuenco de mármol blanco.
Mi señor había diseñado aquel jardín para que simbolizara la energía femenina y se decía que durante la luna llena el jardín resultaba tan hermoso que podía despojar a un hombre de su esencia. Cuando oí aquello, me pregunté qué le sucedería a un hombre despojado de su esencia: ¿Se convertiría en mujer, o en alguna otra cosa? ¿En algo como los hombres-sombra de la corte? ¿En algo como yo?
No había cerrojo en la reja. Reseguí con un dedo el perfil del tigre sobre el metal para atraer la buena suerte —o tal vez en busca de su protección—, y empujé hasta que se abrió.
El sendero negro estaba hecho con guijarros y parecía moverse ante mí como una lenta onda de agua. Al poner los pies en él comprendí por qué: las piedras se habían dispuesto formando una gradación sutil que iba de más mate a más brillante, para atrapar la luz del sol. A ambos lados se extendían sendas porciones de arena sobre la que habían pasado el rastrillo, creando líneas onduladas. Cerré la verja tras de mí y seguí el sendero hasta el muro de la cascada. Mis pasos irregulares resonaban como el entrechocar de unas monedas en un saco. El sendero se dividía en dos y bordeaba el muro. Me detuve un momento y escuché. Por debajo del chapoteo de la cascada al verterse en el cuenco, me llegaba el murmullo sordo de más agua corriente. Ningún otro movimiento físico. Pero más hondo, en mi mente, sentía el zumbido suave de una fuerza cuidadosamente contenida. Escogí el camino de la izquierda y, bordeando el muro, llegué al jardín principal.
El paisaje era austero: grupos de rocas sobre arena plana, senderos serpenteantes de guijarros negros y blancos y un complejo tapiz de cascadas, arroyos y pozas que conducían aquella energía soterrada hasta el mirador de madera. Mi señor se encontraba arrodillado en su centro, tan parco y austero como lo que le rodeaba. Bajé la cabeza con respeto, esperando a que se percatara de mi presencia y me dijera algo. Pero él no se movió. No había atisbo de ira en las líneas esbeltas de su cuerpo. Por encima de mí, una sombra me hizo parpadear. Alcé la mirada, pero no había nada. Ni un pájaro, ni una nube. Aun así, los calambres y el dolor que sentía remitieron.
Mi señor tensó el cuerpo.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Me han dicho que deseabais verme, señor —respondí, agachando más la cabeza. Seguía sin sentir ningún dolor.
—¿Y por qué has regresado tan temprano?
—Ranne, el maestro de espadas, me ha dicho que no me hacía falta entrenarme más —dije, tanteándolo.
—No deberías estar aquí. Y mucho menos ahora. Las energías son demasiado fuertes. —Se incorporó ejecutando un único movimiento continuo, muy ensayado, y los bordados de plata rematados de flecos que decoraban su túnica oscilaron y brillaron al sol—. Ven, debemos salir de aquí.
Me tendió la mano. Yo me apresuré a alargarle el brazo y permanecí firme mientras él se apoyaba sobre mí y descendía de la plataforma.
Se detuvo, sin soltarme el brazo.
—¿Las sientes? —me preguntó.
Yo me fijé en su rostro demacrado, en los huesos prominentes que el cráneo rasurado no hacía sino marcar más.
—¿Sentirlas? —pregunté.
—Las energías —me aclaró con voz irritada.
Agaché la cabeza.
—Siento el flujo de la energía que el agua lleva hasta el mirador —respondí.
Él agitó los dedos.
—Eso lo sentiría incluso un neófito. ¿Hay algo más?
—No, señor.
No era verdad, claro, pero ¿cómo iba a hablarle del calor de aquella sombra imaginaria? ¿O del suave alivio que suponía la ausencia de dolor?
Mi señor gruñó.
—Entonces, tal vez hayamos ganado.
Y entonces se giró y se dirigió a buen paso hacia la casa. Le seguí un poco por detrás, concentrándome en mis pasos sobre los guijarros, no fuera a tropezar. Por primera vez no me dolía nada al caminar. Pasamos junto a un altar sencillo dedicado a la luna —una piedra suave, cóncava, apoyada sobre otras dos de menor tamaño—, rodeado por un semicírculo poco profundo de mármol cortado. Frente a él, el sendero de guijarros se ensanchaba al llegar a otro mirador que también servía como anexo de la casa. Había abiertas dos puertas con relieves, lo que permitía ver unos estantes del suelo al techo, llenos de rollos, así como un armario y una mesa de madera oscura. Aquella era la biblioteca de mi señor, otra zona que yo tenía prohibida. Hasta ese momento. Me detuve y contemplé los estantes con los rollos. Mi señor me había adiestrado en la lectura y yo conocía los clásicos y los textos del Ojo de Dragón, pero estaba impaciente por leer otras cosas.
—No te quedes ahí con la boca abierta como un necio —dijo mi señor, alargando la mano.
Le ayudé a subir al mirador en el momento en que Rilla, madre de Chart y ayuda de cámara de mi señor, salía de la biblioteca y se arrodillaba junto a la puerta. Por primera vez me fijé en las canas que surcaban la trenza que denotaba que era una «mujer soltera». En teoría, aquella trenza debía avergonzarla, pero ella la llevaba con callada dignidad. Mi señor levantó primero un pie y después el otro, y cuando ella le calzó las zapatillas de seda, él posó las suelas en una pequeña estera tejida.
—Que no nos molesten —ordenó mi señor, que alargó la mano una vez más para que le ayudara a franquear el umbral.
Rilla me miró y arqueó las cejas. Yo me encogí de hombros y me quité deprisa las alpargatas, sujetándome en el quicio de la puerta para no perder el equilibrio. La mugre había trazado líneas alrededor de las cintas de mis sandalias. Me lamí los dedos y me froté con ellos los empeines, pero la suciedad no hizo sino esparcirse más.
—Quédate quieto —me dijo Rilla en voz baja y, sacando un paño del bolsillo, me limpió el tobillo izquierdo.
—No tienes por qué hacerlo —le dije, tratando de apartar el pie. Nadie me lo había tocado desde que, hacía tres años, se me había caído el entablillado.
Ella me mantuvo el pie inmóvil.
—Los Ojos de Dragón tienen criados —dijo—. Será mejor que vayas acostumbrándote. —Me frotó el otro pie—. Y ahora, dame tus sandalias y entra.
Hacía cuatro años, cuando llegué a la casa de mi señor —un ganapán muerto de hambre dispuesto a servir a cambio de comida y techo—, Rilla fue la única que demostró algo de compasión por mí. Al principio me pareció que era porque, a causa de mi cojera, me parecía a su hijo. Pero luego me di cuenta de que necesitaba desesperadamente que mi señor contara con un candidato exitoso.
—Nadie que no sea él lo acogerá en su casa —me confesó una vez, mientras acariciaba el pelo polvoriento de Chart—. He visto pasar por aquí a muchos niños, Eón, pero tú eres nuestra gran oportunidad. Eres especial.
En aquella época me pareció que había adivinado mi secreto, pero no fue así. E incluso si lo sabía, nunca diría nada. Rilla estaba demasiado ligada a mi señor. Para ella, que él tolerara a Chart tenía más valor que cualquier contrato escrito.
Le entregué las sandalias y le sonreí, agradecida. Ella me puso las zapatillas para que pudiera entrar en la biblioteca.
—Cierra las puertas, Eón —ordenó mi señor, que estaba junto al armario, rebuscando entre las llaves que llevaba colgadas al cuello, atadas a una cinta de seda.
Obedecí y permanecí a la espera. Él alzó la vista y señaló con la cabeza la silla reservada a las visitas, al otro lado de la mesa.
—Siéntate —me dijo, separando una llave.
¿Sentarme? ¿En una silla? Lo vi insertar la llave en la cerradura. ¿Lo había oído bien? Atravesé la alfombra mullida, espesa, y posé alegremente la mano en el respaldo de la silla, a la espera de una reprimenda. Pero nada. Miré a mi señor, que sostenía un monedero de piel y un tarro pequeño de cerámica negra.
—Te he dicho que te sientes —me ordenó, cerrando las puertas del armario.
Me senté en el borde mismo de la silla, presionando las manos contra los reposabrazos labrados. Siempre había imaginado que una silla sería cómoda, pero la sentí dura contra la rabadilla y el dolor de la cadera regresó. Me revolví, tratando de recuperar el alivio cálido que había sentido en el jardín, pero había desaparecido. Observé la puerta de doble hoja, cerrada, e imaginé el paisaje desnudo que se extendía al otro lado. ¿El jardín me había quitado el dolor? ¿Sus energías lunares conjuraban mi ser oculto? Me estremecí. Mi señor tenía razón: no podía permitirme entrar de nuevo en él. No en fecha tan cercana a la ceremonia.
Sobre la mesa, delante de mí, me fijé en dos pequeñas estelas funerarias, negras, lacadas. Intenté leer los nombres grabados en la madera, pero los caracteres estaban al revés y no lo logré. Aparté la vista de ellas rápidamente, al ver que mi señor se sentaba en la silla que quedaba frente a la mía y colocaba el monedero de piel y el tarro junto a los objetos fúnebres.
—De modo que es mañana —dijo. Asentí, con los ojos clavados en la mesa—. Estás preparado. —Era una afirmación, no una pregunta, pero yo volví a asentir de todos modos. La imagen del armero Hian acudió a mi mente. Ese era el momento de preguntarle a mi señor sobre la segunda del Dragón Caballo invertida—. Hoy he ido a ver a una hechicera —prosiguió mi señor en voz más baja. Mi asombro fue tal que alcé la vista para mirarle a los ojos. Las hechiceras trabajaban con hierbas y pócimas y, según se decía, con los espíritus de los que aún no habían nacido—. Me ha dado esto. —Me alargó el saquito de cuero—. Si se toma en infusión todas las mañanas, anula la energía lunar. Pero sólo puede ingerirse durante tres meses. Transcurrido ese tiempo, se convierte en veneno para el cuerpo. —Me hundí más en mi asiento—. Tu ciclo lunar debe detenerse durante la ceremonia —insistió—. Y si mañana tienes éxito, entonces…
—Estoy a punto de sangrar —susurré.
—¿Qué?
—Tengo todos los síntomas. —Bajé aún más la cabeza—. Es pronto. No sé por qué.
Vi que mi señor se aferraba con fuerza al borde de la mesa. Parecía que su ira ocupara el aire que nos separaba.
—¿Has empezado ya?
—No, pero tengo todos…
El señor levantó la mano.
—Silencio. —Tamborileó los dedos sobre la madera—. Si no ha empezado todavía, no todo está perdido. La hechicera me ha dicho que debes tomarlo antes de que se inicie tu siguiente ciclo. —Levantó el saquito—. Tienes que tomarte una taza de esto ahora mismo.
Se echó hacia atrás y tiró de la cuerda que movía una campanilla tras el asiento. Casi de inmediato, la puerta del otro extremo se abrió. Rilla entró y le dedicó una reverencia.
—Té.
Rilla volvió a inclinar la cabeza y desapareció, cerrando la puerta.
—Lo siento, señor.
—Sería de lo más desafortunado que los caprichos de tu cuerpo echaran por tierra cuatro años de planificación. —Juntó los dedos de las dos manos formando un triángulo—. Eón, yo no sé por qué tienes el don de la visión completa de todos los dragones; debe de tratarse de algún plan de los dioses. ¿Cómo si no puedo explicar mi impulso de poner a prueba a una niña durante mi búsqueda de candidatos? —Meneó la cabeza. Yo sabía que tenía razón. Una mujer no podía tener poder. Y, si lo tenía, era gracias a la belleza de su cuerpo. No gracias a su espíritu. Y mucho menos gracias a su mente—. Y, sin embargo, tú posees más poder en bruto que todos los Ojos de Dragón juntos —prosiguió—. Y mañana ese poder atraerá al Dragón Rata.
Aparté de él la mirada, tratando de ocultar un repentino atisbo de duda. ¿Y si mi señor se equivocaba?
Se acercó más a mí.
—Cuando te escoja, te propondrá un trato. No puedo darte ningún consejo al respecto, porque el trato es distinto para cada dragón y su aprendiz. Con todo, sí te diré que el dragón buscará en ti una energía que quiera poseer, y cuando la tome, los dos quedaréis unidos.
—¿Qué clase de energía, señor?
—Como acabo de decirte, es distinta en cada caso. Pero estará relacionada con uno de los siete puntos de poder que tiene el cuerpo.
Mi señor ya me había hablado de los puntos de poder. Siete esferas de energía invisible situadas en línea, desde la base de la espina dorsal hasta la coronilla. Regulaban el flujo de la hua, la fuerza vital, a través del cuerpo físico y emocional.
Parecía que los rumores que circulaban por la escuela de candidatos eran ciertos: todo Ojo de Dragón debía entregar algo de su fuerza vital. No era de extrañar que todos envejecieran tan deprisa.
—Cuando a mí me escogió el Dragón Tigre —explicó mi señor—, el trato que me propuso fue que le entregara la energía que un hombre no entrega fácilmente. —Me miró a los ojos, antes de apartar la mirada—. Así que debes estar preparado, no será fácil. No puedes obtener el poder del dragón sin entregarle a cambio algo valioso.
Asentí, aunque sin entender del todo lo que me decía.
—Y entonces, cuando selles el trato con él y te conviertas en aprendiz del Dragón Rata, deberemos ser aún más cuidadosos. No podrás dar ni un solo paso en falso, Eón, o moriremos los dos.
En sus ojos había temor y esperanza, y yo sabía que él los veía también en los míos. La puerta del fondo se abrió de nuevo. Mi señor se echó hacia atrás al ver entrar a Rilla, que traía una bandeja negra, lacada, con los utensilios para preparar el té. Dejó la bandeja sobre la mesa.
—Sólo Eón tomará un cuenco —informó mi señor.
Rilla le dedicó una reverencia, desenrolló una esterilla redonda, dorada, y la dispuso frente a mí. Representaba la brújula de los Ojos de Dragón, pintados con todo detalle, con sus veinticuatro círculos de manipulación de la energía. En tanto que candidato, a mí me habían adiestrado en el primer y el segundo círculos de la brújula —los puntos cardinales y los signos animales del dragón—, pero sólo los iniciados aprendían cómo usar los demás círculos. Acerqué más la cabeza y acaricié la rata pintada, que ocupaba una posición cercana a lo alto del segundo círculo, y rogué en silencio al Dragón Rata que me escogiera a mí. Luego, para completar mi petición privada, pasé los dedos sobre la imagen de los doce animales, respetando la dirección de su ascenso anual. Rata, Buey, Tigre, Conejo, Dragón…
La Rata se vuelve, el Dragón aprende, el Imperio arde…
Aquellas duras palabras resonaban en mi mente y se retorcían en mis entrañas. Ahogué un grito y retiré la mano en el momento en que Rilla dejaba un cuenco rojo en el centro de la esterilla pintada. Posó sus ojos en los míos un instante, muy abiertos, presa de la preocupación.
—¿Qué estás haciendo, Eón? —me preguntó mi señor.
—Nada, señor. —Agaché la cabeza a modo de disculpa y me llevé la mano al vientre. Aquella especie de rima debía de ser algo que había leído en alguno de los textos del Ojo de Dragón, que estaban llenos de sentencias extrañas y ripios.
—Pues quédate sentado y estate quieto.
—Sí, señor.
Aspiré hondo. Ya sólo sentía el eco del intenso dolor. Aquellos calambres eran los peores que había sentido hasta entonces; tal vez la infusión de la hechicera los aliviara. Rilla levantó de la bandeja un pequeño brasero con carbones encendidos y lo colocó sobre la mesa; sobre él depositó la tetera con el agua humeante.
—Yo prepararé el té —dijo mi señor. Una sensación desagradable recorrió mi espalda. Rilla asintió y le alargó un cuenco más grande, que se usaba para mezclar, y unas varillas de bambú. Él agitó la mano en dirección a la puerta—. Puedes irte.
Ella le dedicó una reverencia y salió.
Mi señor esperó a que la puerta se cerrara antes de levantar el saquito y desanudar el cierre de piel.
—Debes usar sólo un pellizco —me advirtió, vertiendo un polvo verde-grisáceo en el cuenco de las mezclas—. Y no añadas agua hirviendo o destruirás el poder de estas hierbas. Levantó la tetera del brasero y vertió una pequeña cantidad de agua en el cuenco. Con unos movimientos rápidos de las varillas, la infusión quedó lista.
—Dame tu cuenco.
Se lo alargué y él transfirió con destreza el líquido turbio de un recipiente a otro, antes de devolvérmelo.
—La hechicera me ha dicho que es mejor beberlo de un solo trago.
Me concentré en la superficie oscura del brebaje y vi que mi reflejo tembloroso se definía cada vez más.
—Tómatelo.
El cuenco olía a hojas húmedas, a putrefacción. Con razón era mejor beberlo de un solo trago. Su amargor aceitoso impregnó toda mi boca. Cerré los ojos y tuve que hacer esfuerzos por no escupirlo.
Mi señor asintió.
Devolví el cuenco vacío a la esterilla dorada. Mi señor cerró el saquito con la cuerda de piel y me lo alargó.
—Escóndelo bien.
Me lo metí en el bolsillo en el que también guardaba el queso y el pan.
—También he preparado la sesión con el Consejo —me informó el señor—. ¿Sabes qué es esto? —Dio unos golpecitos con el índice sobre el tarro de cerámica negra.
—No, señor.
Lo giró despacio, y ante mí aparecieron unos caracteres blancos con mi nombre.
—Es un envase de prueba —aclaró—. En los registros del Consejo, tú eres ahora un Sombra de Luna.
Lo miré fijamente. No sabía por qué, pero mi señor me había registrado como eunuco de la Luna; un muchacho castrado antes de la pubertad para que su familia prosperara. Aquellos niños no eran tocados nunca por la hombría y conservaban siempre la forma física de su juventud. Me incliné sobre el tarro de eunuco. Era la primera vez en mi vida que veía uno, aunque sabía que contenía la prueba momificada de la operación. Sin él, un hombre-sombra no podía conseguir empleo ni ascender. Y si no lo enterraban con él al morir, perdía la posibilidad de recuperar su plenitud en el otro mundo. ¿Qué hombre-sombra cedería un objeto tan preciado? Sólo había una respuesta: un eunuco que ya estuviera muerto.
—Señor, seguro que esto nos traerá mala suerte —le susurré.
Él frunció el ceño.
—Nos garantizará que a nadie le extrañe tu estatura, ni el tono de tu voz —replicó con firmeza—. Y cualquier mal espíritu que pudiera existir ha sido generosamente aplacado con monedas. —Levantó el tarro, señalando una capa de cera que se acumulaba bajo la tapa—. Según los registros, ya has sido examinado y se ha dictaminado que eres un hombre-sombra auténtico. Cuando mañana te escojan y seas trasladado al pabellón del Dragón Rata, dejarás de estar bajo mi protección. Debes aprovecharte de tu estatus de hombre-sombra y de tu deformidad para asegurarte de que nadie te vea desnuda.
Agaché la cabeza. Traía mala suerte bañarse o dormir en los mismos aposentos que usaba un tullido. Y un eunuco tullido traería aún peor fortuna. Mi señor había pensado en todo. Pero seguía habiendo un problema.
—Señor…
—¿Sí? —Dejó el tarro sobre la mesa.
—Hoy he hablado con el maestro armero Hian. Me ha dado recuerdos para usted.
Apoyé las dos manos sobre el regazo.
Él asintió.
—Espero que le hayas agradecido su cortesía.
—Sí, señor.
Tragué saliva para humedecerme la garganta, porque la tenía cada vez más seca y me costaba hablar.
Mi señor me acercó entonces las dos estelas funerarias.
—Tus antepasados —dijo secamente—. Para tus oraciones de esta noche. Sólo son mujeres, pero mejor eso que nada.
Tardé unos instantes en darme cuenta de lo que acababa de decirme.
—¿Mis antepasados?
Una de las placas llevaba inscrito el nombre de Charra, y la otra, el de Kinra. Levanté la mano para tocarlas, pero me detuve y miré a mi señor para que me diera permiso.
—Sí, son tuyas —me dijo, asintiendo—. Las he recuperado de tu dueño anterior. Cuando te compró a tus padres, tu madre insistió en que esos recordatorios se quedaran contigo.
Acaricié la superficie lisa de la estela de Charra, que por todo adorno tenía el nombre grabado y el borde plano. Mi madre me las había regalado a mí. Parpadeé varias veces y apreté mucho los dientes para reprimir el llanto. La estela de Kinra estaba vieja y desgastada, pero en ella se apreciaba el perfil sinuoso, débil, de un animal trazado bajo el nombre. ¿Quiénes eran aquellas mujeres? ¿Mi abuela? ¿Mi bisabuela?
Cuando alcé la mirada, mi señor me observaba con atención.
—Reza mucho esta noche, Eón —me dijo en voz baja—. No podemos permitirnos fracasar. —Señaló las estelas—. Vamos, ve a erigir tu altar y a prepararte para el ritual de purificación. Puedes pedirle a Rilla lo que necesites.
Entonces me ordenó que me fuera, pero por primera vez en cuatro años, no le obedecí. Mantuve los ojos clavados en el nombre cincelado de mi antepasada, Kinra, tratando de expresar mi necesidad con palabras.
—Te he dicho que puedes irte, Eón.
No me moví.
Mi señor golpeó la mesa con la palma de la mano y el golpe me hizo dar un respingo.
Me sujeté con fuerza a los reposabrazos, aliviada al sentir que eran resistentes. Me arriesgué a mirarlo y constaté que, en efecto, estaba furioso.
—El armero Hian me ha dicho que la tercera figura de Dragón Espejo podía sustituirse por una segunda del Dragón Caballo pero ejecutada de forma inversa. ¿Es eso cierto, señor?
—¿Por qué?
Noté que su voz se volvía más aguda y que de ella se apoderaba la indignación, pero tenía que averiguarlo.
—No soy capaz de completar la tercera del Dragón Espejo, señor. Es por culpa de la pierna. No puedo. Pero si pudiera…
Vi que se movía, pero yo estaba atrapada entre los dos reposa-brazos. Con el dorso de la mano me golpeó en la oreja, y volví a sentarme de golpe en el asiento de madera tallada.
—¿Y no me habías dicho nada hasta ahora?
Me ardía la cara, desde la mandíbula hasta la oreja. Me eché hacia delante tratando de alejarme de su mano. Los pinchazos me acribillaban los muslos, el hombro, la espalda, recorrían todo mi cuerpo.
—Nos has matado —susurró.
—El armero Hian me ha dicho que usted sabría si era cierto —balbucí—. Por favor…
Entre las lágrimas que nublaban mi visión entreví que mi señor volvía a levantar la mano. Cerré los ojos y agaché la cabeza. Mi cuerpo se preparó para el golpe; toda mi existencia se detuvo a la espera del puñetazo.
Pero el puñetazo no llegó.
Ni el dolor.
Abrí los ojos.
Mi señor ya no estaba allí. Recorrí el aposento con la mirada, conteniendo la respiración. Y lo encontré junto a la pared del fondo, frente a un estante, pasando las manos, frenéticamente, por las cajas que contenían los rollos. Abandoné mi posición defensiva y me pasé los dedos por las costillas, hasta que detecté la hinchazón del golpe que acababa de darme al caer contra la silla.
Mi señor extrajo una caja de la librería.
—La Crónica de Detra. Aquí debería estar descrito.
Sacó de su receptáculo de madera el cilindro de papel de incalculable valor. La caja cayó al suelo con un chasquido sordo. A grandes zancadas regresó a la mesa y desenrolló el texto de extremo a extremo. Frente a mí apareció una sucesión de líneas de apretada caligrafía.
—¿Qué te ha dicho Hian exactamente? —exigió saber mi señor.
—Me ha dicho que existía un precedente para sustituir la tercera del Dragón Espejo por la segunda del Dragón Caballo, pero ejecutada al revés, y que Ranne se había equivocado al obligarme a practicarla. —El rostro de mi señor se oscureció con la sombra de la culpa—. Y también me ha dicho que vos erais uno de los que mejor conocían y preservaban la historia, y que si era cierto, vos lo sabríais —me apresuré a añadir.
Mi señor me miró un momento, antes de concentrarse una vez más en el escrito. Pasaba el índice sobre las palabras que leía. Yo permanecía tan inmóvil como podía y escrutaba su rostro pálido, envejecido, en busca del destello de algún descubrimiento.
—La forma alternativa estuvo en uso hace quinientos años, antes de que perdiéramos al Dragón Espejo —declaró finalmente—. Desde entonces no ha vuelto a usarse.
—¿Quiere eso decir que yo no puedo usarla, señor? —le pregunté en un susurro.
Él levantó la mano.
—Silencio. —Se concentró de nuevo en el escrito—. No veo que exista ninguna prohibición sobre su uso. —Meneó la cabeza—. No, su vigencia no ha sido anulada nunca. Lo único que sucede es que lleva quinientos años sin usarse. —Me miró, los ojos iluminados por una luz intensa—. Esto es un buen presagio. Ha de ser un buen presagio.
Me incorporé en la silla, y al hacerlo sentí el dolor de los nuevos moratones.
—La segunda del Dragón Caballo la ejecuto sin problemas, señor. Lo único que debo hacer es practicar los movimientos de enlace —dije.
—Hay que allanar el camino —murmuró él, enrollando el papel. Tiró de la cinta de la campanilla. La puerta se abrió y tras ella apareció Rilla.
—Pide un rickshaw. Debo acudir al Consejo. —Le ordenó. Y, volviéndose hacia mí—: Ve a practicar. Ya sabes todo lo que está en juego.
Me levanté de la silla y le dediqué una gran reverencia, incapaz de reprimir la sonrisa que ya se dibujaba en mi rostro. Aún tenía posibilidades.