15

Muy temprano, el día duodécimo del Año Nuevo —mi octavo día de luto—, la dama Dela y yo estábamos sentadas, envueltas en la penumbra de la sala de visitas, y esperábamos a que el heraldo de palacio que teníamos delante terminara su reverencia y nos diera el mensaje.
—Señor Eón —dijo finalmente—. Su Alteza el Príncipe Kygo viene a visitaros en nombre de su Muy Glorioso Padre.
Me alargó el rollo de pergamino con el sello real. Bajo el lacre de cera, en el que se representaba la figura de un dragón real, había escritos unos versos:
Y las olas regresan a la orilla, eternamente, renovándose
y dando forma a los fantasmas de otras olas que las precedieron.
La dama Dela estudió el papel.
—Pertenece a los poemas de primavera de la dama Jila —susurró—. Su Alteza os hace entrega de los tesoros del Dragón Espejo. Reconoced que su visita será un honor para vos.
Miré al heraldo, que seguía arrodillado, la idea de ver al príncipe me alegró.
—Agradece a su Alteza Real su gran condescendencia. Aguardamos con dicha su llegada.
El heraldo abandonó la sala caminando hacia atrás y realizando varias reverencias.
—No creo que el Emperador se perdiera esta ceremonia así como así —dijo la dama—. Debe de seguir demasiado enfermo como para abandonar el lecho. —Agitó los hombros, como si quisiera desprenderse del rumor soterrado que recorría el palacio: el Emperador vivía sus últimos días—. Llamad a Rilla y pedidle que os prepare para recibir al príncipe.
Bajo la manga ancha, pesada, blanca, el libro rojo se agitó y las perlas le susurraron algo a mi piel; tal vez presintieran la llegada de los demás tesoros. Hice sonar el gong de sobremesa; en ese momento, unas risitas que provenían de un patio cercano nos impulsaron a volvernos hacia las puertas cerradas. Las fiestas y las celebraciones del Duodécimo Día estaban comenzando.
—Feliz Duodécimo Día —le dije a la dama Dela—. Que el año os traiga una felicidad quintuplicada.
—Gracias, Señor Eón. Igualmente.
El servicio al completo de la casa de la Peonía acababa de congregarse en el jardín cuando uno de los guardias de Ryko anunció la llegada del príncipe. Me arrodillé sobre el pequeño cojín junto al sendero y me postré hasta tocar el suelo con la frente. Las botas de los guardias reales pasaron frente a mí, seguidas de las delicadas zapatillas de los funcionarios de protocolo. Lo prolongado de mi reverencia empezaba a afectarme la cadera. Si el príncipe no llegaba pronto, no podría levantarme sola. Finalmente, los pies polvorientos de los porteadores, calzados con sandalias, aparecieron y se detuvieron frente a mí.
—Señor Eón —dijo el príncipe.
Me senté muy erguida sobre los talones. La herida de su rostro curaba bien y el moratón adquiría tonos marrones y amarillentos. Iba vestido con los ropajes oficiales —de seda púrpura—, y llevaba una versión reducida de la perla imperial prendida a una cadena que colgaba de su cuello. Era un heredero a la espera de convertirse en Emperador. Tras él, un pequeño grupo de cortesanos nos observaba, seguido de una hilera doble de sirvientes que portaban cajas, quemadores de latón y pesados cajones. Una carretilla, tirada por cuatro hombres, transportaba el aparador y los taburetes labrados y cerraba el séquito.
—Alteza, gracias por honrarme con esta visita. —Sonreí, pero me di cuenta que uno de los funcionarios de protocolo me miraba mal. Al parecer, las sonrisas no eran adecuadas en una situación como aquella.
—El honor es mío, pues puedo devolveros los tesoros del Dragón Espejo —respondió el príncipe—. Mi padre os envía sus graciosos saludos.
Volví a inclinarme ante él en señal de respeto.
—Bajadme —ordenó el príncipe a los porteadores, que obedecieron al momento, colocaron la litera en el suelo y se apartaron para que un sirviente ayudara al príncipe a descender, mientras otro se arrodillaba y le alargaba un saquito rojo, profusamente bordado.
El príncipe lo cogió y me dedicó una reverencia.
—Señor Eón, durante generaciones, mis antepasados han mantenido a buen recaudo los tesoros del Dragón Espejo, a la espera del día en que el noble dragón regresara de nuevo al círculo y un Ojo de Dragón Espejo se sumara una vez más al Consejo. Es para mí un honor glorioso haceros entrega de los tesoros que por derecho os pertenecen.
Me alargó el saquito, lo acepté con una inclinación de cabeza. Pesaba bastante y tardé un poco en darme cuenta de lo que contenía. Pero entonces su forma circular se posó en mi mano: era la brújula del Ojo de Dragón. Tan pronto como la reconocí, las perlas se aferraron a mi brazo con más fuerza, como si ellas también la reconocieran.
Como marcaba el protocolo, el príncipe entró en los aposentos de la Peonía y tomó un cuenco de té conmigo y con la dama Dela. Nuestra conversación la supervisaban estrictamente los cuatro funcionarios de expresión adusta, y se limitó a un intercambio cortés de buenos deseos para el Año Nuevo, así como a comentarios sobre las predicciones del monzón. Había una tristeza en los ojos del príncipe que era reflejo de la mía, pero no tuve ocasión de devolverle ni una sola muestra de la amistad que él me había demostrado durante el entierro de mi señor.
Antes de que sonara la campana de la media hora, los funcionarios indicaron por señas que la visita tocaba a su fin. Todos volvimos a arrodillarnos a lo largo del sendero mientras conducían al príncipe a su litera. Cuando finalmente escuchamos su tañido, el séquito real ya se dirigía lentamente hacia los aposentos imperiales. Yo observaba su avance con la esperanza de que volviera la vista atrás. La litera ya había alcanzado casi el pórtico cuando, en efecto, se giró y levantó una mano. Yo hice lo mismo, pero el funcionario que lo acompañaba le llamó la atención.
—De modo que ya asume las responsabilidades de su padre —comentó la dama Dela, que se puso en pie con elegancia y se sacudió la túnica blanca—. No tardaremos en regresar al luto —dijo, y protegiéndose los ojos del sol, miró en dirección al pórtico—. Llevaremos luto por el padre y lucharemos por el hijo.
—¿Ahora sois adivina?
Ella me miró, arqueando las cejas.
—Eso dicen algunos, Señor. Pero a mí se me da bien leer en las personas, no en bastones ni en monedas.
Rilla se vino hacia nosotros apresuradamente.
—¿Dónde queréis que se guarden los tesoros?
La hilera de sirvientes seguía esperando para entrar los muebles y las cajas a los aposentos.
—Que lo decida la dama Dela —le respondí, pues sentía de pronto la necesidad de estar sola—. Traed sólo el saquito rojo que me ha entregado el príncipe a la sala de visitas.
Rilla, sumisa, me trajo lo que le pedía y cerró la puerta al salir con sumo cuidado, dejando fuera, convertidas en murmullos, la cháchara de los criados y las órdenes concisas de la dama Dela. Me senté, agradeciendo el frescor de la estancia, embargada por la emoción.
La brújula abandonó fácilmente su envoltorio de tela y se deslizó hasta la palma de mi mano por su propio peso. Pasé el dedo por las facetas lisas del rubí redondeado que ocupaba su centro. Tenía el tamaño de un huevo de tordo y debía costar una pequeña fortuna. Las perlas descendieron de pronto por mi brazo y uno de los extremos de la ristra asomó por la manga, tirando del libro hasta que éste cayó sobre mi regazo. Con delicadeza, sostuve el manuscrito. Era evidente que existía una conexión entre éste y la brújula, pero, ¿cuál sería?
Acerqué el disco dorado al libro, pero no sucedió nada. ¿Y si la brújula lo tocara? Presioné el metal contra la piel de la cubierta, pero las perlas ni siquiera se movieron. Tal vez la brújula tradujera los caracteres escritos en el interior del libro. Conteniendo la respiración, lo abrí y pasé el artefacto sobre una página. Seguía resultándome ilegible.
Desalentada, observé primero la página y después las figuras grabadas sobre la brújula. De pronto mis ojos se concentraron en un carácter. ¿No coincidía con uno de los que acababa de ver escritos en el libro? Pasé un dedo sobre él y los comparé. En efecto, eran idénticos. Giré la brújula. Otro de los caracteres grabados en ella aparecía también en el manuscrito. No pude reprimir la risa, y con gran emoción me bajé del taburete y ejecuté una segunda secuencia del Dragón Rata, mientras las perlas se agitaban como estandartes de victoria.
Me detuve. ¿Desde dónde me llegaba aquella información? Yo seguía sin ser capaz de leer el libro. Ni la brújula. No había manera de descifrar el código.
Los caracteres coincidían tanto en el manuscrito como en el disco dorado. Sin duda, se trataba de una escritura propia de los Ojos de Dragón. ¿Quería decir eso que otro Señor podría leerlo y enseñarme sus significados? Sólo había otro Ojo de Dragón en el que confiaba —el Señor Tyron—, y se negaba a verme hasta que terminara mi luto. Una oleada de decepción se apoderó de mí y tuve que sentarme de nuevo en el taburete. Ni siquiera aceptaría recibir a un mensajero. La primera ocasión que tendría de mostrarle la brújula sería en el carruaje que nos llevaría a la provincia de Daikiko. ¿Dispondría del tiempo suficiente para descifrar el manuscrito antes de someterme a la prueba? Parecía poco probable. El nombre de mi dragón seguía tan alejado de mí como siempre.
Me eché hacia atrás y fui revisando todas las páginas en busca de coincidencias con la brújula. Había bastantes, pero mi éxito parecía inútil, pues no comprendía lo que veía. Fue Rilla la que, finalmente, interrumpió mi absurdo estudio, para anunciarme la llegada de dos oficiales del Departamento de Testamentos Terrenales.
Metí la brújula en su saquito y me guardé el libro en la manga. Las perlas se aferraron a mi brazo y mantuvieron el manuscrito firmemente sujeto a él.
Los dos hombres hicieron su entrada en ese preciso instante.
Ambos mostraban cierto aire de irritación contenida, el más gordo de los dos componía una mueca contrariada uniendo mucho los labios húmedos. Sin duda, eran los sonidos estridentes de la música y las risotadas que llegaban de fuera, la causa de su mal humor. Por cumplir con sus obligaciones estaban perdiéndose las celebraciones del Duodécimo Día.
Con un gesto, les pedí que pusieran fin a su reverencia.
—Señor Eón, hoy es el Día de la Herencia —informó el más gordo—. Y os traemos el rollo con las últimas voluntades de vuestro albacea, el Señor Brannon, convenientemente sancionadas. —Bajó mucho la cabeza mientras me entregaba el pergamino sellado con cera y atado con una cinta de seda.
Lo acepté, aunque sin saber bien si debía leerlo en su presencia, ambos me miraron y el más delgado no pudo evitar un gesto de impaciencia mal disimulado.
—Estamos a vuestro servicio para cualquier duda, Señor —dijo, arisco.
Sin dilación, desanudé la cinta, rompí el lacre y desenrollé el pergamino. El testamento era breve: todo lo que el Señor Brannon poseía en el momento de su muerte —la casa, la finca circundante, los sirvientes que había comprado— era mío.
Clavé la vista en las palabras, tratando de asimilar su significado.
Era terrateniente. El Jardín de la Luna, la biblioteca de mi señor, la cocina, el patio… todo era mío. Leí una vez más aquellas líneas y mi mente comprendió al fin plenamente lo que decían. No sólo era propietario de la casa y de las tierras, también lo era de los criados. Así pues, era el amo de Rilla y de Chart. Y de Kuno. No pude evitar una risita al pensar que también era el amo de Irsa.
—¿Cuándo se redactó? —pregunté.
—La fecha figura debajo, Señor —me aclaró el más gordo.
El último Año del Perro. Mi señor me había nombrado heredero hacía dos años, antes incluso de empezar a entrenarme para la ceremonia. ¿Por qué me lo había legado todo?
—¿Y soy propietario desde ahora mismo? —pregunté—. ¿O debo esperar?
El más delgado de los dos miró a su colega, cómplice. ¿Lo ves? —parecía decir—. Todo el mundo es codicioso.
—Desde hoy mismo poseéis todo lo que se detalla en este escrito, Señor —respondió.
Era dueño de tierras. Y éstas me conferían otra clase de poder: el dinero. Por un momento, sentí como si todos mis temores se hubieran disipado. Pero entonces me di cuenta de cuál era mi realidad: ni siquiera aquel gran golpe de suerte era bastante. El dinero no me serviría para invocar el poder de mi dragón.
Bajé la vista y la concentré en los trazos gruesos de los caracteres. La tierra me serviría de poco para sobrevivir, pero… recordé mi promesa desesperada a Rilla y a Chart, mi compromiso de mantenerlos a salvo ocurriera lo que ocurriese.
Tal vez ahora sí podría cumplirla.
—O sea, que estas propiedades son mías y puedo hacer con ellas lo que me plazca —insistí.
—Sí, Señor. A menudo aconsejamos a los beneficiarios que consideren que ellos también deberán emprender el viaje inevitable y que redacten un testamento lo antes posible. —El funcionario flaco esbozó una sonrisa profesional—. El coste de hacerlo es pequeño.
—Es un buen consejo —convine, enrollando el pergamino—. Y pienso seguirlo hoy mismo. Pero antes debo de considerar una serie de asuntos. Aguardad aquí hasta mi regreso.
—¿Hoy? —preguntó el flaco con un hilo de voz, fijándose en la ventana cerrada con el postigo. El martilleo de los fuegos artificiales se coló desde el exterior, seguido de exclamaciones de admiración. El Duodécimo Día estaba en marcha.
Franqueé la puerta.
—Sí, eso es lo que he dicho.
Los dos me dedicaron sendas reverencias, y el más gordo de los dos hinchó los carrillos, petulante. Sin duda imaginaba que todos los manjares de la celebración desaparecerían antes de que pudiera echarles mano.
Rilla iba sentada frente a mí en el palanquín cubierto con pesados cortinajes; su habitual serenidad se había visto reemplazada por una tensa emoción. Llevaba un cesto de frutas en el regazo —exquisiteces que habían sobrado de mi mesa y que ella había recogido para Chart—, y se aferraba al asa con tal fuerza que los nudillos parecían querer atravesar su blanca piel. No había visto a su hijo desde que nos habíamos instalado en palacio y yo sabía que estaba preocupada. No pude reprimir una sonrisa: ya no tendría que preocuparse mucho más por su bienestar. Aquel breve instante de placer fue para mí como una respiración profunda. Qué alivio sentir algo que no fuera dolor constante y miedo.
Había ordenado a los porteadores que llegaran apenas despuntara el día, antes de que los participantes en las celebraciones del Duodécimo Día despertaran y se lanzaran a las calles. Teóricamente no debía ser visto en público —era el noveno y último día de mi luto—, pero a primera hora del día siguiente emprenderíamos viaje a la provincia de Daikiko. Si esperaba a que concluyera el duelo oficial, no dispondría de tiempo para poner en práctica mi plan. Y algo en mi interior me decía que debía actuar lo antes posible.
—Señor, gracias por permitirme visitar a Chart —volvió a decirme Rilla, bajando la cabeza para ver algo a través de las cortinas. Una sonrisa repentina borró la tensión que se dibujaba en su rostro—. Creo que ya casi estamos en casa.
Aparté las telas y vi los leones de piedra que montaban guardia frente a la entrada de la finca de mi señor —de mi finca—. Se anunció mi llegada, y los seis miembros del servicio —encabezados por Irsa—, salieron a recibirnos a la entrada lateral. Todos llevaban un retal de tela roja prendido a la manga izquierda de sus túnicas, en señal de luto. Cuando el palanquín se detuvo, ya se habían dispuesto en fila a lo largo del patio y aguardaban, sumisos, para saludar a su nuevo señor. Chart, por supuesto, no se encontraba entre ellos. Sin duda nos esperaba en la cocina.
Oí que Ryko ordenaba al destacamento de guardias que tomara posiciones por toda la finca. Entonces Rilla separó las cortinas, se bajó de palanquín y se giró para ayudarme a descender a mí. Aunque se esforzaba por moverse con su dignidad acostumbrada, su modo de apretarme la mano revelaba su impaciencia.
Apenas mis pies entraron en contacto con el suelo, todos los miembros del servicio se hincaron de rodillas y apoyaron la frente en el enlosado. Me invadió una emoción desbocada, que me pilló por sorpresa. Carraspeé y pasé junto a ellos. Me fijé en los movimientos nerviosos de Irsa, en el cuello ancho y curtido del jardinero Lon. Entonces Rilla abrió las dos hojas de la puerta de entrada, me dedicó una reverencia y por primera vez en mi vida crucé el umbral de mi propia casa.
El zaguán estaba vacío, salvo por una alfombra bien cuidada que amortiguó nuestros pasos. Aspiré el aire familiar, mezcla de humo de brasero, caldo, hierbas de colada y cera de muebles. Aquel era el perfume de mi hogar. De mi señor. La tristeza se apoderó de mí y me detuve al llegar al otro extremo del vestíbulo, invadida por el dolor.
—Señor, ¿puedo ir a encontrarme con Chart? —me preguntó Rilla.
—Por supuesto.
Se dirigió hacia el anexo de la cocina.
—Espera —le dije—. En unos minutos quiero hablar con todos en el patio central. Incluido Chart. Asegúrate de que no falte nadie.
Sorprendida, arrugó la frente un instante, antes de asentir y salir, camino de la cocina.
Me quedé sola en el pasillo. A mi izquierda se encontraba la puerta que conducía al salón de las visitas, una de las zonas de la casa a la que nunca se me había permitido entrar. Abrí la puerta de doble hoja. Mi señor había optado por el estilo tradicional para decorarlo; contaba con la misma mesa baja, los mismos cojines duros y la misma estera tejida que la sala de recepciones de los aposentos de la Peonía. Cerré la puerta, con la atención puesta ya en otra estancia hasta entonces prohibida: la alcoba de mi señor.
Se encontraba al fondo del corredor, frente a la biblioteca. Permanecí frente a la puerta unos instantes, invadida por la sensación de ser una intrusa, pero al fin tiré de la argolla dorada con forma de dragón. El pasador se levantó con un ligero chasquido y la puerta se abrió.
Los postigos estaban abiertos y la luz de la mañana no hacía sino enfatizar la austeridad de la espaciosa estancia. Su mobiliario era casi tan parco como la despensa en la que yo había dormido cuando vivía en la casa; apenas incluía una cama, un arcón para la ropa y un brasero. Eso era todo. Yo sabía que en otro tiempo allí había habido mobiliario lujoso —las criadas hablaban de una alfombra tan mullida que debía cepillarse todos los días, y de un biombo pintado por un célebre artista—, pero mi señor lo había ido vendiendo todo durante los últimos años.
Avancé sobre el suelo desnudo, en dirección al lecho. Las sábanas blancas estaban recién lavadas. Tal vez para mí. La idea me perturbó. Una colcha de algodón de un blanco tan desvaído que parecía arena, estaba cuidadosamente doblada en un extremo. Volví la vista en dirección a la puerta antes de tenderme en la cama y aspirar hondo con la nariz pegada a la tela. Limpia, ventilada al sol, no retenía el menor perfume de mi señor.
Entre los objetos estrictamente prácticos, anodinos, un destello de vivo color llamó mi atención: se trataba de una caja roja, de laca, que reposaba sobre una mesilla y que inicialmente me había pasado desapercibida. Era lo único en toda la alcoba dotado de color, de brillo. Bordeé la cama para estudiarla con más detalle. Tenía hilos de oro engarzados, e incrustado en la tapa destacaba un carácter de jade, que representaba la doble felicidad. Seguramente costaría mucho dinero. Y sin embargo mi señor no la había vendido.
¿Significaría algo especial para él? La levanté, pero su peso no me sirvió de pista. Tal vez contuviera sus últimas riquezas. Pasé el dedo por sus bordes, y descubrí el pequeño cierre curvado. Valiéndome de una uña, levanté la tapa, que cedió.
En un primer momento no supe qué era el pequeño objeto que contenía, pues estaba muy alejado del lugar que le correspondía.
Mi tubo de agujas de coser.
Debía de haberlo encontrado oculto en mi arcón. ¿Por qué estaba ahí, metido en la caja, guardado como un tesoro?
La respuesta resultaba obvia, inequívoca: porque era mío.
Mi señor me había amado. Aquel conocimiento surgía en mí del mismo lugar oscuro que habitaba Eona. Aspiré hondo, emocionada. Siempre lo había sabido, pero siempre lo había encerrado en las mazmorras más profundas de mi ser. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? ¿Qué otra cosa podría haber hecho él?
Pasé un dedo sobre la superficie lisa del cilindro de bambú, acariciándolo. Algo tan sencillo, tan cotidiano, pero tan valioso. Primero fue el regalo único de una mujer que agonizaba y luego el secreto de un hombre moribundo.
Noté que había alguien a mi espalda, y me volví. Rilla estaba de pie junto a la puerta.
—El servicio está reunido, Señor —dijo, y entonces se fijó en la expresión de mi rostro—. ¿Qué os sucede?
—Nada. —Cerré la tapa de golpe—. Voy en un minuto. Puedes retirarte.
Ella me dedicó una reverencia y me dejó sola. Devolví la caja a su sitio y me froté los ojos con las manos para ahuyentar la tristeza. Había cosas que era mejor negar.
Enfilé el largo pasadizo que conducía desde el edificio principal hasta la cocina. El trayecto me permitió revestirme de nuevo de la fortaleza del Señor Eón y prepararme para hablar con el servicio. No había dispuesto de mucho tiempo para ultimar los detalles, pero al menos los aspectos básicos quedarían estipulados. Acaricié los finos discos metálicos que llevaba en el bolsillo: estaba impaciente por ver la cara que pondría Chart cuando los sacara.
A pocos pasos del patio, oí que Irsa anunciaba mi llegada. Todos los miembros del servicio se habían postrado ya sobre las duras losas cuando hice mi aparición. ¿Cuántas veces había atendido aquella misma llamada de Rilla, o de la propia Irsa, presta a arrodillarme ante la llegada de mi señor? Pero ahora ya sólo rendía pleitesía a la familia imperial.
Incluso Chart me dedicaba una reverencia. Lon se lo había cargado al hombro y le pasaba una mano protectora por la espalda. Aquel jardinero siempre había sido un hombre generoso. Me fijé en el esfuerzo que hacía Chart por mantener la posición, que se le marcaba en los músculos del cuello y en su sonrisa de oreja a oreja. Por lo menos, él se alegraba de verme. Irsa me miraba de reojo, preocupada sin duda por que pretendiera vengarme de sus malos tratos y pagarle con la misma moneda. Resultaba tentador castigarla por tantos puntapiés, tantos desaires, tantas pequeñas traiciones, pero yo ya había decidido que no lo haría. Un refrán decía que el verdadero carácter de un hombre se demostraba en la derrota. Pero a mí me parecía que también se demostraba en la victoria.
El patio me parecía más pequeño y más lúgubre de lo que recordaba, pero los gatos que me observaban desde el rincón soleado, junto a mi antigua puerta, eran los mismos. Carraspeé y todos se sentaron sobre sus talones, aguardando a que les hablara. Pero su silencio, su deferencia, hicieron que no recordara nada del discurso que había ensayado mentalmente. Todo se había esfumado.
Un movimiento me sacó del pánico. Era Chart, que alargaba una mano. Me sonrió y, no sin esfuerzo, me guiñó un ojo. Las palabras regresaron a mí al instante.
—El Señor Brannon —que su espíritu more en el Jardín de la Delicia Celestial—, me ha legado su finca y a todos sus criados —dije, obligándome a pronunciar las palabras en tono sereno. Nadie pareció sorprenderse: las noticias viajaban deprisa en los aposentos de los criados—. Pienso mantener la propiedad y la casa tal como están, salvo por unos pequeños cambios.
Irsa se echó hacia atrás, aterrada, temiendo tal vez que pensara venderla en el mercado de esclavos. Pero yo sólo me fijaba en Chart. Ser el portador de la buena fortuna no era algo que me sucediera con frecuencia.
Sostuve en alto los dos discos liberadores —medallas de latón en las que había grabado el edicto de libertad, así como el sello imperial— que pendían de unos finos cordones de piel.
—En primer lugar, libero a Chart y a Rilla de sus obligaciones en el servicio.
Chart me miró, el cuerpo inmóvil de asombro. Sólo se le movía la boca, como si fuera una de aquellas carpas gigantes del emperador. A su lado, Rilla ahogó un grito.
No me había resultado fácil completar todos los trámites burocráticos para liberarlos, pero no había tardado demasiado en descubrir que el dinero servía para comprar la eficacia. Y ahora, al ver sus rostros sonrientes, sabía que había merecido la pena gastarme casi todo el dinero del luto. Con todo, lo mejor aún estaba por llegar.
—Y nombro al liberto Chart heredero de esta finca.
Chart se echó hacia delante, si no se dio de bruces en el enlosado fue gracias a los rápidos reflejos de Lon. Recorrí la escasa distancia que nos separaba y me arrodillé junto a él. Rilla hizo lo mismo al cabo de un momento, y acarició la mejilla de su hijo.
—¿Estás bien? —le pregunté, pues yacía acurrucado en brazos del jardinero.
—Está bien —me aseguró Rilla, dando las gracias a Lon con un movimiento de cabeza.
La pequeña mano de Chart se cerró alrededor de mi muñeca.
—¿Libre?
Asentí.
—Y heredero.
—Señor —balbució Rilla, que me tomó la otra mano y me la besó—. Gracias, Señor. Lo que habéis hecho es maravilloso.
—¿Heredero? —repitió Chart—. ¿Me… nombras… heredero?
—Sí. Tú serás el jefe de la casa mientras yo esté en palacio. Tendrás un cuarto propio y todo lo demás.
Las lágrimas trazaban surcos en la mugre que cubría su rostro.
—¿Jefe… de… casa?
Me volví hacia el resto del servicio.
—¿Lo oís bien? Chart es ahora el heredero de mi casa. Su palabra es mi palabra. —Esto último lo dije mirando a Irsa, que componía un gesto de profundo desagrado—. ¿Lo oís bien?
Ella bajó la cabeza y apretó mucho los labios.
—Sí, Señor.
Clavé la vista en los demás criados, todos agacharon también la cabeza, sumisos.
La mano de Chart se aferraba cada vez con más fuerza a mi muñeca.
—¿Cómo… puedo… ser… jefe… de casa? —susurró, con gesto asustado.
¿Tenía miedo? Mis propios planes me habían entusiasmado tanto que ni siquiera me había planteado esa posibilidad.
—No te preocupes —le dije—. Pondré a tu disposición a un ayudante de cámara. Él será tus brazos y tus piernas.
Chart negó con la cabeza.
—No… sé… leer… ni escribir… ni nada.
Rilla le acarició el pelo.
—Puedes aprender —dijo con firmeza—. Eres listo. —Me sonrió a mí—. El Señor Eón nos ha hecho un regalo maravilloso.
Lon se postró entonces en el suelo, junto a mí.
—¿Puedo hablar?
—Sí. ¿Qué sucede?
—¿Me permitís que me ofrezca como ayudante del señor Chart, Señor? Soy fuerte y sé algo de letras. Podría enseñarle a él.
¿Lon sabía leer y escribir? No tenía ni idea. De hecho, no sabía prácticamente nada de él. Me fijé en aquel hombre arrodillado frente a mí. Siempre se había mostrado amable con Chart y nunca había rechazado su deformidad. Además, no le faltaba ambición, el paso de criado de exterior a sirviente en la casa sería un gran ascenso y le permitiría acelerar el pago de la deuda que lo ataba al servicio. Seguro que se esforzaría en hacerlo bien. Podía resultar una buena solución. Miré a Chart a los ojos, pidiéndole su opinión sin palabras.
Él asintió despacio.
—¿Rilla? —le pregunté a ella, que miró a Lon de arriba abajo.
—Sé que eres fuerte y que trabajas bien. ¿Pero eres un hombre amable, Lon? ¿La debilidad de otro saca lo mejor o lo peor que hay en ti?
Chart puso los ojos en blanco.
—Maa… dree…
Lon le dedicó una sonrisa.
—Tu madre vela por tus intereses. —Inclinó la cabeza en dirección a Rilla—. Liberta —dijo, y ella se ruborizó al oír que la llamaban por su nuevo título—. Mi honor me obliga tanto como mi deuda a tratar a tu hijo con respeto.
—Las palabras se las lleva el viento —dijo ella con brusquedad, aunque empezaba a esbozar una sonrisa. Se volvió hacia mí—. Está bien.
—Pues que así sea —dije yo.
Todavía sostenía en mi mano las medallas que acreditarían su libertad. Al punto las separé, desenredando los cordones de piel.
—Aquí está tu libertad, Rilla. —Pero cuando se la alargaba, me di cuenta de algo que detuvo el avance de mi mano. Rilla ya no se debería a mí. Podría dejarme. Y una idea oscura murmuró si verdad en mi mente: Ella es la única persona viva que conoce mi secreto—. Rilla —balbucí, incapaz de expresar mis temores, pues no quería que sintiera que desconfiaba de ella.
La medalla pendía entre los dos. Por un breve instante, nuestras miradas se encontraron y vi la comprensión reflejada en sus ojos. Aceptó la medalla y la sostuvo en la mano.
—El honor no es exclusivo de los hombres, Señor —dijo en voz baja—. Yo siempre estaré con vos.
Asentí, avergonzada por haber dudado de ella, y levanté la medalla de Chart.
—Tu libertad, Chart.
Él la miró con ojos ávidos.
—¿Me… la… pones…?
Se la pasé por la cabeza, y se la coloqué sobre los pliegues de la túnica. Tendría que entregarle ropas nuevas. Apretaba mucho el disco contra el pecho, como si temiera que fuera a desaparecer de un momento a otro.
—Gracias.
—Vamos, lo celebraremos en la biblioteca —le dije—. Rilla, ¿puedes ordenar a las criadas que nos traigan licor? Y que prepararen la estancia del nuevo heredero.
A mi lado, oí que Chart se reía.
—Por supuesto —dijo Rilla, con la misma discreción y elegancia de siempre, aunque tuviera la sensación de que Irsa y las demás doncellas estaban a punto de experimentar la venganza de una madre.
Y, dando una sola palmada, indicó al servicio que debía reanudar sus tareas.
Lon seguía de pie y, sosteniendo sin esfuerzo a Chart en sus brazos, me siguió por el patio en dirección a la casa. Durante un momento, volví la vista atrás, mientras atravesábamos el fresco pasillo. Lon atendía los comentarios emocionados de su nuevo señor. Parecía dársele bien descifrar los balbuceos atropellados de Chart. O tal vez fuera, simplemente, que a diferencia de Irsa, buscaba en ellos significados y no sonidos sin sentido.
Entré en la biblioteca sin pensar que los fantasmas de mi señor seguirían suspendidos en el aire: el último rollo que había consultado aún estaba extendido sobre la mesa, una pluma reposaba sobre una carta a medio escribir y el olor de las hierbas de había quemado para concentrarse perfumaba el ambiente.
Sentí fugazmente la tenaza del dolor, aplacada por la alegría por haber liberado a mis amigos. Cerré la puerta y me apoyé un instante en ella, indicando a Lon que depositara al visitante sobre una silla.
—Gracias, Lon —le dije, obligándome a caminar hasta la mesa de mi señor. Pero no logré sentarme a ella. Todavía no me sentía capaz.
—Ve a ver a Rilla, ella te dirá lo que debes hacer. Y después pídele que se reúna con nosotros en la biblioteca.
Lon me dedicó una reverencia.
—Sí, Señor. Gracias. —Se volvió hacia Chart e inclinó de nuevo la cabeza—. Gracias, mi señor.
Chart abrió mucho los ojos, ante la desacostumbrada muestra de cortesía.
Esperé a que el jardinero hubiera cerrado la puerta antes de hablar.
—Se hace raro que la gente te dedique reverencias, ¿verdad?
Chart se llevó la mano a la frente.
—Me da… dolor de cabeza… —dijo, sonriéndome—. ¿Tú… estás… acostumbrado?
Yo negué con la cabeza.
—No me he acostumbrado a nada.
Su mano acudió al encuentro de la medalla que daba fe de su libertad.
—¿Es difícil… a veces… ser libre?
Lo miré. Todo había sucedido tan deprisa que ni siquiera me había parado a pensar que era libre. Pero por supuesto lo era. Era un Señor. Por eso mismo me resultaba curioso no sentir la menor sensación de libertad.
—Gracias —dijo Chart muy serio, levantando la medalla—. Significa… mucho… para madre… y para mí. —Cogió aire—. El señor… me pidió que… os dijera… algo… —Se detuvo y, entre convulsiones, tragó saliva—. Cuando él… muriera…
—Dime, ¿qué es? —Me acuclillé junto a él con dificultad. ¿Le habría confiado que me amaba? ¿Sabía Chart lo que yo era en realidad? Si sabía la verdad, había sabido guardársela para sí.
—A veces… venía a la cocina… por la noche… cuando no podía… dormir… y hablaba… conmigo. —Se pasó la lengua por los labios, preparándose para otra frase larga—. Lo sentía… Creyó… que era… por tu bien. Pero sentía… hacerte tanto daño. Creía que… te había matado…
—¿Matado? ¿A qué te refieres?
—Cuando te… rompiste la cadera. Casi… te… mueres. ¿No lo… recuerdas?
—¿Me rompí la cadera?
¿De qué estaba hablando Chart? Aquello había sido un accidente. Me atropello un caballo con su carreta que pasaban por la calle, poco después de que mi señor me sacara de la fábrica de sal.
Algo profundo, algo que me había negado a mí misma, me mantenía clavada en mi lugar. Lentamente, unas imágenes difusas cobraban cuerpo y señalaban a la verdad descarnada. No había habido ningún caballo, ninguna carreta. No había habido ningún accidente. La terrible certeza se perfilaba en mi interior. El recuerdo de un sabor amargo, del peso en las extremidades, de un hombre plantado frente a mí con un tatuaje en el rostro y un martillo en la mano. Y dolor. Mucho dolor.
—¿Por qué? —exclamé, con la voz entrecortada—. ¿Por qué? —me agarré del brazo de Chart—. ¿Te contó por qué?
Chart se retrajo en su silla.
—No.
Pero yo sabía por qué. Me había dejado coja para ocultar a Eona. Para convertirme en intocable. Para ganar dinero. Para obtener poder. Su traición me golpeó como el martillo que me había aplastado los huesos. Había destrozado mi cuerpo. Mi plenitud. Intenté levantarme, pero mis fuerzas se concentraban en otro lugar, se transformaban en rabia. La cadera volvía a dolerme con un dolor antiguo, conocido. Me postré en el suelo y a gatas me alejé del Chart, del dolor.
—Creía… que ya lo sabías.
—¿Saberlo? —grité.
Capté de algún modo el terror de Chart, pero era demasiado pequeño comparado con mi ira. Me golpeé la cabeza con el canto de un estante y me puse en pie. Frente a mí estaban sus pergaminos. Sus preciados rollos, pulcramente ordenados.
Extraje una caja del lugar que ocupaba y la arrojé contra la pared. El chasquido de la madera al abrirse y del pergamino al desenrollarse resonaron en mis entrañas. La segunda caja rebotó contra la mesa, las plumas y las barras de tinta cayeron al suelo. Una tras otra, fui estampando las cajas contra las paredes. El estruendo me animaba a seguir, a arrojar el contenido de los estantes cada vez más deprisa, avivaba la furia que sentía en mi interior. Chart se agazapaba en su silla y me suplicaba entre sollozos.
Oí que la puerta se abría de golpe.
—¡Señor Eón! —Me volví, con el brazo levantado, dispuesto para un nuevo lanzamiento. Rilla se encontraba junto a la puerta, sostenía una bandeja con los vasos y el licor y me observaba horrorizada—. ¿Qué estáis haciendo?
¿Es que no lo veía? Lo estaba destruyendo. Le estaba haciendo daño.
Pero él ya estaba muerto.
Solté la caja que tenía en la mano. Cayó al suelo, se abrió y el pergamino se desenrolló con un silbido. A través de las lágrimas vi que Rilla se acercaba a mí. Y entonces, por primera vez desde la muerte de mi señor, sentí que toda mi tristeza y toda mi rabia se fundían en un sollozo desgarrador.