5

Abrí los ojos. Todo era un resplandor blanco que introducía más dolor en mi cabeza. Los cerré con fuerza una vez más y las lágrimas resbalaron por mi nariz, por mi mejilla, hasta caer sobre la arena gruesa.

—¿Eón?

Era una voz distante, demasiado lejana. Me pasé la lengua por los labios. Polvo y sal.

—Eón.

Un peso en el hombro, un zarandeo.

Parpadeé, dejando que la luz hiriente se abriera paso hasta mis ojos. Estaba tendida bajo el espejo del Emperador, detrás de las dos hileras de candidatos.

—¿Señor?

Su rostro se volvía cada vez más nítido. Tenía el ceño fruncido.

Le había fallado.

—Tienes que levantarte, Eón.

Alcé la cabeza y me sobrevino el vómito. El agua ácida cayó sobre la arena.

—Supongo que no pretenderéis que realice el saludo final.

Esa era otra voz: la de un oficial mayor que estaba arrodillado junto a mi señor. Me fijé en el destello del broche: rango de diamante.

—Me ha reconocido —dijo mi señor—. Todavía conserva el conocimiento.

—Dudo que sea capaz de levantarse —insistió el oficial—. Se trata de una situación difícil. Estáis en vuestro derecho de solicitar la retirada de Ranne.

—Ranne es sólo el sirviente. Es al Señor Ido a quien habría que retirar —dijo mi maestro.

—Podríais elevar una queja formal contra él.

El oficial trataba de mantener la calma, pero su voz delataba la indignación que sentía.

Mi maestro se rió con amargura.

—¿Y sacrificarme yo por el bien del Consejo? No, creo que no.

—Alguien tiene que poner freno a las ambiciones de Ido.

—Ese era vuestro deber, y no lo conseguisteis. La ocasión de contenerlo ya pasó hace tiempo.

El oficial se cruzó de brazos.

—¿Y qué podíamos hacer? Cuenta con el apoyo del Gran Señor Sethon.

—Creo que existe otro modo —murmuró mi señor.

Se miraron el uno al otro en silencio.

—De modo que no retiráis a vuestro muchacho, entonces —reiteró, finalmente, el oficial—. ¿Va a saludar?

—Lo hará.

—Entonces debéis conseguir que se ponga en pie. El décimo candidato ya ha sido convocado. No falta mucho. —Se incorporó con dificultad del suelo y dedicó una reverencia a mi señor—. Buena suerte, heuris Brannon.

Mi señor asintió, y se volvió hacia mí.

—Lo siento, señor —balbucí, con voz afónica.

—Toma, bebe un poco de agua. —Me acercó un vaso a los labios. Yo di un buen trago, para aclararme la garganta—. Sé que va a dolerte, pero debes levantarte —dijo—. Debes dedicar la reverencia final al Dragón Rata.

—Pero si no he terminado la secuencia. No me escogerá.

Mi señor reprimió una carcajada.

—Eso no ha sido una secuencia. Eso ha sido una emboscada. —Volvió a darme de beber, y yo di otro sorbo—. Nadie sabe cómo eligen los dragones. Debemos aguantar hasta el final.

Me pasó un brazo por detrás de los hombros y me incorporó. Sentí que su mano suave me retiraba el pelo y me sujetaba la nuca. La pista oscilaba y daba vueltas. Aspiré hondo varias veces, hasta que la respiración se estabilizó, aunque de vez en cuando todavía veía doble. Parecía como si dos Barets lucharan contra dos Rannes en el centro de la pista. Entrecerré los ojos, tratando de convertir las imágenes duplicadas en una sola.

Baret lo estaba haciendo bien. Y no era de extrañar, porque Ranne le presentaba las figuras en la secuencia ascendente que todos habíamos aprendido. Así, Baret no tardaría en convertirse en el aprendiz del Ojo de Dragón.

Y yo sería una vagabunda fugitiva.

Me libré del apoyo de mi señor, que de todos modos mantuvo una mano sobre mi brazo.

—Despacio, Eón. Todavía queda algo de tiempo para la reverencia final.

La ovación que recibió Baret se vio salpicada de gritos de protesta por el abuso perpetrado por Ranne. Yo cerré los ojos y me froté enérgicamente la sien hinchada. Como si se hallaran muy lejos, oí a los heraldos llamar a Dillon y a Jin-pa. Mi herida parecía poco profunda, pero yo reseguí despacio el camino de mi hua a través del séptimo centro de poder. El daño era como una curva en mi línea de energía, pero el flujo no se había interrumpido. Abrí los ojos y una vez más la pista se dividió en dos. Parpadeé y volvió a unirse.

Y entonces vi a los dragones.

Agazapados en lo alto de sus respectivos espejos, mirando a Dillon y a Jin-pa, que luchaban en el centro de la pista. Las bestias no poseían forma sólida ni color: eran sólo una perturbación en el aire, que denotaba forma, peso y perfil. Sólo los ojos parecían contar con sustancia: una concentración de oscuridad, como si en el tejido del mundo se hubieran abierto unos huecos. La multitud ignoraba su presencia. E incluso los Ojos de Dragón los miraban sin verlos. ¿Por qué no podían ver ellos a sus propios dragones?

Un estallido de vítores y frases coreadas anunciaron el fin de la secuencia. Yo dejé que el ruido y el calor se apoderaran de mí, mientras Dillon dedicaba su reverencia al espejo. El Dragón Rata bajó la cabeza temblorosa para estudiarlo. Durante un momento, Dillon pareció agarrotarse mientras abandonaba su posición de cortesía. ¿Se daba cuenta de que unos ojos inmensos lo observaban a dos palmos de distancia? Lo observé regresar a la fila, pero me pareció que sólo estaba exhausto. Convocaron al siguiente candidato. Cerré los ojos para que descansaran del resplandor constante. El rugido de la multitud se convirtió en un murmullo lejano y un alivio de terciopelo descendió sobre el dolor.

Una mano volvió a zarandearme y me devolvió a la luz punzante. La pista apareció ante mí en toda su magnitud.

—Eón. Mantente despierto —me ordenó mi señor—. El último candidato ya ha salido. Ya casi es la hora de la reverencia final.

Entorné los ojos para protegerme de todo aquel colorido, y del estruendo, y me concentré en la pista. Los dragones ya no estaban allí, o al menos yo ya no los veía. Mi señor me levantó, tirando de mi brazo.

—Vuelve a la fila. Yo debo regresar a mi asiento.

Tardé lo que duró la última secuencia del candidato en recorrer la corta distancia que me separaba de mi posición. La cabeza me daba vueltas a cada paso que daba. Me arrodillé, casi sin fuerzas, detrás de Quon, justo cuando los heraldos se situaban en el centro de la pista y formaban su octógono. El sonido de sus gongs se abrió paso entre la muchedumbre emocionada y estridente.

—Los doce han demostrado su destreza y su brío —entonaron—. Ha llegado el momento de ver al Dragón Rata. De ver cuál de ellos es el nuevo aprendiz de Ojo de Dragón.

El público prorrumpió en gritos y pateó el suelo con furia. Ese era el único momento en que los plebeyos podían ver a una de las grandes bestias —atisbarla apenas en un reflejo, en el espejo del ascendente—, cuando el dragón cruzaba la arena para efectuar su elección, y durante los momentos de gloriosa unión que se producían cuando el nuevo aprendiz posaba las manos sobre la perla y el dragón adoptaba una forma sólida.

El tañido de gong puso fin a la algarabía.

—¡Presenciad el golpe final! ¡Presenciad el ascenso de un niño al honor glorioso de la comunión con el Dragón Rata!

El aplauso atronador engulló la reverberación de los gongs. Los heraldos se retiraron a un lado y formaron una fila contra el muro, a la espera de pronunciar el anuncio final: el nombre del aprendiz.

El Señor Ido apareció junto a la rampa. Mientras avanzaba hacia el espejo del Dragón Rata; las trompetas imperiales y los tambores atacaron una fanfarria enérgica. El anciano oficial que había hablado con mi señor se plantó frente a nosotros.

—En pie —nos dijo—. Formad una fila del uno al doce, para dedicar la reverencia final.

Clavé en el suelo las puntas de las espadas para levantarme. Se trataba de un fallo imperdonable, pero no me importaba lo más mínimo. Me costaba mucho arrastrarme, me pesaban todas las extremidades y sentía un golpeteo en la cabeza que parecía el contrapunto a los tambores. Pero a pesar de ello crucé las espadas y las coloqué en posición de saludo, dispuesta a seguir a Quon por la pista. Mi última reserva de energía, unida a la emoción, me hizo enderezarme y dar un paso al frente. Tal vez todavía tuviera alguna posibilidad. Nos alineamos frente al espejo del Dragón Rata, y sobre su superficie brillante vi a los demás candidatos los rostros pálidos de temor pero las cabezas erguidas, los hombros levantados, sobreponiéndose al cansancio.

La fanfarria cesó de pronto.

El Señor Ido se volvió para encararse al espejo. De pie, con las piernas separadas, parecía resistir el embate del viento. Alzó los brazos. En el reflejo, vi que sus ojos recorrían la fila de candidatos y, durante un instante horrible, nuestras miradas se encontraron. Sus ojos rezumaban hua y la energía pura le borraba la expresión. Yo aparté la mirada de su rostro inexpresivo.

—Uno es digno —dijo, dirigiéndose al espejo con una voz que era mezcla de súplica y de orden—. Muéstranos quien te servirá.

Fue como si todo el público se echara hacia delante y contuviera la respiración, todas las miradas concentradas en el cristal brillante.

La luz reverberó en el aire, sobre la talla dorada de la rata. Lentamente, una zarpa inmensa se acercó al reflejo y unas escamas de un azul muy pálido brillaron sobre cinco garras de ópalo. El Dragón Rata descendía desde su atalaya, su cuerpo traslúcido se materializaba y se hacía visible sólo en el espejo, cuando pasaba frente a él. Sí, se trataba de un reflejo sin su original. Era la primera vez que yo veía a una de las bestias espirituales en su forma física completa. Mi grito ahogado no fue el único, recorrió toda la pista. Una pata poderosa, musculosa, apareció entonces ante nosotros, las escamas oscureciéndose hasta adquirir el tono azul del mar, y dejó paso a la porción más baja del pecho y a los hombros. A continuación, en el reflejo apareció una barba, unas crines blancas, espesas, recortadas, como las de la cola de un caballo. Y durante un instante fugaz, bajo aquellos mechones ásperos, entreví la perla del dragón —su fuente de sabiduría y de poder—, encajada bajo la barbilla, brillando con su iridiscencia azulada. Luego quedó oculta tras el hocico ancho, las delicadas escamas y la nariz hermosa, caballuna, que acentuaba el tamaño de unos colmillos que se curvaban por encima del labio superior.

El dragón se volvió para observar al Emperador, más allá de la arena; un ojo grande, oscuro, se hizo visible en el espejo, la ancha ceja coronada por dos cuernos retorcidos. Oí el murmullo nervioso de la multitud cuando sus dos patas tocaron el suelo y su cuerpo sinuoso apareció por completo en el reflejo. Luego se enroscó como una serpiente, y se arrastró despacio; su peso imperceptible levantó una nube de arena y polvo que cayó sobre su cuerpo, dibujando su tembloroso perfil. Agitó la cabeza para desprenderse de la arena y luego se volvió y se miró en el espejo. La profundidad infinita de su mirada le confería una expresión de tristeza. Dos membranas de un azul pálido se extendieron desde cada uno de los hombros y ondearon al sol como telas de seda, antes de replegarse contra su cuerpo. La pesada cabeza se ladeó para mirarnos y el espejo nos mostró la línea maciza de la columna y la espesa crin blanca. Aunque sus ojos habían desaparecido ya del reflejo, yo sabía que nos estudiaba, que estaba a punto de elegir al aprendiz.

La arena frente al espejo se agitó cuando el dragón dio un paso al frente. A mi lado, Quon tensó los músculos y su respiración se aceleró. Lanell murmuró una oración breve. Yo intenté tragar saliva, pero tenía la boca tan seca que no me sirvió de nada. El rastro de una serpiente gigante se marcaba en la arena a medida que el dragón se acercaba y la oscilación hipnótica de su cola se reflejaba en el espejo. En mi interior algo empezaba a aparecer, como las burbujas que ascienden a la superficie cuando el agua está a punto de hervir. ¿Sería el poder del dragón? Me fijé en los demás candidatos. Algunos habían roto filas y dado un paso atrás. Baret retrocedía, pero Dillon se mantenía en su sitio. En su avance, las profundas hendiduras de sus zarpas quedaban marcadas en la arena. En el espejo, su cabeza se movía hacia delante y hacia atrás, como si se tratara de un perro husmeando el aire. Se volvió hacia Baret.

La energía zumbaba en mi cuerpo. Entorné los ojos, intentando invocar al ojo de mi mente. Tal vez si le mostraba mi poder, el dragón viniera. El rumor grave que notaba en la cabeza fue convirtiéndose en presión insoportable. El dragón se materializó ante mí, tembloroso, y sentí que extraía la energía de mi cuerpo. Su cabeza se movía y sacaba una lengua gruesa, azulada, que saboreaba el poder. Dio unos pasos al frente, antes de retroceder. Yo apreté mucho los dientes, intentando mantenerlo en mi visión, pero me absorbía demasiada energía. El dragón desapareció de mis ojos y la ruptura del vínculo hizo que me tambaleara.

La emoción de la multitud se elevó sobre el estrépito de tambores y trompetas. Alcé la vista y la posé en el espejo. ¿Habría sido suficiente? El dragón levantó una zarpa y rascó el aire; entonces, ayudándose de algunos movimientos de cola, se plantó frente a mí. Yo no lo veía, sólo sentía su aliento cálido en la mejilla. Olía a vainilla y a naranja. ¿Me estaba escogiendo a mí?

Intenté recuperar mi visión mental, pero la cabeza me dolía demasiado. La arena se levantó por los aires, describiendo un arco que aterrizó en mi rostro. Quon se cubrió los ojos y se agazapó cuando la masa invisible de la bestia pasó entre los dos. Yo sentí que la pesada y musculosa cola me rozaba apenas la pierna. A través de la lluvia de arena buscaba desesperadamente el reflejo del dragón en el espejo, que se había plantado detrás de mí y empujaba su cuerpo caliente contra el mío. ¿Era yo la elegida? Vi que el Señor Ido miraba en mi dirección. Sus ojos ya no se mantenían muy abiertos, despreocupados. Ahora los entrecerraba, llenos de ira. Debía de haberme visto invocar a la bestia.

El dragón se giró de pronto para mirar al Emperador sobre el espejo oscuro. Ladeó la cabeza y emitió un grito, un grito que era como el de un águila cazadora, aunque cien veces más potente, que me hizo caer de rodillas. Solté las espadas y me cubrí los oídos con las manos. Pero el grito sonaba en el interior de mi cabeza y me alteraba los sentidos. Un chorro de energía me zarandeó a un lado y al otro. Y entonces el calor que sentía en la espalda desapareció.

Haciendo esfuerzos por levantar la cabeza vi que el remolino de arena se desplazaba por la fila de candidatos. Se alejaba de mí. El espejo lo mostró delante de Baret y de Dillon. Tras emitir otro alarido, la bestia se abalanzó sobre Dillon, envolviéndolo en un tornado polvoriento, mientras con su inmensa cola le golpeaba el pecho y lo tiraba al suelo. Los candidatos con más posibilidades se dispersaron. Quon me agarró la manga de la túnica y tiró de mí para que le siguiera, pero yo conseguí liberarme; no podía alejarme, por si regresaba a por mí.

Durante un momento, el cuerpo delgado de Dillon quedó oculto en el centro del remolino de arena; entonces el embudo estalló hacia arriba como un volcán en erupción y lanzó sobre mí y los demás candidatos una lluvia punzante. Dillon fue el único que quedó intacto. Seguía de pie, con la cabeza muy levantada y el rostro pálido de asombro. Me volví hacia el espejo y vi que miraba fijamente a los ojos del dragón, cuyo cuerpo se enroscaba como una luna creciente a su alrededor. El dragón se inclinó más sobre él y acercó el hocico a menos de un dedo de su rostro. La cabeza inmensa se alzó despacio para mostrarle la perla resplandeciente oculta bajo la barbilla peluda. Dillon alargó los brazos y colocó las manos alrededor de la esfera. Una pálida llama azulada brotó de ella y el vínculo entre la bestia y el muchacho creó un chispazo plateado, seguido de un chorro de hua que confirió a la bestia una solidez brillante. La multitud ahogó un grito y desplazó su atención del espejo a las dos figuras que refulgían sobre la arena. El color del dragón se perdía tras el brillo de la energía, pero la túnica roja de Dillon destacaba como una mancha de sangre. La bestia cerró los ojos y emitió un grito que resonó como una pregunta.

Dillon echó hacia atrás la cabeza y el óvalo de su rostro se alargó, afilando su perfil.

—Sí, te oigo —gritó, como si respondiera a la llamada del dragón—. Soy Dillon. Te oigo.

La bestia volvió a chillar, un rugido creciente de triunfo que se elevó sobre los vítores del público.

Sentí entonces que me empujaban y me apartaban a un lado. Era el Señor Ido, que se abría paso.

—Atrás —ordenó, señalando a los demás candidatos con un movimiento de cabeza—. Estás en medio del paso.

Avanzó por la pista y se detuvo frente al dragón y al muchacho, que seguían enlazados en su unión. Yo recogí mis espadas y retrocedí; cada paso que daba me hacía sentir que algo se desgarraba en mi interior. El Señor Ido se postró con reverencia ante el dragón. Y entonces, apoyando con fuerza los pies en el suelo, apartó a Dillon de la perla. El poder plateado chisporroteó a través del niño y se introdujo en el hombre, haciendo que el Ojo de Dragón echara hacia atrás la cabeza. El aullido de la bestia se confundió con el grito de Dillon por la pérdida. Entonces, en un instante, el dragón desapareció y el Señor Ido recogió a tiempo el cuerpo inerte de Dillon, antes de que cayera al suelo y, alzándolo, lo mostró al público. Yo volví a mirar el espejo. El Dragón Rata ya no estaba.

El Señor Ido hizo una seña a los heraldos imperiales.

—¡Presenciad la elección! —entonaron—. ¡Ved a Dillon, el nuevo aprendiz de Ojo de Dragón!

Al unísono, en pie, la multitud coreó: «¡Dillon!»

Él se giró hacia el público. La alegría que sentía le daba fuerzas para mantenerse en pie. El Señor Ido le sujetó la mano y se la levantó, en señal de victoria.

En ese instante, el odio recorrió mi ser como una fiebre repentina, quemándolo todo a su paso. Las espadas que sostenía se agitaron, movidas por él, en respuesta a ese fuego. Y entonces, con la misma rapidez con la que había venido, el odio se heló y se convirtió en un inmenso y doloroso vacío. Miré a Quon y a Lanell y vi la misma desolación en sus rostros.

Habíamos perdido.

Había perdido.

Quon empezó a sollozar, aunque los gritos de la multitud amortiguaron el llanto.

Una mano se aferró a mi hombro.

—Eón, ven por aquí —me dijo una voz al oído. Era Van y en su rostro flaco se dibujaba un gesto dulce, comprensivo.

Los oficiales conducían al resto de candidatos al borde de la pista. Giré la cabeza para mirar a Dillon. ¿Por qué era él el elegido? Él Dragón Rata se había acercado antes a mí. ¿Por qué había dado media vuelta la bestia? Tal vez era algo que siempre había sido así: ningún dragón escogería a un cojo.

Mi señor había apostado y había perdido. Lo busqué en las gradas, no me costó encontrarlo, solo, inmóvil, el único de los heuris que seguía en su lugar. Una parte de mí deseaba escapar en ese mismo instante, abandonar la pista, alejarse de su desesperación, lejos de sus puños y de sus caricias demoradas. Me palpé la moneda que tenía escondida. Seguía ahí, tirando del dobladillo. Pero incluso si intentaba escapar, no llegaría muy lejos. Mi agotamiento apenas me permitía mantenerme en pie, de modo que pensar en correr era absurdo.

Seguí despacio a Van por la pista, en dirección a la fila de candidatos, que también aguardaban. Todos observaban la vorágine de actividad que rodeaba a Dillon: los heraldos enardecían a la multitud, seguidos de dos columnas de músicos que tocaban una marcha triunfal. Otro oficial me empujó para que me incorporara a la fila irregular. Quon se acercó a mí, el rostro surcado de lágrimas y pálido por el esfuerzo. Nos pusimos en marcha. Más adelante alguien tropezó y lo colocaron de nuevo en su sitio. Yo oí que alguien mascullaba una orden y noté que Van se colocaba a mi lado, vigilante.

—Déjame que te lleve las espadas —me dijo al fin.

Había olvidado de que aún las empuñaba y creía que su peso formaba parte de mi inmensa fatiga. Me costó mucho levantarlas para entregárselas, y mucho también separar las manos de las empuñaduras.

—Ya casi estamos —me informó Van.

—¿Dónde? —me pasé la lengua por los labios—. ¿No vamos a beber agua?

—Antes debes postrarte ante el Emperador.

Lo miré, repitiendo mentalmente sus palabras, intentando procesar su significado. Postrarme ante el Emperador.

—¿Y luego beberemos agua?

Él asintió.

—Ya falta poco.

Nos detuvimos. De nuevo bajo el espejo opaco ante el que esperamos al principio. El Emperador observaba las celebraciones que sucedían en el centro de la pista: no mostraba el menor interés por nosotros. Un oficial distraído empujó a Hannon hacia delante, indicándole que compusiera una reverencia. Hannon se hincó de rodillas, ondeando las espadas en alto, a modo de saludo. Por un momento creí que ya no lograría ponerse en pie, pero finalmente, con gran esfuerzo, lo consiguió y fue conducido al otro lado del espejo. Le siguió Callan, que le dedicó una reverencia lenta, pero correcta en sus formas. A Quon debieron conducirlo hasta el espejo y empujarlo para que se postrara en el suelo. Yo me fijé en su rostro desolado cuando se puso en pie. Si era posible morir de decepción, Quon no tardaría en reunirse con sus antepasados.

Me había llegado el turno a mí. Van me entregó las espadas.

—¿Necesitas mi ayuda? —me preguntó.

Yo agarré las empuñaduras con fuerza y sentí el impulso lento de su energía, suficiente para llegar hasta el espejo. Negué con la cabeza y avancé sobre la arena ardiente.

El centro del cristal opaco mostraba el brillo verdoso de una perla negra. Mi señor había llevado una de aquellas joyas en una ocasión, antes de que tuviera que venderla para comprar comida. Pero ya no le quedaban más piedras preciosas que vender; sólo sirvientes cojos. Alcé la cabeza y observé el espejo unos instantes, haciendo acopio de la fuerza que necesitaba para arrodillarme. La negrura densa me resultaba extrañamente balsámica. Parpadeé, intentando despejar el aguijón de brillo que se me clavaba en los ojos.

Una línea de luz revoloteó de pronto en lo alto del espejo y descendió, difuminada. Dividió en dos su superficie, rasgando la oscuridad y convirtiéndola en una radiación cegadora que me hizo caer al suelo. Solté las espadas y caí sobre la arena, boca arriba. El impacto me cortó la respiración. Sobre el espejo vi que los guardias del Emperador se asomaban, cubriéndose los ojos con las manos para protegerse del resplandor. ¿Había hecho algo mal? Finalmente recobré el aliento y aspiré una bocanada profunda. Detrás de mí, los sonidos de la celebración se habían convertido en el estrépito de instrumentos desacompasados y en gritos.

Una energía electrizante me recorría la piel. El espejo se llenaba de rojos demasiado grandes para tener forma. El suelo tembló, la arena se elevó por los aires y salpicó toda la pista. Los hombres se dispersaban —oficiales, público, candidatos—, tropezaban y caían, presa del pánico. El reflejo que tenía delante era un paisaje de rojos y naranjas ondulantes. Logré ponerme en pie, luchando contra la fuerza que tiraba de mí hacia abajo.

Colores brillantes recorrían el cristal, formando un río de fuego, hasta que de pronto se detuvieron. Finalmente reconocí las formas: se trataba de un hocico completo y de la curva de una nariz. Aquella bestia doblaba en tamaño al Dragón Rata. Entonces vi un ojo, tan grande y redondo como una rueda de carreta, que me miraba desde el espejo.

Otro dragón.

Un dragón que yo no había visto nunca.

La imagen volvió a moverse, un torbellino mareante de rojo y amarillo que culminó en el reflejo de dos cuernos arqueados sobre una espesa mata de pelo que brillaba con tonos de oro y bronce. El dragón ocupaba todo el reflejo e impedía la visión de la pista. El aire se impregnó de calor. Oí el temblor de un gran peso. A ambos lados de donde me encontraba, sobre la arena, aparecieron unos surcos profundos. Adelantándome a ciegas acaricié unas escamas suaves y retiré la mano. El sabor dulce a canela alcanzó mi boca un instante antes de sentir un aliento cálido en el pelo. Miré al espejo y me vi a mí misma de pie entre las patas de la bestia, una figura diminuta, vestida de rojo, perdida casi en el carmesí radiante de su pecho profundo.

Enroscado sobre mí se alzaba el Dragón Verdadero. Lo veía. Percibía el temblor de sus músculos robustos. La delicada repetición de escamas recortadas. El brillo de la perla dorada que se sostenía bajo la barbilla. Bajó la cabeza, acercando sus ojos a mí; su mirada antigua me arrastró a la luz y a la oscuridad, al sol y a la luna. Al lin y al gan. El dragón era nacimiento y muerte. Era hua.

Era el Dragón Espejo. El Dragón Perdido.

La gran cabeza se alzó, ofreciéndome la perla. Ofreciéndome su poder.

Yo levanté las manos, vacilante, mientras un zumbido de energía brotaba de la perla. Un exceso de hua en estado puro. ¿Qué me haría?

Un aliento suave, especiado, me acarició el rostro y, a continuación, sentí que la perla hacía fuerza contra las palmas de mis manos. Conservaba el calor del cuerpo del dragón, de su superficie brotaba un resplandor dorado que iluminó mi piel con destellos sedosos. Hasta mí llegó el murmullo de aprobación de los espectadores.

Ellos también lo veían. Veían que el Dragón Espejo me elegía a mí. A Eón. Al cojo.

En ese instante, el murmullo se convirtió en rugido. Aparté los ojos de los del Dragón Espejo. Los hombres señalaban, acobardados en sus asientos, se alejaban. Todos los demás dragones se habían materializado súbitamente en lo alto de sus respectivos espejos, once inmensos cuerpos macizos, sus pieles radiantes, de unos colores tan vivos que lograban que las sedas de los nobles temerosos parecieran mortecinas. El Dragón Buey alargó una zarpa color amatista hacia mí, el color púrpura de la pata suavizándose hasta adquirir un tono de sombra crepuscular. El Dragón Tigre bajó su cabeza color esmeralda, elaborando un saludo que mostró su espesa mata de crin musgosa, moteada de cobre. Me giré para ver a los demás, sin tiempo para apreciar debidamente los rosados del Dragón Conejo, que recordaban al cielo del amanecer, ni los naranjas encendidos del Dragón Caballo, ni los plateados del Dragón Cabra.

Todos me observaban con los ojos de su espíritu.

La pista era un hervidero de movimientos dispares. Los oficiales y los músicos corrían hacia la rampa, hombres de todos los rangos y condiciones saltaban sobre las gradas, buscando el refugio de los sitios más elevados. En medio de toda aquella estridencia histérica, una figura llamó mi atención. El Señor Ido. Su rostro se mantenía agarrotado a causa del asombro y no dejaba de abrir y cerrar los puños. Levantaba mucho la cabeza y la giraba para ver el círculo de dragones. Todos se inclinaban ante el Dragón Espejo. Se postraban ante mí. Incluido el Dragón Rata, que era el ascendente. Once bestias poderosas que inclinaban la cabeza, en señal de sumisión, las perlas inmensas que custodiaban bajo las barbillas reflejadas en el anillo de espejos como el collar de un dios.

Entornando los ojos, el Señor Ido los clavó en el Dragón Rata y se echó hacia delante, como si tuviera que levantar un gran peso. Despacio, levantó las manos, absorbiendo el poder de la tierra. Vi que la fuerza recorría su cuerpo con la misma claridad con la que veía el resplandor de sus siete centros de energía. Estaba invocando al Dragón Rata. Lo oía, hasta mi cuerpo llegaba una vibración profunda, un sonido que reclamaba la atención de la bestia. Despacio, a disgusto, el dragón azul abandonó la posición de saludo. El Señor Ido bajó los brazos y se volvió para mirarme. Por un momento, me pareció ver que el miedo asomaba a su expresión aguerrida. Pero entonces sonrió —retiró los labios despacio y mostró los dientes— y supe que no era temor: era apetito.

Por encima de mí, el Dragón Espejo murmuró y sentí que algo se agitaba en mi interior, como un suspiro en el límite de mis sentidos. Algo importante. Acerqué la oreja a la perla y contuve la respiración para oír mejor. Por un momento el sonido me llegó más nítido, atravesando una resistencia oscura. Oí un ritmo suave, sin forma ni significado, que al poco se difuminó, como el final de un suspiro. Pasé los dedos por su superficie dura, aterciopelada, suplicando en silencio que me dejara intentarlo de nuevo.

La perla se movió bajo mis manos, mientras el dragón levantaba la cabeza. Me llamó. El grito desgarrador recorrió mi cuerpo, en busca de su centro. No había escapatoria para aquel chorro de energía plateada. Me desnudó el alma, en busca del núcleo de Eón. Y lo encontró.

Encontró a Eona.

Mi verdadero nombre ascendió por mi interior, arrancado desde las profundidades de mi ser. Debía gritar mi nombre al mundo, celebrar la verdad de nuestra unión. Esa era la exigencia del dragón.

¡No!

Me matarían. Matarían a mi señor. Apreté mucho los dientes. Mi nombre me llenaba la cabeza, resonaba en ella, me clavaba sus agujas de dolor.

¡Eona, Eona, Eona!

¡No! Sería mi muerte. Aparté el rostro de la perla, pero mis manos se resistían a moverse, unidas a su poder palpitante. Grité, intentando arrancarme el nombre de la mente, y mi grito se unió al del Dragón Espejo, más agudo. Pero el nombre seguía golpeándome con todo el peso del deseo de un dragón. Demasiado fuerte. De un momento a otro dejaría de reprimirlo y tendría que pronunciarlo.

—¡Soy Eón! —grité—. ¡Eón!

Presioné la perla con más fuerza y su poder reverberó por la superficie de mis manos y mis brazos. Entonces eché el cuerpo hacia atrás. Durante un segundo no sentí más que un dolor que me desgarraba, pero al poco mis manos se liberaron y sentí que caía de nuevo. Que caía en una oscuridad llena de pérdida y soledad.