19

La mezcla especial de hierbas dulces y pétalos de franchipán flotaba en al superficie del agua y rozaba mis hombros con su fragancia aterciopelada. Rilla me había preparado el baño purificador según marcaban los rituales, y me había dejado sola mientras ella entraba a toda prisa en el vestidor para prepararme la túnica de la Armonía, y poder huir después. Me sumergí en el calor de la bañera y aspiré el aroma húmedo, frotándome la muñeca dolorida. Ya me había limpiado todo el cuerpo con vigor, pero las caricias de Ido seguían en mi piel, en el dolor de la mano y la cadera.
No podía consentir que se apoderara de mi cuerpo una vez más. Prefería morirme.
Dejé de masajearme la mano, aturdida a oír el siniestro susurro que se había colado en mi mente.
¿Estaba realmente preparada para morir?
Me pasé la lengua por los labios, el dulce baño de hierbas aromáticas reavivó el calor de su boca sobre la mía, aquel sabor a vainilla y a naranja. Debía escapar. Huir con Rilla y con Chart, ocultarme en las islas. Aquella lucha por el trono no era mía. Todos los que me rodeaba me habían colocado en el centro de aquella batalla: mi pobre señor, el Emperador, el príncipe, la dama Dela, Ryko. Incluso Rilla y Chart. Todos esperaban que obtuviera la victoria. Pero aquella no era mi lucha.
Suspiré. No, no era cierto. Ahora lo era. Viviría o moriría en función de si el Emperador Perla conservaba el trono. Las vidas de muchas personas buenas dependían, a su vez, de mi valor para enfrentarme a la ira del joven Emperador y ganarme su apoyo. O, si las cosas salían mal, de mi valor para aceptar que su espada se clavara en mi cuerpo, para impedir que Ido otorgara el imperio a Sethon. Y para impedir que alcanzara su loca ambición de dar vida al Collar de Perlas.
El recuerdo del castigo que el príncipe, sin vacilar, había ordenado infligir al maestro Prahn me hizo estremecer. En aquel caso se había tratado del error insignificante de un anciano. Y también estaba el joven noble que sin querer le había golpeado en el campo de prácticas. Según me habían dicho, el príncipe le había roto tres costillas.
¿Qué me haría a mí? A una niña que lo había engañado y traicionado, que le había prometido poder y apoyo mutuo, cuando sabía muy bien que todo era mentira. Recé para que la pequeñísima esperanza que podía ofrecerle bastara para detener el golpe de su espada.
Ido tenía razón, yo no era de los que se entregaban a la muerte. No mientras quedara alguna esperanza.
Y sin embargo, yo no sabía siquiera si la Dragona Espejo todavía me esperaba. Por un momento, el asombro que me causaba se abrió paso a través de mi miedo: un dragón hembra, una dragona. Qué revelación más sorprendente para los miembros del Consejo. Me preguntaba cómo era posible que hubieran perdido todo conocimiento de ella y de los Ojos de Dragón femeninos. Parecía demasiado bien resuelto para que se tratara de un mero accidente del tiempo. Pero incluso si se había tratado de algo deliberado que había sucedido hacía ya muchas generaciones, ahora no podían negar la presencia del único dragón hembra. Y seguramente, si yo llegaba a alcanzar la unión con ella, el Consejo tendría que aceptarme a mí también.
Un buen plan, salvo por el pequeño detalle de que yo ya no era capaz de sentirla. En la aldea, sobre el estrado, no había percibido ni rastro de ella. ¿Había sido así sólo por culpa de aquella última dosis doble de droga en mi cuerpo, o se trataba de algún fallo horrible en mi interior? Tal vez, después de todo, no pudiera ofrecerle al nuevo Emperador ni siquiera aquella remota esperanza. Tal vez el Dragón Espejo se hubiera ido para siempre.
Sabía que lo que tenía que hacer era sondear en mi hua para ver si la dragona seguía allí y poder, de ese modo, transmitir al Emperador que su presencia seguía conmigo. Pero, ¿qué sucedería si Ido me percibía en el mundo de las energías y volvía a apoderarse de mí? Me recorrió un escalofrío. Él había dicho que aquello sólo sucedía cuando yo entraba en contacto con el Dragón Rata, pero sería una insensata si confiara en su palabra. ¿Y si tenía el poder de apoderarse de mí cada vez que yo entrara en los senderos de la hua?
Me descubrí con la espalda apoyada en el borde del baño, el muro embaldosado era un apoyo sólido que contrastaba con la vorágine de mis pensamientos. Debía correr el riesgo. Hasta el momento, lo único que le había ofrecido al príncipe habían sido mentiras. Pero si quería sobrevivir, debía darle la verdad. Debía darle la esperanza del Dragón Espejo.
Mis manos encontraron apoyo en el borde alicatado.
Por favor, que esté aquí, imploré. Aspiré hondo para liberar el miedo que bloqueaba mi pecho. Volví a respirar y al hacerlo aligeré la carga que oprimía mi corazón. Hacía coincidir mis aspiraciones y espiraciones con el ritmo de mis plegarias: Por favor, que esté aquí. Los reflejos de la sala de baño ondeaban en la superficie del agua; debajo, el mosaico con el Círculo de la Abundancia de los Nueve Peces se ondulaba. Hice una pausa, armándome de valor para dar el paso final hacia el mundo de la energía y todo mi ser se tensó, preparándose para recibir la presencia del Dragón Espejo. Y de Ido.
La sala de baño se difuminó, borrosa. Me introduje más en mi hua, sumiéndome en la energía que se arremolinaba, dejando atrás los restos grises de drogas y sustancias. Tendría tiempo de echar un vistazo rápido, antes de volver a la seguridad de la bañera. Agudicé la visión de mi mente y escuché con atención por si en ella oía la voz de Ido, por si sentía que se apoderaba de mi cuerpo. Pero no percibí nada. Alrededor del baño confluían inmensas densidades de energía. Iban tomando forma: hocicos, ojos, cuernos, perlas. Los Dragones. Observé el espacio que quedaba en el círculo, haciendo esfuerzos por ver un destello de escama roja, un reflejo de perla dorada. Pero el Dragón Espejo aún no había aparecido.
—Sé lo que eres —susurré—. Por favor, perdóname. Muéstrate. Dame alguna esperanza.
Se produjo un fogonazo de movimiento. La cabeza grande, azul del Dragón Rata se agachó hasta alcanzar el nivel de mi cara. Sentí que su energía se concentraba en mí. Su poder me lamió la piel mojada y se onduló sobre ella formulando una pregunta sin palabras. Yo intenté retroceder, pero ya estaba clavada contra la pared.
—No —dije—. No.
Su fuerza seguía empujándome, era una ofrenda de energía desbocada, sin forma ni final, dispuesta a adaptarse, a convertirse en deseo humano. Era excesiva. Era un camino que conducía directo a mi corazón, un camino que Ido podía transitar en cualquier momento.
Como si se tratara de una llamada lejana, sentí que mi mano derecha se aferraba a una baldosa suelta, un ancla que me sujetaba al mundo real. Presioné con más fuerza. El pinchazo mudo de la carne al abrirse me alejó de la mirada hipnótica del dragón. El dolor se hizo más agudo y el mundo de la energía pasó de largo en un torbellino de colores: azul, rosa, púrpura, plateado, verde, blanco. Y rojo. El corazón me dio un vuelco. ¿Había visto realmente el rojo?
Pero ya volvía a encontrarme acurrucada en la bañera, con la mano clavada en la baldosa rota, y un hilo flotante de sangre creaba ya remolinos escarlatas en el agua, entre los pétalos de franchipán.
Frente al espejo del vestidor, levantaba los hombros para contrarrestar el peso de la túnica de la Armonía. A pesar de la venda, el corte de la mano seguía doliéndome. La doblé, intentando que la tela rígida cediera un poco.
—No os mováis —ordenó Rilla, que se arrodilló y me ciñó al cuerpo los pliegues delanteros de la pesada seda. En el espejo vi el reflejo de la dama Dela, de pie detrás de mí, recién bañada y vestida de blanco fúnebre, en la mano la gruesa faja que correspondía a la túnica de la Armonía. Nuestros ojos se encontraron en el cristal.
—¿Recordáis lo que os he dicho? —me preguntó—. No tendréis ocasión de hablar con el Emperador Perla hasta que el coro de suplicantes se haya ausentado y los sacerdotes de Shola hayan entonado sus cánticos ancestrales.
Asentí.
—Cuando se vayan, os quedaréis a solas con él en la vigilia del espectro —prosiguió—. Pero no debéis hablarle hasta que os hable él.
—No —objeté, negando con la cabeza—. Se lo contaré lo antes posible. Mis palabras no le gustarán tanto si respeto el protocolo como si no. Y él me escuchará o no. —Tragué saliva, invadida por un súbito temor—. No puedo permitirme perder tiempo.
Rilla alzó la cabeza.
—Haced lo que os aconseja la dama Dela. Por favor. Esperad hasta que el Emperador hable. Haced todo lo que esté en vuestra mano para protegeros.
Posé una mano en su hombro.
—Tan pronto como terminéis de vestirme, quiero que os vayáis, ¿de acuerdo? —Rilla me miró con gesto de lealtad testaruda—. Debes velar por la seguridad de Chart. Lo has prometido.
Ella levantó las manos para que la dama Dela le alargara la faja.
—Es por vuestro bien —dijo en voz baja la dama, mientras se la entregaba con delicadeza—. Esto va a terminar en un baño de sangre, pase lo que pase. Y lo mejor es que tú y tu hijo os encontréis lo más lejos posible. —Sus ojos oscuros me miraron, nerviosos, pero su predicción no hizo sino confirmar lo que en el fondo ya sabía: o el Emperador sofocaba las aspiraciones de su tío con mi ayuda, o Sethon tomaría el trono valiéndose del poder de Ido. Y, en cualquiera de los dos casos, se derramaría sangre.
Rilla asintió y se concentró en la faja que me enrollaba a la cintura.
—¿Y vos? ¿También estáis preparada para huir? No existen garantías de que el Emperador no se vengue de todos los que me han ayudado, sea cual sea su posición. Si no salgo con vida de la vigilia…
—Esperaré aquí a que traigáis el libro rojo —respondió ella, decidida.
—¿Y si no regreso? ¿Y si Ido y Sethon se salen con la suya?
—Ryko y yo tenemos un plan.
—¿Las islas?
La dama asintió.
Rilla se sentó sobre los talones.
—Ya estáis listo, Señor Eón —dijo, nerviosa.
Aspiré hondo y me miré en el espejo. En efecto, en ese momento era el Señor Eón. La túnica de la Armonía volvía a proporcionar una apariencia de hombría a mi cuerpo delgado. Al engaño se sumaba el hecho de que los últimos vestigios de suavidad que quedaban en mi rostro hubieran desaparecido, por culpa, tal vez, de la droga de sol. Mis nuevos rasgos, más angulosos, eran el reflejo de la nueva dureza que sentía en mi interior. Eché hacia atrás la barbilla: no quería renunciar a ser el Señor Eón. A pesar del peligro, de la desesperación, había saboreado el poder, el respeto. No me sorprendía lo más mínimo que Ido lo ansiara tanto.
Rilla me alisó un pliegue que estropeaba la línea perfecta del dobladillo de seda, ahuecándolo. Lloraba en silencio, sin estridencias. Desde que la conocía, era la primera vez que la veía llorar.
—No te preocupes —le dije, aunque me di cuenta al instante de que se trataba de un comentario inadecuado y absurdo. Pero sus lágrimas se llevaban por momentos la compostura que tanto me había costado lograr.
Ella me tomó la mano y se la llevó a la mejilla.
—Lo que habéis hecho por Chart, y por mí…
—Dile… —me interrumpí, con un nudo en la garganta. Tenía tantas cosas que decirle… Y a la vez no había nada más que decir.
—Puedes irte, Rilla —le susurré, soltándole la mano—. Buena suerte.
Ella se puso en pie, me dedicó una reverencia y me miró a los ojos durante un instante prolongado, intenso.
—Gracias, Señor Eón —dijo y, retirándose, se marchó.
La dama Dela suspiró.
—Esa mujer vive entregada a vos. Mientras os bañabais, me ha contado cómo se inició vuestra relación. Lo de las salinas, las ambiciones de Brannon…
Yo, finalmente, aparté la mirada de la puerta.
—Sin duda os habrá parecido un relato entretenido —le dije, refugiándome tras mi delgadísima costra de dureza.
—No —respondió ella, mirándome a través del espejo—. Yo misma he hecho muchas cosas para sobrevivir. Algunas tan desesperadas, si no más, como las que habéis hecho vos. —Esbozó una sonrisa breve—. En el carruaje he sido muy dura con vos. Ha sido por el impacto. Vos erais la única esperanza… Bien, ya sabéis que sobre vos recae una carga inmensa. Sigo pensando que deberíais haber confiado en mí y en Ryko. Aun así, comprendo por qué actuasteis como lo hicisteis.
—¿Por qué seguís ayudándome? Con toda probabilidad, soy una causa perdida.
La dama echó hacia atrás la cabeza.
Ryko os servirá a vos y al Emperador hasta el final. Y yo también.
Un atisbo de rubor oscureció aun más su rostro sin maquillar.
—Un eunuco y una «contraria». Cómo se reirían los dioses —dijo con amargura.
—Los dioses ya han empezado a reírse —repliqué—. ¿Cómo si no se explica que el futuro de un imperio descanse sobre mis hombros?
Los restos mortales del Emperador difunto se llevaron al pabellón de los Cinco Espectros. Era el único edificio de todo el recinto palaciego construido con un precioso mármol blanco, su fachada lisa resultaba más imponente aún, precisamente por la ausencia de relieves y de dorados. Los escoltas que me acompañaban —cumpliendo con el protocolo, eran cuatro de los eunucos de rango superior—, se detuvieron al pie de los nueve peldaños del duelo, también de mármol, que conducían a la entrada. En el lado izquierdo de cada uno de ellos se habían dispuesto grandes incensarios, de los que brotaba un humo que perfumaba el aire con su aroma intenso, melancólico. A través de la puerta abierta me llegaban las voces amortiguadas de los suplicantes y entreveía los parpadeos de las lamparillas colgantes. Al día siguiente, el cuerpo sin vida del Emperador sería trasladado al pabellón de la Audiencia, el edificio rojo y negro que se alzaba a la entrada del patio, para que todos pudieran llorarlo. Pero esa mañana permanecería ahí, bajo la estricta vigilancia del nuevo Emperador y su compañero de duelo, que tenían la misión de protegerlo de las intenciones aviesas de los malos espíritus.
Me volví para mirar a la dama Dela, que me había acompañado hasta donde se lo habían permitido —el límite de la plaza de los Cinco Espectros—, y seguía de pie con los demás cortesanos, que observaban en silencio mi entrada en el pabellón.
—Os veré en vuestros aposentos —me había dicho con aplomo, mientras los funcionarios de protocolo me conducían al exterior. Yo había asentido, pero los dos sabíamos que las risas de los dioses no eran garantía de su buena voluntad.
La plaza era grande y la distancia que nos separaba no me permitía distinguir los rasgos de la dama, pero por la inclinación de su cabeza sabía que estaba llorando.
Los dos oficiales que me precedían se hicieron a un lado y me dedicaron una reverencia.
—Por favor, subid, Señor —dijo el de mayor rango—. Su Alteza Real, el Emperador Perla, os aguarda.
Contemplé la escalera que conducía a la puerta de doble hoja. Tan pronto como la franqueara, mi vida estaría cautiva.
Pero ya había perdido la oportunidad de escapar: me había pasado de largo allí, sobre la arena de la Pista del Dragón, mientras aguardaba para dedicar la reverencia de los perdedores a un Emperador indiferente. Cuán breves y ocultos son los momentos trascendentales que nos depara el destino. Y en ese preciso instante me enfrentaba a otro.
Di el primer paso. Di el segundo. La desesperación tiene su propio ritmo, ahora que la decisión estaba tomada me sentía casi impaciente por enfrentarme al desenlace.
Pero no puede apremiarse al destino. Junto a la puerta me esperaban otros funcionarios de protocolo, que me condujeron a un salón tenuemente iluminado, más allá de las hileras de suplicantes arrodillados. A pesar de que apenas susurraban sus letanías fúnebres, eran tantos que la oración que entonaban resultaba casi ensordecedora. El resplandor de las lamparillas oscilantes suponía un contrapunto fantasmagórico. El cuerpo del Emperador, envuelto en un sudario, yacía sobre un catafalco de piedra, al fondo de la cámara. Junto a él se distinguía una mesa baja, de madera, cubierta de alimentos y licores dispuestos en cuencos y cálices de oro, a modo de ofrenda.
Arrodillado junto a su padre, sobre un sencillo almohadón de fibra tejida, se encontraba el príncipe, el Emperador Perla. Aunque estaba encarado hacia el catafalco y tenía la cabeza inclinada, vi que le habían rasurado la cabeza y le habían dejado sólo la coleta imperial, trenzada con hilos de oro y piedras preciosas. Con la mirada reseguí la línea que descendía por la espalda, hasta llegar a las caderas. No llevaba espada. Ni puñal.
Contaba sólo con sus manos aunque, con el adiestramiento que había recibido, aquellas manos podían resultar letales.
A su lado, vacío, otro almohadón aguardaba la llegada de su acompañante en el duelo. Despacio, me arrodillé sobre él y al hacerlo sentí de nuevo el dolor intenso de la cadera.
—Me alegra teneros a mi lado, Señor Eón —susurró el príncipe con voz ronca y vacilante.
Mi mirada se desplazó desde la tensa bienvenida que me daba su rostro hasta la descarnada mezcla de sangre reseca y carne amoratada que se concentraba en la base de su garganta. La Perla Imperial —su engarce de oro, en forma de garra— había sido cosida con rudeza en el hueco tierno que quedaba entre las dos clavículas y la herida todavía supuraba y manchaba la tela blanca de su túnica.
Finalmente, me armé de valor y lo miré a los ojos, tristes, doloridos, mientras, en un acto reflejo, me llevaba la mano a la garganta.
—El médico real huyó ayer noche. —Tragó saliva con cuidado—. Su sustituto estaba nervioso. —Logró esbozar una sonrisa fugaz—. Muy nervioso.
—¿Huyó?
Su sonrisa se volvió más dura.
—Lo encontrarán. Vos y yo podremos vengarnos.
Inclinó la cabeza de nuevo, cuando los suplicantes pusieron fin a su cántico y sonó el gong.
Yo hice lo mismo, aunque sobre todo para disimular el asombro que me causaba el cambio operado en el príncipe. Había algo en su rostro, en su voz, que me hizo pensar en Ido. Aparté de mí aquel temor incipiente y me concentré en lo que significaban las palabras del príncipe. Él creía que el médico real estaba implicado en la muerte de su padre. Y también en la de mi señor. ¿Era eso cierto? Yo repasaba mentalmente los acontecimientos que habían desembocado en su muerte y no era capaz de llegar a una respuesta concluyente, pero al menos me distraía de obsesionarme con el instante en que me quedaría a solas con el nuevo Emperador.
Transcurridas dos horas, los suplicantes depositaron sus lamparillas en el suelo, formando los pequeños círculos de la eternidad y, caminando hacia atrás sin dejar de dedicarnos sus reverencias, abandonaron el pabellón. Al momento fueron reemplazados por los sacerdotes de Shola, llegados para entonar, también ellos, sus cantos fúnebres. Durante las tres horas en las que permanecimos arrodillados, escuchando sus intrincadas armonías, tuve tiempo de observar que las manos del nuevo Emperador se cerraban gradualmente, hasta convertirse en puños de nudillos agarrotados, blancos. Sabía que intentaba combatir el dolor, yo había hecho lo mismo muchas veces. Él sufría, y, que los dioses me perdonen, yo encontraba en lo débil de su estado mi única esperanza. Tal vez su cansancio me diera a mí la ocasión de exponer mi caso y justificarme.
Las últimas notas de los cánticos fúnebres se extinguieron, fundiéndose con un silencio abrumador. A mi lado, el Emperador Perla aspiró hondo e hizo acopio de todas sus fuerzas para ponerse en pie. Al hacerlo no dio muestras de sentir dolor y, tras dedicarle una reverencia a su padre muerto, se volvió hacia los sacerdotes. Me levanté con esfuerzo, y ocupé mi puesto junto al catafalco.
Los doce sacerdotes de Shola abandonaron la cámara caminando hacia atrás y postrándose a cada paso, dejándonos sólo en compañía de los dos oficiales de protocolo. Pero ellos también se inclinaron y se ausentaron, cerrando tras de sí las pesadas puertas, hasta que sólo la luz difusa de las lamparillas de los suplicantes iluminó la cámara.
La vigilia del espectro había comenzado.
El emperador Perla se frotó la frente, fatigado.
—Tomemos un poco de licor, Señor Eón —dijo con voz ronca, apuntando con el dedo hacia una pequeña alcoba—. Creo que ahora seré capaz de beber.
Incliné la cabeza y me acerqué a una mesilla en la que reposaban dos cuencos de oro y una preciosa licorera de cristal.
—Según creo, el médico real tuvo algo que ver con la muerte del Señor Brannon —dijo, llevándose la mano a la garganta mientras hablaba—. Y tal vez también con la de mi padre, aunque la gangrena de su pierna ya lo estaba envenenando de todos modos. A ese hombre lo encontrarán y pagará por nuestro pesar.
Asentí.
—Mis mensajeros me han informado de vuestro éxito en Daikiko. —Avanzó hacia mí—. Muy bien hecho. Habéis mantenido vuestra parte del pacto. Y yo mantendré la mía.
Levanté la jarra, sosteniéndola con fuerza para disimular el temblor de mi mano. El intenso perfume arrutado del licor penetró en mi nariz mientras lo servía. El aire parecía más denso, como si el tiempo estuviera conteniendo el aliento. Levanté los cuencos.
—Majestad —le dije, alargándole el licor.
Él mantuvo la mirada perdida unos instantes, antes de volverse para mirarme a los ojos, esperando que yo lo probara. Despacio, levanté el cuenco y bebí, echando la cabeza hacia atrás hasta apurarlo. El licor me quemó en su descenso, pero era sólo el fuego del alcohol. El fuego del falso coraje.
El Emperador torció el gesto.
—Es la costumbre —dijo, y dio un buen trago—. No es que desconfíe de vos, Señor Eón.
Había llegado el momento.
—Yo no soy el Señor Eón.
Se quedó inmóvil. Por su expresión, parecía no comprender del todo, pero sí se daba cuenta de que le hablaba de un engaño.
—¿Qué?
—No soy el Señor Eón. El Dragón Espejo es hembra. Y yo también lo soy.
Él ladeó la cabeza y entornó los ojos.
—¿Hembra? ¿Sois una mujer?
Asentí una sola vez, tensándome, a la espera del instante en que finalmente asimilara lo que le decía.
—¿Un Ojo de Dragón mujer?
—Sí.
Me miró, y me di cuenta de que, por entre el asombro, se abría paso su mentalidad política.
—El dragón ha regresado porque vos sois mujer. —Me posó la mano en el hombro—. Poseéis su poder. ¿Es superior al de Ido?
Me sorprendió que comprendiera el meollo de la cuestión tan deprisa.
Sin darme tiempo a ocultar el rostro, él ya había visto la verdad. El cuenco de vino cayó al suelo, la mano, rápida como una serpiente, me agarró el cuello. Con un movimiento certero, me clavó contra la pared del pabellón, empotrándome la nuca contra el mármol. Un dolor intenso recorrió todo mi cuerpo. Acercó tanto su rostro al mío que sentí su aliento, caldeado por el licor, y el olor dulzón de la tela empapada en sangre que le cubría la garganta.
—¿Tenéis poder?
Me aferré a sus dedos para que me soltara, pero él me apretó con más fuerza y me mostró los dientes.
—Sí —balbucí.
El Emperador Perla me escrutó con la mirada.
—Mentís.
Desesperadamente, le tiré del brazo.
—Tengo poder, pero no todo. Hay un libro que…
Entonces me separó de la pared y volvió a estamparme contra ella. El golpe me dolió tanto que se me nubló la vista. Casi no podía respirar y por un momento creí que iba a perder el conocimiento.
—¿Sabéis qué es lo que habéis hecho? —gritó—. Todo dependía de vos. De una mujer.
Había dado rienda suelta a toda su rabia y me oprimía lentamente la garganta. Iba a matarme. Lo veía en su rostro. Y no podría impedirlo. Era mi Emperador. Mi señor. Mi amo. Mi voluntad era suya.
No. Nunca más. Mi voluntad era sólo mía.
Logré liberarme de su brazo. Cerré los dedos sobre la palma vendada de mi mano. Y con una fuerza que nacía del pánico, hundí la mano en el centro de la Perla Imperial. Por un momento, vi que el dolor asomaba a sus ojos. Un instante después cayó al suelo, retorciéndose, gritando entre vergonzantes sollozos.
Me miré la mano, que me dolía. Estaba manchada de sangre. De sangre real.
Por todos los dioses, ¿qué había hecho?
Me arrodillé junto a él. Me miró y me levantó los puños, el gesto asustado, perplejo.
—Majestad —le dije, sujetándole los brazos, devolviéndolos a los costados, y colocándomelo en el regazo—. Señor, perdonadme. —Una fina capa de sudor le cubría la piel—. No os muráis.
—No… voy… a morir. —Aspiró entrecortadamente, y el esfuerzo le obligó a apretar la mandíbula—. Voy… a mataros… a vos.
Intentó levantar la cabeza, pero volvió a caer sobre mí.
Aparté la tela que le cubría la garganta, pero él me clavó el codo en las costillas. A pesar del dolor, logré bajarle más los brazos e inspeccioné la herida. Había sangre reciente alrededor de la Perla Imperial, pero sólo en los bordes de los puntos, y al fondo del hueco de la garganta. Si le hubiera golpeado más directamente, si el vendaje no hubiera amortiguado el impacto, lo habría matado. Por suerte, por lo que se veía, debía de haberle dado apuntando hacia abajo, y la perla había chocado contra el pecho, no contra la tráquea. Los dioses habían sido misericordiosos. Con los dos.
—No podéis matarme —le dije—. Me necesitáis.
Él volvió a forcejear mientras su rostro abandonaba la palidez, invadido por la furia. Recuperaba la fuerza por momentos, yo no disponía de mucho tiempo para hacerle comprender.
—Escuchadme con atención. El Dragón Espejo es el Dragón Reina —le dije, cada vez más desesperada—. Ella me escogió a mí, y es ascendente. Eso, al menos, implica que poseo el doble de poder que los demás. —Él parpadeó, captando al fin la verdad—. Pero no he podido unirme a ella correctamente. Todavía no. No sé cómo invocar su poder, pero en manos de Ido obra un libro que contiene su nombre. Si me hago con él, poseeré todo su poder. Y lo pondré a vuestro servicio.
—¿Cómo… sabéis que podéis invocar su poder?
—Porque ya puedo invocar al dragón de Ido.
El Emperador Perla abrió mucho los ojos.
—¿Poseéis también… el poder de Ido?
Carraspeó. Había recuperado parte de la fuerza en la voz.
Yo asentí, mirándolo fijamente. Aquello era verdad a medias. Había invocado al Dragón Azul en la biblioteca de Ido. Con todo, no podía permitir que el Emperador viera la otra parte de la verdad: que Ido, a través de aquella conexión, era capaz de robarme el cuerpo, de apoderarse de mi voluntad.
Se liberó de mis manos.
—Apartaos.
Yo me alejé de él, que se incorporó despacio.
—Ese ha sido un golpe bajo. —Se puso en pie, tambaleante—. Tenéis un sentido del honor muy femenino.
Acababa de darme donde más me dolía.
—Estoy intentando mantener nuestro pacto. ¿No es eso el honor?
Él ahogó una risotada.
—¿Supervivencia mutua? Casi me matáis.
—Lo mismo que vos.
—Tenéis razón. —Volvió a reírse, pero la risa se convirtió en tos—. Claro que yo soy vuestro Emperador.
—Y yo soy la única esperanza que os queda de manteneros en el trono.
Su sonrisa se transformó en un gesto más duro.
—Un Ojo de Dragón mujer. —Sus ojos recorrieron mi cuerpo, y yo noté que me ruborizaba—. Mi padre me advirtió de que estuviera atento ante la naturaleza oculta de los hombres —dijo—. Pero estoy seguro de que no se refería a algo como vos. ¿Por qué he de creer que iréis a favor de mis intereses? Sin duda sois una mentirosa avezada.
Me mordí el labio inferior.
—Aquí estoy, ante vos. Ya podría encontrarme a medio camino de las islas.
Él levantó la cabeza, aceptando mi argumento.
—Cierto. Pero yo diría que vuestra presencia aquí redunda tanto en mi interés como en el vuestro. No me cabe duda de que el Señor Ido perseguiría a una mujer que pudiera arrebatarle el poder. ¿Cómo lograsteis modificar la trayectoria del monzón Rey? ¿Usasteis el poder de Ido?
Yo agarré con fuerza la seda de la túnica de la Armonía. Una mentirosa avezada.
—Si.
—En ese caso, os habéis ganado un enemigo muy peligroso. —Me hizo una seña para que me pusiera en pie—. Lo que es mejor para mí, pues confío más en vuestro temor y en vuestro interés personal que en vuestro sentido del honor, Señor Eón. —Hizo una pausa—. Aunque, claro, vos no sois el Señor Eón. ¿Cuál es vuestro verdadero nombre?
Noté que me ruborizaba de nuevo. No quería ser una niña a sus ojos. No quería ser menos que él.
—Sería más sencillo si siguierais llamándome Señor Eón, majestad. Me vendrá bien el rango que me proporciona el título hasta que…
—Hasta que consigáis invocar vuestro poder, o hasta que estéis muerta —dijo—. Esas son las opciones que os ofrezco, Señor Eón.
Asentí.
—Esas han sido siempre mis opciones, Majestad.
El Emperador Perla se acercó a la mesa.
—¿Y decís que Ido tiene un libro?
—Así es. Se trata del manuscrito del Dragón Espejo, es el único registro que perdura de la existencia del dragón. Él lo robó de los tesoros antes de que me fueran entregados.
—De modo que Prahn estaba en lo cierto. —Se sirvió más licor en otro cuenco, con mano temblorosa—. Si ese libro está en poder de Ido, él ya debe de conocer sus secretos.
—No. No lo creo. —Vacilante, me acerqué a él. Y él no me lo prohibió—. Está escrito con caracteres femeninos.
El emperador emitió una especie de gruñido.
—Parece lógico. —Alzó el cuenco para beber, pero se detuvo a medio camino al percatarse de mi asombro—. Mi madre, mi verdadera madre, me enseñó a leer algunos de esos caracteres. —Dio un trago al licor, torciendo el gesto al tragar—. Siempre me había preguntado por qué el Dragón Espejo había abandonado el círculo. Por qué ella —me miró a los ojos fugazmente, dándome a entender que aceptaba la nueva realidad—, no figuraba en los registros. Tal vez vuestro libro nos lo aclare.
—Majestad, yo no sé por qué nos abandonó. Pero lo que sí sé es que vuestro tío e Ido planean desafiar vuestras aspiraciones. Debemos proceder con rapidez y recuperar el libro. —El pabellón carecía de ventanas, y no veía si era de día o de noche. Traté de calcular el tiempo que había transcurrido—. Los Ojos de Dragón habrán regresado ya de Daikiko. Ido debería encontrarse en su pabellón.
—¿Y abandonar la vigilia? —Miró el féretro—. Sí, tenéis razón. Mi padre comprendería la urgencia. Debemos dirigirnos hasta el pabellón de Ido ahora mismo y exigirle el libro. Habrá de obedecer a su Emperador.
Yo no estaba tan segura. Y no quería enfrentarme de nuevo Ido.
—No, Majestad. Vos debéis manteneros a salvo. Iré yo con Ryko. —Hice una pausa, pues me daba cuenta de que no sabía con certeza si él había vuelto, ni si aceptaría acompañarme—. Los dos sabemos dónde se encuentra.
—Vos obedeceréis a vuestro Emperador, Señor Eón —se limitó a responder con frialdad—. Yo iré a los aposentos del Dragón Rata y pondremos fin a este asunto. —Se dirigió a la puerta—. Venid.
Al menos nos movíamos. Pero, ¿hacia dónde?