6

Despacio, recobré el sentido, una luz tenue atravesó la nebulosa gris del sueño.
Abrí más los ojos. Una habitación. Pero sus dimensiones me resultaban desconocidas. El techo era demasiado alto, las paredes, demasiado separadas unas de otras. Alguien entonaba un canto —un murmullo grave de súplica—, y el aire parecía perfumado. Tardé unos instantes en identificar el aroma: se trataba del incienso especial que se usaba con los enfermos. Me di la vuelta y quedé boca arriba, al hacerlo noté el roce suave de la seda sobre mi piel.
—¿Señor Eón?
Levanté la cabeza y distinguí el perfil de una mujer que permanecía sentada en un taburete. El borrón blanco que era su rostro terminaba en una coronilla de pelo recogido sujeto con ornamentos dorados. Era, pues, una cortesana. De pie, tras ella, aguardaba un macizo hombre-sombra de piel oscura, con la cabeza rasurada, las manos apoyadas en las empuñaduras de dos espadas envainadas. Entonces mis ojos se sintieron atraídos por un destello de luz que provenía de un rincón de la estancia. Un farolillo de oración, forrado de papel, oscilaba en la mano de un suplicante, que era quien entonaba el cántico. Junto a él, medio oculta en la penumbra, se adivinaba la presencia de un sirviente.
—Señor Eón. ¿Podéis hablar? —La mujer se expresaba en voz muy baja, grave.
Me apoyé en el codo. En mi cabeza reverberaba aún el eco del poder de aquel dragón rojo y sentía todo el cuerpo magullado. Estaba tendida en una cama, en una cama de verdad, no en un colchón que se enrollaba todos los días. De hecho, su anchura equivalía a tres esterillas y tenía los lados elevados y de madera lacada en negro. Una colcha gruesa, de seda amarilla, me cubría y se resbalaba ligeramente cada vez que me movía. Bajé la mirada. No llevaba puesta la túnica roja, sólo una bata sin mangas, holgada, que me quedaba demasiado grande. Al darme cuenta, me subí la colcha hasta el cuello. ¿Me habría desnudado aquella mujer? ¿Me habría visto?
—¿Precisáis de la presencia de vuestra criada personal? —La cortesana chasqueó los dedos y la figura agazapada entre las sombras dio un paso al frente.
Era Rilla.
¿Mi criada?
—Deberíais beber algo de agua —me sugirió la dama de la corte. Con un gesto indicó a Rilla que se acercara a un aparador largo, situado junto a una ventana que tenía los postigos cerrados. El resplandor rojizo de un pequeño brasero dibujó el perfil familiar de una jarra de agua.
Aquella no era la casa de mi señor. ¿Dónde me hallaba?
Rilla me dedicó una reverencia y me alargó un cuenco pequeño. Era de oro y tenía una peonía grabada en el costado. ¿Por qué me entregaba la copa de un noble? ¿Acaso quería que me castigaran? Intenté devolvérselo, pero entonces me fijé en las quemaduras y las llagas que cubrían sus dedos.
—¿Qué ha suc…?
Ella meneó la cabeza casi imperceptiblemente y volvió a acercarme el cuenco.
—Gracias —le dije, con la voz ronca de no usarla. ¿Cuánto tiempo llevaba sin conocimiento? Di un sorbo y luego un trago entero de agua fresca. No tardé nada en vaciar el recipiente.
—Con eso bastará por ahora —dijo amablemente la cortesana—. Los médicos dicen que debéis ingerir el agua despacio o vuestro cuerpo la rechazará.
Rilla volvió a componer la reverencia y devolvió el cuenco vacío al aparador. La cortesana llamó por señas al suplicante, que interrumpió su canto monótono y se levantó con delicadeza del asiento. Hincó entonces una rodilla en el suelo y también él me dedicó una reverencia, con sus largas manos enlazadas sobre la cadera.
—Señor Eón —dijo—, ahora que os habéis refrescado, debéis de preguntaros dónde os encontráis. Este es el aposento de invitados de la Peonía, perteneciente al Palacio Imperial. Yo soy la dama Dela. Y es un honor para mí daros la bienvenida a este palacio, e instruiros en el protocolo de la corte.
¿Señor Eón? ¿El palacio?
—¿Qué… estoy haciendo aquí? —pregunté, carraspeando.
Ella se enderezó y vi su cara al resplandor de una lámpara de aceite. Llevaba la piel del rostro muy maquillada de blanco. La mandíbula cuadrada, los pómulos altos, angulosos. Unos ojos oscuros, hundidos, perfilados de negro, dispuestos bajo unas cejas finas, arqueadas. La nariz curva delataba que procedía de las tribus orientales. La boca era generosa y dibujaba una curva ascendente que revelaba cierto humor. Se trataba de un rostro llamativo, más majestuoso y rapaz que bello.
Pero lo que llamó más mi atención fue la gran perla negra que pendía de un broche de oro y atravesaba en horizontal la piel de su cuello. Se extendía a los lados de la tráquea y cubría un bulto notable que se movía cada vez que tragaba saliva.
—¿Recordáis la ceremonia, Señor? —me preguntó, y la perla osciló, temblorosa.
El calor y el dolor regresaron en un fogonazo de recuerdo, una imagen súbita de mis manos aferradas a la perla y del dragón curvado sobre mí.
—Recuerdo que el dragón se acercaba hacia mí sobre la arena.
Ella asintió.
—El Dragón Perdido. Ahora sois el nuevo Ojo del Dragón Espejo, el primero que ha existido en quinientos años. Su Majestad Imperial ha proclamado que el retorno del Dragón es una señal auspiciosa en grado sumo.
—¡Ojo del Dragón Espejo! —repetí—. Pero si sólo soy candidato…
—Sí, entre los miembros del Consejo de Ojos de Dragón se han producido ciertas reticencias, a causa de vuestra juventud e inexperiencia, pero tras muchas deliberaciones han reconocido vuestra posición. —Hizo una pausa y su boca ancha esbozó una sonrisa fugaz—. Desde ahora sois Ojo de Dragón ascendente, y la ascendencia la compartís con el Señor Ido.
La miré fijamente.
—¿Ojo de Dragón ascendente? Pero si yo sólo soy candidato. No puedo ser Ojo de Dragón. —Me recliné y apoyé la cabeza en la almohada, aunque en realidad me golpeé con el cabecero de madera.
—Señor, habéis sido elegido por el Dragón Espejo. No existe ningún Ojo de Dragón que pueda hacerse cargo de vuestro aprendizaje y, por tanto, ahora el Ojo de Dragón sois vos. —Esbozó de nuevo aquel atisbo de sonrisa—. El Consejo ha usado el precedente del estatus del Señor Ido para tomar la decisión.
Recorrí el aposento con la mirada.
—¿Dónde está mi señor?
—El heuris Brannon ha sido recibido en audiencia por Su Majestad Imperial, junto con el resto del Consejo de Ojos de Dragón —me explicó la dama Dela, que hablaba despacio—. Señor, sé que tenéis mucho que asumir, pero debéis daros cuenta de que el heuris Brannon ya no es vuestro señor. Ahora vos sois el Señor Eón. Ojo de Dragón coascendente. El más alto rango que existe en estas tierras, exceptuando a los miembros de la familia imperial. ¿Lo comprendéis?
—No —respondí, sintiendo que el aire abandonaba mi cuerpo—. ¡No! ¡Quiero ver a mi señor!
La garganta se me cerraba y un pánico rojo me nublaba la visión.
La dama Dela se sentó junto a mí y me tomó de la mano.
—Respirad hondo, Señor Eón. Respirad. Preocuparos solamente de respirar. —Su mano suave se posó en mi mejilla, mientras yo me esforzaba por introducir el aire más allá del bloque rígido que era mi pecho—. Tú, ven aquí —ordenó—. Ayúdame.
Oí una voz que protestaba. El repicar amortiguado de unos pasos que corrían. Y luego Rilla sostuvo algo sobre mi nariz y mi boca. Era la linterna de papel del suplicante. Olía a la cera usada de la vela. Boqueé como un pez devuelto al agua y sentí que el aire penetraba con fuerza en mis pulmones.
—Vendrá enseguida —me susurró Rilla—. Y todo saldrá bien.
Aspiré hondo una vez más y ella apartó la lámpara.
La dama Dela me dio una palmadita en la mano.
—No os preocupéis, tomad aire. —Levantó los hombros e inspiró, enseñándome cómo hacerlo—. Y expulsadlo. —Expiró mientras asentía—. Lo estáis haciendo muy bien, Señor.
Recorrió la estancia con los ojos.
—Tú, Ryko —dijo secamente, chasqueando los dedos en dirección al hombre-sombra—. No te quedes ahí como una montaña. Ve a buscar al médico.
—Lo siento, señora —respondió el hombre-sombra, la voz sorprendentemente fina y aguda—. No puedo dejaros sin custodia.
Ella le clavó los ojos, desafiante.
—No creo que nadie vaya a atacarme aquí.
—No, y eso es precisamente por lo que yo me dedico a custodiaros —le aclaró él con tono paciente.
—Estoy bien —balbucí, con la voz ronca.
—¿Estáis seguro? —Me estudió el rostro—. Sé qué significa proceder de unos orígenes humildes. La elevación súbita puede… desorientar. —Me dio una última palmadita en la mano, que apoyó luego sobre la colcha de seda—. Pero me temo que no tendréis demasiado tiempo para adaptaros a vuestra nueva posición. Ahora que os habéis recuperado, Su Majestad Imperial esperará que asistáis al banquete de esta noche. Que se celebrará en vuestro honor. Debéis bañaros y vestiros. Después os instruiré un poco en cuestiones de etiqueta cortesana.
¿Un banquete con el Emperador? Me pareció que volvía a faltarme el aire.
La dama Dela miró a Rilla.
—Pareces capaz —le dijo—. Te enviaré a mi criada para que te ayude con los preparativos de tu señor. Ella te ayudará a bañarlo y a vestirlo para su aparición en la corte. Su Majestad ha dado permiso al Señor Eón para que tome lo que necesite de los almacenes imperiales.
Yo me cubrí aún más con la colcha. ¿Bañarme y vestirme? Debía hallar el modo de rechazar la oferta de la dama.
Rilla se volvió hacia mí y me dedicó una mueca mientras doblaba las manos y componía una reverencia.
—Señor, ¿puedo hablaros de vuestros requerimientos? —me preguntó con gran solemnidad.
—¿Mis requerimientos?
Me fijé en la postura respetuosa que mantenía, sólo entonces me di cuenta de que esperaba a que yo le diera permiso para abandonarla.
—Sí, por supuesto —le dije atropelladamente.
—Aprecio mucho su generosidad, señora —dijo Rilla—. Sin embargo, sólo yo estoy autorizada a bañar y a vestir al Señor Eón. —Se echó hacia delante y susurró ostensiblemente—. Mi Señor es un hombre-sombra. Yo he sido purificada y he recibido la sanción que me permite servirlo.
El cuerpo esbelto de la dama Dela se tensó, contrariado.
—Disculpadme, Señor, no había sido informada —dijo, y bajó la cabeza en señal de respeto. Tenía la nuca enrojecida—. Humildemente os presento mis excusas por interferir en vuestras disposiciones. Ordenaré que conduzcan a vuestra ayuda de cámara a los almacenes y los baños, e instruiré al personal imperial para que sólo entre en vuestros aposentos bajo órdenes expresas. Cuando estéis listo, enviad un mensajero y vendré a buscaros.
—Gracias.
El hombre-sombra me observaba con expresión extrañamente tierna. Debía considerarme un hermano. Yo aparté la mirada, incapaz de asumir aquella muestra de fraternidad mal merecida.
¿Qué se suponía que debía hacer a partir de ese momento?
La dama Dela, que seguía acuclillada junto a la cama, alzó la cabeza ligeramente.
—Señor, ¿puedo ofreceros vuestra primera lección? —me preguntó, cortés—. Debéis autorizar a quienes son inferiores en rango a que abandonen vuestra presencia.
—Ah —dije, ruborizándome—. Sí, por supuesto. Podéis iros.
Ella misma me dedicó una reverencia y se puso en pie. El hombre-sombra dobló la cintura brevemente y regresó a su posición, tras ella. Rilla y yo la vimos alejarse, diminuta en contraste con su inmenso guardián, los adornos de metal que tocaban sus cabellos tintineando al ritmo de sus pasos.
—Y tú también —le dije al suplicante, intentando imitar una voz más noble—. Gracias —añadí. Era mejor no ofender a un intermediario de los dioses.
Él me dedicó la reverencia de rigor y salió al pasillo. Al pasar junto a Rilla le dedicó una mirada de desaprobación; las velas de cera eran caras.
—Rilla… —balbucí.
Ella levantó una mano, instándome a mantenerme en silencio mientras comprobaba si quedaba alguien en el pasillo. Oí unos pasos cada vez más lejanos y los murmullos de una conversación amortiguada. Finalmente, Rilla cerró la puerta y apoyó en ella la espalda, como si quisiera impedir que volviera a abrirse de par en par.
Permanecimos unos instantes mirándonos.
—¿Señor Eón? —dijo, arqueando las cejas—. El señor ha dispuesto para ti un camino mortal, niña. —Suspiró—. Lo ha dispuesto para las dos.
—¿Siempre has sabido la verdad sobre mí? —le pregunté, mirándole a los ojos.
—Quizá —me respondió—. Pero es más fácil y seguro no tener la certeza de ciertas cosas. —Se acercó a la cama y sonrió amargamente—. ¿Cómo os sentís, mi Señor?
—Me duele la cabeza. —Me froté la sien y noté el bulto del golpe que me había propinado Ranne—. Y siento toda la piel magullada. ¿Cómo me he desvestido?
—La ropa te la he quitado yo —me respondió, mostrándome sus manos quemadas—. Nadie quería tocarte. Ni siquiera los médicos. Los Ojos de Dragón decían que era el poder del Dragón Espejo, que chisporroteaba en tu piel porque no habías soltado la perla del modo debido.
Bajé los brazos y las manos.
—Creo que ahora ya no me salen chispas. ¿Crees que volverá a sucederme?
Rilla meneó la cabeza.
—No soy una experta.
Yo tampoco lo era. Que te salieran chispas de la piel, ¿era una buena o una mala señal? No era capaz siquiera de saber si el dragón seguía conmigo. Intenté concentrarme en mi interior, pero un nuevo temor me cegaba el ojo de la mente. ¿Y si el dragón se había ido? Aspiré hondo y volví a concentrarme. El ojo de mi mente halló despacio las líneas de energía de mi cuerpo. Había algo distinto. Un cambio en mi hua —era más rápida, más fuerte—, y un eco de otra presencia, algo así como la sombra de un latido. Pero era muy débil. Abrí los ojos y me dejé caer sobre las almohadas, exhausta.
—Creo que las chispas han terminado. Siento haberte hecho daño.
Ella se encogió de hombros.
—El señor lo ha usado como excusa para impedir que los médicos te pusieran la mano encima. —Me acarició un hombro—. Por suerte eres estrecha de caderas, y de pecho pequeño. ¿Cuántos años tienes en realidad?
—Dieciséis. —Crucé los brazos sobre el pecho, para dejar de agarrarle las manos heridas—. Rilla, ¿qué voy a hacer? —Sentí que el pánico se apoderaba de mí.
—Vas a dejar que tu ayuda de cámara te bañe y te vista, y luego vas a salir y vas a ser el Señor Eón, el nuevo Ojo del Dragón Espejo.
—¿Cómo voy a ser un Señor? Si ya me ha resultado muy difícil ser candidato… No puedo hacerlo.
—Sí puedes —replicó Rilla, agarrándome de los hombros—. Porque, si no puedes, entonces todos moriremos. Tú, yo, el señor. No nos dejarán vivir si descubren lo que eres en realidad.
Lo que eres en realidad. Sus palabras despertaron en mí un recuerdo. Me liberé de sus manos.
—Rilla. Cuando me has desvestido, ¿has encontrado un monedero?
—Tranquilízate. Lo tengo yo. —Se dio unas palmaditas en el bolsillo de la bata—. Y el regalo de Chart también.
—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?
—Dos días. —Asintió, comprensiva—. No te preocupes. El señor me contó lo de la infusión. No te has saltado ninguna toma. Te he hecho beber bastante, a pesar de que en ningún momento has llegado a despertar del todo.
Suspiré, aliviada.
—Gracias.
—Ahora mismo te prepararé la dosis de hoy. —Se acercó al aparador, y removió los carbones del brasero. A su lado, en un rincón, vi un pequeño estante sobre el que reposaban mis espadas ceremoniales. Doblé los dedos, recordando el conocimiento raro, airado, que había surgido de su acero.
Les di la espalda y acerqué las piernas al borde de la cama.
—¿Dónde está Chart? —pregunté.
—Está en casa del señor.
—¿Y quién cuida de él? —Planté los pies en la alfombra, tan gruesa que se me hundieron en ella. Moví los dedos, presionándolos contra la suavidad del tejido. Su profundidad duplicaba la de las alfombras de mi señor.
—Irsa —respondió Rilla con voz neutra.
Me volví para mirarla.
—¿Irsa? ¿Pero por qué no viene él aquí?
—El Emperador no lo permite. No está dispuesto a dejar entrar en palacio la mala suerte de su deformidad.
Dejé de marcar mis huellas en la alfombra.
—Y sin embargo yo sí estoy aquí.
Rilla colocó un cazo con agua sobre el brasero.
—Sí, pero el rango y la riqueza borran el mal olor de esas cosas.
Rango y riqueza. Me fijé en los vivos colores de la alfombra. De modo que ahora yo tenía rango y riqueza. Sentí que algo despertaba en mi interior, el inicio de un poder arrebatador que no tenía nada que ver con el Dragón Espejo. Yo era el Señor Eón. No un aprendiz, sino un Ojo de Dragón. Bebía en copas de oro y dormía entre sábanas de seda. La gente me servía y se postraba ante mí; nadie volvería a reírse de mi cojera, ni a protegerse del mal con aquel gesto.
—Podría ordenar que lo trajeran —dije.
Rilla se volvió y esbozó una sonrisa.
—Esa es una idea generosa, Señor Eón. —Sentí que volvía a ruborizarme. Mi idea no había nacido de la generosidad—. Pero me temo que ni siquiera el nuevo Ojo del Dragón Espejo podría pasar por encima de los miedos del Emperador. —Se concentró en el agua, que seguía calentándose—. No te preocupes, estará bien. El señor no permitirá que le suceda nada demasiado grave a Chart.
Aquello era cierto, pero eran los daños poco graves los que me dejaban un sabor amargo en al garganta.
Alguien llamó entonces a la puerta. Me volví hacia ella.
—Señor Eón —dijo una voz desde el otro lado—. El médico del Emperador solicita su entrada.
—Vuelve a la cama —susurró Rilla—. Y no dejes que te examine. —Quitó el cazo del brasero y se apresuró a abrir la puerta—. ¡Un momento, por favor!
Me metí en la cama y me subí la colcha hasta arriba. Rilla asintió antes de abrir la pesada puerta y se inclinó ante un hombre pequeño que entró en mi aposento. Sus ropajes le hacían sombra. Llevaba cinco túnicas cortas, de la seda más fina, dispuestas en capas superpuestas, de todos los tonos del púrpura —del violeta al lila—, y el efecto creaba una degradación magnífica tanto por arriba, en el cuello, como por abajo, a la altura de los muslos. Debajo llevaba unos pantalones de pernera ancha, color teja, con bordados de oro. El gorro, marrón, era pequeño, pero lo llevaba lleno de plumas rosadas, lo que completaba la magnificencia del conjunto. Entre tantos colores, el rostro grisáceo del hombre destacaba por sus perfiles adustos; lucía una barba muy despoblada, terminada en punta. Llegó seguido por dos eunucos gordos, ataviados con túnicas azules de algodón. Uno de ellos sostenía una bandeja con una copa y el otro portaba una caja.
—Señor Eón, soy el médico real —dijo el hombrecillo, doblando brevemente la cintura, a modo de reverencia—. Su Majestad Imperial os envía un tónico muy eficaz para acelerar vuestra recuperación. —Hizo una seña al eunuco para que sea acercara con la bandeja—. Fue un regalo que le hicieron a su Graciosa Alteza los diablos extranjeros a los que ha permitido la entrada a nuestra ciudad.
El eunuco hincó una rodilla en el suelo y me ofreció la copa. Tenía el rostro hinchado y unas ojeras oscuras muy poco saludables. Desprendía un olor acre, que llegó hasta mí.
Sujeté la copa y observé su contenido. El líquido parecía barro lustroso.
—Se llama «cocolate» —dijo el médico—. Su Majestad lo toma todas las mañanas.
—¿Y he de beberlo así, sin más? ¿Como el té?
—Sí, Señor. Os resultará de lo más benéfico tras vuestro largo ayuno. Por el momento, debéis ser cauto. No nos interesa que vuestro cuerpo se vea sometido a sobresaltos. Ordenaré a los cocineros que os preparen varios platos que potenciarán vuestro restablecimiento. —Se inclinó sobre mí y me observó con atención, apretando los labios resecos con gesto concentrado—. Primero algo de bambú con pescado, creo. Y ahora, bebeos esto.
Alcé la copa. El sabor, que se parecía un poco al regusto del café de Ari, me inundó las fosas nasales antes de que el cocolate entrara en mi boca y la envolviera con su tacto aterciopelado y untuoso. Tragué y noté un amargor raro al final de la lengua. Y entonces se me agarrotaron los músculos de la mandíbula. Apreté los dientes, esperando a que el dolor pasara. La bebida era más dulce que la miel y curiosamente balsámica. Di un sorbo más largo. En esa ocasión apenas noté el gusto amargo, camuflado entre el roce cremoso que me impregnaba la boca y la garganta. Al apurar la copa, sentí como si me hubiera terminado un plato entero de dulces. Eructé, e incluso esa repetición fue deliciosa.
El médico sostuvo la copa vacía y asintió, satisfecho.
—He sido informado de que vuestra piel ya no resulta peligrosa al tacto. Por lo tanto, procederé a examinaros.
Agarró el borde de la colcha.
—¡No! —exclamé, apretándola más contra mi cuerpo—. No quiero que me examinéis. —Me aparté de sus manos, pero él me sujetó la muñeca con firmeza.
—Pero es que debo hacerlo —dijo—. Debo presentar un informe a Su Majestad.
—El Señor Eón se encuentra bien —declaró mi señor desde la puerta—. Ese será vuestro informe, médico.
—¡Señor! —Habría querido levantarme y correr hacia él, pero el médico me sujetaba aún la muñeca. Logré liberarme—. ¡Estáis aquí! —No podía evitar el temblor de alivio de mi voz.
—Por supuesto que estoy aquí, Señor Eón —dijo él, remarcando mucho el tratamiento, y dedicándome una sonrisa breve. La emoción interior iluminaba su rostro. Se acercó a la cama, plantándose tan cerca del médico que éste no tuvo más remedio que dar un paso atrás.
—¿Quién sois? —inquirió el médico.
Mi señor lo miró un instante, antes de volverse hacia mí.
—He venido tan pronto como he podido, mi Señor —dijo—. ¿Cómo os sentís?
—Me siento… —me detuve. Mi señor me estaba dedicando una reverencia. Me acerqué más la colcha al rostro—. Me siento bien, heuris Brannon —dije finalmente, tartamudeando un poco al pronunciar su nombre.
—Ya lo oís, doctor —dijo mi señor—. El Señor Eón está bien y os da permiso para retiraros. ¿No es así, Señor Eón?
—Así es —me apresuré a responder—. Podéis retiraos. Gracias.
El médico dedicó una mirada asesina a mi señor.
—Prepararé mi informe para el Emperador.
Abandonó el aposento, seguido al trote por los dos eunucos.
Rilla hizo ademán de cerrar la puerta, pero mi señor levantó la mano para impedírselo.
—Asegúrate de que todos nuestros invitados hayan salido de la estancia, Rilla. Y luego ve a preparar el baño y la ropa del Señor Eón. Hay mucho que hacer antes del banquete.
Ella se inclinó ante él, salió y cerró la puerta.
Estábamos solos.
—¿Cómo te sientes, de veras? —me preguntó mi señor con ternura, sentándose en el borde de la cama—. No ha sido un camino fácil para ti. —Se inclinó sobre mí y me examinó el bulto de la sien, presionándome la piel con dedos fríos. El aliento le olía a licor de arroz.
—Estoy bien, señor —le dije—. En serio, estoy bien.
—Me alegra oírlo. —Se retiró, los ojos brillantes de triunfo—. ¡El retorno del Dragón Espejo! Por todos los dioses, sabía que eras especial, pero jamás imaginé semejante gloria. —Parecía rejuvenecido, como si la inmensa alegría que sentía le hubiera quitado años de encima—. Ido está furioso, claro —prosiguió—. No sólo porque su dragón escogiera a Dillon en vez de a Baret, sino porque ahora debe compartir su ascendencia con mi candidato. Por un momento he creído que iba a estallar de rabia.
—Antes ha estado aquí una cortesana, la dama Dela. Y me ha dicho que ahora soy coascendente. ¿Cómo es posible que haya dos dragones ascendentes? —le pregunté—. No lo entiendo.
Mi señor meneó la cabeza.
—Hay muchas preguntas en el aire. El Consejo está patas arriba. No saben por qué ha regresado de pronto el Dragón Espejo, ni por qué lo ha hecho cuando no es su año. Los augures del Emperador están buscando respuestas, pero no puede negarse que todas las demás bestias se postraron ante tu dragón durante la ceremonia. Ese comportamiento atípico debe significar que él también es ascendente, y eso te convierte en codirigente del Consejo. A Ido no le gusta, pero ni siquiera él puede pasar por alto la voluntad del Emperador y de la mayoría del Consejo.
—¿Sabéis vos por qué ha regresado el Dragón Espejo? —le pregunté—. ¿Por qué me ha elegido a mí?
—Nadie lo sabe, Eón —me respondió—. Creo que ha de deberse a tu capacidad para ver dragones. Ha sido tu poder puro el que lo ha traído de regreso. La capacidad para ver a todos los dragones es tan rara como lo es un huevo de dragón. Y, de momento, así es como el Consejo explica tu ascenso.
Vacilante, le toqué el brazo, pues necesitaba su confirmación.
—¿Irá todo bien, señor?
Él me miró la mano y me la cubrió con la suya.
—Irá mejor que bien. Lo has hecho de maravilla. Seremos más poderosos de lo que jamás soñamos. Y si las cosas salen como las he planeado, regresaré al Consejo y al fin podré frustrar las ambiciones de Ido. —Esbozó una sonrisa—. Ya se han terminado los tiempos difíciles para nosotros, Eón.
Le devolví la sonrisa, sintiendo al fin que mi propia alegría se abría paso a través del temor.
—Podremos comer panecillos dulces todos los días —dije, encantada de verle sonreír.
—¿Panecillos dulces? Podremos comer aleta de tiburón todos los días, si nos apetece. —Me agarró las manos y se puso en pie, levantándome de la cama—. Estoy muy orgulloso de ti, Eón.
—Cuando Ranne me golpeó, creí que os había fallado, señor. —Le apreté las manos—. Creí que habíamos perdido.
—Sí, yo también lo creí. Pero, como ya te dije, nadie sabe cómo elige el dragón. Por eso quise que salieras a saludar por última vez. Ya sabes que fue duro, pero tenía que enviarte a saludar.
—Yo creía que no iba a ser capaz. Pero pude.
Sentí que la camisola me resbalaba por el hombro cuando él me apretó más contra su cuerpo.
—Sí, pudiste —susurró, apoyando los labios en mi pelo, mi cuerpo acoplándose ciegamente al suyo, en busca de su aprobación. Su aliento en mi oído era como un beso suave de sus labios—. Lo has hecho muy bien.
Apoyé la cabeza en su hombro, mientras sus manos me acariciaban el pelo, el cuello. Un agudo chispazo de energía saltó entre nosotros, de mi pecho a su mano y propagó un olor a chamuscado.
Y entonces yo me encontré de pie, sola, con los brazos abiertos, abrazando aún el instante anterior.
Él había retrocedido unos pasos, se frotaba una mano y mantenía la vista fija en mi piel desnuda.
—El dragón todavía está en ti —dijo. Se llevó los dedos a la boca y sopló para aliviar el dolor.
Me cubrí el pecho con los brazos cruzados, sintiendo que el calambre de nuestro encuentro empezaba a remitir.
—Lo siento, señor.
Él negó con la cabeza.
—Todavía no controlas su poder.
—De hecho no siento su presencia en mi mente. ¿Es eso normal?
—Tardarás un tiempo en reconocer su energía.
Asentí.
—Traeré licor —dijo, girándose—. Podemos hacer una ofrenda a los dioses.
—Creo que hay una botella en el aparador.
Me subí la camisola.
—Serviré un poco —dijo, trasladándose al otro extremo del aposento, impaciente por alejarse de mí.
Me senté en la cama.
—Tu unión con el dragón es sólo el principio, claro —me dijo—. Tenemos mucho que planear. Yo ya he puesto los cimientos en el Consejo, pero tú debes confirmar las disposiciones.
Sus pasos amortiguados resonaron en la alfombra, en dirección a mí. Yo me puse en pie al momento y me alejé de la cama. Él me alargó una copa sin atreverse a mirarme a los ojos.
—¿Disposiciones? ¿A qué os referís, señor?
—He transmitido la opinión de que eres demasiado inexperto para ser coascendente sin ayuda de un asesor. Y el Consejo ha decidido que debes nombrar a tu albacea lo antes posible.
—Vos —dije.
Él asintió una sola vez.
—Yo —susurró, y levantó la copa—. Demos gracias a los dioses.
—Demos gracias —repetí.
Bebimos.
Yo sentí que se me revolvían las tripas cuando el amargo licor de arroz entró en contacto con el cocolate.
—¿Y qué va a suceder ahora, señor?
—Ahora jugaremos el juego hasta el final. Tú estudiarás y aprenderás a controlar tu poder. Yo aseguraré nuestra posición en el Consejo. Y cuando termine tu ciclo como Ojo del Dragón Espejo, seremos muy ricos y poderosos.
—Sí, señor.
—Debes dejar de llamarme señor —dijo secamente—. Ahora tú eres el Señor Eón y cuando me confirmes en mi cargo, yo seré el Señor Brannon. Así es como debe ser. —Observó la copa de licor y tensó los músculos de la mandíbula—. Así es como debe ser.