12

Esperar a Ryko me agarrotaba los músculos como un calambre, obligándome a caminar de un lado a otro del aposento para aliviar la tensión. Dos veces me pareció oír que golpeaban el postigo con los nudillos, pero en ambas ocasiones me asomé y descubrí que el jardín estaba tranquilo y en penumbra, acariciado por el aire cálido de la noche.
Me sequé las manos sudorosas en la túnica de trabajo —que había recogido, sin que nadie me viera, del cesto del vestidor— y me senté en la cama. Aunque estaba más tensa que la cuerda de un laúd, sentía que un cansancio profundo, producto del ritmo frenético del día, subyacía agazapado.
Me levanté una vez más de la cama y me acerqué al hermoso altar que Rilla había erigido para mis antepasadas. Sin duda le había tomado la palabra a la dama Dela y había saqueado los almacenes imperiales. Las estelas funerarias se alzaban sobre unos pequeños pedestales dorados; detrás de ellos, un diminuto biombo de tres cuerpos, decorado con el dibujo de unas ramas de melocotonero en flor, creaba un fondo elegante sobre el que también destacaban los cuencos de las ofrendas y los incensarios. Yo sabía que debía arrodillarme frente a él y rezar, pidiendo protección y tal vez algo de la tranquilidad que tanto necesitaba. Pero en vez de hacerlo, me sentí atraída por el estante de las espadas, que colgaba en la pared.
El jade y la adularía de las empuñaduras brillaban como ojos de animal en los que se reflejara la luz de una lámpara. Ahora aquellas espadas eran mías, lo serían hasta que terminara mi ciclo como Ojo de Dragón. Dos espadas dotadas de una ira que parecía fundida con el acero. Yo la había absorbido durante la ceremonia, había oído sus voces en mi mente. Me acerqué a la empuñadura de la espada que quedaba más arriba. Posé las puntas de mis dedos sobre el frío metal.
Como un grito, la misma ira recorrió todo mi ser.
Aparté la mano al instante.
Otro sonido. Unos golpes suaves en la ventana.
Di unos pocos pasos y me planté junto a los postigos. Ryko estaba de pie, a un lado, con la mano levantada, instándome a ahorrarme los saludos. Entreví el brillo de una empuñadura cuando bajó la manga; llevaba un arma envainada. Sin duda llevaría otro cuchillo guardado en algún sitio, para mayor protección: aquella era el arma de un ladrón, no de un guardia imperial.
Escrutó la oscuridad, su perfil achatado se recortó contra la palidez grisácea del jardín de guijarros. Satisfecho, se volvió y esbozó una sonrisa. La curva súbita de sus dientes blancos resultaba desconcertante en contraste con su piel oscura.
—¿Listo? —dijo, con una voz ahogada que no era un susurro pues, según me había dicho, las eses silbadas se oían más que las palabras pronunciadas con voz grave.
Volví la vista atrás para mirar las espadas, que seguían mudas, en su sitio. Me apoyé en el alféizar, pasando en silencio al otro lado, cuidando de no hacer ruido al aterrizar sobre los guijarros.
—Despacio ahora —murmuró—. Estas piedras delatan más que un perro guardián.
Con cuidado lo seguí hacia el sendero de los criados, que recorría la parte trasera de los aposentos, conteniendo la respiración cada vez que las piedras crujían y entrechocaban bajo nuestros pies. Los dos suspiramos de alivio cuando, finalmente, alcanzamos el camino de tierra compactada.
—Saldremos por la Puerta del Buen Servicio —dijo Ryko mientras avanzábamos a buen paso. Yo ignoraba el dolor que ya atenazaba mi cadera por la prisa excesiva y lo inestable del terreno—. Esta noche, dos amigos míos montan guardia. Ellos nos dejarán pasar sin demasiados problemas.
La Puerta del Buen Servicio se usaba sobre todo durante el día para la entrega de las ingentes cantidades de alimentos que las cocinas imperiales preparaban para la familia real y su numeroso personal. Por la noche, según me contó Ryko, era más tranquila, la más solicitada por los guardias que deseaban pasar una noche en paz.
Al acercarnos a ella, dos siluetas fornidas abandonaron sus posiciones y nos preguntaron el nombre con un ímpetu que, no obstante, no lograba disimular su aburrimiento.
Ryko se identificó, antes de señalarme con un gesto de cabeza.
—Y me acompaña el Señor Eón.
El menor de los dos guardias se acercó a mí, el borde de una especie de casco de cuero ensombrecía sus ojos. Me estudió con atención y entonces se echó hacia atrás; satisfecho, me dedicó la reverencia preceptiva. Su compañero no tardó en imitarlo.
—Conduzco al Señor Eón a la Avenida de las Flores —dijo Ryko, y hasta mí llegó el entrechocar de unas monedas.
Los dos guardias intercambiaron unas miradas. La Avenida de las Flores se encontraba en el Distrito del Placer.
—Y no desea que se conozca que ha atravesado esta puerta.
Ryko abrió la mano y les mostró el brillo de la plata.
El guardia más corpulento se pasó la lengua por los labios.
—Nuestra discreción está garantizada, Ryko. Eso ya lo sabes —le dijo.
El eunuco los miró fijamente.
—Ya sabéis que ocurrirá si oigo algo de esto en el cuartel de los guardias.
Los dos eran hombres imponentes, pero Ryko los superaba en altura y corpulencia. Los guardias asintieron y él les lanzó la moneda antes de conducirme a través de la puerta.
—¿Creen de veras que me llevas a las casas del placer? —le pregunté, mientras Ryko me alejaba de la vía principal y me llevaba hasta la pista en la que el Emperador montaba a caballo. ¿Qué podía hacer un Sombra de Luna con las Mujeres Flor?
—Por supuesto que lo creen —me respondió en tono divertido—. Saben bien que hay más de un modo de despellejar a un gato.
Al momento noté que me ruborizaba, me alegré de que la noche me sirviera de escudo protector.
De pronto, Ryko tiró de mí y nos ocultamos tras unos arbustos. Un hombre que se encargaba de la recogida de estiércol había doblado la curva y se dirigía hacia nosotros, cargando con una carretilla. Los dos nos agazapamos y yo observé entre el follaje. Vi que se detenía frente a nuestro arbusto y que con una pala recogía un montón de boñigas de caballo. Las arrojó a la carretilla con fuerza y el aire se impregnó del aroma penetrante de los excrementos. Aunque me cubrí la nariz con la mano, sentí que me lloraban los ojos. Finalmente, se alejó. Yo hice ademán de incorporarme, pero Ryko tiró de mí para impedírmelo y no me quitó la mano del brazo hasta que oímos a los guardias mofarse del hombre en el momento de franquear la puerta, tirando de su carretilla.
—Tendremos que seguir por los jardines y evitar los caminos, Señor —dijo Ryko en voz muy baja—. Será más rápido si los llevo sobre mi espalda.
Así lo hicimos, y al poco ya nos habíamos internado en la extravagante sucesión de jardines que separaban los pabellones de los Dragones del recinto palaciego propiamente dicho. El Emperador los llamaba su Anillo Esmeralda, y sólo permitía a sus favoritas que recorrieran sus senderos y se refrescaran bajo sus sombras. A esa hora de la noche estaban desiertos; los caminos principales eran los únicos que recibían la luz de unos farolillos rojos, grandes, de los que se usaban durante las celebraciones, colgados de unas cuerdas atadas entre dos postes. Me apretaba más contra los hombros fornidos de Ryko mientras pasábamos a la carrera junto a pabellones dorados, los parterres que los rodeaban y los estanques sorteados por elegantes puentes. En parte, la velocidad me entusiasmaba, pero en parte el miedo por lo que nos aguardaba me cortaba la respiración. Al doblar un bosquecillo de hayas fantasmales, una sombra salió a nuestro encuentro. Yo me eché hacia atrás instintivamente, obligando a Ryko casi a acuclillarse, lo que me hizo rebotar contra su espalda. La silueta oscura de un zorro desapareció entre unos arbustos.
Ryko aspiró hondo.
—Hara —dijo, recurriendo al nombre que usaban los isleños para referirse al dios zorro, el mensajero. Y se incorporó, levantándome a mí.
—¿Es un mal presagio? —le pregunté, inquieta.
El eunuco se encogió de hombros.
—Hara advierte de que se acerca un mensaje, pero no dice si es bueno o malo.
Esperaba que lo que Hara nos anticipara fuese que íbamos a recuperar el manuscrito. Ryko me sujetó con más fuerza y reemprendimos la marcha. Me producía una curiosa sensación de bienestar encontrarme tan cerca del cuerpo de otra persona. Tal vez fuera el lejanísimo recuerdo de mi padre llevándome del mismo modo. Emocionada por aquella sensación de unidad, me apreté con más fuerza contra él y acerqué mucho la boca a su oreja.
—Gracias por ayudarme —dije—. Eres un buen amigo.
Él volvió ligeramente la cabeza y su mejilla rozó la mía.
—Es un honor para mí —dijo, afectuosamente. Su voz se hizo más grave, más imperiosa—. Y debemos proteger al Emperador y a su estirpe.
Yo logré formular al fin algo que llevaba tiempo desconcertándome.
—¿Por qué apoyas al Emperador, Ryko? Él ordenó castrar a los hombres de Trang, a tu gente, y los esclavizó.
Ryko gruñó algo.
—No fue el Emperador quien dio la orden. La revuelta coincidió con la muerte de Su Majestad la Emperatriz. El Señor Celestial dejó todas las decisiones militares en manos del Gran Señor Sethon. Fue Sethon quien dio la orden. —Noté que aminoraba la velocidad—. Y ahora, silencio. Nos acercamos al camino.
Se detuvo al resguardo de unos árboles y observó la suave pendiente que se extendía frente a nosotros. Nos encontrábamos en el extremo más alejado del cementerio del Ojo de Dragón Buey, que quedaba frente al pabellón de ese mismo Ojo de Dragón. Las tumbas, cuidadosamente dispuestas, ocupaban una elevación propicia del terreno y sus altares de mármol, de forma curva, semejaban hileras de dientes algo torcidos. Más allá se distinguía una parte del Círculo del Dragón, la amplia avenida asfaltada que separaba un extremo de los jardines del anillo formado por los pabellones del Dragón. Se trataba de una vía reservada a los altos rangos y a esa hora de la noche casi nadie la transitaba. Una figura solitaria, ataviada con la librea del servicio, caminaba por el camino de tierra que corría paralelo a ella.
—Este es el mejor punto para cruzar —murmuró Ryko, señalando en dirección al límite de un bosque espeso. Sus densas sombras parecían impenetrables—. El pabellón del Buey conserva un bosque de caza que lo recorre por entero en su parte trasera. Lo atravesaremos y llegaremos junto al pabellón de la Rata.
Pero antes debíamos cruzar la avenida. Esperamos a que el sirviente desapareciera tras la curva. Todo despejado. Ryko me dio una palmadita en la pierna, indicándome que me agarrara con más fuerza. Lo hice, y él se lanzó hacia delante. Al alcanzar la protección que nos brindaban los árboles, los dos suspiramos de alivio.
Me pareció que tardábamos una eternidad en abrirnos paso por aquel bosque espeso, a pesar de sus reducidas dimensiones. Los senderos eran estrechos y apenas visibles con la escasa luz. Hasta mí llegaba la respiración entrecortada de Ryko, que se movía entre los árboles y apartaba las ramas de los arbustos. De vez en cuando nos cruzábamos con algún animal nocturno, un destello de pelo plateado que al instante se convertía en sombra. Sobre nuestras cabezas, la luna, en cuarto creciente, se acercaba a su cénit: la campanada de medianoche no tardaría en sonar. Y yo no podía hacer nada más para acelerar nuestro avance que sentarme a espaldas de Ryko e intentar pesar lo menos posible.
Finalmente, los árboles empezaron a espaciarse. Ryko aminoró la marcha y contrajo los hombros, agotado. Frente a nosotros, al otro lado de un prado sin árboles, se alzaba la inmensa mole de piedra que era el pabellón de la Rata. Nos detuvimos, agazapados al resguardo de los últimos vestigios de vegetación. Ryko resoplaba, mientras observaba lo alto del ancho muro.
—Esperaremos —dijo, jadeante, sujetándome con más fuerza contra su espalda, antes de anudarse de nuevo el saco que llevaba atado a la cintura—. Puede haber guardias haciendo la ronda en lo alto de la muralla.
Vigilamos y esperamos; en un buen rato no apareció ni una sola figura con casco.
Ryko volvió la cabeza y vi que esbozaba una sonrisa fugaz.
—Ha llegado el momento.
Sentí que se me aceleraba el corazón cuando atravesamos el claro. ¿Notaría el eunuco los latidos de mi corazón contra su espalda? Sin alejarnos en ningún momento de la sombra que proyectaba la muralla, avanzamos despacio hacia la entrada del pabellón. La verja, de metal, muy pesada, se alzaba en su centro. Alcé la vista y vi los seis remates puntiagudos, dorados, que Dillon me había descrito.
—Es aquí —le susurré a Ryko al oído.
Asintió y me soltó. Apenas puse los pies en el suelo, oímos el tañido de la campana que señalaba la medianoche. De pronto, una explosión atronadora me ensordeció momentáneamente y un fogonazo silbante describió una parábola desde un extremo de la muralla, antes de abrirse en una flor de luz descendente. Al momento me vi empujada al suelo y me sentí oprimida por el cuerpo de Ryko, que se había echado sobre mí y con su peso me hacía morder la tierra. Del pabellón nos llegaban voces, gritos, órdenes masculladas. Sacudí los hombros y traté de incorporarme y encontrar espacio para respirar.
El peso se alivió. Aspiré hondo mientras Ryko se arrodillaba a mi lado.
—Señor, ¿estáis bien?
Los dos oímos el chasquido de un cerrojo al descorrerse y alzamos la vista. Dillon se asomó desde el extremo de la verja, los ojos muy abiertos, temerosos.
—¿Eón? —Meneó la cabeza—. Quiero decir, Señor Eón. ¿Sois vos?
Vio que Ryko se alzaba a su lado.
—¡Por todos los dioses!
Se refugió tras la reja, pero Ryko fue más rápido y lo agarró del brazo, tirando de él para que volviera a salir.
—Tranquilo. Soy el guardaespaldas del Señor Eón —gruñó.
Dillon me dedicó una mirada asesina.
—Tranquilo —le dije para calmarlo, mientras con un gesto de cabeza indicaba al eunuco que lo soltara. Escupí la tierra que se me había metido en la boca—. ¿Has sido tú el de la explosión?
Dillon asintió.
—Un par de cohetes para la celebración de los Doce Días. Aunque no durarán mucho.
Ryko me ayudó a ponerme en pie.
—¿Cómo está vuestra pierna? ¿Está bien?
Sentía todo el cuerpo agarrotado y magullado, pero con quejarme no ganaba nada; en cambio, podía conseguir que mi guardián me obligara a quedarme fuera.
—Estoy bien —respondí—. Vamos, en marcha.
Dillon dejó que franqueáramos el arco y después cerró la reja con cuidado. Nos encontrábamos en una larga avenida, flanqueada por dos edificios.
—¿Cuántos guardias hay? —quiso saber Ryko.
Dillon vaciló.
—Sólo ocho. Los demás han acompañado al Señor Ido. —Señaló hacia la izquierda—. A la biblioteca se llega por ahí, atravesando el jardín geométrico. Está construida en el interior de la colina.
—¿Dentro de la colina? —repetí.
Dillon asintió.
—Oí decir al Señor Ido que por ahí pasa una línea de energía. Y que de ese modo se aprovecha todo su poder.
No sabía por qué, pero sus palabras me hicieron estremecer.
Nos pusimos en marcha, avanzando por el estrecho sendero. Dillon iba delante, yo en el centro, y Ryko en la retaguardia. Lejos, en el patio de carruajes, alguien emitía órdenes a voz en cuello. Dillon se detuvo al llegar al final de la calle. Por encima de su hombro, entreví el patio interior en el que había esperado, en compañía de mi señor, a que diera inicio la sesión del Consejo. De las cuatro esquinas colgaban grandes lámparas de bronce; bajo su luz amarillenta, los perfiles de los naranjos enanos parecían soldados fantasmales que montaran guardia. Un sirviente pasó corriendo bajo la columnata, antes de desaparecer en un pasadizo oscuro. Dillon me hizo una seña con la cabeza y dobló la esquina.
Agachando la cabeza bajo la copa de los naranjos, lo seguí hasta el inicio de la arcada, aunque mi cojera me obligaba a ir mucho más despacio de lo que me habría gustado, y me desesperaba. Acababa de alcanzar el inicio del pasaje cubierto y en penumbra, cuando se abrió una puerta que daba al edificio de la izquierda, hacia la mitad, y una joven sirvienta salió por ella. A mi lado, Dillon contuvo el aliento. Ryko, a medio camino entre los naranjos enanos y el arco, se echó al suelo. Me pegué todo lo que pude contra la pared de piedra. La muchacha se detuvo, sacó una rebanada de pan del bolsillo de la falda y atravesó el patio, en dirección a nosotros.
Vi que Ryko se agazapaba como una alimaña. Desenvainó los cuchillos con movimientos certeros y en absoluto silencio. ¿Qué pretendía hacer? Aquella criada no era más que una niña que había robado una ración extra de pan. Echándose hacia delante, dispuso los filos de sus armas de tal modo que con uno pudiera rebanarle el pescuezo, mientras le clavaba el otro en el corazón. Todo muy rápido, muy silencioso. Miré a Dillon, que también se apoyaba con fuerza en la pared.
—¡Detenla! —le susurré. Él negó suavemente con la cabeza y cerró los ojos. Tuve que apretar los puños para no empujarlo.
De pronto, tras ella, la puerta volvió a abrirse y se detuvo con un crujido. Una figura achaparrada se recortó a la brillante luz.
—Gallia. Vuelve. Todavía no has terminado con estas cacerolas.
La muchacha escondió el pedazo de pan en lo más hondo del bolsillo y volvió sobre sus pasos. Dillon suspiró al verla entrar en la cocina y cerrar la puerta, que amortiguó la voz aguda de su superior.
Sin incorporarse del todo, Ryko corrió para salvar la distancia que lo separaba de nosotros. Vi que envainaba los cuchillos con destreza. Nuestras miradas se cruzaron y durante un instante tenso nos escrutamos, juzgándonos.
—¿Habríais preferido que nos descubrieran? —se justificó.
Sus cuchillos no eran lo único afilado en él.
—Yo ya no sigo a partir de aquí —declaró Dillon, echándose hacia atrás—. No pienso ni acercarme a la biblioteca. Id por este pasadizo. Os llevará al jardín. La biblioteca está en la esquina del Dragón Rata.
—¡Espera! —le pedí, agarrándolo de una manga.
—No —dijo, soltándose y doblando la esquina del soportal. Sus pasos, al alejarse, resonaron en el pavimento como una música sincopada, temerosa.
—Su estratagema no nos servirá durante mucho más tiempo —dijo Ryko, dirigiéndose hacia el fondo del pasadizo—. Debemos actuar deprisa. Los guardias lo inspeccionarán todo.
Los sonidos en el patio de carruajes habían cesado. Nos mantuvimos unos instantes en silencio, a resguardo del pasadizo, y estudiamos el vasto espacio que debíamos atravesar. Un camino largo, pavimentado, se curvaba y superaba un puente, pasaba junto a un estanque y rodeaba un pequeño pabellón. De los árboles en flor colgaban lamparillas de la fiesta de los Doce Días. El perfume nocturno del jazmín impregnaba el aire con su suave dulzura de miel. Parecía que ahí tuviera que haber un jardín, pero la colina baja que se alzaba en el extremo norte-noroeste de la glorieta anulaba toda pretensión de belleza. Desde donde nos encontrábamos ya percibía el poder amenazador que desprendía.
—Todo está despejado —dijo Ryko—. Vamos.
Avanzamos sobre la hierba bien recortada, sorteando árboles en flor. Ryko se movía deprisa y la separación entre nosotros no hacía sino aumentar, pues mi pierna enferma se hundía en todos los desniveles del camino. Su figura empezaba a confundirse con una sombra que parpadeaba entre los árboles, el resplandor de las lámparas festivas reflejaba intermitentemente el brillo de su piel, o un destello de metal. Miré hacia la arcada: todo seguía tranquilo. Ryko había desaparecido de mi vista. Dejé atrás el pabellón, con sus paredes cubiertas de glicinas trepadoras. Ya no me encontraba lejos de la biblioteca. Me presioné con fuerza la cadera para aliviar el dolor y avancé a paso lento, renqueante. El sendero quedaba frente a mí. Sólo me faltaban unos pocos pasos.
Había algo tendido en el suelo enlosado. Algo grande.
Me detuve. Tardé un poco en comprender a quién pertenecía aquel cuerpo desparramado. Era Ryko, retorciéndose de agonía. Giró sobre sí mismo para mirarme y no pudo reprimir un grito amortiguado de dolor. Tenía las venas de la frente y el cuello muy hinchadas y apretaba los dientes con fuerza.
—¡Apartaos! —dijo, y sus palabras se convirtieron en gemido al intentar arrastrarse por el camino, golpeando los adoquines con la cabeza con ruidos sordos. Me agaché y le sujeté la nuca con la mano para impedir que volviera a golpearse contra el suelo. El peso de la cabeza hundió mis nudillos en el pavimento.
—Deben haber salido de la colina. ¡Corred!
Se sujetaba el vientre con las dos manos, y una sangre oscura se escurría entre sus dedos. ¡Lo habían apuñalado! Miré a mi alrededor, aterrorizada. La colina se erguía sobre nosotros; una puerta negra de metal se abría en un extremo como la boca de un animal. Nadie podía haber salido por ella, pues estaba cerrada con un inmenso candado.
—Dejadme aquí y huid —me instó Ryko—. ¡Ahora!
—¡No! —respondí. Un chispazo de ira se abría paso entre mi miedo. No podía dejarlo ahí, moribundo. Por el punto de fuga de mi visión vi que algo brillaba. Me volví. Por un momento, vi unas inmensas garras color ópalo que cruzaban la colina, como las varas de una jaula, y sobre ellas un ojo más negro que un abismo.
El Dragón Rata.
Al otro lado del jardín el arco se iluminó. Antorchas. Todavía se encontraban en el patio interior, pero no tardarían en inspeccionar el jardín.
—Ryko, se acercan —susurré—. Tenemos que escondernos.
Él asintió, apretando mucho los dientes.
—¿Árboles? —balbució.
Los árboles se encontraban demasiado lejos y, además, estaban tan dispersos que no nos habrían brindado protección. Me giré en busca de alguna otra opción. ¿La puerta? ¿Lograría la fuerza del Dragón Rata repeler también a los guardias? Si lográbamos ocultarnos en las sombras, tal vez no se acercaran tanto como para vernos.
—Arrimémonos a la puerta —ordené. Me senté detrás de él y empujé su cuerpo con las piernas, al tiempo que pasaba los brazos por debajo de sus axilas—. Vamos. Ayúdame un poco.
Él plantó los pies en el suelo e hizo fuerza mientras yo lo arrastraba. Nos arrastramos sobre el enlosado, pero pesaba tanto que no lograba separar mis huesos del suelo, y me aplastaba el pecho. Cada tirón le hacía gemir de dolor, y a mí me cortaba la respiración. ¿Nos oirían los guardias? La mancha que cubría la parte frontal de la túnica de Ryko se agrandaba por momentos, empapando la tela. Estaba perdiendo demasiada sangre. Le apoyé con fuerza la mano en el vientre, intentando detectar el origen de la hemorragia.
Y de pronto, la túnica no estaba mojada.
Levanté la mano. No había sangre. No había mancha.
Aquello no era real. Nada de todo esto era real.
—Ryko. No estás sangrando. Esto es obra del Dragón Rata.
Vi que el eunuco ponía los ojos en blanco.
—¡No! —Le hundí los dedos en la clavícula. Si se desmayaba, no tendría modo de moverlo—. No te duermas. ¡Esto no es real!
Él gruñó de dolor, abriendo los ojos.
—Dejadme aquí. Huid. No pueden encontraros. —Y me apartó las manos.
Lo ignoré y volví a arrastrarlo hacia la puerta. Él empujó débilmente, intentando ayudarme. Di un último tirón y mis hombros se estrellaron contra algo sólido. La puerta. Con esfuerzo me escabullí de debajo de Ryko, y, a gatas, le encogí las piernas para que todo su cuerpo quedara protegido por la oscuridad. Si los guardias llegaban hasta donde había llegado el eunuco, la sombra que proyectaba la colina no nos cubriría, quedaríamos expuestos. Me apoyé en el frío metal: todo aquel esfuerzo no serviría de nada.
Me fijé en el candado. Debíamos encontrar la manera de entrar. Pero Ryko no estaba en condiciones de forzarlo. Levanté la mano, agarré el pesado cierre y me colgué de él. Era macizo. Lo moví. Metal contra metal. Inamovible.
Volví la cabeza. Por el sendero, una de las luces se había convertido ya en una llama definida que perfilaba la silueta del hombre que la portaba. El miedo me oprimió la garganta.
Había una última oportunidad: el Dragón Rata. ¿Sería capaz de invocarlo? Tellon aseguraba que eso era imposible, pero yo sabía que entre él y yo existía cierta conexión. Buscando desesperadamente mi hua, lo invoqué torpemente a través de mis siete centros de poder. Era como tratar de atrapar una arena muy fina, mi hua escapaba entre los dedos de mi control, hasta que sólo me quedó una pequeña parte, retenida en un recodo de mi mente. Concentrando al máximo todo mi ser, la dirigí hacia el Dragón Rata. Un dolor terrible, sostenido, me hizo tambalearme. Durante un momento fui un vacío. Una cáscara. En mi mente veía al Dragón Azul asomado a la colina, con las garras entrelazadas en ella. La inmensa cabeza se alzó y me observó con ojos fijos. Confusión. Reserva. Echó el rostro hacia atrás y emitió un chillido, un grito de resentimiento. Y entonces algo atronó en mí como el estridente aullido del viento. El candado se partió con un chasquido y caí al suelo.
Permanecí inmóvil un instante, presa del asombro al constatar que, en efecto, el candado estaba roto.
El Dragón Rata había respondido a mi llamada.
Ryko balbució algo con voz ronca. Arranqué el candado y empujé la puerta que, en silencio, se abrió hacia dentro. Un pasadizo. Agarré a Ryko por el brazo y tiré de él, mientras el eunuco se arrastraba hacia atrás. Despacio logramos acceder a aquel espacio estrecho. Tan pronto como sus pies abandonaron el umbral, cerré la puerta metálica y los dos quedamos envueltos en la más absoluta oscuridad.
Me apoyé en la pared y aspiré hondo. La respiración entrecortada de Ryko iba recobrando su ritmo normal. Toqué la pared. Era de piedra, lo mismo que el suelo. A mi lado, noté que el eunuco se agitaba.
—¿Nos han visto? —preguntó, con voz que sonaba normal.
—No, no lo creo. —Alargué la mano hasta tocar el músculo pétreo de su pecho—. ¿Estás bien?
—Sí. —Noté que su mano rozaba la mía al palparse el estómago, en busca de la herida—. Tenías razón. No ha sido real. —Se echó a reír, presa del alivio.
Mis ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, la rendija de luz tenue que se colaba por debajo de la puerta me permitía ver el perfil oscuro de Ryko delineado ante mí.
—¿No os habéis visto afectado? —me preguntó en un tono que era mezcla de respeto y temor.
—En absoluto —respondí secamente. No era ese el momento para hablarle de mi conexión con el Dragón Rata. Me acuclillé—. Debemos ponernos en marcha.
—Esperad.
Oí el roce de ropa y el sonido de algo hueco al entrar en contacto con el suelo. Y el chasquido de un mechero. Una chispa recorrió la oscuridad. Otro destello y entonces, con un ruido sordo, una pequeña llama prendió sobre el suelo, iluminando los ángulos del rostro de Ryko. Deslumbrada por la repentina luz, parpadeé y vi el pequeño recipiente de barro cocido en el que ardía la llama.
—Pólvora —dijo Ryko muy ufano—. Un truquito de mi pueblo. —Metió la mano en el saco que llevaba atado a la cintura y extrajo de él dos velas. Acercó una de ellas a la llama y encendió la mecha. Cuando retiraba la segunda, ya encendida, la llama de la pólvora empezaba a extinguirse.
—Tomad —me dijo, alargándomela. La sostuve en alto, entornando los ojos para ver mejor el pasillo. Otra puerta metálica nos aguardaba a escasos pasos de donde nos encontrábamos.
—No parece cerrada con candado —me tranquilizó Ryko, tirando al suelo la pólvora consumida. Con una mano, envolvió el recipiente de barro con un retal de piel y volvió a metérselo en el saco—. Yo iré primero.
—¿Y si hay más fuerza de dragón?
El eunuco vaciló, observando con cautela aquella segunda puerta. Apretó los dientes.
—Aun así, iré yo primero.
Permanecimos los dos de pie, nuestras sombras recortándose, parpadeantes, sobre la pared de piedra. Ryko dio un paso al frente.
Lo seguí, atenta a cualquier percance. Nada. La protección del dragón debía de terminar en el exterior.
Nos detuvimos frente a la puerta interna, la luz de las velas nos permitió distinguir una forma grande grabada en el metal: doce esferas unidas en círculo, las dos superiores de mayor tamaño y dotadas de un efecto de rotación.
—¿Qué es? —preguntó él—. ¿Una especie de encantamiento de Ojo de Dragón?
—No lo sé. No lo había visto nunca hasta ahora.
Ryko se adelantó y tiró del asa. El cierre se levantó sin dificultad de su encaje. Se giró para mirarme.
—¿Listo?
Asentí.
Empujó ligeramente y la puerta se abrió. La luz de nuestras velas iluminó una alfombra de azules intensos y alcanzó unos estantes llenos de cajas de madera pulida que contenían rollos. Desde donde me encontraba distinguía las patas y los bordes de una gran mesa de lectura, situada más al fondo, aunque sus verdaderas dimensiones se perdían en la oscuridad. El espacio parecía no tener fin.
Se parecía a la biblioteca de mi señor. Y olía de modo semejante: a pergaminos polvorientos y al aroma intenso de las barras de tinta. Pero había algo que era distinto, una sensación de poder que me ascendía por los pies y se acumulaba en la base del cráneo.
Ryko accedió a la sala, levantando más la vela.
—Es inmensa. —Se volvió, describiendo un círculo—. Y está atestada de rollos. —Se adentró más en el espacio—. Cerrad la puerta, Señor, y podréis encender una lámpara para buscar mejor vuestro manuscrito.
Entré y cerré la puerta mientras él acercaba su vela a una lámpara grande de bronce, depositada sobre un banco. De inmediato el lugar se iluminó; las sombras interminables se solidificaron en las paredes y el techo de una estancia alargada. Me sentí atraído al instante por la mesa de lectura que ocupaba su centro, cubierta por completo de pergaminos desenrollados que se mantenían abiertos gracias a unos pesos de latón dispuestos en las esquinas. El borde de la mesa, elevado, estaba flanqueado por lámparas de aceite fijadas a la superficie, el combustible encerrado en pequeños envases de vidrio. Qué fácil debía de ser estudiar un rollo con aquella luz tan brillante.
—¡Vaya! —exclamó Ryko—. Esto explica algunas cosas.
Miré a mi alrededor. Estaba de pie junto al banco y sostenía una especie de monedero de piel.
—¿Qué es?
Metió un dedo en el saquito y lo retiró cubierto de un polvo gris. Se lo pasó por la lengua.
—Droga de sol —respondió, sopesando el monedero—. Y hay bastante para unos cuatro meses. No me extraña que el Señor Ido dé muestras de tanto brío, a pesar de ser un Ojo de Dragón. Y que resulte tan impredecible.
—¿A qué se debe?
Ryko cerró el monedero.
—Enciende la energía del sol en los hombres. Otorga brío e incrementa el espíritu de lucha. Se supone que sólo pueden consumirla los hombres-sombra de la guardia imperial. El Señor Ido debe estar sobornando a alguien para conseguirla.
—¿Tú la consumes?
Ryko asintió.
—Todos los días. Nos la dan junto con el desayuno para que nuestro cuerpo no degenere y adopte formas femeninas, lo mismo que nuestros pensamientos. ¿Os habéis fijado en los hombres-sombra de mayor edad que trabajan como sirvientes imperiales?
En efecto, no me habían pasado por alto, le dije.
—Entonces habréis visto que sus formas son redondeadas y que tienen la voz aguda.
Clavé los ojos en el saquito.
—¿Y crees que el Señor Ido lo toma para contrarrestar el debilitamiento que sufren todos los Ojos de Dragón por el hecho de serlo?
Ryko volvió a dejar el recipiente sobre el banco.
—Estoy seguro de ello. Y sus arrebatos de ira me indican que la consume en exceso.
—¿Cuánta se supone que debe tomarse?
—Sólo una pizca cada día. De otro modo, la energía del sol se eleva demasiado y cualquier cosa basta para provocar una ira desbocada. O, si uno es de naturaleza melancólica, para sumirlo en una tristeza de la que no puede salir. —Bajó la voz—. Y también produce otros efectos. Salen manchas oscuras en la piel, como de viruela, y puede caerse el pelo, incluso el de las partes íntimas.
—¿Marcas oscuras? ¿Como erupciones?
Ryko asintió.
—Sí. ¿Se las habéis visto a alguien?
—Es posible que el Señor Ido le haya estado administrando esa droga a Dillon —le respondí—. Tiene esas manchas. Y le ha cambiado el carácter.
¿Sabía Dillon que estaba consumiendo esa droga, o Ido se la daba sin su conocimiento?
—Si no va con cuidado, matará a vuestro amigo. Cantidades excesivas pueden ser letales.
Volví a fijarme en el saquito. Tal vez, si tomaba aquella droga con mesura, mi energía del sol se fortalecería y me ayudaría a contactar con el Dragón Espejo.
—Vamos, iniciemos la búsqueda del manuscrito —dijo Ryko—. No podemos permanecer aquí mucho más tiempo. Todavía tenemos que encontrar el modo de salir sin alertar a los guardias.
Recorrí toda la mesa, captando aquí y allí palabras escritas en los rollos abiertos: mito, prohibido, muerte. Pero no había ni rastro del manuscrito rojo. Me acaricié la base del cráneo. La presión se había acentuado. ¿Sería el Dragón Rata? Levanté más la vela. Al fondo de la estancia algo reflejaba mi luz. Di unos pasos más y me hallé frente a una vitrina de madera cuya cubierta era una sola pieza plana de cristal, del tamaño de un rollo abierto. ¿Cuánto habría costado aquel mueble tan extraordinario?
Pero todo mi asombro ante aquel prodigio de artesanía se disipó cuando me incliné sobre el cristal y descubrí dos manuscritos de piel del tamaño de mi mano. Uno era rojo, y se mantenía cerrado por una collar de perlas negras. El otro era negro, y las perlas que lo sujetaban, blancas.
—¡Aquí está! —exclamé.
La emoción recorrió todo mi ser y se alojó en mi pecho.
Ryko corrió a mi lado.
—¿Esto es cristal? —preguntó, dando unos golpecitos a la superficie—. Precioso. —Y entonces se fijó en lo que protegía—. ¿Dos manuscritos? ¿Qué es el otro?
Observé la vitrina. En la parte trasera se adivinaban dos bisagras: se abriría como una caja.
—Toma, sujétame la vela —le pedí.
Con gran delicadeza, metí dos dedos bajo el borde del cristal y lo levanté. Se abrió fácilmente, sujeto en los sólidos goznes.
Ryko acercó más las velas.
—Fijaos, el dibujo que aparece en la cubierta del manuscrito negro es idéntico al que decora la puerta.
Aunque medio oculto bajo el collar de perlas blancas, el cuero estaba repujado, en efecto, con el círculo de las doce esferas.
El manuscrito rojo no mostraba ningún grabado en la cubierta, aunque tres surcos profundos recorrían su superficie lisa, como si alguien hubiera tratado de arrancar el cosido de perlas negras. ¿Habría sido incapaz de abrirlo el Señor Ido?
Acerqué la mano al manuscrito.
Y repentinamente el manuscrito se agitó. Quise retirar la mano, pero el collar de perlas negras se había desenroscado y trepaba por mi mano, envolviéndome la muñeca. Ahogué un grito y saqué la mano de la vitrina, llevándome conmigo el manuscrito. Un sabor metálico impregnó mi boca, al tiempo que una ira que ya me resultaba conocida se apoderaba de mi cuerpo: era la misma cólera que había sentido al empuñar mis espadas.
Ryko soltó la vela y se dirigió hacia mí a toda prisa.
—¡Os lo arrancaré!
—¡No! —mascullé. La última vuelta del collar de perlas había acercado el manuscrito hasta la palma misma de mi mano. Me llevé el objeto al pecho, protegiéndolo de Ryko. La ira cedió tan deprisa como había surgido y dejó en mí una serena sensación de plenitud—. No, está bien —añadí, acunando el manuscrito contra mi pecho.
Ryko me miró, no del todo convencido.
—Si vos lo decís. —Se concentró en el manuscrito negro—. ¿Sucederá lo mismo con este otro?
—¡No pienso tocarlo! —me apresuré a responder y sentí que la ira volvía a aflorar en mí.
Ryko dio un paso atrás.
—¿Estáis seguro de que os encontráis bien?
Me llevé la mano a la frente, intentando ahuyentar el mal humor.
—Deberíamos irnos.
Quería alejarme del manuscrito negro lo antes posible. La sensación que me embargaba era tan poderosa y aguda como un clavo que me atravesara la mano.
—¿No queréis llevaros también el manuscrito negro?
—¡No! —Temblorosa, aspiré hondo para invocar algo de calma. No. Si pertenece al Señor Ido, será capaz de organizar una investigación oficial con tal de recuperarlo.
Presioné con cuidado el manuscrito rojo, deslizándolo por el antebrazo para ocultarlo bajo la manga. No sentí la menor resistencia. Las perlas se aflojaban un poco y volvían a enroscarse.
Ryko se agachó y recogió las velas, que se habían apagado.
—Las encenderé de nuevo con la luz de la lámpara —dijo.
—No, ya lo hago yo —me apresuré a replicar—. Tú cierra la vitrina. No quiero volver a tocarla.
Cogí las velas y me dirigí deprisa al banco de la entrada.
El saquito que contenía la droga de sol seguía en su sitio, junto a la lámpara. Volví un poco la cabeza, y por el rabillo del ojo vi que Ryko seguía contemplando el manuscrito negro, absorto. Usando mi propio cuerpo como escudo, levanté el monedero y me lo guardé en el bolsillo de la túnica. Acto seguido encendí las dos velas con la llama de la lámpara de aceite.
Cuando ya me volvía, oí que Ryko emitía un alarido y se apartaba de la vitrina de un salto, frotándose la mano. Me miró, con expresión rara, mezcla de culpa y asombro.
—He intentado coger el manuscrito negro, pero las perlas me han golpeado —dijo, colocando de nuevo la tapa de cristal en su sitio, sin acercarse demasiado.
—Tenemos que irnos ahora mismo —le insté.
Apagué la llama de la lámpara. La biblioteca se convirtió de nuevo en un mundo de sombras que oscilaban a la luz insegura de las velas. Me acerqué a la puerta, alejándome del espacio vacío del banco que, hasta hacía un momento, había albergado el saquito. Ryko se reunió conmigo al otro lado de la mesa y recogió su vela.
—¿Cómo vamos a salir? —le pregunté.
—Supongo que los guardias ya habrán despejado esta zona. Si me ataca la misma alucinación, tendréis que ayudarme a salir —dijo el eunuco, llevándose la mano al estómago—. Una vez nos libremos de ella, regresaremos a la verja de entrada.
Le seguí hasta el estrecho pasillo. Me volví, levanté la vela y eché un último vistazo a la biblioteca del Señor Ido. Aunque la vitrina quedaba oculta por las sombras, parecía palpitar con un poder maligno. Sin esperar más, cerré la puerta de las doce esferas.
Más adelante, Ryko apagó su vela y entreabrió la puerta exterior.
—Parece despejado —dijo.
Durante un instante, la intuición me ordenó que permaneciera inmóvil. Acaricié el manuscrito, que reposaba bajo la manga de la túnica.
—Deberías mantenerte a mi lado —dije—, hasta que abandonemos el área de fuerza del dragón.
Ryko asintió y me sostuvo la vela, apagando la llama con dos dedos.
El roce de una tela me indicó que volvía a guardárselas en su saco.
—¿Listo? —le pregunté.
Él me agarró del brazo.
—Listo.
Abrí la puerta, y el movimiento hizo rebotar el candado roto en el metal. El jardín estaba tranquilo, y los perfiles de los árboles y los lechos de flores se recortaban con brillo de plata, bañados por la luz de la luna. Me asomé a la sombra que proyectaba la colina y noté que Ryko seguía tras de mí. Las perlas que se me enroscaban a la muñeca se agitaron, y durante un instante vi el poder del Dragón Rata sobre el monte, como una delgada cúpula de cristal que descendía por el sendero y moría en un grupo de árboles frutales. Me dirigí hacia ellos tirando de Ryko, que me miró y asintió. Todo estaba bien. De momento. Pasamos junto al lugar en el que, en el camino de ida, él había caído. Ya faltaba poco. Entonces sentí que la mano del eunuco perdía agarre y se soltaba de la mía. Vi que abría mucho los ojos de dolor, que se doblaba por la cintura y que caía al suelo de rodillas. Me abalancé sobre él y le clavé los dedos en el músculo duro del brazo. La tensión que lo oprimía abandonó su cuerpo al instante y me agarró la mano una vez más.
—No, no todo está despejado —dije, constatando lo obvio.
Él alzó la vista y me miró, antes de bajar la cabeza.
—Señor —balbució, embargado por un temor reverencial.
—Ryko, levántate. —Le tiré del brazo—. Aquí no estamos a salvo.
Faltaba ya poco para llegar a los árboles. Sujetándome la mano con fuerza, Ryko se puso en pie; lo guié por el sendero hasta que llegamos al resguardo que nos proporcionaban los árboles.
—Ahora todo irá bien —susurré.
Despacio, poco convencido, me soltó la mano. Los dos permanecimos inmóviles unos instantes, pero era evidente que no sentía dolor.
—Estoy en deuda con vos, Señor —murmuró, dedicándome una reverencia.
Negué con la cabeza.
—No, no…
Un crujir de hojas nos llevó a girarnos al unísono. Plantado detrás de nosotros había un guardia. Aunque llevaba un casco de yelmo ancho, reconocí los rasgos achatados y malignos, el cuerpo macizo.
Ranne.
Abrió mucho los ojos.
Me había reconocido.
Sentí que, a mi lado, Ryko se agarrotaba al constatar quién era. Aquella era la sentencia de muerte de Ranne. En una fracción de segundo, Ryko desenvainó los dos cuchillos: cuando el guardia abría la boca para dar la voz de alarma, el primero de ellos se le clavó en la garganta, hundiéndose hasta la empuñadura. Su grito acabó siendo un balbuceo de asfixia, que emitió mientras se llevaba la mano al filo. Ryko se adelantó más y le clavó el otro por debajo de la armadura, en el abdomen. Oí el resoplido del aire al salir y sus últimos estertores. Ryko lo recogió en su caída, y depositó el cuerpo en el suelo.
Yo los miraba a los dos, boquiabierta. El vivo inclinado sobre el cadáver. Había visto la muerte antes —Dolana y otros trabajadores de la fábrica de sal—, pero en todos aquellos casos habían sido la miseria y la enfermedad lo que los había llevado a un final que era más bien una liberación. Esto otro era distinto, era arrebatar una vida: en un momento había hua, había voluntad, ahí estaba Ranne; al momento siguiente ya no había nada.
—Debemos ocultar el cuerpo —dijo Ryko, limpiando uno de los cuchillos en la hierba—. En el pabellón.
Me estremecí al oír las palabras de Ryko; con qué rapidez se convertían las personas en meros cuerpos. Ranne me había hecho la vida imposible en la escuela y había estado a punto de matarme durante la ceremonia. Tal vez debía alegrarme de la muerte de mi enemigo. Pero no podía. Un hombre había muerto, otro había matado para protegerme.
Hacía unos momentos, yo había luchado por mi propia supervivencia. Ahora ya no había marcha atrás, ya no podía retirarme de esa otra lucha mayor. Me encontraba en su mismo centro.
—No —dije con frialdad. Sabía dónde debíamos dejar el cadáver—. Llévalo hasta el límite del poder del dragón y yo lo arrojaré a él. Creerán que se trata de un accidente y no podrán recuperarlo hasta que Ido regrese.
Ryko me miró y se llevó el puño al pecho, saludándome como se saludaban los soldados.
—A vuestras órdenes, Señor.
No tardamos demasiado en arrastrar a Ranne hasta el sendero. Yo evitaba mirar aquellos ojos vacíos; tragué saliva cuando si querer le rocé la cara, cada vez más fría. El calor de la vida se estaba convirtiendo en el hielo de la tumba. Mientras me incorporaba para disponer sus miembros inertes en una posición que hiciera creíble la caída, me preguntaba si alguien observaría los nueve días de luto por él.
Ryko me llamó desde el límite del poder del dragón.
—Venid.
Atravesamos el jardín en dirección a la galería. La presión de las perlas que me rodeaban la muñeca era una dulce tortura, mi impaciencia por abrir el manuscrito apenas vencida por la necesidad de esperar hasta que me encontrara a salvo en mi alcoba.
El patio interior estaba vacío cuando nos asomamos a él desde la esquina del pasadizo. Ni siquiera una criada a punto de comerse el pan robado. Ni guardias con antorchas. Tampoco se veía a Dillon por ninguna parte. Seguramente estaría escondido, la droga de sol parecía potenciar su miedo y su melancolía, más que su espíritu de lucha.
Avancé por el patio, buscando el refugio de los naranjos enanos, y continué por la avenida, seguido de cerca por Ryko, que caminaba en silencio. Al fin llegamos a la verja, la franqueamos y la cerramos. Al momento sentí unos ojos que me miraban. Alcé los míos. Era Dillon, apostado en lo alto de la muralla, por encima de nosotros. Levantó una mano vacilante.
—Gracias —murmuré.
Él asintió y se volvió.