18

El aldeano que aguardaba junto a la puerta volvió a postrarse en señal de reverencia. Yo lo observaba, incapaz de desprenderme del horror, que me mantenía clavada a la pared como una estaca.

Despacio, levantó la cabeza.

—¿Señor? Disculpadme, por favor, pero el mensajero ha dicho que era muy urgente.

Aspiré hondo y, temblorosa, expulsé el aire. Ido se había alejado de mí. Al menos por el momento.

—Diles… —No me salía la voz. Me interrumpí y aspiré otra bocanada, intentando insuflar algo más de fuerza a mis palabras—. Diles que voy enseguida. Y ahora vete.

Él retrocedió y yo permanecí unos instantes sumida en la contemplación del jardín, reflexionando sobre el control absoluto que Ido había adquirido sobre mí. Me estremecí. No sólo tenía en sus manos mi mente y mi cuerpo, sino que me había acorralado para que traicionara a mis amigos y a mis aliados.

Y no importaba lo que finalmente decidiese hacer, porque sería el agente de su derrota. Si confesaba la verdad al Consejo, me matarían y el Emperador y su heredero se quedarían sin su aliado ascendente; sin el apoyo de Consejo, Sethon ascendería al trono. Si obedecía a Ido, me vería obligada a acatar su voluntad en el Consejo y Sethon controlaría a los Ojos de Dragón. En cualquiera de los dos casos, Ryko y su resistencia no tendrían a un Ojo de Dragón que los respaldara y la dama Dela quedaría a expensas de una corte que la consideraba un demonio. Además, ni siquiera podía escapar sin poner en peligro la vida de Rilla y de Chart.

Le había fallado a todo el mundo. Y detrás de todo ello estaba la ambición máxima de Ido: dar vida, conmigo, al Collar de Perlas, y convertirse en Emperador. Fuera o no posible, la idea de que consiguiera tanto poder me paralizaba de terror.

Podía optar por otra vía de acción, pero Ido había descubierto cuál era mi verdadera naturaleza y, como él había dicho, lo del suicidio no me atraía lo más mínimo. Tal vez fuera cobardía, pero no estaba preparada para morir. Ni por mi Emperador, ni por el príncipe, ni siquiera por mis amigos. Y por culpa de aquella vergonzosa falta de valor, había terminado siendo la esclava de los deseos de Ido.

Tal vez hubiera sido mi indignidad la que había ahuyentado al Dragón Espejo. En el estrado no había intuido siquiera el perfil de la bestia. Era como si jamás hubiera existido. Y ya había perdido mi último vínculo con él: el libro rojo. Me toqué el brazo desnudo y eché de menos el contacto tranquilizador que me proporcionaban las perlas. Lo cierto era que Ido me había despojado de todo.

Rilla apareció entonces en el quicio de la puerta.

—Señor, Ryko ha vuelto.

Me volví. Sus palabras habían logrado abrirse paso a través de mi desesperación.

—¿Ryko?

—Aquí estoy, Señor. —El eunuco entró en la alcoba y me dedicó una reverencia. Estaba cubierto de barro y apestaba a aguas putrefactas, pero una inmensa sonrisa le iluminaba el rostro.

—Bien hecho, Señor. Vuestro gran éxito nos da esperanzas a todos.

—¿Dónde estabas? —le pregunté levantándome del jergón, furiosa de pronto—. Dijiste que estarías de regreso antes de que comenzara la prueba.

—Lo siento, Señor. —Dio un paso atrás para alejarse de mi ira—. He ido en busca del mensajero de Ido, para saber qué información le había transmitido.

—Deberías haber vuelto.

—Mis hombres tenían órdenes de custodiaros. ¿No han cumplido con su obligación?

Me sentí incapaz de sostener su franca mirada.

—Sí, vuestros hombres han venido. —Observé a Rilla, que no reaccionó en modo alguno ante mi mentira. El hechizo de Ido también le había ofuscado la memoria—. ¿Has encontrado al mensajero?

—Me ha costado, pero sí —dijo—. Lo habían arrojado a un canal viejo y le habían cortado el pescuezo.

Rilla torció el gesto.

—¿Por qué?

Ryko se frotó el barro seco que le cubría el rostro.

—Supongo que para impedir que alguien como yo le sonsacara la información.

—O tal vez alguien que también trataba de obtenerla se te adelantó y llegó antes que tú —observé yo.

Ryko asintió.

—Cierto. Pero mi intuición me dice que la orden la ha dado él —dijo, señalando la alcoba de Ido con la cabeza.

—¡Señor Eón! —Era la voz de Tyron—. Han llegado los hombres del Emperador. Debéis acudir inmediatamente. —El anciano Ojo de Dragón, escoltado por Hollin, se asomó a la puerta—. No revelarán nada hasta que vos estéis presente. —No podía demorarme más. Eché los hombros hacia atrás, intentando hallar el valor para enfrentarme a Ido una vez más—. Temo que sean malas noticias —murmuró Tyron cuando llegamos al zaguán de piedra—. Seis mensajeros para entregar un solo mensaje… No han querido correr el menor riesgo.

Parecía que toda la aldea se hubiera congregado en torno al estrado. Ahora que el monzón Rey había sido derrotado, a las mujeres y a los niños se les había permitido regresar al centro del pueblo, que debería estar sumido en la alegría y las risas. En cambio, todos permanecían en silencio, de pie, aguardando a conocer las nuevas que traían los seis emisarios del emperador, mientras el sol de la tarde descendía en el horizonte. Aquellos hombres seguían montados en sus caballos, a pesar de que los animales se veían cubiertos de sudor y de vez en cuando se encabritaban ante la presencia de tanta gente.

Un destello de seda dorada y verde, que destacaba entre todas aquellas telas bastas, llamó mi atención: era la dama Dela, escoltada por dos de los hombres de Ryko, que avanzaba hacia nosotros. El gesto cálido con que me recibió me hizo sentir culpable: había puesto a mis amigos en una situación de peligro extremo. Miré a Rilla para que fuera a su encuentro y me volví hacia los emisarios, sin dejar de ser consciente en todo momento de que Ido me miraba desde su lugar en el estrado. Cerré los puños para ahuyentar el miedo desbocado que me habría hecho salir corriendo, alejarme de él. Cuando Tyron y yo subimos al círculo elevado de piedra, el aire se volvió más denso, saturado de expectación.

—Buscamos al Señor Eón, el Ojo del Dragón Espejo —dijo el que encabezaba la expedición de mensajeros y su voz cultivada y su acento de ciudad, alcanzaron los rincones más apartados de la plaza.

—El Señor Eón soy yo —respondí, incapaz identificarme también según mi estatus de dragón.

Los seis hombres desmontaron. El que encabezaba la expedición arrojó sus riendas al hombre que tenía al lado y extrajo un rollo, antes de hincarse de rodillas junto al estrado y de apoyar la frente en la piedra tres veces. Llevaba dos espadas cortas cruzadas a la espalda, que era muy ancha. Era uno de los guardias personales del Emperador. Acto seguido, levantó el rollo con gesto solemne.

El pergamino estaba sellado con la imagen de cera del dragón imperial. El mensaje que contenía era breve:

Señor Eón, Ojo del Dragón Espejo, coascendente del Consejo de Dragón:

Mi honorable padre ha muerto. Que su espíritu camine junto a nuestros gloriosos antepasados y que traiga la buena fortuna a mi reinado.

Regresad a la ciudad de inmediato para asistir conmigo a la vigilia de su espíritu. Que os aconseje la dama Dela, a quien mi padre dio permiso para estudiar los rituales y que comprende bien vuestra participación en los protocolos.

Emperador Perla Kygo-Jin-Ran

Miré los rostros serios de quienes me rodeaban.

—El emperador ha llegado a la tierra de los antepasados —dije. Me fijé especialmente en Ido. Aunque componía un gesto de pesar, estaba segura de que aquella noticia ya era vieja para él. El mensaje de la mañana. ¿Habría participado de algún modo en la muerte del Emperador? Lo oportuno de aquel desenlace parecía excluir que se tratara de pura coincidencia. ¿Cómo si no se habría enterado su mensajero de la muerte y habría logrado adelantarse a los jinetes del Emperador?

Los aldeanos que se encontraban más cerca del estrado fueron repitiendo la noticia en susurros, hasta que el silencio se convirtió en un lamento que recorrió la plaza como un temblor, que al poco era ya un grito tan desgarrador que sin duda alcanzó el más allá.

—Todos debemos regresar a la ciudad —dijo Tyron elevando la voz, para hacerse oír sobre el griterío.

Asentí, ausente.

—Requieren mi participación en la vigilia del espíritu, junto al príncipe… —Me interrumpí; el príncipe Kygo acababa de convertirse en Emperador—. Junto a Nuestro Glorioso Nuevo Señor.

—¿Vais a asistir a la vigilia? —se asombró el señor Silvo—. Eso quiere decir que el Emperador Perla os convierte en segundo doliente. Sois guardián del espíritu del viejo Emperador. —Compuso una reverencia—. Que vuestros deberes sagrados faciliten su tránsito hacia la compañía de sus nobles antepasados.

Los lamentos fúnebres fueron remitiendo, sustituidos por los ritmos más serenos de un cántico que, desde el otro extremo de la plaza, dirigía un santón.

—Es un movimiento inteligente por parte del nuevo Emperador —comentó Tyron en voz baja, lo que hizo que Silvo se acercara más—. Y más ahora, pues el Señor Eón ha demostrado su poder y su liderazgo en el Consejo. De ese modo Sethon debería desistir de sus aspiraciones.

Miré a Tyron.

—¿A qué os referís?

—El príncipe Kygo será Emperador Perla durante doce días, hasta que se dé sepultura a los restos mortales de su padre, entonces será coronado oficialmente como Emperador Dragón —dijo Tyron—. Pero los Días de la Perla son los más peligrosos: cualquier varón de sangre real puede proponerse como aspirante al trono. Por eso, tradicionalmente, ese es el momento en el que el Emperador Perla mata a todos sus hermanos menores, para atajar las guerras intestinas que puedan surgir.

—Se conoce como el Derecho de Reitanon —intervino el señor Silvo—. Pero dudo que nuestro nuevo Emperador mantenga la tradición. No en vano es hijo de su padre.

—Sí, estoy seguro de que dejará vivir a su hermano pequeño; el niño no supone ninguna amenaza para él —dijo Tyron—. A pesar de ello, Sethon no ha ocultado en ningún momento cuáles son sus ambiciones y lo respaldan los ejércitos, encabezados por sus propios hermanos menores.

—¡Yo no puedo impedir que el Gran Señor Sethon plantee sus aspiraciones! —Agarré a Tyron de la manga—. No debéis contar conmigo para detener a Sethon. ¡No puedo!

Tyron se soltó.

—Tranquilo, Señor. No habéis de ser vos, personalmente, quien detenga a Sethon. A Sethon lo detendrá saber que su sobrino cuenta con el respaldo de vuestro poder. Vos sois el Ojo del Dragón Espejo, sois coascendente y ahora contáis con el pleno apoyo del Consejo. Estaría loco si se atreviera a ir en contra de todo eso. Aun contando con los ejércitos.

Las ganas de llorar me atenazaban la garganta. El príncipe —ya nuevo Emperador—, estaba construyendo su fortaleza sobre las arenas movedizas de mi poder.

Volví a sujetar a Tyron por la túnica.

—No lo comprendéis…

—Señor Eón. —La voz grave de Ido interrumpió mis palabras—. El nuevo Emperador os honra grandemente. —Sentí que su mano se cerraba contra mi hombro amoratado—. Os eleva a alturas cada vez mayores. Pronto ya no seréis capaz de recordar la humilde verdad de vuestros orígenes.

Con la presión sutil sobre el dolor antiguo, me giró hasta que quedé frente a Rilla y a la dama Dela, que se encontraban cerca. El pálido maquillaje de la dama se veía surcado de lágrimas. ¿Lloraba por la muerte del viejo Emperador, o por la pérdida de su protector?

—Nunca olvidaré mis orígenes —respondí, apretando mucho los dientes.

—Ni tampoco vuestras responsabilidades, estoy seguro de ello —añadió Ido. Sentí que me acariciaba el hombro con el pulgar antes de soltarme.

—El Señor Eón es muy consciente de cuáles son sus responsabilidades —intervino Tyron—. Como lo somos todos, en momentos como este. —Le hizo una seña a Hollin—. Convoca a todos —ordenó—. Debemos partir ahora mismo para llorar al Emperador difunto y mostrar nuestro apoyo al nuevo Emperador.

El mensajero que encabezaba la expedición de emisarios imperiales me dedicó otra reverencia.

—Señor Eón, para agilizar vuestro regreso a la ciudad, su gloriosa majestad el Emperador Perla ha ordenado que se dispongan caballos en las aldeas de Reisan, Ansu y Diin.

Tyron se mostró de acuerdo.

—Cambiando de caballo tres veces, deberíais llegar a la ciudad mañana por la mañana. Nosotros os seguiremos lo antes posible. Si nos damos prisa, probablemente nos reuniremos con vos al anochecer.

En el gong de la aldea sonó el primero de los doce toques que anunciaban el luto. A nuestro alrededor, los campesinos se postraron en el suelo, con la frente apoyada en las losas de piedra.

—Ayudadme a bajar, muchacho —dijo Tyron—. Estoy tan cansado que temo caerme.

Lo sujeté del antebrazo, apoyándome yo también en su peso mientras él hincaba la rodilla. Y entonces ocupé mi puesto entre él y los demás Ojos de dragón, arrodillados alrededor del estrado.

Mientras el gong reverberaba en toda la plaza, recordé la lección en la biblioteca con el maestro Prahn y el príncipe. Visto en perspectiva, me parecía evidente que la visita espontánea del Emperador se había planificado para obtener mi apoyo, pero seguía creyendo que sus muestras de amabilidad con un asustado campesino convertido en Señor habían sido auténticas. Aunque estaba segura de que para alguien de tanta alcurnia no habría significado nada, me había caído muy bien. La pérdida del Emperador pesaba en mi corazón, y aunque era un dolor pequeño comparado con el que me causaba la muerte de mi señor, se trataba de una tristeza más que se me clavaba en el espíritu.

Ahora el príncipe —el Emperador Perla— se enfrentaría al dolor de perder a su padre y a su peligroso ascenso al trono imperial. Habíamos sellado un pacto de mutua supervivencia, pero él lo había sellado con el Señor Eón, no con una muchacha campesina sin valor alguno y en poder de su mayor enemigo. De hecho, mi peso en su supervivencia era nulo, como lo era en la mía propia.

El último tañido resonó en la plaza, que seguía sumida en el silencio. A mi lado, el Señor Tyron suspiró.

—Id, Señor Eón —dijo—. Id y ofreced vuestro poder a nuestro nuevo Emperador. Lograd que Sethon se arrodille ante él.

La dama Dela iba sentada junto a mí en el carruaje y no dejaba de alisarse el vestido color crema, profusamente bordado. El breve tiempo de que habíamos dispuesto para preparar nuestro viaje de regreso lo había pasado rebuscando en su equipaje, insistiendo en que sus ropas no eran adecuadas para el luto. Y no cejó en su incansable búsqueda hasta que Rilla la tomó de las manos, la condujo hasta una silla y ordenó a su criada que encontrara un vestido con el que pudiera rendir tributo al Emperador.

Además de cambiarse de ropa, se había lavado la cara para eliminar el maquillaje de cortesana. Desprovista de su pálida máscara, su rostro anguloso se veía poroso y ensombrecido por la pena. Me dedicó una sonrisa triste, mientras sus dedos tamborileaban sobre la pequeña cesta de viaje que llevaba sobre el regazo. Rila también me había despojado rápidamente de mi túnica de Ojo de Dragón, y me había hecho vestir con otra, de tonos apagados, que combinaba con un pantalón, atuendo más cómodo para pasar la noche viajando. Me alivió desprenderme de la túnica roja, impregnada aún del hedor a vainilla y naranja. Por desgracia, no había dispuesto de tiempo suficiente para bañarme, por lo que me había sido imposible borrar las caricias de Ido.

El carruaje osciló de nuevo, cuando Rilla ocupó el pequeño asiento reservado al servicio, frente al nuestro. Indicó a Ryko que colocara una canasta grande con comida en el suelo, a sus pies. Respondí a su mirada desafiante frunciendo el ceño. Ya lo habíamos hablado antes: yo no quería comer.

—Con todos mis respetos, Señor —dijo secamente—. Debéis comer algo, de otro modo no contaréis con la fuerza precisa para rendir honores al difunto Emperador.

La dama Dela asintió.

—Es cierto, Señor Eón. La vigilia del espíritu exige gran energía.

Yo sabía que tenían razón. Tendría que comer y volver a llenar mi cuerpo, pero la mera idea de ingerir alimentos me provocaba náuseas. Tal vez otra dosis de droga de sol me ayudaría a renovarme. Pero, por otra parte, aquella sustancia no me había servido de nada durante la prueba del monzón Rey. Tal vez sólo funcionara con hombres. ¿Era por eso por lo que no me había ayudado a ver a mi dragón? ¿O había logrado Ido, de algún modo, apartarme de mi propia bestia? Sentí que la desesperación volvía a oprimirme la garganta.

—Dame algo, entonces —claudiqué, intentando concentrarme más allá del vacío y de la náusea.

Rilla extrajo una caja lacada del canasto. Levantó la tapa, bajó la cabeza en señal de reverencia y me la acercó. Contenía tres bolas de arroz especiadas, enrolladas en algas, sobre un lecho de col finamente troceada, como huevos de ave en un nido. Se trataba de un plato precioso, preparado con esmero. Pero a mí me produjo arcadas.

—¡Señor! ¡Señor! ¡Por favor, esperad!

Era el anciano Hiron, que se acercaba corriendo y agitando algo en la mano. Ryko detuvo su aproximación alzando la mano.

—El Señor Eón está a punto de partir —le dijo—. ¿De qué se trata?

Me incliné sobre la dama Dela para mirar. Ya habíamos pasado por el ritual de intercambio de agradecimientos y las despedidas de rigor con el jefe de la aldea. ¿Qué era lo que quería?

—Señor —dijo con la respiración entrecortada—. Es un hombre honrado, lo que sucede es que no sabía cómo dirigirse a vos. Qué noticia tan horrible la muerte del… del Emperador… —balbució, inclinándose y tratando de recobrar el aliento.

—¿De qué estáis hablando?

—De esto, Señor. —El anciano Hiron me tendió la brújula de rubí—. Jiecan, nuestro panadero, la ha encontrado cerca del estrado. Es un buen hombre. Ha venido a traérmela tan pronto como ha podido.

Observé el disco dorado. Se me había caído cuando me volví a mirar al Dragón Espejo y luego había desaparecido. La dramática pérdida volvió a pesarme.

El anciano Hiron palideció.

—Por favor, Señor. No os enfadéis. Ha sido…

—No estoy enfadado —repliqué, apoyándome de nuevo en el respaldo—. Entrégasela a la dama Dela.

Ni siquiera me había percatado de la pérdida. Ni me importaba. Mi dragón me había abandonado. No merecía poseer el instrumento de un Ojo de Dragón.

El campesino se acercó más al carruaje y alargó la brújula, sin poder evitar mirar de soslayo a aquella cortesana que era una «contraria». La dama Dela la recogió con elegancia y sonrió al abrumado anciano.

—Gracias, anciano Hiron —le dijo con dulzura.

—Sí, da las gracias a tu panadero.

El anciano nos dedicó una reverencia y se alejó caminando hacia atrás, sin dejar de mirar a la dama Dela.

Ryko cerró la puerta del carruaje y se montó en su caballo, tirando de las bridas para mantener al animal a la altura de la cabina. Se inclinó sobre la silla para mirarnos, esperando a que yo diera la orden.

—En marcha —dije.

Él transmitió la orden y el carruaje se puso en marcha con brusquedad, aunque al poco se instaló en un ritmo acompasado. Volví la vista atrás y observé las figuras menguantes de Tyron y Silvo —inmóviles, silenciosas en contraste con los ruidosos preparativos de sus criados—, pero fui incapaz de devolverles el saludo.

La dama Dela me alargó la brújula.

—Debéis perdonarme, Señor, por no haberos felicitado tras vuestra gloriosa victoria sobre Ido —dijo—. La triste noticia referida al Emperador… —se interrumpió, tragó saliva para reprimir la pena, y al hacerlo la perla negra que le cubría la nuez osciló—. La triste noticia me ha desbordado. Pero vuestro coraje y poder han salvado el Consejo. Su Majestad tenía razón: los dioses os han enviado para que conduzcáis al príncipe hasta el trono. Gracias.

Yo no soportaba la gratitud que transmitía su voz.

—A mí no me ha enviado nadie —dije secamente.

La dama Dela parpadeó, perpleja.

—Lo… lo siento, Señor.

Rilla carraspeó.

—¿Puedo ofreceros algo de licor, o agua, Señor?

—No. No quiero nada.

Insegura, la dama Dela volvió a alargarme la brújula.

—Ha sido una gran suerte que la hayan encontrado y os la hayan devuelto —dijo, pasando por alto mi grosería—. Sé que se trata de un instrumento esencial para vuestras artes. —Pasó un dedo por su superficie grabada—. Y además es muy hermosa.

Yo no quería tocarla.

—Guardadla en algún sitio —le dije, pidiéndole que la apartara con un movimiento de la mano.

Pero ella no me escuchaba. Concentraba toda su atención en la brújula.

—Este carácter lo conozco —dijo, resiguiendo con la yema de un dedo el símbolo marcado en el metal—. Significa Cielo. Se trata de una forma antigua de caligrafía femenina. —Hizo lo mismo con el siguiente carácter—. Verdad. Este significa verdad. —Me miró—. ¿Por qué el instrumento de un Ojo de Dragón está escrito con caligrafía femenina?

Yo me había quedado clavada en el asiento, era incapaz de moverme. Mil mentiras se desmoronaban en mi interior y el estruendo que inundaba mis oídos lo excluía todo salvo dos palabras: caligrafía femenina.

—¿Qué dice? —pregunté en un susurro.

La dama Dela me miró.

—¿Qué dice? —repetí, gritando.

Ella se echó hacia atrás, asustada. Por el rabillo del ojo vi que el cochero nos miraba. Rilla no daba crédito a lo que veía ni a lo que oía.

Bajé la voz.

—Dime lo que pone.

La dama Dela se pasó la lengua por los labios, fijando la vista en la brújula una vez más. Despacio, resiguió el círculo interior con el dedo.

—Dice que el Dragón Espejo es… —hizo una pausa y abrió mucho los ojos—. Que el Dragón Espejo es la reina de los cielos. —Se cubrió la boca con la mano—. Por los dioses, un dragón femenino.

Mi dragón era hembra. Aquella verdad me inundó por completo, en una cascada de asombro, esperanza y horror. Ella me había escogido a mí y yo la había ahuyentado.

La dama Dela se percató de mi perplejidad.

—¿No lo sabíais? ¿Cómo podíais no saberlo?

—¿Es la reina? —preguntó Rilla—. Claro, tiene sentido…

Incorporándome, me abalancé sobre ella y la empujé contra la pared.

—¡No lo digas! —le grité, pasándole el brazo por el pecho—. No lo digas.

El cochero volvió a girar la cabeza.

—Señor, ¿qué sucede? ¿Queréis que me detenga?

—Sigue conduciendo —le ordené.

Rilla, debajo de mí, jadeaba.

—No lo diré. Lo prometo. Lo prometo.

—¿Qué es lo que no puede decir, Señor Eón? —La dama Dela me tiró del brazo, y con su fuerza de hombre logró devolverme a mi asiento—. ¿Qué es lo que tiene sentido?

Yo quise arrebatarle el disco dorado, pero ella apartó la mano. La confusión de su rostro iba dejando paso a la comprensión.

—Vos no sois un Sombra de Luna, ¿verdad? —Forcejeé para librar mi otro brazo, pero ella me sujetaba con fuerza—. ¿Sois una niña? —Sus fieros ojos se clavaron en los míos, pero no me atrevía a decírselo—. ¿Lo sois? —gritó. Lo que había en su voz ya no era enfado, sino terror.

—Sí —susurré.

Se echó hacia atrás y me soltó el brazo como si tuviera alguna enfermedad contagiosa.

—Por todos los dioses, una niña. En el Consejo de Ojos de Dragón. ¿Sabes lo que te harán cuando lo descubran?

Asentí.

—Pero tú posees el poder del Dragón Espejo —se apresuró a añadir—. Y él… ella te ha escogido porque eres una niña, ¿no es así? Seguro que ella lo verá y…

Ya no podía seguir manteniendo la mentira alejada de mis ojos.

La dama Dela palideció.

—Porque poseéis su poder, ¿no es así? —preguntó, con voz cada vez más desesperada—. Decidme que poseéis el poder del dragón.

—No.

Cerró los ojos y emitió un gemido terrible que fue menguando hasta convertirse en una especie de oración ronca.

—Dioses misericordiosos del cielo, que nuestras muertes sean rápidas e indoloras.

—Pero sí habéis sido capaz de modificar el curso del monzón Rey —intervino Rilla.

Aparté los ojos de su rostro compungido.

—Lo ha hecho Ido. Él me arrebató el poder e hizo que todos creyeran que era yo quien dirigía a los Ojos de Dragón. Me ha amenazado con contar en el Consejo que soy una niña si no hago lo que me dice. Me matarán, Rilla. —Quise acercarme a ella, pero no se movió—. Me ha dicho que te entregará a ti y a Chart a sus hombres si intento escapar u obtener ayuda.

La dama Dela dejó escapar un grito ahogado.

—De modo que no contamos con el Consejo. No contamos con nada. —Se cubrió el rostro con las dos manos.

Rilla se acercó más a mí.

—¿Y cómo ha podido Ido arrebatarte el poder si no lo tienes? Yo vi que teníais un libro rojo. Vi que las perlas se movían solas.

—No tengo el poder del Dragón Espejo —insistí—. No me uní a él… a ella… como debía durante la ceremonia. Pero al dragón del Señor Ido sí puedo invocarlo. No sé cómo. Y ese ha sido el poder que me ha arrebatado.

La dama Dela levantó la cabeza.

—¿Por qué no te uniste bien a tu dragona?

—No lo sé. La sentí en la pista. Hubo comunión entre nosotras, lo juro. Pero después empezó a alejarse. —Me interrumpí, pues el llanto volvía a atenazarme la garganta—. Y ahora se ha ido.

Rilla se incorporó en su asiento y se alisó el vestido, intentando recobrar cierta compostura.

—Tal vez no le gustó que te hicieras pasar por niño —dijo, directa.

La miré, boquiabierta, comprendiendo de pronto muchas cosas.

—La droga de sol —dije.

Ella me miró fijamente y abrió mucho los ojos.

—Y la infusión de la hechicera.

Dela frunció el ceño.

—¿Qué?

—Antes de la ceremonia, mi señor me dio unas hierbas y me pidió que las tomara todas las mañanas. Para detener mi… —no me atreví a decirlo.

—Para detener los días lunares —se apresuró a intervenir Rilla—. Y la droga de sol la toman los hombres-sombra para mantener su hombría.

La dama Dela asintió.

—Ryko la consume. —Me miró—. ¿Y vos la habéis tomado?

—Creía que me ayudaría a unirme a mi dragón —me defendí—. Ido la toma para fortalecer su vínculo con el Dragón Rata. —Me pasé la lengua por los labios, reconociendo de pronto otra explicación—. Creo que la infusión de la hechicera ahuyentó a la Dragona Espejo, que se retiró aún más deprisa cuando tomé la droga de sol.

—¿Podría ser que a la dragona se la invoque con energía femenina? —susurró la dama Dela.

Sus palabras me dejaron sin aliento y su verdad resonó en mí. A la Dragona Espejo se la invocaba a través de la energía femenina; y yo había hecho todo lo posible por ahogar la que anidaba en mi interior.

—De modo que, si dejáis de tomar esa infusión y esa droga, deberíais poder comunicaros con la Dragona Espejo —dijo—. Por favor, decidme que tengo razón.

Bajé la cabeza.

—Hay otro problema.

La dama Dela y Rilla aguardaban, en tensión.

—No conozco el nombre de mi dragón… de mi dragona. Y, sin su nombre, no puedo invocar su poder. —Lo irónico de lo que estaba a punto de decir me llevó a esbozar una sonrisa amarga—. Y el único lugar en el que podía encontrar el nombre era en el libro rojo.

—¿El que vos y Ryko robasteis a Ido? —preguntó la dama Dela.

Asentí.

—Que es el mismo que él me ha robado a mí hace unas horas.

El eco del control brutal que había ejercido sobre mí todavía resonaba en mi cuerpo. No soportaba ni el recuerdo de todo ello. Eché la cabeza hacia atrás y apreté mucho los dientes, tratando de reprimir las lágrimas.

—El libro rojo también está escrito en caligrafía femenina. Vos podríais habérmelo leído —tragué saliva—. Vos podríais haberme revelado el nombre.

Rilla me acarició la rodilla, y aquel pequeño gesto hizo que pugnaran de nuevo por asomar a mis ojos.

La dama Dela frunció el ceño y miró por la ventanilla.

—Pues eso significa que todavía tienes posibilidades de aspirar a su poder. —La cortesana testaruda que habitaba en su interior asomaba de nuevo la cabeza y asintió—. Debemos recuperar el libro.

Por primera vez vislumbré un atisbo de esperanza. Si recuperaba a mi dragón, Ido ya no podría acercarse a mí.

—Se lo quitamos una vez —dije—. Podríamos volver a hacerlo.

Ella levantó una mano.

—Pero antes debes advertir al nuevo Emperador de que no puede contar con tu poder. Ni con el apoyo del Consejo.

—No —negué con la cabeza—. No, me matará. Antes debemos encontrar el libro.

Ella me miró con frialdad.

—Vuestro deber es informarle y si no lo hacéis, moriréis de todos modos. Ryko os matará por volver a traicionar al Emperador. —Volvió a mirar por el ventanuco, concentrando la mirada en el perfil oscuro del isleño que conducía, delante de nosotras—. Tal como están las cosas, ya me costará bastante impedirle que os corte el pescuezo cuando descubra vuestras mentiras. —Suspiró—. Su fe en vos era inmensa. Como lo era la mía.

Por un momento imaginé la expresión de Ryko cuando descubriera la verdad. Me estremecí, no porque sintiera miedo, sino porque sabía lo mucho que le dolería mi traición.

La dama Dela se apoyó en el respaldo.

—Todos debemos rezar a los dioses para que el Emperador no ordene tu muerte inmediatamente. Confiemos en que dispondrás de tiempo para decirle que todavía puedes aspirar al poder de la dragona.

—Las posibilidades son remotas —dije.

—Pero debes aferrarte a ellas con todas tus fuerzas —respondió parcamente la dama—. Pues de ellas depende tu vida.

Permanecimos unos instantes en silencio, mudas ante las horribles perspectivas que se avecinaban.

—Bien —dijo la dama Dela finalmente—. Debo informar a Ryko. —Se levantó del asiento, oscilando con el balanceo del carruaje, y le dio unas palmaditas al cochero en la espalda—. Para, hombre. —Se volvió para mirarme—. No salgáis. No os asoméis siquiera. —Se alisó el pelo y me fijé en que le temblaba la mano—. Esto le va a destrozar.

El carruaje aminoró la marcha hasta que, a trompicones, se detuvo. Al momento hizo lo mismo con su caballo. La dama Dela me dedicó una última mirada de reproche, antes de abandonar la cabina, pues pretendía impedir a toda costa que el eunuco se acercara más.

Rilla empezó a abrir algunas de las cajas que se apilaban en el canasto de la comida.

—Será mejor que comáis algo. Probablemente tardaremos un poco en ponernos en marcha.

Alargué el cuello para mirar por encima del hombro del cochero. Ryko había desmontado y entregado las riendas al segundo en la línea de mando. Cuando la dama Dela se acercó a él, el isleño le dedicó una reverencia y ladeó la cabeza, intrigado. Ella le indicó la calzada con un movimiento de cabeza; a medida que se alejaban de nosotras, sus voces se perdían entre los cacareos estridentes de las aves de corral. De pronto Ryko contrajo los músculos y se separó de la dama Dela. Se volvió hacia el carruaje, cerrando los puños. Aunque no le veía el rostro con claridad, pues la luz tenue del anochecer me lo impedía, su furia era tan evidente que recoma la distancia que nos separaba y llegaba hasta mí. La dama Dela lo sujetó del brazo con una fuerza que no era propia de una mujer. Vi que el eunuco se encaraba con ella de nuevo, haciendo claros esfuerzos por controlarse.

—Lo siento —susurré.

—Deberíais habérmelo dicho —me dijo Rilla, abriendo otra caja, que contenía angulas estofadas, y depositándola sobre el asiento, a mi lado—. Tal vez habría podido ayudaros.

—¿Cómo? —le pregunté—. ¿Acaso llevas el nombre de la dragona grabado en la frente? —Al instante lamenté mi sarcasmo. Al menos ella me dirigía la palabra—. Tienes razón. Debería habértelo contado.

—Es más, deberías habérselo contado a tu señor —añadió Rilla.

—Creía que sería capaz de averiguar el nombre antes de que nadie se diera cuenta de que no poseía el poder. Antes de que él se diera cuenta. Pero se murió.

Rilla suspiró.

—Bueno, ahora todo eso ya es historia. —Amontonó las tapas lacadas y volvió a meterlas en el canasto. A continuación posó las manos en el regazo y permaneció unos instantes sentada, en silencio, con la mirada perdida en la oscuridad recién estrenada.

»¿Entonces? —preguntó al fin, mirándome a los ojos—. ¿Ha llegado el momento?

Yo aparté los ojos de su rostro sereno y digno.

—Yo ya no soy tu señor.

—Sí, sí lo sois —dijo ella, y el tono de absoluta convicción con que lo dijo me obligó a mirarla de nuevo a la cara—. Vos habéis sido nuestro Señor Eón para todos nosotros. Para mí, para Chart, para los dos que conversan ahí afuera. Y para el nuevo Emperador. —Levantó la barbilla—. Vuelvo a preguntároslo, Señor Eón, ¿ha llegado el momento?

—Sí —le respondí—. Ve a buscar a Chart y llévatelo lo más lejos que puedas.

La dama Dela regresó por fin al carruaje. La severidad de su gesto nos disuadió de preguntarle nada y proseguimos viaje. Ryko iba en su caballo, delante de nosotras, manteniendo la distancia, muy erguido en su silla. Lo observé un buen rato, pero no se giró. Incluso cuando cambiamos de caballos, se mantuvo alejado.

Cuando la noche se internaba ya en las horas de los espíritus, al fin logré comer algo, mientras la dama Dela me explicaba con frialdad en qué consistía la vigilia del espectro imperial. Yo intentaba concentrarme en la parte de los elaborados rituales que me concernía a mí, e ignorar la amenaza tácita que pendía sobre nosotros: que probablemente no viviría lo bastante como para ponerla en práctica.

Aunque mi mente había traspasado el umbral del descanso, mi cuerpo fatigado no resistió mucho más. Tras el tercer y último cambio de caballos, caí rendida. De vez en cuando despertaba con el traqueteo del carruaje, en algún tramo peor conservado de la calzada, y miraba por el ventanuco para ver la figura de Ryko, que seguía cabalgando en cabeza. Tras las largas horas de viaje, debería haber dado muestras de cansancio, pero su tensa vigilancia permanecía incólume. Tal vez fuera la ira lo que lo mantenía en vilo. Tal vez el odio.

Yo regresaba al sueño, feliz de sumergirme en el abandono que me proporcionaba.

Las voces de los vendedores ambulantes que se alineaban a ambos lados de la calzada me sacaron finalmente de él, desperté acurrucada en una esquina del carruaje: nos acercábamos a las puertas de la ciudad. La dama Dela se había recostado en la esquina opuesta, los ángulos duros de su rostro suavizados por el sueño. Rilla ya rebuscaba en el canasto, el pelo y el vestido pulcros y alisados, como de costumbre.

—Tomad, romped vuestro ayuno con esto —me dijo, alargándome un pequeño cuenco de caña entretejida que contenía un huevo duro y algunas verdura encurtidas. Al menos no tendría que tomar más aquella mezcla repugnante de hierbas de la hechicera con droga de sol. Ya no quería saber nada de ellas.

—No es gran cosa para ser mi última comida —dije, haciendo esfuerzos por sonreír.

Ella ignoró mi comentario y descascarilló otro huevo.

—Cuando lleguemos a los aposentos, os prepararé el baño purificador tal como Dela ha ordenado —bajó la voz—. Sin duda, los funcionarios de protocolo habrán enviado las hierbas correspondientes. Luego, mientras os bañáis, airearé un poco la túnica de la Armonía. Ha sido una buena idea por parte de Dela sugerir que os la pongáis.

—Deberías partir de inmediato.

Ella negó con la cabeza.

—Lo haré cuando estéis lista para asistir a la vigilia del espectro.

Su terca lealtad me llenaba de humildad.

—Gracias —susurré—. Pero prométeme que después te irás.

A mi lado, la dama Dela se desperezó.

—No creí que pudiera dormir. —Miró por el ventanuco y vio las hileras de carros y transeúntes que hacían cola para entrar a la ciudad, en el camino de tierra que quedaba por debajo de nuestra calzada empedrada—. De modo que ya hemos llegado.

Cuando alcanzamos las puertas de la ciudad, Ryko retrocedió y cabalgó hacia nosotras. Me senté y sostuve el cuenco de caña con más fuerza, pero él llevó el caballo hasta el lado del carruaje en el que se encontraba la dama Dela.

—A partir de este punto proseguiréis sola, señora —dijo.

Ella asintió.

—Buena suerte.

Finalmente me miró, la dureza de sus ojos me dejó sin aliento.

—Debo alertar a la resistencia para que estén preparados. —Tiró de las riendas, y el caballo relinchó—. Pero no temáis por vuestra seguridad, Señor Eón. Regresaré a custodiaros, como es mi deber. —Hablaba con tono amargo—. Yo siempre cumplo con mi deber.

—¿Y cuándo no he cumplido yo con el mío? —murmuré.

Pero él ya había partido.