3

Me despertó el contacto de una mano en el brazo. Estaba medio sentada, medio acurrucada contra la pared, junto a mi altar, con el rostro apoyado contra la fría piedra. Abrí los ojos y, en la penumbra, traté de ver quién era aquella figura flaca agachada junto a mí.
Rilla.
—El señor se levantará pronto —me dijo en voz muy baja.
Una punzada de temor me despejó un poco la cabeza. La vela roja de oración, situada ante las estelas funerarias, había ardido hasta convertirse en un muñón de cera; el pequeño cuenco de las ofrendas, con el pescado y el arroz, olía a las horas que habían transcurrido. Me puse en pie, alisándome la arruga que se había formado en la manga de mi túnica ceremonial.
—No debería haberme dormido.
Rilla me acarició el pelo rizado.
—No te preocupes. Nadie te ha visto. —Se incorporó, reprimiendo un bostezo—. Las campanas que anuncian el alba sonarán pronto. Si quieres despedirte de Chart, debes darte prisa.
Asentí, frotándome la cara y el cuello para entrar un poco en calor. Mi señor había convertido la más pequeña de las bodegas, al fondo de la casa, en un dormitorio para sus candidatos. En aquellos meses de verano, el lugar era un almacén de aire fresco, pero en invierno se convertía en una celda inhóspita. Contemplé la estancia abigarrada que había sido mi hogar durante cuatro años. Mi cama, todavía enrollada contar la pared; el viejo arcón; el pequeño tablón de escritura junto al que me había arrodillado durante tantas horas de estudio; y el brasero bajo, de arcilla, coronado por el cazo que había encontrado en la basura. Todo un lujo comparado con la fábrica de sal. ¿Era la última vez que la vería? ¿O debería regresar?
—Enviaré a una de las muchachas para que te diga cuándo está vestido el señor —me dijo Rilla, abriendo los porticones que cubrían la estrecha ventana.
—Gracias, Rilla.
Se detuvo junto a la puerta.
—Chart y yo hemos rezado por tu éxito, Eón. Pero quiero que sepas que también te echaremos de menos.
Durante un momento, sus ojos se encontraron con los míos y vi el miedo y la preocupación dibujados en las líneas que surcaban su rostro. Pero antes de irse esbozó una sonrisa. Si ese día yo fracasaba, ¿vendería mi señor a Rilla y a Chart? Todavía no habían pagado ni la mitad de lo que le habían costado: Chart me había mostrado el bastón con el precio, que escondían tras un ladrillo suelto de la cocina.
Me acerqué al brasero y al moverme esparcí el perfume de las hierbas con las que había purificado mi piel. ¿Y yo? Si fracasaba, ¿sería devuelta a la fábrica de sal? El recuerdo de trabajar entre todo aquel polvo me provocó tos y me atraganté. Me llevé las manos al pecho, sintiendo el flujo de la hua, la fuerza vital. Lo único que sentía era la fina seda de la túnica ceremonial y la tensa dureza de la faja que me oprimía el pecho. Mi señor me había transmitido los conocimientos básicos para identificar mi hua a través de los siete puntos de poder, pero se trataba de una técnica que se tardaba toda una vida en dominar. Dirigí el ojo de mi mente hacia el interior, recorriendo los meridianos. Finalmente, localicé el bloqueo: en la base de mi espina dorsal, en la sede del miedo. Respiré despacio hasta que el nudo rígido se aflojó.
Me arrodillé sobre el suelo de piedra y recogí las cenizas del brasero. Algo se agitaba en mi interior, un destello conocido de conciencia. Era durante los días de mi ciclo lunar que mi verdadero yo-sombra —Eona— se oscurecía, internándose en extraños pensamientos y sensaciones desagradables. Al parecer, si bien la infusión de la hechicera había aliviado mis calambres del día anterior y había detenido la hemorragia, aún no había alejado de mí las sombras. No podía permitir que Eona apareciera e introdujera en mi mente sus problemáticos deseos. La aparté y me concentré en la limpieza de las ramitas y los pedazos de carbón que quedaban en el brasero. Al remover una tea, el fuego volvió a cobrar vida. Soplé sobre la llama temblorosa hasta que se avivó, e incliné el cazo para ver si aún contenía agua. Quedaba la cantidad justa para prepararme otra infusión. Tal vez con esa segunda dosis lograra ahuyentarla.
Si fracasaba, mi señor no me necesitaría como niño.
Intenté apartar de mi mente aquel pensamiento inoportuno.
Entonces ofrécele el cuerpo de una niña. Estaba en su mirada durante el ritual de purificación.
¡No, eso no era cierto! No había habido nada en los ojos de mi señor durante el ritual. Había pronunciado las palabras, había vertido el agua perfumada sobre mi cabeza y luego me había dejado sola para que me lavara y me aplicara los ungüentos. Yo no había visto nada en su mirada. Me incliné sobre el cazo, instándolo a que calentara el agua más deprisa.
Un puñado de hierbas en la taza, sobre ellas el agua muy caliente, pero que había que echar antes de que hirviera, y a mezclarlo con una rama. Me lo bebí de un tirón; estaba tan caliente y sabía tan mal que las ideas turbadoras de Eona se esfumaron al momento.
A través de la ventana, el cielo se aclaraba por momentos. Cerré el saquito de las hierbas, lo escondí en la faja del pantalón y me pasé la mano por la túnica ceremonial para eliminar unas motas de ceniza. No me había quitado los ropajes formales durante la vigilia, en honor a mis antepasadas recién descubiertas. Yo jamás había tocado una tela tan suave, una seda muy tupida de color escarlata vibrante, como correspondía a los candidatos. Doce dragones bordados en oro bordeaban los bajos de la túnica, y los extremos del cinturón estaban rematados por borlas doradas. Al contacto con mi piel, aquella tela parecía agua untuosa, y cuando me movía, el sonido se asemejaba al susurro del viento. No era de extrañar que los nobles actuasen como dioses: habían capturado sus elementos en aquellas túnicas. Me calcé las sandalias de cuero a juego, y flexioné los pies varias veces para acostumbrarme a su tacto desconocido. Cosidas con hilo de oro, en sus puntas también había dragones bordados. ¿Cuánto le habrían costado al señor todos aquellos lujos? Me puse en pie y practiqué algunos pasos de la primera secuencia, percibiendo las diferencias de agarre de mi nuevo calzado al girarme para pasar de la primera figura del Dragón Rata a la segunda. Las suelas de cuero resbalaban más que mis viejas sandalias; podían resultar traicioneras sobre la arena compactada de la Pista del Dragón. Giré varias veces más sobre mí misma, adaptando mi peso al suelo, extasiándome con el vaivén de la túnica de seda, que se abombaba y se pegaba a mi cuerpo alternativamente.
El chasquido de la puerta del horno al cerrarse me detuvo. Era Kuno, que controlaba los fuegos. Amanecía y todavía quedaba mucho por hacer. Me acerqué deprisa al armario y rebusqué el rollo de papel bajo mis ropas de trabajo. Después de tres meses de robarle tiempo al tiempo, al fin lo había terminado: se trataba de un dibujo en tinta negra de los caminos y el paisaje que rodeaban la casa de mi señor. Estaba confeccionado con pedazos del papel de mora que un fabricante cercano a la escuela desechaba. Me daba permiso para llevarme los bordes limpios que él recortaba y que yo había ido cosiendo hasta formar el rollo. El dibujo seguía el estilo del gran maestro Quidan, una representación larga y estrecha pensada para ser abierta por partes, para propiciar la meditación sobre el paisaje. ¿Le gustaría a Chart? Yo sabía que mis dotes artísticas eran bastante limitadas, pero tal vez le ayudara a imaginarse cómo era el mundo más allá de la cocina. Acaricié los sencillos bastones pegados a ambos extremos. Añoraría describirle las cosas que pasaban en el vecindario y reírnos con sus comentarios malvados.
El pequeño patio interior estaba tranquilo. Me metí el rollo en la manga y permanecí un instante junto a la puerta: el aire suave de la mañana, la calma, pasaron a través de mí como una meditación. ¿Debía arriesgarme a invocar al Dragón Rata? Tal vez ahora me reconociera. Aspiré hondo y entrecerré el ojo de mi mente, en dirección al noroeste. Al momento se formó el perfil brillante del dragón, un atisbo de su inmensa cabeza de caballo y su cuerpo de serpiente. Pero entonces los bordes de mi visión empezaron a difuminarse.
Me flaquearon las piernas y un vacío se apoderó de mi conciencia. Traté de regresar y con gran dolor caí de rodillas. Jamás hasta ese momento había experimentado nada parecido. Jadeando, me apoyé en el quicio de la puerta y concentré la atención en mi interior, resiguiendo torpemente el flujo de mi hua. No parecía haber ningún daño y ya empezaba a recobrar las fuerzas. Tal vez había sucedido porque ese día el Dragón Rata era ascendente. Respiré hondo varias veces más, me incorporé y me dirigí despacio hacia la cocina. Por lo menos aquella extraña visión mental mía, que era la que me había hecho llegar hasta ese día, seguía conmigo. Si aquello significaba algo para el Dragón Rata, lo sabría muy pronto.
Cuando llegué a la puerta de la cocina me descalcé antes de entrar. Kuno se encontraba junto a los fogones, removiendo la sopa que mi señor tomaba todas las mañanas. El olor a caldo concentrado y a bollos humeantes hizo que me rugieran las tripas. Me pasé la lengua por los labios y me acordé del pedazo de pan que había escondido en mi cuarto.
—¿Eón? —Chart apareció junto a una pata de la mesa y, al verme vestido con mis ropajes, puso los ojos en blanco—. Pequeño… señor…
Kuno me miró mal cuando lo rocé al acuclillarme, no sin dificultad, junto a Chart.
—Si te ensucias la túnica nueva que llevas puesta, el castigo será colosal —dijo Kuno, que salió a toda prisa de la cocina y se metió en la despensa de los alimentos más duraderos.
Chart se acercó más a mí y acarició el dobladillo de la túnica.
—Suave… como el culo de una niña.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Sé más… que tú. —Arqueó las cejas—. Las criadas piensan… pobre Chart… no sabe lo que hace.
Yo meneé la cabeza ante su alegre desvergüenza.
—Tengo algo para ti —le dije, sacando el rollo de papel y dejándolo sobre la esterilla.
Él lo tocó, abriendo mucho los ojos.
—¿Papel de verdad? —me miró, desconcertado—. Ya sabes… no sé leer.
—No son palabras —le dije—. Ábrelo.
Se apoyó en un codo y, despacio, fue separando los bastones de madera. Yo vi que su desconcierto se convertía en comprensión, hasta que torció el gesto.
—Ya sé que no es muy bueno —me apresuré a decirle—, pero, ¿ves? Este es el cruce que está al final del camino —señalé el lugar en el mapa—, y este es el cerdo del viejo Rehon. Lo he dibujado en el huerto de Kellon, el prestamista… —Me detuve. Chart había apartado los ojos de mi dibujo—. Sé que no es muy bueno —repetí.
Chart negó y apoyó la cabeza en su hombro.
¿Estaba llorando? Me eché hacia atrás. Chart no lloraba.
Me acarició la mano, un amasijo de dedos torpes contra los míos, y, tembloroso, aspiró hondo.
—Yo… también tengo algo… para ti —dijo. Miró en dirección a la puerta de la despensa—. Deprisa… antes de que venga… Kuno.
Extendí la mano, esperando más pan, o más queso. Pero noté que algo pesado aterrizaba en mi palma. Una moneda cubierta de mugre. Pasé el pulgar por ella para limpiarla y entreví un destello dorado: una moneda Tigre, más de tres meses del salario de un hombre libre. Y un azote seguro si me la encontraban.
—¿De dónde la has sacado? —le susurré.
—Yo… no siempre… en este colchón.
—¿Se la has robado al señor?
Se acercó más a mí, ahuyentando mi pregunta con un gesto de la mano.
—Ayer noche… oí a Kuno… y a Irsa… hablando —balbució en voz muy baja, tensando mucho los hombros y el cuello por el esfuerzo de tener que susurrar. Yo agaché más la cabeza, hasta que sentí su aliento cálido contra la oreja—. Señor… te vende a fábrica de sal… si no llegas a Ojo de Dragón. Te vende… como a los chicos… de antes. —Yo me eché hacia atrás, pero Chart se incorporó para seguirme, frunciendo el ceño por el esfuerzo—. Si no te escogen… debes escapar… a las islas.
Jadeando, se dejó caer sobre el colchón.
¿Escapar? Yo no era libre, siempre había pertenecido a un señor. Agarré la moneda con más fuerza. Pero no, aquello no era del todo cierto. Hubo un tiempo en que tuve familia, no señor.
—¿Y tú? —le pregunté.
Chart soltó una risotada burlona.
—¿Escapar yo?
Le alargué la moneda.
—Deberías quedártela tú —le dije—. Tal vez a ti y a Rilla os haga falta.
Chart me sujetó la mano. Los músculos de su cuello se hinchaban y se retorcían en su lucha por mantener la cabeza erguida.
—Madre lo sabe. Me dice que… te la dé a ti.
Lo miré fijamente. ¿Rilla también creía que debía escapar?
—¿Sigues ahí? —Me preguntó Kuno, levantando un saco de alubias y depositándolo en la mesa. Chart y yo nos separamos.
—Será mejor que te pongas en marcha si no quieres hacer esperar al señor.
Chart me cerró los dedos sobre la moneda.
—Adiós… Eón… Que tengas suerte.
Me puse en pie y le dediqué una reverencia lenta, parsimoniosa, la reverencia que se dedicaba a un amigo. Al levantarme, vi que él apartaba la cara y apretaba mucho la mandíbula.
—Gracias —le susurré.
Él no alzó la mirada, pero vi que se aferraba al rollo de papel y se lo llevaba al pecho.
Una vez fuera, me detuve unos instantes en la penumbra del alba, para tranquilizarme. ¿Podía de veras escapar si no resultaba elegida? La idea me asustaba casi tanto como que me vendieran de nuevo a la fábrica de sal.
Faltaban apenas unos minutos para que saliera el sol. Yo todavía tenía que recoger mis pertenencias. Y ocultar la moneda. Sentía su peso cálido en mi mano. ¿Dónde estaría a salvo? Volví a ponerme las sandalias de cuero y atravesé el patio a la carrera. ¿Quizás en la caja en la que guardaba el pincel y la tinta? Me detuve junto al quicio de la puerta, mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad. Ahí dentro estaba la cesta de paja para el viaje, ya llena de cosas. Rilla debía de haberme hecho el equipaje. Si resultaba elegida, mi señor me la enviaría al pabellón del Dragón Rata. Abrí la mano y estudié la moneda. No era grande; tal vez pudiera hundirla en la barra de tinta seca y ocultarla ahí.
Pero, ¿qué cosas se me ocurrían? Si perdía y debía escapar, no podría regresar a por mis cosas. La moneda debía quedarse conmigo. Inspeccioné mi costosa túnica de seda. ¿Cabría en el saquito de las hierbas? Chart siempre decía que no había que esconder juntas dos cosas prohibidas. ¿Y en el dobladillo? Levanté los faldones y estudié la costura perfecta. Si descosía la parte cubierta por el bordado del dragón, podría meter la moneda dentro y nadie se daría cuenta.
Cogí el cuchillo que usaba para comer y corté una puntada, cuidando de no perder nada de hilo. En algún lugar cercano sonó la campana que anunciaba el alba. Era casi la hora señalada. Con manos temblorosas, metí la moneda en el dobladillo. ¿Se notaría? Alisé el dobladillo para disimular el cambio y lo solté. La moneda tiraba un poco de la tela, pero no lo bastante como para que se notara. Levanté la tapa del arcón de la ropa y saqué el tubo de agujas a través de un hueco que había tallado en la madera. Dolana, mi única amiga en la fábrica de sal, me lo había regalado antes de morir de tos ferina: un regalo muy valioso. Tardé mucho en enhebrar el fino hilo de seda en la aguja, pero finalmente pasó por el ojo. Con cuatro puntadas largas cerré el dobladillo y, cuando estaba cortando el hilo, Irsa apareció junto a la puerta.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
Solté la túnica.
—Tenía un hilo suelto —le respondí, cerrando la mano con fuerza para ocultar la aguja—. ¿Está listo el señor?
Irsa observó mis ropajes, desconfiada.
—Dice que debes acudir al patio delantero.
Metí el cuchillo en la cesta de viaje con gran parsimonia.
—Gracias.
Ella no se movió.
—Sé dónde está el patio delantero, Irsa.
Ella se cruzó de brazos.
—No entiendo que el señor haya depositado sus esperanzas en ti, Eón. Pero por tu bien, y por el nuestro, espero que ganes.
Y, arrugando la nariz, abandonó el cuarto. Esperé un momento, oí sus pasos, alejándose, y entonces metí la aguja en el tubo, que volví a esconder en el hueco. Me costaría desprenderme de él, pero no podía arriesgarme a llevar conmigo un utensilio de mujer. Irsa, o alguna otra de las criadas, revisaría mi cesta apenas me hubiera ido.
La importancia de aquella jornada empezaba a pesarme. No tenía tiempo para comerme el pan de Chart, pero no importaba, porque ya no tenía hambre. Tal vez la rata lo encontrara; otra ofrenda al Dragón Rata.
Contemplé la habitación por última vez. Y de pronto supe que, en efecto, era la última vez que la veía. Si perdía, huiría. La conciencia de que aquello era el final de algo recorrió todo mi ser como una lluvia monzónica. Me volví y salí al patio; sólo el movimiento de orejas del gato de la cocina pareció refrendar aquella decisión trascendental.
Mi señor ya me esperaba en el patio delantero. El palanquín de madera y caña que usaba para los viajes oficiales estaba dispuesto sobre los apoyos de piedra. Un equipo de cuatro porteadores contratados para la ocasión aguardaba, paciente, entre las varas —dos delante y dos detrás—, los anchos hombros protegidos por gruesos cojines de cuero. No me pasaron por alto sus miradas curiosas. Y no eran las únicas. Todos los habitantes de la casa se asomaban a las puertas y las ventanas para verme partir. Busqué un rostro amigo: Chart no estaba, el patio quedaba demasiado lejos para él. Pero Lon me saludó con la mano, y Kuno, para mi sorpresa, inclinó la cabeza, dedicándome una escueta reverencia. Después vi a Rilla, de pie tras mi señor, con la mirada baja, como debía ser. Al acercarme alzó los ojos y su leve sonrisa me infundió valor.
Me incliné ante mi señor, que llevaba sus ropas cortesanas: la túnica larga, azul de medianoche, con las mangas bordadas, cerrada por el fajín escarlata confeccionado con seda fruncida. Su rostro pálido quedaba enmarcado por un cuello de tela muy alto, cuya pronunciada curva destacaba todavía más sus facciones demacradas. Parecía muy anciano y enfermo.
—Gírate —me dijo adelantándose, ayudado de un elegante bastón de madera oscura.
Obedecí. El movimiento de la túnica hizo que la moneda me rozara el muslo por detrás. Tuve que reprimir el impulso de comprobar si la costura seguía bien cosida.
—Bien —dijo y, volviéndose hacia Rilla—: ¿Mi sombrero?
Ella le colocó con cuidado el sombrero rojo sobre la cabeza rasurada. Mi señor recorrió el patio silencioso con la mirada, extendió la mano y se apoyó en el brazo extendido de Rilla para subirse al palanquín.
—¿Y el tributo? —preguntó, sentándose sobre el asiento de seda.
Rilla sostuvo una urna pequeña, de madera brillante, taraceada con perlas marinas. Él se la colocó en el regazo, antes de indicarme que subiera.
Me monté con sumo cuidado, alisándome la túnica antes de sentarme a su lado, sobre los almohadones. Las paredes de caña parecían muy frágiles. Empujé uno de los lados con una mano y oí el crujido.
Mi señor me observó un instante, con los ojos medio ocultos por sus hinchados párpados.
—Te aseguro, Eón, que es un transporte bastante seguro.
—Sí, señor.
Apoyó entonces el bastón en el hombro del porteador que le quedaba más cerca.
—En marcha —ordenó.
Como un solo hombre, los porteadores se echaron hacia delante y levantaron el palanquín. Yo apoyé con fuerza los pies en la plataforma y me agarré al techo de madera, sobre el que descansaba el toldillo, mientras nos cargaban a hombros. Muy arriba. Rilla echaba la cabeza hacia atrás para verme y aunque no la oí, por el movimiento de su boca vi que me deseaba buena suerte. Intenté sonreírle, pero el suelo quedaba demasiado lejos y el vaivén del movimiento me mareaba. Cerré los ojos un instante y al abrirlos vi que ya franqueábamos la puerta principal, con sus leones de piedra.
Volví la vista atrás. Sólo Rilla seguía en el patio, con la mano levantada. No pude devolverle el saludo, porque en ese momento doblamos la esquina y accedimos al camino. ¿Sabía Rilla que la echaría de menos?
Volví a mirar al frente, observando con desconfianza a los dos porteadores que ocupaban las posiciones delanteras. Parecían saber lo que hacían. Tal vez no encontráramos la muerte en el trayecto. Mi señor bajó la cabeza, acercándola a la mía.
—¿Ha surtido efecto la infusión? —me preguntó en voz baja.
—Sí, señor.
Emitió un gruñido satisfecho.
—¿Y has perfeccionado los enlaces entre las secuencias?
Asentí.
Mi señor miró hacia delante y, al entrecerrar los ojos, tenso, las arrugas que los rodeaban se marcaron aún más.
—El Consejo ha aceptado a regañadientes la variación de la segunda del Dragón Caballo invertida —me comunicó—. Y eso sólo porque no consideran que seas un candidato con posibilidades. El ascendente Ido, en concreto, se mostró muy despectivo.
Mi señor pronunció aquellas últimas palabras con desprecio. Llevaba mucho tiempo desconfiando de quien ostentaba el título de Ojo de Dragón Rata. El Señor Ido había accedido antes de hora al cargo de Ojo de Dragón, a causa de la repentina muerte de su señor. Según algunos, demasiado pronto. Y precisamente ese día se iniciaba el año de la Rata, por lo que Ido pasaba a convertirse en el Ojo de Dragón ascendente. Durante un año sus poderes se duplicarían y sería el encargado de presidir el Consejo formado por todos los Ojos de Dragón en la tarea de controlar las energías terrestres en bien del Imperio. Seguro que no le habría puesto fácil a mi señor la defensa de su petición.
—Cuando seas elegido, cuídate mucho del Señor Ido.
—Sí, señor —dije, antes de pedir a los dioses, para mis adentros, que disculparan la arrogancia de mi señor.
Se frotó los ojos.
—Ido te perseguirá por el mero hecho de ser mi candidato. Por supuesto, tendrás que asistir a sus entrenamientos en las Artes del Dragón, pero evítalo siempre que puedas. Es alguien —mi señor se detuvo, buscando las palabras exactas— traicionero e impredecible. También pasarás bastante rato con el maestro Tellon, aprendiendo Resistentia. Es un buen hombre, pero guárdate tus dones para ti, porque también es un observador avezado.
—¿Resistentia?
Los labios blancos de mi señor se arquearon, esbozando una sonrisa.
—El Consejo me despojaría de mi estatus de heuris si supiera que te he hablado de la Resistentia. —Me miró de soslayo—. Aunque esta indiscreción queda en nada comparada con el resto de cosas que ya he hecho. —Se acercó más a mí—. La Resistentia es la disciplina física y mental que se precisa para convertirse en Ojo de Dragón. Sirve para ayudar al aprendiz a soportar las fugas de energía necesarias para establecer la comunión con el dragón al que sirve.
—¿Y es difícil, señor? ¿Esa comunión? —pregunté, intuyendo que, por primera vez, se sentía comunicativo.
Él observó la urna que llevaba apoyada en el regazo.
—¿Difícil? —volvió a sonreír brevemente—. ¿Es difícil tomar la fuerza vital de la tierra y doblegarla a tu antojo? ¿Despejar los bloqueos de la energía construidos a partir de temores antiguos e ideas estrechas? ¿Desatar pasado, presente y futuro y enlazarlos de nuevo de otro modo? —Suspiró—. Sí, Eón, es difícil y doloroso, pero también emocionante. Y te matará. —Me miró de nuevo, con los ojos opacos—. Como me ha matado a mí.
Lo dijo casi como un desafío, pero yo no aparté la mirada.
—Mejor morir sirviendo de ese modo —dije yo, sujetándome más al tronco del techo—, que hacerlo trabajado en una fábrica de sal.
Mi señor parpadeó ante mi muestra de vehemencia.
—Hay cosas peores que morir ahogado en sal —susurró.
Entonces sí tuve que apartar la mirada, al descubrir que la suya, extrañamente, se ablandaba.
—¿Y la Resistentia, señor? —me apresuré a preguntarle—. ¿Seré capaz de aprenderla?
—No es como la secuencia de aproximación —me respondió—. Allí no habrá ningún maestro de espadas con el que puedas practicar sin fin. La Resistentia no se basa en la fuerza bruta ni en la agilidad; se trata de una combinación de meditación y movimiento. Una vez aprendas su forma básica, dependerá de ti que desarrolles su dominio y, al hacerlo, desarrolles también tu resistencia física y mental.
—Eso es lo que vos practicáis en el Jardín de la Luna, ¿verdad?
Mi señor ladeó la cabeza.
—¿Y tú cómo sabes eso, Eón? —Meneé la cabeza, pues no quería responder con la verdad. A mi señor no le habría gustado saber que yo «sabía» por intuición, pues el conocimiento «irracional» se atribuía sólo a las mujeres—. Sí, eso es lo que practico en el Jardín de la Luna —dijo—. Porque me hace mucho bien. —Clavó la mirada al frente y esbozó una sonrisa llena de amargura—. Hasta hace muy poco, nunca había lamentado la llamada que atendí. Pero ahora creo que lamento no tener futuro. —Volvió a mirarme, y en sus ojos volví a ver la luz intensa que había visto durante el ritual de purificación. Alargó el brazo, como si quisiera acariciarme la mejilla. Yo me eché hacia atrás y él bajó la mano. Su rostro volvió a ser su máscara habitual de ironía—. Mi trato se cerró hace ya mucho tiempo —concluyó casi para sus adentros.
Me apoyé en el respaldo y palpé la moneda. ¿Bastaría para llegar hasta las islas? Los ojos de mi señor se clavaron en mí. Volví la cabeza y fingí estar absorta con el paisaje que se divisaba desde el palanquín. Habíamos alcanzado la vía principal que conducía a la Pista del Dragón. Acababa de amanecer, pero la calle ya estaba llena de curiosos, las contraventanas de las casas estaban abiertas y los vendedores pregonaban sus mercancías. Un hombre vio el palanquín y dio la voz de alerta. Su grito recorrió toda la calle, hasta que nos convertimos en el centro de atención. Los rostros se volvían para vernos pasar: emocionados, escépticos, curiosos, desdeñosos. Y entonces se inició un murmullo y las palabras susurradas recorrieron la muchedumbre como hojas mecidas por la brisa: «Es el tullido».
Me incorporé en mi asiento, cerré los puños y mantuve los ojos clavados en las banderolas que ondeaban a la entrada de la pista. Con frecuencia, por el rabillo del ojo veía a la gente componer el gesto que los protegía del mal.
—¿Te duele la pierna? —me preguntó mi señor de pronto. En los cuatro años que llevaba a su servicio, nunca me había preguntado por ella.
—No demasiado —le respondí atropelladamente, tratando de ocultar la mentira.
Él asintió una vez, su expresión cada vez más impenetrable.
—Lo cierto es que ha terminado por resultarnos útil.
Uno de los porteadores que iban delante gritó algo y todos se detuvieron junto al acceso vallado a la pista. Un relieve inmenso, dorado, del Dragón Espejo —símbolo del Emperador—, se retorcía sobre el dintel. A ambos lados, los gruesos pilares estaban decorados con dos feroces dioses custodios. Las espadas que sostenían habían perdido el relieve, desgastadas por tanta gente que las había rozado pidiendo su protección. Miré entre los listones entrecruzados de la pesada puerta, pero apenas entreví un pasillo en penumbra y el brillo intenso de la arena.
El porteador que iba delante miró a mi señor, a la espera de instrucciones.
—Seguid pegados a la pared hasta que lleguemos al Portal de los Doce Animales Celestiales —dijo mi señor, señalando hacia la izquierda.
Avanzamos despacio, recorriendo el perímetro de la pista. Pasamos frente a la puerta de jade reluciente que correspondía a la Puerta del Emperador, por la que el Hijo Eterno del Cielo haría su entrada. La gran avenida que salvaba la distancia que separaba aquella puerta del muro exterior del Palacio Imperial ya se veía atestada de personas que, en su mayoría, sostenían banderas hechas por ellos en honor del nuevo ascendente y de su aprendiz. En el Día del Ascenso anterior, yo me encontraba entre una multitud idéntica a aquella y había visto a Amón, el nuevo aprendiz del Dragón Cerdo, mientras recorría, cubierto por las banderas de la buena suerte, el camino que llevaba a los Pabellones del Dragón. ¿Caminaría yo tras el caballo imperial transcurridas unas pocas horas? ¿Miles de papeles rojos lloverían sobre mi cabeza?
—Quédate sentado y no te muevas —me ordenó mi señor.
Me apoyé en el respaldo y aparté la mirada de la multitud. Delante de mí, otro palanquín abierto aguardaba en el exterior del Portal de los Doce Animales Celestiales. Nosotros nos detuvimos algo más atrás; reconocí la forma delicada de la cabeza de Dillon y la figura obesa, cuellicorta, del heuris Bellid. Su grupo de porteadores bajó con cuidado el palanquín hasta apoyarlo en dos grandes soportes de piedra. Dillon bajó primero y se volvió para ayudar a su señor a llegar al suelo. En otros momentos de mayor arrojo, cuando estábamos solos, Dillon llamaba a su señor «señor Barriga». Reprimí una sonrisa cuando Bellid se colocó bien la faja plisada sobre su inmensa panza, antes de indicar a los porteadores que se llevaran el palanquín.
Dos centinelas que montaban guardia junto a la puerta salieron de la garita. Eran de estatura similar y se mantenían muy erguidos, pero uno llevaba la túnica blanca que indicaba luto, como símbolo del año que moría, y el otro vestía de un verde radiante, en honor al Año Nuevo.
—El hombre que lleva la túnica verde es uno de los defensores de Ido —me susurró mi señor—. Será un buen indicador de cómo se desarrollarán las cosas en el Consejo.
Los guardias dedicaron una reverencia a Bellid y a Dillon, que devolvieron el saludo. Luego Bellid entregó una caja tallada a quien simbolizaba el Año Nuevo. Yo me fijé entonces en la urna que mi señor sostenía en el regazo. En ella se guardaba el tradicional tributo al Ojo de Dragón saliente. Cada uno de los heuris pagaba por el honor de presentar a su candidato, compensando así la pérdida de ganancias del señor que dejaba el cargo. Pero en esa ocasión no había viejo Ojo de Dragón, había muerto hacía muchos años, dejando que su aprendiz, Ido, por aquel entonces joven, sirviera al Dragón Rata. Se suponía que el Señor Ido recibiría los tributos. No era de extrañar, pues, que mi señor pareciera contrariado.
Año Nuevo abrió la caja con la ofrenda de Bellid y estudió su contenido. Debió de parecerle adecuado, porque la cerró y ordenó a un guardia que se la llevara. Tras dedicarle otra reverencia, los dos oficiales se retiraron. El heuris Bellid y Dillon pasaron a través de la puerta circular, y hasta nosotros llegaron los vítores amortiguados de la multitud.
—Adelante —me ordenó mi señor.
Nos situamos frente al Portal de los Doce Animales Celestiales. A mí siempre me había parecido que se trataba de la puerta más hermosa de la ciudad —más incluso que la inmensa Puerta de la Benevolencia Suprema, que daba acceso al Palacio Imperial—. El portal formaba un círculo completo, con los doce dragones tallados en él, siguiendo el orden de su ciclo de ascensión: Rata, Buey, Tigre, Conejo, Dragón, Serpiente, Caballo, Cabra, Mono, Gallo, Perro y Cerdo. Los ingenieros imperiales habían colocado en el inmenso círculo labrado un sistema de poleas y engranajes, de manera que el primer día del año —El Día del Ascenso—, pudiera rotar una posición, moviendo el nuevo Dragón ascendente hasta lo alto de la puerta. El Dragón Cerdo seguía ostentando la supremacía, pero tan pronto como el Dragón Rata escogiera a su nuevo aprendiz, los dos oficiales que custodiaban la puerta harían girar el círculo, señalando así el inicio del Año Nuevo y el comienzo de un ciclo que duraría doce años más. Se trataba, pues, de una jornada propicia. Cerca, en uno de los tenderetes instalados por los vendedores ambulantes, habían empezado a cocer los pasteles de canela con forma de luna típicos de las celebraciones del Primer Día; el olor despertó en mi lengua el sabor fantasmal de la mantequilla especiada. Se me encogió el estómago. Debería haber comido aquel pedazo de pan.
Los porteadores posaron nuestro palanquín sobre los apoyos de piedra. Descendí deprisa de la cabina, feliz de pisar de nuevo suelo firme, y ayudé a bajar a mi señor.
—Esperad a que os llame después de la ceremonia —dijo, despidiendo a los braceros.
Año Viejo y Año Nuevo nos dedicaron una reverencia al unísono.
—¿Traes a uno de los doce que buscan servir al Dragón Rata? —preguntó Año Nuevo, mirándome con hostilidad durante un instante. A nuestras espaldas, los murmullos de la multitud menguaron. Sentí que mil pares de ojos censores se clavaban en mí. Un Ojo de Dragón era su único medio de lograr algo de buena suerte; ¿por qué, entonces, yo, que claramente había tenido tan mala suerte en la vida, me ofrecía voluntariamente como candidato?
Mi señor y yo bajamos la cabeza.
—Yo, el heuris Brannon, os traigo a quien busca servir al Dragón Rata —respondió él.
—Entonces presentad el tributo al Ojo de Dragón que ha servido y que hoy deja paso al nuevo Ojo de Dragón y a su nuevo aprendiz —enunció Año Viejo, cuya expresión, como mínimo, era neutra.
Mi señor levantó la tapa de la caja taraceada. Un pesado amuleto de oro, con forma de dragón enroscado sobre sí mismo, se apoyaba en un suave cojín de terciopelo negro. Reprimí una exclamación: debía de valer una fortuna y con lo que costaba se habría podido mantener toda la casa durante meses. ¿Cómo habría conseguido mi señor semejante regalo? Lo contempló un momento, antes de echar los hombros hacia atrás.
—Presento este tributo al Ojo de Dragón que deja paso al nuevo; que su fuerza le sea devuelta y que su vida sea larga.
Entregó la caja a Año Nuevo, que dedicó a su compañero una mirara extraña, desafiante. Año Viejo frunció el ceño y meneó ligeramente la cabeza.
Año Nuevo cerró la caja con un golpe seco.
—Es aceptable —dijo escuetamente, pasándosela al guardia—. Pasad.
Los dos oficiales nos dedicaron otra reverencia y dieron un paso atrás.
—Gracias —dijo mi señor, parcamente.
Franqueamos despacio la puerta y accedimos a un pasadizo largo, tenuemente iluminado. A nuestras espaldas se elevaron unos vítores estruendosos. ¿Por mí? Me giré, con el corazón acelerado. Pero los oficiales de la puerta saludaban al heuris Kane, y a Baret, el favorito de la multitud. De modo que no, para el tullido no había saludos de alegría.
—Otro de los lacayos de Ido —dijo mi señor, que me había visto mirar a Kane—. Pero no te preocupes, Eón. Tal vez Ido pueda amedrentar y comprar a un seguidor, pero ni siquiera él es capaz de influir en un dragón. Y por lo que parece, sus defensores no quieren disponerse en contra del Consejo. Al menos por ahora. Ya veremos qué sucederá cuando ascienda.
Aunque yo iba cubierta apenas por una fina tela de seda, el sudor resbalaba bajo mis brazos y alrededor del fajín que me mantenía sujetos los pantalones. Con el calor regresó el intenso perfume de las hierbas con las que me había purificado el cuerpo, que yo habría preferido frotar hasta hacerlo desaparecer. Delante de mí, un semicírculo de luz parpadeaba y en su interior entreví figuras en movimiento.
Salimos del fresco túnel y llegamos a una larga cámara iluminada por lámparas fijadas en la pared. El olor a sudor y a aceite de sésamo quemándose saturaba el aire; un tenso silencio amplificaba los pasos amortiguados de unos oficiales que, vestidos de gris, avanzaban sobre el suelo de piedra. En un extremo de la estancia, los demás candidatos permanecían arrodillados, meditando, con sus espadas ceremoniales dispuestas frente a ellos en el suelo, a lo largo. Había tres espacios vacíos en la hilera, para Dillon, para Baret y para mí. En el sorteo para determinar el orden de aparición el maestro de espadas, Ranne, me había dejado en cuarta posición; un número poco propicio, que seguramente me había tocado al azar. Todos los candidatos arrodillados mantenían los ojos cerrados y la luz amarillenta daba a sus rostros aspecto de máscaras mortuorias. Me estremecí y, en busca de alivio, me volví hacia la luz natural que se filtraba por la espaciosa rampa que se extendía ante mí y que conducía a la arena resplandeciente de la pista.
Un joven delgado, que decoraba su túnica gris con una pluma roja, se acercó a nosotros y me dedicó una mirada curiosa antes de componer la más formal de las reverencias.
—Heuris Brannon, candidato Eón. Soy Van, oficial de sexto nivel del Consejo —dijo en voz baja—. Estoy aquí para ser vuestro asistente hoy. Por favor, acompáñame a recoger tus espadas ceremoniales.
Tragué saliva, intentando aliviar la sequedad que sentía en la boca. No quería sostener de nuevo aquellas espadas. Hacía una semana, Ranne nos había llevado a todos a la inmensa armería del Tesoro del Consejo, para que nos asignaran las preciosas armas que se conservaban sólo para su uso ceremonial. A mí me midieron el último, y el viejo armero, al que una cicatriz le recorría media cara, desde la boca hasta la oreja, se demoró mucho en encontrar las espadas adecuadas para mí. Había ignorado sistemáticamente los suspiros y los movimientos de impaciencia de Ranne y los demás candidatos, y me había hecho sostener, de dos en dos, aquellas espadas decoradas con extravagantes piedras preciosas, con la punta hacia abajo, sopesándolas y calibrando su longitud en relación con mi cuerpo deforme. Finalmente, frunció el ceño y desapareció en las profundidades umbrías de la armería, donde estuvo perdido varios minutos y desde las que regresó con un par de espadas más sencillas. Los dos guardamanos estaban decorados con sendos anillos de jade y adularía alternados, formando una luna creciente.
—Atraen enormemente la buena fortuna —dijo, pasando el pulgar grueso sobre las piedras—. Hace mucho tiempo que no se usan… Resultan demasiado cortas y ligeras para la mayoría. Pero a ti te van a venir muy bien.
Me las entregó y yo cerré las manos sobre las empuñaduras de cuero. Una ira creciente recorrió todo mi ser, cegándome con sus luces intermitentes e inundando mi boca con un sabor amargo, metálico. Se trataba de una cólera maligna, poderosa, fría y, en su núcleo, muy, muy aterradora. ¿O el miedo lo tenía yo? Presa del desconcierto, abrí las manos y las espadas cayeron al suelo de mármol con gran estrépito.
—¡Idiota! —bramó Ranne, mirándome con el puño levantado.
Sin inmutarse, el armero se interpuso entre nosotros.
—Nadie se ha hecho daño, maestro de espadas. Nadie se ha hecho daño —dijo, levantando las espadas. Se volvió a mirarme, pensativo, mientras velozmente las depositaba en un estante espacioso, de madera—. Deben conservar mucha energía antigua —comentó, críptico.
Abrí la boca para decir que no las quería, pero él ya me había dedicado la reverencia de rigor y se había retirado a sus tenebrosos dominios.
Después, cuando regresábamos a la escuela, me preguntaba quién habría transferido todos aquellos sentimientos violentos al acero. Imbuir a los objetos físicos la capacidad de absorber o repeler la energía formaba parte de las artes del Ojo de Dragón. Algunos objetos absorbían la energía positiva que nos rodea —lin hua—, y otros repelían la energía negativa —gan hua— para que el flujo de buena suerte pudiera potenciarse y controlarse. Pero yo nunca había oído que la ira quedara entretejida en la materia de algo. Por más que hubiera sucedido, me resistía a volver a coger aquellas espadas.
Seguí a mi señor y a Van hasta el arco que daba acceso a la rampa. La figura rechoncha del heuris Bellid ocupó la totalidad del umbral durante un instante, antes de desplazarse con dificultad hasta la cámara principal. Dillon caminaba tras él, sosteniendo dos grandes espadas. Tenía unas ojeras muy marcadas y su rostro denotaba la palidez del hambre. ¿También yo tendría aspecto cansado? Me sentía tan débil que un roce habría bastado para abatirme como si fuera una rama seca en invierno.
—¿Es verdad? —me preguntó cuando nos cruzamos— ¿es cierto que no vas a ejecutar la tercera del Dragón Espejo?
Asentí, y vi que un resplandor apenas perceptible le iluminaba la cara.
Alivio.
Vi como se alejaba, un dolor seco me atenazó la garganta. El alivio no era mío, era suyo. Para él, yo ya no era un verdadero rival que mereciera las atenciones del Dragón Rata.
No podía tenérselo en cuenta: el miedo nos volvía a todos mezquinos.
La armería de la pista era una habitación pequeña, casi una cueva, presidida por un estante de madera construido especialmente para albergar veinticuatro espadas. Los apoyos estaban forrados de cuero de la mejor calidad. Ya sólo quedaban dos pares de espadas: el mío y el de Baret. El viejo armero que montaba guardia junto a ellas era el mismo que había escogido las mías días atrás. Apenas me vio las sacó del estante y me las entregó por la empuñadura.
—Vamos, muchacho —me dijo; su familiaridad llevó a Van a resoplar, contrariado.
Al sostener de nuevo aquellas dos espadas, apreté mucho los dientes. Sentí en la boca un ligero sabor a metal, pero no ira. Lo que sentí en ese instante era una clase distinta de poder, agazapado, a la espera, como esa quietud expectante que existe entre dos respiraciones.
—Esta vez ya no va tan mal, ¿verdad? —me preguntó el armero.
—¿Cómo lo sabe? —le susurré.
Me sonrió y su piel blanca se tensó en torno a la cicatriz.
—Una buena espada es una extensión de su amo.
—Armero, regrese a su puesto —dijo Van, indignado por la ruptura del protocolo—. Candidato Eón, acompáñame, por favor.
Yo habría querido preguntarle al viejo quién había usado las espadas antes que yo, pero Van había empezado a sacarme de la pequeña cámara. Me puse las espadas bajo los brazos, con los filos hacia abajo, y seguí a mi señor.
Fuera, el heuris Kane y Baret esperaban su turno para entrar. El candidato estaba apoyado contra la pared, su cuerpo atlético y su rostro liso, patricio, eran todo un ejemplo de arrogancia. Mi señor les dedicó una reverencia, con intención de pasar, pero la mano de Kane lo detuvo.
—Brannon —le dijo en voz baja—. Me gustaría hablar con vos. —Chasqueó los dedos y Van se retiró.
—¿Sí, heuris Kane? —dijo mi señor, con visible desagrado a pesar de la tensa formalidad de sus modales.
Baret me dedicó una sonrisa breve y, con los brazos cruzados para ocultar la mano, hizo el gesto que lo protegía del mal.
—He oído que Eón usará hoy una variación antigua de la secuencia —dijo Kane, mirándome fijamente hasta que aparté la mirada. Tenía un modo raro de parpadear, pues lo hacía siempre tres veces seguidas.
Mi señor inclinó la cabeza.
—Habéis oído bien. Se trata de una variación que aparece en la cuarta Crónica de Detra.
Una sonrisa astuta asomó a los labios finos de Kane.
—Estoy seguro de que vuestros documentos al respecto son irreprochables —dijo, y el parpadeo acelerado regresó a sus ojos diminutos, que clavó en mi pierna enferma—. Claro que uno no puede dejar de preguntarse cómo será recibido ese cambio de la secuencia con la que, precisamente, se rinde homenaje tanto al Emperador como al Dragón Perdido.
—El Consejo ha verificado el precedente —se apresuró a replicar mi señor.
Kane agitó la mano, despectivo.
—Eso he oído, sí. Pero claro, no es el Consejo el que tiene la última palabra, ¿verdad? —Nos dedicó una reverencia—. Os deseo a vos y a Eón buena suerte —dijo, antes de entrar en la armería.
Cuando Baret pasó a mi lado, le oí susurrar:
—No tienes la menor posibilidad, Eón-jah. Eres más débil que una niña.
Y se metió en la armería sin darme tiempo a procesar sus palabras. Lo había dicho sin pensar, pero había dado en el clavo y al hacerlo había quebrado el caparazón más recóndito del control que llevaba tanto tiempo ejerciendo sobre mí misma.
Van vino a toda prisa hacia nosotros. Dijo algo, pero yo no extraje el menor sentido a los sonidos que pronunció. Me concentré en la hilera de muchachos arrodillados. Ellos eran los verdaderos candidatos; yo era una niña, una coja, una abominación. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué locura se había apoderado de mi señor? ¿Cómo se le ocurría pensar siquiera que tenía posibilidades de ganar? Se equivocaba, yo no sería capaz de vencer. Debíamos terminar con aquella farsa. Tenía que salir de allí, antes de que nos descubrieran, antes de que nos mataran.
Me agarré a su túnica, y las puntas de mis espadas rozaron la seda.
—Señor, debemos…
Me apretó con fuerza el hombro con la mano. El hueso y el tendón se unieron y el dolor fue intenso.
—Ahora te digo adiós, Eón —dijo mi señor, y el tono de su voz me indicaba que su despedida era una orden. Hundió el pulgar en el hueco de mi hombro, y al hacerlo me impidió respirar y moverme—. Nuestra suerte depende ahora de ti. —Me zarandeó un poco, mirándome fijamente a los ojos—. ¿Lo entiendes?
Asentí. Los límites de la habitación se difuminaron hasta convertirse en una neblina gris.
—Ponte en la fila.
Entonces me soltó y yo no pude evitar tambalearme. No tenía elección. Ya no había marcha atrás.
Me acerqué a la hilera de candidatos, que seguían arrodillados, con los ojos cerrados, rezando para poder servir al Dragón Rata. Yo rezaría por algo muy distinto, por la posibilidad de escapar. Deposité las espadas sobre el suelo de piedra, frente a mí. El número cuatro: el número de la muerte. Torpemente, yo también me arrodillé. El canto duro de la moneda que llevaba escondida se me clavó en el muslo y ese nuevo dolor se sumó al que ya sentía en la cadera y en el hombro. Sentí los ojos de mi señor clavados en mí, pero no alcé la vista. No había nada en su rostro que me apeteciera ver.