4

Permanecimos dos horas arrodillados. Durante la primera de ellas, me dediqué a tensar y relajar cuidadosamente los músculos, de los pies a la cabeza, método que me había enseñado mi señor para mantener el calor y la elasticidad. Durante la segunda, el frío empezó a imponerse a mis esfuerzos, agarrotando mis articulaciones. Abría y cerraba los puños agradeciendo el fluido de la sangre caliente.
A mi derecha, Quon se movía hacia delante y hacia atrás, sentado sobre los talones, mientras contraía el rostro. Al otro lado, Lanell ejercitaba sus manos como si fueran ciempiés que subieran y bajaran por la cara anterior de sus muslos, arrugando la seda.
De pronto, desde lo alto de la rampa, el desorden de voces se convirtió en un único grito áspero, uniforme.
—Apartaos del paso.
Un grupo de oficiales irrumpió en la rampa y formó una barricada gris, que impidió el avance de un hombre alto, corpulento. Uno de los oficiales de mayor edad dio un paso al frente y el gran broche de rubíes que indicaba su rango brilló al sol. Bajó mucho la cabeza.
—¡Señor Ido, no sigáis! Por favor.
¿Qué estaba haciendo allí el Señor Ido? Que el Ojo de Dragón ascendente mantuviera contacto con los candidatos iba en contra de la tradición. Yo sólo lo había visto desde lejos, representando su papel en las ceremonias oficiales, sus rasgos difuminados por la distancia. Pero ahora lo tenía muy cerca. Y todos los candidatos que formábamos la hilera nos agitamos ante su presencia.
Entrecerré los ojos, tratando de verlo mejor al contraluz que creaba la abertura de la rampa. Llevaba el pelo negro engrasado, peinado con la doble trenza característica del Ojo de Dragón, atada en lo alto de la cabeza. Cuando se movió me fijé en los ángulos de su rostro, que eran como brochazos de luz y sombra: la frente despejada, inteligente, la nariz larga como la de los demonios extranjeros a quienes el Emperador había permitido el acceso a la ciudad, y la barba oscura, puntiaguda. Pero era el poder amenazador que desprendía su cuerpo lo que hacía que los oficiales se dispersaran frente a él. El Señor Ido no se movía como un Ojo de Dragón; se movía como un guerrero.
Se abrió paso entre los oficiales, usando el antebrazo para apartarlos. Todos y cada uno de sus movimientos resultaban decididos, exentos del calculado ahorro de energía que caracterizaba a los otros Ojo de Dragón. Aunque llevaba los ropajes tradicionales del ascendente, éstos no desdibujaban los perfiles de su cuerpo: el abrigo de seda azul marino —el tejido caro apenas discernible bajo los tupidos bordados— dejaba entrever la amplitud de sus hombros, de su pecho; los pantalones, de un azul pálido, cruzados desde el tobillo hasta la rodilla, acentuaban la forma musculosa de sus piernas. Al verlo, bajé la mirada.
—Apartaos —ordenó—. Quiero ver a los candidatos.
Me incorporé todo lo que pude y supe que, a lo largo de toda la fila, los candidatos henchían los pechos y erguían la espalda a medida que el Señor Ido se aproximaba.
El oficial más anciano se plantó frente a él.
—El Señor Ido —anunció, intentando devolver algo de protocolo a la situación.
A mi lado, Quon se apresuró a dedicarle una reverencia exagerada. Yo lo imité, doblando el cuerpo hasta suspender la cabeza a menos de un palmo del suelo, los ojos muy abiertos, reflejados en uno de los dos filos, los labios pálidos, en el otro.
—Saludos, Señor Ido —entonamos todos a coro.
—Permaneced sentados —dijo—. Y mostradme vuestros rostros.
Obedientes, todos abandonamos la inclinación, pero mantuvimos la vista baja, como era de rigor.
Sus pies, calzados con zapatos dorados, pasaron junto a mí. Yo me arriesgué a mirarlo brevemente, creyendo que ya habría pasado de largo y que le vería la espalda. Pero nuestras miradas se encontraron y vi el color ámbar, extrañamente pálido, de sus ojos.
—¿Quién eres, muchacho?
—Soy Eón, Señor.
Me observó durante unos instantes. Y fue como si me hubieran expuesto, desnuda, indefensa, a un sol abrasador.
—El tullido de Brannon —dijo al fin—. Vergüenza debería darte. Has privado a un muchacho capaz de su oportunidad.
Hasta mí llegó el suspiro de todos los candidatos. A mí me faltaba el aire, como si acabaran de propinarme un puñetazo en el estómago. Aunque lograra la atención del Dragón Rata, el Señor Ido no me aceptaría jamás como aprendiz. Bajé los hombros y retrocedí, para convertirme en un blanco menor, pero él ya había terminado conmigo. Despacio, recorrió toda la fila hasta que se detuvo frente a Baret, que ocupaba la décima posición.
—¿Eres el candidato de Kane? —le preguntó.
—Sí, Señor —respondió Baret.
Un grito de indignación y el sonido de un forcejeo nos sacó a todos de nuestra rígida inmovilidad. Quon se adelantó para mirar. Yo vacilé, pero finalmente me incorporé sobre mis rodillas y escruté por encima de Lanell.
El oficial más anciano tiraba del brazo del Señor Ido, intentando que éste soltara la cabeza de Baret, que sostenía con las dos manos.
—¡Señor Ido, vos vais demasiado lejos! —exclamó.
—Apártate, necio. —El Señor Ido se zafó del viejo—. Y tú, respóndeme ahora mismo.
—No. El Consejo responde todavía ante el Señor Meram. —El oficial retrocedió, agachándose, y agarró al Señor Ido del brazo—. Vos no podéis influir en la ceremonia.
El Señor Ido adelantó la mano que le quedaba libre y se oyó el chasquido de un puño al entrar en contacto con la carne. El oficial cayó al suelo, a cuatro patas, con el pómulo partido. Cabeceaba y al hacerlo salpicaba sangre por los aires, como un viento que se sacudiera el agua. El Señor Ido observaba a los oficiales de menor rango que habían acudido en ayuda de su compañero.
—El Señor Meram renunció a favor mío anoche. Yo soy el ascendente y el jefe del Consejo. ¿Alguno de vosotros se opone a mí?
Uno tras otro, los oficiales, acobardados, le dedicaron sus reverencias.
El Señor Ido gruñó algo y señaló con la cabeza al oficial postrado.
—Lleváoslo.
Dos hombres se apresuraron a obedecerle y ayudaron al anciano a ponerse en pie. El Señor Ido se volvió a mirarnos.
—Poneos en fila —ordenó.
Todos regresamos a nuestras posiciones, la hilera más curvada que antes, pues queríamos seguir viendo al Señor Ido, que rodeó con las manos la cabeza de Baret, uniendo los pulgares a la altura de su frente. ¿Qué estaba haciendo? Un murmullo incómodo recorrió las filas de los oficiales. El Señor Ido aspiró hondo y pareció elevarse más, como si extrajera energía de la tierra.
Y entonces yo, que seguía sentada sobre mis talones, noté que me echaba hacia atrás, movida por la fuerza que emanaba de él.
Fue como si su carne se hubiera convertido en cristal. Vi los siete puntos de poder en su cuerpo, palpitando cada uno con su color, desde la base de la espalda hasta la coronilla: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo y púrpura. Todos conectados por corrientes de hua de un blanco plateado, que brotaban a través de él desde el suelo y, que a través de sus manos, llegaban a Baret. En medio de toda aquella gloria brillante, fluida, el ojo de mi mente se fijó sobre todo en el punto verde del corazón que se alojaba en su pecho: el centro de la compasión. Era más pequeño, menos intenso, y el flujo de hua delgado y vacilante.
Y entonces todo desapareció.
Me sentí impulsada hacia delante, aspiré una bocanada de aire y vi que Quon y Lanell me observaban, perplejos. El Señor Ido estaba inclinado y jadeaba, con el rostro cetrino. Alzó la mirada y, durante un segundo, nuestros ojos volvieron a encontrarse, los suyos, astutos, más abiertos al constatar que su poder me había afectado. Pero entonces aparecieron dos hombres al inicio de la rampa y su atención se dirigió a ellos.
Quon me agarró del hombro, clavándome las uñas a través de la seda.
—¿Qué le ha hecho? —preguntó en un susurro. Los dos observamos a Baret, que se agitaba y gemía con la cabeza enterrada entre los brazos—. ¿Qué has visto?
—Creo que ha marcado a Baret con su propia hua.
Quon me soltó.
—Pues estoy seguro de que eso no está permitido. Debe de ir contra las normas. —Se volvió hacia los oficiales, pero todos se habían arrodillado, en señal de respeto, y mantenían los ojos clavados en el suelo. Hundió los hombros—. No es justo —dijo, con la voz poseída por la derrota—. Está haciendo trampas.
Quon tenía razón. Si el Señor Ido había marcado a Baret con su propia hua, entonces el candidato tendría muchas más posibilidades de ser elegido por el Dragón Rata. Y el heuris Kane podría cosechar el bono y el diezmo doble, y mi señor quedaría en la ruina. Sentía que mis propias esperanzas menguaban hasta convertirse en áspera desesperación. En un acto de gran descaro, el Señor Ido se había asegurado el apoyo de Kane, de Baret y de sus poderosas familias, había impuesto su autoridad sobre el Consejo y había acobardado a los demás candidatos. No era de extrañar que mi señor lo considerara traicionero. La despiadada eficacia de sus tácticas me hizo estremecer. Pero al menos yo no lloraba, como hacía Quon.
El Señor Ido se incorporó, su cuerpo y su respiración recobraron la normalidad. Miró a Baret.
—Estate quieto —le ordenó secamente.
Al instante, Baret dejó de moverse, pero no pudo reprimir un gemido de dolor al enderezar la cabeza.
—Ayer noche, el Consejo de Ojos de Dragón declaró que la ceremonia se ha alejado demasiado de las tradiciones de nuestros venerables antepasados —dijo el Señor Ido y, por su tono, quedaba claro que aquella opinión era suya y que el consejo no había hecho más que acatarla. Empezó a caminar frente a nosotros—. Y se decidió que ha de volverse al combate ceremonial, más que a la exhibición.
Tardé unos instantes en comprender el alcance de sus palabras. ¿Combate ceremonial? Lucha. ¿Tendría que luchar contra alguien? Sentí que mi cuerpo se tensaba, presa de un pánico helado.
—No puede hacer eso —sollozó Quon, cada vez más congestionado a causa de la desesperación—. No nos hemos entrenado para ello.
El Señor Ido se detuvo frente a él.
—Cobarde llorón —masculló—. No eres digno del Dragón Rata.
Quon bajó la cabeza hasta tocar el suelo con la frente. El Señor Ido lo observó un instante antes de reanudar el paso.
—Según un escrito histórico muy popular, el Ojo de Dragón ascendente puede invocar un combate ceremonial si el Consejo se muestra de acuerdo. —Recorrió toda la hilera de candidatos con la mirada, y la posó en mí—. Se trata de una antigua variación de las Crónicas de Detra.
Aparté la mirada para no ver su sonrisa maliciosa.
Él hizo una seña a los dos hombres que aguardaban junto a la rampa. Aunque iban cubiertos por armaduras de pies a cabeza, reconocí el porte arrogante del más corpulento.
Era Ranne.
Se me encogieron las tripas, sacudidas por un temor que conocía bien. ¿Íbamos a luchar contra Ranne? Pero si él era el maestro. Entonces, de repente, todo cobró sentido. Baret era el favorito de Ranne. El Señor Ido no había dejado nada al azar.
—Me han dicho que todos os habéis entrenado con el maestro Ranne y con Jin-pa —dijo el Señor Ido mientras ambos se acercaban a él y le dedicaban una reverencia—. Ellos compartirán el honor de combatir con vosotros para el placer del Dragón Rata y de nuestro Emperador Celestial.
Ranne se giró para mirarnos, con una mano enguantada en la cadera. En lugar del peto de cuero lacado que usaba durante los entrenamientos, la armadura que llevaba era de escamas metálicas, el casco dotado de una cota de malla que le protegía el cuello y la coraza grabada con el símbolo del valor.
—La lucha será similar a los combates de entrenamiento que hemos practicado durante todo el año —dijo—. Sin embargo, las secuencias no se ejecutarán por orden de ascendencia, sino al azar. ¿Lo comprendéis? El maestro Jin-pa y yo podemos empezar con la secuencia de la Rata, o con la del Buey, o con la del Caballo. Será distinto con cada uno de vosotros. Se usarán las doce secuencias, pero no en orden ascendente. Constituirá una buena prueba de reflejos y anticipación.
Un débil murmullo de aprensión recorrió la fila de candidatos. La mayoría de nuestros entrenamientos se habían centrado en la exhibición en solitario de las secuencias, ejecutadas siguiendo un orden estricto, y no en ningún combate. Y menos siguiendo un orden aleatorio.
Jin-pa dio un paso al frente. En su coraza figuraba, grabado, el carácter que significaba «deber». Yo sólo había trabajado una vez con él. Se trataba de un hombre justo que me había enseñado a adaptar una patada a las condiciones de mi pierna coja. Se quitó el casco y lo sostuvo bajo el brazo. El acolchado había dejado marcas en su rostro alargado, confiriéndole el aspecto de una calavera amable.
—Muchachos, no os alarméis. Ya conocéis todas las secuencias. Ahora se trata, sencillamente, de confiar en lo que habéis aprendido durante las prácticas y dejar que vuestros movimientos fluyan desde vuestra hua —dijo, enérgico—. Las reglas del combate ceremonial son las mismas que las del combate de entrenamiento: el contacto se realiza sólo con el filo plano de la espada, o con el extremo de la empuñadura. Y, recordad, se trata de que demostréis vuestra técnica y vuestro brío. Concentraos en reconocer el principio de cada secuencia y, entonces…
Ranne se revolvió irritado.
—Por más que les digáis, no van a estar mejor preparados de lo que están —le interrumpió, ignorando la mirada grave de Jin-pa—. Ya es hora de que asumamos el desafío y hagamos honor a sus maestros y a sus antepasados.
—Bien dicho, maestro Ranne —intervino el Señor Ido, haciendo una seña a Jin-pa para que volviera a su posición. ¿Lucharéis con los pares o con los nones?
Ranne miró a los candidatos, como sopesando su decisión. A través de la abertura del casco vi que su mirada se posaba en Baret. ¿En qué momento de nuestro entrenamiento había decidido el Señor Ido todo aquello?
—Pares —respondió Ranne.
A mi garganta ascendió un sabor ácido. El número cuatro, el número de la muerte. ¿Lo habría escogido Ranne para mí, consciente de que quedaría a su merced?
El Señor Ido se volvió hacia nosotros.
—Quienes tengan números pares lucharán contra el maestro Ranne. Los impares lo harán contra el maestro Jin-pa. ¿Queda claro?
—Sí, Señor Ido —respondimos todos al unísono, obedientes.
Oí que Quon respondía con la voz quebrada por el alivio.
El sonido lejano de tambores y trompetas hizo que los oficiales de mayor rango se dirigieran a toda prisa a la rampa. Quon y yo intercambiamos miradas de complicidad: el Emperador había iniciado el breve trayecto que separaba el palacio de la pista. Ya no faltaba mucho.
Un año atrás, yo me encontraba en la avenida y era uno de los integrantes de la multitud que observaba el avance de la procesión que escoltaba a Su Majestad Imperial hasta el lugar donde iba a tener lugar la ceremonia. La imagen, esplendorosa, todavía brillaba en mi mente. Sabía que, en el exterior, la ancha avenida estaría llena de tambores y trompetas, interpretando una marcha compuesta especialmente para ese día. Tras ellos, filas y más filas de alabarderos con armaduras y espadas y lanceros portando banderas de seda prendidas en los filos de sus armas. Habría doce hombres montados a lomos de caballos negros, en fila de a tres, portando los inmensos estandartes de los dragones, que ondearían al viento, seguidos por columnas de lacayos eunucos, ataviados con las libreas azules propias de su condición de siervos, y portadores, todos ellos, de unos incensarios que esparcirían su aroma especiado por el aire. Tras ellos vendrían cien portadores de lamparillas, sus luces meciéndose en lo alto de bastones dorados. Después los jóvenes nobles que estuvieran en gracia aparecerían, ataviados con sus mejores ropajes, invocando la presencia real con cánticos de lealtades familiares. La multitud se postraría de rodillas cuando el apuesto heredero, el príncipe Kygo, pasara al trote, montado en su caballo, levantando el polvo a su paso. Y finalmente, el Emperador, serio y majestuoso a lomos de un semental blanco, enjaezado de oro y perlas, pasaría de largo, rodeado de cien guardias imperiales en apretada formación, todos armados con un par de espadas de sierra, cruzadas la una sobre la otra en el gesto de saludo.
El Emperador tardaría al menos el toque de una campana de media hora en llegar a la pista y ascender al trono, dispuesto sobre el espejo opaco del Dragón Perdido. Y aún habría de sonar otra campanada antes de que diera comienzo la ceremonia. Una hora en total para que yo me inclinara frente al Maestro Celestial. Una hora en total para que me enfrentara a las espadas de Ranne.
¡La tercera figura del Dragón Espejo! ¿Sabía Ranne que yo había obtenido el permiso para sustituirla por una segunda del Dragón Caballo invertida?
Un oficial que lucía el rubí propio de su rango se acercó apresuradamente al Señor Ido, hincó una rodilla en el suelo y le entregó un mensaje.
Yo debía hablar con Ranne. Hacerle comprender que no tenía por qué ejecutar la tercera del Dragón Espejo.
El señor Ido asintió al oficial, y en su rostro maligno asomaron unas arrugas de impaciencia.
—Candidatos, id ahora con vuestros respectivos oficiales del Consejo. Atended escrupulosamente sus instrucciones —dijo—. Dispondréis de poco tiempo para prepararos antes de que los maestros de espadas Ranne y Jin-pa os llamen a vuestros puestos. Os deseo buena suerte a todos.
Dedicó una última mirada escrutadora a los integrantes de la fila, antes de encaminarse a la rampa.
Como si les hubieran dado una señal, los doce oficiales se acercaron a nosotros formando una fila perfecta, e inclinaron sus cuerpos como tallos de trigo mecidos por el viento al pasar junto al Ojo de Dragón. Van se detuvo frente a mí y se agachó, dedicándome una reverencia breve.
—Candidato Eón, por favor, acompáñame por aquí —dijo—. ¿Deseas beber agua ahora, o más tarde?
Mi cuerpo se envaró, todos mis músculos se resistían al movimiento.
—Debo hablar con el maestro Ranne —le dije.
Van permaneció ahí plantado, elegante, y se alisó la larga túnica gris.
—Es mi deber asegurarme de que conoces el protocolo imperial —replicó—. Ahora cuentas con un tiempo para preparar la ceremonia. ¿Quieres beber agua ahora, o más tarde?
—Por favor, debo hablar con él —le dije, recorriendo la habitación con la mirada. Dillon, Quon y Baret hacían cola para beber agua de un gran cubo, mientras el resto de los candidatos seguía a sus oficiales hasta sus respectivas áreas de prácticas. Ranne no se veía por ningún lado—. Debo hablar con él ahora —insistí—. Lo que he de decirle afecta a la ceremonia.
—El maestro de espadas ha acompañado al Señor Ido a la pista —dijo Van, encogiéndose de hombros—. Dudo que exista la menor posibilidad de que hables con él antes de la ceremonia.
La tensión de los últimos días se apoderó de mí y me sentí mareada. Me presioné los ojos con las palmas de las manos. Sin duda Ranne se habría enterado ya del cambio en la secuencia.
—¿Y mi señor? ¿Puedo hablar con él?
—No le está permitido regresar —dijo Van, que me rozó el brazo con los dedos—. ¿Podría ayudarte el maestro de espadas Jin-pa?
Yo alcé la vista ante su muestra de compasión.
—Sí, sí, podría hablar con él.
—Espera aquí.
Van atravesó la estancia en dirección a Jin-pa y aguardó a que el maestro terminara la conversación que mantenía con un oficial. Al momento, yo levanté las espadas y me las guardé bajo los brazos, con el lado romo hacia arriba. No quería que Jin-pa pensara que no me preocupaba por mis armas. Van le dedicó una reverencia y le transmitió mi petición, alzando los hombros con gesto elegante para mostrar su desconcierto. Jin-pa me hizo una seña para que me acercara.
Lo hice a toda prisa, con paso torpe y agarrotado.
—¿Qué sucede, muchacho? —me preguntó mientras me inclinaba ante él.
—Maestro de espadas, he obtenido permiso del Consejo para cambiar la tercera secuencia del Dragón Espejo por la segunda del Dragón Caballo, pero invertida —dije de un tirón—. Es por mi pierna. Voy a tener que batirme con el maestro Ranne. ¿Lo sabe él?
Jin-pa asintió.
—Tranquilo, Eón. Tanto Ranne como yo estamos al corriente de la dispensa. —Sentí que parte de la tensión abandonaba mi cuerpo—. El Señor Ido nos ha informado esta mañana —prosiguió Jin-pa, y sus palabras volvieron a llenarme de temor—. Ahora ve a beber agua. Va a hacer calor en la pista.
Me ordenó que me retirara con un movimiento de cabeza. Yo seguí a Van hacia el barril de agua, pero mi incomodidad crecía por momentos. Tal vez Ranne conociera mi dispensa, pero, ¿la respetaría?
Durante la hora que siguió bebí agua, me postré una y otra vez ante un Emperador imaginario bajo la mirada crítica de Van y practiqué las formas hasta que mis movimientos torpes y rígidos adquirieron suavidad. Los minutos pasaban normalmente, claro está, pero a mí me parecían segundos, segundos que galopaban en dirección a la pista.
Y entonces llegó el momento.
—Candidatos —atronó Ranne desde el fondo de la rampa—. ¡A vuestros puestos!
Por un momento, todos permanecimos inmóviles donde estábamos, hasta que, desde arriba, las trompetas anunciaron la llegada del Emperador.
—¿Recuerdas el orden de los acontecimientos? —me preguntó Van con voz atropellada, conduciéndome hacia la rampa—. Todos dedicaréis primero una reverencia al Señor Eterno, y luego os arrodillaréis junto a la base del espejo del Dragón Perdido y aguardaréis a que os anuncie el heraldo imperial.
Yo asentí.
—Y en la primera reverencia, cuenta hasta diez —me empujó para que me pusiera en fila, detrás de Ranne—. Y no alces la mirada.
—No lo haré. —Nos dedicamos un último saludo muy breve, apenas un movimiento de cabeza—. Gracias, Van.
Me dio una palmada en el brazo.
—Buena suerte, Eón.
Y desapareció.
Frente a mí, en la fila de Jin-pa, Dillon me sonrió, incómodo. Aunque su acto de traición resultaba evidente, le devolví la sonrisa. Tal vez nos dispusieran a unos con otros, pero la verdadera amenaza la constituía el Señor Ido.
Miré a Baret. Su cuerpo se veía extrañamente relajado y su mirada seguía fija, como congelada; el dolor le arrugaba la frente a intervalos. La seda roja que le rodeaba el cuello había adquirido un tono más oscuro: alguien le habría hundido la cabeza en el barril de agua. Parecía exhausto. ¿Habría calculado mal el Señor Ido? ¿O conocía el efecto de sus poderes, y había hecho venir a Ranne para que mimara a Baret durante toda la ceremonia?
—Poneos en posición de saludo —ordenó Jin-pa.
Al unísono, cruzamos las espadas frente al pecho, los filos estrechos rasgando el aire con un zumbido. Un oficial con un manto rojo sobre la túnica gris apareció en lo alto de la rampa y dedicó una reverencia a Ranne y a Jin-pa.
—Es la hora —anunció.
Desde arriba sonó otra fanfarria, seguida de la orden sincopada de Ranne. Cuerpos moviéndose, frente a mí, a mi lado. Los seguí, incapaz de pensar en nada que no fuera seguir el paso. Mis pies se movían solos de tanto como se habían ejercitado. Cada paso me acercaba a lo alto de la rampa. El aire era más cálido, la luz más intensa, las trompetas sonaban con más fuerza.
Abandoné la fresca sombra y entrecerré los ojos para protegerlos del sol deslumbrante. Habíamos penetrado en el inmenso círculo de arena. Lo rodeaban doce grandes espejos orientados hacia dentro, cada uno de ellos montado sobre un marco dorado, decorados con tallas de los doce signos animales y engastados con piedras preciosas y jade. Todos los espejos se veían oscuros, muertos, excepto uno: el espejo del Dragón Rata, donde se reflejaban hileras e hileras de hombres, alineados según el rango que indicaba el color de sus túnicas —las ricas sedas de los nobles en los asientos más cercanos, los bordados confeccionados con hilo de oro de los once Ojos de Dragón sobre los espejos, los oficiales ataviados de gris, dispuestos en grupos, las telas de algodón y de otros tejidos más bastos de mercaderes y trabajadores, situados en los asientos más altos—. El lento tañido de los tambores, la llamada ascendente de las trompetas, se acompañaban del murmullo de la multitud. Al pasar junto al espejo del Dragón Rata, el sol se reflejó en él y la luz cegadora me obligó a cerrar los ojos. En lo alto había una rata parda, de ojos de rubí; sentado sobre ella estaba el Señor Ido, una figura radiante, corpulenta, que destacaba entre los ropajes grises de los oficiales de ceremonia. Incluso desde el suelo sentía su poder. Aunque tal vez se lo proporcionara el espejo.
La túnica se me pegaba a la espalda por culpa del sudor. Ranne nos ordenó detenernos; lo hicimos delante del Emperador, que iba vestido de amarillo imperial y estaba sentado en su trono, sobre el espejo opaco del Dragón Perdido. Me hinqué de rodillas y al hacerlo sentí la arena caliente a través de la seda. La voz de Van resonó en mi mente: «Cuenta hasta diez. No alces la vista. No mires a tu alrededor.»
Perdí la cuenta. Presa del pánico, alcé la mirada para ver si alguien más se movía. Los ojos se me fueron hasta el espejo opaco que tenía delante. Nada se reflejaba en él, sólo un vacío oscuro que se tragaba el brillo del sol. A mi lado, Quon se tensó, preparándose para incorporarse. Yo, imitándolo, me puse en pie. Por un momento, el sol recorrió la superficie negra del espejo, haciendo que se ondulara y oscilara. Un curioso efecto de la luz. Avanzamos hacia él, sin abandonar la formación de las dos filas, para esperar bajo su sombra oscura. Un dragón dorado parecía moverse, sinuoso, por el remate superior, sosteniendo una bola de perla entre las garras de rubí. Observé el cristal opaco, que era como la tinta, pero no vi nada más que se agitara en él.
A la orden de Ranne nos giramos en dirección a la pista y volvimos a arrodillarnos, las espadas cruzadas, en posición de saludo. Entrecerré los ojos para contrarrestar el resplandor que irradiaba la arena. Sentí como si me aspiraran toda la humedad que mantenía en el cuerpo.
Otra fanfarria. Esta vez para indicar la llegada de los heraldos imperiales, que aparecieron en perfecta formación; un coro de ocho hombres, de voces y alturas idénticas, y que compusieron sus reverencias antes de aproximarse al centro de la pista. La multitud empezó a patear y el griterío fue ensordecedor. Los heraldos, ataviados con unas túnicas cortas, azules como jirones de cielo estival, se colocaron en el interior de un octágono real y se giraron con parsimonia en dirección al público. Alzaron unos gongs de bronce por encima de sus cabezas y, al unísono, tocaron una sola nota, profunda, reverberante, que bastó para silenciar al momento a los asistentes.
—El ciclo de doce se inicia de nuevo —entonaron como un solo hombre. Unas voces se fundían con las otras, creando un enunciado penetrante—. El Cerdo se convierte en Rata. El candidato se convierte en aprendiz. El ciclo de doce se inicia de nuevo.
La multitud silbó y pateó en señal de aprobación. Los hombres volvieron a alzar los gongs y volvieron a tocar una sola vez.
—El Dragón Rata busca nuevo aprendiz. Doce aguardan para demostrar su valor. Por decreto de Su Majestad Imperial y por orden del Consejo de los Ojos de Dragón, el valor, en este ciclo, no se demostrará mediante una exhibición. ¡El valor se demostrará en un combate!
El silencio se prolongó un instante, hasta que el público estalló en vítores y el estruendo de los pies al golpear los tablones de madera sonó como la furia de los dioses del trueno. De pronto, el espectáculo se convertía en algo mucho más emocionante.
Me pasé la lengua por los labios resecos. En alguna parte, en los asientos reservados a los heuris, detrás del Señor Ido, se encontraba nú señor. Traté de distinguirlo entre las dos hileras de hombres vestidos de oscuro, cuya inmovilidad los alejaba de la muchedumbre. Y entonces se movió, alzó los hombros estrechos de un modo que me resultó conocido.
Los gongs volvieron a sonar.
—Candidato Hannon, acércate a los espejos —entonaron los heraldos imperiales—. Vuélvete hacia el maestro de espada Jin-pa y muéstrale al Dragón Rata cuánto vales.
La multitud aplaudió y vitoreó cuando los ocho hombres, tras repetir la reverencia inicial, se alinearon de nuevo y se trasladaron corriendo al borde de la pista.
Aunque todos seguíamos arrodillados, en posición de saludo, modificamos ligerísimamente nuestras posiciones cuando Jin-pa y Hannon se dirigieron a la zona de combate. Aquella era nuestra única oportunidad de presenciar la competición, de recabar información, de evaluar nuestras posibilidades. Apoyé la rodilla izquierda en la arena, con fuerza, y aproveché el impulso para dar con una postura que me permitiera ver mejor. Y, mientras cambiaba el peso de lado, constaté que la cadera había dejado de dolerme.
En el centro de la pista, Jin-pa y Hannon se inclinaron ante el espejo del Dragón Rata; a continuación se dedicaron una reverencia mutua por encima de las empuñaduras de sus espadas, como era preceptivo antes de los combates. La multitud guardó de pronto un silencio expectante. Hannon movió sus armas para situarlas en posición de inicio, poniéndose de perfil respecto a Jin-pa, cargando el peso en la pierna más retrasada. Adelantó una espada y la otra la echó hacia atrás por encima de la cabeza. Jin-pa hizo lo mismo, y entonces, doblando las dos muñecas, hizo descender sus espadas formando con ellas dos ochos en el aire. Esa era la figura del Dragón Buey. Hannon reconoció la secuencia y se dispuso a ejecutar la primera forma. La más fácil de las tres. Atravesó la defensa con un movimiento limpio, oscilante, pero Jin-pa bloqueó fácilmente el avance de su filo cruzando sus dos empuñaduras.
Hannon liberó su espada y se retiró, apoyándose sobre los talones mientras Jin-pa pasaba a la segunda figura del Buey. Se adelantó un poco y, haciendo rotar los filos, apuntó a la cabeza del candidato. El Buey siempre estaba relacionado, de un modo u otro, con muros, muros macizos que impulsaban al defensor hacia atrás y lo desequilibraban. Hannon debía lograr un bloqueo con la espada derecha y usar la izquierda para llegar a la zona del vientre, menos protegida. Y, en efecto, consiguió el bloqueo, pero el golpe bajo que intentó resultó demasiado descontrolado y el peso de la espada le obligó a iniciar la tercera figura, que era la más difícil, con el paso cambiado. Jin-pa se adelantó, aprovechándose al máximo de la falta de equilibrio de su contrincante y obligándolo a detener el mandoble del maestro con un bloqueo torpemente ejecutado, con el filo dispuesto en un ángulo erróneo. Y aunque estuvo a punto de recuperarse, Jin-pa neutralizó el desesperado giro de Hannon, así como su golpe bajo, con un bloqueo propio y un ataque en la cabeza que terminó con el filo plano de una de sus espadas en el pómulo del candidato. El golpe del metal contra el hueso sonó como el crujido del hielo que se resquebraja sobre un río. Hannon ladeó la cabeza hacia los espectadores y la multitud rompió en susurros de excitación que se alzaron como silbidos de un nido de serpientes.
A partir de ahí, la cosa no mejoró. Hannon hacía esfuerzos por mantenerse al nivel de Jin-pa, pero el maestro de espadas ralentizaba sutilmente el ritmo de todas las figuras y lograba ejecutar sus golpes. Yo no podía evitar estremecerme cada vez que Jin-pa acercaba el filo plano de su espada al cuerpo de Hannon. ¿Qué sucedía? Hannon era tan bueno como Baret en la secuencia de aproximación. Conocía a la perfección todas las figuras y había pasado horas afinando sus movimientos. ¿Cuál era el problema? ¿Había aprendido de memoria, y ahora no era capaz de traducir los movimientos a la lucha con un oponente?
En la ejecución de la última figura, logró hacer alarde de su técnica. Echándose al suelo a cuatro patas, dio un puntapié hacia atrás con el que obligó a Jin-pa a soltar la espada que sostenía con la mano izquierda; acto seguido se dio la vuelta y acercó el filo de la derecha al maestro, tanto que estuvo a punto de romper su improvisada defensa. Una más que meritoria cola de látigo de Dragón Espejo, que era precisamente la que a mí no me salía. Alcé la vista para mirar a Ranne y vi que hacía girar los hombros para entrar en calor y prepararse así para su combate con el siguiente candidato. ¿Respetaría mi trato especial?
Jin-pa y Hannon se saludaron antes de inclinarse ante el Señor Ido. Los pateos y los gritos de entusiasmo recorrían la pista y llegaban hasta ellos. Hannon dedicó una reverencia temblorosa al Emperador y regresó a su puesto en la fila. La fatiga y la derrota obstaculizaban sus movimientos. Cuando se arrodilló, vi rastros sucios de lágrimas dibujados sobre la mejilla enrojecida. El público, ávido de diversión, coreaba una y otra vez, reclamando a los heraldos que presentaran al siguiente candidato; sonaba como el ladrido de perros sanguinarios.
Los heraldos imperiales hicieron sonar el gong, reclamando silencio y finalmente convocaron a Callan y al maestro Ranne al centro de la pista.
—Buena suerte —le susurré a Callan, pero aunque me encontraba detrás de él, no pareció oírme. Estaba sumido en una especie de terror que le agarrotaba los miembros.
Con Callan en el centro de la pista mejoró mucho mi visión de ésta y del asalto infatigable de Ranne. Nada de sutilezas, de pasos ralentizados, de retirarse al contacto puntiagudo del filo. Callan recibió tantos impactos, tan fuertes, que temí que fuera a caer y no se levantara más. Su heuris abandonó su asiento; las manos de sus vecinos, sujetándolo, fueron lo único que le impidió abalanzarse sobre el espejo del Dragón Rata, al rescate de su candidato. El Señor Ido estaba relajado, se apoyaba en el respaldo y bebía vino, mientras los oficiales que lo flanqueaban permanecían en silencio, muy erguidos, mostrando sutilmente su desaprobación. Cuando, finalmente, Callan regresó a la fila, el alivio fue general. Se arrodilló frente a mí y, con la respiración entrecortada, apoyó la cabeza sobre las espadas.
A continuación llamaron a Quon.
Yo ya no tardaría mucho en salir.
Los primeros movimientos de Quon, pertenecientes a la secuencia del Dragón Caballo, fueron certeros, seguros. Su segunda figura constituyó una defensa impecable. Yo entrecerré los ojos, intentando concentrarme en los rostros de las formas que atacaban y daban vueltas sobre sí mismas. ¿Le estaría indicando Jin-pa a Quon las figuras que debía ejecutar? Costaba estar seguro, pues los cascos impedían verlos con detalle. Los vítores de la multitud reconocieron la destreza de Quon cuando, revolviéndose, salió airoso de un movimiento de defensa bajo, muy difícil, perteneciente a la tercera secuencia del Dragón Mono, e inició una descarga ofensiva de ataques al cuello. Estaba dando un buen espectáculo. El estallido de entusiasmo que se produjo al final de su secuencia hizo que los espejos mates temblaran contra las barricadas de piedras. Y cuando él y Jin-pa dedicaron otra reverencia al Emperador, me di cuenta de que esbozaba una sonrisa de oreja a oreja. Sus antepasados debían haber atendido sus oraciones.
Los heraldos imperiales regresaron al centro de la pista. La nota profunda, combinada, de sus gongs, sonó como una campanada de muertos.
—Candidato Eón, acércate a los espejos —entonaron—. Enfréntate al maestro de espadas Ranne y muéstrale al Dragón Rata cuánto vales.
Los gritos de entusiasmo fueron pocos y apenas se elevaron sobre un leve murmullo de interés. Ahora le toca al cojo. Me puse en pie, alegrándome de no tener nada en el estómago que pudiera vomitar. Di un paso vacilante al frente y constaté que, en efecto, la cadera seguía sin dolerme. Tal vez el calor de la arena me hubiera aliviado. Dediqué una oración silenciosa a Charra y a Kinra, mis antepasadas, pidiéndoles fuerza, destreza y resistencia, que eran las tres cosas que me faltaban. Con un movimiento preciso, me guardé las espadas bajo los brazos, preparada. Observé el retazo de arena calcinada que ocupaba el centro. Paso a paso llegaría hasta allí. Ranne se situó a mi lado, y avanzó a mi paso, pero yo no alcé la vista. Paso a paso. Los espectadores se mantenían en silencio, no pateaban ni vitoreaban. Se trataba del silencio expectante que anticipaba el abatimiento de la presa.
Ranne, claro, no ignoraría la excepción que el Consejo me había concedido.
—Maestro, debo…
—Silencio —susurró.
Por un instante, la pista desapareció ante mí, devorada por mi pánico. Tropecé y recuperé la visión gracias al brillo de las adularías y el jade que decoraban las empuñaduras de mis espadas. Parecían iluminadas desde el interior, y mis ojos se sentían atraídos hacia sus profundidades traslúcidas. Algo recorrió mi interior.
El poder, que se elevaba desde el acero y la plata. Una vida dedicada a la lucha. Un conocimiento antiguo.
Mi mente se despejó y se concentró exclusivamente en su propósito.
Mantén el sol a tu espalda, para que le dé a él en los ojos. Distribuye tu peso deforma equilibrada. Nunca cruces los pies. Evalúa el terreno de combate y busca el que te sea más ventajoso. No aprietes mucho los puños, para que pueda fluir tu hua. Pero ciérralos para bloquearlo cuando quieras crear un puño-martillo.
Bajé la vista y me miré la mano cerrada. Pero si nunca nos habían enseñado el puño-martillo…
Ranne se situó en la zona de combate y se volvió para encararse al espejo del Dragón Rata. Yo le seguí, y al ver mi cuerpo entero reflejado un instante en su superficie, me invadió el asombro. Torcido, flaco, con el rostro ovalado y suave de una niña. ¿Verían todos aquellos hombres a una niña-niño plantada frente a ellos? ¿Verían a un Sombra de Luna? Todos sabían que la castración hacía que los huesos y los músculos de la hombría se derritieran y se convirtieran en curvas suaves. Sí, la criatura del espejo pasaría. Aun así, por suerte, la mayoría de personas apartaban la mirada cuando veían a un tullido.
Excepto cuando combatía contra un maestro de espadas.
A mi lado, Ranne compuso una reverencia, me apresuré a imitar sus movimientos. Nuestros reflejos mostraban lo absurdo de nuestro contraste: él corpulento, cubierto con su armadura; mi cuerpo, pequeño y débil. Por encima del espejo, el Señor Ido se inclinó hacia delante en su asiento, olvidada ya toda pretensión de indiferencia. Yo busqué con la mirada entre las filas que quedaban tras él y encontré a mi señor. Estaba sentado muy recto, con el rostro muy pálido vuelto hacia mí.
—Prepárate —dijo Ranne, colocándose en posición, con el sol a la espalda. Con una asombrosa sucesión de giros de muñeca, movió las espadas alrededor de su cuerpo, antes de colocar las puntas en la posición vertical de saludo.
Yo, con las mías aún guardadas bajo los brazos, me dirigí a la pequeña zona de combate, y me moví por ella hasta que tuve el sol a mi derecha. Al menos Ranne no jugaría con la ventaja del deslumbramiento. Bajo mis pies, la arena estaba pisada y marcada, pero todavía muy compacta. En los bordes exteriores de la pista, en cambio, estaría más suelta y resultaría traicionera.
—Maestro de espadas —dije, mirándole a los ojos a través de las ranuras de su casco—. He obtenido la dispensa del Consejo para…
—Eso ya lo sé, Eón-jah —me respondió secamente—. Regresa a tu posición.
Aspiré entrecortadamente.
—Ésta es mi posición, maestro.
Él ahogó una risotada.
—Al menos algo sí te he enseñado —dijo, volviéndose hacia mí—. Veamos si has aprendido algo más.
Bajé mis espadas y las coloqué en posición de saludo. Nos inclinamos sobre las empuñaduras, mirándonos fijamente a los ojos.
Apoyando el peso en la pierna buena, levanté la espada derecha sobre la cabeza, alargando la izquierda ante mí, apuntándole al cuello, en línea recta. Ranne hizo lo mismo que yo, con tal elegancia y maestría que sentí temor. Los dos permanecimos en esa posición, inmóviles, aguardando una señal: un parpadeo, una respiración.
Fue, en efecto, un parpadeo, un reflejo entrevisto cuando el filo de la espada que mantenía alargada se giró sobre su cabeza para unirse al otro, describiendo un arco amplio.
El Dragón Cabra.
Sus dos espadas, en ángulo, dispuestas para el corte, se acercaron a mi pecho, revoloteando. Mi maniobra de bloqueo fue simple: un paso dado con la pierna más retrasada, un cambio en el peso del cuerpo y unir la espada derecha a la izquierda, que mantenía delante, colocando las dos de lado. Los filos de Ranne golpearon los míos. El impacto reverberó en mis brazos, y mis ojos se llenaron de puntos luminosos hasta que sus aceros resbalaron por los bordes de los míos. Yo los bajé, aprovechándome del impulso de su embestida, y sentí un dolor que, desde los huesos, me traspasaba a los músculos. Ranne separó las espadas y yo levanté la izquierda, libre de presión. Lo único que me quedaba por hacer era darle la vuelta al filo y acercárselo al pescuezo, pero la sorpresa de aquel primer mandoble había ralentizado mis movimientos. Y perdí la oportunidad, pues cuando inicié el ataque, él ya había empezado la maniobra de bloqueo. De modo que retrocedí para estabilizar mi apoyo. Por un momento, los cánticos de la multitud franquearon el muro de mi concentración. «¡Eón!», ¡coreaban mi nombre! Aspiré hondo, animado por sus vítores.
Me eché a un lado, haciendo girar las espadas frente a mí, preparando el movimiento de ataque de la segunda secuencia del Dragón Cabra. Pero Ranne vino hacia mí velozmente, sus espadas muy levantadas por encima de la cabeza. Aquella no era la segunda del Dragón Cabra, sino la tercera del Dragón Caballo. Enderecé los brazos, levantando las espadas justo a tiempo. La fuerza del choque de un acero contra otro me obligó a retroceder hasta el borde de la pista, cubierto de arena suelta. Ranne acercó las empuñaduras de sus espadas a las mías, para impedirme el movimiento. Yo planté el pie en la arena con más fuerza, para no seguir ladeándome. Su rostro estaba apenas a un dedo del mío y sentía su aliento rancio y caliente sobre mi piel.
—Esto no es la Cabra —balbucí, sintiendo que el pie más retrasado me resbalaba.
—Me he equivocado —dijo él.
Acercó más su cuerpo al mío y sentí todo su peso en mis empuñaduras. Mis manos y mis brazos temblaban ante la presión que recibían. Por entre los latidos de mi corazón oía que la muchedumbre empezaba a abuchear a Ranne. A mí ya no me quedaban fuerzas para empujarlo hacia atrás. De un momento a otro mis brazos iban a rendirse. Y él me hundiría un codo en la cara.
La rata se echa al suelo.
No fue una voz, sino un profundo conocimiento corporal. De algún modo, mis músculos, mis tendones, mis huesos, sabían lo que había que hacer. Y me eché hacia atrás, arrastrando conmigo mis espadas, y las giré con un movimiento de mano para liberarlas de Ranne. Al caer sobre la arena, vi que mi contrincante abría mucho la boca, presa del asombro, en un gesto que era reflejo de mi propia sorpresa. El público rugió de emoción: el cojo presentaba batalla.
La serpiente se retuerce para atacar.
Rodé hacia un lado, y conseguí ponerme de rodillas. Ranne ya se había recuperado y se inclinaba sobre mí. Sus espadas giraban, muy juntas. Era la tercera secuencia del Dragón Perro. Allí ya no se fingía siquiera que se respetaba el orden de las secuencias. Se lanzaba de cabeza al Dragón Perro, con sus golpes de castigo y sus retrocesos súbitos. Yo me puse en pie de un salto, con las espadas en alto, tratando de detenerlo.
Mi primer bloqueo fue torpe y la parte roma del filo se acercó demasiado a mi rostro. El segundo lo ejecuté con el ángulo equivocado y la empuñadura se me clavó en la mano con gran dolor.
Aspiré hondo, en busca de aire. Su tercer ataque me obligó a bloquear con la mano torcida y el golpe fue tan fuerte que debilitó mi apoyo y me dobló más la muñeca, volviéndola inservible. Por un momento, Ranne no fue más que un borrón oscuro que se abría paso a través de la neblina gris de mi dolor. Pero entonces sentí que, con la punta de su espada, enviaba la que yo sostenía con la mano izquierda volando por los aires. El grito ahogado del público llenó la pista.
Tambaleante, me eché hacia atrás y me froté la muñeca contra el pecho. Por suerte no era la mano derecha. Ranne se acercaba de nuevo, una espada levantada, la otra con la empuñadura dispuesta para ejecutar la segunda secuencia del Dragón Tigre —una serie de movimientos rápidos en los que usaba la empuñadura a modo de maza—. Entorné los ojos, intentando concentrarme a pesar del dolor. Una sola espada. Un solo bloqueo. Él atacaría desde arriba. Levanté mi espada, dispuesta a protegerme la cabeza.
El conejo patea.
El conocimiento antiguo. Aunque mentalmente me esforzaba por levantarme, caí al suelo y la pierna buena se dobló hasta que el muslo entró en contacto con la pantorrilla. Pateé con fuerza. Sentí que él se echaba hacia atrás y que caía de espaldas sobre la arena. Y que me miraba con los ojos encendidos de furia.
El dragón azota con la cola.
¡No!
Ranne se incorporó sobre la arena y blandió la espada, que por muy poco no me dio en el pie. Yo retrocedí, reptando, para alejarme de él, arrastrando la espada y levantando un montón de arena.
El dragón azota con la cola.
¡No!
La cadera… No puedo…
Ranne clavó una espada en el suelo y se apoyó en ella para levantarse. Bajó la cabeza y cargó contra mí, con los filos a ambos lados de su cuerpo. Ya ni siquiera respetaba las figuras. Se limitaba a luchar. Yo me puse de rodillas con gran esfuerzo, atrapada entre dos posibilidades: fluir o paralizarme.
Y yo era casi un paralítica.
Pero sin darme tiempo siquiera a que levantara la espada, Ranne fue a por mi cabeza. Me eché hacia atrás, y sentí el remolino de aire un instante antes de que el filo vibrara junto a mi rostro. Perdí el equilibrio. No tenía nada a lo que agarrarme. Vi una mano borrosa. Un destello de metal en ángulo sobre mi cabeza. Y entonces una oleada de dolor y de náuseas recorrió la luz y me sentí caer en la oscuridad.