17

Las largas horas de vigilia pesaban en mis ojos irritados, que observaban el nacimiento del nuevo día, el día del monzón Rey. El bochorno lo impregnaba todo, a pesar de lo temprano de la hora, y se pegaba a mi piel como si de otro cuerpo húmedo, cálido, se tratara. A los pies del jergón Rilla se agitó, antes de regresar al sueño.

Bajé de la cama y me serví una taza de agua. El extremo del collar de perlas descendió por el brazo y asomó por la manga, soltándose. Las recogí y volví a enroscármelas. Su agarre era cada vez menor.

Con cuidado, extraje el saquito con la droga de sol. El pellizco generoso de hierbas se hundió en el agua fría como un terrón, antes de asomar a la superficie y disolverse, convertido en un polvillo seco. Debería haberlas disuelto en una infusión caliente, pero Rilla había mostrado su oposición con vehemencia la noche anterior y yo no quería que despertara y me viera consumir otra dosis. Sin duda, Ryko le había hablado de sus peligros y le había pedido que lo informara si consumía más.

Me bebí de un trago la mezcla gris, grumosa, amarga, antes de acercarme a la puerta y descorrerla apenas una rendija. Ryko me observó, el rostro abotargado, los párpados hinchados de sueño.

—¿Va todo bien? —me preguntó en voz baja.

—Sí. —Salí al patio—. Pero hace mucho calor y quiero sentarme un rato en el patio.

Ryko lo inspeccionó con la mirada y asintió.

Acababa de sentarme en el elegante banco cuando un mensajero cubierto de polvo, renqueante de cansancio, apareció en el pasillo, acompañado por uno de los hombres del eunuco.

—Señor —informó el guardia a su capitán—, este hombre dice traer un mensaje para el Señor Ido.

—Todavía no se ha levantado de la cama —respondió Ryko.

La pantalla que cerraba la alcoba del coascendente se descorrió de golpe. El exhausto mensajero dio un paso atrás y se postró a sus pies. Un criado salió del aposento y, tras dedicarme una reverencia, se volvió hacia el mensajero.

—El Señor Ido te recibirá en su cuarto —dijo—. Entra.

El mensajero bajó la cabeza al pasar junto a mí y entró en la alcoba de Ido detrás de su guía, con paso rápido pero tambaleante. Al instante salió otro criado, que cerró la puerta tras él y permaneció de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada alerta.

—Ese mensajero ha viajado en condiciones muy duras, y muy deprisa —comentó Ryko.

—A caballo —dijo su soldado—. Un buen caballo.

Ryko asintió.

—Lo has hecho bien. Regresa a tu puesto.

El hombre le dedicó un saludo y desapareció por el pasillo. Ryko permaneció inmóvil, en silencio, escuchando con atención, lo mismo que yo, por si captaba algún sonido que proviniera de la alcoba del Señor Ido. Pero el canto de los pájaros y el rugido distante de le los truenos, que anunciaban el monzón Rey, me impedían oír nada.

Con la mirada, recorrí las hileras de aldeanos que se arrodillaban al borde de la plaza, entonando sus cánticos en los que pedían nuestro éxito. ¿Dónde estaba Ryko? Había salido antes del mediodía para averiguar algo más sobre el mensajero de Ido, pero me había prometido que regresaría antes del inicio de la prueba. Me fijé en el racimo de aprendices, que esperaban en las inmediaciones con comida y agua, por si sus Señores solicitaban avituallamiento. Dillon estaba algo apartado del resto y Hollin se dedicaba a calmar a los más jóvenes, pero del corpulento isleño no había ni rastro.

El Señor Tyron me miró, el rostro pálido, como de costumbre.

—¿Estáis listo?

No, no lo estaba, pero los observadores del clima habían enviado a su emisario hasta la aldea con el informe final: el monzón Rey estaba a punto de tocar tierra. Y se encontraba a menos de media campanada, añadió el hombre entre jadeos.

Apreté con fuerza la brújula de rubí. Sentí el frescor de la esfera dorada al contacto con mi piel húmeda. Poco antes de que llegara el emisario, me las había apañado para consumir otra dosis de droga de sol, que mezclé con la infusión de la hechicera que Rilla me trajo. Un intenso dolor de cabeza se instaló en mí casi al instante y seguía enviando oleadas de calor sudoroso por todo mi cuerpo.

Me obligué a estudiar con detalle el brujulario que se extendía ante mí. La noche anterior había sido un escenario circular, bajo, del tamaño de una estancia pequeña, desnudo de todo rasgo distintivo. Pero un día después se había convertido en el centro de la fuerza de los Ojos de Dragón. A la luz radiante, distinguía claramente que los doce puntos de la brújula aparecían marcados en el suelo de piedra gris con flechas de jade. Tras cada una de ellas se había instalado un banco curvo que, gracias a su ingenioso diseño, encajaba a la perfección con el banco contiguo, formando un círculo continuo que bordeaba completamente, sin fisuras, aquella especie de estrado. Engastados sobre los asientos se distinguían los animales sagrados que se correspondían con cada posición de la brújula, en un trabajo de taracea tan delicado que los ojos del conejo parecían brillar, la zarpa del mono parecía a punto de agarrar algo, y se habría dicho que la serpiente se movía. El dragón de madera que serpenteaba tras mi banco era brillante y se notaba que la capa de barniz que le habían aplicado era reciente; los artesanos debían de haber trabajado mucho para que estuviera listo antes del festival.

Antes, el Señor Ido me había entregado sus cálculos sobre las líneas de energía esbozando una sonrisa de suficiencia; los dos sabíamos que, incluso con ellas, mis posibilidades de éxito eran más que pequeñas. Mentalmente tracé su diagrama sobre el estrado, e intenté memorizar los puntos en los que los poderosos meridianos de energía telúrica se cruzaban en aquella inmensa brújula de piedra. Según Ido, el año nuevo había modificado los flujos de energía y la mejor fuerza podía extraerse a partir de las líneas que se cruzaban en el sector norte. Por supuesto, se trataba de cálculos realizados para el Ojo de Dragón Rata. Una parte de mí se preguntaba si aquellas líneas estaban donde Ido decía; tal vez se hubiera atrevido a poner un obstáculo más en mi camino. Entrecerré los ojos, aspiré hondo y traté de centrarme en el mundo de las energías. Tal vez fuera capaz de ver la red de fuerzas telúricas que se ocultaban bajo el estrado.

—Señor Eón.

Una voz había roto mi concentración.

El anciano Hiron me dedicaba una reverencia.

—Señor, ha llegado el momento de subir al brujulario.

Asentí, la irritación amortiguada por el miedo. La hora de la prueba había llegado. Los demás Ojos de Dragón aguardaban, algo separados los unos de los otros, enfrascados en sus preparativos ante lo que se avecinaba.

—¿Queréis que abra el círculo, Señor? —me preguntó Hiron, nervioso.

—Sí, empezaremos.

Escruté de nuevo la multitud, pero Ryko seguía sin aparecer.

El anciano Hiron se arrodilló sobre el peldaño bajo que bordeaba el estrado, y con sumo cuidado empujó mi banco hacia dentro, rompiendo la continuidad del círculo de asientos. Se retiró enseguida.

—Señores Ojo de Dragón —dije, pero mi voz no logró elevarse sobre las plegarias, así que volví a intentarlo—. Señores Ojo de Dragón, por favor ocupad vuestros puestos.

Finalmente logré captar su atención. Ido, con una reverencia irónica, se colocó detrás de mí, reconociendo mi liderazgo durante la prueba. Los demás formaron una fila silenciosa, tras él, por orden de ascendencia, una fila que cerraba el Señor Meram, el joven Ojo del Dragón Cerdo, que había ascendido durante el último ciclo. Los cánticos se intensificaron, el sonido atronaba en mis oídos como el grito desgarrado de unas cigarras. Conduje a los Ojos de Dragón hacia el estrado de piedra, cuidando mucho de no tropezar con mi túnica de seda roja. Las perlas que rodeaban mi brazo se habían aflojado más aún en el transcurso de las últimas horas. Me llevé la mano a la manga, para comprobar la posición del libro. Sí, había resbalado un poco, pero casi todas las perlas seguían uniéndolo a mí.

Como era tradición entre los ascendentes, me situé en el centro del brujulario. Cuando los otros Ojos de Dragón se situaron junto a sus respectivas marcas de jade, el anciano Hiron tiró de mi banco hacia atrás, colocándolo en línea con el resto y cerrando de ese modo, una vez más, el círculo de Ojos de Dragón. De inmediato cesaron los cánticos y un silencio sepulcral se apoderó de todo. Como si estuviera esperando el momento propicio, el calor se intensificó súbitamente y el aire reverberó en ondas temblorosas. Calor abrasador y calma absoluta: aquellos eran los dos heraldos que anunciaban la llegada inminente del monzón Rey.

Sentí las piernas agarrotadas al dirigirme a mi asiento y volverme para observar el corro de hombres que buscarían en mí a su líder en las horas de trabajo delicado, exhaustivo. Uno por uno, fui mirándolos a los ojos: Silvo bajó la cabeza en señal de asentimiento; Garon bajó la mirada y Tyron me dedicó una sonrisa tensa. En todos ellos vi prevención, ira, esperanza, desagrado, angustia, maldad, ambivalencia y, finalmente, la mirada depredadora, lobuna, del Señor Ido. Él esperaba que yo fracasara.

Me senté, con la brújula en la mano frente a mí. Los demás Ojos de Dragón hicieron lo mismo a continuación y los once discos dorados lanzaron sus destellos. Un trueno resonó en el aire y todos miraron hacia el horizonte. Un inmenso banco de nubes avanzaba deprisa hacia nosotros, escupiendo relámpagos que alcanzaban el suelo.

Me pasé la lengua por los labios, ensayando en silencio la invocación tradicional de poder que Hollin me había enseñado. Once hombres me contemplaban, inclinados sobre sus instrumentos, esperando a mis palabras. Otro trueno, más cercano, sonó sobre nuestras cabezas, y una olaeada de temor recorrió a los aldeanos.

—Ojos de Dragón —declamé, elevando mucho la voz para hacerme oír por encima del trueno, que ya se disipaba—, invocad a vuestros dragones, recurrid a vuestra fuerza, preparaos para cumplir con vuestro deber sagrado con nuestra generosa tierra y nuestro glorioso Emperador.

Al unísono, todos respondieron:

—Con nuestra tierra y nuestro Emperador.

Me habían explicado que cada Ojo de Dragón contaba con su propio método para invocar el poder de su dragón. El Señor Tyron presionaba su brújula entre las palmas de sus manos, como si rezara, al tiempo que movía la boca en un cántico privado. Silvo, con la cabeza echada hacia atrás, observaba el cielo con las dos manos alzadas y la brújula en alto. Me fijé en Ido, al verlo experimenté un fuerte impacto: presionaba con tal fuerza el canto de la brújula contra la palma de su mano que la sangre bañaba aquel filo improvisado. Vi que, lejos de detenerse, cada vez lo hundía más profundamente en su carne. Entonces entrecerró los ojos, entregado a un éxtasis que yo no comprendía, y su mirada ámbar se inundó de plata líquida.

Asqueada, aparté mis ojos de su mirada perdida. Alrededor del círculo, el resto de Ojos de Dragón todavía buscaban el modo de entrar en trance, conectaban lentamente con sus bestias. Sólo Ido y yo éramos capaces de entrar en el mundo de las energías con la rapidez con la que se franqueaba una puerta. ¿Era porque ambos éramos ascendentes? ¿O había algo más en lo que también nos parecíamos? La mera idea me erizó el vello.

Apreté con más fuerza la brújula de rubí. ¿Me habría hecho efecto la droga de sol? Esa era para mí la verdadera prueba: saber si, finalmente, podría unirme al Dragón Espejo. A pesar del calor sofocante, un escalofrío, mezcla de esperanza y temor, recorrió todo mi ser. Aquella era mi última oportunidad.

Estudié la brújula. Hermosa e inútil. Con todo, debía fingir que sabía cómo funcionaba. Me concentré en el rubí, tal como Tyron me había enseñado, y aspiré hondo, buscando los caminos de mi hua. Despacio, las facetas de la piedra preciosa se fundieron y giraron en mis ojos, arrastrándome hasta el mundo de las energías.

Rugió otro trueno. Encima de mí, el aire estaba lleno de dragones, bestias inmensas que se abalanzaban sobre la aldea, sobre las nubes negras que avanzaban veloces, sobre los cielos; sus inmensos ojos espirituales me contemplaban. Se elevaban formando un círculo, cada uno de ellos custodiando su punto de la brújula. Verde, púrpura, gris, rosa, azul, naranja. Todos ellos dispuestos a acudir a su cita. Me puse en pie y me di la vuelta, impaciente por encontrar al Dragón Espejo tras de mí. Impaciente por sentir su fuerza. Impaciente por ser, finalmente, un verdadero Ojo de Dragón.

Pero se me escapó.

La dolorosa pérdida me impactó en el pecho antes de que mi cerebro tuviera tiempo de registrarla. Allí no estaba el dragón. Ni siquiera el perfil débil de su cuerpo rojo. Sólo los aldeanos que me observaban con la boca abierta. Sólo el cielo oscuro, atronador.

Me eché hacia atrás y, tambaleándome, solté la brújula, que golpeó sobre el suelo de piedra con estrépito y se alejó rodando.

Mi dragón se había ido.

Había fracasado. La terrible realidad me hizo caer sobre manos y rodillas. Un murmullo de incertidumbre recorrió la plaza hasta convertirse en un grito de alarma. Los aldeanos sabían que algo no iba bien. Los otros Ojos de Dragón seguían sumergidos en su mundo de energía, sus dragones los atendían, unas inmensas cabezas se ladeaban, respondían a la llamada.

—¿Dónde estás? —grité al vacío que se abría en el círculo—. Regresa. ¿En qué me he equivocado?

Un tirón brutal en el brazo me levantó del suelo y me puso en pie. Mis ojos se concentraron en la seda azul. Alcé la vista y me tropecé con el rostro implacable de Ido.

—Silencio. —Su susurro áspero me calentó la oreja. Aparté la cara para poner fin a aquella intromisión brutal, pero él me la sostuvo cerca de su cuerpo. La plata se retiraba de sus ojos, a los que asomaba de nuevo el dorado de su triunfo—. Regresad a vuestra posición. Yo asumo el control.

Moví el brazo para que me soltara. Mi sorpresa se convertía en furia por momentos. En cólera hacia él. Hacia mí misma. Hacia el Dragón Espejo.

—¡Soltadme!

Pero no fui lo bastante rápida. Ido me agarró por la muñeca, retorciéndome el brazo, obligándome a regresar a mi asiento. Sentí que la sangre de su herida resbalaba por mi piel.

—Habéis fracasado, Señor Eón —dijo a voz en cuello, para que le oyera toda la aldea—. Ahora retiraos, mientras yo salvo a esta provincia de vuestro orgullo juvenil.

Sobre él se asomaba la inmensidad azul del Dragón Rata. El Señor Ido había interrumpido su comunión con la bestia para jactarse de mi fracaso. Alcé la vista para contemplar los ojos azules, oscuros del dragón, que no eran de este mundo. Ya lo había invocado antes. Y podía volver a hacerlo. Todavía tenía una oportunidad de ser Ojo de Dragón.

Me sumergí en mi hua, congregando la energía espesa y gris de la droga de sol en mis siete centros de fuerza. No tenía al Dragón Espejo, pero el Dragón Rata sí podía ser mío. Haciendo acopio de toda mi ira y de todo mi dolor, dirigí mi energía hacia la gran bestia azul que se alzaba frente a mí y me agarré a su fuerza.

El Señor Ido ahogó un grito cuando el color plateado regresó a sus ojos. Cayó de rodillas y me arrastró a mí en su caída.

Los asistentes clamaron al unísono. Yo tenía el cuerpo pegado al suelo, aplastado por el peso del coascendente, pero al mismo tiempo me alzaba sobre él, una presencia enorme que traspasaba la tierra con la mirada y veía la red de fuerzas de mi dominio. Yo era el dragón azul. Yo era el custodio del norte-noroeste. Yo era viento y lluvia y luz y oscuridad. Yo era…

Otra presencia. Mi mente se inundó de recuerdo. De ambición. De poder experimentado, de deseo insaciable, de conocimiento peligroso. De la esencia de Ido. Dolor y placer retorcido. Orgullo y rabia. Luchaba contra la maldad asfixiante, hacía esfuerzos por escapar de él, que mantenía mi cuerpo y mi mente atrapados. Le arrojé la fuerza, para devolvérsela, pero la fuerza me arrastró hacia abajo, hasta las arenas movedizas de su verdad.

Soltadme.

Mi grito fue silencioso esa vez, pero él abrió mucho los ojos plateados y supe que, con su mente, me había oído.

Me tapó la boca con la mano y me atraganté con el sabor dulce y metálico de su sangre. Sentí que atraía más fuerza hacia sí, extrayéndola, a través del dragón, de la energía viva de la tierra y canalizándola hacia mí a través de sus centros de fuerza. El color de sus ojos se oscureció, pasando del plateado al negro. Rasgó mi hua y penetró en el centro de mi ser. Tras un momento de quietud asombrada llegó el zarpazo agudo de la comprensión y entonces oí su voz ronca que le hablaba directamente a mi mente.

Ya eres mía, muchacha.

Hecha añicos.

De pronto me elevé hasta el cielo de los dragones, agitándome contra la mente de Ido, luchando bajo su peso, sobre el estrado de piedra. No había centro. No había yo. Sólo una locura desesperada, alimentada por la furia, el temor y la pérdida.

Lucha.

Una voz. Conocida y tranquilizadora. Me devolvió a mi ser. Me enroscó a un destello de verdad dorada al que él no podía acceder.

Encuéntralo.

En lo más profundo de mí. Una reserva minúscula de fuerza que fluía hasta mi espíritu fracturado.

Lentamente mi concentración fue regresando a la cordura.

Pero yo no estaba en mi cuerpo. Estaba en el cielo y miraba hacia abajo a través de los ojos azules, antiquísimos, del dragón. Ahí abajo, unas líneas brillantes rasgaban la superficie de la tierra en corrientes ascendentes. Puntos de fuerza vital que se sentaban, caminaban, volaban y pululaban de un lado a otro de las cuadrículas, dibujando y vertiendo poder en la tierra y el aire. Hasta mi lengua llegaba el sabor ácido de la energía pura.

Y entonces mi concentración varió y me arrojó de nuevo hasta el estrado. Estaba de pie. ¿Cuándo había dejado Ido de retenerme en el suelo? ¿Cuándo había regresado a su asiento? Sobre nosotros aguardaba el círculo de dragones. Sentí que el viento me llenaba los ojos y la boca, y la primera lluvia del monzón recorrió mi piel como un escalofrío. Mis brazos se alzaron para atraer la fuerza. Pero no era yo quien los movía.

Un inmenso abismo se había abierto entre mi mente y mi cuerpo.

Mis ojos se movían, forzados hacia la izquierda, hasta que quedé mirando a Ido, que sonrió, levantó la mano y retrocedió un poco. Al momento, mi mano izquierda se dobló hacia atrás: tendones, huesos y cartílagos tensándose hasta casi romperse. Pero yo no sentía nada. De pronto lo comprendí.

Ido estaba controlando mi cuerpo.

Se había apoderado de mi voluntad.

Grité, pero mi boca no se abrió y ningún sonido brotó de mi garganta. Una emoción cruel me acarició cuando me soltó la muñeca. No podía derramar ni una lágrima, pero en mi mente lloraba de miedo y de rabia.

Será peor si te resistes. Dijo la voz de su mente con falsa comprensión.

Mi cuerpo se echó hacia delante y mis piernas, agarrotadas, se movieron para llevarme hasta el centro del estrado. Mi cadera enferma giró en su articulación, al verse obligada a dar aquellos pasos largos, a los que no estaba acostumbrada.

—Ojos de Dragón —grité, y eran las palabras de Ido las que me movían la lengua y la mandíbula. El coascendente podía hacerme hacer cualquier cosa, decir cualquier cosa, y yo no tenía modo de impedírselo—. Enviad a vuestros dragones al encuentro con la tormenta. Rodead su centro.

Me estaba usando a mí para dominar el monzón. ¿Por qué? Ya tenía el control sobre el Consejo. ¿Por qué me hacía aquello?

A través de ti tendré el Consejo y mucho, mucho más. Mi mente se horrorizó al conocer el siniestro placer que le producía todo aquello, la dureza implacable de su ambición.

—Señor Silvo, reducid vuestro poder —ordenó a través de mi voz—. Haced retroceder a vuestra bestia. Empezamos.

El tiempo se me escapaba, vacilaba, cada vez que me veía arrojada entre el estrado y el dragón, en un ciclo de concentración cambiante que me hacía revolverme entre la gloria que me causaba el Dragón Rata y el horror que me producía saberme controlada por Ido. Me enfurecía en silencio cuando él usaba mi cuerpo y mi mente para dirigir a los Ojos de Dragón. Sentía su alegría desbocada cada vez que su fuerza se unía a la mía, agotándome. Observaba, impotente, temerosa, como el inmenso círculo de bestias contenía lentamente la energía de la tormenta y la dirigía hacia la presa. Entonces, de pronto, a través de unos ojos antiquísimos, vi que las nubes soltaban su pesada carga de agua.

Sabía que la inmensa bestia comprendía que su tarea había culminado, que las ataduras del mundo inferior se soltarían y desaparecerían. Noté que el dragón hizo acopio de fuerzas, preparándose para recobrar su libertad.

Y entonces, justo antes de regresar a la desesperación del estrado, vi a los mensajeros.

Seis hombres a lo lejos, que cabalgaban hacia la aldea, al galope, vestidos con los colores del Emperador.

Me desmoroné sobre el estrado, jadeando, casi sin respiración. Ido no estaba. Había abandonado mi mente. Abrí las manos sobre la piedra fría, regocijándome con el movimiento, con el control recobrado de mi propio cuerpo. Me dolía la muñeca izquierda, que se había pasado largo rato doblada, pero incluso de aquel dolor me alegraba, pues significaba que había recuperado mi ser.

Pero, ¿por cuánto tiempo?

Giré sobre mis rodillas y me fijé en la figura de Ido, que estaba sentado en su banco. Despacio, muy despacio, el coascendente se llevó un dedo a los labios y sonrió. Me estremecí. Mi cuerpo era mío —de momento—, pero el peso de su poder todavía pendía sobre mí.

En torno al estrado, los aldeanos vitoreaban y se postraban en el suelo. Los otros Ojos de Dragón, todavía sentados en sus bancos, emergían de sus trances. Tyron se puso en pie con lentitud y, vacilante, dio unos pasos hacia mí.

—Qué exhibición de poder, Señor Eón. Asombroso. —A pesar de la fatiga, su rostro brillaba de alivio y victoria—. Ahora sí os habéis ganado el puesto en el Consejo.

Y miró, desafiante, en dirección al Señor Ido.

—Me he quedado sin argumentos, Tyron. —Ido levantó la mano, en señal de rendición—. El muchacho nos ha demostrado a todos su valía no sólo como miembro del Consejo, sino también como coascendente. —Me dedicó una mirada fugaz, un destello de complicidad no deseada.

Tyron volvió a concentrarse en mí.

—¿Estáis bien, Señor?

No me atrevía a mirar aquel rostro que expresaba una preocupación sincera. Lo estaba traicionando. Los estaba traicionando a todos con mi silencio.

—Estoy cansado —dije.

Él asintió y me tendió la mano, ayudándome a levantarme.

—No es de extrañar. Vuestro control del monzón ha sido extraordinario. —Un murmullo de admiración y acuerdo se elevó entre los demás Ojos de Dragón, que habían formado un corro a nuestro alrededor. Sentí que varias manos me daban palmaditas en la espalda—. Pero creo que todos acusamos el cansancio —prosiguió Tyron—. La pérdida de hua ha sido agotadora.

A su lado, Silvo asintió. Tenía la tez cenicienta, ajada.

—Nunca había sentido que se me llevara tanta.

Tyron le dio unas palmadas en el hombro.

—Todos debemos descansar. Ya lo celebraremos cuando hayamos dormido y repongamos la hua. —Se inclinó sobre mí para hablarme—. Agradeced las muestras de apoyo de los aldeanos y luego todos podremos acostarnos.

Me dirigí a la multitud. Sus rostros curtidos expresaban una inmensa alegría. La masa sólida de hombres se partió en dos para dejar paso al anciano Hiron.

—Señor Eón —dijo, postrándose ante mí—. Ojos de Dragón. —Repitió la reverencia—. Os agradecemos con humildad que hayáis salvado nuestras cosechas y nuestra aldea una vez más. Nos traéis la buena suerte.

—Aceptamos vuestros agradecimientos, honorable anciano —le respondí, obligándome a sonreír—. Ahora todos debemos descansar, pero aguardamos con impaciencia las celebraciones que habéis preparado para esta tarde.

—Despejad el camino para que pasen los Ojos de Dragón. Con el banquete de esta noche os mostraremos nuestra gratitud. Id a prepararos.

Tyron llamó a Hollin.

—Llévame a mis aposentos, muchacho. Nunca me había sentido tan mal. En verdad, debo de estar envejeciendo.

Los demás Ojos de Dragón, exhaustos, también llamaban a sus aprendices para que los ayudaran.

—Hollin también puede ayudaros a vos —dijo Tyron, haciendo una seña a su aprendiz para que me agarrara del brazo.

El Señor Ido se plantó a mi lado y me agarró del hombro con gran fuerza.

—No hace falta. Eón y yo nos alojamos juntos. Mi muchacho se ocupará de conducirnos a los dos a la Casa del Dragón. En realidad estamos muy cerca.

Tyron vaciló, pero finalmente su propio cansancio le hizo asentir. Apoyándose en Hollin, avanzó con dificultad por el estrado. Quise llamarle, pedirle que no se fuera, pero la mano de Ido me tapó la boca y me sumió en un silencio aterrador.

—Sostén al Señor Eón del otro brazo —le ordenó a Dillon—. Apenas se tiene en pie.

Sentí que Dillon me levantaba el brazo y lo pasaba sobre su hombro. Despacio, volví la cabeza hacia él y acerqué mucho la boca a su oreja.

—No me dejes solo —susurré, señalando al coascendente con un movimiento de barbilla.

Dillon miró a su Señor, y volvió a fijarse en mí. Pero enseguida apartó los ojos, extrañamente amarillentos. Y supe que, en esa ocasión, no podría contar con su ayuda.

Bajamos del estrado, pero Ido seguía manteniéndome muy pegado a su cuerpo. Yo percibía con claridad su fuerza constante. No parecía cansado como el resto de nosotros. ¿Habría robado energía también a los demás Ojos de Dragón?

Dos de los hombres de Ryko aparecieron frente a nosotros, impidiéndonos el paso. El corazón me dio un vuelco, aliviado. Mi custodio no me había dejado sin protección. Los guardias dedicaron una reverencia formal al Señor Ido, y el mayor de los dos dio un paso al frente, investido de determinación profesional.

—Gracias, Señor Ido —dijo—, pero tenemos orden de llevarnos al Señor Eón del brujulario.

Forcejeé para librarme de su abrazo pero Ido me apretó con más fuerza. El tono ambarino de sus ojos se convirtió en plateado.

—El Señor Eón asegura que no necesita vuestra ayuda —replicó en voz baja.

Contuve la respiración. Seguro que aquel curtido soldado no se dejaría convencer por los encantamientos de dragón de Ido.

Pero el hombre frunció el ceño y vi que la determinación de su mirada vacilaba.

—No, espera…

Pero el resto de mi súplica desapareció tras el dolor intenso que me causó Ido al clavarme el pulgar en la clavícula; el mismo punto en el que mi señor había introducido su voluntad en la mía durante la ceremonia.

Los dos guardias inclinaron la cabeza y se alejaron.

Ido soltó una risita disimulada.

—Vuestro poder todavía perdura en mí.

Me soltó el hombro, pero el dolor y la fatiga me aturdían; el coascendente y su aprendiz casi tuvieron que arrastrarme para que cruzara el zaguán de la casa del dragón y accediera a su patio. Oí que una de las puertas correderas se abría y al alzar la cabeza me pareció ver a Rilla, que salió a mi encuentro.

—¿Estáis bien, Señor? ¿Dónde están los guardias? —Miró a Ido—. ¿Qué estáis haciendo con él? Soltadlo. Yo lo cuidaré.

—Atrás, mujer —le respondió Ido—. Nosotros lo llevaremos hasta su alcoba.

Rilla permaneció observando al Señor Ido y a Dillon, que me levantaron sobre el umbral elevado y me subieron al jergón, en el aposento tenuemente iluminado. El coascendente se sentó a mi lado y fingió sostenerme, aunque en realidad me clavó el dedo una vez más en la carne, a modo de advertencia.

—Vuestro Señor necesita descansar —dijo—. Se ha apoderado de él la fatiga del Ojo de Dragón.

Rilla vaciló y me miró a los ojos.

—¿Es eso cierto, Señor?

—El Señor Eón te ordena que salgas. Prepárale comida y déjalo descansar —dijo Ido sin inmutarse.

Traté de forcejear para liberarme, con la esperanza de neutralizar el hechizo de dragón, que notaba en el color de sus ojos. Pero el rostro de Rilla se relajó y se mostró obediente. Le dedicó una reverencia y salió de la alcoba.

—Vete —le ordenó entonces a Dillon, y acto seguido, sin esperar siquiera a que su aprendiz cerrara la puerta, se volvió hacia mí.

Me soltó bruscamente y caí hacia atrás, sobre el jergón. Retrocedí en la cama hasta tocar la pared con la espalda. Sentía los músculos agarrotados a causa del prolongado control que el coascendente había ejercido sobre mí.

—Alejaos de mí —dije con vocecilla débil.

—Ya es un poco tarde para eso, ¿no creéis? —Me sonrió, moviendo y enderezando los hombros—. De modo que vos y Brannon creíais que podríais engañar al Emperador y al Consejo de Ojos de Dragón, ¿verdad? —Soltó una carcajada—. Y supongo que teníais razón. Habéis engañado a todo el mundo. Incluso a mí. —Se acercó más y me acarició el tobillo. Yo lo aparté al instante, y sentí que el miedo infundía energías renovadas a mi cuerpo—. Pero ahora lo sé y eso os coloca en una situación bastante difícil, ¿no es cierto? —Lo miré fijamente, tratando de prever su siguiente aproximación—. Es más, diría que eso os pone totalmente en mis manos. —Volvió a reírse—. En más de un sentido.

Hundí los dedos en el jergón. ¿Iba a esclavizarme otra vez? No podría soportarlo.

—¿Cómo lo habéis hecho? ¿Cómo me habéis controlado?

—Por extraño que os parezca, no lo sé —dijo—. Supongo que hemos quedado unidos a través de mi dragón. —Se encogió de hombros—. En cualquier caso, mi fuerza se ha multiplicado por diez. Emocionante. Qué lástima que el efecto empiece a disiparse… Pero no os preocupéis, seguiremos trabajando en ello.

El efecto se disipaba. ¿Quería decir eso que ya no tenía el poder de apoderarse de mi mente? Me aferré a aquella pequeña esperanza.

—Brannon lo arriesgó todo por vos —prosiguió, atento a mi reacción—. El disfraz de Sombra de Luna fue buena idea. Pero, ¿es cierto lo de vuestra cojera? ¿O también se trata de una farsa?

Aparté la mirada. Todavía me dolía el conocimiento de lo que me había hecho mi señor.

—De modo que sí, que sois deforme. Qué pena. Aun así, veo a la muchacha que hay en vos y lo cierto es que no carecéis de atractivos. ¿Formó eso parte del acuerdo que alcanzasteis con Brannon?

—Sois repugnante —le solté, recurriendo a la fuerza de mi odio—. Sé que lo matasteis. Me dais asco…

El puñetazo me arrojó de lado contra el jergón y al momento sentí la hinchazón del pómulo. La luz que iluminó sus ojos no dejaba lugar a dudas, me recorrió un escalofrío. El capataz del látigo regresó a mi memoria.

—¿Queréis más? —El tono de su voz era suave. Levanté las rodillas para protegerme—. ¿Cómo os comunicáis con mi dragón? ¿Y por qué no os comunicáis con el vuestro?

Bajé la mirada y la clavé en el jergón. Había mantenido mi verdadera identidad oculta durante mucho tiempo, y mi fracaso en secreto. Ahora me sentía desnuda de toda mentira.

Ido volvió a levantar la mano.

—No lo sé —me apresuré a responder.

—¿De veras? —Me eché hacia atrás y él pasó sus dedos sobre la erupción causada por la droga del sol—. ¿Seguro?

—No me uní bien del todo con mi dragón durante la ceremonia. Se me ha escapado. —Tragué saliva, tratado de ahuyentar el dolor que me causaba aquella pérdida—. Pero a vuestro dragón sí puedo invocarlo. No sé por qué.

—Yo tampoco. —Ladeó la cabeza—. Sois todo un misterio. Pero creo que he dado con la clave para descifrarlo.

—¿La clave? ¿A qué os referís?

—El libro negro. —A ver que no lo comprendía, meneó la cabeza—. No, eso no funcionará. Sé que os llevasteis el manuscrito rojo de mi biblioteca, junto con mis provisiones de droga de sol.

Instintivamente, me acerqué más al cuerpo el libro rojo. Al darme cuenta, traté de disimular mi movimiento, pero ya era demasiado tarde.

—Ajá, así que ahí es donde lo guardáis. —Me agarró la muñeca y me levantó la manga. Sentía que sus dedos reseguían la línea de las perlas, rozando mi piel. Pasó los dedos por debajo de la ristra y tiró, pero ellas se resistieron y su lealtad me infundió valor—. Veo que las perlas responden por vos… eso ha de significar algo. —Apretó con más fuerza—. Dádmelo.

Forcejeé para liberarme de su mano, pero él me sujetó la mandíbula y me estampó la cabeza contra la pared.

—Dádmelo, si no queréis que os haga un daño que ni siquiera habéis imaginado.

El dolor nubló mi visión. Asentí y él me soltó. Tiré de las perlas y las hice descender por mi brazo hasta que cayeron sobre el jergón. El libro rojo siguió el mismo camino, aterrizando pesadamente sobre ellas.

Con cuidado, Ido alargó la mano para recogerlo. Las perlas se elevaron como una serpiente presta al ataque y él la retiró al instante.

—Interesante —comentó, mirándome—. ¿Habéis intentado coger el libro negro?

—No. No quise hacerlo.

Él gruñó algo, asintiendo.

—Por lo que he leído sobre él, entiendo que no quisierais.

No pude evitar la pregunta.

—¿A qué os referís?

Ido volvió a asentir.

—Vos y yo somos más parecidos de lo que creéis. Los dos buscamos el poder, y a los dos nos interesa «conocer».

Eché hacia atrás la cabeza. Yo no era como él. En absoluto.

—Llevo un tiempo descifrando el libro negro —prosiguió—. Está escrito en una caligrafía muy antigua y me ha llevado mucho tiempo comprender incluso los escasos fragmentos que he descifrado. Describe un modo de combinar el poder de todos los Ojos de Dragón en una sola arma.

—¿El Collar de Perlas? —susurré.

Él se echó a reír, encantado.

—Sí, sí, somos muy parecidos. Sin duda Brannon te lo contó. Y tienes razón: describe el Collar de Perlas. Yo no había comprendido del todo lo que leía hasta hoy. Hasta que he descubierto tu pequeña farsa. —Se inclinó sobre mí y pasó la mano por la seda de mi manga—. El libro explica que ese collar de perlas precisa de la unión del sol y de la luna. Estaba seguro de que se refería a ti, pero creía que era por tu condición de hombre-sombra. Ya imaginarás mi incomodidad: a mí los eunucos no me gustan. Pero ahora que sé que eres una mujer, todo cobra mucho más sentido. Hoy hemos experimentado apenas un adelanto de nuestra unión. Piensa en lo que sucederá cuando unamos no sólo nuestros poderes, sino también nuestros cuerpos.

Negué con la cabeza, asqueada.

Ido me cubrió la mejilla con la mano, obligándome a girar la cabeza hacia él.

—Hay otras cosas, claro está, que deben solucionarse antes de poder crear el Collar de Perlas, pero eso no impide que podamos empezar a conocernos ahora mismo… y, en verdad, eres bastante atractiva…

—Os morderé —dije entre dientes.

—Oh, sí, mordedme, por favor. Y yo os morderé a vos.

—Gritaré. Acudirán todos.

Él se encogió de hombros.

—Adelante, si lo que quieres es que te destripe un Emperador enfurecido y todo su Consejo. —Apreté mucho los dientes—. Un modo horrible de morir —prosiguió él en voz muy baja—. Sobre todo porque el destripamiento dura una hora entera. Siempre puedes, claro está, preferir la muerte a estar conmigo. Pero no creo que seas de las que se suicidan. Te pareces demasiado a mí. Donde hay vida, siempre hay posibilidades de vencer.

Ido sabía que me tenía acorralada. Me resiguió los labios con el índice, en una suave caricia que llevó luego al pómulo, hasta que con la mano encontró los pliegues fruncidos de mi coleta de Ojo de Dragón. Sentí que sus dedos se internaban entre ellos y que tiraba de mi cabeza hacia atrás. Me aparté de su boca y de la repugnante presión de aquella barba grasienta.

—Eona —susurró, echándome el aliento contra la piel—. Qué nombre tan hermoso y qué escondido lo llevas.

Forcejeé de nuevo para zafarme de su abrazo, rebelándome, negándome a que usara mi verdadero nombre, que me había arrancado del centro mismo de mi ser. Mis uñas se clavaron en su carne. Pero no sirvió de nada. Apreté mucho los labios, pero su boca se había posado ya sobre mi boca. Y entonces sentí su sabor, el gusto a vainilla dulce y a naranja, el mismo que su dragón. Ahogué un grito, el asombro me ablandó la boca y permitió el beso.

Se retiró, mostrando en su rostro una sorpresa que era reflejo de la mía.

—Tal vez tus inclinaciones se parecen a las mías más de lo que estás dispuesta a admitir —dijo, acariciándome la barbilla—. Podrías unirte a mí por voluntad propia. Juntos dominaríamos esta tierra.

Aparté la cabeza, escandalizada.

—¿Queréis ser Emperador?

—Sería absurdo invocar el Collar de Perlas para luego ceder su poder.

—¿Y el Gran Señor Sethon conoce vuestros planes?

Él se echó a reír y me soltó el pelo.

—Eres rápida. Pero no creas que podrás disponer a Sethon en mi contra. Tu corrupción femenina de los pabellones sagrados del dragón hará imposible que nadie te atienda. Y más si yo les digo que ni siquiera te has unido a tu Dragón Espejo. Me sorprendería mucho que se molestaran siquiera en destriparte. —Me pasó el índice por el cuello—. Al menos sería más rápido.

Tenía razón. Tan pronto como él revelara que era una mujer, que les había engañado, me matarían.

Posó el dedo en mi boca.

—Así que calladita, Eona. Haz lo que te digo y conservarás la vida. Y si eres buena, tal vez ni siquiera te haga demasiado daño. ¿Lo comprendes?

Asentí.

—Buena chica.

Me dio una palmadita en la mejilla.

Volví la cabeza, incapaz de borrar el temor que asomaba a mis ojos cuando su mano resiguió la línea de mi mandíbula. Pero antes vi que sus ojos ambarinos brillaban mientras sus dedos descendían hasta la base del cuello, en busca del broche que cerraba la túnica a la altura del hombro.

El sonido de unos pasos acelerados en el exterior le hizo detenerse.

—Señor Eón —alguien llamó desde el otro lado de la puerta. Ido me cubrió la boca con la mano, lanzándome una advertencia con la mirada—. Han llegado unos emisarios del Emperador. Preguntan por vos, Señor. Por favor, debéis acudir. Todos los Ojos de Dragón se han reunido.

Ido chasqueó la lengua, irritado. Esbozó una sonrisa resignada, me pasó el pulgar por los labios y me soltó. Se puso en pie y revisó mi equipaje apresuradamente. Extrajo un paño de los que usaba para el baño. Lo desdobló hábilmente, metió dentro el libro rojo y las perlas y los envolvió con él.

—Tal vez sientas la tentación de pedir ayuda, o incluso de escapar —dijo en voz baja—. No lo hagas. Te daré alcance y capturaré también a tu doncella y al monstruo de su hijo y los arrojaré a mis hombres. Estoy seguro de que tardarán al menos una hora en morir.

Abrió el panel y miró al aldeano que se había postrado en el suelo.

—La próxima vez, no interrumpas a tus superiores. —Aunque lo dijo sin alzar la voz, el hombre se encogió aún más, presa del temor. Ido se volvió hacia mí, desnudándome con la mirada—. Os felicito por vuestro éxito de hoy, Señor Eón. Habéis superado todas mis expectativas.

Y, esbozando una sonrisa, abandonó mi alcoba.