HIPÓTESIS

«Eternamente en vuelo, fuera de sí.

Eléctrico éxtasis, fuera de sí.

Ángeles y arcángeles».

(«Celeste», Lagartija Nick)

Es domingo y Marcos y yo caminamos de la mano por el Retiro. Desde que descubrí los micrófonos en mi casa les he cogido cierta fobia a los espacios cerrados, y necesito tener el cielo sobre mi cabeza. Me está pasando justo lo contrario que al jefe de la tribu de Astérix, que lo único que temía era que el cielo se desplomase sobre la suya.

Susana no está en su piso. Habrá ido a pasar el fin de semana al pueblo, como casi siempre. Volverá el lunes por la mañana, porque supongo que tendrá que trabajar. He decidido esperar hasta entonces para hablar con ella y tratar de averiguar qué hacía en el chalet. Mientras tanto, intento relajarme y no pensar, a ver si así pasa el tiempo más rápido. El Retiro me ha parecido un buen sitio.

Nada más traspasar la entrada del recinto, un grupo de sudafricanos nos ofrecen droga. Siempre me llamó la atención cómo algo así puede suceder en pleno centro de Madrid. Si fuera por mí, la legalizaría y que cada cual se arruine la vida como quiera. De mi piel para adentro mando yo, decían con toda la razón el escritor y filósofo Antonio Escohotado y la poetisa Ajo. Me gustaba mucho el nombre de su grupo de música: Mil dolores pequeños, una buena definición de la vida.

Como a cualquier madrileña, me gusta perderme en este céntrico parque. Caminar por el paseo de las estatuas, disfrutar de la fragancia de los más de cuatro mil rosales de La Rosaleda, adentrarme en el Palacio de Cristal y sentirme como la habitante de una casa mágica y transparente en mitad del bosque…

—Pues a mí me gusta más el Parque del Capricho. La gente de fuera de la capital no lo suele conocer, pero es un sitio muy especial. Es el único jardín del romanticismo de todo Madrid —me dice Marcos.

Desde que recibí el mail con la famosa foto no se ha separado de mí ni un momento. Me quiere, me cuida. Estos dos últimos días los he pasado enteros en su casa. Cambié la cerradura de la mía y no he querido volver.

—A mí me gusta mucho también. El año pasado estuve viendo allí una obra de teatro. ¿Sabes? Cuando llega el buen tiempo organizan actividades llamadas «Tardes de capricho», que consisten en conciertos, obras de teatro, charlas…

—Ah, pues eso no lo sabía. A mí me gusta ir por la mañana y entre semana, cuando puedo. Casi no hay gente y tengo todo el parque para mí. Me gusta imaginarme lo que sentiría la propietaria, la duquesa de Osuna, cuando lo mandó construir y lo disfrutaba ella sola. Piensa: un palacio con un jardín, una ermita, un estanque, un salón de baile, fuentes, laberintos… ¡Hasta tiene un abejero y un búnker!

Mientras hablamos, nos topamos con la estatua del Ángel Caído, mi favorita. Un ángel de bronce se retuerce sobre un pedestal. La expresión de su rostro muestra la contrariedad y el odio hacia su creador que ahora lo expulsa de los cielos. En el fondo nos parecemos más a este ángel que al propio ser que dijo habernos hecho a su imagen y semejanza. Nosotros también fuimos seres perfectos que un día nos expulsaron del Paraíso.

—Está inspirada en unos versos de «El paraíso perdido», de Milton —me dice el cultureta de Marcos, y a continuación me recita—: «Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás. Agita en derredor sus miradas, y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ellas el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más obstinado».

—Me has dejado alucinada. ¡Gallifante para ti!

—No suelo aprenderme poesías, pero esta se me quedó grabada.

Cae la tarde, el calor empieza a aflojar y el parque rebosa de ocio: gente recostada en el césped leyendo un buen libro, otros corriendo, o mejor dicho, haciendo running, como se dice ahora; otros patinando o simplemente paseando de la mano como nosotros.

Cuando estoy con Marcos siempre tenemos algún tipo de contacto físico, bien sea ir de la mano, abrazados, una caricia, un beso, un soplido en la nuca…, está ahí y me lo hace saber, y yo también a él.

—No paro de darle vueltas a toda esta rocambolesca historia de los micros, la foto, tu vecina, Javi… Es todo realmente extraño. Yo pensaba que eso de los micros solo era de películas de los años cincuenta —me dice.

—Pues ya ves. De todas formas, cualquiera se va a una de esas tiendas del Espía y se hace con micros, cámaras o lo que quiera. Hoy me he encontrado con el cerrajero que me cambió la cerradura y me ha dicho que es facilísimo entrar en cualquier casa, y que todos deberíamos cambiar la que viene por defecto en nuestra puerta, porque suele ser la misma para todas y con cualquier aparato de cerrajero de esos que venden por Internet por ochenta euros se revienta el bombín en un momento. Dice que en Alemania el Gobierno lo trató como tema de alarma social y no pararon de hacer hincapié en todos los medios de comunicación hasta que la mayor parte de la gente cambió la cerradura que venía de serie o añadió más seguridad.

»Por lo visto, antes te pedían el carnet profesional y hasta certificado de carecer de antecedentes penales para adquirir esos aparatos, pero ahora con Internet cualquiera puede comprarlos.

—Joder. Yo voy a añadir un cerrojo FAC. Dicen que va muy bien.

—Yo es que encima no echaba ni la llave. Lo que te decía, con unas simples radiografías pueden haber entrado tranquilamente, sin forzar nada. Me acuerdo que Javi lo hizo una vez que se había dejado las llaves dentro del apartamento de la playa.

—¿Cuándo vuelve Susana del pueblo, hoy?

—Sí, esta noche o mañana. Si no ha cogido vacaciones, mañana tendrá que ir a trabajar. Llegará del curro a las tres. La voy a abordar sin comer a ver si la pillo con pocas fuerzas. Hablaré con ella a ver qué explicación me da de su presencia en el chalet y después te llamo. Y deberíamos ir los dos a comisaría y denunciarlo todo. La verdad solo tiene un camino.

—Pues sí, nuestro experimento ha tenido su gracia, pero creo que lo mejor será poner esto en manos de la poli. Iremos los dos juntos a contar lo de la noche en el Ateneo y les enseñamos los mails de Javi. Se lo contaremos todo.

—Sí, es lo que teníamos que haber hecho desde el principio.

—En cuanto hables con Susana, llámame. O, si quieres, te acompaño a verla, no quiero que te pase nada.

—No, ya te dije que es mejor que hablemos a solas. Si quiere sincerarse conmigo, le será más fácil. Y es inofensiva, de verdad. O eso creo, ya no sé qué pensar de nadie.

—¿De nadie?

—Excepto de ti.