EL CONCIERTO DE INTERPOL

Es mi último cartucho. Estoy segura de que mi obsesión por Marcos es una cosa realmente estúpida, pero al fin y al cabo el concierto de Interpol es algo que llevaba meses esperando, qué digo meses, toda una vida, y la sola idea de encontrar allí a mi príncipe del metro, como una gota en medio de un gris océano de gente, hace el evento todavía más atractivo.

Me he imaginado muchas veces distinguiéndolo entre la multitud, corriendo hacia él, o que una mano me toca la espalda y me giro para darme de bruces con su cálida sonrisa… En fin, que me gusta ponerme ñoña no, lo siguiente. Encontrar a alguien en medio de tanta gente es imposible, pero así soy yo, le doy a la imaginación y no paro. Al fin y al cabo, estaremos dos horas compartiendo unos pocos metros cuadrados, ¿por qué no va a ser posible volver a encontrarnos? No tengo remedio. En cualquier caso, en este concierto solo puede haber un macho alfa, y ese es Paul, el cantante, con esa voz increíble de barítono y esa pose que parece decir: yo he inventado el postureo y ha sido sin querer.

Llamo a Tere, y quedamos, en la enorme piedra de la plaza de al lado del Palacio de los Deportes, que ahora se llama de no sé qué estúpida manera comercial. Me enfundo mi uniforme festivalero, a saber: pitillos negros tirando a skinny pero no tanto, que tiene que circular la sangre; mis Vans de mil batallas y mi camiseta sin mangas de Interpol, claro. En la muñeca, las pulseras de los conciertos del verano, de las que me resisto a desprenderme como si de mi propia juventud se tratara.

Y allí estoy yo, al lado de aquel dolmen extraño, rodeada de hipsters y modernas más o menos parecidas a mí, esperando impaciente a Tere que, llega tarde. Ahora es una fiera sexual, pero mantiene las viejas costumbres.

Por fin llega y empezamos a andar.

—¡Esto está hasta la bandera! Aquí no encuentras a tu Marcos ni por casualidad. Pero ¿cómo es?

—Pues normal, de pelo castaño, ni muy largo ni muy corto, estatura normal también, ni gordo ni flaco, guapete, pero tampoco destaca por ahí. No sé…, tiene algo que te atrapa.

—Pues con esa descripción y mi vista de lince me parece que no te voy a poder ayudar. Nos teníamos que haber traído unas camisetas con unas letras gigantes que pusieran «BUSCO A MARCOS» o algo así —dice riendo.

—Bah, olvidémonos de eso y vamos a disfrutar a tope de Interpol. Me muero por ver a Paul salir al escenario.

Tomamos un par de cervezas en uno de los abarrotados bares de la zona y nos dirigimos con nuestras entradas en la mano hacia el interior del que esperamos sea uno de los mejores conciertos de nuestras vidas. El Palacio está a reventar y, por supuesto, hemos comprado entrada de pista. No concibo un concierto sentada, ni aunque sea de Ismael Serrano.

Intentamos avanzar todo lo que podemos hacia las primeras filas, hasta que la ley de la física de los cuerpos en movimiento y los codos y hombros marcando territorio nos obligan a elegir el trocito de suelo correspondiente desde el que tocaremos el cielo interpolero.

Tras unos minutos de expectación, de pronto se apagan las luces y los chillidos de nuestras gargantas se confunden con los acordes de «The Heinrich Maneuver». Paul y el resto de la banda aparecen impecablemente trajeados, y de pronto todo es tan perfecto que empiezo a temer que a partir de ese momento al síndrome de Stendhal se le conozca ahora por mi nombre. A continuación «Slow Hands», «Evil», «No In Threesome»… Y me transportan a otro lugar.

El concierto avanza y no paramos de bailar y corear cada una de las canciones. Al cabo de una hora, mi garganta comienza a secarse y necesito reponer líquidos. La temperatura en el pabellón ha subido varios grados.

—Me gustaría ir a pedir algo, pero me da pena dejar el sitio.

—Te dije que teníamos que haber pillado un mini al entrar —me recuerda Tere.

—Tienes razón. Bueno, seguro que ahora no hay mucha gente en las barras. Voy rápido a por algo. ¿Un mini entonces?

—¡VALEEE! ¡Te guardo este milímetro! ¡Por cierto, si encuentras un hipster sin barba te invito yo!

En teoría no debería beber con la medicación, pero un concierto de Interpol es un concierto de Interpol. Atravieso la masa como puedo y me lanzo a la barra del lateral más cercano como el nómada ante el oasis. Y no, no encuentro a un solo hipster sin barba.

Cada segundo que permanezco esperando mi turno, lejos del epicentro del concierto, se clava impaciente en mi piel. Al fin, el camarero, que debe haberse apiadado de mi cara de pena, aunque también puede ser que me estuviera mirando las tetas mientras servía al friki de al lado, se dirige a mí y me atiende bastante antes de lo que me corresponde.

Con mi mini de cerveza en la mano regreso triunfal hacia mi antigua demarcación, alzándolo y pidiendo paso como si portase la mismísima antorcha olímpica. Si alguien no se aparta basta con derramar unas gotas sobre su cabeza o, en el peor de los casos, apretujarme de forma molesta contra él o ella hasta que simplemente se desembaraza de mi dejándome pasar. Parece imposible, pero lo estoy consiguiendo. Tere ya está solo a unos veinte metros. Y entonces lo veo.

Bueno, para ser más exactos, los veo. Porque Marcos, mi príncipe del metro, se está pegando un buen morreo con una atractiva pelirroja. ¡Alto ahí! ¡Eso no está en el guion! Puede suceder que no vea a Marcos, que es lo normal, o verlo y hablar un rato, o encontrarlo y disfrutar juntos del concierto de nuestras vidas y luego jurarnos amor eterno en algún tugurio de Madrid. Pero ¿la maldita pelirroja? No había contemplado esa línea argumental.

Tengo dos opciones: o acercarme, interrumpirlos y decirle: «Hola, te vi hace dos meses en el metro» y arriesgarme a hacer el ridículo, o seguir con mi odisea de codos, espaldas y malas caras y tratar de volver junto a Tere. Por supuesto, hago lo segundo. Ya dije que la osadía no es una de mis características.

—¡Hey, estás aquí! Pensaba que ya no te iba a volver a ver en toda la noche. ¡Estoy seca! —Tere se lanza a por el mini como si le fuese la vida en ello.

—¡Uf, creo que hacía mucho tiempo que no odiaba tanto a la gente! Si me hubiesen dado una caja con granadas, me habría cargado unas cuantas filas. No veas lo que me ha costado volver.

—Madre mía, estás fatal.

El concierto transcurre glorioso, con «Pioneer To The Falls», «Not even jail», «Untitled» y la cerveza refresca mi garganta y acalora mis impulsos. Todo debería ir como la seda, pero no me quito de la cabeza la idea de que hace unos momentos he tenido a Marcos a mi alcance y otra vez lo he dejado escapar. No le he contado nada a Tere para que no piense que soy una cobarde.

—¡Ahora vuelvo! ¡Necesito ir al baño!

—Pero ¡si acabas de venir!

El apremio fisiológico es la primera excusa que se me ha ocurrido. Tengo que volver a encontrar a Marcos, y esta vez, esté con quien esté, al menos va a saber que existo.

De nuevo empiezo a abrirme paso entre la multitud, como un rompehielos en el Ártico. Mi destino, un iceberg desconocido llamado Marcos. Avanzo lentamente hacia la zona donde me había parecido verlo antes.

No tengo muy buena orientación, pero esta vez, milagrosamente, mi GPS ha debido funcionar, porque entre tanta gente saltando y vociferando, vuelvo a distinguirlo. Esta vez al menos corre el aire entre él y la pelirroja. Le meto dos buenos tragos al mini, del que no he sido capaz de separarme sabiendo que lo iba a necesitar, y avanzo como puedo hacia mi objetivo. Unos cuantos empujones, y cuando quiero darme cuenta, estoy justo a su lado. Y del de la pelirroja, claro. Los ojos de Marcos se posan en los míos. Me ha reconocido. Bien.

—¡Hola! ¡Qué casualidad! —No se me ocurre soltar otra gilipollez. Debe de haberme visto molestar a toda la gente que hay delante suyo para llegar a su lado, pero da igual.

—¡Hola! ¡Yo he compartido auriculares contigo! Aquí estamos a salvo del reggaeton, creo. —No parece molesto con mi presencia, todo lo contrario.

—¡Nunca se sabe! A ver si les va a dar por hacer alguna versión de Pitbull. Oye, qué pedazo de concierto. Se están saliendo —acierto a decir.

—¡Son la hostia! Acabo de verlos en Múnich y no me los pierdo dentro de dos semanas en Ámsterdam.

—¿Sí? ¿Cuántas veces los has visto? —Pero ¡cuánto viaja este muchacho! Como para dar con él… De pronto me encuentro hablando con él y tengo la sensación de que llevamos haciéndolo toda la vida. Su acompañante, mientras tanto, permanece absorta en el concierto. Tan solo me ha dedicado una mirada distraída al llegar. Curioso.

—Esta es la segunda vez. No te creas que soy un groupie que los va siguiendo allá donde vayan. Pero coincidió que estaba en Alemania justo cuando tocaban, y ahora voy a Ámsterdam y lo mismo.

—¡Sí que te mueves!

—Por mi trabajo. Los de la editorial han debido ver que me gustaba y no paran de enviarme a ferias, congresos y cualquier cosa que haya por ahí. Siempre que quieren promocionar a algún autor español en Europa acabo con la maleta a cuestas. Soy el Willy Fog de la editorial. A lo mejor lo hacen para ver si un día se libran de mí, jajaja. Te presento a Verónica. Esta es… ¿Zoe?

¡Se acuerda de mi nombre! Bueno, eso no era tan raro, no es demasiado común. Verónica desvía su atención del concierto y me saluda amablemente.

—Sí. Encantada, Verónica. No os quiero molestar, es que estaba buscando a mi amiga…

—¡No molestas para nada! —dice Verónica—. !Me encanta tu camiseta! —añade sonriendo. No la noto nada molesta con mi visita, la verdad—. ¿Puedo? —Señala a mi cerveza.

—Claro.

Le pega un buen sorbo, se ve que yo no era la única que estaba muerta de sed. La observo y veo que es una chica muy guapa. Su pelo rojo ondulado cae de forma graciosa sobre su frente, y tiene unos ojos verdes muy atractivos. Además, el resto de sus rasgos son perfectos. Dicen que yo no estoy nada mal, pero a su lado me siento como la hermana de la guapa, ya sabéis. Creo que no tengo mucho que hacer contra ella. Resignación, Zoe, resignación.

—Voy yo también a por algo —dice Marcos—. ¿Qué queréis? ¿Pillo cerveza, u otra cosa?

—Cerveza, ¿no, Zoe? Tráete un mini para todos. O dos, mejor —contesta Verónica.

Me siento tentada a acompañar a Marcos al bar, sería mi oportunidad de estar los dos a solas un rato, pero con mi mini medio lleno en la mano doy mucho el cante. Y ya sabemos que soy experta en desaprovechar oportunidades. Así que me quedo con mi nueva e improvisada amiga.

—Marcos es un tío increíble, ¿verdad? —me comenta, así de sopetón.

—No sé, casi no nos conocemos, la verdad. De hecho, solo nos vimos una vez en el metro.

Le cuento nuestro encuentro. Ella escucha con atención, con una sonrisa en la cara. Entonces me explica:

—Es uno de mis mejores amigos. Hacía tiempo que no lo veía porque he estado viviendo en Chipre. Pero en cuanto se ha enterado de que estaba de vuelta me ha invitado al concierto. Es majísimo.

Así que al menos no es su novia. Bien. Es más, a continuación Verónica me dice que tiene pareja, que está en Chipre y que regresará en dos meses a España, donde van a vivir juntos. Según ella, y a pesar de que la he visto hace nada besando con ganas a Marcos, les va muy bien.

—Yo lo he dejado hace poco con el mío. Me puso los cuernos el muy cerdo. —No me doy cuenta de que la estoy juzgando duramente con mis palabras, pero no parece darse por aludida.

—Hija, eso es lo normal. Si todo el mundo dejase a su novio o novia por ponerle los cuernos, no quedarían ni el diez por ciento de las parejas. ¿No has visto lo que ha pasado con Ashley Madison?

—Sí, qué fuerte. Es la página esa que proporciona coartadas para infidelidades, ¿no? Que la han hackeado y han publicado los datos de un montón de usuarios.

—Sí, la que se va a liar.

—Y tanto. Tiene treinta y nueve millones. ¡Treinta y nueve! ¡Treinta y nueve millones de personas solo en esa web intentando ponerle los cuernos a su pareja!

—Pues seguro que ahora más de uno se ha quedado sin la suya. He oído que hasta se ha creado una aplicación donde metes tus datos y ves si estás entre la lista de hackeados.

—Me imagino a más de uno o de una tecleando su nombre desesperado —digo riendo.

Continuamos charlando, bailando, cantando… Verónica me cae realmente bien. De pronto me acuerdo de Tere, debe haberme empezado a echar de menos. Le envío un wasap:

Zoe: Me he encontrado con Marcos. Luego te veo.

Tere: ¡No fastidies! ¡Bieeeeeeen! ¡No lo dejes escapar esta vez! ¡Que te conozco!

Zoe: Te voy contando. Beso.

Tere: Ok. (Aderezado con un emoticono que no viene a cuento, como siempre hace).

—¡Llegaron los refuerzos!

Marcos acaba de aparecer de repente con la bebida. Mi cerveza ya está casi terminada y empiezo a notar un puntillo in crescendo con peligro de borrachera. Hace mucho que no bebo y mi organismo lo nota. Cuando quiero darme cuenta estoy en medio de Marcos y Vero (ya es Vero), los tres saltando y cantando todas y cada una de las canciones de Interpol. Paul y sus chicos lo están dando todo y el pabellón bulle como mil ollas a presión. Es un conciertazo. Por primera vez en mucho tiempo, lo estoy pasando realmente bien.

En estas estamos cuando suena un wasap de Tere:

Tere: Tía, vaya noche llevamos las dos. Creo que acabo de ligar. ¡Menudo chulazo! Tengo muy poca batería. —Típico en Tere—. Si no te digo nada más, ya te veo mañana. ¡Disfruta de tu Marcos! ¡INTERPOL!

Zoe: No se te puede dejar sola. Muacccccs.

Hay que ver, Tere. Con lo formalita que era, y desde que hizo el trío con la francesa parece ahora una devora hombres. Y yo siempre con el freno puesto. Los diez años con Javi han sido de fidelidad absoluta, ahora sé que solo por mi parte, claro, y antes de eso era una auténtica monja.

—Mi amiga ha ligado. Se ve que no me echa de menos —les digo.

—¡Pues te quedas con nosotros! —dice Vero.

—¡Por supuesto! Luego daremos una vuelta por ahí. Te vienes, ¿no? —replica Marcos. Cómo decirle que no a esa mirada y esa sonrisa.

—Bueno. No quiero molestar, de verdad…

—¡Que no molestas! —insiste Vero—. Ni se te ocurra irte o te echaré mal de ojo y se te rayarán todos los cedés de Interpol.

—Pero ¿quién escucha ya cedés? ¿Vienes de los noventa?

Reímos. La música lo envuelve todo. Me pasa el brazo por la cintura y Marcos me abraza desde el otro lado, y me encanta, y los tres saltamos y chapurreamos en nuestro inglés inventado la letra de «Obstacle 1».

—¿Qué grupos te gustan aparte de Interpol? —me pregunta Marcos. No quiero otra cosa que estar agarrada a él. Salvo orden de alejamiento, no pienso soltarlo.

—Pues… La Habitación Roja…—él lleva una camiseta de La Habitación Roja—, y soy muy lesbiana. ¡Adoro Love of Lesbian!

—¡Yo también! Creo que todavía estoy buscando a mi «Chica Imantada» para recorrer los «Universos Infinitos».

—O pasar «Un día en el Parque».

—O un «Domingo Astromántico», jajaja.

Allí estamos como dos bobos mirándonos tiernamente a los ojos y repitiendo títulos de canciones de Love of Lesbian mientras Paul Banks nos pone música de fondo. Para una tonta romántica indie como yo es simplemente perfecto. Vero se ha puesto a charlar y a hacer el loco con unos chicos de al lado. Mientras, Marcos y yo no paramos de hablar de esto y lo otro. Nos gustan los mismos discos, hemos leído los mismos libros y detestamos los mismos programas de televisión. Cuando me ha dicho que adora a Millás he sabido que ya soy suya para siempre.

Me encanta hablar con él. Me escucha todo el tiempo como si lo que estuviera contando fuese lo más interesante del mundo. Y cuando él habla siempre es para añadir algo que aporta a la conversación. Y nunca pierde la sonrisa. Parece que nos entendemos a la perfección, incluso nos sorprendemos completando los mismos chistes. Tiene ese sentido del humor absurdo que también es mi estandarte.

Parece estar siempre a gusto y se adentra en todos los temas con una naturalidad pasmosa. Y lo más importante: detrás de cada gesto y cada mirada parece latir una buena persona. Y es sexi, muy sexi. Su personalidad es lo que le hace serlo. Bueno, tampoco está nada mal el muchacho. A cada palabra y sonrisa que intercambiamos, estoy más segura de una cosa: es Él. No sé si es mi media naranja o mi medio limón, pero quiero compartir estante en la frutería con él.

El alcohol, el concierto y la euforia de haberle encontrado entre tanta gente me insuflan un germen de valentía inusual en mí, así que le suelto:

—¿Sabes que te he estado buscando desde el día que te vi en el metro? —Creo que ha sido decírselo y ponerme roja como un tomate.

—¿Sí? —Su mirada y su tono me gustan. No son los de vaya tía más pesada o loca, o los de hoy mojo, o los de vaya usted a saber. Son los que tenían que ser.

—Sí. Y hoy cuando te he visto, al principio ni me he acercado. He venido luego a buscarte, aunque me haya hecho la encontradiza. —Muy bien Zoe, desvela todas tus cartas.

—Pues a mí me encantó compartir auriculares contigo. Y me ha gustado mucho que me hayas buscado. Y que me hayas encontrado.

Me quedo sin saber qué decir ni qué hacer, y simplemente le doy un sorbo al mini, mientras lo miro levantando los ojos, probablemente con expresión de cordero degollado.

—¿Quieres? —le digo, mostrándole el mini de cerveza. Perfecto, Zoe, ¿qué haces? Respira. ¿Y si le besas? No estaría mal. ¡Sería lo suyo! ¿Y si te besa?

—¡Vamoooooos! —Interpol lo está rompiendo y Vero irrumpe en medio de los dos, agarrándonos de la cintura y saltando. Todo el pabellón está botando. Mi corazón creo que también.

Quiero que el concierto no acabe nunca, pero como suele pasar cuando una es feliz, enseguida se encienden las luces y despierto del sueño. Bueno, no tanto. Ya estoy borracha y Marcos sigue ahí, sonriendo a mi lado.

—¡Jodeer, qué pasada de concierto! —dice Vero—. ¡Me he quedado con más ganas de Interpol! Tengo este flyer del OchoyMedio. «Noche de Interpol, Editors y The National». Podríamos ir, ¿no?

—¡Suena bien! Si no os importa que se os agregue una petarda…

—¡No se hable más! ¡Tú te vienes, que luego este liga como siempre y me toca volverme sola a casa! —Me apremia con una mirada cómplice.

Miro a Marcos. Sus ojos me dicen que lo acompañe.

Cuando quiero darme cuenta, me encuentro en el coche de Marcos, con Vero cantando a todo trapo lo último de Lori Meyers, y este riendo y observándome a través del retrovisor. Tere me confirma por el wasap que se va con su nuevo fichaje.

Cuando llegamos, el OchoyMedio está a reventar, como siempre. Marcos saluda al de la puerta, que es su amigo y no nos cobra nada; al del ropero, que también es su amigo; a la chica de la barra… Parece conocer a todo el local. En menos que canta un gallo o saca libro Paulo Coelho tengo un gin tonic en la mano y estoy bailando en mitad de la pista con Vero, al son de los temazos que pincha EmeDJ.

Marcos no para de hablar con unos y con otros, aquí todo el mundo quiere saludarlo. Pero no me quita ojo y eso me encanta. «Voy de viaje por el Sol, qué podría ser mejor, que estar siempre juntos tú y yo…». La remezcla de Los Planetas con la que nos deleita Eme suena de lujo. Por fin Marcos se acerca adonde estamos Vero y yo.

—¡Hacía tiempo que no venía! Es como mi antigua casa.

—Marcos estuvo de disc-jockey residente aquí una temporada —aclara Vero—. Aquí es donde nos conocimos. Fui a pedirle una canción y me dijo que sí, pero la puso una hora después.

—Es que tenía una lista de peticiones muy larga, eso me pasa por no saber decirle que no a nadie.

—Es verdad. Y recuerdo que siempre que venía estabas rodeado de, por lo menos, diez personas. Más que un pincha parecías un predicador. De todas formas, me sé yo un sitio donde seguro que toda esta gente no te encontraría nunca —dice Vero mientras ríe para sus adentros maliciosamente—, podríamos ir luego con Zoe…

—¿Ah, sí, adónde? —pregunto intrigada.

—¡Cómo eres, Vero! Sabes que no es bueno mezclar el mundo vertical y el horizontal. Que esta chica se nos va a asustar…, y es muy maja.

Inesperadamente, la noche parece tomar un nuevo y desconocido rumbo.

—¡Yo no me asusto de nada! ¡O me lleváis a ese sitio o no os vuelvo a hablar —bromeo—. Eso de horizontal suena interesante… —No quiero perder comba por nada del mundo.

—No, mejor no. No le hagas caso a Vero.

—Ahora ya sí que vamos a tener que ir. No se puede picar la curiosidad de una persona y luego querer olvidar el tema —le insisto.

—¡Esa es mi niña! —apoya Vero—. Luego vamos a dar una vuelta por allí.

—Pero ¿cómo vamos a llevar a la pobre Zoe la primera noche que sale con nosotros a un sitio así? ¿Qué va a pensar? ¿No has visto la cara de buena que tiene? —bromea Marcos.

—Dicen que las que tenemos cara de buena somos las peores… —miento como una bellaca.

—Umm…, eso suele ser verdad —asiente Vero. Y añade—: Yo, por eso, aunque tengo cara de brujilla, luego soy una santa.

—Santísima. Tú lo único que tienes de santa es el nombre, Vero, y habría que ver a La Verónica en su tiempo, a qué se dedicaría, que era muy fan de Jesús… El paño con su cara fue el primer póster de la historia —señala Marcos.

—Jajaja. No lo había pensado. Yo es que soy más del rollo zen y eso.

—Bueno, ¿me vais a llevar al sitio en cuestión o no? Que ya son las dos de la mañana. —Cuando quiero descubrir algo no paro hasta que llego al final.

—Está bien, pero luego no nos denuncies… ¿Has estado alguna vez en algún…? Bueno, espera —dice Marcos—. ¿Te gustan las sorpresas? Primero vamos a terminarnos la copa…

Treinta minutos después estoy en el asiento delantero del Audi de Marcos. Suena una delicada canción de Air y Vero parece haberse vuelto muy tímida y callada de repente. Marcos conduce con calma por las calles de Madrid. Estoy intrigada, excitada, divertida y borracha, muy borracha. Me invade una sensación de que todo me da igual si estoy al lado de este chico y pienso si no tendría razón mi madre y me han echado alguna droga en la bebida. Lo descarto: nadie va regalando la droga por ahí, y menos en plena crisis.

—Ya vamos a llegar. Si en algún momento no estás a gusto o algo te incomoda, nos lo dices inmediatamente y nos vamos. Y que quede claro que no estás obligada a hacer nada que no quieras hacer. —La voz de Marcos tiene un efecto tranquilizador pero el contenido de sus palabras me pone en guardia—. Al principio te va a chocar, puede que incluso te desagrade. Hay gente que sale corriendo a los cinco minutos o monta un espectáculo… Pero si vas sin prejuicios y con naturalidad, igual hasta te acaba gustando…

—Y sientes que tu vida y algunas ideas preconcebidas pueden llegar a cambiar un poco… Pero, bueno, no te voy a dar pistas —apostilla Vero—. Tú tranquila y confía en Marcos y en una servidora.

Los movimientos del coche me indican que estamos aparcando. ¿Dónde me llevarán estos dos? Espero que sea legal.

Ambos me conducen a ciegas por la calle, de la mano, durante unos doscientos metros. Por si la incógnita no era lo suficientemente emocionante, han tenido la feliz idea de colocarme un pañuelo a modo de venda. Caminamos en silencio, como si de una extraña ceremonia o procesión se tratara.

—Ya puedes quitarte la venda —me dice al cabo de un rato Marcos.

Lo hago y, tras unos segundos de habituación, observo que estoy en una calle prácticamente desierta, más bien estrecha, desconocida para mí, donde no hay comercios ni bares, solo viviendas, y enfrente de mí, en un bajo, una luz ilumina una puerta donde un discreto letrero señala: «Encuentros VIP. Círculo privado de ambiente liberal».

—¿Círculo de ambiente liberal? Y supongo que no será un club de economía, ¿no?

—Es un sitio de intercambio de parejas. Un pub de swingers. ¿Has estado alguna vez? —me pregunta Marcos.

—Pues no. Y siempre he tenido curiosidad. —Procuro que no se me note demasiado la sorpresa, en un absurdo intento de hacerme la dura—. Una vez vi un capítulo en una serie donde aparecía uno, pero no sé si tendría mucho que ver con la realidad.

—Bueno, supongo que será algo diferente de lo que sacan por la tele, ¿te atreves a entrar?

Me lo pienso un instante. Si me lo hubiese pensado dos, habría salido corriendo. Pero solo acierto a decir:

—Bueno. Pero no tengo que hacer nada que no quiera, ¿no?

—Pues claro que no.

Aquí estoy, a las dos de la mañana de un viernes, junto a dos personas que hasta hace nada no eran más que dos extraños para mí, una de las cuales ahora absurdamente creo que es el amor de mi vida, frente a una puerta que me ofrece un mundo nuevo y misterioso. Me siento como en Alicia en el País de las Maravillas, a punto de entrar en un universo desconocido, lleno de sorpresas, donde quizá nada sea lo que parezca… ¿Lograré hacer pie?

No quiero decepcionar a Marcos. Es más, no quiero separarme de él. Si me hubiese invitado a entrar al mismísimo infierno, le habría seguido también. No quiero volver a perderle la pista. Y el alcohol que fluye ahora por mis venas mezclado con la medicación me ayuda también a no dudar demasiado.

—Pero no me dejéis sola, eh, a ver si me va a pasar algo. —Trato de bromear, aunque en el fondo estoy a punto de salir huyendo.

—Tranquila. Aquí hay muchísimo respeto. Más que en la calle, diría yo. —Me tranquiliza Vero. Me mira como tratando de transmitirme toda la confianza del mundo y me pregunta—: ¿Entonces te animas? ¡Esa es mi chica! Tú hoy observa solamente. Lo normal es no hacer nada el primer día. Piensa que es una experiencia, una visita al Museo del Prado o a la catedral de Burgos.

Nos acercamos a una puerta metálica de color oscuro. Marcos llama a un portero automático, la puerta se abre a los pocos segundos y accedemos a un minúsculo vestíbulo. Al fondo, una bonita chica de pelo rubio y rasgos perfectos, elegantemente vestida con un conjunto negro, nos recibe con una agradable sonrisa.

—¿Hola, cómo estáis?

—¿Qué tal estás, guapísima? —contesta Vero—. Pues bien, venimos de un concierto en el Palacio de los Deportes y nos hemos pasado a ver qué se cuece por aquí. Le vamos a enseñar el local a nuestra amiga.

—Fenomenal, seguro que le gusta. Pues ahora a rematar la noche. ¿Una pareja y una chica sola, no? —Su belleza es tan fría y perfecta como su amable y calculado modo de manifestarse.

—Exacto.

Marcos paga cincuenta euros y entramos. Mi pulso se ha acelerado en un milisegundo. Si no estuviese prácticamente borracha, ya me estarían temblando las piernas del vértigo, eso contando con que hubiera llegado a entrar.

Hago el intento de sacar dinero de mi bolso para pagarle mi entrada a Marcos, pero este no me deja.

—No, Marcos, déjame, que es muy caro. Toma la mitad. —Pero no me lo permite ni por casualidad. Dice que mi entrada es gratis. Finalmente desisto.

—Son cincuenta euros por pareja los fines de semana. Entre semana es más barato. De lunes a jueves pueden entrar chicos solos, pero en fin de semana como hoy solo pueden entrar parejas. Las chicas podemos entrar solas todos los días y no pagamos nunca, je, je —me ilustra Vero.

—¿Y los chicos solos tampoco pagan?

—Nooo. Ellos sí pagan, siempre. Un poco machista, pero al fin y al cabo eso también pasa en las discotecas. Y ya te digo que solo les dejan venir solos entre semana.

—Cuando vienes la primera vez un relaciones te enseña el local, pero hoy seremos nosotros tus guías, ¿te parece? —se ofrece Marcos.

Me fijo en el sitio. Ante mí se extiende la barra de un pub como cualquier otro. Sin embargo hay una pantalla donde en lugar de fútbol se retransmite a una pareja practicando otro deporte: una imponente morena plastificada le está realizando una felación de campeonato a su musculado partenaire. Parece un semental de primera, un auténtico toro, pero se muestra completamente inexpresivo y la escena no me transmite nada.

Al lado de la barra se extiende un espacio donde varias personas toman algo tranquilamente sentadas en unos altos taburetes de diseño. Hay una minúscula pista de baile iluminada con juegos láser de varios colores. ¿Hace algo de calor o soy yo que estoy nerviosita perdida? ¿Y huele ligeramente a cloro o me lo parece a mí?

La barra, serpenteante, acoge a unas ocho parejas. Ellos van vestidos como cualquier sábado, es decir, con lo primero que se han puesto. Ellas lucen vestidos sexis, mucho escote, espaldas al aire, o directamente lencería… Nada parecido a la ropa que llevamos Vero y yo, que venimos del concierto.

Me fijo entonces en la música del local, está sonando Rihanna, cuando de pronto dos parejas acceden a la barra desde una zona interior. Como si de un spa se tratase. Los cuatro caminan tranquilamente en toalla y chanclas. Vienen acalorados y sonrientes.

—Estos acaban de echar un buen polvo —dice Marcos, con toda naturalidad. En otro chico me habría resultado un poco grosero el comentario, pero en él parece algo inocente, desprovisto de cualquier matiz que no sea natural.

—¿Aquí la gente va en toalla también? ¿Hay piscina?

—Hay un jacuzzi, pero no es por eso; es por estar más cómodos. Puedes ir en ropa de calle o, si quieres, pides en cualquier momento la llave de una taquilla, te cambias, dejas la ropa allí, y te quedas en toalla y chanclas. Si ves alguien en toalla y chanclas, normalmente no son novatos. Y si ves que nada más llegar lo primero que hacen es cambiarse, es que además de veteranos, puede que sean cañeros —dice riendo—. Para que no pierdas la llave de la taquilla, te la dan en una pulsera —me aclara Marcos.

—¡Una pulsera! ¡Como en un parque de atracciones! Esto es un parque de atracciones para adultos, ¿no? —bromeo para soltarme los nervios. Todavía no me creo que esté aquí. No sé muy bien cómo comportarme, si matar a Marcos y a Vero o si la experiencia me gustará. Esperaré al final de la noche.

—¡Sí! ¡Bien visto! Pero ¡no te montes en todas las atracciones! ¡O sí! —A Marcos se le ve en su salsa, con dos mujeres a sus pies y dentro de una especie de harén.

—Oye, esto debe de ser el paraíso de cualquier hombre, ¿no? —pregunto.

—Y de cualquier mujer, no creas. Al principio suele ser el hombre de la pareja el que insiste en acudir aquí la primera vez. Supongo que a las chicas les cuesta más abrirse a estas experiencias, los prejuicios sociales hacen que se coarten más, sobre todo por el qué dirán. Pero, una vez pasada la etapa del susto, muchas veces son ellas las que después tiran de sus chicos para venir. Nosotros nos cansamos rápido, pero sexualmente la mujer es mucho más potente. Me dais envidia.

—¡Pues anda que tú no has estado aquí noches enteras sin parar también, majo! —tercia Vero—. A este no lo creas, que te las mete dobladas. Y nunca mejor dicho.

Marcos sonríe y, cogiendo a Vero de la cintura, le regala un cariñoso beso en la mejilla. Yo estoy ahora mismo en otra dimensión. Marcos lo nota y busca refuerzos líquidos:

—¿Qué queréis tomar?

—Yo no quiero nada, ya he bebido mucho. Una gota más de alcohol y acabamos ahí al lado, en el Gregorio Marañón.

—Pues tómate un refresco si quieres.

—No, de verdad, ahora mismo estoy tan nerviosa que no me entra nada de nada.

—¡Uy, esperemos que sí te entre algo, que para eso hemos venido! —bromea Marcos mientras yo me pongo roja al escucharlo—. Que es broma, mujer. Para nosotros hoy eres un ángel, sin sexo. Perdona la tontería.

—Yo quiero un Ballantines con Coca-Cola, que estoy hasta las narices de los gin tonics —pide Vero—. Y eso de alguien sin sexo lo será para ti, a mí esta chica me encanta —añade mientras me acaricia un brazo.

Marcos pide un ron con limón y paga con dos tickets de los cuatro que le han dado de regalo con su entrada de pareja. Observo a la gente de alrededor. La mayoría son de mi edad, quizá algo mayores. Parecen tranquilos, despreocupados, pero me fijo en que se observan con cierto disimulo unos a otros, e intercepto algún interesante juego de miradas. Hay una atmósfera de expectación en el ambiente.

—La barra es el sitio donde muchas parejas se conocen con más tranquilidad, un buen lugar para observar, para ser visto, y si te gusta alguien, para acercarte sin miedo y tomar contacto. Hay quien se pasa toda la noche en esta parte, a otros casi ni se les ve por aquí, y la mayoría estamos un ratito al principio y luego nos dejamos caer de vez en cuando para refrescarnos o reponer fuerzas. A eso de las tres ofrecen un pequeño avituallamiento, con bandejas con lomo, jamón, queso…

—¡Y tú nunca dejas nada, Marcos! ¡Menudo saque tiene este! Bueno, vamos a enseñarle a esta chica el local. ¿Lista?

—No, pero adelante —respiro hondo y me preparo para cualquier cosa.

Avanzamos hacia el final de la barra, mientras noto cómo el resto de parejas me miran, o eso me parece. Debo llevar una cara de susto notable, pero quiero ver qué hay detrás del misterioso acceso que se abre a nuestra izquierda. Alguien desde algún lugar acciona un resorte eléctrico y cruzamos en fila india, como tres exploradores, una verja que se abre. Nos encontramos frente a una especie de cruce de caminos, con un pasillo más oscuro a nuestra derecha, la zona de taquillas asomando enfrente y un espacio con unas colchonetas con forma de sillón en un lateral.

—Vamos a ver qué hay por aquí —dice Marcos.

La luz es mucho más tenue que en la barra. De pronto, así, sin anestesia, sobre la zona acolchada justo al lado de la verja descubro una impactante escena: dos parejas completamente desnudas están practicando sexo sin ningún tipo de pudor. Una de ellas comienza a gemir calladamente a cada una de las embestidas de su joven y apuesto acompañante. ¡Increíble, a la vista de cualquiera! Ella tiene algún kilo de más, pero no parece importarle para nada, lo que de pronto, no sé por qué, me da algo de confianza.

La otra pareja es algo mayor, en torno a los cuarenta, pero de cuerpos cuidados. No son espectaculares, pero están bien. Ella, de rodillas, le está practicando una felación, mientras el hombre, al que se le ve disfrutando, levanta la cabeza y fija de pronto su mirada en mí. Yo me quedo como una tonta, petrificada, sin poder dejar de observar la escena. Es la primera vez en mi vida que veo a alguien realizando sexo en público. Ellos en cambio se muestran de lo más naturales y continúan como si nada.

Me resulta sorprendente cómo pueden estar ahí, con esa falta de intimidad y ausencia de pudor, sin importarles absolutamente nada que cualquiera pueda verlos. No me entra en la cabeza. Yo al menos no me imagino en esa situación, creo que me moriría de vergüenza y no me concentraría.

—Vamos a ver el resto del local. —La voz de Marcos me saca de mi semiestado de shock. Me coloca la mano suavemente sobre el hombro y me guían por una especie de laberinto. Avanzamos por un pasillo con más sillones colchoneta pegados a la pared donde una pareja, esta vez completamente vestida, se acaricia tumbada con toda la pachorra del mundo. Enfrente, una chica y un chico están girados, mirando por una especie de ventanas con forma de ojo de buey.

—Eso es el submarino —me dice Vero—. Se montan unas buenas ahí, pero a mí me da un poco de claustrofobia.

Me asomo por una de las pequeñas ventanas y miro yo también. Me siento como una voyeur de película. Se trata de un espacio abovedado, rodeado de ventanas circulares como desde la que yo estoy mirando, con el suelo acolchado, con tres parejas dentro. Mientras unos realizan un 69, los otros cuatro se masturban y juegan unos con otros. Una mezcla de miedo y excitación se apodera de mí, pero no me da tiempo ni a que me empiecen a temblar las piernas, porque al cabo de unos segundos Marcos ya me ha cogido de la mano y continuamos la visita hacia otro lugar.

Vuelvo a observar un espacio algo apartado, con más zona acolchada, esta vez vacío, y descubro unas escaleras a mi derecha que parecen conducir al submarino. Justo encima hay otro tramo que sube a un bonito jacuzzi, donde seis personas completamente desnudas charlan y disfrutan de sus copas dentro del agua. En un momento dado, las chicas inician un jugueteo entre ellas con besos, risas y caricias, ante la complaciente mirada de sus acompañantes masculinos.

—El número ideal para una orgía es seis —comenta Vero.

Continuamos andando y llegamos a una parte con baños y duchas, con la sala de las taquillas al lado. Está en una zona de paso y hay tanta gente que es difícil atravesarla sin rozarse con los que se están cambiando. Aquí todo el mundo, hombres y mujeres, comparte vestuario sin ningún problema.

—Luego nos cambiamos —dice Vero—. Vamos a continuar la visita. ¿Qué te está pareciendo?

—No lo sé, cuando me recupere te cuento —contesto mientras le doy un buen sorbo a su Ballantines con Coca-Cola. Ni siquiera le he pedido permiso, le he cogido la copa directamente porque la necesito.

—Tranquila. Es que para ser la primera vez te hemos traído al lugar más cañero de Madrid. Hay otros pubs mucho más tranquilos. Además, hoy es sábado y es hora punta. Si vienes aquí un martes, no hay casi nadie. De todas formas en un rato todo esto te parecerá lo más normal del mundo, y en un par de visitas más, incluso aburrido —me dice Marcos.

Continuamos andando, volvemos al cruce de caminos inicial y esta vez giramos por el pasillo más oscuro. Sigo alucinando y sin saber muy bien qué estoy haciendo. Tenía alguna noción de lo que podía ser esto, pero desde luego es mucho más bestial, como si de pronto la humanidad volviese a su estado primigenio, hace miles de años, como si todos estos siglos de evolución y convencionalismos morales y religiosos no hubiesen tenido lugar. Una especie de selva, una isla en medio de la civilización. Parece que al traspasar la entrada del local hubiese entrado en otro planeta.

—Aquí hay dos o tres reservados —me indica Vero—. Puedes encerrarte con tu pareja o con quien quieras y no os molesta nadie. Suelen estar siempre ocupados.

Avanzamos un poco más y cuando quiero darme cuenta, estoy a las puertas de una habitación rectangular, casi completamente a oscuras, donde distingo varias parejas en la sombra. Están vestidos, cada uno abrazado a su acompañante, enrollándose, pero noto cómo buscan también el roce y el juego con las parejas de al lado, estableciendo una atmósfera de tensión sexual no sé si resuelta, pero sí de alto voltaje.

—Bienvenida al cuarto oscuro. Es el mejor sitio para comenzar el calentamiento. Aquí las parejas se rozan, se tocan, comienzan a interactuar… Pero tú tranquila, solo vamos a echar un vistazo —me susurra al oído Marcos. Él intenta tranquilizarme, pero al acercar su boca a mi oído, me pone la piel de gallina. Mis sensaciones están ya tan mezcladas que no sé si es por el miedo o por cierta excitación.

—Pues a mí no me gusta nada —tercia Vero—. En cuanto entro tengo miles de manos sobándome.

—Eso te pasa por ser tan irresistible —bromea Marcos.

—Claro, en cambio a ti esta parte te encanta, que eres un pulpo.

Nos adentramos los tres, haciéndonos hueco entre las parejas, que parecen recibirnos de forma positiva. Observo que el cuarto oscuro tiene una especie de ventana abierta que da a una sala más grande donde, ante mis ojos, se representa una verdadera orgía. De pronto noto el tacto de una mano sobre mi pierna que lentamente sube hacia mi culo. Giro la cabeza y compruebo que no pertenece ni a Marcos ni a Vero. La escasísima luz me permite distinguir que se trata de un hombre de unos cincuenta años situado a mi lado. La mujer que hay junto a él, supongo que su pareja, permanece como a la espera y me acaricia también tímida y brevemente. Yo estoy rígida como un poste de la luz. No me atrevo ni a moverme.

—Si no te gusta y no quieres seguir, retírale la mano —me dice Marcos al oído.

Y eso hago. Él no me atrae nada. No es por la edad. Aunque hubiese venido el mismísimo Brad Pitt lo habría rechazado también. El hombre deja de tocarme de inmediato y se aparta un poco. Me empiezo a sentir agobiada y salgo apresuradamente del cuarto oscuro. Marcos y Vero me siguen. Necesito respirar.

—Vamos a la barra, que estaremos más tranquilos —propone Marcos.

Una vez en la barra, comienzo a volver en mí. Intento asimilar todo lo que acabo de ver.

—Hay una especie de código no escrito en el mundo liberal: si alguien te empieza a tocar y a ti no te gusta, con apartarle la mano suavemente ya se entiende que no te apetece hacer nada. Pero si correspondes o te dejas hacer, se interpreta como un sí. Si en cualquier momento no estás a gusto o no te apetece, lo das a entender y listo.

—O se lo dices con un poco de tacto —añade Vero—. La gente es muy respetuosa y no te molestará. Hombre, alguno o alguna se puede colar, pero no es lo habitual. A mí alguna vez me ha pasado y les he parado los pies rápido.

—Sí, como el del finde pasado. Pero era un tío que iba bebido y que, se notaba a la legua, no era del mundo liberal. Es de esos que se creen que esto es poco menos que un puticlub. Tony, el relaciones de aquí, acabó echándolo porque también molestó a una pareja —me explica Marcos—. Junto a Sandra, son los que van dando vueltas por el local, comprobando que todo está en orden. Son majísimos.

—Pero vamos, son casos aislados, en el mundo liberal encontrarás respeto y educación, es lo mínimo, como en todas partes —dice Vero.

—Estoy hecha un manojo de nervios. Me voy a pedir un copazo y que salga el sol por Antequera —digo como en broma pero muy en serio.

—Es que ya nos vale traerte aquí. Perdónanos —se disculpa Marcos.

—No, de verdad, si me está pareciendo una experiencia realmente interesante. Ya soy mayorcita. Si no quisiera, no habría entrado. Solo que así de primeras es todo un poco fuerte.

—Tú tranquila, y cuando quieras nos vamos, no hay problema.

—No, si estoy bien, de verdad. No todos los días se vive una experiencia así.

Me pido un gin tonic sin poder dejar de pensar en la resaca de mañana y noto que mi cabeza, aparte de encontrarse embotada por el alcohol, no para de reproducir cada una de las imágenes que acabo de observar. Tengo ganas de salir y respirar el aire de la calle, pero por otra parte hay algo en mí que me impulsa a quedarme. «Me tomo la copa y me marcho», me digo.

Una pareja llega desde el interior y se acoda en la barra cerca de nosotros. Visten toallas y chanclas, pero con cierta elegancia innata que los hace distintos del resto incluso así. Ella debe tener unos treinta, rubia, pelo liso y bastante guapa. La pequeña prenda le tapa unos pechos prominentes y deja ver unas piernas fuertes, bien torneadas. Él, de edad parecida o quizá algo mayor, sin tener un tipazo posee un cuerpo bien proporcionado, pero lo que más resalta son sus manos. Tiene las manos más bonitas que he visto nunca. Debo de ser muy descarada, porque se percatan de que llevo un rato mirándolos y sonríen. ¡Ay, madre, que se acercan!

—Hola.

—Hola.

Se sientan a nuestro lado en la barra y piden dos consumiciones.

—¿Es la primera vez que vienes? —me preguntan. Él tiene acento extranjero, del centro de Europa.

—¿Tanto se me nota? Estoy bastante nerviosa.

—Me llamo Günter y ella Cristina —nos presentamos todos. Marcos y Vero están tan tranquilos, pero yo estoy a punto de saltar de mi asiento y salir corriendo.

—La primera vez que vinimos yo también estaba muy nerviosa, y hasta asustada —confiesa Cristina—. Y de hecho salí prácticamente huyendo de aquí. Me dijo que me iba a dar una sorpresa por mi cumpleaños y yo, tonta de mí, pensé que era un local de boys.

—Y había boys, ¿no? Y girls. Soy alemán y me aproveché de que en aquella época casi no sabía español —le dice mientras le sonríe a su chica—. Es que si no la traigo engañada no hubiera venido nunca. —Entre su acento y sus anticuadas gafas redondas, Günter tiene un aire de intelectual desgarbado bastante gracioso.

—Yo estoy ahora mismo como en una película. Estoy alucinando.

—Mira, aquí cada uno hace lo que quiere y nadie te juzga. A mí me gusta venir porque se respira una libertad total. Más que el sexo, que me encanta, lo que me gusta es eso, la sensación de desinhibición, de libertad, de vivir la vida sin ataduras ni prejuicios. —Günter habla con mucha seguridad, sentando cátedra en cada palabra que pronuncia—. Muchas veces venimos y no tenemos sexo con nadie, nos tomamos algo, charlamos, conocemos gente, y ya está. Y eso que venimos desde un pueblecito de Soria.

—Tú estate tranquila, Zoe. Nosotros al principio no hacíamos nada. Veníamos, nos tomábamos nuestra copa, dábamos una vuelta, mirábamos… Al tercer día lo hicimos pero entre nosotros, en un reservado y cerraditos —añade Cristina.

—Yo también empecé así —tercia Vero, que le lanza alguna mirada pícara de vez en cuando a Günter. Marcos permanece muy callado para lo que es él y no me quita ojo.

—Me acuerdo del día siguiente al que vinimos aquí por primera vez. Estábamos cachondos perdidos. Teníamos tantas imágenes de cuerpos, de sexo, en la cabeza que, aunque no habíamos hecho nada, estábamos cardíacos. Nos tiramos todo el domingo follando —recuerda Günter mirando con complicidad a Cristina.

—Sí —corrobora ella sonriendo y arqueando las cejas—. No fuimos ni a comer a casa de mis padres. Menudo cabreo se pillaron.

—Es la mejor forma de hacer dieta, y encima te libras de los suegros. —Marcos se une a la conversación. Todos reímos.

Comenzamos a charlar animadamente los cinco. Al principio la conversación discurre sobre sexo, locales de intercambio, experiencias…, pero luego acaba derivando en otros temas, como los programas de televisión, la vida en Alemania, la política y la historia de cómo acabó Günter en España.

Miro el reloj que hay colgado en la pared encima de la barra y veo que se me han pasado tres cuartos de hora volando. Son encantadores. Mis nervios han desaparecido y me siento extrañamente más cómoda.

—¿Damos una vuelta por dentro? —La proposición de Vero abre de nuevo la espita de la aventura. Todos me miran.

—Va… le —balbuceo.

Nos adentramos los cinco de nuevo en la selva del deseo. Si antes eran unas cuantas parejas las que practicaban sexo a nuestro alrededor, ahora todo el local está en plena ebullición. Felaciones, penetraciones, tríos y pequeñas orgías inundan de jadeos, gemidos y hasta gritos todo el recorrido. Cristina y Günter caminan abriendo el paso, divertidos, y Vero y Marcos les siguen. Yo cierro el grupo como un corderillo asustado que no quiere separarse del rebaño aunque le estuviesen guiando a la mismísima guarida del lobo.

—Hay un reservado libre aquí a la izquierda, ¿nos sentamos un rato? —propone Cristina.

—Nosotros vamos a ponernos las toallas. Después del concierto me apetece ponerme cómodo. Y no descarto un bañito. Esperadnos aquí y ahora venimos —dice Marcos, demasiado práctico.

—Yo me quedo con ellos, que lo de la toalla igual es demasiado para mi primer día, prefiero observar —les digo.

—De acuerdo, guapa. Ahora venimos. —Vero me planta de repente un pico que me sorprende y me relaja a la vez. Lo cierto es que estos dos me van a dejar prácticamente sola en mitad de un ambiente desconocido.

—Ahora mismo venimos. ¡Cuidádnosla bien! Será un minuto —dice Marcos, que me lanza una mirada que intenta ser tranquilizadora.

Cuando desaparecen por el laberinto de estancias, una sensación se apodera de mí. Es increíble, pero experimento el mismo sentimiento de abandono que tuve de pequeña cuando mis padres me dejaron en el campamento de verano la primera vez. ¡Si solo conozco a Vero y Marcos de unas horas!

Günter, Cristina y yo nos sentamos y trato de retomar la conversación en el punto donde la dejamos, aunque la verdad es que no resulta fácil, con una escena en el espacio de enfrente de una pareja follando cada vez con más ganas.

Cristina y Günter se dan cuenta de que estoy en tensión y me dicen que no tengo por qué, que «aquí solo se viene a pasarlo bien». Me comentan un par de cosas sobre el local y yo no aparto la vista de ellos. Me da vergüenza mirar a mi alrededor.

Comienza a sonar uno de mis temas favoritos de Depeche Mode, «In my room». La música otra vez a mi rescate. Me relajo un poquito. Cristina y Günter me cuentan una historia divertida sobre una vez que les dio por hacerlo en un ascensor en Alemania y al final se quedaron encerrados.

—¡La tecnología alemana no es tan fiable, Zoe! —me dice Cristina.

No puedo dejar de reírme con la anécdota y comienzo a sentirme mejor.

Mis acompañantes intercambian algunas tímidas caricias con dulzura y cierta inocencia, pero de pronto la toalla de él deja entrever una erección más que respetable. ¡Caramba con la tecnología alemana! Cuando quiero darme cuenta, Cristina comienza a masajear por encima el duro miembro de su pareja y a mí me entran los nervios otra vez. Creo que en cierto modo están disfrutando viendo cómo a una inocente criaturita como yo se le agarrotan los músculos del apuro.

—¡Ya estamos aquí! —la voz de Marcos me llega como un regalo.

—No habéis tardado nada.

—No queríamos que os escapaseis. —Vero revuelve cariñosamente el pelo de Günter—. ¡Tienes unos bucles muy graciosos, alemancito!

—¡Y otras cosas! —le responde Günter mientras acaricia su pierna.

Lo que comienza como un gesto cariñoso se vuelve más comprometido al ir subiendo por la pantorrilla y perderse debajo de la toalla de Vero. Esta, que parece agradablemente sorprendida, se deja hacer ante la mirada de Cristina, que comienza también a acariciarla.

—Que te comen, Vero —dice risueño Marcos.

—Sí, por favor —responde mientras ella busca también la entrepierna del alemán.

Se ha desatado la acción de golpe y yo no sé dónde meterme. Esta gente está loquísima. Aunque se lo pasa genial, no hay duda.

Marcos permanece a mi lado, quieto, sin participar, atento a cómo me encuentro. Todo esto es muy fuerte para mí, no sé qué hacer ni cómo debo comportarme. Estoy out.

—Ven, dejemos a estos. Te enseñaré un lugar secreto.

Marcos acude en mi auxilio en el momento justo, me coge de la mano y me conduce entre los cuerpos entrelazados que se entregan a ambos lados del pasillo. Atrás dejamos a nuestros tres amigos, que, ocupados ahora en devorarse mutuamente, casi ni se han enterado de nuestra ausencia. Todo el local parece una escena de El jardín de las delicias del Bosco y, en medio de todo este desenfreno, nosotros nos dirigimos hacia un pequeño alto justo detrás del jacuzzi, una minúscula zona resguardada del resto desde la que se divisa gran parte del local y que antes me había pasado completamente desapercibida.

—Aquí estaremos tranquilos y podremos charlar sin tanto lío alrededor. Es un sitio en el que no repara nadie.

Y es verdad. De pronto, en el maremágnum de lujuria y éxtasis, este rinconcito aparece como una pequeña isla que alguien hubiese construido solo para nosotros dos. Por si fuera poco empieza a sonar «Pictures of You» de The Cure, una de mis canciones favoritas de todos los tiempos. Vuelvo a respirar con cierta normalidad.

—¿Qué te parece todo esto? Igual te hemos asustado, perdona. Y a estos ya les vale, les ha entrado el calentón y no han reparado en que tú estás con la L.

—Qué va. Ya te digo que me está pareciendo una experiencia interesante. Creo que es algo que todo el mundo debería ver al menos una vez en la vida —intento hacerme la valiente. No quiero que el chico que me gusta piense que soy una meapilas.

—Como ir a La Meca, ¿no?

—O a Cuenca —contesto riendo—, porque aquí veo a mucha gente mirando para allá.

Marcos ríe también, mostrándome unos dientes perfectos. Tiene unos labios gruesos, bien perfilados, y la barbita de tres o cuatro días le sienta fenomenal. Ahora que viste solo una toalla me doy cuenta de que tiene un torso muy bonito, con apenas vello y sin un solo tatuaje. Sus piernas son atléticas, perfectas.

—Veo que te gusta la sencillez: ni piercings ni pendientes ni tatuajes… —le digo.

—Pues sí, en eso soy virgen todavía. Supongo que aún no he encontrado ningún motivo que merezca la pena. Ya sabes, si lo que vas a decir no es mejor que el silencio, no lo digas. Pues si lo que vas a escribir o grabar tampoco es mejor que la superficie desnuda de tu piel, con más razón, ¿no? Supongo que algún día encontraré algo que me motive —dice mirándome a los ojos—. ¿Tú tienes alguno?

—Yo sí. —Me levanto un poco el pantalón (madre mía, la mitad de la gente desnuda y yo aquí tapada de arriba abajo) y le muestro la sencilla flor que decora mi tobillo. De pronto me doy cuenta de que es un tatuaje realmente insípido y vulgar, igual a cientos, y me da cierta vergüenza enseñárselo—. Ya ves que no soy muy original.

—Es bonito. A mí me gusta. Un tobillo muy bonito. Y el tatuaje también —afirma condescendiente. Por lo poco que lo conozco, Marcos parece la típica persona que nunca tiene una palabra desagradable en la boca. Esa gente suele ser muy zalamera y puede que falsa, ¿o será simplemente un encanto? Ojalá me conceda tiempo para averiguarlo.

—A lo mejor un día nos hacemos uno juntos —me dice, por si no me había quedado claro el significado de la mirada anterior.

—Sí, nos podemos tatuar una orgía o algo parecido —bromeo. Aunque embobada con él y en un ambiente que no es el mío, todavía mantengo algunas de mis defensas naturales. Que se lo curre un poquito.

—No, que yo soy un chico muy serio.

—Sí, ¡tienes un aspecto de serio con esa toalla y esas chanclas!

—¿Me la quito?

—Noooo. —Le agarro las manos riendo. Él coge las mías y nos quedamos mirando como dos bobos, sin saber qué decir. Tiene la mirada más limpia que he visto en mi vida. Transcurren los segundos. No nos soltamos. Supongo que debería besarme. O yo a él. En lugar de eso, y como ya sabemos que soy especialista en huir, le pregunto—: ¿Llevas mucho tiempo viniendo a estos sitios?

—Dices «estos sitios» como si fueran antros de perdición. Si solo se hace un poco de expresión corporal y a veces hasta se reparte algo de cariño…

—Ya, ya, ya veo… Aquí la gente es de lo más cariñosa.

—Oye, que de aquí han salido muchas parejas, y hasta matrimonios. También se han deshecho algunos.

—¿Tú cómo empezaste?

—A ver, te cuento. La primera vez que fui a un local de intercambio fue hace diez años. Yo vivía en Sevilla. Eran los tiempos de la prehistoria de Internet. La época del Messenger y los chats. Pues conocí a una mujer de Sevilla, Lola, en Hispachat. Me dio su teléfono y me dijo que me llevaría a un sitio diferente. ¡Y tan diferente! Me llevó al Sueños, un local liberal. Mi primer local. Ese día encima había fiesta romana y tenías que cambiar tu ropa por una especie de toga que te daban. Si me ves, yo ahí, disfrazado, sin tener ni idea de qué iba la cosa, viendo a la gente despendolada a mi alrededor…

—Pobrecito —le digo mientras bromeo poniendo cara de puchero.

—Pues sí, no te creas. Yo al principio también estaba asustado como tú y me esperaba algo así como una peli de David Lynch, pero el ambiente era como el de cualquier pub un sábado por la noche, solo que de romanos cachondos, jajaja. Además la mujer se conocía a toda la parroquia. ¡Llevaba ocho años yendo! Enseguida me presentó a un montón de gente, y bueno, ese día, al principio ni me empalmaba de lo nervioso y fuera de lugar que estaba, pero al final me lo pasé muy bien con una chica muy maja, y luego con otra amiga suya…

—Vale, vale, no hace falta que entres en detalles. —Curiosa esa sinceridad con lo de «ni me empalmaba». No todos los chicos reconocen algo así, aunque haya sido algo puntual. La mirada de Marcos parece bucear ahora en el pasado.

—Hace poco la llamé para saber de ella y seguía tan simpática como siempre. Es una tía fantástica, vitalista a tope. Y muy buena gente. Si la ves por la calle no te la imaginarías en un local liberal, es la típica maruja andaluza… De hecho, me dijo que estuvo felizmente casada más de veinte años y que siempre le fue fiel a su marido, y que no tenía ni idea de que existían estas cosas.

—Vaya, ¿y cómo lo descubrió?

—Por un amigo que hizo en un chat también.

—Internet ha sido la perdición.

—Y tanto, una revolución sexual, como la píldora en los sesenta, mucho más diría yo.

—¿Y la volviste a ver más veces?

—Sí. Después de esa primera vez volví a quedar con ella varias veces más, pero luego me eché novia «vertical» y dejé el mundo liberal.

—¿Vertical? ¿Iba todo el día recta o qué?

—No. —Marcos se troncha de risa con mi ocurrencia—. En el mundillo liberal llamamos «verticales» a las personas o relaciones normales por así decirlo, que no tienen nada que ver con el mundo swinger. Y los «horizontales» somos nosotros. Por ejemplo, si una quedada es vertical, es como cualquier quedada de un grupo de personas. Si es horizontal, es una quedada swinger.

—No te acostarás sin saber una cosa más. La noche está siendo instructiva y todo. ¿Y dónde está ahora esa chica vertical que te retiró del mundo del vicio y el pecado?

—Estuvimos juntos cinco años, pero al final lo dejamos. Nos llevábamos muy bien, pero a mí se me fue la magia… Y yo no soy de esas personas que sigue en una relación por seguir.

—Te entiendo. Yo dejé a mi chico por algo que ahora mismo en este sitio parecerá una tontería: por ponerme los cuernos.

—No confundamos. —Se pone serio por primera vez—. Una cosa es que vengas aquí con tu pareja de mutuo acuerdo y otra muy distinta es engañarla y hacer cosas a sus espaldas. No es lo mismo ser fiel que leal. Se puede ser infiel pero leal a tu pareja.

—Supongo. En su caso no era ni fiel ni leal. Tenía una doble relación.

—¿Llevabais mucho juntos?

—Mucho, y no sé si todavía lo he superado. No ha pasado demasiado tiempo. —Me dieron ganas de decirle que precisamente con él habían vuelto mis ganas de sentir, de vivir.

—Lo siento. Yo antes creía en la teoría de la media naranja, ya sabes, eso tan bonito de que hay otra persona en algún lugar, un alma gemela y única que es perfecta para cada uno de nosotros. Con el tiempo te das cuenta de que si eso fuera cierto, ¿por qué la gente la encuentra tan fácilmente en su vecino, en su compañera de trabajo o en la persona que se sentaba enfrente suya en la biblioteca? ¡Qué casualidad que esa persona tan única y especial siempre esté al lado y no en la otra parte del planeta!

»Comprendes que cada uno tenemos unas afinidades y un modelo con el que encajamos, y que hay muchas personas que se adecúan, aunque a nosotros nos parezcan únicas y difíciles de encontrar. A lo largo de nuestra vida casi todo el mundo las encuentra y es feliz, al menos durante un tiempo. Incluso con varias personas distintas. Y puede que hasta de forma simultánea.

—¿Tú has encontrado a esa persona alguna vez?

—La verdad es que no. Pero tiene que estar al caer. —Sonríe—. Por estadística y probabilidad ya me toca, ¿no crees? —dice mientras me mira con toda la intención.

De pronto me distraigo con una pareja realmente espléndida que acaba de despojarse de sus toallas y se ha introducido en el jacuzzi justo enfrente de nosotros. Sus cuerpos, completamente depilados, son tan atléticos y armoniosos que no parecen reales.

—¡Qué par de guapos!, ¿no? —comento.

—Ah, sí. Estuve con ellos una vez.

—¿En serio? ¿Estuviste de «estar»?

—Sí, hace unas semanas. Muy majos.

—O sea, que te los has… follado, vamos.

—Sí. Y estuvo bastante bien.

—¿Y ahora ni los saludas ni nada?

—No sé si se acordarán. Luego les digo algo si quieres. Estuvimos solo un rato, y había más gente.

—¿Cómo que no sabes si se acordarán, tan malo eres en la cama?

Marcos ríe y contesta:

—Dicen que no, pero cuando has estado con tanta gente, en este mundillo, a veces ves una cara y no la relacionas. Muchas veces intercambias un fugaz momento de sexo y nada más.

»El otro día me crucé con una chica en un local y nos quedamos mirándonos. Me sonaba su cara, y a ella la mía también. Sabía que la conocía de algo. Al cabo de un minuto recordé: ¡habíamos estado follando en una fiesta hace dos años! La saludé, charlamos un poco y nos reímos de la situación, porque a ella le había pasado lo mismo.

—De verdad, empiezo a sospechar que tú en la cama…

—Bueno, eso es como el fútbol: donde hay que hablar es en el campo.

—¿No te parece un poco frío todo esto? Hablas de tener relaciones íntimas como de cambiarse de camiseta.

—Yo creo que le damos demasiada importancia al sexo. No digo que no la tenga, es una actividad estupenda, pero es eso, ni más ni menos: una actividad. Si lo juntas con amor, es lo más maravilloso del mundo. Pero el sexo por el sexo, en su justa medida, también está bien: es divertido. Es como todo, con amor, o con cariño al menos, es mucho mejor. De hecho, yo siempre que estoy con alguien en la cama, me doy un poquito, me entrego un poco, le dejo parte de mí. En ese momento esa persona es lo más importante para mí. Como digo yo, «las cosas con afecto hacen más efecto». No sé si me explico.

—Más o menos —le digo, pero mi cara parece revelar lo contrario—. No sé, supongo que yo, igual que la mayoría de la gente, para acostarme con alguien o tener un rollo, no necesito que esa persona sea el amor de mi vida. En eso estoy de acuerdo contigo. Pero tengo que haber hablado antes con él, conocerle un poco, que me guste. Es que aquí veo que sin conocerse de nada e incluso sin hablar ni una palabra mucha gente se lía. Y yo no creo que pudiera hacer eso.

—Bueno, para eso está la zona de la barra. Para charlar y conocerte. De hecho, muchas parejas lo prefieren así, conocen antes a la otra pareja tomando algo y si hay feeling ya pasan al sexo. Otras son más directas… y, bueno, ya ves la que se monta en la sala de orgías…

—Vosotros sois de los directos, ¿no?

—Depende. A mí me gusta más charlar primero y conocer a la otra persona. Pero a veces, si estás metido en medio de una orgía, por ejemplo, o simplemente te cruzas en el pasillo y hay una atracción… brutal, te dejas llevar y surge el sexo sin una sola palabra.

»Ahora te resultará extraño comprenderlo, pero cuando llevas un tiempo en este mundo al final te lanzas sin miedo. Es como aprender a nadar. Al final muchas veces te lanzas de cabeza, sin probar ni siquiera si el agua está fría. ¿Qué hay de malo en disfrutar y hacer disfrutar? De todas formas me encanta conocer a la gente, charlar, ya sea antes o después del sexo, porque…

—¡Qué pareja más rara, ese tío barrigón y tan mayor con esa chica morena! —le corto. Desde nuestra atalaya observo de forma privilegiada a la concurrencia y me han llamado la atención.

—Los conozco a los dos. A veces hay hombres que pagan a prostitutas para entrar en el local. En Internet hay chicas que se ofrecen. Yo he visto anuncios por doscientos y trescientos euros. Es un poco patético. Este hombre es un clásico de aquí y suele venir acompañado de alguna chica de pago. Él mismo me lo confesó sin ningún rubor. Afortunadamente no es lo habitual.

—Me tenía que haber traído una cámara y haber realizado un reportaje para la Milá.

—No te habrían dejado. Si te ven con el móvil encendido grabando o haciendo fotos, te echan, claro. Llevo años yendo a locales y nunca he visto a nadie intentando hacer fotos o vídeos.

—Imagínate, lo que me faltaba, que para un día que vengo…

—Pero si estás tapada hasta las orejas —me pica riéndose.

—¿Sabes?, aunque me traigas a estos sitios de perversión y te pongas a lucir look playero antes de temporada, me siento a gusto contigo. Me gusta cómo hablamos, no sé, es como si te conociera de antes. Me haces estar cómoda. Incluso aquí.

—A mí también me encanta estar contigo. —Se acerca un poco más a mí y me dice—: Si estuviésemos en otro sitio ya habría intentado besarte.

—¿Ah? ¿Ahora te has vuelto tímido? Yo que pensaba que eras un macho alfa…

—Un macho alfalfa más bien… No, pero no quiero que nuestro primer beso sea aquí.

—¿Y quién dice que va a haber un primer beso?

—Yo, porque te lo robaré. Será un beso robado. Sin avisar. Un segundo ya no sé si habrá, pero del primero me encargo yo.

—Llamaré a la policía.

—¿Ya estás pensando en numeritos con esposas?

—Estás fatal. Tanto ajetreo te ha hecho perder el norte —bromeo—. Y no quiero perderlo yo también. Creo que ya es hora de irme a casa.

—Quizá tengas razón. Pero… ¿y si dejamos a estos aquí y te llevo a otro lugar?

—¿Más sorpresas? Mira que no sé si mi corazón va a aguantar más esta noche… —Quiero salir del local, pero no quiero separarme de Marcos.

—Seguro que aguanta. Te miro a los ojos y veo que tienes un gran corazón, capaz de resistir muchas sorpresas. Uno fuerte, grande y bonito.

—Mientras no acabes la noche haciéndome una autopsia para comprobarlo…

—No, pero lo que no quiero es que la noche se acabe ya para nosotros. Y se me ha ocurrido de pronto que podríamos ir a un sitio realmente especial, muy diferente a este. ¿Vamos? Estos no nos echarán de menos.

—Miedo me das. ¿Es otro sitio de sexo? Que por hoy ya he tenido bastante.

—No, no tiene nada que ver. Es una idea un poco loca que se me ha ocurrido. Y solo podemos llevarla a cabo hoy, esta noche.