LUNES

«Si el amor se contara,

si el amor dibujara paisajes en mi cuerpo,

estaría bañao con tu imagen

cada surco en cada puerto».

(«Lunes», Pastora)

Otra vez lunes. De pequeña leí el mito de Sísifo, ese hombre que, debido a su astucia, enfadó a los dioses, los cuales lo condenaron a tener que empujar una gran roca colina arriba eternamente. Cuando lograba llegar a la cima, la roca volvía a caer y el pobre Sísifo tenía que volver a arrastrarla hasta la cumbre, desde donde volvía a rodar montaña abajo; así una vez tras otra.

Como Sísifo, cada lunes comienzo a empujar la semana con la esperanza de llegar al viernes. Una vez arriba, el fin de semana pasa en un suspiro y la roca vuelve a caer en el mismo punto exacto donde la dejé el lunes anterior. Intento que se me pase la mañana en la oficina de la forma más rápida posible. Es la historia mil veces repetida: las caras largas de los clientes en la caja, el mismo viejecito que viene todas las mañanas para que le des un poco de conversación y te dice siempre que te pareces a su nieta, el pesado que quiere otra cubertería… ¡Y yo que había pensado que esto de ser empleada de banca tendría glamur!

Llegan por fin las benditas tres de la tarde y salgo disparada lejos de allí, como algo ligero en un restaurante de franquicia mientras echo un vistazo al Twitter y a las cuatro ya estoy en una cafetería de la calle Arenal, de las de mesa de mármol y decoración clásica de madera. He quedado con Marcos.

Mientras le espero, observo la lluvia estrellándose en el cristal. Dibuja surcos, caminos que zigzaguean de forma vívida durante unos momentos y acaban disolviéndose en la superficie. Cada una de esas líneas me parece la vida de una persona. Al igual que esas pequeñas gotas que se alargan, llegamos, damos guerra por un momento, giramos para un sitio y para otro, estiramos nuestra existencia todo lo que podemos y, cuando llega lo inevitable, desaparecemos. Somos uno más, pero todos muy diferentes. Tenemos que dejar sitio siempre para que otras gotas vengan a estrellarse al cristal.

Continúo divagando y de pronto reconozco una figura al fondo de la calle. Me agazapo tras la ventana porque no quiero que me reconozca. Bajo un enorme paraguas y caminando a pasos pequeños y rápidos, el doctor Encinar intenta esquivar la lluvia. Entonces recuerdo que no he vuelto a ir a su consulta. Sin decirle nada y poco a poco, he sustituido la química que él me proporcionaba por la que me provoca Marcos. ¿Será verdad que no somos más que un cúmulo de reacciones?

El doctor desaparece al final de la calle, ajeno a mi mirada, y al poco tiempo por fin llega Marcos. Feliz, como siempre. Parece llevar a su alrededor todo el buen rollo del mundo, incluso los lunes de lluvia.

Se acerca, me da un beso y siento que la gotita que soy ha dado un brinco en el cristal.

—Toma, es para ti. —Abre la mano. El regalo no parece muy romántico: es una vieja chapa de una botella. Me fijo y dentro lleva pegado un trozo de cromo con la cara de un ciclista.

—¿Esto qué es, Marcos? ¿Así conquistas a las mujeres?

—Te regalo a Perico. Perico Delgado. Mi chapa favorita de cuando era pequeño. Con ella ganaba todas las carreras, era imbatible.

—¿Vamos a jugar a las chapas? Sabía que te gustaba «dar la chapa», pero no pensaba que de forma tan literal.

—¡Mira qué graciosa! El otro día vino mi madre y me trajo un viejo bote que rondaba por casa, era un bote de madera donde de pequeño guardaba mis tesoros. Hay de todo, ya te los enseñaré, pero mi tesoro más preciado era esta chapa. Hacía veinte años que no veía a Perico, me dio muchísima alegría cuando lo trajo mi madre, porque yo lo daba por perdido. Y, bueno, sé que te parecerá una chorrada, pero quiero que Perico esté contigo.

—¡Qué majo! Vale. Lo voy a cuidar de maravilla. ¿Qué come?

—Nada. Eso sí, lo tienes que sacar a correr de vez en cuando por la alfombra, o vas al parque y le dibujas unos surcos en la arena y que se haga unas curvitas, que si no se oxida.

—Vale. —Sonrío—. Me has ganado con tu chapita, la cuidaré y algún día jugarán con ella nuestros siete hijos.

—¿Solo siete?

Continuamos hablando de bobadas, sin dejar de mirarnos a los ojos y sonreír. Nuestras manos permanecen juntas y la lluvia sigue dibujando caminos en el cristal. El aroma del café nos envuelve y las conversaciones del resto de los clientes forman un ligero murmullo que compone la banda sonora ideal para la tarde. Pasan los minutos ligeros, como decía la canción de Víctor Manuel, «no existe el reloj, no tiene sentido entre tú y yo».

Todo es perfecto. No quiero separarme de él. Pero tengo que contarle una cosa.

—Marcos…, tengo que contarte algo.

—Uy, dispara.

—Este sábado quedé con Tere. Ya sabes que está un poco loca. Estuvimos toda la tarde bebiendo y por la noche, ¿sabes dónde fuimos?

—¿A atracar un banco? ¿A robar otro cuadro?

—No. —Siempre me saca una sonrisa—. A Momentos. ¿Lo conoces? —Vaya pregunta, seguro que lo conoce.

—¡Claro! ¡Genial! ¡Qué sorpresa! ¿Y qué tal lo pasasteis?

—Muy bien. Demasiado bien. Conocimos a Sandra, una travesti muy maja.

—¡Sandra! ¡Sí, es amiga mía! Una tía estupenda. Es parte de Momentos, está todos los días. Es un encanto de persona.

No parece molesto, todo lo contrario. Lo noto contento, feliz porque comparto su mundo. Un mundo sórdido para mucha gente. Pero tengo más cosas que contarle.

—También conocimos a un chico: Alberto. —Noto que Marcos me mira con atención, pero no descubro rastro de celos en su mirada.

—Muy bien. ¿Era majo?

—Sí, muy agradable. Bueno, lo que quería contarte es que…, yo sé cuál es tu forma de pensar y cómo concibes el sexo…, y bueno, me sentí atraída por él, y yo no quiero ocultarte nada. Te lo voy a decir directamente: acabé haciéndolo con él. —Observo sus ojos, que mantienen la misma tranquila expresión. No quiero perderlo, pero tampoco quiero mentirle.

—Pues muy bien, perfecto. —Me sonríe—. En serio, me parece genial. Si eso es lo que hemos hablado. ¡Así concibo yo el mundo!

—¿No estás celoso? ¿Te parece bien?

—Claro que no estoy celoso. De verdad que me parece perfecto. Ya sabes que yo solo entiendo las relaciones con total libertad. ¿Por qué iba a sentarme mal que disfrutaras? Saliste un sábado, lo pasaste genial y ya está.

—Sí, pero me siento un poco culpable y tenía miedo de contártelo, aunque a la vez creo que no hice nada malo. ¿De verdad que no te molesta? ¿Ni un poquito?

—Claro que no. Es normal que te cueste un poco asimilarlo, tenemos grabada a fuego la educación que recibimos, no solo a través de nuestros padres sino de nuestros maestros, las películas, la religión, la tele… Ya lo hemos hablado. De verdad que me parece bien. Es más, me alegro.

—Fue solo sexo. Buen sexo, sin más. Ni siquiera nos pedimos los teléfonos y el chico ni me va ni me viene.

—Lo sé. En serio, me alegro de que veas las cosas como yo. ¡El mundo es muy grande y tú y yo vamos a recorrerlo juntos!

Parece sincero. Su mirada me dice que todo está bien. No acabo de creérmelo.

—A ver si es que te da igual porque pasas de mí… —le pincho.

—Oye, que yo a Perico no lo dejo en manos de cualquiera.