EL DOCTOR ENCINAR

Aquí estoy yo, en la consulta del psiquiatra. Es mi tercera visita.

He llegado puntual, como es habitual en mí. Para ello solo he perdido para siempre al único chico que me había gustado un poquito después de Javi. Pero, bueno, así soy yo.

Arrellanada en el sillón de la sala de espera, escudriño a los otros pacientes en busca de qué tara les ha podido traer hasta aquí. No es que me importe demasiado, pero me parece una buena forma de matar el tiempo antes de que el tiempo me mate a mí.

A mi derecha se sienta una señora mayor, elegantemente vestida. Observa fijamente un cuadro de la pared que no puede ser más anodino, uno de esos que parecen pintados para pasar sin pena ni gloria en la consulta de algún especialista. Los dedos de su mano derecha tamborilean nerviosamente sobre una mesita propia de los años setenta, pero por lo demás, no hay nada en esa mujer que me revele la fobia o problema mental que le ha obligado a venir. ¿Ansiedad, quizá? Una respuesta demasiado fácil. Además, ¿la gente de su edad tiene ansiedad? Si se supone que ya deben estar de vuelta de todo.

A mi izquierda se encuentra una pareja de unos cuarenta. Los observo durante un rato y no puedo determinar si los dos son pacientes o el otro es su acompañante. Son la viva imagen de la normalidad. Todo el mundo en esta sala es la viva imagen de la normalidad, o al menos se esfuerzan por aparentarlo. Al fin y al cabo, ¿qué es nuestra sociedad sino un continuo esfuerzo por aparentar ser normales, por integrarnos, por intentar ser uno más en un entorno que enseguida castiga al diferente?

Me estoy poniendo demasiado profunda. La música tampoco me ayuda a pensar en temas más frívolos. En el hilo musical suena enterito para mi sorpresa el Valtari de Sigur Rós. Así que tengo un psiquiatra que, a pesar de que debe rondar los setenta años, es todo un moderno y con buen gusto.

«Zoe Jiménez», escucho a la enfermera. Es mi turno. Mi nombre ya figura entre el de los locos. O no. Hoy en día te recetan antidepresivos hasta para dejar de fumar. Traspaso la puerta de la consulta, donde el doctor Encinar me recibe de pie, erguido sobre el poso de respetabilidad que le otorgan su bata blanca y sus muchos años de medicina. Me tiende una mano firme pero amable y me acompaña hasta su mesa, donde el retrato de una bella mujer de mediana edad junto a dos adolescentes parece el anuncio perfecto de una compañía de seguros.

—Buenos días, Zoe, siéntese. ¿Cómo se encuentra?

—Pues, por primera vez en todo este tiempo, empiezo a estar más animada. Esta mañana tenía ganas de vivir y todo. —Mientras digo esto tengo la misma sensación que una niña pequeña cuando la sacan a la pizarra.

—Eso está bien. Se nota que ya le está haciendo efecto la medicación.

—¿Insinúa que para tener ganas de vivir hay que estar medicado?

—No, mujer, no. Pero en su caso, tras una pérdida, una ruptura, y todavía atravesando el periodo de duelo emocional, la medicación ayuda. De todas formas, como le dije, esto es temporal y en unos meses le habremos retirado toda esta ayuda química. Digamos que usted ha sufrido una herida y mientras sigue abierta y operamos para cerrarla, necesitamos un poco de anestesia emocional.

—Me surge una duda, doctor. Comienzo a sentirme mucho mejor, y la medicación no solo me ayuda a estar más animada, sino que hace que los problemas no me parezcan tan importantes y que tenga mucha más seguridad en mí misma que nunca. Además me relaciono mejor, me noto más simpática y he descubierto que la gente ya no puede herirme como antes. Mi pregunta es si luego la medicación es muy difícil de dejar. Porque creo que me está gustando más esta nueva versión, digamos 2.0, de mí misma y puede que me dé pereza abandonarla.

—Es cierto que usted debe sentirse mejor a todos los niveles con la medicación pero, salvo casos crónicos que no es el suyo ni mucho menos, no es aconsejable mantenerla más de lo recomendable. Le confesaré un secreto: yo mismo he tomado medicación durante alguna etapa difícil de mi vida. ¿Sorprendida? ¿Pensaba que los médicos no íbamos al médico? ¿O que los curas no se confiesan?

»Y es verdad que luego uno es renuente a desprenderse de esa ayuda química, de esa escafandra que parece protegernos de los sinsabores de la vida y limitar sus daños emocionales. Sin embargo, solo tenemos una vida, y usted es la que decide cómo la quiere vivir: ¿con o sin anestesia? Con anestesia usted sufrirá menos, pero también la vivirá menos intensamente. A todos los niveles. La elección es suya y estoy seguro de que sabe elegir.

—¿Y si la abandono ya? Me da miedo engancharme, como le digo. Y me encuentro bastante bien.

El doctor entrelaza sus manos, clava sus codos en la mesa, noto cómo sus vivos ojillos azules me escudriñan detrás de sus gafas, y contesta:

—Calma. Si usted ha venido aquí es por algo. Las prisas no son buenas, ni hacia una dirección ni hacia la otra. Como vemos, la medicación le está ayudando. En un plazo no muy largo iremos retirándola poco a poco sin ningún problema. No se preocupe.

—De acuerdo, doctor. Como usted diga.

—Ya verá cómo todo va ir bien. Venga a verme dentro de un mes y valoramos de nuevo su situación. Seguro que para entonces hemos progresado mucho.

Me extiende un papel con su prescripción, me tiende la mano y eso es todo. Echo una rápida ojeada a mis compañeros de salita antes de irme y me los imagino como aquella troupe: el hombre de hojalata, el espantapájaros y el león que acudían con Dorothy, que en este caso habría roto con su novio y sería yo, a ver al Mago de Oz, que ahora lleva una bata blanca y dispensa pastillas.

Ana, la secretaria del doctor, me extiende el doble de recetas de las que necesito «por si acaso, cariño», y yo estoy a punto de preguntarle si también se mete, pero opto por la cordura, le dedico una sonrisa y me despido.

Cuando salgo a la calle camino de la farmacia de la esquina en busca de la droga legal, vuelvo a conectar la música de mi móvil e inevitablemente me viene Marcos a la cabeza. ¿No me basta con tener que superar una ruptura, sino que ahora también tengo que añadirle la añoranza de un desconocido con el que apenas he intercambiado cuatro palabras? Acelero el paso en busca de la cruz verde que señala el dispensario de la bendita medicación.