27 de abril de 1934

Ya todo arreglado, fui con el corazón palpitante a la mansión palaciega de Rebecca West. Cuando bajé del alto taxi londinense, el portero me puso una alfombra a los pies, como si bajara de la giba de un camello.

Salón estilo Imperio. Majestuoso y frío, con ventanales abalconados sobre Londres.

Rebecca West entra en coup de vent, ágil, ojos centelleantes.

—¡Oh, pareces una princesa rumana! —me dice.

Me bombardea con preguntas mientras nos sentamos delante de una chimenea con fuego eléctrico. Qué ojos tan brillantes e inteligentes de cervatillo. Pola Negri sin belleza y con dentadura inglesa, atormentada, con voz atiplada y forzada que hace daño al oído. Sólo coincidimos en dos aspectos, inteligencia y humanidad. Me gusta su redondeado cuerpo de matrona. Pero no hay nada oscuro en ella. Está desasosegada. La intimido. Se excusa por el desorden de sus cabellos, por estar cansada.

Almuerzo formal, elegante, con su hijo de diecinueve años. Estoy un poco incómoda por la atmósfera encaustique y de grand monde, que yo aborrezco. Aun así, cuando Rebecca habla, es real. Cuando no habla, brilla difusamente, zorra y madre de manos terrosas, vestida en un tono equivocado de verde, en una casa bellamente decorada que no refleja un alma particularmente individual.

Expongo mi misión. Hablo de los libros de Henry.

Rebecca empieza por invitarme a cenar para que conozca gente, un editor americano, un dramaturgo inglés, la sobrina de Somerset Maugham.

Cuando llego, Rebecca me parece una suntuosa mujer renacentista, con su vestido de terciopelo negro y guirnaldas de plata, y sus prominentes senos asomando por el escote cuadrado. Al levantarse, deja caer su pañuelo delante de mí y dice: «Dejo caer mi pañuelo delante de ti. Es un homenaje que te hago, ¿verdad?».

Esta vez el fuego de la chimenea es real. Las otras dos mujeres son muy decorativas. Es la sobrina de Maugham, y no Rebecca West, la que habla sin parar, jovial, vertiginosa, con ojos maliciosos y boca de fruta. Me encanta su vivacidad y me dedica su burbujeante atención. La charla es refinada, llena de frases despreocupadas como «sabesrealmente-no-me-importa-de-una-manera-u-otra», que yo tanto detesto, pero esa noche me gustó todo, como me gustaron el helado de color rosa y las galletas del mismo color, sabedora de que el color rosa formaba parte de la decoración y no añadía nada a las vitaminas. Rebecca West piensa y actúa como yo antes de conocer a Rank, un poco abstraída, un poco incómoda, queriendo brillar exclusivamente, pero aún tímida en el fondo para conseguirlo, nerviosa y hablando bastante menos bien de como escribe. Sentí una gran simpatía por ella, aunque no pude mostrársela, porque, una vez, cuando le dije: «No, no vendré a verte inmediatamente después de tu visita al dentista para sacarte una muela, porque estarás cansada», torció el gesto, se tocó el cabello en un ademán desvalido y contestó: «¿Tan mal aspecto te parece que tengo?».

Telefoneó a su agente, el señor Peters. Telefoneó a Jonathan Cape. Llevé los manuscritos a Peters. Ella no tenía tiempo de leerlos.

Hoy pasaré la tarde con ella. Luego, tendré que irme, porque mi acopio de coraje está disminuyendo. Estar sola en Londres (no quiero ver a nadie que no me interese realmente). Comer sola. Todo eso me duele un poco. Los hombres me persiguen con la mirada y hay momentos en que me siento tentada. Aventura. Todo resulta un poco menos de lo que había imaginado.

Sábado. Almuerzo con Rebecca. Su hijo está presente. Cada vez más desilusionada por su asexualidad, su dedicación hogareña y su último libro sobre san Agustín. No sé por qué esta gente y sus libros me dejan hambrienta. Siento una especie de dolor de hambre, también mental y emocional. Quizá más emocional que intelectual. Lo que quiero es vida y no ideas. Cuando le doy mi novela, es la Rebecca West emotiva la que quiero tocar.

Es muy posible que sea mi vida emotiva y sensual la que Henry ha despertado en mí, y que rechazo el alimento puramente intelectual. Paseo por las calles, como Henry hace, fascinada por las casas, las ventanas, los portales, por los rostros de un limpiabotas, de una puta, por la lluvia monótona, por una cena vulgar en el Regents Palace, por la taberna de Fitzroy. Sólo las miradas de los hombres cortan mis alas, porque creo que puedo ser convencida fácilmente y no quiero una aventura trivial. O quizá es sólo mi cobardía. Mi imaginación se desboca, pero no puedo ceder al interés de los transeúntes.

Como era de esperar, Rebecca West admiró el libro de Henry sobre Lawrence y guardó silencio con respecto a Primavera negra.

La última tarde trajo la vida.

Rebecca vino sola. Yo acababa de leer su libro. En el taxi hablamos tumultuosamente, interrumpiéndonos.

—¿Qué clase de educación has recibido? —me preguntó.

—Muy mala —contesté. Y le hablé de mi infancia.

—La mía fue igual —dijo.

—¡Pero siempre pensé que eras maravillosamente culta!

—Me hice a mí misma. Mi padre desapareció cuando yo tenía nueve años. Nos abandonó.

¡También ella! Un diluvio de preguntas. Estaba a punto de ingresar en la universidad cuando su salud se vino abajo. Era pobre. Actriz. Escribió críticas. Se escapó de casa con un hombre.

La cena en Ivy fue irreal. Yo estaba emocionada y no me sentía cómoda. No hablamos mucho, pero nos entendimos.

Rebecca me dedicó su libro: «Con amor a Anaïs Nin». Pidió excusas por expresarse con tanta familiaridad, aunque era esa misma espontaneidad lo que me fascinaba de ella.

Aquella noche apareció ante mí una nueva Rebecca, y yo me sentí agradecida, porque satisfacía mi deseo de ver a la gente desnuda y veraz, despojada de la aureola social y convencional, sin poses, mostrando sus emociones.

Su pasado y el mío crearon uno de esos caminos trazados por una flecha, y en un instante entendimos lo que normalmente se tarda años en entender.

Al despedirnos, nos besamos con gran afecto. Sus ojos centelleantes e inteligentes de cervatillo brillaron. Su voz irlandesa se hizo grave.

Me fui demasiado pronto de Londres. Llegada a la cima, sentí miedo. Lo cierto es que mi dinero se había terminado; lo cierto es que había visto a la gente que tenía que ver para ayudar a Henry; pero más cierto era que obedecía a un motivo de huida. Miedo de cansar a Rebecca, de desilusionarla.

Me produjo la mayor sorpresa que he tenido nunca con respecto a mis escritos. En mitad de la cena, me dijo: «Lo que no entiendo es que vengas a Londres con dos manuscritos de Henry Miller, cuando resulta que eres mucho mejor escritora que él, mucho más madura».

Me quedé sin habla. Protesté débilmente. Estaba aturdida. No. Deben de ser los prejuicios de Rebecca. No. No. Está equivocada.

Y sólo había echado una ojeada a mi novela, que había terminado por dársela cuando vi que era mi amiga, o creía que lo era.

Y ahora, sentada allí, me pareció que no quería oír hablar de Henry Miller.

Y pensé también que Henry, si se enterara, nunca me perdonaría por esto. De pronto, me di cuenta de que Henry no me querría si yo fuera más importante que él. Mataría su amor.

Fue con él con quien me quedé el sábado por la noche, después de escribir cartas a todo el mundo, haciendo trampas para quedarme con él.

Y me recibió jubilosamente, lleno de deseo. Había estado puliendo Trópico de Cáncer, reconociendo con humildad sus defectos, trabajando duramente.

Cuando repito a Hugh y a Eduardo lo que dijo Rebecca, dicen: «Naturalmente». Pero no los creo. Odian a Henry.

¿Y Rank? ¿Qué opina Rank de Henry como pensador? ¿Por qué me preguntó Rank un día «por qué Henry ha escrito sobre Lawrence, igual que tú, qué curiosa coincidencia»?

Su pregunta me ofendió, porque insinuaba una duda, una duda loca que a veces me asalta: Las mejores páginas de su «Autorretrato» están tomadas de «Alraune». Sólo que tienen siempre más poder, una expansión masculina. Pero es que los dos nos imitamos. Diablos. Todos nos imitamos.

A mí me inició Rimbaud. ¿No fue así?

La pregunta es: ¿Cuál es la importancia de Henry como escritor?

Si todavía no está hecho, si es inmaduro, poco pulido, desigual y defectuoso, es porque no le he dado todavía bastante.

4 de mayo de 1934

Esto no va. No puedo reescribir mi infancia porque ya la he escrito. Así que tuve la idea, mientras hablaba con Henry, de traducir el volumen uno del diario [iniciado en francés en 1914] al inglés. Publicar el volumen uno y, luego, veinte años más tarde, la historia reciente del Doble, en forma de diario.

Me enfrento con los mayores problemas técnicos.

Alentada por la viva admiración que siente Bradley por el volumen uno.

Horace Guicciardi dijo: «He de decir que su libro se apoderó de mí. Tuve que acabarlo aunque no me gustaba el tema. “Mandra”, por supuesto, es usted. Domina el libro aunque usted intenta borrarla. El hombre es irreal, confuso. Sólo es importante porque es el hombre que usted ama. Uno se siente profundamente interesado por la mentalidad de Mandra. Es un libro muy femenino, posee la lógica de la emoción».

Camino feliz por las calles meditando sobre mi nuevo libro.

Bromeo con Henry por llenarme la cabeza de calles. Pienso en calles. Me dejo vivir. Quiero conocer a mucha gente, poseer un mapa de realidades, igual que Henry posee su mapa de París y Brooklyn.

Soy yo quien le ha enseñado a Henry que las calles, por sí solas, no tienen ningún interés, que hay que transformarlas con algún drama, con alguna emoción. Soy yo quien ha despertado al hombre que pasea por estas calles, que ya no son mapas anónimos, sino mapas de realidades, materias, formas y significados.

Hugh, sintiendo mi independencia, acude a Rank y se entrega a sus cuidados.

14 de mayo de 1934

Inquietud, nueva búsqueda de lo intenso, fiebre, confusión. Todo parece moverse con lentitud. La correspondencia con Rebecca West es imposible. Como a June, sólo le gusta enviar cables y telegramas.

Veo a mucha gente. Otra vez anhelo de sensaciones. Imagino. Deseo. Siento una enorme curiosidad.

Siempre que me siento triste por mi Padre, escribo. Cuando lo echo de menos, escribo. Cuando siento remordimientos, escribo.

18 de mayo de 1934

Provoqué la maldición de los dioses. Me dolió tremendamente saber la opinión de Rank después de leer el libro de Henry sobre Lawrence: «¿Dónde está Henry en todo esto?».

Me he dado finalmente cuenta de que he estado cegada por el gigantismo de Henry, sus largos discursos, su acumulación de notas, sus tremendas citas, etc. Es una tragedia, porque Henry es víctima de sí mismo, se ha engañado, como me ha engañado a mí. Hemos vivido sobre una inmensa ilusión. Una vez dijo: «Me pregunto si estoy diciendo algo».

Por supuesto que aún no estoy persuadida de que Henry no haya producido nada. Que Rank juzgue el contenido y Rebecca el fracaso artístico deja todavía un ser no creado, no formulado, que lucha por nacer, y a quien aún no he dado a luz.

Todo esto es lo más trágico para mí, porque coincide con el momento en que descubro que llevo en mi seno la simiente del hijo de Henry. Estoy embarazada desde hace cinco o seis semanas. Y lo sé con seguridad desde hace dos días. Sé que es el hijo de Henry, no de Hugh, y debo destruirlo. He sentido la mezcla más terrible de emociones, orgullo de ser madre, mujer completa, de amar una creación humana, las infinitas posibilidades de la maternidad. He imaginado a este pequeño Henry, lo he deseado, rechazado, sopesado frente al amor (es elegir entre el niño y Henry). Triste, dubitativa, herida, aturdida. He aborrecido la idea de destruir una vida humana. He vigilado la transformación de mi cuerpo, la hinchazón de los pechos, el peso del vientre, la sensación de que me tiran hacia abajo, el crecimiento, la transformación. He deseado la serenidad en la cual sólo puede nacer un niño. Ahora, en este momento crítico de mi vida, no puedo tenerlo. Henry no lo quiere. No puedo dar a Hugh un hijo de Henry.

Cuando Henry y yo hemos fracasado en crear obras de arte, creamos un hijo. Me abruma, me siento atada a él, me aterra. Me trata con respeto y ternura. Pero prevalece su ego. Es el niño que no quiere tener un rival. Y yo permanezco en un misterioso carrefour, dudando, matando al niño por amor a Henry y por Hugh.

Estoy atemorizada y toda la maldad y la pasión han quedado acalladas. Ya no soy la virgen, la artista estéril, la amante, la mujer diabólica y semihumana, la mujer en plena floración. Para matarse. He vivido imaginativamente la maternidad. Aún la sigo considerando una abdicación, como la abnegada y suprema inmolación del ego. Se me ofrece esto en el momento en que he despertado más como artista, como solitaria, como mujer desparejada.

¿Por qué desparejada? ¿Dónde está Henry? Henry parece convertirse en el niño. El niño inmaduro, autodestructivo, que debe jugar mucho, dormir mucho, beber mucho, estar en la calle, irresponsable e inconsciente.

Oh, Dios. Oh, Dios. Oh, Dios.

Por la noche. Me niego a seguir siendo madre. He sido la madre de mis hermanos, del débil y pobre Hugh, de mis amantes, de mi Padre. Quiero vivir tan sólo para el amor del hombre y como artista. Como amante, como creadora. Nada de maternidad, de inmolación, de generosidad. La maternidad sería otra vez la soledad: dar, proteger, servir, entregarse. No. No. No.

Rebecca no ha sabido entender a Henry, ver más allá del caos, más allá de las luchas. Sólo lo ha sometido a un juicio estético. Lo antiliterario de Henry la ha ofendido. No ha entendido que Henry tiene mucho que decir. Yo entiendo todas las imperfecciones, todo lo no cristalizado, todo lo que está a medio nacer. Acepto la imperfección. No prefiero la gracia y la elegancia de Rebecca. Creo que sus observaciones son inadecuadas, como frases de una mujer frívola ante una gran catástrofe.

Y, en cualquier caso, no me importa. Si lo estoy, que me dejen seguir estando ciega. Lo único importante es amar, no criticar. La crítica es muerte.

19 de mayo de 1934

Lo que me he estado ocultando es mi extraña e ideal atracción por Rank. Siempre una sutil corriente subterránea, siempre una comprensión peculiar. Ciegamente, viví ciegamente. Hoy me obliga a descubrirme. Anoche soñé con un beso apasionado. Fui a él pensando únicamente en el beso. Y adivinó todo. ¿Por qué le dije: «Mi hijo nacerá en diciembre y podría ser como usted»?

Tantos momentos, cuando nos mirábamos sin hablarnos, trastornados. La noche en que me fui pensando que me amaba (el día en que a sus ojos me convertí en mujer). Había olvidado todo esto. Pero soñé que si un niño no estaba bien para Henry y para mí, un niño podría vivir en el hogar de Rank, porque Rank es padre, amante y creador. Henry es amante y creador, pero es hijo, no padre ni esposo. Rank me obligó a formular mis sueños: Un hijo de la sangre de Henry, pero como Rank. Un hijo que había que destruir por Henry. Un hijo que había deseado simbólicamente. Bromeé con Rank, diciéndole que su psicoanálisis me había dejado embarazada. Embarazada y fecundada por Rank. No lo sé. Todo es confuso. Temblé. Deseé. Sentí su amor. Soy feliz. Y ciega. Y fue él quien me preguntó: «¿Y cuál es mi sitio?».

El hijo, por ser sólo un símbolo, es innecesario. Algo tenía que florecer entre nosotros. Henry lo hizo florecer. Rank permaneció a la espera, pero nuestras mentes se entremezclaron. Me dio grandes alegrías y un mundo distinto al de Henry. Esta mañana fui con lilas a despertar a Henry. Se sintió inundado de una alegre ternura. Me besó tan amablemente. Desayunamos en la terraza de un café. Y yo estaba llena de mi sueño, llena de ese temor y esa alegría, tan extraños, que siempre se apoderan de mí cuando me divido, me fragmento y mi camino se abre a dos alternativas. No lo sé. Quizá sea sólo un espejismo.

Martes. Acoso de Hugh, que trata de imponer su voluntad sobre la mía, que pretende que conserve al niño, sorprendido por mi determinación, furioso porque no me inclino y obedezco. Ha empleado la astrología y, durante dos días, me abruma con negros presagios. Han destruido mi coraje, él, Eduardo y Earle, el astrólogo francés. Resistí; fui a la sage-femme, pero llena de presentimientos. No tenía el instrumento que necesitaba —no era lo bastante pequeño para mí—, así que he pospuesto la intervención. Pero ahora el acoso de los médicos franceses, católicos, el conflicto conmigo misma, y las mórbidas conferencias entre Hugh y Eduardo durante dos largos días festivos, han terminado por hundirme. Me siento deprimida.

Hoy veo a Henry y siento un enorme y creciente cansancio por su constante e irreprensible vida bohemia —películas, cafés, billares, películas, cafés, calles, calles, películas, cafés— en un giro continuo. Muy poco trabajo y nada de recueillement.

Rank viene a llenar una necesidad, un anhelo, una respuesta a mi seriedad, a mi intensidad. Quizá no sea un amante, sino un compañero que necesito mucho.

Con Hugh todo se desvanece. Ahora que su amor por mí ha dejado de ser neurótico, puede estar solo. Podría sobreponerse a mi marcha. Y soy prisionera de mis necesidades materiales. Ansiosa de libertad, pero no para ser la esposa de Henry, porque él es sólo creativo en un solo aspecto. En todos los demás, en la vida, en su entorno, en el reposo, en la diversión, es destructor, un elemento disgregador.

25 de mayo de 1934

Charla con Rank, una charla extraña, embarazosa, a la defensiva, como la de dos personas asomadas a un precipicio. Ve que ya no respondo a sus preguntas de analista. Pero también veo que no intenta distanciarme, como haría si creyera que estábamos presos del encanto psicoanalítico. ¿Cree que el encanto es real? Parece que los dos gozamos de la incertidumbre, de esta ausencia de gestos.

¡El encanto psicoanalítico! ¿O la realidad? Le pregunto a Eduardo, porque quiero hablar de Rank. Quiero oírme decir: «Me estoy enamorando de Rank». Eduardo hace esta afirmación diabólica: «Eres una especie de víctima de un inmenso drama psicoanalítico. Estos analistas —Allendy, Rank—, que no han vivido, te ven tan maravillosa, tan viva y tan interesante que no pueden seguir en su papel de analistas; se sienten capturados y buscan redimirse en ti, buscan la vida en ti, usan este regalo que les viene porque no tienen el coraje de rechazarlo. Buscas siempre un analista porque son las personas más elevadas, las más cercanas a Dios. Es tu destino. Eres una víctima y, a pesar de eso, una víctima jubilosa. Te gusta redimir a los demás».

Sí, pero no una víctima, porque ya llevaba dos días con Henry cuando fui a ver a Rank. Dejé a Henry frente a su máquina de escribir para ir a ver a Rank. Cuando regresé rebosaba de una alegría terrible, como en los días que volvía del abrazo de Artaud o de Allendy. La terrible alegría de engañar, extasiada por un nuevo amor y por otro, con la oscura sensación de un júbilo diabólico. Henry y yo jugamos al ajedrez. Su cara y sus manos me parecen siempre tiernas y carnosas. Lo veo siempre como carne de piel delicada, como no veo a ningún otro.

Jugábamos al ajedrez y pensaba en Rank, no como carne, no. Pensaba en otra penetración, otra infiltración, otra fusión.

Si Henry no es el escritor vivo más grande, ¿qué importa? Hemos vivido, hemos trabajado; hemos creado una ilusión, una vida. No sufriría aun cuando descubriera que no es escritor en absoluto. Es un ser humano. Es lo que es. Ya no creo en culminaciones, en el futuro, sino en ser. Ser. Hoy. Alegría. Vida humana. Con franqueza, la inmortalidad no me preocupa. Soy miope. Soy una mujer. Perdono por adelantado a Henry. Fue mi ilusión, mi invención. Siempre inventaré la vida. Es necesario.

26 de mayo de 1934

Henry a solas crea un ambiente para mí, un clima físico en el cual me desarrollo. Es como el sol. Me esclaviza este clima como esclaviza la Tierra. Suelo y sol. Pero aún tengo hambre de otras cosas, como el clima de la mente, el clima de los sueños. Henry los toca de vez en cuando, pero él es fundamentalmente terrenal.

27 de mayo de 1934

Visitas a la sage-femme. Té en el jardín en honor de Louise, que lleva una cinta dorada en el pelo y pendientes de oro.

Estaba también Madame Montagu, que quizá, algún día, sea la amante de Hugh. Yo lo empujo. Ella es bonita, tímida, sensible, y le ha impresionado mucho el astrólogo porque estudia astrología.

Henry, en el Hôtel Havane, escribe sobre excrementos, úlceras, chancros y enfermedades. ¿Por qué?

André [de Vilmorin] está sentado al sol y su perfil proyecta su sombra sobre el respaldo de la silla. Louise se le acerca y le dice: «¡Déjame besar tu sombra!».

¡Solamente la sombra! Yo no me contentaba con besar sombras. Exigía carne. Exigía carne y la consumación de la carne destruye los fantasmas. La detestable propiedad curative del puro vivir.

Rank. No quiero pensar en Rank. Estoy sentada aquí, como una planta, y sueño con gestos porque estoy harta de fantasmas. Besar sombras. Eso significa sangre como el jugo de una planta de goma, una muerte temprana, la locura.

Ya no estoy loca. No me perseguirán. Besaré a Rank. Et tout s’évanouira, tout fondra.

30 de mayo de 1934

El martes decidí convertirme en psicoanalista, para hacerme independiente y mantener a Madre, a Joaquín y a Henry.

Protesté y me impacienté para sacar de la tintorería mi nuevo vestido azul jacinto. He de ver a Rank el próximo día con mi vestido nuevo porque va a besarme. Me fui a dormir llena de sueños, energías y deseos. Me levanté vibrante, valerosa, impulsiva. Y corrí a ver a Rank.

No pude hablar. Me levanté de la silla, me arrodillé delante de él y le ofrecí mi boca. Me abrazó muy apretadamente; no podíamos hablar.

Me hizo volver para hablar de mi trabajo. Era difícil hablar. No puedo pensar ni trabajar. Oh, Dios, no conozco un momento de alegría más grande que el de correr a un nuevo amor, ningún éxtasis como el del amor nuevo. Estoy suspendida del cielo; floto; mi cuerpo se cubre de flores, flores dotadas de dedos que me acarician intensamente, me hacen saltar chispas, me cubren de joyas y me estremecen de alegría, de aturdimiento. Música interior, embriaguez. Sólo tengo que cerrar los ojos para recordar, y el hambre, el hambre de más, la gran hambre, el hambre voraz, y la sed.

1 de junio de 1934

Hoy no fue tímido. Me arrastró hasta el diván y nos besamos salvajemente, como borrachos. Parecía fuera de sí y yo no podía entender mi abandono. No había imaginado una armonía sensual.

Salió de su locura para preguntarme ingenuamente: «¿Ha sido alguna vez como esta?». Y desvió la mirada, como esperando una respuesta hiriente. «No», le dije, «todo es diferente». ¿En qué pensaba, en mis otros amantes? Y qué verdad es que es diferente; todo es siempre diferente.

Despertamos de nuestra embriaguez y entonces me habla sutilmente. Es astuto y sutil.

Extiende su mano, directamente, y aprieta mi mejilla, o mi cuello, no con suavidad, sino con fuerza. Y me gusta su dureza. Me gusta el animal que empuja hacia delante.

Me siento alejada de todas las personas, de Henry, de todo. Estoy hechizada.

Mientras habla, siento a este animal mitológico de piel oscura, tan potente, no de apariencia humana, sino animal, con la fealdad, la solidez y el nervio de la tierra, de mente tan ágil y abismal. Me fascina. Es oscuro. Y viejo. Es más viejo que yo.

Extraño. Habla de totalidad y parcialidad. Nadie puede vivir totalmente, no hay un absoluto. Para vivir, uno debe encontrar el equilibrio entre la emoción y la creatividad; él ha aprendido a hacerlo. Eso no significa no amar, no darse. En el equilibrio está también toda la entrega. El que es fuerte puede hacer un todo de las dos partes. Toda extremosidad es muerte. El arte me salvaba cuando daba demasiada emoción. La emoción me salvaba del exceso de arte. Sabía él que no podía vivir apoyándose sólo en una de las dos.

—Se alimentan mutuamente —dije.

Sabía también que se refería a los dos, porque esta vez yo buscaba un maridaje aún más cercano de ideas, más cercano que con Henry. Una búsqueda furiosa. La búsqueda del propio Rank. Inmediatamente, surgió impetuoso el encuentro de nuestras ideas. Tenía que entregarle un análisis de sus métodos. Pero le dije que no quería pensar en aquel momento. Había estado descubriendo el suave florecimiento de la vida.

—Bien —dijo—, entonces vas a emprender tu nuevo trabajo en un estado de semioposición. Muy bien. Eso significa que no va a devorarte. Estarás protegida. Y tu trabajo te protegerá de la emoción. Pero no habrá ningún conflicto, porque tu trabajo está en armonía… en armonía.

—Contigo —dije.

Y entonces supe que Henry podía haberme devorado, pero que ya nada ni nadie iba a devorarme. Y que no quería morir en la miseria y en la monotonía que Henry había elegido para vivir, que yo quería vivir, vivir.

Salí de la consulta de Rank. Calentaba el sol. Caminé, caminé por el Bois, saboreando una y otra vez, recordando sólo las emociones. «¿Es por mí por quien te has puesto este vestido nuevo, que nunca te lo habías puesto antes?».

Anduve y anduve, pero ante mí el mundo vacilaba y temblaba como el panorama que se ve desde un avión en las películas.

Seguí el mismo camino por donde había paseado una noche de invierno, cuando deseaba a John, cuando anhelaba y me esforzaba por lo imposible, cuando sólo besaba el aire y las sombras, cuando la vaciedad de mi vida me aplastaba en cuanto me sentaba junto a la lámpara, en cuanto encaraba la realidad.

Hoy caminaba pletórica, rebosante.

Y al día siguiente recibí una carta, tierna y melancólica, de Padre: «Me has idealizado. Esperabas demasiado de mí. Sólo soy un pobre músico. ¿Dónde estás? No es tu culpa ni la mía. Tus ojos me persiguen».

Con esta carta en el bolsillo, llego a la habitación de Henry y me recibe con los brazos abiertos. Me besa como si fuera una mujer nueva. Ha odiado el mundo, la gente, por eso me ama más. Se aferra a mí. Hace planes para nuestra vida futura. Trabajará mucho mejor estando yo con él. Tendré mi «oficina», pero cerca de él.

La soledad, el aislamiento dejan de ser intolerables cuando estamos juntos. Estamos menos solos.

El choque de una conjunción recién nacida con Rank. Esta divina ternura con Henry. Jugamos al billar y no tolera que yo pierda. Sus ojos azules son inocentes y tristes. Me hace sentir su soledad y el refugio que soy para él. La madre.

La carta de Padre en mi bolso. Gira la rueda. Giro yo. Mi Padre llega dentro de pocos días. Aún no me he deshecho del hijo no querido. Me echo en la cama y quiero dormir, porque es demasiada la plenitud que me embarga.

Escribo páginas fantásticas para «Alraune», sobre la bailarina sin brazos (Helba Huara), sobre las facetas de los copos de nieve, sobre el beso a la sombra. Y leo ávidamente, con terror, sobre el golem, la estatua despertada a la vida.

4 de junio de 1934

Lo que hace que estos días resulten aburridos, para Henry y para mí, es que está reescribiendo Trópico de Cáncer para publicarlo. Está inmerso en un yo de su pasado, está tratando de recuperar el talante de cuando lo conocí, y ambos, él y yo, pensamos que quizá el nuevo Henry es una completa ficción, que Primavera negra y el ensayo sobre Lawrence nunca han existido. Nos sentimos oprimidos por el monótono pasado, la vida de periodista, la vida con el insignificante Fred y el asqueroso Wambly Bald*, las aventuras amorosas sin amor, las putas y los bidés. Y Henry, instintivamente, prefiere vivir en una habitación (también para recrear el pasado) que aborrezco, elegida casi para ser y sentir como antes. Y me rebelo en mi interior. La fealdad de la habitación, la tristeza del día, la ausencia de altibajos, y Henry, que trabaja poco, monótonamente, sin exuberancia.

Descubrimos esto el otro día. Y cuando vi que aspiraba a otra cosa, que deseaba salir de este fango, me sentí feliz.

Tienen gracia nuestros sueños. Aún me imagino ayudando a la creatividad de Henry. En el fondo no he perdido la fe, aunque mi exaltación se ha apaciguado. No siento ninguna amargura por el sudor, el trabajo y el esfuerzo que puse en el libro de Henry sobre Lawrence. Paciencia, paciencia.

6 de junio de 1934

Después de soñar toda la noche con una orgía con Henry, voy a verlo y lo encuentro deprimido y deseoso. En otras ocasiones no ha querido recurrir a las perversiones amorosas, pero hoy, después de muchas bromas y juegos insatisfactorios (que hoy no permito en el verdadero acto amoroso), se olvidó de sí mismo y, por primera vez, me he tragado su esperma.

Tuve que arreglarme rápidamente para llegar a tiempo a la cita con Rank.

Medio tumbados en el diván, conversamos, y continuó toda la magia.

—Para mí —dijo—, eres una mujer desconocida. He olvidado, o no me sirve de nada, todo lo que sabía de ti.

—Sí, soy una mujer nueva.

—Me parece que no debiéramos saber demasiado.

También lo pienso yo. Me parece que poseemos la lozanía, la frágil floración del verano. No debemos tocarla, es tan nueva y delicada.

Lo que no queremos es tocar el pasado, al menos mi pasado. Y le pregunto:

—Entonces, ¿no te parezco diabólica? ¿No te inspiro miedo? ¿No intentas analizarme de lejos, como un espejismo?

—De cualquier modo que hayas actuado antes, cosa que ignoro, no creo que vayas a hacerlo conmigo. No te lo permitiré.

Me río. Me gusta su «No te lo permitiré».

—He estado buscando un nombre para ti —digo.

—Yo también —dice Rank—. Y sólo se me ocurre TÚ. Cuando digo TÚ, te veo delante de mí.

Pero el pasado interfiere.

—Mi Padre llega mañana —le digo—. Abrázame fuerte, tenme contigo.

—Veo que aún me necesitas —dice Rank—, pero no me importa.

—Sí, supongo que no sería tan valerosa si no me apoyara en ti un poquito.

Le entristece que lo necesite. Quizá eso le hace dudar de mi amor. Pero entonces le digo:

—Podría decirte astutamente, reprochándotelo, que no me necesitas. Y siempre he deseado que me necesitaran.

—Podría necesitarte demasiado —dice Rank.

—Quería darte el nombre del creador de Alraune, pero no quiero, de ninguna manera, ser tu Alraune…

Súbitamente, me besó, me besó vorazmente. Me tumbó debajo de él y nos besamos hasta olvidarnos de nosotros, pero sabíamos que teníamos que frenarnos, aunque no pudiéramos, y en mi locura me encontré otra vez bebiendo su esperma. Se arrojó sobre mí y me musitó entre los cabellos: «¡Tú! ¡Tú! ¡Tú!». Fue como un grito de sorpresa, de adoración, de júbilo, de éxtasis.

Me fui con el manuscrito de uno de sus libros, y volví a ver a Henry. Y le dije: «La mujer debiera alimentarse sólo de esperma». Y hablamos de psicoanálisis. Y Henry dijo: «Hazte pronto independiente para que podamos empezar nuestra vida pronto, pronto».

10 de junio de 1934

Llega mi Padre y me adelanto para besarlo, pasando por delante del empleado de los billetes, que me dice: «Está prohibido, ¿es que no lo sabe?».

Dr. Otto Rank.

Y sonrío al ver que no me emociona, que no siento nada por este maestro de escuela envarado e inhumano. Nada. Mi libertad, mis alegrías, incluso mi inesperada y absurda maternidad, todo tan rico. Y mi pobre Padre, como una momia, un alma seca, con todas sus medicinas, la hidroterapia y su materialismo funcional. Y su sensibilidad femenina. Sensibilidad, que no sentimientos.

¡Oh, soy libre! SOY LIBRE.

Así que me olvido de todo lo suyo. Al día siguiente me voy a ver a Rank. Tan humano. Tan humano, tan tierno, tan apasionado.

Mucho más tarde, almuerzo con Padre. Trata de desanimarme, de asustarme con mi trabajo, y termino por cautivar su interés, juguetonamente, demostrándole con qué rapidez me alejo de toda dependencia; tampoco lo necesito a él, lo cual debe aliviarlo, porque continúa gozando de su lujuria.

Y me voy corriendo para pasar la noche con Henry, y vamos al cine y empiezo a ver las zonas vacías de Henry, los mapas de París, los diccionarios y los inventarios, y me consuelo con el contenido grueso y significativo de Rank, que parece un cangrejo triste. Es curioso cómo a toda vida parece que le falta algo. A Rank le falta belleza, por eso, la noche anterior, bailando con Turner*, empecé a estremecerme y a temblar. Cerré los ojos mientras él parecía cada vez más un felino, y llegué a casa borracha y cantando, después de haber bailado como un negro para divertir a todo el mundo, en completo abandono.

Mi vida se parece mucho al jazz que estoy escuchando, sólo que en profondeur, y me gustaría saber qué secreto pesar quiero olvidar cuando giro tan aturdidamente. Parece como si, desde que ha vuelto Padre, hubiera perdido un poco de mi alegría y él fuera una espina clavada en mi costado.

La rueda que gira, el jazz y el aturdimiento. Rank y su profundidad, su ingenio, su comprensión. Henry y su tendencia innata a la vida vulgar, como insensatos remolinos de tráfico. Hoy todo tiene un ligero tinte miserable, porque por mi vida corre el tenebroso veneno de mi Padre y él es el gran abortista, no la sage-femme, a la que voy a ver casi cada día.

¿Por qué el diario ha vuelto a la vida?

11 de junio de 1934

Cuando hace pocas horas, después de haber estado con Rank, respondí al abrazo de Turner, toda mi compulsión diabólica se me hizo monstruosamente clara. No amor, sino venganza, o amor y venganza siempre entremezclados; con todo, no empleo mis perfidias para que los hombres sufran. Nunca traiciono mis perfidias. Son exclusivamente para mí, como un conocimiento secreto y venenoso.

Le dije a Eduardo: «Traiciono a los hombres porque son traicioneros. Imagínate lo que sufriría ahora si me hubiera dado por entero a mi Padre; y, con todo, fíjate en lo que sufro por lo que le di a un materialista indigno, a un donjuán de alma seca».

Y Henry, fíjate cómo traicionó a June y no dudaría en traicionarme en cualquier momento si eso le placiera.

¿Será Rank otra víctima o lo amo realmente? Soy como la puta que se da, pero permanece llena de rabia, de desprecio y amargura.

No lo sé. Me siento otra vez poseída, y mala. Me siento diabólica.

Eduardo me cuenta una fábula: «La bella y la bestia. Siempre eliges la bestia porque no estás segura de tu belleza, y vas llamando a las puertas con tu bestia, sorprendiendo a todo el mundo por el contraste, y dicen: “Mira la bella y la bestia”, y así te sientes complacida».

¿Era Henry la bestia y a mí me complacía ser admirada a su costa, como víctima suya? («Eres superior a Henry». «Eres demasiado buena para Henry». «Escribes mejor que Henry»).

Otra vez diabólica. Quería a Rank para proteger a Henry, y ahora Rank detesta a Henry. Todo el mundo se vuelve contra Henry al ver que lo sirvo.

Oh, Dios, estoy totalmente confundida. No sé lo que soy. Llevo un demonio dentro de mí, lo siento. Siempre dos verdades.

12 de junio de 1934

Después de este momento de oscuridad, empecé a soñar de nuevo. Iba a ver a Rank, a verlo, necesitaba verlo. Todo lo veo turbio, pero me siento muy segura en mi ceguera. ¡Él! Hoy me desperté alegre, con una alegría que sólo siento por él y, tan pronto como estoy en su habitación, es como si estuviera en un lugar mágico. Y cada vez que nos sentamos juntos nos sentimos segados por el mismo deseo de intimidad.

Dijo exactamente lo que siento: «Tengo la extraña sensación de vivir de una manera inconsciente. Cuando intento pensar en ti, no puedo. No puedo relacionarte con nada, con el análisis, con la vida ordinaria, con la realidad. Todo es como un sueño, vaporoso. Acabo de salir a dar un paseo porque habías dicho que querías salir a dar un paseo».

En medio de la confusión de sus palabras, adiviné su estado de ánimo, exactamente como el mío: música, misterio. Sin palabras. Sin pensamientos.

—Como un sueño cálido, un sueño cálido y apasionado —dije.

Salí y esperé a Hugh, sentada en el jardincito que hay delante de la casa de Rank. Me senté al sol, como una planta muda, respirando y aumentando mi alegría.

Hugh me tortura, Henry me usa, mi Padre es cruel; pero dispongo de esta torre enjoyada con Rank, una isla remota y paradisiaca.

—Con tu ayuda, seré capaz de mantener el equilibrio este verano entre el análisis y la vida —me había dicho Rank.

Es extraño (o no, porque quizá yo estaba inspirada) que durante estos días fuera capaz de escribirle unas diez páginas, resumiendo el efecto de sus teorías, o actitud, sobre mí, y que le hayan gustado, que alabara la manera de expresarme, el modo en que he llegado al fondo del asunto. Es un conjunto frío, directo y compacto de notas, surgidas de sueños lánguidos y alegría física.

Me gusta complacerlo; me gusta darle lo maravilloso.

Un sueño prolongado y convertido en vida, eso es lo que siento. Mi vida es verdaderamente orquestal.

14 de junio de 1934

Lo que ocurre es esto, tal y como Eduardo y yo hemos descubierto: He estado viviendo un modelo angélico, pero sólo externamente. Diabólico por dentro. A medida que salen mis novelas, revelo el mal. Hasta el simple de Guicciardi dice: «Es evidente que la aparentemente callada Mandra es la que mueve todo el espectáculo del libro». Poco a poco me van descubriendo. Pero niego esta revelación y le digo a Hugh: «Lo que hay en la novela es mentira. Lo que yo te parezco es la verdad».

En ocasiones me gustaría mostrarme como un demonio, cuando veo cómo son amados los demonios (porque mi gran preocupación es ser cada vez más amada).

Cuando Padre y Hugh me atormentan —por celos—, me revuelvo y me defiendo con crueldad, pero sólo en defensa propia.

No quiero ser más masoquista, pues no hay más salida al masoquismo que el sadismo. Eduardo sabe que sólo un extremo positivo puede satisfacerme.

Callejón sin salida.

El arte. Poco a poco, mediante el arte, fundiré a las dos mujeres.

18 de junio de 1934

Busqué y conseguí la paz con mi Padre. Una bella tregua, o quizá la entrada en un nuevo plano. Aireada, explicada, confesada y también sincera con él. Me acusa de ser hiperfemenina. Admití mi hipersensibilidad. Dijo: «Nos amamos como nadie ha amado nunca. Y continuamos siendo amantes, pero la clase de amantes que se esperan para siempre. No he tocado a una mujer desde hace seis meses. No podía, después de ti. Y, con todo, comprendo que hayas vuelto con Henry. Eres demasiado rica, estás demasiado llena de vida. Eso no me hace daño, no, eso no me hiere». (Pero tembló su voz).

Me juró fidelidad. No pregunto nada. Me doy cuenta de que tengo el génie du doute, así que no sé.

Paz.

Luego fui a ver a Henry, y estuvo tierno, apasionado, divertido. Él, apasionado y también como un niño. «Una vez que pongo la confianza en alguien, es suficiente. Nunca creo que puedas hacerme daño». Pero luego comprende mis sentimientos ocasionales de estar ofendida (casi siempre imaginariamente), lo cual muestra al Henry más viejo y más prudente.

Continuidad ininterrumpida. Sin embargo, durante cuatro días no pude, no quise verlo, después de ver a Rank.

No pregunto nada.

Hoy voy a ver a Rank y, por fin, me pregunta: «¿Qué hay de Henry?».

Soy sincera. Digo: «Los cambios exteriores de la vida van más despacio que los cambios interiores». Y no me excuso.

Henry jugaba con él y conmigo a ser un filósofo, un hombre sabio, un profeta. El filósofo es Rank. Me dice: «Podrás mejor que nadie hacer la síntesis de mi filosofía, porque no intelectualizas».

Henry es un niño y no crecerá más que lo que ha crecido conmigo en los mejores momentos. El mundo nunca lo verá en sus mejores momentos porque el mundo no es una mujer amorosa y crédula. Nadie, salvo la mujer que ama, ve nunca la máxima grandeza de un hombre.

Quizá sea cierto que soy yo quien mueve todo el espectáculo, pero también me muevo por mi papel, que pago con fe e ilusión, que el espectáculo existe gracias a mi fe.

20 de junio de 1934

Copio páginas del volumen cuarenta para la novela de Padre. Leo el manuscrito de Rank. Material maravilloso y profundo. Espero la eclosión del huevo, que se retrasa. Acepto la invitación a cenar de Anne Greene. Eduardo me dice que soy su «ánima» y se ofrece a mantenerme si abandono todo para escribir. Padre es feliz y amoroso. Le prometo convertirme, en el futuro, en la amazona que cree que soy. El jardinero trocea la madera de cajas, puertas y postigos viejos para la caldera de la calefacción con el fin de no tener que comprar carbón, pero ya le he pagado a Kahane los primeros cinco mil francos para la publicación del libro de Henry.

Me preparo para dejar Louveciennes en septiembre, quizá para no volver más. Hugh ha aceptado que tenga un pequeño despacho donde trabajar, y donde viviré sola de lunes a viernes por la tarde. El viernes me reuniré con él. Acepta todo. Tengo una cierta manera amable de pedir las cosas. Igual que Henry, que me pide toda clase de concesiones, caprichos y regalos.

Los senderos del jardín están cubiertos de flores marchitas. La sage-femme me admira cálidamente, y Turner tiembla cuando le estrecho la mano. Madre y yo nos sentimos cercanas e íntimas, y Joaquín me vigila, como de costumbre, como si yo fuera una llama a punto de extinguirse, mientras mantenemos conversaciones fantásticas sobre su disciplina dominica de la vida.

21 de junio de 1934

Vivir sinfónicamente: Correr por la mañana a casa de Henry con el dinero de su alquiler, leer lo que ha escrito, dejarme besar; correr a buscar a Padre para pasear por el Bois con ternura y fantasía, recibir su beso en mi cuello, como su primer beso en Valescure, y oírle decir: «Soy tan feliz ahora que no estamos comprometidos»; leer a Rank y sentir con qué rapidez, en medio de una frase, siente el impulso de besarme, y con qué violencia me besa, estremeciéndome al instante. Motivo de besos y deseo, embriaguez en la sangre.

Vivir sinfónicamente: Escribir para Rank; escribir «El Doble»; escribir «Alraune»; escribir el diario.

Pensar más en el futuro, en el pequeño sitio que tendré en la misma casa con Henry —sus colores, la visión idealizada que tengo de él y que la realidad habrá de conformar—. Rodeada de hombres, de gente, flotando en la vida.

30 de junio de 1934

He encontrado amor. ¡He encontrado amor, amor, amor equivalente! Estoy bendecida por el éxtasis, por un nuevo éxtasis, una nueva clase de amor, un hombre nuevo, un mundo nuevo. Sueño. Cierro los ojos y sueño, y siento su pasión, lo veo ardida de pasión, veo el temblor de su boca. Lo veo regresar después de una llamada y súbitamente se abalanza sobre mí, empujando, y siento la fuerza del impacto. No puedo andar a su lado sin que me abrace. Tumulto, tumulto, éxtasis, ceguera. «No puedo dejar que te vayas. ¡Tú!». Y hace planes para que escapemos una noche al campo.

Algunas veces hablamos, hablamos y, de pronto, se inclina sobre mí y cierro los ojos; cierro los ojos porque cuando pone sus manos en mis senos me vuelvo loca.

Teníamos que hablar un día del pasado, porque estoy atada a él por un nudo. Intenté dejarlo atrás demasiado rápido, con demasiada violencia. Y volvió para ahogarme. Entonces lo busqué, necesitándolo como analista y como ser humano. No quería usarlo. Se puso contento por esto, contento por el esfuerzo que hacía, pero era suficiente que no quisiera necesitarlo. Luego, entramos en un ritmo más natural. Él sí analizó; nosotros sí hablamos. Le conté (con una sinceridad que en mí fue milagrosa) mi situación con Henry, la verdad: «Lo que sigue siendo fuerte es mi deseo de protegerlo. Es predominante. Paso noches con él; para mí es como un niño». Todo. Y cuando acabamos de hablar, nos sumergimos de nuevo en nuestra embriaguez.

«Ves», dijo, «no hay peligro en que hablemos, analicemos y filosofemos, porque esto es lo más fuerte, esto vence siempre». Y también cerró los ojos, extasiado en su interior.

Un día. Me despierto y escribo un prefacio para el libro de Henry. Traduzco. Copio para «El Doble». Escribo a Padre. Corro a París, a Rank. Corro a la panadería, compro pastas para Henry y bajo al apartamento de Madre, donde lo he instalado. Estoy radiante de alegría. Lo pongo ardiendo. No había podido trabajar. Está inmóvil, somnoliento, y se despierta al verme. En el camino, el portero me detiene para decirme todo lo de su hijito, que un día será pintor.

Después del té, corro a casa de la sage-femme y dejo a Henry dándole vueltas a mi prefacio, que le agrada. Le pregunto a la sage-femme las medidas del pie de su hija, para comprarle unas sandalias porque se va a la playa.

Vuelvo corriendo para cenar con Henry, y nos vamos al cine, pero todo el tiempo estoy soñando, soñando con las fuertes, fuertes caricias y con los milagros de las diferencias, con cómo la vida puede ofrecer sabores nuevos, caricias nuevas, frases nuevas, éxtasis nuevos. Me dice: «Contigo se aleja uno tanto de la realidad que casi es necesario comprar un billete de regreso. Tengo miedo de no regresar aquí nunca».

Y nos reímos del billete de regreso.

4 de julio de 1934

No esta noche, no mañana por la noche, sino la siguiente noche, Rank y yo la pasaremos juntos. Vamos a hacer una escapada. Quiere llevarme consigo. No necesita la ciudad, los cafés. Sólo necesita estar conmigo, en el campo. No podemos hablar cuando estamos juntos; soñamos, nos ahogamos en los sentidos.

7 de julio de 1934

¡Oh, diario mío, he encontrado a quien ama del modo en que yo amo! He encontrado a quien se pierde dentro de mí como yo me pierdo dentro de mi amor. He encontrado la plenitud que sólo proporciona la religión, una exaltación tan elevada como la religiosa. Es todo lo que quería, esta equivalencia y esta plenitud. Cuánto había deseado tener a alguien que me amara con la misma divina dedicación, con la continua exaltación que he puesto en Henry, porque eso era lo absoluto, la unidad. Busqué ese imposible, desesperadamente, con hambre. Y acepté a Henry como se acepta la vida. Pero esa exaltación, intensidad y gravidez, esa imposibilidad me vino cuando acepté la vida humana.

Siento que soy como una Santa Teresa del amor, que nadie conoció la exaltación, el fervor místico, la totalidad destructiva de mi amor. Cómo me quema y me devora. Y todo esto puede ir a Rank. Lo quiere; lo da; siente como yo. Da.

La palabra amor no es suficiente. Ambos estamos enfermos de alegría; verdaderamente morimos de alegría. Estamos rotos, enfebrecidos.

¡Ha habido tantos que han querido que yo renunciara a lo imposible! Que aceptara las realidades del amor, sus limitaciones. Yo lo poseo. Y estoy poseída por él. Por primera vez soy incapaz de gozar con Henry, incapaz de pensar en nadie que no sea Rank. Estoy llena de él. Me despierto pensando en él. Su generosidad. Vivimos el uno para el otro. Echamos abajo los obstáculos. Nos amamos de un modo que todo el mundo cree imposible. Nos amamos imposiblemente. Y estamos abrumados, aturdidos. El éxtasis interior es tremendo, terrible. Certeza, perfección. Mi amor, no yo. Él no es yo, es el Otro, pero es el amor que me da —una fórmula única y extraña— un amor que nadie entiende, un amor que se llamaba neurótico, romántico. Él lo sabe.

Creía en el amor, pero en un amor no respondido, y por «no respondido» quiero decir no contestado en el mismo lenguaje. Henry ama a su manera. Creí que mi Padre me amaría a mi manera, pero no fue así. Pero Rank ama hasta la muerte. Ama generosamente. Ama.

La noche anterior a la que íbamos a pasar juntos no pude dormir. Estaba febril. Todo el día preparándome, consumida por la impaciencia, por las visiones de mi fantasía, por el ardor de mi sangre. Llegada la hora, lo esperé sentada en un café. Vino con muy mal aspecto.

—No podemos irnos —dijo—. Me he levantado de la cama para decírtelo. Estoy muy enfermo. ¿Estás enfadada? Me he torturado todo el día pensando en ti. ¿Estás enfadada?

—¿Enfadada? Dios, no. Estás enfermo y eso es todo lo que debe preocuparnos. Y has salido. No tenías que haber salido. Puede hacerte daño. Debes volver a casa. ¿Puedo ir contigo… verte un poco?

Me pidió que fuera un poco más tarde. Cuando llegué y se echó en el diván y yo me senté a su lado, vi que tiritaba de fiebre.

—Tú. Estaba tan excitado. Y me da tanta vergüenza.

Lo comprendí muy bien. Recordé cuando Henry me ponía enferma, de antemano, por el nerviosismo, la espera, la tensión. Habíamos esperado demasiado tiempo.

—Te deseaba tanto —dijo—. La espera ha sido intolerable. No pude dormir en toda la noche —y luego, con un acento que nunca le había oído, en un tono que era como una caricia, dijo una palabra que odio, pero que, al momento, se convirtió en una bella palabra—: Darling.

Y otra vez, esta mañana, al teléfono, con toda su alma: Darling! y me pongo a temblar. Se está recuperando. Ya estará bien el martes, cuando Hugh se vaya a Londres.

No quería a Henry. No gozaba con Henry. Sólo lo quería a él. No me da miedo la terrible totalidad, el modo terrible que tengo de amar. Todavía no he aprendido a no creer.

A Padre: Voy a estudiar francés otra vez, te lo prometo; pero, de momento, no quiero escribir, sino hacer música. En el fondo, mi adorado Papá, no habrías sido feliz con una mujer como yo, porque soy una persona apasionada que sólo entiende la vida líricamente, musicalmente y cuyos sentimientos son mucho más fuertes que la razón. Estoy tan sedienta de lo maravilloso que sólo lo maravilloso tiene poder sobre mí. Dejo ir todo lo que no puedo transformar en una maravilla. La realidad no me impresiona. Sólo creo en la embriaguez, en el éxtasis, y cuando la vida ordinaria me encadena, escapo, de una manera u otra. No quiero más prisiones.

Tú sabes vivir de las dos maneras. Tienes tiempo tanto para lo maravilloso (Valescure, Evaux-les-Bains) como para la vida ordinaria (como nuestro miserable invierno). Yo elijo siempre la luna, hasta para desayunar. Pero no aguanto los aspectos monótonos de la vida. Tiro por la borda las trivialidades de este mundo. Pensar así conduce directamente a la extravagancia. No, a la excentricidad, pero siempre a grandes pasos, con botas de siete leguas. Voy a intentarlo. Si eso me destruye, ¿vendrás a cuidarme?

¿Equilibrio? Un sueño imposible para mí, Padre-amor.[32] Porque yo nací bajo el signo de Santa Teresa y de las grandes cortesanas depravadas. De una o de las otras. El misticismo de la Tierra o de los cielos, pero siempre los extremos.

Eso en cuanto a las estrellas. No estés triste, Papá. Astrológicamente coincido con Bergson, George Sand, Santa Teresa y Rimbaud. Así que ya ves, en lugar de huir a África para librarme de la locura, como hizo Rimbaud, me dedico a la locura de los demás y me comporto lo mejor posible para no disgustarte. Pero dime, dime que me amas como soy. Libérame de la carga de tu idealismo, que me tiene por quien no soy. Lamento haberte decepcionado, pero, tal como soy, te amo como ninguna hija ha amado nunca a su padre.

13 de julio de 1934

Hugh se fue el martes, después de decir a Rank que nada podía persuadirlo de que yo fuera distinta a la mujer que él cree que soy, pintándole a Rank un increíble retrato de mi inocencia fundamental. A la misma hora en que subía al tren, yo estaba en los brazos de Rank. No pudimos esperar a Louveciennes, a estar solos. Me rendí completamente a un ardor que pensé alcanzaría las raíces más profundas de la expresión sensual. Mi exaltación, como una inmensa nube coloreada por el iris, se cubrió de ironía: Une éducation sexuelle reste à faire. Necesita educación sexual. Pero como una creadora, ponderé el material y lo encontré bueno: allí estaban todos los elementos sensuales, potencia, vibración, impetuosidad. Sólo faltaba la pericia. Mi nube no se marchitó. Caímos en un sueño e hicimos planes para la noche siguiente.

Louveciennes. Calor. Casa fría y oscura. El brillo del color y del sol. Yacemos en la cama. Demasiado rápido, es demasiado rápido, ignorante de la respuesta femenina; pero el amor es inmenso, el abandono para amar, la generosidad. Preparamos la cena alegremente, solos. Está contento. Nuestra conversación dista mucho de ser brillante. Intimidad. La busca constantemente. Bebemos champán y le añadimos melocotones, como hacen los vieneses. La noche es suave, como pétalos florales. Somos como plantas, comiendo, riendo, meciéndonos. La poesía nos rodea por todas partes. Ninguna en su lenguaje. Caemos medio dormidos. La ventana está abierta de par en par a una belleza que me duele. Ronca. Mis sueños, como una respiración, invaden la habitación donde un hombre ronca. Sueños descontentos, no alimentados. Pero cuando quiero irme, me sujeta: «No te vayas. No me dejes. Te deseo. ¿Dónde estás? ¡Tú!». Me quedo allí echada, soñando, esperando. Su cuerpo emana un intenso fervor. Pero quiero estar sola.

Finalmente, le susurro:

—Debo irme y dormir en la otra habitación. Aquí me siento incómoda. No puedo dormir.

—¿Por qué, por qué? —murmura.

—Podría venir alguien por la mañana.

(Pensaba en la mañana en que Hugh vino tan pronto).

Me dejó ir.

Me fui a la habitación de Eduardo (estaba fuera) y me acosté.

Vida humana. ¿Aceptaré alguna vez la vida humana? El veneno de mis sueños. Estaba casi dormida cuando vino, llamándome.

—No puedo dormir —dijo—. Lo que has dicho de la mañana me ha despertado completamente.

Nos echamos a reír. Fui a su habitación. Me senté en el borde de la cama. No le conté lo del regreso de Hugh aquella mañana, para no inquietarlo. Le dije que tenía vagos temores de dormir en la misma habitación, aquí, en mi casa. Lo comprendió. Hablamos. Reímos. Me hizo echar a su lado. Luego, le invadió de nuevo una ola de deseo y me tomó apasionadamente, sin excitarme. Para él todo fue maravilloso. Sólo amé su amor por mí. No me cuesta trabajo acariciar y rendirme al fervor. Todo fue maravilloso para él: el desayuno en el jardín por la mañana temprano, la paz y la alegría que le doy, la expansión y la naturalidad. Su felicidad me dio felicidad. Sólo aquel sueño retenido en mi interior, el sueño lloroso e irónico, Rank tenía el pasito corto del Dr. Caligari. Su naturalidad era diferente a la de Henry.

Tenía todo el día ocupado.

Fui a ver a Henry. Estaba inerte, apático, melancólico. Pintando acuarelas, no escribiendo, viviendo como un sonámbulo. Bloqueado como Eduardo. Y encerrado en sí mismo.

Empezamos a discutir por nada, sin razón ni sentido. Pero, de pronto, me di cuenta de que era una escena de celos. Y las lágrimas asomaron a mis ojos. Sentí una angustia inmensa. Toda nuestra charla significaba en sus fríos ojos azules: Me abandonas; sé que me abandonas. Y habíamos hablado así, caótica, estúpida y ciegamente; pero yo sabía lo que nos decíamos. Henry era como Eduardo cuando lo atormento.

Nos reconciliamos por nada. Henry me sostuvo cerca de él. Vino a mí y gocé de él, y otra vez fue exactamente como si ningún otro hombre me hubiera penetrado o poseído nunca. Sólo Henry.

Me encontré con Rank para cenar. Su humor es vulgar. Hace juegos de palabras y dice tonterías. No es una alegría divina, sino chistes. No podía venir a Louveciennes porque su esposa le iba a telefonear. Me llevó en taxi hasta St. Cloud para que allí tomara el tren. Nos besamos en el taxi. Es fácil besarse cuando se ha encendido una vela entre dos personas, una costumbre. La desilusión no apaga todo al instante. El fuego tiene que consumirse. Además, amo a un filósofo trágico con un gran fondo de amor y patetismo judío. Su yo diario, su yo vulgar, le pain quotidien, está siempre un poco rancio. Sufro hambre por lo maravilloso.

No había tren hasta dos horas más tarde. Bajé andando la colina de St. Cloud. ¿Iría esta noche a tomar drogas? ¿Bebería hasta la inconsciencia? ¿Me hundiría en las tinieblas? Oh, qué amargura en mi boca. Y, luego, un grito, llamé gritando: «¡Henry! ¡Henry!». Caminando colina abajo, nostálgica de Henry. ¿Se había perdido? ¿Lo había perdido? ¿Lo había empujado yo?

Corriendo, cogí un taxi y fui a su casa. Había salido. El portero me dio la llave. Me metí en su cama. Leí. Esperé. A medianoche, oí la puerta de la calle que se abría por décima vez, pero sabía que era él. Un Henry callado, sorprendido, quizá sabedor de lo ocurrido… feliz. Le conté un montón de mentiras. No importaba. Sabía porque lo sentía. Nos dormimos abrazados. Nos despertamos abrazados. Todo fue como antes. Nos sentamos y trabajamos juntos en mi prefacio para su libro. Y Henry, milagrosamente, resucitó. Un hombre nuevo. Todo funcionó otra vez. Dijo: «Otra vez estoy despierto». No dijo: «porque has vuelto». Pero lo sabíamos. Porque había dicho: «me atormentaban los celos».

Quiso ponerse a escribir inmediatamente. Está alerta y feliz. Y esta noche vendrá a Louveciennes. Hugh vuelve el domingo por la noche. La esposa de Rank regresó anoche, así que está prisionero.

Hasta que Henry me haga daño, hasta que me traicione, soy suya. He intentado liberarme de él muchas veces.

La mañana en que Rank y yo salíamos de Louveciennes, recibí una carta de mi Padre.

16 de julio de 1934

El domingo por la noche recibí a Hugh con afectación. El lunes por la mañana me desperté enferma, porque no quería ir al Psychological Center, no quería convertirme en analista. Pero fui por Rank.[33]

Paseando al sol, camino de la Cité Universitaire, me sentí invadida por un ánimo griego —la vida del cuerpo en plena floración bajo la fragancia filosófica—. En la sala de conferencias, quince maestras de escuela y tres hombres dinámicos e interesantes: Rank, doliente, ojos negros, gesto suave; Hilaire Hiler*, grande, voz tonante, pletórico, como Erskine; [Dr. Harry] Bone*, frente amplia, ojos reidores, pose americana.

Pausa al final de la primera conferencia, que fue como el zumbido de una abeja.

Las discusiones son pragmáticas, aburridas, como todas las hábiles charlas americanas. No interesan por sus ideas. Rank está muy por encima, con sus inmensos libros cosmológicos, su inconformismo, su sutileza. Ahora, por un momento, puedo verlo como el brillante filósofo y el peligroso enemigo de Freud. Penetramos juntos en nuestra época no trágica. Pero allí está, en el fondo de sus ojos negrísimos y en el fondo de los míos, pero hoy nos reímos. Me río. He descubierto el humor, el placer.

Al final de la sesión, Bone viene directamente hacia mí, se presenta, habla y me pide que le ayude a elevar el nivel de las discusiones. Parece irónico, divertido, elegante.

Rank me había pedido que lo esperase: «¿Estás libre? Podemos almorzar juntos. Dentro de media hora nos encontramos en el Café Porte d’Orléans».

Llega corriendo. Pide pollo. Ya no estoy enferma. Me dice que tenga cuidado con Bone, que es demasiado elegante. Bone se ha dado cuenta enseguida de que yo, al menos, no aburro a Rank. Bone me ha parado a la salida: «¿Por qué no almuerza aquí, en la escuela?». El pollo está muy bueno y me río.

Rank me lleva a una casa encantadora, cerca del Parc Monceau.

No tengo excusa para no gozar. Rank se ha convertido en un amante conmovedor. Pero es que me siento retraída, fiel a Henry. Gozo de los abrazos y las caricias. Represento la eterna comedia. Espasmos sólo para Henry. En una expresión misteriosa de fidelidad, retengo el orgasmo, como hacen las putas. Es maravilloso que ya no sea tímida. Hubo un tiempo en que era fría por timidez; temblaba, con el cuerpo y el corazón fríos de miedo. El amor como prueba. Ahora todo es espontáneo y sólo mantengo encerrado el último secreto para el Uno, como la puta.

Acepto la vida como es, la fealdad, lo inadecuado, las ironías, en aras de la alegría, en aras de vivir. Es una comedia. Es vagamente ridículo y, en el mejor de los casos, el más apasionado está lleno de sentido hogareño. El sentido hogareño. El que mi Padre repudió a costa de la naturalidad. Siempre habrá demasiados días trágicos. Hoy río, despreocupada, dejando que los demás se preocupen. Pasando a otros la carga.

Ahora. Hago muchas preguntas a Rank. Hunde la cabeza en mi pecho y dice: «No puedo pensar cuando estás conmigo». Sólo se expresa con un amor sin palabras, ciego, inconsciente. Se funde dentro de mí, pero no advierte mi apariencia, el color, los detalles. Todo es una oscura unidad —de nuevo oscuridad— no representada, no exteriorizada, sin formular. Para él soy claramente sexo, sexo adornado con las demás cosas. La imagen que desea es la de la amante. Aprueba que yo no desee tener hijos, aborrece la figura de la madre. Soy resplandor, color, sentidos y vino, y eso me satisface, por mudo que sea (¡no las frases de Artaud!). Me ama con sus sentidos. Me siente. Hablar es secundario.

21 de julio de 1934

Hay ya un gran abismo entre el mundo que ve Rank y el mío.

Debo al amor de Rank esta gran exaltación, al igual que Henry debe a mi amor sus más poderosas ascensiones creativas. Miro su amplia boca con inmensa gratitud. Estoy viviendo un sueño de calor y ligereza.

23 de julio de 1934

El seminario no ofrece nada. Pero luego quedo con Rank y no puede esperar a la ceremonia del almuerzo. Me lleva en coche a la casa. Se arroja sobre mí. Me devora. Me muerde salvajemente.

Y luego almorzamos en la habitación, con las cortinas echadas. Almuerzo con champán y risas.

—Tienes don para vivir —le digo.

—Pero nunca lo he usado —contesta—, nunca hasta ahora.

Y después del almuerzo nos volvemos a la cama y me desea y nos hundimos en un prolongado festín orgiástico de caricias.

¿Qué fortaleza interior y secreta me mantiene cerrada ante él? ¿Y por qué? Su pasión despierta todas las regiones externas de mi ser, pero no me hace enteramente suya. Pienso en Henry.

Esta mañana me siento enferma. Hugh se va a Dinard, pero no puedo tener a Henry porque no tengo fuerzas. Tengo que estar aquí, acostada, sola. Amo la vida y la vida siempre me mata. Físicamente. Hablo con Eduardo y descubrimos esto: Creo que, para Rank, soy June. Me ama con los sentidos. Puedo destruirlo. Ama el lado mío de June, el lado peligroso, rebelde y perverso. Lo he esclavizado, pero él no me ha hecho su esclava (por mi frigidez). No deseo crear con él. Eso lo ha hecho él solo, antes de conocerme. Casi me alegro al ver que está destruyendo su propia creatividad (socava el psicoanálisis, del cual vive). En la escuela habla para mí, no para los otros. Podría advertírselo, pero Rank quiere vivir. Soy alegría, cuerpo, expansión y peligro, movimiento, color. Ansía una especie de suicidio después de haber visto el definitivo error de todas las filosofías e ideologías. Teme las verdades que ha descubierto. No ayudan a vivir. Me ha conocido y ha perdido la cabeza. Para todo el mundo es evidente que, cuando entro en la sala, deja de escuchar a los demás. Arranca el teléfono de las manos de la secretaria cada vez que lo llamo. Salta por la ventana de la clase para venir a mi encuentro. Soy consciente de la alegría que me da este triunfo. Puesto que no puedo tener a Dios, dice Eduardo, tendré a los analistas, a quienes todo el mundo considera como dioses. Triunfos. Como triunfé sobre mi Padre. Pero no me doy a ellos. Me conservo para mí misma. ¿Hasta dónde podré ser June para Rank?

Eduardo y yo observamos que nunca he ido hasta el final de mis perversidades. No tomé drogas con June. Me adapté a la imagen que Henry tenía de mí, opuesta a la de June (pero a veces Henry se pervierte y dice: «Cuando vivas conmigo te haré llegar al final de las cosas». Y eso significa: «Para que sea la June que llevo dentro»).

Siendo la madre de Henry, no puedo ser June.

En cuanto al final: No lo alcancé con June y con Henry. Me detuve en alguna parte y escribí la novela. La novela es el aboutissement.

No llegué al final con mi Padre en una experiencia de odio y antagonismo destructivos. Creé una reconciliación y estoy escribiendo una novela sobre el odio.

Henry llegó hasta el final con June. ¿Puede escribir una novela? Tiene cuarenta y dos años, vivió ocho con ella y no escribió sobre ella.

¿Llegaré hasta el final con Rank? ¿Qué me detiene? Digo que la salud. Pero es la creatividad. ¿Me freno al borde de la destrucción y la autodestrucción con el fin de catalizar todo artísticamente?

Quiero sacar a la vida a la June que llevo dentro.

Eduardo me envió a su analista como ánima suya. Yo, como mujer, tendría el amor que él quiere del analista, el amor que desea su yo femenino. Así es como interpreto que me llevara al psicoanálisis a sabiendas de lo que sucedería.

Le dije hoy: «¿Debo ir ahora a Jung para conseguir otro trofeo?». Trofeos y no cura, sino más vida y amor. Esclavos. Eduardo adora a Jung. Sabe que Jung también sería humano conmigo. Y si escribiera la novela de las ideologías de estos hombres y el drama de sus tentaciones por mí… Ellos son los sacerdotes y yo soy Tais. Sólo que no sé qué me impide ser June. ¿La compasión de escribir la novela o un cuerpo más débil?

Hoy me pongo enferma para no continuar viviendo. De no ser así, Henry estaría aquí, y mañana, la escuela; el martes, Rank, y el viernes, el viaje a Dinard. Etc. ¿O fue el champán? Es igual, tengo el sentido, no de la tragedia, sino de la alta y perversa comedia. Poder.

Eduardo y yo continuamos girando la bola de colores. Escribo las novelas, quizá más para suplir las deficiencias de la vida. La novela era mejor que tomar drogas. Era mi droga máxima. Cuando la vida se convierte en un valle yermo, me detengo.

Odio al Padre. Guerra con el Padre. Inútil derroche de emociones. Mejor era escribir «El Doble».

La vida con Henry. Satisfactoria, por lo tanto no escribo una novela. Sólo puedo hacer su retrato vivo.

La idea de sacar a la June que llevo dentro, la mitad de mí que enseguida reconocí en June y que con tanta fuerza me atrajo.

La pasión de Rank es como un tóxico. Para vivir tan sólo los momentos intoxicantes de la vida. Pongo la música y mi sangre vuelve a danzar.

Música.

He leído parte del libro sobre la técnica de Rank. Le dije: «Me estoy enamorando de tus libros. ¿Tienes celos?».

—Eso depende de lo que te alejen de mí.

Sí, hay dos Rank. Rank el filósofo y psicólogo y Rank el ser humano. El ser humano sólo tiene una virtud: el poder de amar. Es lo que quiero. Quiero vino.

Los equivalentes que he encontrado del vino y las drogas son muy potentes, y dan vida, no muerte.

El psicólogo escribe: «Frigidez: una de las típicas expresiones de conato de parcialización llevado demasiado lejos…».

Pero, con qué perfección represento el papel de la «totalidad». Me conmuevo y respondo con cada partícula de carne y nervios. Represento sólo una comedia parcial. El calor está dentro de mí. Estoy suficientemente quemada. Doy lo suficiente para el recuerdo y para que sientan después nostalgia.

Así, biológicamente, expreso mi definitivo freno con Rank. Amando sólo parcialmente.

«De aquí se desprende la definición de que el placer es el resultado de parcialización exitosa».

1 de agosto de 1934

Aquel viernes salí hacia Dinard absolutamente rendida, asombrada y emocionada por la sensualidad de Rank. Es tan voluptuoso e instintivo. Una vida confusa y carnal en aquella habitación. Y luego, Henry; y luego, en Dinard, juego y gano; y el regreso con Rank y su apetito, y otra vez casi saciada de amor.

Un mundo confuso, no formulado —como el de Hugh—, sin palabras. Me sumerjo otra vez en una luz crepuscular, en una nebulosa. Rank, como Hugh, se pierde en mi carne y entrega su alma. Y yo me hundo también. No pienso, no hablo. Eduardo es el único que ve y sabe todo lo que ocurre. Vivo en un sueño. Sueño lleno de gente, de amor, de sensaciones. Sólo me despiertan los dolores más triviales —insultos imaginados, la más ligera ofensa de alguien—, y entonces vuelvo corriendo a buscar cobijo bajo las amplias alas de Hugh, cuando veo que, incluso en la cima más alta de mi vida, sigo siendo hipersensible y me invento los insultos.

Oscura y misteriosamente, actúo para Rank con los gestos de mi pasión por Henry, magnificando la ilusión de su completa posesión de mis sentidos; gestos y palabras repetidos, pero irreales.

He perdido las ganas de escribir.

2 de agosto de 1934

Depresión. Agotamiento. Cuando no veo a Rank lo echo de menos. Su intensidad, su gravedad, su oscuridad, su mutismo. Un mundo de somnolencia. He descendido a lo impulsivo, a lo instintivo. Con todo, Rank es rápido y vivaz. Me desconcierta, me arrastra, como hizo Hugh. Cavernas.

De pronto he dejado de luchar con Hugh. Me siento cercana a él. Jamás se asentará en la vida, en la claridad, en la expresividad. Los análisis lo han elevado a la astrología, a evolucionar allí. En la vida sólo está ausente, difuso, sin alegría, lento, tardo, olvidadizo, nebuloso. Que sea como es.

Nuestra habitación en la Rue Henri Rochefort, cerca del Parc Monceau. Una casa tranquila donde una mujer bonita nos acompaña en el ascensor, sin mirar a nadie, sin hacer preguntas. La pequeña antesala, el dormitorio y el cuarto de baño como en los grabados franceses. Pedimos el almuerzo por teléfono y lo sirven en la antesala mientras permanecemos desnudos en la cama, fumando. Oímos la explosión del tapón del champán La criada ha desaparecido. Todo es como un juego. Río y estoy hambrienta. Rank come con rapidez; yo, lentamente, como Henry. Sus grandes ojos negros se mueven pesadamente en las órbitas. Parece como si mirara por encima de sus propios ojos, con la barbilla hundida. Son ojos pesados y tristes, como la amplia boca. No nos acabamos el champán. No nos acabamos los cigarrillos. Su cuerpo es otra vez todo llamas, de la cabeza a los pies. Ahora se prolonga, se retarda, saborea la plenitud. Hace calor cuando nos despertamos. Nos bañamos juntos. Me dice que, cuando era niño, le gustaba coger peces con las manos, sólo con las manos. Y los capturaba. Me meto en la bañera con el reloj de pulsera puesto y nos reímos. Todo está a media luz porque todo es sentimiento. Nos hablamos con caricias. Nos acostamos en silencio, pero él hunde su cabeza en mi pecho. Y gruñe de placer. Como un animal escondido.

Cómo es que el roce de la carne genera un perfume y la fricción de las palabras sólo produce dolor y división. Formular sin destruir con la mente, sin falsificar, sin matar, sin marchitar. Eso es lo que he aprendido de la vida, esa delicadeza y respeto de los sentidos. Ese respeto por el perfume será mi ley en lo que escriba.

Es el poeta que se afirma en su lucha con el psicoanálisis.

4 de agosto de 1934

Me siento junto al sensual Hiler, que me ha pedido que sea su amante y, si no, su analista y, si no, ¿me fumaría con él un kif?

Dentro de ocho semanas estaré viviendo al lado de Henry. Siempre Henry. Me gustaría fumar una vez con Hiler y acostarme con él, porque se parece mucho a John. También me gustaría esclavizar por completo a Bone, que tiembla cuando me acerco a él. Lo espera.

Pero paso mis tardes libres con Henry y sólo respondo a sus caricias.

Y anhelo ver a Rank para que me acaricie y me rodee. Hemos planeado estar en Londres al mismo tiempo.

He hecho las paces con Hugh, he aceptado sus limitaciones en la vida, en la vigilia. Siento ternura.

Me doy cuenta completamente de mi satisfacción humana y acepto mi soledad espiritual y mental. Poseo mi propia alma solitaria, aquí, en el diario.

Pero no puedo mejorar mi novela. He terminado la traducción del volumen uno [del diario] al inglés. Hago planes para viajar a Londres, donde nos ha invitado el presidente del banco. Veremos a Rebecca West. Planeo mi vida en octubre.

—Cuando vivamos juntos —dijo Henry—, no te dejaré ir por ahí de esa manera.

7 de agosto de 1934

Je brûle. Estoy ardiendo de deseos. De todos los sueños, de todas las sensaciones imaginables. También de ideas.

Ayer hablé con los Bradley como una antorcha; con humor y también con luminosidad en el tacto (¡qué metáfora!). Hablé abundantemente.

Y hoy pasé unas horas con Henry. Y, al mismo tiempo, echo en falta tremendamente a Rank. Lo veo en la escuela. No podemos encontrarnos. Hambre física. Estoy presa, presa. Soy consciente de que mi egoísmo, mi vanidad, mi engreimiento aumentan con mi fuerza. Todo se magnifica con esta expansión de mi yo. Tant pis. Divierto a los otros, los inspiro; ¡esas cosas no pueden hacerse con un Yo hinchado!

Henry lee mi novela y se enamora de mí otra vez. Dice que, si pudiera, no me cambiaría en nada. Ha llorado y reído con el libro. Buscamos juntos nuestro futuro hogar.

Y Rank revolotea en las lentes de mi fantasía mientras estoy con Henry. Rank, rápido, pequeño y tenso, oscuro y apasionado, como otra parte del mismo Henry, como una de sus caras, como un doble. Siento una extraña correlación; una mitad de Henry que se ha separado y me ama.

Mis senos están llenos y pesados. Las sombras se unen entre ellos. Tengo mucho amor para dar. Mucho, mucho. Estoy ardiendo, ardiendo como Juana de Arco.

«De este modo, la psicología se ha convertido en el peor enemigo del alma» (Rank).

Bradley piensa que quizá no tengo los años suficientes para abordar mi gran tema (la historia de Padre). Me sugiere que escriba la historia de alguien como ejercicio preparatorio. Me habría gustado ser la Reina de Alicia en el País de las Maravillas para gritar secamente: «¡Córtenle la cabeza!». Pero cuando añadió más adelante: «Me cuesta hablar ahora: aún no estoy acostumbrado a la dentadura postiza», rasgué el decreto de muerte. Aunque había cometido dos serios delitos. Puso a Blanche Knopf como árbitro de mi novela y ahora me dice despreocupadamente que es una mujer sin ninguna inteligencia.

Escucho el violín y sueño con las caricias de Rank mañana.

Sueño: Después de hablar con Eduardo acerca de mis sentimientos maternales con él, de ser como mi Tía, voy a verla. Observo que le han cortado el cuerpo por debajo de los hombros, por encima del pecho, y está clavada en una plataforma con ruedas. Su rostro es vivo y hermoso. Me arrodillo para hablar con ella, fingiendo que no advierto nada anormal, pero abrumada por la ansiedad y el horror y la sensación de que es a a quien le pasa esto. Me pregunto cómo puede estar viva, si no tiene corazón, y cómo puede comer y digerir. De pronto, Tía se pone histérica. Forcejea y se revuelca como un escarabajo, con la plataforma por los aires. Alguien la recoge y la coloca en su sitio. Me doy cuenta del esfuerzo que ha hecho, de su sudor y de que el vestido está mojado alrededor del cuello.

Este sueño me persiguió durante días, y su vivacidad y realismo me lo hicieron inolvidable. Rank: «La influencia de los sueños sobre la realidad es tan grande y aparentemente más significativa que la influencia de la realidad en los sueños».

La pasión de Rank por mí es contagiosa. Me pierdo en ella, cada vez más. Me arrastra. La habitación resplandece con ella. Me siento presa de su vibración. Es toda carne y silencio. Pero yo no tengo sus miedos. Tiene miedo de que no dure, de que me aleje de él. Se siente perdido y empieza a temer su intensidad. Sabe ahora que la vida sólo está contenida en estas dos o tres horas; se zambulle en ellas. Es lascivo, voraz. Cuando despierta, habla, y ya es otro. Me desenredo, vuelvo a estar sola. Siento menos ternura, menos simpatía que la que siento por Henry después de la pasión. Casi ninguna. Sólo la respuesta sensual. Ningún deseo de dar, ninguna ilusión desbocada. Sin embargo, cuando le pido que me excuse de ir a la escuela, dice tan solo: «Te echaré de menos», y como entre el puñado de americanos de aquella escuela sólo pienso en él, iré mañana, para ver cómo se iluminan los ojos de este hombrecito desgraciado, para complacerlo. Pero odio la escuela como odio el mundo, como odio la sociedad, como odio todo, salvo el mundo individual que he creado, con muy pocos y selectos habitantes.

10 de agosto de 1934

He descubierto la miserable realidad, el significado de los improperios y desvaríos de Lawrence y Henry sobre la desintegración del mundo (para mí eran sólo palabras). ¡Desastre! El pesimismo de Hugh, de los hombres, los temores concretos de los hombres que pierden el poder y el dinero. He visto la ruina y el éxodo de los americanos, los cambios y estragos producidos por las condiciones del mundo. Vidas individuales sacudidas, envenenadas, alteradas. La lucha y la inestabilidad de todo ello. Me sentí aplastada. Me dolió durante un día. Y luego, con mayor terquedad, furiosa y desesperada, continué construyendo mi vida individual como si nada estuviera sucediendo. Me negué a compartir el pesimismo y la inercia universal. Me puse anteojeras y cera en los oídos. Seré a quien disparen mientras baila.

Bailar. Rank y yo, solos en el estudio de Chana Orloff*, que ha pedido prestado. Nos hundimos en el salvajismo. Embriagados. Su vehemencia me exaspera. Rank me envuelve, me envuelve toda, aunque, cuando me despierto de nuestra proximidad física, me despierto liberada de él. Es mi cuerpo el que está sitiado. Es mi cuerpo el que va hacia él, como empujada a caminar sobre las llamas. Voy a donde hay llamas.

Todo el mundo me ve arder. Una vez me pregunté quién era el Doble negativo, Padre o yo. Soy yo. Él vive ascéticamente y me mira fascinado. «Feux d’artifice», me dice. Sé que ahora lo hago reír con mis cartas, llenas de verbosidad, y que le hago correr la sangre con mayor rapidez. Ya no puede ponerme un final. Nadie puede ponerme un final. Ni siquiera la desesperación del mundo.

Los ojos de Rank. Llenan todos los silencios. Su sentido de integración. Lo amo abandonándome, como la emoción de abandono que Henry me da. Qué dulce, también, la pérdida del yo.

Cuando despertamos, nos movemos, hablamos y la totalidad se fragmenta en estratos. Hay estratos en los que no nos encontramos. Su comprensión es infinita, como un mar, pero yo navego solitaria por él. Él es todo, inmenso, pero no personificado o palpable, salvo en el amor. Grandes zonas de silencio, de lo inanimado, de lo inhumano. De pronto, cambia, y formula una idea sobre el ensayo de Henry acerca de Lawrence y la psicología femenina. Es afilado y agudo. Y luego vacila, y se derrumba en la selva de mis senos, mis cabellos, mis piernas. Il veut se perdre, se noyer en moi. Quiere perderse, ahogarse en mí.

Me despedí de la escuela (exactamente igual que hice cuando tenía dieciséis años y me fui de la Wadleigh High). ¿Qué es lo que quiero salvar de la mediocridad y falta de inventiva de esos sitios y esa gente? Mi mundo individual.

11 de agosto de 1934

Visito a Henry, que ha puesto todas sus esperanzas en nuestra vida juntos. Tomo quinina para precipitar el parto del huevo de Pascua. Recompenso a Hugh por haber sido anoche encantadoramente pedante, atractivo y sincero. Cuando estoy sola todo el día no soy feliz. En esos casos, vuelven y me asaltan todas las locuras, las obsesiones y las amenazas.

Domingo. Esta es mi droga y mi vicio. Este es el momento en que empuño la misteriosa pipa y me complazco en mis divagaciones. En lugar de escribir un libro, me tumbo de espaldas y sueño y hablo conmigo. Una droga. Me alejo de la realidad para adentrarme en los reflejos, convierto los hechos en humo, en sueños lánguidos. Este impulso, esta fiebre que me mantiene tensa y con los ojos muy abiertos durante el día, se disuelve en el abandono, en la improvisación, en la beatitud y en la contemplación. Debo revivir mi vida en el sueño. El sueño es mi única vida. Busco en los ecos y en las reverberaciones la transfiguración que conserva la pureza del milagro. De otra manera, toda la magia se pierde. De otra manera, el hombre que hechiza mi cuerpo sólo muestra su deformidad, y la sencillez se convierte en herrumbre, herrumbre que se desprende de las articulaciones que sólo deben romperse bajo el peso del placer.

Mi droga. Todo lo cubre con una niebla de humo, deformante y transformadora como la noche. Para mí, toda la materia ha de fundirse de esta manera, a través de las lentes de mi vicio; de no ser así, la herrumbre de la vida frenaría mi ritmo hasta convertirlo en un sollozo.

14 de agosto de 1934

Me estoy enamorando de Rank. No puedo vivir sin verlo. Es hambre, hambre irresistible. Corro a verlo hoy. Es como tocar fuego. Me hace tremendamente feliz. En alguna parte, muy hondo, muy hondo en la oscuridad, estamos juntos. Me echo allí y me pregunto por qué soy tan feliz.

Rank me da la más esquiva de las realidades, la realidad del amor, del amor activo y explosivo. El amor lo abruma, le duele, como a mí, lo hiere; casi llora de alegría por el abandono y el éxtasis de una caricia. Un cariño tan inmenso que lo rompe.

June dijo, y lo sabía tan bien como yo, que esta no es la manera de amar de Henry. Y ella también lo anhelaba. Es un amor femenino, exultante, entregado, absorbente, casi fantástico, anormal. En este pozo de mismidad, igual de temperatura, hay un fondo de duda y ansiedad y hay una alegría tan rara, tan rara. Solicitud. Todo sentimientos, todo generosidad, todo abandono, más allá de uno mismo, más allá de todos. Las estatuas [en el estudio de Chana Orloff] nos rodean por todas partes, todas de mujeres de vientres prominentes, embarazadas, de carnes redondeadas, senos maduros, maternidad, abundancia.

Miro el techo blanco, con la cabeza de Rank sobre mis pechos (ahora son auténticos pechos, llenos y pesados). Rank dice que está desesperado, que quizá se vea obligado a ir a América. Aquí no puede ganarse la vida. No quiere irse. ¿Qué vamos a hacer? Me siento golpeada, muy dolida. Sugiero otras soluciones. Le ayudo a hacer planes. Toda nuestra alegría está en unir nuestros cuerpos. No queremos cartas, charlas ni ideas. No tenemos nada que crear juntos. Su creación está consumada. Quiere vivir. Resucitado en la carne. Y la presión de la realidad es terrible.

Me he aferrado a mi «hijo», el Huevo. Abortar me ha llevado más tiempo que a ninguna otra mujer. La sage-femme se ha quedado perpleja. La concepción, a causa de la introversión de la matriz, era imposible. Sin embargo, ha ocurrido. El aborto tenía que haberse producido a las dos semanas. A mí me ha costado cuatro meses. He amado la sensación del crecimiento en mi interior, el bienestar físico, la riqueza, el vínculo con la Tierra, la completa experiencia física del embarazo. Tengo sueños: De una mujer que arroja a su bebé al mar y me enfurezco con ella. De niños tullidos que no quiero mirar. Odio la destrucción. He amado esta semilla que llevo dentro.

Conscientemente, tomé mi decisión y la llevé a cabo. Inconscientemente, conservé la ilusión. La hinchazón del vientre, el sentimiento de expandirme, de plenitud.

Empiezo una carta a mi Padre y los sollozos hacen que la interrumpa. Frustración y desesperación. No es un Padre. Amo una imagen de él que no existe. Cuando está lejos, esta imagen empieza a obsesionarme. Sé que cuando está cerca es sólo tristeza.

No me encuentro bien. Vino Dana Ackeley, un amigo del padre de Hugh. Con una voz como la de John y la misma manera de pronunciar mi nombre. Por eso, cuando dijo: «Anaïs, es bueno este almuerzo», fue como si me cubriera de claveles rojos. No soy más que un mar de sensaciones, de sentimientos a la deriva.

15 de agosto de 1934

Veo a Henry imaginando y creando nuestra vida juntos, apasionado y alerta, planeando cómo venderá sus libros, cuánto trabajará; me alegra ver su alegría de tener «sexo, un hogar y comida, y ¡el mejor sexo!». Es tierno, pero también celoso: «¿Le dijiste a Rank que era nuestro hogar?».[34]

No se lo dije a Rank. Habría preferido vivir sola. De nuevo no hago exactamente lo que quiero hacer. Y mi ternura por Henry sobrepasa todo lo demás. Estoy atrapada. Ojalá pudiera olvidar a Rank y volver a lo absoluto. Todo para Henry. Ciegamente, fanáticamente. Siempre estoy atada, no me pertenezco. Pero todo está bien. El amor es una esclavitud divina. Amo. Amo. Amo. Tampoco podría dejar a Henry. No podría vivir sin Henry. Ni sin Rank.

21 de agosto de 1934

Siento por Rank una pasión real, una ciega hambre física. Todo cuanto nos rodea en el momento de acostarnos juntos no es tan importante como esa ardiente colisión. La había necesitado tanto, esa oscuridad e intensidad, ese flujo apasionado, puramente instintivo. No podemos hablar; ni siquiera podemos separarnos para hablar. Dice: «Precisamente porque he terminado mi creación sin ti, puedo amarte como mujer». Sólo como mujer. Pasión. Ninguna conversación. Ninguna creación. Ninguna madre. Ninguna comunión. Ninguna ternura. Sólo colisión y embriaguez, conjunción y un hambre física que con nada se sacia.

Luego dice: «Nunca me he reído con tantas ganas como contigo». Ha vertido toda su alegría dentro de mí, sus nuevas alegrías. Reído, ¿a la manera de los esquimales? (Los esquimales, en su extraña lengua, para decir que hicieron el amor, dicen «rieron juntos»).

Hablando de psicología social y del doble, le pregunté que por qué sólo nos acordamos de Robinson Crusoe en su isla, cuando la realidad es que dos tercios del libro están dedicados a los viajes de Crusoe después de abandonar la isla. «Pero no olvides a Viernes», dice Rank. (El viernes es cuando acostumbramos a vernos. Mi noche libre es la del viernes; dentro de una semana y dos meses, a contar desde el viernes, me espera en Nueva York). «Crusoe pudo soportar su isla desierta gracias a Viernes».

22 de agosto de 1934

Me desperté al alba y le dije a Hugh: «Para mí el arte es un acto de amor humano. Si escribo la síntesis de la obra de Rank, será sobre su vida; no una intelectualización, sino una dramatización». Afortunadamente, Hugh estaba medio dormido y, en cualquier caso, como dijo Rank, el doble de Hugh, o su otro yo, no sabe lo que la otra mitad piensa o hace. Una mitad de él sabe todo lo que estoy haciendo; la otra mitad lo ignora. Estas dos mitades nunca se encuentran ni se comunican. Por lo tanto, no hay realización ni cristalización.

Viene Rank y habla de la vida. Habla de este amor que no llamamos amor, este amor más allá del amor que conocemos, inmenso, infinito, cósmico, no individualizado, indoloro, ilimitado, generoso, con un nivel de fluidez que ni él ni yo habíamos conocido nunca. No sabemos dónde vivimos, pero es el mundo más grande y elevado que hemos conocido.

—Hasta ahora me he negado la vida, o me fue negada, por mis padres primero y luego por Freud y por mi esposa.

Su entrada en la vida es un bello espectáculo.

Empezamos a hablar de la danza —Salomé—, a la que preferiría que me dedicara y no al análisis, porque está más cerca de la vida. Le cuento que me había comprometido con la Joselita para bailar otra vez en Pascua, compromiso que tuve que anular cuando supe que estaba embarazada. El hijo me impide bailar pero, luego, anteanoche, quise bailar para perderlo. ¡Una danza salvaje!

Rank insiste en que baile. Y la corriente de la vida es tan fuerte, tan impetuosa, que la acepto y vuelvo la espalda al arte.

Allendy me busca. Está triste, deprimido. Cree que va a morir. Cree que me ha perdido. Me tiende la mano, ruega, suplica, lucha. Dice que piensa que ha fracasado conmigo como hombre, que quiere otra oportunidad. Dos oportunidades más. Me ama. «Ma petite Anaïs, fuiste tú quien me pervirtió. Me invitaste, con toda tu imaginación. Representé para ti un papel, no estaba a gusto. No lo hice bien».

—No quiero hacer comedias —le dije.

—Bueno, déjame ser yo mismo para recuperarte. Me diste la impresión de tener un complejo de inferioridad.

Me entraron ganas de reír.

Sueño: Voy a ver a mi Padre, con la cara tatuada y agujas clavadas para estar bella. Me siento muy bella. Pero cuando llego a casa, me miro en el espejo y me quito las agujas, la cara se me parte en fragmentos triangulares, hecha añicos. Corro junto a mi Madre: «¿Qué he de hacer?». Saca un peine y empieza a peinar mi cabello, que es blanco como la plata, y dice: «Dentro de un momento estarás perfectamente. Esto es todo lo que tienes que hacer».

27 de agosto de 1934

Mi vida será siempre una tragedia. Ahora estoy en Louveciennes, con Henry, empaquetando libros para nuestra casa, haciendo planes, clasificando manuscritos, y pensando todo el tiempo en Rank, nostálgica de su amor, esperando que Henry no me desee. Aunque he sido yo la que se ha hecho esta vida, no quiero vivir realmente con Henry. Hoy quiero vivir sola, porque amo a demasiados hombres. Es ahora Henry quien se aferra, quien siente celos, pero ¿no le he dado lo que exigía su egoísmo? Medio amor.

Martes. Visité a un médico, que descubre que la sage-femme no ha conseguido nada. Me han de operar y el niño tiene ya seis meses, está vivo y es normal. Será como un parto. Dentro de una semana. Había empezado a sentirme pesada y a notar temblores en el vientre. Me miro y veo mi estómago blanco y redondeado. Mis pechos están llenos de leche, una leche que todavía no es dulce. Cuando subo la colina para ver a Rank, pienso en el niño. Podría dárselo a Madre, y eso podría liberar a Joaquín. De otra manera no sería más que un obstáculo. No pertenece a mi vida con Henry; tampoco a Rank, que ya tiene un hijo y demasiadas cargas; no pertenece a Hugh porque no es su hijo y sólo podría causarle aflicciones. No pertenece a nada ni a nadie. Soy una amante. He tenido demasiados hijos. Hay demasiados hombres en el mundo sin fe ni esperanza. Demasiado trabajo que hacer, demasiadas personas a las que servir y cuidar. Yo ya tengo más de las que puedo soportar. Intento dar a Hugh, a Henry, a Rank.

Cuando llego a casa de Rank, lo encuentro triste y meditabundo. Se siente obligado a ir a Nueva York. Le ofrecen un empleo y mucho dinero. Tiene deudas. Pero querría quedarse aquí.

—¿Cómo voy a irme y ponerme a trabajar, sin vivir? Mi vida está aquí contigo. No quiero irme. Nunca busqué éxito. Y ahora menos que nunca.

Estos conflictos, que él ayuda a otros a resolver, los tiene que resolver solo. No puedo ayudarle. No es cuestión de seis meses o un año, sino de un periodo indefinido. ¿Por qué no voy con él como ayudante?

Lo seguiría a cualquier parte.

Sé que quiero irme con él. Me gusta su tristeza, su tenacidad, su afecto por los demás. Podríamos empezar juntos en Nueva York, trabajar juntos.

—Ojalá sea feliz en mi vida —dijo Rank.

29 de agosto de 1934

Después de ver a Rank tan triste, sólo durante una hora, sentí de pronto una gran angustia, una angustia inmensa. Hugh no llegaría de Londres hasta la medianoche. Telefoneé a Henry, que estaba en casa de los Lowenfels, y le pedí que viniera. Tardó en contestarme, dudando. Me sentí herida. Colgué bruscamente. Y me fui a Louveciennes. Pero esta mañana fui a buscarlo, con la intención de decirle que es un monstruo, recordando por alguna razón inexplicable al Henry que, mientras operaban a su esposa, se follaba a una negra encima de una mesa. Su crueldad. Pero el «monstruo» ya se había ido de casa de los Lowenfels la noche anterior, todo preocupado, y me había estado buscando en varios cafés, había vuelto al estudio a las diez y me estuvo esperando. Le dolía la cabeza y parecía completamente destrozado. Y todos mis sentimientos por su imaginada crueldad se desvanecieron. Estaba muy preocupado por el aborto y tremendamente afectado. Pero no dejé que me tomara. Pensaba en Rank, a quien tenía que ver a las tres.

Rank y yo fuimos al apartamento del Boulevard Suchet, que está vacío. Y nos sentimos abrumados por la tristeza. Ahogó nuestro deseo. Su viaje a Londres durante cuatro días parecía un anticipo de su marcha a América.

Ninguno de los dos pudimos dormir durante toda la noche.

Estaba despierta, pensando que no podría vivir sin él, que de nuevo me había lanzado a una pasión puramente física, que se estaba convirtiendo en amor, esclavitud, totalidad. No sólo el momento de la posesión. También el dolor y la gravedad acompañan al amor.

No entiendo.

La violencia del sentimiento por Rank es casi aterradora.

Cuando se fue, paseé por el apartamento, inquieta y nerviosa. Haciendo cosas para sentirme ocupada. Pensé en lo raro que era que Rank viviera a una manzana de distancia del Boulevard Suchet, y que mi vida estuviera tan vacía y fuera tan trágica. Vivía y trabajaba en un sitio por donde yo pasaba a menudo, paseando y deseando a John, imaginándome que John me besaba. Recuerdos. Mi vida en Suchet. La explosión de color y de danza, junto con el hambre del alma y los sentidos.

El lugar era precioso. Preparé la cama para recibir al médico al día siguiente. Estaba contenta por la dulzura y el decorado en que la Princesa va a abortar.

Me siento en el estudio y hablo con mi hijo. Le digo que debería estar contento de que no lo arrojen a este oscuro mundo, donde hasta las mayores alegrías están teñidas de dolor, donde somos esclavos de las fuerzas materiales. Me da pataditas y se mueve. Tan lleno de energía, oh, hijo mío, hijo semicreado que voy a devolver otra vez al néant, a la oscuridad y a la inconsciencia, al paraíso del no-ser. Te he conocido. He vivido contigo. Eres únicamente el futuro. Eres la abdicación. Vivo en el presente, con hombres que están cerca de la muerte. Quiero hombres y no una extensión futura de mí misma, una ramificación. Mi niño, aún no nacido, siento tus piececitos dando pataditas en mi seno. Mi niño, aún no nacido, está muy oscura la habitación donde tú y yo estamos sentados, como oscuro debe de ser para ti mi vientre, pero debe de ser más dulce yacer como tú en mi calor que estar como yo, buscando en esta habitación oscura la alegría de no saber, de no sentir, de no ver, la alegría de yacer, quieto, silencioso, en un calor y una oscuridad profundos. Todos nosotros buscamos continuamente este calor y esta oscuridad, este estar vivos sin dolor, este estar vivos sin ansiedad, sin miedo, sin soledad. Estás impaciente por vivir; das pataditas con tus piececitos, mi niño, aún no nacido. Te conviene morir en el calor y la oscuridad. Te conviene morir porque no tienes padre.

Tú y yo, diario mío, con los frascos de medicinas, en el dormitorio suntuoso. Hugh ha salido a comprar medicamentos. Ha estado el médico alemán. Mientras operaba hablamos de la persecución de los judíos en Berlín. Le ayudé a lavar los instrumentos. Llevo el «hechizo» que Rank me ha regalado. Sueño con él. En esta misma habitación, hace unos años, sufrí el vacío de mi vida. ¡Ahora sufro la sobreabundancia! Me levanto tan alegre como si me fuera de viaje. Soy tan feliz que ningún dolor físico podría acobardarme. La vida está llena de milagros, hasta cuando veo los trapos ensangrentados. Recordé esta mañana el saludo que una vez me dirigió Henry: «He aquí la Princesa Berenjena». Y le telefoneé: «Ven a visitar el palacio de la Princesa Berenjena, donde nacerá el Príncipe Berenjena». Y una hora más tarde, abrí mis piernas a los instrumentos. El doctor me dijo que no podría tener un hijo sin cesárea. Soy demasiado menuda. No estoy hecha para ser madre. Me rodea tanto amor que me echo a llorar.

Eres un niño sin padre, igual que yo fui una niña sin padre. Has nacido de un hombre, pero no tienes padre. Este hombre, que se casó conmigo, hizo de padre mío. No puedo soportar que cuide de otro hijo y yo vuelva a ser huérfana. Este cuidado es el único cuidado que he conocido. Con todos los demás fui yo quien se encargó de cuidarlos. He criado a todo el mundo. Cuando hubo una guerra, lloré por todas las heridas infligidas, y dondequiera que hubo una injusticia, luché para devolver la vida, para re-crear la esperanza. La mujer amó y cuidó demasiado. Y dentro de esta mujer había todavía un niño sin padre, un niño que no murió cuando debía haber muerto. Había todavía, dentro, el fantasma de una niñita gimiendo eternamente, lamentando la pérdida del padre. Este hombre, que se casó conmigo, cuidó de ella, y ahora, si tú vinieras, lo tomarías como padre y este pequeño fantasma nunca me abandonaría. Llamaría en las ventanas; lloraría a cada caricia que yo te hiciera. Eres también el hijo de un artista, mi chiquito no nacido. Y este hombre no es un padre. Es un niño, el artista. Necesita todo el cuidado, todo el calor, toda la fe, sólo para él. No hay límite para sus necesidades. Necesita fe, complacencia, risas. Necesita adoración. Necesita ser el único en el mundo que hemos creado juntos. Es mi hijo y te odiaría. Y si no te odiara, odiaría tu enfermedad, tu llanto, y a la mujer que gestó al niño. Debo alimentar su creación y sus esperanzas con todo lo que tengo. Te apartaría. Huiría de ti, como huyó de su esposa y de su otra hijita, porque no es un padre. Se siente violento ante un niño humano con necesidades. No comprende las necesidades de los otros. Está demasiado lleno de su propia hambre. Te abandonaría y sufrirías como sufrí yo cuando me abandonó mi padre, que no era un padre, sino un artista, y un niño. Sería mejor morir, mi niño no nacido; sería mejor morir que ser abandonado, porque pasarías la vida persiguiendo al mundo por este padre perdido, este fragmento de tu cuerpo y alma, este fragmento perdido de tu misma intimidad. No hay ningún padre sobre la Tierra. El padre es esta sombra de Dios Padre proyectada sobre el mundo, una sombra mayor que el hombre. Adorarías esta sombra y tratarías de tocarla, soñando día y noche con su calor y su grandeza, soñando que te cubre y te acuna, mayor que una hamaca, mayor que los cielos, suficientemente grande para acoger tu alma y todos tus miedos, mayor que el hombre o la mujer, que una iglesia o una casa, la sombra de un padre mágico que no está en ninguna parte. Esa es la sombra del Dios Padre. Sería mejor que murieras dentro de mí, silenciosamente, en el calor y la oscuridad.

Hugh nos llevó en coche a la clinique. Me había afeitado y preparado para la operación principal. Me había resignado a la anestesia, aunque en el fondo me aterrorizaba. Recuerdos de otras anestesias. Sensación de opresión. Dificultades respiratorias. Ansiedad. Como el sueño del trauma del nacimiento. Miedo a la muerte. Miedo a rendirme a un sueño eterno. Miedo a morir. Pero me tiendo sonriente y hago bromas. Me llevaron en una camilla con ruedas al quirófano. Con las piernas atadas, levantadas, la pose del amor, en un quirófano, con el chasquido de los instrumentos y el olor de los antisépticos, y la voz del doctor y tiemblo de frío, pálida de frío y ansiedad.

El olor del éter. La fría insensibilidad corriendo por las venas. La pesadez, la parálisis, pero la mente todavía clara y luchando contra la muerte, contra el sueño. Las voces cada vez más confusas. La incapacidad de contestar. El deseo de suspirar, de sollozar, de murmurar. «Ça va, madame; ça va, madame? Ça va, madame, ç a v a m a d a m e ç a v a m a d a m e…». El corazón late desesperadamente, ruidosamente, como si fuera a estallar. Luego te duermes, caes, ruedas, sueñas, sueñas, sueñas; estás ansiosa; sueñas con una taladradora entre tus piernas, pero insensibles. Taladrando. Te despiertas oyendo voces. Vómitos. Aumenta el sonido de las voces: «Ça va, madame? Elle vomit. Faut-il lui en donner encore? Non. C’est fini». Lloro. El corazón, el corazón me oprime y me cansa. Me cuesta respirar. Mi primera idea es tranquilizar al doctor, y le digo: «C’est très bien, très bien, très bien».

Echada en mi cama. Al ver a Hugh, rompo a llorar. Vuelvo de la muerte, de la oscuridad, del miedo, de la ausencia de vida.

El doctor espera anhelante. A las diez, me vuelve a examinar, me palpa, me hace daño. Me agota. Tiene que volver a operarme a la mañana siguiente.

He hablado con Hugh de mi temor a la anestesia. Me ha pedido que no me oponga, que lo deje ir, que piense que es una droga, un amnésico. ¿No había querido siempre drogarme, olvidar?

Por segunda vez me rindo al éter. Me rindo al sueño. Me resigno a morir. Y la ansiedad disminuye. Me dejo ir.

Esta vez es más breve. El despertar es menos angustioso. Me he puesto una toalla, como la toca de una monja, para no mojarme el pelo.

Pienso que, si Rank hubiera venido, todo iría bien. Pero está en Londres. Hacia las ocho tengo varios espasmos. El doctor creyó que se acercaba el momento. Envió a buscar a una enfermera. Hice algunos esfuerzos inútiles. Me hizo daño con las manos. Sólo expulsé el globo que me había introducido durante la operación. Se había roto y, por lo tanto, era ineficaz. El médico estaba impaciente y me instaba a parir. Lo intenté sin éxito hasta la medianoche. Estaba agotada. Entonces, empezó a empujar con sus instrumentos. Fue el fin de mi resistencia. Le rogué que me dejara descansar un poco, que me dejara dormir unas pocas horas. No podía aguantar más. Y me dejó.

Dormí a rachas y llamé a Rank, lo llamé con toda el alma. Por la mañana vino el doctor y dijo que me dejaría descansar todo el día. Muy temprano le había pedido a Hugh que telefoneara a Rank para que viniera. Y tan pronto como lo hizo me sentí aliviada. Rank dijo que estaría en París aquella tarde.

Me peiné, me empolvé, me perfumé y me pinté las pestañas. Envié a buscar a Henry. Vino con cara ojerosa y desesperada: «Oh, Anaïs, qué tormento. Dios, no sé qué decir, pero te amo, te amo». Nos abrazamos. Luego vinieron Hugh y Eduardo.

Rank vino a las seis. Y sentí una alegría terrible, inmensa. Todo este amor me llamaba para que volviera a la vida. Vino. Rebosante de amor. Yo estaba iluminada. Reviví. Sentí su fuerza.

Domingo, tarde.

A las ocho me llevaron al quirófano. Estaba echada sobre una mesa. No tenía sitio para descansar las piernas, tenía que mantenerlas levantadas. Dos enfermeras se inclinaron sobre mí. Delante de mí estaba el médico alemán, con rostro de mujer y los ojos saltones llenos de ira y miedo. Estuve haciendo esfuerzos violentos durante dos horas. El niño que llevaba dentro tenía seis meses y, aun así, era demasiado grande para mí. Estaba exhausta. Las venas se me hinchaban con tanto esfuerzo. Había empujado con todas mis fuerzas. Empujé como si quisiera a este niño fuera de mi cuerpo para arrojarlo a otro mundo. «Empuje, empuje con toda su fuerza». ¿Empujaba yo con toda mi fuerza? ¿Toda mi fuerza? No. Una parte de mí no quería expulsar al niño. El doctor lo sabía. Por eso estaba furioso, misteriosamente furioso. Lo sabía.

Una parte de mí permanecía pasiva, no quería empujar a nadie, ni siquiera a este fragmento muerto de mi cuerpo, hacia el frío exterior de mi cuerpo. Todo lo que en mí prefiere conservar, mecer, abrazar, amar, todo lo que en mí acoge, cuida y protege, todo lo que en mí aprisiona al mundo en su apasionada ternura, esta parte mía no quería expulsar al niño, ni siquiera este pasado que había muerto dentro de mí. Aun cuando amenazara mi vida, no quería romper, desgarrar, separar, abrirme, dilatarme y entregar un fragmento de vida semejante a un fragmento del pasado; esta parte mía se rebelaba y se negaba a empujar al niño hacia el frío, para que lo recogieran unas manos extrañas y lo enterraran en un lugar extraño, para perderlo.

El doctor lo sabía. Unas horas antes me amaba, me adoraba, me servía. Ahora estaba furioso. Y yo estaba furiosa, con una ira oscura, por esta parte mía que se negaba a empujar, a matar, a separar, a perder. ¡Empuja, empuja! ¡Empuja con toda tu fuerza! Y empujé furiosa, desesperada, frenética, con la sensación de que moriría empujando, que exhalaría el último suspiro sacando todo lo que llevaba dentro, y mi alma envuelta en sangre, los tendones ahogando mi corazón dentro y hasta mi cuerpo se abrirían desprendiendo humo, y sentiría la última mordedura de la muerte.

Las enfermeras se inclinaron sobre mí y hablaron entre ellas mientras yo descansaba. Luego empujé hasta que oí crujir mis huesos, hasta que se hincharon mis venas. Cerré los ojos con tanta fuerza que vi relámpagos y oleadas de rojo y púrpura.

Sentí un revuelo en los oídos, un latido, como si me hubieran estallado los tímpanos. Apreté tanto los labios que me salió sangre. Mis piernas se hicieron muy pesadas, como columnas de mármol, como inmensas columnas de mármol que aplastaran mi cuerpo. Rogué que alguien me las sostuviera. Una enfermera apoyó su rodilla en mi estómago y gritó: «¡Empuje, empuje, empuje!». Su sudor cayó sobre mí. El doctor caminaba arriba y abajo, furioso, impaciente: «Vamos a estar aquí toda la noche. Ya llevamos tres horas». Yo tenía la cabeza levantada, pero me había desmayado. Todo era azul, luego negro. Era como si los instrumentos brillaran delante de mis ojos cerrados. Cuchillos afilados en mis oídos. Hielo y silencio.

Luego oí voces, al principio demasiado rápidas para entenderlas. Se descorrió una cortina; las voces siguieron persiguiéndose, precipitándose como en una catarata, con notas agudas que dañaban mis oídos. La mesa rodaba suavemente, rodaba. Las mujeres estaban suspendidas en el aire. Cabezas. Cabezas colgadas donde estaban las enormes bombillas de la lámpara. El doctor seguía paseando, las lámparas se movían, las cabezas se acercaban, cada vez más, y las voces llegaron más lentamente.

Estaban riendo. Una enfermera decía: «Cuando tuve mi primer hijo, me hicieron pedazos. Me tuvieron que coser, y luego tuve otro y me volvieron a coser y luego otro».

Las enfermeras hablaban. Las palabras seguían girando como en un disco. Seguían diciendo, una y otra vez, que la placenta no había salido, que el niño debía de haber salido como una carta en un buzón, que estaban muy cansadas después de tantas horas de trabajo. Reían de lo que decía el doctor. Decían que no había más vendas, que era demasiado tarde para comprar más. Lavaron los instrumentos. Hablaron, hablaron, hablaron.

—¡Por favor, sostengan mis piernas! ¡Por favor, sostengan mis piernas! ¡POR FAVOR, SOSTENGAN MIS PIERNAS!

Otra vez estoy dispuesta. Si echo hacia atrás la cabeza puedo ver el reloj. He estado luchando durante cuatro horas. Sería mejor morir. ¿Por qué estoy viva y lucho tan desesperadamente? No podía recordar por qué debía querer estar viva. ¿Por qué vivir? No podía recordar nada. Oía hablar a las mujeres. Vi ojos saltones y sangre. Todo era sangre y dolor. ¿Qué era vivir? ¿Cómo se siente el vivir?

Tengo que empujar. Tengo que empujar. Eso es un punto negro, un punto fijo en la eternidad. Al final de un largo y oscuro túnel. Tengo que empujar. Una voz que dice: «¡Empuje, empuje, empuje!». Una rodilla sobre mi estómago, y el mármol de las piernas, y la cabeza demasiado grande, y tengo que empujar. ¿Estoy empujando o me estoy muriendo? La luz arriba, la inmensa, redonda y cegadora luz blanca me está bebiendo. Me bebe. Me bebe lentamente, me absorbe hacia el espacio; si no cierro los ojos, me beberá toda. Me filtro hacia arriba, en largos hilos helados, demasiado ligera y, sin embargo, dentro de mí hay fuego y también nervios retorcidos, y no hay reposo en este largo túnel que me arrastra, ni en este empuje mío para salir del túnel, ni en este niño que me sacan, ni en la luz que me bebe. Si no cierro los ojos, la luz beberá todo mi ser, y ya no seré capaz de salir del túnel.

¿Me estoy muriendo? El hielo en las venas, el crujido de los huesos, este empuje en la oscuridad, con un pequeño rayo de luz en los ojos, como el filo de un cuchillo, la sensación de un cuchillo que corta la carne, la carne en alguna parte desgarrada, como ardiendo en una llama. Alguna parte de mi carne se desgarra y la sangre se derrama. Empujo en la oscuridad, en la total oscuridad. Empujo, empujo hasta que abro los ojos y veo al doctor, empuñando un largo instrumento que me clava con rapidez y el dolor me hace dar un alarido. Un largo alarido animal.

—Eso le hará empujar —dice el doctor a una enfermera.

Pero no. El dolor me paraliza. Quiere hacerlo otra vez. Me incorporo furiosa y le grito: «Si vuelve a hacerlo, no empujaré. ¡No se atreva a hacerlo otra vez, no se atreva!». El calor de mi ira me enardece; todo el hielo y el dolor se han fundido en mi furia. Instintivamente sé que lo que ha hecho era innecesario, que lo ha hecho porque está rabioso, porque las agujas del reloj siguen girando, que pronto va a amanecer, que el niño no sale, que estoy perdiendo fuerzas y que las inyecciones no provocan los espasmos. Ni los nervios ni los músculos hacen nada por expulsar al niño. Sólo mi voluntad y mi fuerza. Mi furia lo asusta y se retira y espera.

Estas piernas abiertas para el placer, esta miel que fluyó del placer, son ahora piernas retorcidas de dolor y la miel fluye con la sangre. La misma postura y la misma humedad de la pasión, pero esta es para morir, no para amar.

Miro al doctor que pasea arriba y abajo o se inclina para mirar la cabeza que apenas asoma. Las piernas como tijeras y la cabeza que apenas asoma. Parece desconcertado, como ante un misterio salvaje, sorprendido por esta lucha. Quiere interferir con sus instrumentos mientras lucho con la naturaleza, conmigo misma, con mi hijo y con el significado que le doy a todo, con mi deseo de dar y retener, de conservar y perder, de vivir y morir. No hay instrumento que pueda ayudarme. Hay furia en sus ojos. Le gustaría empuñar un cuchillo. Tiene que vigilarme y esperar.

Quiero recordar constantemente por qué debo desear vivir. Soy puro dolor, sin memoria. La lámpara ha dejado de beberme. Estoy demasiado cansada para moverme, ni siquiera hacia la luz, o para girar la cabeza y mirar el reloj. Dentro de mi cuerpo hay fuegos, hay contusiones, mi carne está dolorida. El niño no es un niño; es un demonio tendido, medio ahogado entre mis piernas, que me impide vivir, que me estrangula, asomando sólo su cabeza, hasta que yo muera presa de él. El demonio yace inerte a la puerta de mi útero, bloqueando la vida, y no puedo librarme de él.

Las enfermeras empiezan a hablar otra vez. Digo: «Déjenme sola». Pongo mis manos sobre el estómago y, muy suavemente, con las puntas de los dedos, tamborileo, tam-tam-tam, sobre mi estómago, en círculos. Vuelta tras vuelta, suavemente, con los ojos abiertos y una gran serenidad. El doctor se acerca y mira asombrado. Las enfermeras se han callado. Tam-tam-tam-tam, en círculos suaves, en círculos suaves y tranquilos. «Como una mujer salvaje», susurran. Misterio.

Ojos abiertos, nervios tranquilos. Tamborileo suavemente en mi estómago durante un buen rato. Los nervios empiezan a estremecerse… una agitación misteriosa. Oigo el tictac del reloj… inexorable, ajeno. Los pequeños nervios se despiertan, se agitan. Digo: «¡Ahora puedo empujar!». Y empujo violentamente. Todos gritan: «¡Un poco más! ¡Sólo un poco más!».

¿Vendrán el hielo y las tinieblas antes de que termine? Al final del oscuro túnel brilla un cuchillo. Oigo el reloj y oigo mi corazón. Digo: «¡Deténgase!». El doctor empuña el instrumento y se ha inclinado sobre mí. Me siento y le grito furiosa: «¡No se atreva!». Vuelve a asustarse. «¡Déjenme sola, todos!».

Vuelvo a tenderme, tranquilamente. Oigo el tictac. Tamborileo, tam-tam-tam, suavemente. Siento que mi matriz se agita, se dilata. Mis manos están muy cansadas, tan cansadas que van a caerse. Se caerán y yaceré en la oscuridad. La matriz se estremece y se dilata. Tam-tam-tamtam. «¡Ya estoy lista!». La enfermera pone su rodilla sobre mi estómago. Hay sangre en mis ojos, sangre, sangre. Un túnel. Empujo dentro de este túnel, me muerdo los labios y empujo. Fuego, carne desgarrada y ningún aire. ¡Fuera del túnel! Toda mi sangre se derrama. «¡Empuje! ¡Empuje! ¡Ya sale! ¡Ya sale!». Siento que resbala, la súbita descarga. Ya no hay peso. Oscuridad.

Oigo voces. Abro los ojos. Les oigo decir:

—Era una niñita. Mejor no enseñársela.

Recupero todas mis fuerzas. Me siento.

—¡Por Dios —grita el doctor—, no se siente, no se mueva!

—¡Enséñeme a la niña!

—No se la enseñe —dice la enfermera—. Le hará daño.

Las enfermeras tratan de tenderme. Mi corazón late con tanta fuerza que apenas puedo oírme repitiendo: «¡Enséñemela!». El doctor la levanta. Parece negro, pequeño, un homúnculo. Pero es una niñita. Tiene largas pestañas caídas sobre los ojos cerrados; perfectamente formada, brillando con el agua de la matriz.

Era como una muñeca o una antigua miniatura india, de unos veinte centímetros. Piel sobre huesos. Ninguna carne. Pero completamente formada. El doctor me dijo después que las manos y pies eran exactamente como los míos, y las largas pestañas. La cabeza era mayor de lo normal. Era negra. La niña había muerto, estrangulada, quizá, o a causa de las operaciones. Un día más y el tumor de su cabeza me habría infectado. Y yo hubiera muerto. Mirando a la niña en aquel momento, la odié por todo el dolor que me había causado y por haber sido una niña, cuando había anhelado un niño.

Sólo más tarde este arrebato de ira dio paso a una gran tristeza, a lamentaciones, a un largo sueño de lo que esta niñita pudo haber sido. Una creación muerta, mi primera creación muerta. El dolor profundo que causa cualquier muerte y cualquier destrucción. El fracaso de mi maternidad, cuando menos de su encarnación, la abdicación de un tipo de maternidad en aras de otra más elevada.

Pero todas mis esperanzas de una maternidad real, humana, directa y sencilla yacían muertas. La simple floración humana se me negaba, otra vez, por culpa de un sueño, de mi sacrificio en aras de otras formas de crear. Mi necesidad interna de producir floraciones más sutiles. La naturaleza confabulada para conservarme como Bilitis, como la Virgen. La naturaleza disponiendo de mi destino como mujer del hombre, no como mujer del niño. La naturaleza conformando mi cuerpo sólo para la pasión, para el amor del hombre. Esta niña, que significaba un simple y primitivo vínculo con la tierra, esta niña, prolongación de mi ser, ahora así desechada, habría vivido mi destino de amante, mi vida de mujer. Esta niña, que significaba autosuficiencia y alejamiento del hombre. Mi niña. Mi posesión.

Había llegado a ser una mujer tan completa que también llegué a ser madre, la madre independiente del hombre que ama, con su imagen en cuerpo y alma del hombre que ama. Pero, por el hombre, por Henry, por el amor de Henry, o por mi vida de mujer, maté a la niña. Para proteger a Henry, para ser libre, maté a la niña. Para no abandonarla, maté a la niña. No me di a la tierra ni a la larga tarea —toda una vida— de criar a la niña. Amo al hombre como amante y creador. Al hombre en quien no confío como padre. No creo en el hombre como padre. No confío en el hombre como padre. Me mantengo junto al hombre amante y creador. Con él he hecho una alianza. En el hombre, como padre, siento al enemigo, el peligro.

He reabsorbido a esta niñita, prolongación de Henry y mía. Ha de permanecer dentro de mí, como una parte mía. Vuelvo a recomponerme otra vez. Mi matriz no siguió dilatada, abierta, sangrando por una ofrenda generosa. Volví a la vida.

Cuando vi a la niña, pensé que parecía un Henry diminuto. La cabeza calva, la boca gruesa y abierta, la nariz, tan menuda, algo casi inhumano, sin apariencia de inteligencia, un poco monstruoso. ¿O era la visión del Henry hijo mío, a quien he dado forma definitiva, asociada con esta creación de mi misma sangre? Amor uterino, amor que no procede de esa llama entre las piernas, pétalo externo que florece en la boca de la matriz, sino más profundo, sobrepasando y adentrándose en el útero, como esa indita que salió deslizándose con tanta facilidad, como un pene flotando en mi miel desbordada.

Tuve que sentarme en la mesa de operaciones para ver a la niña. El doctor y las enfermeras estaban sorprendidos por mi vivacidad y curiosidad. Esperaban que llorara. Aún conservaba el maquillaje en mis pestañas. Pero después tuve que tenderme y casi me desmayo de debilidad.

En mi cama, cuando luego vi a Henry, lloré. Se quedó aterrorizado cuando vio rotas las venillas de mi cara. Bebimos champán. Caí dormida. La gloria, la gloria del parto. El sueño del parto. Hugh casi se vuelve loco cuando oyó mis gritos.

Duermo. Toilette matutina. Me perfumo. Me empolvo. Tengo bien la cara. Puedo verla en el largo espejo egipcio que Hugh me ha regalado junto con un poema. Me pongo la chaqueta rosa de seda que me compró cuando pedí un vestido atractivo para el hospital.

Rank vino a las once. Nos dijimos muy poco. Vi a Henry, a Eduardo y a Hugh como en sueños. Una debilidad inmensa. Henry y Hugh han padecido como hombres primitivos, en sus entrañas, conmigo. Henry dijo que había tenido dolores terribles de estómago toda la noche.

Al día siguiente sufrí una intoxicación intestinal. Una mala noche.

Y el viernes todo estaba bien. Pero apareció un nuevo temor. Empiezan a dolerme los pechos. Vino Henry y me anunció la publicación de Trópico de Cáncer. Dije: «He aquí un nacimiento que me interesa más». Henry y Rank se encuentran. No siento nada. Sólo languidez. Todo el mundo estaba sorprendido por mi aspecto. La mañana siguiente al nacimiento: complexión pura, piel luminosa, ojos brillantes. Henry estaba abrumado. Atemorizado. Dijo que el verme lo debilitaba. Es vulnerable como una mujer. Llora y tiembla como una mujer. Eduardo me trajo una orquídea. La enfermera bajita del Midi abandonó a los demás pacientes para peinarme de modo adorable. Todas las enfermeras me besaron y acariciaron. Me sentí bañada en amor, lánguida, serena y ligera.

Y luego mis pechos se pusieron duros con la leche. Demasiada leche. Una cantidad asombrosa para una persona tan menuda como yo. Duros y dolorosos.

El jueves vino Rank, desesperado por su marcha a Nueva York.

Noche de pesadilla. Otra vez me sentí presa de alguna oscura amenaza. Creí que mis pechos quedarían estropeados para siempre. Úlceras. Las enfermeras inclinadas sobre mi cama me parecen malévolas. La manera de inclinarse, de examinarme, predice lo peor. Me afecta, me asusta.

No pude dormir. Me puse a pensar en la religión, en el dolor. Aún no se han terminado los dolores. Pensé en el Dios que con tanto fervor recibí en la comunión y a quien confundía con mi Padre. Pensé en el catolicismo. Me preguntaba: ¿dónde estaba Dios, dónde el fervor de mi infancia? Me cansé de pensar. Caí dormida, con las manos cruzadas sobre el pecho, como una muerta. Y morí otra vez, como había muerto tantas veces.

Morí y resucité por la mañana, cuando el sol iluminó la pared enfrente de la ventana. Un cielo azul, y el sol en la pared. La enfermera me ayudó a incorporarme para que viera el nuevo día. Me quedé allí, tendida, sintiendo el cielo, unida al cielo, sintiendo el sol, unida al sol, abandonándome a la inmensidad y a Dios. Dios penetrando en todo mi cuerpo. Temblé y me estremecí, invadida por una inmensa alegría. Frío y fiebre y luz, una iluminación, una visitación, en todo mi cuerpo, estremecido por una presencia. La luz y el cielo en el cuerpo, Dios en el cuerpo, fundida con Dios. Me fundí en Dios. Ninguna imagen. Sentí el espacio, el oro, la pureza, el éxtasis, la inmensidad, una comunión profunda e ineluctable. Lloré de alegría. Supe todo entonces. Supe que lo que había hecho estaba bien. Supe que no necesitaba dogmas para comunicarme con Él. No necesitaba más que vivir, amar y sufrir. No necesitaba a ningún hombre ni a ningún cura para comunicarme con Él. Viviendo mi vida, mis pasiones, mi creatividad hasta el límite, comulgaba con el cielo, con la luz y con Dios. Creí en la transubstanciación de la carne y la sangre. He llegado al infinito mediante la carne y la sangre. Mediante la carne, la sangre y el amor, estaba yo en el Absoluto, en Dios. No sé decir más. No hay más que decir. Las grandes comuniones llegan con sencillez. Pero, a partir de ese momento, he sentido mi conexión con Dios, una conexión aislada, sin palabras, individual y plena, que me produce un inmenso júbilo y me da el sentido de la grandiosidad de la vida, de la eliminación del tiempo y de los límites humanos. Eternidad. Nací. Nací mujer. Para amar por encima de todo a Dios y al hombre. Separadamente. Nací a una gran serenidad, a un júbilo sobrehumano, por encima y más allá de todas mis tristezas humanas, trascendiendo el dolor y la tragedia. Este júbilo que encontré en el amor del hombre y en la creación culminó mi comunión.

Vino el doctor, me examinó y no dio crédito a sus ojos. Estaba intacta, como si nunca me hubiera ocurrido nada. Pude abandonar la clínica. Hacía un día suave de verano. Caminé con la alegría de haber escapado de las fauces de un monstruo.

A las cinco, salí para Louveciennes. El día era suave y acogedor. Me senté en una tumbona, en el jardín. Eduardo cuidó de mí. Soñé y descansé.

Un paseo por el bosque. Rank me desea y se atormenta porque no puede tocarme. La cena fuera, en el jardín. Rank roza mis rodillas por debajo de la mesa. Estábamos borrachos y hambrientos.

Louveciennes. Henry vino el lunes. Me encontró bella. Mi ritmo es lento. Me resisto a entrar otra vez en la vida, en el dolor, en la actividad y en los conflictos. El jueves, Henry y yo vamos al estudio que hemos elegido. Todo está empezando. El día es suave, pero fugaz, como un suspiro, el último suspiro del verano. Calor y follaje. Suave y triste, el fin del verano. Hojas caídas. Y mi amor por Henry, que muere suavemente, gentilmente, sin dramas. Mi amor, ¿duerme o muere?

17 de septiembre de 1934

Henry está feliz, seguro y, por fin, domesticado.

—No puedes imaginarlo, Anaïs: cuando estabas en el hospital, no podía comer ni dormir. Casi me vuelvo loco. Sentía tus dolores en mi estómago. Me echaba en la cama y me dolía todo el cuerpo cuando pensaba en ti.

Y me voy alejando. No siento su alegría. No siento el estudio. Todo es un sueño. Trabajé, martilleé, limpié, di órdenes, hice listas.

Me sentía débil, lánguida. Cuando íbamos por la calle, en la moribunda suavidad, escuché su voz y traté de recordar lo que otras veces su voz me hacía sentir. Me pareció que, simplemente, estaba cansada de amar, que estaba cambiando y descansaba en aquellos que me amaban. Intenté recordar. Cuando dejaba que las cosas murieran lentamente, a su tiempo, sin apresurar su destrucción. No puedo decirle a Henry que ya no lo amo. No puedo creer que ya no lo amo.

Al día siguiente, limpiando un armario del estudio, encontré una fotografía de Artaud, que había vivido allí. ¡Artaud, que tanto temía los envoûtements, los hechizos y el mal de ojo, clavado con alfileres en una fotografía! Para divertirme, la colgué en la cabecera de la cama y Henry se puso a reír. Henry, que estaba apesadumbrado porque había insultado a su editor. «Destruyo todo lo que has hecho». El sol se filtraba en el estudio. Henry se rio de mis fantasías sobre Artaud. Pensé en Rank, que se va a Nueva York.

19 de septiembre de 1934

Rank y yo nos encontramos en el Boulevard Suchet. Nos acariciamos violentamente, nos esforzamos en reencontrar nuestro placer. Pero todo estaba oscurecido por el dolor de la separación. Hablamos para buscar un elemento constructivo en su viaje. Siento un enorme disgusto porque, últimamente, sólo he pensado en mi amante, no en el Dr. Rank. No en el filósofo, sino en sus caricias. Pero ahora, ahora que me veré privada de él, ¿podré vivir con sus libros, con su creación?

Nos pusimos a reír, a reírnos del «Dr.» Rank. Sus ojos rieron. Me habló de un libro humorístico que quiere escribir sobre Mark Twain. «El suicidio del doble». Empleamos el humor para luchar contra la tragedia.

21 de septiembre de 1934

Henry y yo trabajamos en el estudio. Almorcé con Louis Andard* y su esposa. Luego me encuentro con Rank y todo su humor ha desaparecido.

Fui con Teresa a limpiar el estudio. Llegué tarde, con la intención de quedarme toda la noche, porque Hugh está en Suiza. Pero Hugh, inesperadamente, envió un telegrama diciendo que llegaría a medianoche. Cené con Henry. Su decepción me puso triste.

23 de septiembre de 1934

Llegó Madre, disgustada porque no tuve el niño, sin preocuparse de mí o de mi sufrimiento, pidiéndome que pruebe otra vez.

A las tres fui a encontrarme con Rank, pero yo estaba de un humor sombrío y peligroso. Me rebelaba contra nuestro destino, lo odiaba por los sentimientos que había despertado en mí. Deseosa de herirlo, de traicionarlo, de olvidarlo, de destruirlo, porque se sentía obligado a dejarme. Miraba yo por la ventana, irritada y rebelde, y la tigresa despertó por completo. Pero cuando lo vi acercarse al apartamento, tan rápido, tan intenso, me derretí por completo. Sin embargo, cuando me estaba peinando, le dije: «Esta noche dormiré por primera vez en el estudio». Y vi que lo había herido. Mi estudio. Montparnasse. Henry.

En el estudio hice la cena para Henry. Nos sentamos y envolvimos los ejemplares de su libro y escribimos las direcciones. Estuvo amable y tierno. Y luego se puso a bailar salvajemente por todo el estudio, cacareando: «Coquelicot! Coquelicot!». Riendo y bromeando con este nuevo nombre de su Sir Thomas, que me ha robado. Nos despertamos con el sol, desayunamos tarde y arreglamos la casa.

Los Andard me llevaron a su casa en Sèvres.

27 de septiembre de 1934

He pasado el día en París. Fui a un voyant que adivinó todo lo que tenía en mi cabeza. Predijo un viaje a América. (Luego supe que «telepatía» es la palabra que Freud emplea para la clarividencia, la lectura de la mano, etc., y esa ha sido también mi explicación).

A las cinco se me ocurre telefonear a Hugh. Y me cuenta que Rank ha telefoneado por la mañana temprano diciendo que es absolutamente necesario que nos veamos. Cuando le telefoneo me dice que vaya enseguida.

Voy corriendo a verlo. Ha pasado la noche y el día inquieto, nervioso. Y entonces, todo se desata, su sufrimiento, sus celos de Henry. Yo misma, la última vez que estuvimos juntos, sentí la necesidad de ser sincera y le dije que no era feliz en el estudio, que no deseaba este cambio, y le pregunté si quería que lo dejara.

Y él sabía que el estudio significaba Henry. No podía resistirlo. Hacía tiempo que habíamos cesado de hablar de Henry. Pero no podía mentir a Rank.

Dijo que no quería ser posesivo. Habría preferido que yo resolviera mi propia vida. Ser objetivo, ser el Dr. Rank. Pero no pudo.

Y yo amaba tanto su arrogancia, su locura, su impulsividad, que me conmovió. Su sufrimiento es como el mío con Henry. Su impaciencia. Veo continuamente en él este inmenso y abrumador cariño que yo di a Henry y que hace que el otro enmudezca por su propio poder. Sólo que yo no enmudezco con Rank. Me enardece. Y le contesto con toda mi alma.

Y al día siguiente llegó el clímax. Rompió la concha de mi frigidez. Me abandoné a lo absoluto del amor. Clímax. Tres horas de embriaguez, de palabras y de vértigo. El amante que hay en él es el más apasionado y conmovedor que he conocido.

Por la noche nos vimos otra vez, para cenar en su casa, con el Dr. Endler y Chana Orloff. Y él y yo estuvimos radiantes de absoluta alegría.

Henry me parece ahora tan antiguo, tan consumido.

La señora Guiler vive en Louveciennes, tiene una criada, desayuna en la cama, come los faisanes que cazan Lani y Louis Andard, escucha la radio, da órdenes al jardinero, paga sus cuentas con cheques, se sienta junto a la chimenea, copia el diario y traduce el primer volumen, sueña junto a la ventana y está impaciente por irse de Louveciennes.

La señora Miller pela patatas, muele café, barre, hace la compra, envuelve libros para Henry, camina por una calle adoquinada que parece italiana, bebe en copas baratas, usa los trapos desechados de Louveciennes, habla mucho, duerme largas siestas con el señor Miller, fuma una barbaridad y ve con malos ojos la cantidad de gente que entra y sale en el estudio. Gente estúpida.

Anaïs es presa del amor de Rank y quiere irse a Nueva York con él.

Rank sólo soporta la idea de Nueva York porque le he prometido ir. Lucha por convencerme de que vaya. Me preguntó si mi religión me ayuda. Le dije que, de alguna manera, elimina el concepto humano del tiempo. Lo amplía. Me parece que dos meses no son nada comparados con la eternidad.

Días de humor triste. Nos parece que no tenemos nada que hacer salvo devorarnos completamente.

—Pero, incluso así —nos decimos riendo—, temo que no digeriremos nuestros problemas.

El apartamento del Boulevard Suchet, donde nos vemos, rebosa con las flores que recibí durante mi enfermedad y se marchitan en la chimenea. A veces las miro y deseo secretamente volver a los días de mi convalecencia, a los momentos serenos, de beatitud, antes de que la vida más fuerte y agitada presentara de nuevo sus elementos acerados e inexorables.

[5 de octubre de 1934][35]

Veo a Louis Andard en el Café Marignan. Andard es un hombre alto, tosco, de cuarenta y siete años, novelista, que ha vivido en la India y es el editor de Maurice Dekobra. Lo conocí en el tren, camino de Dinard. Se empeñó en que así fuera. Creyente fanático del voyant que visité. Metido en la propaganda por la paz. Marcó mi novela del modo siguiente: «Página 48: Me gustaría ser ese hombre». Cuando me visitó durante mi convalecencia, habló inspiradamente del predominio del sentimiento en la novela. Cree que la astrología predijo que nos conociéramos; me ama; dice que me esperará siempre, que me servirá; quiere darme dinero o cualquier cosa que necesite, dice que en su opinión no soy nada complicada, salvo por la Anaïs del diario de infancia que le hizo llorar. Me dice:

—Después de llorar tanto, ¿cómo es que tiene los ojos tan bellos? No quiero que llore más, nunca. Usted me asusta. Me preocupa. Cuando, aquel día en Louveciennes, vi al hombre de las mudanzas que se llevaba sus cosas al estudio, me pregunté si usted era feliz.

Caballeroso, idealista, de corazón amable, deseoso de elevarse, torpemente, pero con un cierto encanto.

No deseo escribir nada, salvo la marcha de Rank. Aunque hoy me dijo: «Después de aquella conversación con Hugh, después de saber que quizá te vea antes de diciembre, me siento feliz. Soy muy feliz. Es la primera vez en que me ilusiona ir a Nueva York. Alquilaré habitaciones para los dos, my darling, querida mía». Incluso al teléfono, su voz es acariciante, y su felicidad me estremece.

El domingo pasaremos toda la noche juntos en Ruán. Quería escribirle diez cartas, una por cada día en el barco. Pero no pude.

—Todo lo que tengo que decirte sólo puedo decirlo con caricias.

Se sobresaltó.

—Y yo, ¿sabes lo que iba a decirte? Exactamente lo mismo. Cuando no estoy contigo pienso decirte mil cosas. Pero cuando te veo las olvido y sólo te deseo. Me despierto por la noche y te echo de menos. ¡Siempre que nos vemos actuamos como borrachos! Deux fous!

El otro día posé para Chana Orloff con las señales de los mordiscos de Henry en mi cuello.

No puedo mentirle a Rank porque él lo sabe. Sabe que no romperé con Henry hasta que me vaya a Nueva York.

¡El jueves por la tarde, la señora Miller dejó a Henry y la señora Guiler llegó a su hogar de Louveciennes! Telefoneó al fontanero para que arreglara un escape de agua y limpiara la caldera, encargó carbón, escribió en su diario y conversó con un nuevo Eduardo, un chispeante, despreocupado, hablador y laborioso Eduardo.

Fue la femme de ménage de Villa Seurat la que me bautizó como «señora Miller». «Votre mari…».

Y Rank dijo: «Hugh es tu padre, Henry es tu marido y yo soy el amante».

6 de octubre de 1934

El lunes, 1 de octubre, la señora Miller hizo su maleta y se fue al 18 de Villa Seurat, después de almorzar con Madre y Joaquín y de pasear con este por el Bois (un Joaquín flaco, serio y tierno, inspirado tras la visita de Manuel de Falla), y después de sentarse en el Café Marignan con Henry, Fred y el señor y la señora Andard, para discutir la posibilidad de que Andard publique el libro de Fred que yo le he dado para que lo lea.

Fred, Henry y la señora Miller han cenado juntos. Un Fred agradecido. Amigos otra vez, porque Andard, después de leer el libro de Fred, cree que Fred me ama y le ha conmovido la descripción que hace de mí. Dice que lo más probable es que le guste el libro porque figuro en él.

Henry exultante en su estudio, por la comida, la tranquilidad y el optimismo que le produce.

A la mañana siguiente salgo de Villa Seurat para telefonear a Rank y a Hugh. Rank me dice que vaya a verlo, que tiene noticias que darme, buenas noticias. Me apresuro en un taxi. Está radiante porque Chana Orloff quedó impresionada conmigo, con mi cabeza y mi cuerpo, y quiere hacerme una escultura inmediatamente. Está loca con mi belleza e inteligencia, y la señora Rank está de acuerdo. Rank está complacido, animado. Primero me resistí, me puse a la defensiva. He sido la víctima, al igual que la favorita, de pintores y escultores. Más poses, más cansancio, más sacrificios, más darse. No. Pero sólo fue un minuto. El entusiasmo de Rank, la poderosa personalidad y el talento de Chana Orloff me ganaron. Me gustaba aquella enorme mujer, tan hogareña y forzuda, con su obsesión por el tema de la maternidad. Así que prometí ir a verla. Rank dijo que compraría la escultura. Ha telefoneado a Hugh por segunda vez, imperiosa e imprudentemente. Un Rank imprudente, loco, que incurre en todos los gestos temerarios que me gustan.

A las dos treinta [del 3 de octubre], Anaïs fue a encontrarse con Rank en la habitación del Parc Monceau. Propuso la idea de pasar la noche con Rank camino de El Havre. Toda la noche. A él lo llevarían en coche hasta El Havre. Ella iría en tren. Y se encontrarían en alguna parte. En Ruán. Hicieron los planes.

A las cuatro treinta, la señora Miller posó para Chana Orloff, que vive en Villa Seurat. Orloff vino a ver el estudio. La señora Miller se presentó como «señora Miller» y descubrió su doble vida de un modo interesante, enigmático, vago y simbólico, riéndose para sus adentros por engañar otra vez al mundo, por crear un malentendido, por representar el papel de la señora Miller cuando estaba preparando una huida, un cambio.

Chana Orloff se sintió sorprendida, estimulada, interesada.

A las nueve, Henry se fue al café y llegó mi primer paciente: el señor Stanko, un peluquero, comunista. Un judío yugoslavo. Hice una investigación rápida y sagaz, no encontré ninguna neurosis y así se lo dije. Era el final del psicoanálisis, que ahora odiaba intensamente, desde que me convertí en mujer y perdí mi pretendida intelectualidad. (Rank dice que no soy una intelectual).

Henry volvió y nos encontró, al señor Stanko y a mí, bebiendo café. Charla. Voilà. A Henry lo ha magullado mortalmente un perro y parece pálido y débil.

Hugh anhela que me vaya a Nueva York, porque así me alejo de Henry. Le he dicho que Rank es mi padre. Hugh teme más mi estudio, Montparnasse y a Henry que Nueva York y a Rank. Rank podría encontrarme un trabajo de bailarina.

7 de octubre de 1934

Un día extraño. A las cuatro, Hugh y yo fuimos al apartamento de Rank. Había allí gente que lo despedía. Iba vestida con un traje bermejo (el verde que había teñido) y un velo, y me sentía guapa. No nos pusimos tristes, porque pensamos en la noche siguiente. Todo el mundo le decía adiós. Se asomaron a la ventana cuando se alejó el coche de Rank. Hugh y yo nos quedamos en la curva, saludando con la mano. Hugh, Eduardo y yo nos fuimos al cine. Luego le pedí a Hugh que me llevara a la estación de St. Lazare porque «allí estaba la pandilla que me llevaría a cenar a casa de Kay Boyle», y luego al estudio. Llevaba en una maleta las cortinas del estudio, que dejé en la consigne hasta el día siguiente. Cené sola e intenté terminar la carta para Rank, queriendo que, al menos, tuviera una carta en el barco. Entresaqué algunas cosas del diario, para que se sintiera feliz. No tenía ningún deseo de concretar, como cuando amaba a Henry.

En el tren estuve soñando. Cuando me vio en la estación, dio un salto y corrió hacia mí y me besó apasionadamente. Me pareció que me amaba como yo había amado a Henry, con aquella llamarada saltarina de gestos.

Aquella noche nos besamos durante horas, nos acariciamos, enredados, soldados.

Le di el anillo que me regaló mi Padre, rompiendo así el lazo que me unía a él. Quiso darme el anillo que le había regalado Freud. Quería deshacerse de su padre.

Contemplamos la aurora.

Nos separamos sonrientes en la estación, pero sentí físicamente su marcha, como si me desgarraran la carne.

En el tren, leí un libro de Mark Twain, sin ninguna razón, sólo porque a él le gusta.

Llegué deshecha al estudio. Sentí con toda la fuerza la falta de sentido de mi vida con Henry. Cuando todo lo que queda se reduce a ternura es mejor que muera.

21 de octubre de 1934

Viernes, sábado y domingo en casa. Trabajo. Engraso y reparo los aparatos domésticos. Escribo cartas. Dirijo las reparaciones. Me preparo para dejar a Hugh y a Henry cómodamente instalados, y a Teresa en sus nebulosos quehaceres domésticos; llevo en mi maleta una colcha para el estudio, porque allí, también, debo continuar la comedia. No puedo abandonar aquel sitio sin acabarlo, no sea que Henry crea que ha de buscar otro lugar y siga soñando con encontrar un refugio. Me acaricia amorosamente, me ruega, me besa tiernamente. ¿Sabe que voy a dejarlo?

La ilusión del amor por Hugh y Henry. Eduardo sabe la verdad. Pasé el viernes por la mañana escribiendo a mi amor. Hago cuentas con Hugh para ver cuándo puedo irme. Hago casi todos mis preparativos discretamente, en calma; el ruido y el estallido de mi marcha pueden resultar dolorosos.

Hugh me compra un precioso chal indio porque me amó con uno puesto, una vez que una gente de Bombay me prestó uno para pasar la velada con ellos.

El voyant (¡o mi inconsciente!) definió a Hugh como «une nature tributaire qui ne peut rien faire seule» (un accesorio por naturaleza que no puede hacer nada por sí mismo). Hacemos bromas de esta idea «inconsciente» y le digo a Eduardo ¡que debería visitar al voyant para que yo pueda saber lo que piensa realmente!

Rank me quiere como «la bailarina». Quiere el color, el olor, la ilusión y la vulgaridad. Hablamos de eso. Le tienta darme trabajo como ayudante suya, para tenerme cerca. Y yo estuve tentada de aceptarlo, para estar cerca de él y sentirme protegida. Pero no es una relación de colaboración lo que queremos. Nada de tinta, papel, ideas y trabajo. Estoy al margen de su vida intelectual. (Sigue diciendo que no soy una intelectual). De esta manera, su deseo forma una nueva imagen de mí, un nuevo yo, sacado de los elementos que estaban aletargados durante años, y recupero la danza, tan trágicamente abandonada. Recupero a la actriz.

Me siento a la mesa, con el chal indio sobre mi cabeza, y como higos y dátiles, que me gustan con delirio. Sólo me atemorizan mi timidez y mi nerviosismo.

El amor es el eje y el hálito de mi vida. El arte que hago es un subproducto, una excrecencia del amor, la canción que canto, la alegría que estalla, lo sobreabundante. ¡Eso es todo!

Tan alegre estoy que hundo en mi cabello un tenedor en lugar de una peineta española, y hablo del olor del escenario cuando todavía no he puesto los pies en él. Pero me ha bastado oír a Manuela del Río decir «El lunes, a las once, en el Studio Pigalle, Place Pigalle» para que me ponga a ensayar alguno de mis antiguos bailes. He cosido encajes negros a mi vestido de maja, he cedido mi papel a Henry porque, de momento, no quiero escribir.

Cuando sea vieja escribiré una novela, minuciosa y de relatividad sutil. Relatividad de las relaciones, la alquimia entre los seres humanos.

[24 de octubre de 1934]

Aunque miento a Hugh y a Henry, sienten que los abandono. Hugh me castiga privándome del dinero que necesito y Henry refugiándose en su trabajo. Una escena con Henry me hizo ver que no podría sufrir el apartarlo completamente de mi lado. Cuando hablamos de la posibilidad de venir conmigo a Nueva York, pensé que sería mejor perderlo allí, donde tiene amigos, en un país donde siempre podría desenvolverse. Pero a él le pareció que Nueva York significaba quedarse allí para siempre. Y eso lo asusta. Quiere quedarse en el estudio, que es su hogar. Quiere un sitio fijo para trabajar en paz y con serenidad. No quiere rodar de nuevo, sentirse desarraigado. Se puso muy triste cuando se lo dije. Y me asombró que yo pudiera hacer esta rara comedia de decirle que era absolutamente necesario que me fuera a Nueva York con Hugh, cuando la realidad es que iba por Rank. Vi el sufrimiento de Henry. Y también, en un momento de miedo, vi que pensaba en Lillian Lowenfels como alguien que podría prestarle dinero para ir a Nueva York. Había notado el deseo de ella de protegerlo. Vi todo el alcance de su debilidad, de su inconsistencia, de su naturaleza parásita; vi esto y, al mismo tiempo, el dolor de perderlo; sentí celos pensando que Lillian pudiera protegerlo, sentí la última atracción, los desgarramientos y las diferencias, y no podía aceptarlas. Sufrí durante días, callada e intensamente; fui toda nervios, miedos y ataduras dolorosas.

Sólo me sentí aliviada cuando Henry y yo, simultáneamente, decidimos que se quedara en el estudio mientras yo me iba a Nueva York. Le mentí sobre la duración de mi ausencia para que no se alarmara; le dije que serían sólo dos meses. Cuando creí que no me separaba de Henry definitivamente, me sentí aligerada.

Nada de esto afecta o altera mi amor por Rank, que me parece más allá y por encima de todo esto. Es algo tan poderoso y tan arraigado que nada puede impedirme que vaya con él.

Tantos conflictos. Escenas con Hugh, que la otra noche se puso histérico, y me decía llorando: «No puedo resistirlo, no puedo resistir que me dejes. No me abandones». No podrá ir a Nueva York hasta enero. Tendré para mí sola un mes con Rank. Me desespero, cada vez estoy más impaciente.

Pongo en una maleta mi nueva combinación de encajes, que me ha comprado Hugh, porque la ropa interior despierta en él sentimientos perversos. Dejé que me comprara la ropa interior más bella y más cara, me la hizo poner y luego me acarició. Me puso en un estado de intensa excitación, pensando yo todo el rato en que era Rank quien gozaba y me miraba. Y he comprado un precioso abrigo negro y un traje elegante para Rank, para Nueva York, para mi vida nueva.

Y ya he puesto en la maleta los manuscritos de «Alraune» y de «El Doble» y un nuevo cuaderno para el diario. Le envío por correo una fotografía mía, vestida con el chal indio, la única buena que me ha hecho Brassaï, para Nueva York y mi plan mítico de bailar, contra el cual me rebelé una noche a causa del pánico, del miedo al público, del miedo a enfrentarme con el mundo, un terror real de exhibirme públicamente. Toujours la musique de chambre seulement.

Me doy cuenta en el estudio de que no sería feliz con Henry como esposa. Quizá porque ya no lo amo. Pero más porque, cuando me tiene allí a su disposición, descubre su irracionalidad, sus manías y sus contradicciones, el ser caprichoso y loco que lleva dentro. Es tan difícil e ilógico que tengo que plegarme a su capricho por cualquier minucia. Me cansa su constante charla, sus razones alambicadas sobre ideas inútiles que no sabe relacionar. Me cansa su manera insultante de referirse a la gente, su «naturalidad» primitiva, su somnolencia. Duerme doce y catorce horas al día; no escribe nada, salvo cartas; come a cualquier hora, vive de cualquier manera.

Mientras voy y vuelvo en el tranvía, entre Villa Seurat y nuestro nuevo apartamento en el 41 de Rue Versailles, escribo constantemente en mi mente, buscando trasponer y objetivar lo que en la vida me oprime insoportablemente y, sobre todo, la presión de mis conflictos.

Solicitada de tantas maneras. Me enfurezco cuando bailo con Turner y me excito sexualmente porque siento, mientras bailamos, que tiene una tremenda erección. Me irrita que pueda estremecerme sensualmente por sus ojos lánguidos y su sensual boca venusina, y por su deseo.

No me estremezco, sino que me aburro con Andard, que está enamorado de la muchachita del diario infantil y habla, vehemente y aburridamente, de mi pureza.

Conversaciones sensatas con un Padre complaciente, al que admiro en secreto. A medida que el problema del sexo se desvanece, aumenta nuestro entendimiento. Siempre fríamente.

Escribí a Rank sobre la musique de chambre. Me contesta: «No estoy muy seguro de que te guste mi posesividad, porque empiezo a sentir celos de tu danza, ¡después de leer tu carta de esta mañana!». (Mi primera carta, en la que ensalzaba la danza). Ya siente celos de mi pasado, ¡lo único que puedo ofrecer a los demás!

Le escribo hoy: «Es curioso que me escribieras sobre la danza. Casi en el mismo momento, yo te escribía sobre algo parecido, lo cual ha tenido que complacer al posesivo TU. No hay nada más mágico que el pensamiento simultáneo. Porque hace que uno aprenda a vivir en el presente. Pero ¿cómo se puede vivir en el presente, cuando nadie te alcanza o está allí para contestarte?».

Turner me dice que he estado en su mente durante años. Primero me creyó orgullosa, luego rara, o quizá drogadicta e indiferente; luego sospechó que era lesbiana. Pensó que, por estar muy enredada en amores, era inaccesible. Dijo que en casa de los Guicciardi desperté en él una gran «ilusión», algo que creía ya había muerto para él. Anoche me gustó la boca abierta y temblorosa, la lengua presta a vibrar.

Oh, mi amor, Rank, mi amor, abrázame, tenme.

Cuento con la complicidad de Joaquín, que me trae las cartas y telegramas de Rank. Pero me hace ir los domingos a misa, donde todo me parece monótono y literal, sin relación alguna con mi trance místico. Pero Eduardo me dice que no he recibido ninguna otra visita de Dios, ninguna señal más de comunicación mística, y piensa que quizá regreso al dogma y al ritual en busca de un nuevo éxtasis religioso. No. Pero es triste no recibir ningún otro signo de mi Dios. ¿Volveré a caer en el hombre, a adorar y servir al hombre? ¿Es que Dios está celoso y también me quiere toda para Él, y es este el laberinto que me llevará a Jung?

¿Por qué mirar tan lejos?

2 de noviembre de 1934

Henry ha caído bajo el hechizo de un notable anciano [Aleister Crowley*], pintor fantástico y psicólogo, que se volvió loco en Zúrich, que habla como yo escribo en «Alraune», de un modo totalmente simbólico, y que continúa o acentúa mi influencia fantástica y poética sobre Henry. Henry tan blando, receptivo y emocional, me muestra ahora una extraña adoración. He vuelto a vivir a su lado. Me di cuenta de que todavía amo su calor animal y relajado, el contento que transpira, su poder para mantenerme en la Tierra. Este anciano vino a vernos, pero no quiso mirarme. Dijo que yo era mística, un animal poderoso, de mil años de edad, sólo luz, incandescente y pavorosa; que embrujaba el alma de los hombres y que no se atrevía a mirarme a los ojos. Que antes de conocerme me había visto en sueños encerrada en un templo, con la letra U debajo. Vio mi fotografía con el chal hindú y le dijo a Henry: «¿Lo ves? Ojos de mística. Suspendida sobre la vida. Tiene la voz de alguien que se aleja. Nirvana». Y habló dirigiéndose a Henry, sin mirarme nunca.

Y Henry, por la noche, en la cama, deslizó suavemente la mano entre mis piernas y alrededor de mis nalgas, y dijo: «Quién iba a pensar que una mujer con ojos tan luminosos, una vestal, pudiera tener un culo tan rotundo, un coño tan ardoroso y un monte tan electrizante aquí mismo». Y nos lanzamos a una frenética jodienda, como en los viejos tiempos, con Henry susurrando obscenidades, y yo también, con una voz que nunca había tenido, como la de un animal.

Gruñendo y jadeando, los dos cálidos cuerpos, gimiendo y respirando pesadamente. Júbilo. Lo amo, amo a Hugh, y amo a mi pequeño y oscuro Rank, que me está esperando.

Soy consciente del nuevo poder que se expresa por entero mediante mis ojos —un nuevo poder místico—, una fuerza que vengo sintiendo desde mi trance. No tengo miedo a elevarme. Estoy en la vida. Estoy viva. Pero puedo dejar la vida. Viajo. Floto. Y regreso.

Anaïs Nin con el chal que se menciona en el diario. Presumiblemente fue esta la fotografía enviada en 1934 al Dr. Rank cuando este se encontraba en Nueva York.

Pero Eduardo dice: «Si no colaboras con la religión, si insistes en permanecer sola, harás magia negra en lugar de magia blanca».

O quizá me vuelva loca.

7 de noviembre de 1934

Le envié una carta el martes por la mañana. Almorcé con Henry. Recaí en la antigua rutina de admitir todos sus defectos, su grosería, su tosquedad, su falta de comprensión, sus plagios. Me di cuenta de cómo toma prestado, copia, se apropia y roba. Lo conozco… demasiado. Sin embargo, lo miro con indulgencia, con humor, comprensivamente.

Este es mi trabajo.

Hacer, o crear, al hombre que amas, pero no un «él» obligado o falso, sino descubrir su verdad, su identidad, lentamente, mediante el amor y la adivinación, aceptando sus limitaciones. No intenté hacer un burgués de Henry, o un hombre poderoso. Henry, sólo que más Henry. Y por qué. No lo sé, pero lo mismo hago también con Rank. «Entiendes el que hay en mí». Habla de su Yo recién nacido. De nunca haber hablado con nadie de su Yo. De haber dejado de ser el Dr. Rank.

Por lo tanto, paz y alegría con Henry. Fingiendo tristeza porque me voy, mostrando un pesar que no siento, que no es tan fuerte como mi deseo de estar con Rank.

Paz con Hugh mediante la satisfacción de su perversidad, su amor secreto por mi frigidez con él; astucia para volver la mirada a un pasado para mí vacío, pero aún poderoso dentro de él. Hugh, mi víctima, el dador.

Yo, comprando despiadadamente lo que necesito, sin escrúpulos. Comprando para mi nueva vida. Egoístamente, interesadamente. Tomando, aceptando.

Marcel Duchamp*. Libro de sus notes. Esbozos para un libro nunca escrito. Símbolo de los tiempos. Dijo Henry que le gustaría que se publicaran sus cartas. Y le dije: «Sí, tus cartas prepóstumas». Y nos reímos.

Rank había dicho: «Algún día, Henry descubrirá que no es un genio. Entonces, te echará la culpa».

Le digo a Henry que no tengo más remedio que ir a Nueva York y por un momento odio su pasividad. Quisiera que fuera activo, como Rank. Acepta todo sin protestar. Llora y escribe desesperadamente. Pero no sabría actuar. No actuaría contra Hugh ni contra Rank, ni en su propio beneficio. Ni contra June. Sólo sabe escribir con violencia, maldecir y joder con la primera mujer que encuentra al paso. Esta gran pasividad es la que ha hecho florecer todo cuanto llevo dentro. Esta gran efervescencia de disposiciones de ánimo que yo busco, su vivacidad, su complacencia con la vida. Amo su expresión física en reposo, su despreocupación, su indolencia. La voluntad que sólo se expresa de forma negativa, en oposición al Otro. Cómo se puede amar la manifestación física de un defecto. Pero cuánto necesitaba esa indolencia. Cómo me desató, me desanudó, me liberó, me lubrificó, me desmentalizó, me suavizó. Henry me ha hecho grandes regalos.

8 de noviembre de 1934

Escena con Andard cuando intento decirle que no hay ninguna esperanza. Palidece, se agita y tiembla. Y yo, sentada allí, tan fría, fingiendo que lo siento. No siento nada en absoluto. Pero está profundamente afectado. Ruega, suplica, dice que su vida está acabada, habla de su sufrimiento. «Je ferais des folies pour vous, ma petite Anaïs». Cometería crímenes por usted…

¿Gozo con esto, causando dolor? No. Me siento retraída. Quiero acabar con esto enseguida. Respiro aliviada cuando lo dejo. Una vez a la semana me ha estado sacando de paseo en su coche.

10 de noviembre de 1934

Si no me he vuelto loca con todo lo que me ha pasado estos días, nunca me volveré loca.

Las cartas de Rank, que me crispan los nervios; las crueldades de Hugh con el dinero; la irresponsabilidad infantil de Henry, sus debilidades, la lucha para lanzar su libro en contra de los temores de Kahane; el eczema de Padre y su boca amarga; la frialdad de Joaquín y su atrincheramiento religioso; la preocupación de Madre por su último amor antes-de-que-se-muera, y su forma patética de pedirme consejo; los nuevos enfados de Hugh, sus celos obsesivos, sus escenas de perversiones sexuales y mi frigidez; Rank que me llama; mi Padre que espera que yo dé señales de cansancio y prudencia.

Encuentro con el Abbé Alterman, a quien quiero seducir para privar a Joaquín de su fe e impedir que se haga monje; la conversación con él; los pensamientos de Tais; la compra de un severo vestido negro de lana y una gruesa trenza, como una monja voluptuosa.

Cablegramas a Rank: «Zarpo 15 Nov. para entrevista con usted»… y no con Balanchine, el maestro de ballet; el reflejo de Turner y la sensualidad sin significado; saber que después de Rank habré vivido todo lo que quería vivir, todo lo que quería del amor, la vida y el deseo, las alegrías del misticismo y la creación; saber que he pasado en mi vida por los dramas más profundos de la existencia; que después quiero soñar, dejar de vivir para mí misma, para lo cual no tengo valor, porque me afectan todos los sentimientos de los demás, porque no soy suficientemente cruel, y todo el mundo, incluso el que aparentemente despido con las manos vacías, lleva consigo una parte de mi carne y de mi fuerza.

Visitas vertiginosas y rápidas a pintores y escritores con Henry. Película, Of Human Bondage, donde la protagonista estalla de odio —odio sexual contra el hombre poético y doliente que la adora, y que la traiciona—.

Última mentira a Hugh, que encuentra en mi bolso una carta de Rank, donde afortunadamente no se habla nada de mi amor, sólo del suyo, así que le digo tranquilamente: «Por supuesto que me ama, pero eso no es nada. También me ama Turner, y Andard, y Harvey*, como todo el mundo que conozco».

—¿Por qué te llama darling?

—Bueno, ya te enseñé la carta de Andard el otro día. También piensa que puede llamarme darling porque me vio un día en el tren.

Así que se calma, es lo normal. Todo el mundo, es cierto, está sometido ahora a mi nuevo poder. Harvey (el marido de Dorothy Dudley) escribió una carta apasionada a Henry hablándole de mí. Me la tomé a broma. Y siento nostalgia de Él, desesperadamente, preguntándome cuánto quedará de mí después de esta lucha por vivir para mí misma, que es tan difícil, tan difícil, tan agotadora. Es lo que quiero contra la felicidad de Padre, Hugh, Joaquín, Eduardo y Henry. Un álgebra terrible, siempre.

Después de Rank, sólo viviré para los demás, lo cual es mi placer.

El psicoanálisis me salvó porque permitió el nacimiento de mi verdadero yo, que es religioso. Quizá no llegue a convertirme en una santa. Pero me siento llena y rica, y tengo mucho para escribir. Me contentaré con un poco de paz y un poco de recuerdo cuidadoso. No puedo instalarme definitivamente en la vida humana. No es bastante. Tengo que escalar cumbres aún más vertiginosas.

El psicoanálisis me salvó de la muerte. Me permitió vivir, y, si dejo la vida, será por propia voluntad, por no contener lo absoluto. Pero sigo amando lo relativo, la col y el calor del fuego, y una bella colección de pendientes, y Haydn en el fonógrafo, y reírme con Eduardo, y los chistes sobre Mae West, y el nuevo vestido negro de lana, de enormes mangas y el sensual corte desde la garganta a los pechos, y el brazalete y el collar de piedra azul incrustado de estrellas, y la ropa interior nueva, y el nuevo quimono de terciopelo negro, y el cajón del baúl lleno, con Trópico de Cáncer de Henry, con mi prefacio y la última carta de Rank, y el teléfono que no deja de sonar en todo el día, y la voz sensual e insinuante de Turner, y el breve aborto de dos horas de Emilia, que no cambiaría por mi soberbia aventura.

Amor.

Y el Abbé Alterman diciendo: «Vous êtes une âme très disputée».