24 de noviembre de 1936

Nanankepichu está casi completamente creado, pieza a pieza, esfuerzo tras esfuerzo, con cuidado, pensamiento, energía y deseo. La magia exige su trabajo. En cada casa busco el máximo de perfección, pero en niveles diferentes. De acuerdo con los gustos del hombre. A Hugh le gusta el orden, el lujo. Y añado a su casa calor, suavidad y belleza. A Henry le gusta la sencillez. Sin falsificar el telón de fondo que él necesita, la he hecho tan cómoda y satisfactoria como ha sido posible. Con Gonzalo podría ser fantasiosa, pero he procurado que la habitación sea cálida y suave a los ojos y los oídos. Tres creaciones, tres telones de fondo que he hecho para el otro.

Nanankepichu es como un fumadero de opio, como ningún otro lugar en la tierra. Podría estar en cualquier sitio y en ninguna parte, Cuentos de Hoffman.

El reloj de la Gare d’Orsay surge inmenso a mis ojos. Inmenso cadran de luz, con enormes manecillas negras señalando todas las horas. La hora en que nos vemos, la hora en que nos separamos. Suena el carillón. Gonzalo me toma mientras suenan las horas. Emocionado, Gonzalo me habla cálidamente del comunismo. Estoy despierta y él duerme ahora. La lamparita ilumina un rostro donde el cabello y las pestañas están trazados con carbón. Gonzalo, dormido, me sigue besando.

Medianoche cuando bajamos la pequeña escala. La una cuando Gonzalo me desnuda. Largos cuartos de hora amortiguados por ensueños flotantes. Seda en nuestros ojos, música en nuestros oídos. Las dos cuando nos decimos: «Cuánto nos esforzamos por ser realistas y qué poco éxito hemos tenido». Las dos y cincuenta minutos cuando estamos acostados en silencio, embriagados de besos. Cuando llega el alba, siento frío. A las nueve, la luz de la mañana me hace huir de la realidad de hacer café en una habitación helada, de mi cara arrugada de tantos besos.

Siempre necesito marcharme cuando cesa la música. Luz del día. La estufa se ha apagado. Cenizas. Vino en las tazas de café. El agua está lejos. Un croissant duro del día anterior. Aquella quietud en los oídos. Las pausas y los descensos. Siempre busco la música. Siempre en busca de la música, de la danza. La realidad es una fuente constante de dolor. Siempre una colisión.

Me gustaría que, como a Henry, no me importara.

25 de noviembre de 1936

Una capa de niebla grasienta. Una crítica penetrante de Stuart Gilbert sobre La casa del incesto. Una noche enjoyada con Gonzalo, excepto cuando dice: «Eduardo es una víctima del capitalismo. Artaud es una víctima del capitalismo».

Mi actitud ha cambiado. Simpatizo con su comunismo (aborrecimiento de la injusticia) porque es idealista y puro. Podría haberme sacrificado por la Revolución rusa cuando era pura e idealista. Pero ahora está dividida, es falsa e impura.

La organización del mundo es tarea para los realistas. El poeta y el trabajador serán siempre las víctimas del poder y de los intereses. Nunca el mundo será regido por una idea mística, porque cuando llega el momento de funcionar deja de ser mística. Cuando la Iglesia católica se convirtió en una fuerza, en una organización, dejó de ser mística. Los realistas siempre se impondrán a la poesía. El interés termina por imponerse. El mundo siempre estará gobernado por el poder y por gente desalmada.

De modo que en el cuento de hadas hay una mancha de luz del día. La sed de sacrificio de Gonzalo la ha satisfecho en su vida con Helba. Ahora siente una sed de sacrificio y de heroísmo a mayor escala. Habla de España, pero está acostado conmigo sobre la alfombra oscura, mientras la péniche se balancea suavemente.

La niebla cae pesadamente sobre mí. El domingo, febril, escribí tres páginas de mi película de «horror». Empecé con los recortes de periódicos y luego los alteré hasta quedar desconocidos. No pude seguir copiando el diario de 1922, me dolía mucho. El presente, separadamente, parece soportable. El presente, por sí solo, parece hermoso menos cuando vuelvo a sentir mi antiguo apego por Henry. Henry, que pertenece al público, como una estrella de cine. Al mismo tiempo, con Henry puedo compartir una actividad electrizante que debo ocultar a Gonzalo. ¡Henry ya no duerme! Trabaja, escribe, mantiene la correspondencia, visita. Trabaja para mi libro. Fue él quien hizo que Stuart Gilbert escribiera la crítica. Habla de mí. Tenemos un montón de trabajo juntos. Y Gonzalo me frena. El ritmo de Gonzalo es flojo y vago, con mucho desperdicio e inercia (¡como era Henry!). De modo que me apresuro a salir del Nanankepichu y me pongo a trabajar en casa. Cartas, visitas y relaciones. Una vida como una vidriera.

26 de noviembre de 1936

Gonzalo se exalta hablándome de mi trabajo, mi valor y cuánto le gusta que me entregue a mi trabajo, que deje de dar a los demás, que viva para mí misma, del mismo modo en que yo acostumbraba a exaltarme con Henry. Veo en la expresión de Gonzalo la misma fiebre por el sacrificio que yo tenía, el mismo deseo de abandonar el yo, de ofrecerse uno en sacrificio para la creación del otro. Sigue el modelo con toda fidelidad. Hay tantas analogías entre Helba y yo: la danza, el amor por la forma, la gracia del cuerpo, la intensidad, su manera de escribir acerca de su infancia, sus poesías, sus primeros sufrimientos, el abandono del padre, su hipócrita dulzura que esconde su naturaleza violenta, sus mentiras, el dominio de su naturaleza tenebrosa.

Gonzalo vio en la creación de Helba la «línea», la forma, la cualidad plástica. Ve lo mismo en mis movimientos, en mis adornos, en mi manera de vestir y en mi escritura. Percibió sus ritmos como percibe el ritmo de mi trabajo. Es sensible a la danza de ella y a la mía.

Mi necesidad de dar ha sido un vicio, pero no del todo destructivo. Quizá yo me encuentre a mí misma mediante la disolución. Por mucho que dé, no me pierdo. Pero me he desperdiciado.

Ahora bien, dar es amar: una necesidad.

Me veo con Gonzalo en una situación irónica. No puedo darle nada como no sea a mí misma. No puedo darle a sí mismo, como hice con Henry. Vive con el regalo de sí mismo. Su dibujo no es lo suficientemente esencial como para que viva para él. No tengo ningún sacrificio que ofrecer a Gonzalo, excepto su comunismo, o renunciar a él. Eso no puedo hacerlo. Y veo que quiere tanto ser necesitado y usado como yo lo quería. Que quizá él está más hecho para el amor y la vida que para la guerra. Dice que yo lo mantengo aquí, pero quizá todo se vaya de nuestras manos, nuestro destino. Él espera.

Ir o no ir a luchar a España es ahora un conflicto corriente. Amenazo a Gonzalo: «Si vas, yo iré también. Y no a poner vendas, te lo aseguro». Los heridos regresan. Roger está herido.

Me falta la fe, pero moriría con Gonzalo. No podría vivir sin él.

Gonzalo sólo revela sus secretos al final de la noche, después de las caricias apasionantes.

—No lo sabes, chiquita. Nunca te he dicho el tormento que fue para mí la lectura del libro sobre tu padre.

Le atormentan los celos por mi pasado. «Podría olvidarlo, chiquita, pero todo está por escrito». Le acosan mis páginas sobre la habitación del hotel de Avignon con Henry.

Me recuerda mi tormento cuando leía las descripciones detalladas de Henry sobre las mujeres de que gozaba, sobre June.

Rebosé de lástima por Gonzalo. En aquel momento habría tirado todos mis diarios al río para evitarle el dolor, algo que Henry nunca habría pensado hacer por mí. Nada puede detener a Henry. Es el artista. A mí, todo me detiene: los pensamientos en Hugh, en Henry, en Gonzalo y en mi Padre.

Debido a eso, aparición sacrificada en la revista Confessions. Sacrificios innumerables por mis amores humanos —todo menos silencio—.

Objetividad del artista: Henry se sintió dolido al leer el manuscrito de mi Padre [Invierno de artificio], pero lo supeditó a su interés por mi obra, igual que acostumbraba a hacer yo al principio. Ahora me cuesta mucho más ser objetiva. Acostumbraba a decirme: dejaré a Henry cuando escriba su libro sobre June. A veces me parecía que era esa oscura sensación la que inhibía a Henry, no lo sé.

8 de diciembre de 1936

Un día y una noche. Henry me espera en la cama a las tres de la tarde, me toma, me acaricia; no podemos dormir o descansar luego porque su cabeza es como una película rápida. He escrito algo acerca de su nuevo libro: «Primavera negra representa la vida en todos los niveles. Es una orquesta. Henry Miller se vale de la vida visible, de la vida humana, de la vida de los impulsos, apetitos, lujuria, odios e instintos y capta en el mismo instante el sueño que obsesiona al poeta…».

Henry dio un salto, gritó y dijo que aquello le obligaba a sentarse inmediatamente ante la máquina de escribir y ponerse a trabajar.

A las siete, Gonzalo y yo estamos en el Nanankepichu, que, con los reflejos de las velas y faroles en las paredes húmedas y brillantes por el alquitrán, parece como hundido en el fondo del Sena. El espejo tiene una profundidad y una luminosidad apagada que los demás espejos no tienen. Cenamos, sentados como árabes en la alfombra junto a la estufa.

Insomnio. Imposible dormir. Las dos de la mañana. Las tres. Las cuatro. Gonzalo habla de su niñez. Muy parecida a la mía en cuanto a bondad y dedicación a los demás. Cuando dice que uno de los secretos de su unión con Helba es todo lo que ha hecho por ella, la lucha y la creación de la vida de ella, digo que lo mismo me pasa a mí con Henry. Cada vez que su dedicación a Helba hiere mi sentido de la posesión, yo lo hiero mencionando a Henry. Gonzalo dijo: «Si trazáramos un rectángulo contigo, Henry, Helba y yo, tú estarías mucho más cerca de Henry que yo de Helba, porque Helba es un ser asexual, mientras que tú eres extremadamente sensual, te sumerges en el amor, te entregas, te abandonas…».

No encontramos sitio para la dedicación de cada uno a los demás. Estoy rodeada por los cuidados de Hugh y nada desamparada. Él no se siente desamparado. Rechaza cuanto yo pudiera darle. Prefiere llevar el traje viejo al nuevo.

Con mi clarividencia, mi impaciencia y mis miedos trato de ver el futuro, de evitar peligros. Él dice tranquilamente: «No fuerces las cosas…».

Sus caricias me excitan tanto que no entiendo por qué no respondo últimamente.

Turner suplica, ruega, jadea, mendiga. Moricand espera sutilmente. Puedo dar a Gonzalo todos mis sentimientos, mientras Henry dice que soy demasiado demostrativa.

En 1921 escribí que me especializaría en fantasía.

Mando gracias a la seducción.

13 de diciembre de 1936

Con Gonzalo no sufro. Sé ser fiel a mí misma. Para ser feliz con Henry tendría que ser más astuta, elegante e igualmente egoísta; más dura.

Es curioso el malestar, fuerte y violento, que me avisa cuando entro en un ambiente, en una habitación llena de gente donde no puedo estar, verdadero miedo. Sitios y gentes para los que no estoy hecha, porque no puedo aguantar a la gente cínica, astuta, erótica, endurecida, débauchée, libertina. Sufro demasiado. Me falta la brutalidad para vivir de esa manera. Me convierto en víctima.

Para que Henry fuera natural, soporté todas sus confesiones. Pero yo no pude ser natural. Ahora, para no atormentar a Gonzalo, me abstengo de las confesiones. Con él tengo que refrenar las expresiones, los análisis. Es una dura disciplina después de derramarme con Henry. No quiere que se digan las cosas, que salgan a la luz. Y yo necesito eso. Había demasiada claridad con Rank, una claridad sobrenatural. Con Gonzalo me hundo.

El demonio interior, el otro, trabaja secreta e insidiosamente. Mi demonio se desenmascara solo. Puedo verlo mejor. Me veo entrando en una sala llena de gente con la certeza de que voy a hechizar a alguien. Una suave certeza que me divierte.

Más que amor, los hombres necesitan el aniquilamiento de su soledad. Esa es la función del amor. A través de la grieta de esta soledad sorben el mágico fluido y se esclavizan.

Adondequiera que voy seduzco.

Artaud le dice a Gonzalo que soy un monstruo de ojos verdes, una criminal. Ha vuelto de México envejecido y drogado.

Cela m’amuse. He cometido crímenes sin gozar del frisson del mal. El frisson que ahora siento es del poder, el poder de esclavizar y torturar. Je m’amuse des crimes que je pourrais comettre, de los escándalos que pueda causar. Je m’amuse de mes mystères. Nunca puedo decir de dónde vengo. Pero no es preciso decirlo. ¿Sabe Henry que mi felicidad viene de Gonzalo? ¿Sé yo que él ahora saca su felicidad del poder, no del amor? ¿De su ascenso, de su reconocimiento?

Acostada, me ahogan mis inquietudes, aquellas que nadie ve, el miedo a perderme, a que toda mi vida haya sido un espejismo. Siempre con la respiración contenida cuando trato de tocar mis espejismos. Fijo los ojos en el anillo de zafiro azul, en el collar de zafiro azul con estrellas de plata, en el cenicero de cristal azul zafiro. Y me digo: belleza, placer. Una habitación que permanece tranquila, en la cual yazco entre cojines de terciopelo negro. Aquí no sopla el simún, la revolución no lacera la carne, los hombres y mujeres no se torturan entre sí. Es azul. Un baño de azul. Una sinfonía en azul. Azul. Paz cósmica y magnanimidad.

Es verdad lo que dijo la señora Gilbert: Que me equivoqué al buscar mi estado místico por caminos religiosos, en la iglesia. Era un estado místico y cósmico. Sufrí tanto, me expandí tanto, di tanto, que allí, en la cama del hospital, crecí ilimitadamente, fundida en un éxtasis cósmico. Un poco más y habría muerto. Tan grande es esta sensación que tengo de la inmensidad, de la piedad a gran escala, de la simpatía que alcanza a mi gente enferma de Nueva York y de la eternidad, de mi amor por todos aquellos que están solos, de la maldad que ríe acompasadamente con las trampas de la naturaleza, con todas las travesuras simiescamente cómicas de la naturaleza.

Con todos los puntos extremos del compás, con amor, pasión, sensualidad, creación y piedad, una alcanza la mayor consciencia cósmica o la disolución.

Empecé con una voluntad desapasionada, egoísta, totalizadora. Luego la pasión primitiva y personal con Henry.

Piscis, dice la astrología, tiene el poder de abstraerse totalmente del ambiente inmediato que te rodea y zambullirse en la vida imaginaria que una quiere.

Es el signo de la autonegación y de la renuncia. Siempre quise escribir anónimamente.

Símbolo del Mesías o del proscrito.

Solución final de los problemas, y algunos deben resolverse con mansedumbre y humildad. ¡Cristo! ¡Jesús! Digo esto maldiciendo.

[Charles E.] Carter [Principles of Astrology] llama a Piscis «gracia cósmica».

Hay algo tan suave y agradable, tan poco resistente en este signo que a menudo da una impresión equivocada.

Los piscis no creen que la verdad ha de decirse siempre y, consecuentemente, como no quieren hacer daño, sustituyen lo que creen que es una verdad cósmica por verdades secundarias. La relación de este signo con hechiceros y hechizos es palmaria.

Falta de mundanidad, autosacrificio, ideales románticos, inspiración y atisbos de una mayor consciencia.

¡Me adentro en la astrología a causa de mi pereza…!

18 de diciembre de 1936

Siempre escribo el título del diario antes de terminarlo. Nunca me di cuenta, cuando escribía «Nanankepichu» y «Vive la dynamite», del contraste que ofrecían, de lo opuestos que eran. ¿Por qué los puse juntos? Proféticamente. Uno es el sueño, la ausencia de la realidad, la pasión; el otro es la realidad, el drama del mundo, la revolución, la anarquía, la guerra.

No quise que Gonzalo fuera a luchar a España. Hizo una docena de dibujos. Yace tranquilo, infinitamente satisfecho. Alcanzamos capas cada vez más profundas de sensualidad, hasta que una noche se arrodilló delante de mis piernas abiertas, y se lanzó dentro de mí con enorme violencia. Gonzalo, el salvaje, excitado. Y esta imagen de él, este sentimiento de su fuerza, me excitó tanto que me sentí cerca del espasmo que aún no había alcanzado con él. La noche me dejó temblorosa, con el útero estremecido. Lo seguía viendo arrodillado delante de mí, desnudo, moreno, con el pelo revuelto, gruñendo de placer.

De esta noche surgió como un verdadero león, y definitivamente asumió su actividad como agitador, escritor y líder de ochenta intelectuales suramericanos. De Nanankepichu nació un líder comunista visionario. Del sueño y de las caricias. Él mismo dice: «Fuiste tú, y qué extraño que fueras tú, tan alejada de todo esto, quien despertó en mí esta necesidad de acción. Tu amor me ha dado la fuerza…».

Mi primera reacción fue de dolor, sorprendida de que algo en lo que yo no creía hubiera nacido de nuestro amor, este liderazgo, este impulso revolucionario. Y lo sorprendente es que yo estaba echada en el calor, que Gonzalo parecía soldado a mí, que con él yo olvidaba mi soledad y que fuera a sacrificarse nuestro sueño, nuestra vida personal. De nuevo tuve que entregarme a la creación del hombre. Antes a la obra de Henry y ahora al comunismo de Gonzalo.

Sufrí como mujer. Me eché a su lado y sollocé. No sentía deseo, sino un desgarramiento, una profunda angustia, rendición. Rendición. Gonzalo necesitaba mi fe. Helba estaba en su contra. Mi amor le había dado el ímpetu. ¿Iba a impedírselo ahora, después de haber encendido la mecha? Lloré.

Pero la pasión de Gonzalo por la política, sus discursos vehementes, su sinceridad, no quedaron sin efecto. Yo no había sido ganada para el comunismo, sino para el comunismo de Gonzalo. Por encima de todo, yo entendía que porque él era tan vital, tan rico en sangre y en pasión, sentía la necesidad de la acción y del drama. No podía quedarse en un estudio dibujando. Está demasiado lleno de fuego. Porque nuestra relación era tan vital, como decía él, tan viva, tan carente de literatura, arte e intelectualidad, le di un impulso vital, no un impulso artístico.

Lo que amo en él es precisamente lo que le empuja a la conspiración, a la anarquía y al riesgo. Tras el dolor de aflojar nuestro abrazo, del primer miedo a perder nuestro sueño, de la destrucción de Nanankepichu, de la sensación de que estaba siendo sacrificada —mi necesidad de su necesidad—, reuní mis fuerzas, por amor, y me di cuenta de que le había pedido que cumpliera su destino, que no fuera el esclavo de otra mujer, como había sido el esclavo de la carrera de Helba, y de que este era el resultado, que yo era quien deseaba que cada uno se satisficiera a sí mismo y que esto nunca me satisfaría a mí. Por amor a Gonzalo, a un Gonzalo fuerte, por amor a ver sus ojos brillantes de vida, su cabeza erguida, sus manos impacientes, renuncié a mi deseo egoísta de retenerlo encerrado entre mis brazos, dentro de mí y dentro de un sueño.

Me desperté completamente rota de cansancio, con los ojos hinchados. Gonzalo se había mostrado muy tierno con mi padecimiento, pero no lo entendió del todo.

Corrí a casa. Me senté delante de la máquina de escribir y puse la dirección a veinte sobres para sus «declaraciones a mis amigos comunistas». Y le llevé los sobres. Hubo momentos en que me sentí rota. Me dolía el corazón. Me sentía débil y tenía ganas de llorar. En otros momentos me espoleaba para mantener mi voluntad. Otra vez. La mujer siempre ha de hacer un papel en nombre del amor. Una mujer nunca puede ser enteramente sincera consigo misma en nombre del amor. De un modo sutil, siempre he de hacer este papel de amazona creada en la imaginación de los demás gracias a mi fuerza. Ahora tengo que ser una mujer de acción arrojando a Gonzalo a una anarquía visible y (para mí) no metafísica. La anarquía de Henry era literaria. Era un satírico. Secretamente me deben de gustar los que tiran bombas, los destructores. Me gusta lo natural. Me gusta el poder. El poder es peligroso, ciego. Convierto este poder en creación. Henry se ha vuelto efectivo, no sólo explosivo ni potente. Gonzalo no tirará bombas. Lleva la destrucción dentro de él, pero haré de ella creación.

De modo que escribo sobres, para los comunistas. Y pienso sobre el comunismo. Ahora simpatizo con sus objetivos. Pero no puedo sentirme entusiasmada. Ese drama es, para mí, una ingenuidad europea. Pero todo drama carece de sabiduría. No vivimos sabiamente. Vivimos en el drama: amores trágicos, energías mal empleadas, errores, prejuicios. Errores. Creo en los errores humanos, en tener ilusiones. Gonzalo tiene la ilusión de volver a arreglar el mundo. Respeto su ilusión. Le ayudaré. Yo ya estoy fuera y más allá del capitalismo y del fascismo. He sido una anarquista espiritual. No tengo ilusiones en política. Pero tengo ilusiones en el amor.

Abrumada, sobrecargada con mi conflicto, pasé una tarde humorística, amable, caprichosa y armoniosa con Henry, el artista integral, que cada día está más pálido. La sangre hierve menos. La sangre corre por los canales de la imaginación y de los recuerdos. Yace pasivamente en la oscuridad, como una mujer, y amablemente me lleva a que lo acaricie. Cuando está dentro de mí se vuelve loco con mi humedad. Me excita hasta un frenesí bestial —placer-placer-placer— y salgo de allí fortalecida y gozosa.

Me despierto fortalecida y gozosa. Rebosante de energía y coraje. El sacrificio está hecho. Ahora estoy llena de actividad. No miraré atrás. Le digo a Gonzalo que quiero que use la gran sala del Nanankepichu para las reuniones. Me gusta imaginármelos allí conspirando. Riesgo. Peligro. Le digo: «Cierra con llave nuestro dormitorio».

Me gusta el peligro. Me gustan aquellos que quieren poner el mundo del revés, dinamitarlo en nombre de una ilusión, quizá para poder ver el fuego y los gritos de los asesinados. No importa. Es el trabajo de la naturaleza. Tiene que haber granizo, tornados, terremotos. Son necesarios. La guerra es necesaria. La muerte es necesaria. Gloria al drama, siempre ignorante, siempre injusto, siempre expresión de nuestra humana necesidad dionisiaca.

Mi alma masculina debe ser satírica, la de un guerrero, la de un héroe, porque así son los hombres que elijo.

Mi carne femenina es tierna en demasía. Afortunadamente mis lágrimas se tornan a menudo en acero y fuego. Es asombrosa la angustia que sentía, los dolores de parto —mi carne lo exigía en parte, desgarrada al exponerse a los peligros del mundo—. Los hombres reposan en mis brazos, se arrastran y descansan en mi útero. Para mí el sexo no es solamente el placer del orgasmo, es tener a un hombre dentro del útero. El hombre no puede conocer nunca la soledad que la mujer conoce, la mujer que tiene vacío el útero. El hombre sólo reposa en el útero para recuperar fuerzas. Se alimenta de la mujer. La mujer da continuamente su leche y su sangre. Y él se eleva y se apresura a acudir al combate o se adentra en la creación. Él la abandona. Él no está solo. Posee el mundo que hace. La mujer está sola porque sólo tiene al hombre, su presencia, su cuerpo.

Soy mujer.

Grito cuando él se levanta y actúa.

Me pregunto: ¿Dónde está Thurema? ¿Voy a necesitar ahora a la fuerte y bella Hurtado*, la mujer que conocí la otra noche?

Recojo mi diario y paseo por las calles. Conspiro con Gonzalo. Me hundo en el ensueño. Ha llegado el momento de actuar y el hombre se despierta primero. He de alcanzarlo.

Amaría a Thurema si estuviera aquí. Siento afecto por Eduardo, que está ahora en París.

La primera pausa en el cuento de hadas, en Maxim’s, un sitio de lujo, un cuento de hadas para mí, decorado, atractivo. Nunca miraba a las personas, vivía en mi mundo propio. Últimamente, a causa de Gonzalo, he abierto los ojos y miro los rostros, realmente, las caras de los ricos, de los aristócratas y de los nuevos ricos. ¡Y son cerdos! Fuera de Katrine Perkins, no conozco a ningún hombre o mujer ricos que valgan la pena.

Pobre Hugh. Cada vez más juicioso, atrincherado en su papel de padre responsable en defensa del capitalismo. Y yo, que he luchado sólo por los verdaderos valores, por mi independencia, que sólo he empleado mi dinero para quienes lo necesitaban y muy poco para mí misma, me gustaría renunciar a todo y dar aún más. Pobre Hugh porque, en el fondo, todo cuanto hago es una amenaza para su felicidad, pero nada puede detenerme.

Con él tengo la mayor deuda, pues me ha permitido ser sincera conmigo misma.

Veremos si puedo desempeñar el papel de amante de un héroe, conspirador y anarquista con tanta gallardía y grandeza como he desempeñado el papel de musa de Henry.

Entretanto, hagámoslo lo más dramático posible. Mucho dramatismo en la sala de la péniche. En una habitación, Gonzalo pronuncia discursos. En otra, se tumba, embriagado de caricias y dice: «Hace dos meses que me tienes absolutamente drogado».

Quizá lleve yo dinamita dentro que no explota sólo en el papel. Quizá no sea mi diario lo que alguna vez arroje encendido a la multitud horrorizada por la verdad.

Cuando Gonzalo vino hoy para estar una hora y lo recibí con danzas, viva y llameante, se quedó toda la tarde. Fue como un día de primavera. Fuimos caminando inconscientemente hasta Nanankepichu, y allí nos acostamos.

Ahora sé que hay algo misterioso que me impide llegar con él al orgasmo, debe de ser un hechizo de Henry. Cuando lo dejé, excitada, estremecida, cogí dos revistas eróticas de un quiosco y miré las fotografías en el taxi que me llevaba a casa. Sentí un orgasmo de tal intensidad, allí sentada, que por poco me desmayo. De noche tengo sueños violentos. Y la noche anterior a que Gonzalo entrara definitivamente en el Partido, soñé con una multitud, masas de gente que me impedían llegar hasta él. Luché desesperadamente. Anoche soñé que a unos criminales se les obligaba a tener una erección antes de matarlos y que luchaban desesperadamente por excitarse y no podían. No puedo acostarme sin que me acosen imágenes eróticas, deseos violentos.

Estoy tan terriblemente excitada por la vida —mental y físicamente—, vivo tan intensamente, que soy consciente de mi sexo, de estar allí caliente, de estar húmeda, de los latidos de la sangre, y, al mismo tiempo, de vivir en un ensueño. Gonzalo dice: «Mi relación contigo es tan vital que contigo he encontrado mi ritmo sexual». Me estremezco profundamente contemplando su placer.

Dice que tiene un concepto cristiano del sexo —el concepto del amor— parecido al concepto femenino. Cree que yo escribo sobre el sexo como una pagana y lo cierto es que, comparada con él, soy una pagana. Pero el único pagano auténtico es Henry, que puede acostarse con cualquier mujer, no por amor, sino simplemente pour satisfaire ses instincts.

El erotismo me molesta. Nadie que yo conozca es erótico, salvo Hugh, a quien no deseo, y George Turner, a quien tampoco deseo. Soy erótica y perversa, y eso es lo que ha quedado de mi saludable vida animal con Henry y de mi vida emotiva con Gonzalo. Quizá esté reprimido. Gonzalo tiene mucho erotismo. Adora mis pies, le gusta besármelos con la boca. Henry no tiene ninguno. Es simple.

21 de diciembre de 1936

¡Oh, Dios, esto es una oleada de fuerza demasiado grande! Paso de tales extremos de debilidad a estados de tanta fuerza que casi no lo puedo resistir. Es como el Vesubio, tal como le digo a mi Padre en una carta bastante divertida. Una noche lloré en brazos de Gonzalo porque la suavidad de nuestras caricias, las brumas y la embriaguez vuelven a estar amenazadas por la creación. Al día siguiente desperté hecha acero y fuego, como una amazona.

Escribo una carta a mi Padre para pedirle una máquina [ciclostilo] que necesitamos para imprimir propaganda. Le escribo una carta fantástica, diciéndole que la necesito para trabajar por España. Naturalmente, él creerá que es para los fascistas. Me río de idea tan diabólica. Por favor, Padre, dame tu máquina impresora para trabajar por España. Quiero poner mi fuerza al servicio de España —estoy reuniendo a un grupo de intelectuales, les doy ánimos—.

Y es para los comunistas. Me río porque el intercambio es una especie de broma cósmica, ya que, en realidad, no me importa de qué lado estoy. Todos aquellos que creen que viven y mueren por sus ideales están equivocados. Qué error tan maravilloso y qué broma tan divina. Viven y mueren por sus errores emocionales. Y así yo trabajo para la España republicana porque estoy enamorada y eso es todo lo que cuenta. Me gusta ver a un Gonzalo radiante que llega sin aliento de su reunión conspiradora, que puede reposar su cabeza sobre mi pecho y me cuenta lo que está haciendo, me gusta preparar la gran sala del Nanankepichu para los ochenta conspiradores y que mi alma de mujer se ría de sus nombres y categorías porque veo a través y más lejos de ellos. Se toman muy en serio su juego y yo me lo tomo a risa, del mismo modo que ellos se ríen de nuestras lágrimas y tragedias, que sí que son reales. Así que me digo, entre fascismo y comunismo, tomo el partido del amor. Y, secretamente, me río de las ideas de los hombres. Escribo una carta a mi Padre. Recojo sillas. Estoy completamente despierta y alegre, escribo cartas viriles a diestro y siniestro. ¡Riendo! A Gonzalo también se le contagia la risa y dice que publicará un panfleto para los fascistas y enviará un ejemplar a mi Padre.

Así es como mi fuerza explota dentro de mí. Bailo ridículamente para Hugh. Escribo cartas humorísticas. Soy consciente de que estoy creando el cuento de hadas para que todo siga siendo eterno y maravilloso. Ninguna ilusión rota; ningún cambio en el mapa de mi mundo; ninguna guerra ni tumor puede impedir la fijación ilusoria: Madre está allí; Joaquín está allí (están donde estuve cuando tenía dieciséis años); Hugh está allí; Eduardo está allí; el amor es eterno y yo voy de paso, impidiendo terremotos en todas partes, luchando contra la muerte. No dejaré que nada muera. El monstruo que mato todos los días es el monstruo del realismo. El monstruo que me ataca todos los días es la destrucción. Y de ese duelo surge la transformación. Una y otra vez convierto la destrucción en creación.

Me siento como si reventara de poder.

Como si el mundo fuera otra vez una orquesta. Me siento elevada, transportada, impulsada por fuerzas tremendas. Música y fuego.

Cerca de nuestro rincón de los sueños una gran sala dará cobijo a la creación de Gonzalo. Y yo lo incitaré, lo apoyaré y lo alentaré. Qué embriaguez, Dios mío. No hace falta vino. ¡El mundo entero borracho! Música por todas partes. Sillas y una estufa para los conspiradores y carbón de nuestro propio consumo. El hombre se despierta primero de lechos de plumas y esperma.

Reventando de poder.

Canto, bailo, mantengo vivas todas las cosas. Henry le dice a Eduardo: «Lo que he sido capaz de hacer se lo debo por entero a Anaïs. En Louveciennes me dio mi integridad».

Carta de una paciente de Nueva York: Ha sido maravilloso conocerla y mi único deseo es que podamos vernos de nuevo en un futuro no muy lejano. Gracias una y otra vez por la sensación de descanso que usted me dio, por la capacidad de encararme con el mundo con más valor y desprecio, de tal modo que puedo desnudarme y decirme: «Esta es la que soy y lo que siento y no me avergüenzo de mí misma». Porque, a pesar de tantas penas y preocupaciones, tengo una constante sensación de renovación, de crecimiento y expansión. ¡Cuántos éxtasis surgen de la mezcla de alegrías y penas, cuánta madurez!

A Henry: Después de que te fueras en bicicleta, quedé toda la tarde preocupada por ti, consciente de ti, con un sentimiento que te alegraría si lo conocieras.

Mi imaginación arde con el diario real para Hugh. No sabes cómo me gustaría escribirlo todo de golpe. Lo empecé esta noche. Cinco páginas, todo astucia. Puede convertirse en una muestra maravillosa de misterio, las dos caras de una misma conducta, puede convertirse en algo real para mí mientras lo escribo, como mi determinación (para el diario de Hugh) de que nunca me poseas, porque los hombres guardan un mayor recuerdo de las mujeres que no han podido tener, hasta el punto de que creo que, si tú leyeras este diario, podría casi persuadirte de que nunca me has poseído. Cotejando los dos, no sería difícil que un hombre se volviera loco. Me gustaría morirme para ver entonces a Hugh leyendo los dos diarios. Yo explicaría entonces el origen de cada invención relacionada con nuestra historia. Cómo conozco el aspecto de determinada habitación de hotel por una charla tuya. Reconstruiría las sesiones con Allendy: Diciéndome que distinguiera cuidadosamente entre mis aventuras literarias (contigo) y mis aventuras verdaderamente humanas (¡con Hugh!). Ironías. Trastrueque de situaciones. Cuando lo leyeras, te arrepentirías de no haberme poseído. Al cabo de un rato no sabrías si me tuviste o no. Dependería del diario que leyeras. ¡Tendrías dónde elegir! Para empezar, trata de recordar que el diario real es el irreal. Maravilloso. Este es el diario de mis verdaderos sentimientos. ¿Cuál de los dos? El tono, dices tú. Pero cuando un hombre es un verdadero actor, no se puede hablar del tono. Supongo que estoy sublimando una situación que, en el fondo, experimento demasiado trágicamente. Gozo de ella intelectualmente. La hago soportable. Como tú dijiste. Hoy también supe ver todo el humor que hay en la leyenda Lowenfels-Cronstadt. Son los hombres quienes llevan a las mujeres al circo, y las mujeres van a oír las risas de los hombres —Anaïs.

Delicadeza, como la vida china, en el diario de 1921. Flores. Naturaleza. Calidad onírica. Fragilidad. Perfección de forma.

Je suis facilement éblouie. Me deslumbro con facilidad. Pero eso es necesario para sentir el milagro, el éxtasis. Éblouissement es uno de mis estados de ánimo más frecuentes. Entro en trance con facilidad.

Mi manera de ver a las personas es absorbiéndolas. Me siento dentro de ellas, me pierdo dentro de ellas, siento cómo sienten en su piel, los rasgos, las manos, la voz. Me empapo. Mis trances místicos son cósmicos, no religiosos. La expansión siempre me lleva al éxtasis: al sacrificio del yo. (Trabajo para Gonzalo. No creo en el comunismo. Sólo creo en la salvación individual).

Carta a Padre (que ha alquilado una casa en Madrid):[70] Te envío unas pocas páginas del comienzo [de La casa del incesto], traducidas por Moricand, pero no te dan una idea de su calidad musical, porque el francés no se presta a la canción. Los personajes son tres mujeres diferentes mezcladas en una, representadas por una sola mujer. Nacimiento de agua, simbolismo, vida interior aprisionada y luego la salida a la luz del día. Describo noches de angustia solitaria, sueños que preceden a la vida humana, real y saludable. La profundidad de las cosas. Nuestra misteriosa vida subacuática que se desliza hacia lo que somos y hacemos durante el día.

Bueno, basta de literatura. Era simplemente para que te sintieras como si hubieras leído el libro.

Me alegra mucho saber que no te sientes muy solo, que te sientes vivo, que tocas música y que tienes lo necesario para mantener a Maruca.

En cuanto a nosotros, sólo tengo buenas noticias que darte. La atmósfera de París también apesta a política y se ahoga en la política, pero todavía no estamos obligados a vivir en el metro como la pobre gente de Madrid. No tenemos que dormir en el metro. Sólo lo cogemos para ir a ver a los amigos, así que no nos quejamos. Tampoco tenemos que celebrar la Nochevieja con el mismo caballero del año pasado porque vamos a contar con lo más florido de la aristocracia de los rusos blancos.

He descubierto una manera de perfumar el apartamento con algo que prácticamente no cuesta nada (¡qué milagro!) y que huele bien. ¿Conoces el pachulí? Estaba de moda en la época en que decidí mostrar mi cara en esa sociedad extraordinaria. Tu olfato lo reconocería.

Justo en este momento pensaba en las molestias que he de tomarme para proteger mi cuento de hadas de los ataques de realismo. Mato a un dragón realista todos los días y, desgraciadamente, su carne es demasiado dura para comerla y no podemos ahorrar en filetes. La carne de dragón es imposible, gelatinosa y al mismo tiempo correosa, con nervios y babosa.

Bien, Culmell y yo acabamos de interpretar la parodia de un baile español de ritmo rápido, me falta el aliento y no puedo acabar la carta.

Escríbeme. Un abrazo muy fuerte.

23 de diciembre de 1936

El simbolismo de los detalles pequeños: nunca se me ha apagado un fuego que yo haya encendido. Cuando Hugh y yo fuimos juntos por primera vez a la playa, quisimos calentar la comida. Preparamos el fuego y vimos que no teníamos cerillas. Fui con un periódico a un fuego que había hecho otra gente alejada de nosotros. Prendí fuego al periódico que había dispuesto como una antorcha y eché a correr de regreso. Naturalmente, con el viento, mi antorcha se consumía rápidamente, casi hasta el final. Hugh se puso a gritar: «¡Tíralo!, ¡tíralo! ¡Te vas a quemar!». La llama casi tocaba mi mano. Continué corriendo y encendí nuestro fuego.

Cuando encendemos el fuego en Villa Seurat, Henry dice: «Hazlo tú. A mí siempre se me apaga». Y enciendo un fuego maravilloso. No me da miedo el fuego. Lo toco sin apenas sentir temor. Cuando tengo que encender la estufa en el Nanankepichu pasa lo mismo. Nunca se apaga una vez que empiezo. Nunca he de intentarlo de nuevo como le pasa a tanta gente.

Curiosamente simbólico.

Lo trágico es que se necesita muy poco para matar mi alegría. Si Gonzalo se retrasa, si Henry se burla de mí, si el esposo de Colette dice que soy demasiado seria, si Helba se muestra celosa, si Henry desvaría por una nueva estrella del cine, si Gonzalo asiste a una fiesta, se emborracha y luego está enfermo dos días, si Henry recibe la carta de una admiradora, si la revista me devuelve mi crítica sobre Primavera negra de Henry diciendo que no hay un análisis de su contenido.

27 de diciembre de 1936

Noche de Navidad, Poisson d’Or, caviar y vodka. Ponisowsky, triste y delicado; su hermana y su esposo. Elena Hurtado, como una antigua diosa romana. Hugh, Elena y yo charlando alegremente en medio del desierto de las conversaciones de los demás. La alegría de la fuerza. Entendimiento inmediato. Canciones gitanas. Caviar y vodka. El vodka es mi bebida. Una vez le dediqué una página, antes de probarlo. Y esa noche de Navidad lo que escribí se hizo realidad. Bebí fuego. Un fuego blanco que no me hizo daño, que puso llamas en mi cabeza. Toda la noche, música y fuego. Chispas entre Elena y yo. Necesito levantarme y bailar. Necesito levantarme y bailar sola. Nadie tiene el ritmo que necesito para mi danza. Música rusa. Bailan mis pies. Bailan mi cabeza, mis manos. Cinco de la mañana. Un ruso rompe las copas en su cabeza. A las cinco y media estamos fuera, en el bulevar, completamente despiertos. Elena quiere caminar. A mí me gustaría caminar con ella por toda la ciudad. Le digo que agradezco su presencia, que gracias a ella la noche ha sido hermosa. El placer de mirar su rostro amable, de sentir el poder que lleva dentro. Nos sentamos en el bar Melody’s. Una orquesta de argentinos, unas pocas negras y dos o tres parroquianos rezagados. Son las seis y media de la madrugada. Necesito bailar. Necesito bailar para expresar mi alegría y el fuego que llevo dentro. Toca la orquesta un pasodoble. Me levanto y bailo, zapateo y giro, zapateo, giro y camino. Los músicos me jalean con sus gritos. Gritan las negras. El placer del baile.

Son las siete de la mañana. El amanecer es azul. Los ojos de Elena son azules. Está rodeada por el halo del sol.

Caigo dormida. Caigo en una grieta, en un abismo. Pero a las diez y media aún estoy llena de alegría y fuego… bailando alrededor de la comida de Navidad. En el último momento le pido a Gonzalo que venga. Estoy borracha. Me he puesto el vestido persa con la falda amplia. Estoy borracha, borracha. Llega Gonzalo. Comemos y bebemos alegremente. Río, río. Eduardo está callado.

Gonzalo se va y caigo en otro sueño profundo. Estoy echada en las entrañas de la tierra. Alegría.

Cuando Gonzalo y yo nos vimos ayer por la tarde, explotó la pasión: «Oh, chiquita, te deseé tanto ayer. ¡Qué guapa estabas! ¡Qué viva! Nunca te había visto con tanta claridad, tan completamente. Qué contraste con Hugh y Eduardo. Tú estabas sensualmente viva, gozando de todo, radiante, magnífica. Te deseé tanto».

Si pude poetizar el psicoanálisis y sacar de él los elementos de magia, ¿por qué no puedo hacer lo mismo con el comunismo de Gonzalo? Es el motivo vital del momento. El drama.

Vuelvo al Nanankepichu. Gonzalo ha traído la lámpara más pequeña y misteriosa. Toda azul.

Le digo: «Mi conflicto no está entre el comunismo y el fascismo o la anarquía, sino entre el sueño y la realidad. Cuando la lucha era para conseguir la liberación religiosa, habría muerto por ella. Cuando la lucha es por la independencia económica, no puedo sentir el drama místico o metafísico que hay en ella. Pero estoy contigo. Sólo tú haces que el sueño sea perfecto. Contigo puedo soñar con tanta perfección que la acción en el mundo me parecía al principio muerte y desilusión».

Vuelve a arder el fuego. Su clímax es violento y dura un prolongado momento. Me besa con gratitud frenética por la perfección del ritmo. Su placer me produce una enorme alegría. La pequeña lamparita azul ya no parece azul. Un olor maravilloso se desprende de nuestras caricias, nos embriaga una y otra vez. El deseo no muere con el orgasmo.

Mi conversación con Henry una hora antes estuvo más cerca de mi alma que el apasionado alegato de Gonzalo contra el capitalismo. Henry y yo hablamos de poesía. Dice que pronto sólo escribirá poéticamente, como Dante. Pronto se convertirá en un poeta completo.

El drama de Gonzalo —en términos de comunismo o capitalismo— he de verlo más allá de su apariencia. Debo seguir viendo a Gonzalo viviendo. Su cuerpo en movimiento, hablando vehementemente, temblando de pasión, desesperado por crear en el presente visible. Sobre todo necesito ver el ritmo subyacente, el calor de la sangre que por sí sola es vida, el ritmo de la sangre debajo de la danza y del combate; allí donde late su ritmo, allí voy yo.

Necesito bailar y reír. Necesito bailar. Nada fragmentará mi mundo individual. Ninguna tempestad sobre la tierra o el mar. La tierra gira. Es el comunismo, dicen. Y yo digo: Es la poesía y el ritmo. Vodka. Fuego. El hombre en lucha: ritmo e ilusión.

28 de diciembre de 1936

Quai de Passy 30, París.

En sueños me mordió una serpiente pequeña. Me mordió en lo alto de la cabeza, duramente, hasta hacerme daño. Sin sentir miedo, me sacudí el cabello y la saqué. Vi dos pequeñas serpientes en el suelo. Las aplasté lentamente, por completo. Y me preguntaba si tenía que tomar un antídoto.

La noche anterior soñé que, en Fez, unos pajaritos salían volando de la boca de un muchacho negro. Estos pájaros cubrieron mi rostro. Temí que me picotearan los ojos. Me había perdido en Fez.

Me duelen los pechos. ¿Estaré preñada?

Veo a Elena sentada en mi sofá. La cabeza de una diosa griega. Una cabeza fuerte. Dice Elena que le gustaría ser hombre, porque un hombre sabe mirar las cosas con objetividad, ser filósofo. Cuando se encontró casada y madre de dos hijos, se sintió aterrorizada, casi enloquece. No lo sabía entonces, pero no quería ser madre de hijos, sino ser como yo, madre de la creación y de los sueños. Padece fobias, terror a la naturaleza, a ser devorada por las montañas, ahogada por los bosques, tragada por el mar. Siente horror por el actor y la metamorfosis. Cuando hablaba de ser llevada por un centauro, pude ver al centauro y la cabeza de ella, la cabeza de una mujer mítica.

Pienso en los olímpicos y en los personajes mitológicos como gente grande, más grandes que los seres humanos. Elena es alta, como June. Gonzalo también parece mítico. Quizá sea que mi exaltación los engrandece, los magnifica, los deifica. Quizá yo engrandezca a la gente. Los llamo míticos porque tienen un significado simbólico. Distingo a aquellos que son corrientes de quienes llevan una vida significativa, simbólica y poseen grandeza. En este mundo respiro libremente. Siempre desecho lo mediocre para crear el mundo. Hace su aparición Elena y sus muchos sueños, su fuerza y su positivismo. Pertenece al grupo de June, Louise y Thurema. Henry y yo representamos dos actitudes opuestas. Yo adorno, idealizo, doy romanticismo, pero honesta y sinceramente. Quiero decir: Henry es un genio; June era un personaje, Thurema es una fuerza, Louise era una personalidad. Elena es un valor, Gonzalo es sobrenatural. Henry desilusiona, satiriza, minimiza, caricaturiza, también desde la honestidad y la sinceridad. Los personajes que él elige no son heroicos, sino mediocres y estúpidos, pícaros obscenos. Nos entendemos y convivimos desde la sinceridad. Es decir, yo conocía el poeta que Henry lleva dentro y él conocía a la persona realista que hay en mí, la mujer que sabía que los milagros son creación, y que la creación surge de la dedicación, el deseo, la inteligencia y el trabajo.

Henry me ayudó a aceptar la vida; yo lo ayudé a aceptar el poder de la ilusión, en el que había dejado de creer porque las ilusiones de June eran aéreas, falsas, no creativas. Mis ilusiones son creativas y reales. No soy una ilusionista de feria, rodeada tan sólo de cartones y haciendo trucos. Soy una ilusionista con un poder real, el poder de hacer que las cosas se hagan realidad. Prometí a Henry que no sería un fracasado, que haría que el mundo lo escuchara, y he cumplido mi promesa. Mucho de lo que quería para mí no se ha hecho realidad. Quise vivir con Henry y no pude, por el bien de nuestra creación, su creación. Por lo mágico, por la visión, trabajo día y noche, con mis manos, mi cabeza, mi cuerpo, mi voluntad, mi alma, mis plegarias. En cada momento. Cuando abro los ojos por la mañana es para seguir, no sólo con mis conjuros, sino con mi trabajo, trabajo, trabajo y con mis sacrificios.

Supongo que debe de ser porque cuando el creador necesita algo para sí mismo deja de tener efecto su magia. Ahora no puedo escribir porque estoy dentro de todo, dentro de la vida, dentro del amor, dentro de la creación. Estoy ardiendo. Si tocara un papel, lo chamuscaría.

No es cuestión de ser feliz o sentirse satisfecha, se trata de arder.

Sueño que Elsa y Helba se ahorcan. Me gustaría ver a Helba muerta.

La pasión ha terminado entre Henry y yo. No lo deseo. A pesar de eso el mundo que hemos creado, y dentro del que vivimos, no sé encontrarlo en Gonzalo. No hay creación en Gonzalo. Había creación entre Gonzalo y Helba. Él contribuía al trabajo de ella, tocaba el piano para ella, buscaba nombres para sus danzas, insuflaba vida en ella. Entre nosotros hay ahora su actividad en el mundo de la política, que a mí no me dice nada. No quiero insistir en mis miedos. Padezco de demasiada clarividencia, de ver demasiado lejos. Tengo que pensar que, teniendo esta pasión por Gonzalo, puedo crear a solas. ¿Por qué a solas? Porque temo que Henry y yo estemos separados cuando nos separemos físicamente. Nuestros cuerpos se están separando.

1 de enero de 1937

Una cama grande, la suave alfombra de lana blanca de Marruecos. El gato negro echado en un periódico. Hugh echado en el otro extremo de la cama, sin afeitar, mareado, lee un libro de quiromancia. La radio desgrana su música.

Cera roja de la pasada noche en el suelo. Cera roja de las velas y los farolillos. Cera roja sobre la mesa. Botellas vacías de champán y vodka. Anoche se sentaron a la mesa: Gonzalo, Helba, Elsa, Eduardo, Grey y una chica javanesa, Carpentier* y su esposa, y Madre. No yo. Yo permanecí echada en mi habitación, a oscuras. Durante toda la tarde estuve preparando el banquete, las velas, los farolillos, el mantel de papel rojo, los adornos de la mesa, pero estaba enferma. Estaba enferma, como lo estuve en Nueva York, en Louveciennes y en Avignon. La cabeza me daba vueltas y tenía ganas de vomitar. Pero me vestí y me pinté la cara. Me eché un rato. Paseé arriba y abajo. Le eché la culpa a un vaso de vodka que tomé el día anterior con Eduardo en el Dôme. Busqué una razón más profunda y no la encontré. No tuve que buscarla mucho rato. Gonzalo vino a verme, adorándome. Hugh vino a verme y dijo: «Te quiero. Lo has preparado todo y todo va estupendamente».

Creo que una debería pensar cuando toca los muebles. Gozar de esta silla; pensar cuando se pone la mesa. Gozar de esta comida; pensar cuando se enciende una vela. Gozar de esta vela. Gozar de esta comida, de este vino, de esta luz, de las paredes color naranja. Gozar de los demás, de la belleza de Gonzalo, de los ojos verdes de Eduardo, de sus maravillosos dientes; gozar de la espesa cabellera negra de Helba, aunque esté triste; de los grandes ojos de Elsa, de la figura de bailarín de Grey, de los pómulos de la muchacha javanesa, gozar del cochinillo, del turrón,[71] del sitio.

Estoy tendida en la oscuridad, pensando en lo que dijo Gonzalo: «No me importa la Navidad. No significa nada para un inca. Pero en cuanto al Año Nuevo, soy supersticioso. Quiero pasarlo contigo».

Estamos bajo el mismo techo. Oigo su voz. ¿Por qué estoy enferma? Era demasiado feliz. También la felicidad me rompe. Y odio tanto estar enferma. A Gonzalo no le gusta la enfermedad. Le gusta la salud, la vida, el vigor. Ha cuidado de Helba, pero ha salido de ella en busca de la vida. Amar la vida. Le gusta la vida que hay en mí. No quiero estar enferma. Quiero bailar. No tengo por qué estar enferma. La atracción que Henry y yo sentíamos el uno por el otro terminó al mismo tiempo para los dos. Ninguna tragedia.

Es medianoche. Están bebiendo champán y dicen, cada cual en su propio idioma: Feliz Año Nuevo. Gonzalo dijo: «Nanankepichu», pero, aunque no lo oí, me levanté. Me levanté y vi que ya no vacilaba al andar. Y salí de la habitación. Como había dormido, estaba fresca y parecía guapa. Mi aparición causó un efecto tremendo. La muchacha javanesa y Grey, que no me habían visto nunca, parecieron como heridos por un rayo. Llevaba mi vestido de lamé coral. Mi rostro estaba muy pálido. Me sentía bella. Si una se mueve con soltura y se cree guapa, todo el mundo pensará lo mismo. Me sentía suelta, guapa y dominadora. Volvimos a beber champán. Helba parecía inmensamente triste y ahora sé que estaba así porque hice que se sintiera fea. Durante tres años ha estado enferma y no le ha importado. Nunca amó apasionadamente, con deseo. Está completamente encerrada en sí misma y cree que el amor sensual es repugnante. Pobre Helba. Y por eso la torturan el odio a la vida, al placer y al amor. Quizá ahora esté salvada. Pero, entretanto, me odia y me ama, me odia y me ama como a sí misma.

Cuando Gonzalo ha de llevarla a su casa, deja a Helba y a Elsa abajo y vuelve a subir para verme. Nos encerramos en la cocina a oscuras y nos besamos.

Hoy corro al Nanankepichu y nos metemos en la cama. Una hora antes estaba sola en mi cama y lo deseaba, lo deseaba. Veía su cuerpo, arrodillado ante mí, y me penetraba salvajemente. Veía todo su cuerpo, su oscuro pene, su boca siempre hambrienta, y deseé su fuego. Tres horas juntos, flotando de felicidad. Pero le digo mi primera mentira. No sé por qué. Él no creía que el vodka me hubiera puesto tan enferma. Dijo que creía que era otra cosa. ¿Fue otra cosa? Sí, había otra cosa. Fue el gas, una intoxicación de gas. Había respirado gas en casa de Henry. Henry se había dejado abierto el gas. Había salido a tiempo. No ocurrió nada. Eduardo lo había olido cuando le llevó una nota mía en la que le decía que no podría ir durante las vacaciones.

Y de este modo mi enfermedad se convirtió en un drama. Al final todo lo que yo quería era convencer a Gonzalo de mi absolutismo, porque terminé por decirle que Elena Hurtado estaba enamorada de Henry. Y Gonzalo dijo: «¿No estás celosa?». Y yo dije: «¿Por qué habría de estarlo?».

Tuve la idea de que Elena pudiera estar enamorada de Henry cuando le oí decir que Henry le recordaba a un joven poeta argentino de quien se había enamorado, pero que no le encontraba ningún parecido. Pero lo curioso es que la idea de que Elena ame a Henry no me hace sufrir; quizá sea que me adelanto a los acontecimientos para no recibir una sacudida o una sorpresa. Henry me dijo que había conocido a una mujer maravillosa. Al principio sentí celos, pero en cuanto la vi me gustó y la hechicé. ¿Es porque quería averiguar si tenía que temerla? ¿Fue por miedo? Me gustó, la encontré inteligente e imaginativa. Nos entendimos. Cuando me habló del poeta y de su parecido con Henry, sentí la sacudida de la fatalidad. Pero ahora me es posible distinguir entre mis miedos, que me hicieron imaginar toda una tragedia basada en los sentimientos de Lillian Lowenfels por Henry. Los imaginé juntos porque ella era vulgar y fuerte y pensé que podría vivir muy bien con Henry, le podría gustar todo lo que a mí no me gustaba, porque ella no tenía ningún sentido de la belleza, era desordenada y perezosa, pero inteligente y con un humor lujurioso. Recordando todas estas fantasías que nunca se hicieron realidad, ¿cómo puedo creer en mis fantasías sobre Elena? ¿Cuál es la diferencia entre el miedo y la clarividencia?

Vivo demasiado deprisa. Imagino demasiadas cosas, un millón de cosas todos los días que nunca suceden. Sobre Elena, mi instinto me dice que no, pero le digo que sí a Gonzalo. De igual modo que June dejó a Henry a mi cuidado la primera vez que vino, quizá sea yo quien haya elegido a Elena, porque Elena, tan bella, aunque con un cuerpo demasiado pesado, masculino y maternal, no despierta pasiones, sino una especie de admiración intelectual. Quizá porque he traicionado a Henry con Gonzalo, pienso que debo ser traicionada, por más que me sienta extrañamente inocente. Me parece que Henry, cuando empezó a crear, dejó de representar la vida para mí. La creación, sí, pero no la vida. Con Gonzalo todo es vida. Es todo lo que le preocupa. Lee muy poco. Tiene amistad con Artaud, por ejemplo, basada en conversaciones, en lo que hicieron juntos en el teatro, pero no ha leído sus libros.

Gonzalo se levanta diciendo: «Ahora soy feliz. Es un buen comienzo de año».

Todo lo que siento es gratitud. Y Henry derrama sobre mí una tranquila y profunda gratitud. Me hace sentir que sabe que todo de lo que hoy goza procede de mí, y sentimos ternura. Lamento con tristeza no haber tenido todo lo que quería —una vida con Henry—. Pero a veces me digo: si hubiera tenido una vida con Henry sólo me habría servido para sufrir. Gané objetividad gracias a la distancia que hubo entre nosotros, y vida en el tiempo transcurrido entre una visita y otra.

A Lawrence Durrell: La lectura de su «Christmas Carol»[72] me ha impresionado tanto que me cuesta trabajo escribir sobre ella. Pero quiero que sepa que usted ha hecho algo sorprendente, ha alcanzado un mundo tan sutil, casi evanescente, ha captado una atmósfera tan fugaz, un cuento de hadas, un sueño, una vida mediante los sentidos, el aroma de la pura fantasía, la frase clarividente que sobrepasa el poder las palabras, la música y el ritmo. Más allá de la ley de la gravedad, del caos y de los sonidos de los accidentes invisibles. Un lenguaje indefinido y lleno de reverberaciones. Frases mágicas como las empleadas en los conjuros. El misterio. Usted escribe desde dentro del misterio, no desde fuera. Usted ha escrito con los ojos cerrados y los oídos taponados, dentro de la misma concha. Ha captado la esencia, eso que perseguimos en el sueño nocturno y que se nos escapa, el incidente que se evapora al despertar, eso es lo que usted ha captado.

Lo verá cuando reciba La casa del incesto que le he enviado. Verá que a ambos nos inquietan algunas sensaciones parecidas. Voy a sentarme en silencio durante algún tiempo, después del primer caos producido por su ritmo, para hablarle de esas frases que estimo que poseen un profundo significado.

Tengo que confesarle algo. He leído su carta a Henry y por eso lo conozco. La lectura de «Christmas Carol» despertó mi deseo de arrojar al Sena La casa del incesto. Pesada, demasiado pesada. Durrell viajó más rápidamente y con mayor ligereza. Danzó sobre un eco.

«The Snow». Un amigo de los Guiler, Barclay Hudson, estando en la isla de Corfú, dio a Durrell un ejemplar de Trópico de Cáncer, lo cual provocó una extensa correspondencia entre Henry Miller y el joven autor británico, que en una de sus primeras cartas, en diciembre de 1935, preguntaba: «¿Quién es Anaïs Nin?».

3 de enero de 1937

El secreto de mi seducción es mi maldad interior, que no traicionan mis actos y que los hombres sienten. El misterio son mi inteligencia y mi actuación y lo que hago con ellos. El enigma es la mentira. La mentira que dije a Gonzalo, con el propósito de tranquilizarlo («Ya ves, he renunciado por completo a Henry»), se ha convertido en drama porque lo único que se le ocurrió pensar es que el intento de suicidio de Henry me había puesto enferma, me había derrumbado. Sólo pudo pensar en lo que me había afectado lo ocurrido. Luego oyó accidentalmente que, al día siguiente del suicidio, Henry comía vorazmente, con lo cual dedujo que Henry jugaba con mis sentimientos para ganarme de nuevo. Todo el tiempo presintió algo falso y retorcido, pero sin saber qué era. Desde que le hablaron del apetito de Henry hasta anoche, a las once, cuando lo vi, ha estado torturado por los celos. Ciego de furia, se dio de cabeza contra la pared, desconcertado por este rincón oscuro de mi ser en el que no sabe penetrar. Ahora he estado toda la tarde con Henry, que me ha recibido con pasión y ternura. No le he correspondido, pero me he entregado a él. Por consiguiente, los miedos y dudas de Gonzalo sobre el poder que Henry sigue teniendo sobre mí son fundados, pero no en el plano sexual, sino en el creativo. Con Henry entro en el mundo mágico de la creación. Seguimos trabajando juntos. Queremos publicar las obras del otro. Cuando me encuentro con Gonzalo y me habla de política, siento frío. Lo que vivo con Henry es poesía.

Cuánta ironía. Gonzalo suplica y ruega: «Oh, chiquita, te amo demasiado. Te quiero toda para mí». Lo extraño es que sienta una desesperación tan intensa con las dudas de Gonzalo, desesperación que él debe de sufrir, desesperación al verlo reservado y torturado y que yo sufro con él profundamente, y nos enredamos en palabras inútiles y emociones caóticas, confusos y locos, y luego, de pronto, con tremenda vehemencia, le digo: «Oh, Gonzalo, ¿cómo pueden afectar esas pequeñas cosas a tu confianza en nuestro amor?».

—¿Qué pequeñas cosas?

—¡Unos pocos vértigos! —contesto rápidamente. Y nos echamos a reír, irrefrenablemente, con lo que él llama mi humor diabólico.

Pero en el fondo me siento triste. Tan triste como si yo le fuera fiel y él dudara de mí. En el fondo me creo inocente. Me parece que puedo ser fiel, no a las personas, sino a la vida cósmica, a los amores que están más allá de los hombres y de los individuos. Vivo en un mundo misterioso donde no cuenta la fidelidad. Estoy viva, es todo lo que sé —viva y sintiendo a Gonzalo—, y viva en un sueño diferente con Henry.

No he podido dormir. Pensaba en nuestros planes de publicación con Henry, en nuestro placer con los escritos de Durrell, en nuestros banquetes de ideas e inventos. Y pensé en la política de Gonzalo y sentí aborrecimiento.

—¿No me sientes toda tuya cuando estoy contigo…?

—Sí, chiquita, pero en cuanto sales y pones el pie en la pasarela del barco, entras en otro mundo.

Pasar de un mundo a otro, dar a cada uno mi plenitud, ¿por qué se le llama a eso traición? Sólo puedes traicionar lo que existe. Lo que hay en Gonzalo, o entre Gonzalo y yo, no lo traiciono. No doy a Henry los sentimientos que doy a Gonzalo, ni siquiera las mismas caricias. No me llevo nada de Henry porque aún soy leal con su creación, con su vida y porque estoy llena de amor y cuidados.

Soy yo quien debiera darse de cabeza contra la pared mientras compongo este absoluto en el espacio que no encuentro en un solo hombre.

Ahora me siento rota, completamente rota. Nadie lo cree ni lo entiende.

Tarde: Doy testimonio de que el milagro de la vida excede todo lo que he leído.

Salgo ojerosa del caos de los celos de Gonzalo, sintiendo un conflicto en mí misma, o quizá dos. Uno: ¿Cómo evitar que Gonzalo sufra? Dos: ¿Cómo puedo poetizar la política? Porque ahí reside el problema. La vida para mí es un sueño. He dominado su mecanismo, adaptándolo a la voluntad del sueño. He conquistado los detalles para hacer más posible el sueño. Con martillo y clavos, pintura, jabón, dinero, máquina de escribir, libros de cocina y anticonceptivos, he hecho un sueño. Esa es la razón por la que renuncio a la violencia y a la tragedia. Realidad. Y hago poesía de la ciencia. Aprendí psicoanálisis e hice de él un mito. Dominé la pobreza y las limitaciones para favorecer el sueño. Mentí para favorecer el sueño. Cosí y remendé en beneficio del sueño, para servirlo. Tomé todos los elementos de la vida moderna y los utilicé para el sueño. Puse a Nueva York al servicio del sueño. Y ahora todo vuelve a ser una cuestión de sueño en oposición a la realidad. Nadie muere en el sueño, nadie sufre en el sueño, nadie enferma, nadie se separa.

Ahora, la política. ¿Pondrá Gonzalo mi nombre en la lista? Para él es un orgullo. Estoy con él. Me conquistó sacándome de mi mundo. Me arrancó de la tradición. Me despertó. Ilusión. Sueño. Pon mi nombre, le digo. Velos. Ilusión. Haré el poema. Puedo hacer una poesía de los traperos. Pero ni Hugh ni padre deben saberlo. Por supuesto, Elena es una «fascista». Elena, supremamente inteligente, cree en lo que yo creo, más allá de la política. El sueño. La amiga de Elena es Delia del Carril. Delia es amiga de mi Padre y de Maruca. Delia es «roja», Delia figura entre los conspiradores.

Me preguntó Gonzalo si iría el miércoles por la tarde. Le dije que sí. No creo en eso. Creo en el amor, en la ilusión y en el sueño. Entré en el mundo de los psicoanalistas, ¿verdad? Con mis siete velos. Los hombres que reducen todas las cosas —todos, menos Rank—, los grandes destructores de ilusiones, los grandes realistas, los hombres que miran el falo como se mira una costilla de cordero. Entré en el mundo de ellos, vi sus archivos, leí sus libros, conocí a Rank, el místico entre ellos, viví un poema, y salí ilesa, libre, poetisa. No todas las piedras que ataron a mi cuello psicoanalizado pueden ahogar a la poetisa. Me río. La vida es para mí una danza, una danza del alma profunda, sagrada, gozosa, misteriosa y simbólica. Pero es una danza. Camino con mi sueño desplegado por mercados, prostíbulos, mataderos, carnicerías, laboratorios científicos, hospitales y Montparnasse, me pierdo dentro de mis propios laberintos y el sueño desplegado me guía. Ilusión. Política. Aquí también he de bailar según mi propio ritmo. Aportaré la blancura de mi rostro, mi fe (la inmensidad de mi fe), mi aliento y mi pasión. Estoy sola, insoportable, profundamente sola, sola en el horno del amor, en medio de los amigos brillantes, del encanto emotivo, de la permanente riqueza. Individual en mi visión, sólo yo veo y oigo de esta manera. Es mi sueño, al que estoy unida. ¿Es este el crimen, amar, amar, amar y seguir al hombre en sus locas aventuras, tocar bocas y cuerpos, bocas y cabellos, amando, adorando, riendo como reí anoche cuando decía «unos pocos vértigos»?

Tengo tanto. Pero no debo acaparar todo. Sólo estoy sola en mi insistencia en el sueño, estoy sola cuando tomo mi pipa de opio, me acuesto y afirmo que la política, o el psicoanálisis, nunca significaron para mí lo que significan para los demás. Ni Nueva York. Ni los clubes nocturnos. Ni nadie que me rodee. Ni Montparnasse. Sólo Rank lo supo. Él sabe. Es como un secreto. Es mi misterio. Todos quieren que me vuelva seria. Sólo soy apasionada y ferviente para el sueño, para la poesía. Nada importa si me alío con los analistas para descubrir que no soy analista, como si me alío con los comunistas para descubrir que no soy de este mundo. Siento mi soledad en el mismo instante en que establezco mi mayor relación con los seres humanos, con el mundo, cuando tengo un esposo, dos amantes, hijos, hermanos, padres, amigos, una riada de gente que me rodea; cuando estoy en pleno movimiento, en plena vida, y ardiendo; cuando alcanzo el máximo del amor.

Quand on danse on danse seule. Cuando se practica la brujería, se practica a solas. Se evoca al diablo a solas. Se es maquiavélico a solas. Se es el amante a solas. El amado, a solas. Y cuando uno está unido profundamente en el alma, el sexo y la sangre a los seres humanos, eso se siente a solas. Ce qui m’amuse, ce sont les complications. Son las complicaciones las que me divierten. Río a solas. Algo sucede aquí y no me da miedo. No es la insania, sino crear en el espacio y en la soledad. No es esquizofrenia, es visión, una ciudad suspendida en el cielo, un ritmo que exige soledad. La creación sólo se da en la separación. El barro se corta, la pintura se empieza con manchas. Visión significa separación. Amor significa unidad, totalidad.

La música hincha mis velas. Nanankepichu navega con una bandera de fuego manchada con la sangre que tanto ama Gonzalo.

Me siento histérica, al borde del éxtasis y la locura. Mi cuerpo se estremece de placer y desesperación.

4 de enero de 1937

Anoche, después de escribir esto, dejé que Hugh se durmiera y me escabullí para ir al Nanankepichu. Gonzalo también estaba rendido. Necesitábamos suavidad y serenidad después de nuestras orgías y emociones. Resulta extraño contemplar un sufrimiento que no compartes. Veo que Gonzalo sufre todo lo que yo sufrí con Henry. Como soy toda su felicidad, su miedo a perderme es tremendo. Sus alegrías también, cuando después de su satisfacción sensual se tiende de espaldas y dice: «No puedes imaginar la plenitud que siento. Todo es maravilloso».

Parece como si yo viviera otra vez todas las alegrías y angustias que viví con Henry, su intensidad, terror y éxtasis.

Soy feliz. Después de la fusión, que siempre es incompleta para mí, me siento feliz. La alegría que siente Gonzalo recorre mi cuerpo. Vivo dentro de su cuerpo.

El ritmo requiere esto, igual que en el intercambio sexual. Una puede ser activa y obligar al otro a ser pasivo. No es que sea una tragedia, pero hace del uno el amante y del otro el amado. Yo fui la amante de Henry. June también fue su amante. Y es en mi papel activo donde encontré el orgasmo. En la pasividad, experimento felicidad, pero no orgasmo. Pero me siento feliz, feliz, y deseo a Gonzalo. Lo quiero. Me desespero cuando está con otros y no puedo besarlo.

Veo a Henry, quien, cuando no siente hambre sexual, es frío e inexpresivo. Pero hoy está hambriento. Nos metemos en la cama. En contra de mi voluntad me excito. Me excito y luego siento la dulzura y éblouissement que Gonzalo sintió anoche. Fumé mi cigarrillo con voluptuosidad. Reposo en un sueño, y sueño con Gonzalo, Gonzalo. Cuando tuve el orgasmo fue con despreocupación, con una sensación de bienestar, hablando. Le decía a Henry que era feliz. Había recibido una carta de Rebecca West, que había mostrado el manuscrito sobre mi Padre a un editor londinense. El primer lector se puso enfermo. Le afectó como algo letal. ¡Pero el segundo también! El editor dijo que era una obra maestra, y otro socio dijo lo mismo. Pero todo está dudoso por razones puritanas.

Henry, sé definitivamente lo que debo hacer. En el diario, soy natural, sincera. Debo seguir con el diario. En la novela soy artificial. Debo tomar cada volumen por separado y hacerlo florecer, llenarlo, completarlo. Eso es lo que debo hacer.

Eduardo me dice al teléfono: «Después de ver a Gonzalo y a Elena, no puedes volar más alto. Tienes lo mejor. Respecto a mis amigos voy detrás de ti».

Siento poder. Poder para seducir, para trabajar, para amar ¡y para ser amada! Poder, poder.

Sentada delante de Henry, pienso que la noche anterior sólo lo abandoné imaginativamente. Me dejó perpleja cómo pudimos hablar y tener sexo. Creación, sexo. Nada de celos. ¿He sacado de mi vida con Henry mis sentimientos, mi alma, las emociones que hacían intolerables nuestras relaciones? ¿Son mi alma y mis sentimientos los que he derramado sobre Gonzalo, como un fuego que él toma por amor? ¿Es amor? No lo sé. No me lo preguntaré. Todos mis sentimientos me llevan a Gonzalo, responden a los suyos. Un intercambio sexual desnudo, una armonía creativa, una unión con Henry: todo eso persiste.

¿Quién se lleva la mejor parte? Si yo fuera Gonzalo, preferiría los sentimientos. Como él dice, se necesita tiempo. Ahora creo que sólo el día en que abandone a Henry podré experimentar el orgasmo con Gonzalo y nuestro ritmo será completo. Misterio: qué razón tiene con sus celos, con su instinto. ¡Cómo me tiene encadenada Henry! ¡Cuántos hombres han intentado romper esa cadena! ¡Y cómo lo he intentado yo! A veces pienso que mis otros amores han sido como una anestesia para que mi vida con Henry resultara soportable, porque no podía soportar el dolor.

Aceptar el misterio y tratar de no vivir demasiado deprisa con mi terrible inteligencia, perdiéndome en el momento, empleando todo lo que tengo cada día, vaciándome y durmiendo profundamente de noche: así viviría sin ansiedad, sin nervios, con menos terror a esta vida que me ha herido tan profundamente, con una mayor fe. Un día de tranquilidad, de certezas, conseguido con enormes esfuerzos. Es maravilloso sentir que ni una célula está dormida, que todo mi yo está ardiendo. Siento que mi inteligencia danza. Gonzalo habla a veces como si yo fuera la que mueve todos los hilos de nuestros destinos. ¿Porque veo y siento tan lejos? ¿O porque me gusta hacer el papel de Dios o porque para crear mi propia vida, una vida activa, agito tanta sangre a mi alrededor?

Rechazo todo cálculo, toda premeditación maquiavélica. Pero tengo este extraño orgullo y la sensación de que, sí, he sido yo quien ha hecho todo esto. He conquistado a los amigos. He vencido gracias al amor, a mi dedicación y visión. He construido realmente, con clarividencia, mi vida y las vidas de quienes me rodean. Sí, es un poder que esclaviza pero no hace esclavos; hace que los demás se satisfagan.

¿Por qué veo con tanta claridad y tan bien la malicia, la trampa y la comedia con que llevo a cabo el más sincero y apasionado de todos los destinos? Cuando salgo del apartamento, con Hugh y Eduardo allí sentados, para ir al encuentro de Gonzalo. Cuando veo que Eduardo me mira desde donde está sentado y no sólo lo saludo con la mano sino que le enseño la botella de vino que llevo para Gonzalo, con el consiguiente sonrojo de Eduardo y que me llame cínica. No creo que sea cínica, sino humorista.

10 de enero de 1937

Mi vida sólo es trágica en relación con mi concepción irreal, mi anhelo de un paraíso, un paraíso artificial. Henry me enseñó mucho sobre la aceptación de la vida humana tal como es: pasividad. Aprendí a ser feliz, a gozar. Pero continué en la creación de lo que llamo un absoluto en el espacio, un paraíso suspendido en el aire, compuesto de varios elementos, un cielo compuesto que no contempla la infidelidad. Tomé los elementos de Henry, la creación y la sensualidad, y el alma, la emoción, la pasión y el amor de Gonzalo. Por esta razón nunca hablo de infidelidad. Di a Henry un amor completo, pero padecí una vida humana de limitaciones, imperfecciones y tragedias. Luego me agarré a mi sueño con Gonzalo. Pero la vida humana exige opciones, siempre absolutas. Cuando Gonzalo sufre con mi infidelidad, me quedo perpleja. No deseo que sufra. Las aspiraciones y deseos terribles, sin respuesta, me empujan fuera de la vida humana. Una angustia real y terrible, sed y hambre auténticas. Pero la vida humana interfiere. Podría perder a uno de ellos, según las leyes humanas, porque deseo la felicidad y todo lo absoluto es trágico.

El sufrimiento horrible de ahora ante la posibilidad de separarme de Henry, creyendo que probablemente me lo merezco, cuando veo el entusiasmo de Elena por él, cuando oigo decir a Elena: «Es tan bueno, tan seductor. Se parece al hombre que amé tanto».

Conversación extraña. Henry acaba de despertarse. Le digo que quiero dejarle todo mi diario, porque he estado pensando a quién dejárselo. Henry cree que no debo dárselo a causa de mis perfidias, pero yo insisto: «Te lo dejaré a ti». No tengo nada de que avergonzarme. He amado a Henry mientras me acostaba con otros hombres. Nunca he dejado de ser sincera con Henry. No me importa si lee todo mi diario.

Luego volvió a decirme que creía que yo debía dejar de escribir el diario y escribir una novela.

No me siento natural fuera del diario. El diario es mi forma. No tengo objetividad. Sólo puedo escribir mientras las cosas están calientes, mientras están sucediendo. Cuando escribo más tarde me vuelvo artificiosa. Estilizo. No soy natural. He combatido bastante mi neurosis. Ya no soy neurótica. Sé lo que soy. Soy como los chinos. Escribiré libritos al margen del diario. Vivir intensamente y producir un solo poema. Me siento bien conmigo misma. He de perfeccionar lo que es natural.

—Si lo miras desde esa perspectiva tan elevada, no tengo nada que decir —dice Henry y añade—: El diario es una droga, un narcótico.

—¿Tienes algo que decir en contra del opio del hombre chino? ¿No es propio de él?

—Sí, no tengo nada que decir sobre eso. Pero ¿te sientes satisfecha? ¿Por qué parece que prefieres lo que yo soy?

—Prefiero lo que tú eres: dinámico, objetivo, artístico, creador. Sí, por supuesto. Pero el mismo hecho de mi devoción por ti quizá pruebe que yo no soy nada de eso. Acepto lo que llevo dentro. Ya he sobrepasado mi neurosis. He vivido la realidad, me encaro con la realidad. Conozco la realidad, no me desconecto de ella, no tengo miedos ni ansiedades, pero prefiero el sueño. La vida es sueño.[73] Repudio la violencia porque elegí el sueño. Es mi naturaleza, mi temperamento.

Mientras digo esto con serena confianza, muevo mis manos con suave fatalismo. Henry ya no puede reprocharme que no hago el suficiente esfuerzo para escribir. Hago todos los esfuerzos para mi vida; todo mi dinamismo está en mi vida. Al escribir, soy pasiva, flotante, drogada, sí, no porque no pueda conectar con la realidad, sino porque la aborrezco voluntariamente.

Durante mi última noche con Gonzalo, después de que imaginativamente me entregara a Henry, le respondí sexualmente por primera vez, pero todo está en no querer a Henry. Todo consiste en estar con o contra Henry. Igual que cuando le serví a Henry para escapar de June. ¡Cuánta ironía!

Dejaré que Henry lea todo esto. También es la historia de June.

Quise meterme dentro de la vida. Y he llegado tan adentro que ahora no puedo salir. Trabajar en los diarios antiguos es una tortura porque he hecho del pasado algo tan vivo y cálido que todavía me hace daño. Ninguna objetividad por parte alguna. Ningún poder de transformación. Henry está en paz, transpone su vida con June. Su obsesión es cómo contarla. Yo estoy dentro, con Gonzalo, que está dentro. No puedo hablar de creación con Gonzalo porque Gonzalo es personal, emotivo. Por eso podemos compartir un mundo de sentimientos que me hace feliz.

Es divertido. Cuando conocí a Henry yo era objetiva. Y me he convertido en personal y emotiva. Elena es ahora objetiva y distante. Sé lo que le va a pasar.

Gonzalo sufre cuando lee un manuscrito mío y no se fija en cómo está escrito, todo lo que le importa es que yo, su amor, fui besada o poseída, o que yo besé y amé. Por eso Gonzalo me da la sensación del tú-y-yo, solos y aislados en medio de la bruma de la vida, de las multitudes, de las guerras, de los amigos, de la popularidad. Henry raramente me dio esa sensación, de hecho sólo en Louveciennes y en Nueva York, cuando me perdió durante un tiempo.

Escribir en el diario se parece mucho a vivir. Palpo la carne y las lágrimas auténticas; oigo las palabras auténticas. Es insoportable. ¿Podrá leer esto la gente? Es cálido, húmedo, se retuerce de dolor, exhala el olor de la carne misma. Demasiado próximo, demasiado próximo. Pero encuentro frío el mundo de Henry. ¡Gonzalo es cálido! No hay sensualidad ni creación con el mismo calor que el sentimiento, el alma amante, la carne que ama con inmediatez. Henry ama en el espacio, en el tiempo, en la imaginación. Henry, en contra de las apariencias, no está en la vida, no está dentro de la vida. Il subit la vie, sufre la vida. Pasivo, nunca actúa, todo lo derrama en su escritura.

Pas si vite! Me estoy desgarrando al atravesar desmelenada los cielos de mis invenciones. No ha sucedido nada. Bajo la tranquila superficie de la vida siempre siento a los demonios. Bajo la niebla y los aromas del sueño siento la destrucción y la separación inexorables de la vida contra la cual me rebelo, contra la evolución del tiempo, cuando evoluciono con mayor rapidez que los demás, cuando me proyecto fuera de la vida de Henry y aun así no puedo aceptar lo definitivo. ¡Qué gran esfuerzo! Por lo tanto, es la exactitud lo que aquí conservo, la respiración y el olor, todo conservado en vivo. Pero no puedo soportar guardar todo vivo; por eso se nos dio la muerte, porque no podemos sentir tanto. Explotamos. Hay partes de nosotros que deben morir, deben morir para liberarnos, para iluminarnos. Qué bien que algunas partes de Henry murieran, porque posee el don de la destrucción. Yo sólo puedo reunir y completar la vida hasta que su demasía e intensidad se hacen insoportables y exploto histéricamente en mil fragmentos. ¡Demasiada vida! Demasiados sentimientos de la vida. Dentro. Es una tortura estar dentro, oír y ver tanto, saber tanto, no estar distanciada ni tener protección o refugio de estar viva. Alguien debería hacerme inconsciente. Matarme. Hacerme insensible, aletargarme. Algunas partes mías debieran morir, pero con qué perfección he impedido que mueran. El diario rebosa de cosas vivas, crujidos reales, estallidos de calor.

Arte. ¿Dónde está el arte que nos mantiene alejados de la insania?

Cuando Gonzalo piensa que puede recibir algún dinero de su madre, dice: «Lo primero que haré será comprar el Nanankepichu». Cuando hablamos de su revista, de la impresora que necesita, de la publicación de mi obra y la del grupo, teme una invasión y la pérdida de nuestra intimidad. Quiere tener un barco más pequeño, donde pueda estar completamente a solas conmigo, sólo con el agua rodeándonos. Le molesta hasta la presencia de René en la péniche. Le sugiero que nos refugiemos en la proa, en un pequeño camarote pintado con sólo dos ventanas cuadradas y diminutas. Podríamos irnos de la habitación que ocupamos ahora y subir a la cubierta por una escotilla. Secreto absoluto. Sólo para dos.

12 de enero de 1937

Después de la conversación con Elena empecé a sufrir en mi cuerpo. Un dolor físico, de la carne, por el miedo a separarme de Henry, como si lo fueran a arrancar de mi cuerpo. Dos días de dolor, durante los cuales salía apresuradamente para ver a Gonzalo durante una hora, arrojándome dentro de su inmensa y protectora bondad, en la fuerza amorosa que lleva dentro, por más que también sea mi hijo, un hijo diferente. Gonzalo, sostenme. Voy a volverme loca otra vez. Creo un paraíso artificial, una felicidad irreal, y la vida humana la destruye, está en contra.

Respondo por segunda vez a sus caricias. Cuánta alegría cuando sentí el orgasmo por primera vez en sus brazos, cuando me abandoné por completo. No dudo de su amor. Su cuerpo siempre está allí, su boca, su caricias.

Pero el dolor, el dolor de separarme de Henry. La culpa me hace sentir que perderé a Henry a causa de la felicidad que busco fuera de él.

Me levanto el lunes. Corro a ver a Henry. Me recibe con un beso cálido. Está animado, suave, como un tarro de miel. Almorzamos juntos. Después de comer se muestra impaciente por ir a la cama. Me posee con apetito, morosamente. Respondo con bestialidad. Pronuncia palabras groseras. Dormimos. Todo parece igual. Me he traído trabajo. Él también trabaja, hasta que me voy.

Me voy para verme con Gonzalo en el Nanankepichu, donde va a celebrarse la primera reunión política. Comité Ibérien pour la Défense de la République Espagnole. La gran sala está iluminada por una sola lámpara. Llegan los hombres —mexicanos de largos cabellos negros, anillos de oro, camisas chillonas; chilenos, nicaragüenses, cubanos blancos, poetas, estudiantes de Medicina y de Derecho—. Les gusta el sitio. Es romántico, estremecedor. Demasiado estremecedor. Asusta a los que no tienen los papeles en orden. Los policías, que siempre vigilan en la escala que conduce al muelle, asustan a [Pablo] Neruda, el poeta débil y enfermizo. Vuelve corriendo hasta donde está Gonzalo, que espera a otros camaradas en el andén de la estación de Orsay. Gonzalo siente una sacudida: «Dios mío, Anaïs va a tener problemas. La he metido en un lío». Viene corriendo y nos encuentra a todos fumando tranquilamente. Me han presentado: «Una nueva camarade, Anaïs Nin». Tenemos que salir del Nanankepichu. Todos están asustados. Gonzalo queda aparte, es físicamente mayor y de una calidad completamente diferente. Entre ellos es el único activo, valiente, entero. Los demás pasan desapercibidos, vagos, prosaicos. El tema principal es cómo utilizar y explotar la muerte de un poeta mexicano que ha muerto en España por la causa. Hay que escribir un panfleto. Han de publicarse algunas poesías suyas. ¿Cuánto dinero hay en la caisse? Cuarenta francos. Punto. ¿Cómo conseguir dinero? Neruda se frota sus blancas manos de político. Gonzalo parece un hombre de otro planeta. La manera en que se echa el pelo hacia atrás sugiere idealismo y heroísmo. Su frente alta ofrece un brillo de misticismo. Su boca es la de un niño. Está a punto de temblar. La mirada de sus ojos es cálida, acariciadora, magnética. Su mentón es poderoso. Sus manos son gruesas, hechas para la acción. Está nervioso, como un caballo de carreras. No debería hacer política. Es un idealista, un luchador. ¿Cómo puede usar este cuerpo, tan vital, tan ardiente?

Miro su cuello, su magnífico cuello, como el de una estatua, sólido, sin huesos. Un animal incomodado por un alma. El oscuro indio que lleva dentro, maldito por un alma.

Le ofrezco mi mirada, mi mirada interna, y mi sabiduría después, incitándole para que actúe solo. Le digo que desperdicia su fuerza tirando de los demás. Pero la política es arrastrar a los demás. Es trabajo de masas.

Anoche sentí la belleza de la política. Ya sabía que no pertenezco a aquel mundo. Pero quiero permanecer al lado de Gonzalo, serle fiel. Malaise entre aquella gente, igual que me siento en determinados ambientes, como un canguro en medio de una manada de elefantes.

Cuando Gonzalo habla del papel del artista en la transformación del mundo, le contesto con dulzura y amabilidad: «Yo pensaba así cuando tenía dieciséis años. Después me di cuenta de su inutilidad y me esforcé obstinadamente por construir un mundo individualmente perfecto. Esto lo he hecho afuera, abstraída de la realidad».

—Sí, pero llega un momento en que ese mundo individualmente perfecto se ve bloqueado por el mundo externo. Y ya no puedes avanzar. Estás bloqueada. Tu obra no puede publicarse porque ofende los ideales burgueses. No puedes orientar tu propia vida porque son muchos los que dependen de ti.

Es cierto. En alguna parte, en un determinado momento, mi mundo individual tropieza con los muros de la realidad. Me veo enfrentada con catástrofes externas, guerras, revoluciones, desastres económicos, decadencia, sociedad podrida.

Henry destruye lo podrido y se detiene ahí.

¿Y yo? Yo he construido un mundo, al margen de la podredumbre. Pero en el fondo, muy en el fondo, sé que ningún cambio externo puede modificar el mecanismo interno del hombre. Sé demasiado bien que es la psicología, la culpa y el miedo lo que nos motiva o nos bloquea.

Gonzalo es tan sincero que lo respeto. El mejor momento es cuando nos besamos, cuando fundimos nuestros cuerpos. Cuando se tiende de espaldas, jadeante, y dice: «Oh, Dios, qué feliz me haces…».

Un impresor, rumiando sobre la pérdida de la mujer amada, compuso con tipos el nombre de ella y se los tragó.

Un gángster que atacó a un hombre para robarle, le clavó las manos a un banco.

Un hombre violó a su hija de catorce años delante de la madre.

En España, una corrida, pero en lugar del toro pusieron a un hombre y le clavaron banderillas[74] de fuego.

Dinamita en los úteros de las mujeres.

La cama en el Nanankepichu flotante.

Sinceridad con Elena. Le pido que no se case con un hombre a quien no ame. Pienso sinceramente en su felicidad mientras hablamos, la compadezco por su vida vacía y solitaria. Pero espero que, al hablarle de mi armonía con Henry, crea que estamos unidos y no piense en él. Eduardo me tranquiliza cuando me dice: «Elena tiene una personalidad demasiado fuerte. Henry no querrá volver a luchar. Te necesita a ti o, de vez en cuando, alguna diversión sexual».

Elena fuerte, enfática, positiva, inflexible. Sólo podría darle la misma inteligencia y comprensión que yo le di. Nada más. Con todo esto, yo trabajaba en los antiguos diarios para Clairouin, que tanto ha hecho para revivir mi sueño de felicidad con Henry, la perfección de nuestra relación a solas, lejos del mundo. Es el Henry en el mundo quien me hace daño, tan femenino, flexible e impresionable. Pero incluso detrás de esta apariencia de fácil relación con tanta gente, me doy cuenta de que Henry se relaciona íntimamente con muy pocos. Lo que ocurre es que sabe cómo conectar superficialmente, mientras que yo sólo conecto íntimamente o no conecto.

Elena dijo algo que también es verdad: Habló de vivir dentro del significado y no fuera. Lo cual ha sido mi experiencia en este año, alejamiento del psicoanálisis, para vivir dentro, conscientemente, formulado simultáneamente en el acto.

Veo por primera vez a mi Padre como hijo —absolutamente como un hijo— que carece naturalmente de todo instinto de protección.

No me ha quedado ningún recuerdo de Donald Friede. Evaporado. Así deben de ser los sentimientos de los hombres por las mujeres que no amaron.

16 de enero de 1937

Cansancio y desánimo. He de combatir el masoquismo de Gonzalo. Es otro animal perfecto, estropeado y retorcido por el catolicismo. Siente culto por el sufrimiento. Y viene cuando he terminado con el sufrimiento. ¿Por qué he de arrastrar siempre pesos detrás de mí? ¿Es que no habrá nunca un hombre que vaya por delante y me lleve?

Me esfuerzo para que no encienda el fuego, que lo haga René. Pero lo hace y la última noche que estuvimos juntos estaba todo empapado por la lluvia, y al levantarse estaba que no podía más. Ha cogido una gripe terrible. Corro a verlo a la mañana siguiente y me lo encuentro tiritando de fiebre y cortando leña para la chimenea de su casa, mientras Helba y Elsa duermen. Me ofrezco para comprarle leña, pero lo rechaza. Se crea infinitas complicaciones, hace tareas inútiles y todo lo hace de la manera más difícil en su propio perjuicio. Le llevo cigarrillos y ron. Dedica todo el día a su trabajo político. Paso el día con Henry, y trabajo en mis diarios. A las seis estoy impaciente por ver a Gonzalo. Le llevo más ron y cigarrillos, pero, enfermo como está, se va a una reunión con Gide, Malraux y sus camarades. Lo dejo y me siento muy triste y cansada. Henry y yo nos vamos al cine.

Desde el principio me ha estado royendo y debilitando una gripe intestinal a la que no di importancia. Me tambaleo al levantarme por las mañanas. Sólo me quedo un día en cama. Hugh trae un gato abandonado a casa.

17 de enero de 1937

Así es como una cambia, no viviendo, sino contemplando la vida (a veces no viviendo después de una conmoción, después de una experiencia trágica, divorcio, alejamiento, mi juventud), viviendo para otros, mediante otros o como otros.

No es cálculo. Afirmo que es el instinto. Tengo varios instintos violentos: deseo y protección. Deseo, amo, ardo —simultáneamente—, protejo. Protejo a Gonzalo del dolor de mi pasado. Sabiendo muy bien lo que me gustaría oír, lo que ayuda a vivir, para creer, para abandonarme, sé decir a Gonzalo lo que necesita oír: imito a la perfección las palabras y las acciones del amor completo (como hice para Rank). Entiendo a los demás, sus miedos, deseos y dolores; sé exactamente qué decir y qué hacer. Me ayuda mi don natural para dar. El instinto de Gonzalo le dice que no soy enteramente suya. He de tranquilizar su instinto. Este deseo me inspira las palabras y actos más sublimes. Hoy, acostados los dos, le dije: «Si no te tuviera, me iría a España ahora, no a Estados Unidos. Estados Unidos y la vida anglosajona han terminado para mí».

—¿Confundes a los países con la gente?

—Sí, supongo que sí.

Sabía que estaba pensando que Estados Unidos estaba ligada a Henry, de modo que ensanché su divorcio espiritual con Estados Unidos, del que sólo había adoptado dos cosas; el idioma (no el espíritu) y el jazz (el ritmo). Le dije: «Debe de ser por ti, Gonzalo».

Esto no es una mentira. ¡Empecé diciendo mentiras y acerté con una verdad! A menudo digo mentiras que en el fondo son verdades.

Gonzalo dice que tiene el presentimiento de que en este año habrá grandes cambios para todos nosotros.

Mi creencia en la imitación del inconsciente, dando por sentado que la representación de un papel precede a la vida real, es tan fuerte que no le he enseñado mi novela a Elena por miedo a que ella vea en la historia de June-Anaïs la posibilidad de que a ella le ocurra lo mismo. Una mujer más dura (y Elena es una valquiria) podría ser feliz con Henry.

Digo que odio el psicoanálisis y luego lo uso como método filosófico. Para frenar el dolor. El diario es un acto perezoso. Debiera decir más. Cómo hablo en la oscuridad con Gonzalo para combatir su masoquismo acerca del equilibrio entre el sacrificio y el vivir para uno mismo, a causa del sentimiento de culpa, del remordimiento cristiano. Le digo que hace sacrificios mayores de lo que necesita en proporción a la felicidad que obtiene a cambio. Se lo digo con humor, tiernamente. «Gonzalo, piensa que cuando te cortas un dedo, estás cortando mi dedo; cuando te quemas, cuando te das un golpe, incluso cuando estás enfermo, estás haciendo daño a mi cuerpo. ¿Es que quieres maltratarme?».

—Estoy mejorando. Hoy soy el hombre más feliz de la tierra.

Dentro de la vida, una se vuelve loca.

Ahora, completa respuesta sexual con Gonzalo.

Maldita sea. Tanto el psicoanálisis como la vida son enloquecedores. Los dos conducen a callejones sin salida, a un muro, con un cielo arriba que siempre se burla de ti y un par de alas colgadas de las murallas como los salvavidas redondos de un barco, ¡con rótulos! Pero el cielo que se ríe es todo lo no vivido y lo desconocido, cuchicheando, respirando, oscilando como un camino serpenteante alejado de ecuaciones y emociones. Nueva York es un pantin, una marioneta que baila. La música está fuera, la música es maravillosa. Pero las marionetas se agitan y el viento silba entre la paja y el relleno de que están hechas y no puedo salvarlas. Supe eso cuando las psicoanalicé. Una puede salvar un alma. Pero una no puede crear un alma ni inyectarla. En España corre la sangre. La bestia en España, el animal cruel, el sensual, el maníaco suicida, que vive sólo de la carne y muere de las heridas de la carne. No tengo una visión clara de aquello, veo la danza de la sangre, la sangre derramada, sea esperma o furia, el animal africano que danza y que muere. Bailé en Nueva York, impoluta, sexual pero no sensual, perfumada, rítmica. Me gustaría morir en España, sentir cómo la carne viva se desgarra o se quema. Acostada en el Nanankepichu, donde la carne se saborea como la hostia de la comunión, matrimonio del cielo y el infierno. Pero la charla versa sobre lo que ocurre en las calles, demasiado cerca, demasiado real; la charla es sobre el drama de España, con la sangre que anhela participar. El sacrificio. Vuelvo a combatir la muerte, siempre luchando contra la muerte y contra mi vértigo, mi vértigo ante la muerte. Más fuerte es la ascensión y el instinto de vivir, pero más fuerte, también, es la amargura de que los cielos exijan la guerra y la lucha.

Menos y menos. Menos lucha. Estoy mucho menos cargada. Este año quizá no lleve ninguna cruz, la cruz que piadosas manos cristianas tatuaron sobre mí.

Hasta los celos, hasta los celos venzo con el amor. Con el amor de Elena venzo a este veneno y a esta podrida corrupción que causan los celos. Dar a Henry mi diario sería darle todo lo que quiere saber sobre June. Aquí se revela el misterio.

El efecto de la desilusión en el teatro chino es aplicable a la escritura de Henry.

Se congestiona con entusiasmos e ideas caprichosas.

19 de enero de 1937

Día y noche: Cierro con llave mi armario lleno de vestidos perfumados y diarios. Salgo a la calle con los volúmenes treinta y cinco a treinta y siete bajo el brazo para rellenarlos con nombres para Stuart Gilbert. Llego a casa de Henry, que me recibe con calor y alegría: «Llevas puesta tu bonita gorra» (la misma que no le gustó la semana anterior). Almuerzo, tarareos y ronroneos. Henry goza de la admiración que despierta, ¡hasta en escolares! Henry que quiere ir a Dinamarca. Henry que recorta una fotografía de Mae West porque ha nacido en Brooklyn. Henry que espera al fontanero. Henry que dice: «Todo va la mar de bien. La estufa calienta. He recibido una carta estupenda de Dinamarca y una carta estúpida de Inglaterra» (el papel del artista como «esterilizador», le dice un inglés). Sugiere una siesta y me posee tan completa y absolutamente, en cada pliegue y en cada rincón de mi cuerpo, que siento el gozo de un mundo carente de fantasmas, sobre su eje, moviéndose sólidamente, como una cara redonda y risueña; un carnaval, una danza. Reímos mientras hacemos el amor, nos hacemos bromas y chistes, y le digo: «Ahora tu estufa y tu esposa están bien cargadas». Riendo. Durmiendo. Aquí está el fontanero. Henry tiene que terminar algún trabajo. Salgo y voy hasta una manzana más allá de la Cité Universitaire para ver a Eduardo, que no se siente bien. Sale a pasear conmigo. Tomamos el té en el Dôme, donde todo el mundo parece sucio, podrido, ojeroso, abandonado. Vuelvo con Henry, que sigue ronroneando. Le hablo del «sol negro» que Moricand dice que soy yo, iluminando hacia dentro y secretamente. Me dice que envidia mi locura cuando escribo cosas como mi «película», que pueda alejarme de esa manera de la realidad, mientras que él permanece arraigado en ella.

A las siete y media estoy con Elena porque me ha escrito sobre un sueño de muerte que ha tenido. Terminaba su carta con un «Te quiero tanto».[75] Como un grito de dolor. Por mucho que yo corra, siempre oigo la voz de los que vienen detrás. Elena va detrás de mí, asfixiada por miedos, escrúpulos y convencionalismos. Yo pensé que iba por delante. Pero soy yo quien la saca de la oscuridad y la libera. Me dice que alguien le presentó a Henry pensando que él se enamoraría de ella.

—¿Crees que es el tipo de hombre que necesitas?

—No, no quiero un intelectual. Soy demasiado egoísta para eso. No quiero sacrificarme por una obra.

Apenas le cuento nada de nuestra vida. Me apetece reposar mi cabeza sobre sus amplios senos y decirle: «No te lleves a Henry de mi lado».

¡Cómo hablamos! Ella también goza de la conciencia: No puede hundirse y caer en la inconsciencia. Es demasiado masculina en su sentido de la forma y de la síntesis. También vive deprisa, con clarividencia. Nos hablamos con brillo en los ojos, inundados de claridad. Tengo la impresión de que está llena de miedos y ansiedades. Nos reímos de los tiempos en que tratábamos de hundirnos, de déchoir, de olvidar nuestros principios; y cómo, como si fuéramos boyas, permanecemos a flote. Como hermanas. También veo en ella a una atlántida. Me gustan su rapidez, su agudeza, su sinceridad. Hablamos lascivamente, ardientemente.

A las diez y media estoy en el Nanankepichu. Gonzalo me dice que la legación[76] española está con ellos, encantados de relacionarse con Suramérica. Darán dinero, sellos, papel, facilidades para imprimir. Gonzalo ha escrito el primer manifiesto. Está contento. Hago preguntas, escucho. Trato de permanecer cerca. No es muy distinto de cuando Hugh me habla de acciones, del banco o de política desde el punto de vista económico. Lucho desesperadamente para no sentir frío. ¿Dónde está la vida penetrante que he vivido durante todo el día, dónde la corriente de maravillosas invenciones, descubrimientos, discusiones, viajes, el intercambio que sentí con Henry y con Elena?

Cuando dijo con odio: «El mundo capitalista ha matado al artista que llevo dentro», me di cuenta de que el artista no era muy sólido; tampoco es muy profunda la visión que tiene Gonzalo del mundo. Ve fuera todo lo que viene de dentro. Las limitaciones y restricciones son internas, no externas. Sé que soy responsable de mis propias limitaciones; lástima y debilidad. Gonzalo está igualmente lleno de sentimientos, que son los que han destruido a su artista interior y han hecho de él el generoso ayudante de otro artista. Pero todavía no puedo ampliar la visión de Gonzalo. No podemos hablar. Tan pronto como menciono a Elena salta furioso y la ataca, lleno de celos. No la defiendo porque veo los celos. Termina por decir: «¡No quiero que ames a nadie, hombre o mujer, sino a mí!».

Esta clase de celos, los que matan al otro porque es culpable de vivir o gozar fuera del amado, nunca me he permitido expresarlos, aunque los sintiera. Mi deseo de dar vida siempre fue más fuerte. Me entristeció.

Sólo fueron dulces nuestras caricias.

No pude dormir, estaba tan despierta, pero temía despertarme del todo y hablar con Gonzalo. Por la mañana, cansancio y desánimo.

20 de enero de 1937

Elena se puso muy enferma, intoxicada, ahogada por la angoisse. Fui con la intención de quedarme un momento y permanecí durante horas, sacándola de la oscuridad, iluminando la oscuridad, ahuyentado a los espíritus malignos, de un modo poético, humorístico y afectuoso. Yo, la sabia, leyendo los jeroglíficos de sus obsesiones. Con independencia de la rapidez con que yo corra, los vestigios de los demás fantasmas me persiguen y estoy condenada a oír las mismas palabras: «Nunca conocí a nadie en quien pudiera apoyarme, a nadie que me entendiera, hasta conocerte. Cuánta fuerza me has dado. Me encuentro bien».

Gonzalo Moré.

Dibujo de Gonzalo Moré del barco-vivienda Nanankepichu.

Elena, sentada entre sus horóscopos con estrellas que brillan sobre ella, estrellas oscuras que hincan sus puntas en su carne, en su carne color de sol. Elena, que sueña con un hombre enorme sin cabeza, respirando como una flor, con su estómago dilatado al aspirar el aire.

Elena, que dice que va a pintarme como Dafne en el momento de convertirse en una planta.

Elena dice exactamente como yo: «Hay tanta gente que dice cosas que nunca oigo ni recuerdo».

Dice tantas cosas que repiten lo que yo digo que llega un momento en que no resisto las ganas de reírme y le digo: «¿Sabes?, es muy divertido, si Henry te oyera te diría, ya he oído todo esto…».

21 de enero de 1937

Henry ha leído los volúmenes que se refieren a él y a June. Clairouin ha leído desde el treinta y uno al cuarenta y uno (dejando de lado Incesto), y ahora el único que los lee todos con paciencia es Stuart Gilbert, y se siente abrumado: «Nunca he leído algo como esto. La lucidez es asombrosa. Te dejas ir y, al mismo tiempo, te ves a ti misma. Es un dédoublement. Eres la persona con la sangre más caliente y a la vez más fría que conozco. Hay momentos en que eres absolutamente despiadada».

El verdadero demonio que llevo dentro es este yo consciente que piensa como si moviera todos los hilos.

Pocas veces he perdido el norte. En la vida más caótica me siento como un demonio que maneja todos los hilos. Hay momentos en que me siento como un creador, como un dios que actuara sobre los demás, sobre Henry, June, Elena, Hugh, Eduardo, como el Destino. Soy yo quien hace los movimientos, quien hace que ocurran las cosas. Un yo que urde sin trama, un impulso transmisor en mí del cual soy consciente, que me hace vivir y crear instintivamente mi vida. Hay una voluntad. La siento. Hay un demonio. Lo siento. No siempre soy consciente de lo que trama el demonio. Pero la obra sigilosa continúa: mi vida. Este demonio tiene ojos verdes y grandes deseos, grandes temores y grandes defensas, grandes ilusiones y una enorme falta de piedad. Me gustaría estar en relación más íntima con el demonio. Me reprende. Me miro, escribiendo en silencio. Rostro inocente. Instinto como la naturaleza que atiende a sus necesidades, satisface sus apetitos, es humano, digno de compasión, implacable, como la naturaleza. Pero un espíritu que gobierna la naturaleza hasta dominar el caos…

Stuart Gilbert tiene razón.

Tanta inocencia y amor anoche en el Nanankepichu. Gonzalo habló de su infancia. Puedo verlo. La hermosa escuela de los jesuitas entre jardines y bosques, en medio de un rosario de volcanes. Gonzalo, con catorce años, sexualmente dormido cuando sus compañeros ya se acostaban con criadas y prostitutas. Tímido con las mujeres. A los dieciséis, una muchacha le envía una nota para que vaya a verla en el parque cuando sale de paseo. Acude, pero en cuanto la ve echa a correr como una liebre asustada. Mientras habla veo en su rostro la expresión de los animales más dulces, la liebre, el cervatillo, el gato; suave y animal, un animal con un alma antigua y pura. Me siento pura. Yo también desperté tarde a la sexualidad. A los diecinueve años. El demonio y el ángel duermen juntos.

Escucho complacida a Gonzalo. Cuando habla del comunismo vibra de pasión. Cuando habla de los indios —conduciéndolos para rebelarse contra la tiranía blanca— algo sobresalta mi pecho y se lo digo. Los indios: puros. La injusticia con los puros. Pero mi corazón no palpita por la podredumbre de los europeos —por la podrida Europa—. Preferiría quemar que salvar a Europa. El fuego. El purificador. Preferiría ver a Europa en llamas porque apesta. Preferiría salvar a los indios.

22 de enero de 1937

Elena y yo hablamos. Elena y yo paseamos. Elena dice: «Me emborracho contigo. ¡Qué borrachera!».[77] Y yo, más adelante: «Contigo quiero estar por encima de los celos».

«Anaïs, como parezco tan fuerte, nadie cree nunca que yo pueda necesitar ayuda. Eres la única que he conocido…».

Hoy vino a ver cómo el peluquero me peinaba de un modo diferente. Yo también estaba borracha, hablando de nuestras vidas, mentiras y verdades.

No puedo emborracharme con la política. Pero puedo emborracharme con el cuerpo de Gonzalo, con su amor. Después de pasear por medio París con Elena, vi a Gonzalo y me sumergí en la sensualidad contemplando su nariz sensual, buscando ciegamente mi placer.

Henry trae a dos personas que ha estado viendo y que le gustan: [Abraham] Rattner, el pintor judío, y su esposa. Increíblemente mediocres, absolutamente sin interés, ordinarios y feos. Me esforcé por mantenerme alegre, pero poco a poco me fui poniendo triste.

Lo que me hace feliz es descubrir que Henry tiene miedo de perderme, que se pega a mí, que está celoso y dice: «Mientras yo esté en Dinamarca, quiero que te sientes aquí tranquilamente y me esperes». Pero, entretanto, esperaba que yo cocinara para estos imposibles Rattner.

¡Busco la borrachera!

24 de enero de 1937

Noche de pesadillas e insomnio, torturada al imaginar que Henry y Elena están juntos, porque, para acabar con mis dudas y temores, pregunté a Moricand y me escribió que existe una atracción entre los dos horóscopos, pero ilusoria, superficial. Como una supersticiosa mujer medieval he preguntado a las estrellas. Me digo a mí misma que, si tengo a Gonzalo, debiera permitir que Henry tuviera a Elena. Durante todo esto, Henry no ha movido un solo dedo para ver a Elena. Pero la diferencia consiste en que Henry no sabe nada y no sufre, mientras que yo sabía.

Cuando alcancé el fondo del sufrimiento volví a salir a flote, asiéndome a mi felicidad con Gonzalo, a su amor y sentimientos, llamándolo. Sólo un día antes había visto a Helba y la encontré celosa de mí. Cuando me fui tuvo una escena con Gonzalo. Vida amarga. He luchado para salir de esta amargura, sobreponiéndome tan bien que hoy he visto a Elena y mi admiración por ella sigue intacta. Dice que la gente se siente atraída violentamente por ella, pero nunca por mucho tiempo.

¡Qué esclavos del dolor somos! Helba también me ama.

Todo me enfurece. Y el sufrimiento de Gonzalo, y todo el caos y el dolor, y el fuego y la amargura de todo. Lo aborrezco.

Vi hoy a Gonzalo unos momentos. Me mordí los labios hasta hacerme daño. La estufa de gasolina se prendió fuego. Lo aparté violentamente de ella, temiendo que explotara. Dijo que se sentía como si prendiera fuego a las cosas, como ya le pasó una vez con un cigarrillo. Momento de pasión, de vida. Dijo: «Eres mi vida. Mi afecto por Helba es como el de un hermano, pero tú eres mi vida, todo para mí». Y sé que es verdad.

¡Qué tristeza y veneno! Lucho. Lucho para salir del fondo. Trabajo en el volumen cuarenta y uno, que trata de mi primer encuentro con mi Padre, y lo encuentro bueno, poderoso. Leí Procession enchaînée, de Carlo Suares, el único libro verdaderamente loco, verdaderamente esquizofrénico que he leído.

Contemplo mi propia frialdad. La seduzco, la cortejo. Busco pensamientos fríos, pensamientos crueles. Siento deseos de torturar a los demás, no a mí misma. Me siento como una leona furiosa y no como el cordero cristiano presto a sacrificarse o a esclavizarse. Me digo: ¡¡al diablo, al diablo con los amores profundos, las raíces, el sexo, el alma y todo!!

Viajando en taxi pienso en lo que Elena dice del alma. Siempre está ahí, aunque algunas veces separada del cuerpo, incapaz de manifestarse, desconectada. Me gusta, porque explica mi fe, mi búsqueda del alma, mi seguimiento laberíntico del alma de mi Padre, su carácter esquivo, esquizofrenia y muerte, todo lo que escribí acerca del frágil puente japonés que intentaba cruzar. Elena tiene razón. Dice, igual que digo yo, que «nunca sé la edad real de la gente». Va detrás de mí, unos pocos pasos detrás de mí. Ve en mí, igual que June, la quintaesencia de su ser (en su caso revestido de un cuerpo más sólido). Soy el aroma. Envidio de ella su cuerpo de Renoir, sus manos, pies y orejas tan grandes, su cuello de toro. Dice: «Parezco la luna».

Carta a Durrell: Gracias por ver a Henry como un todo. Poca gente lo ve así. Lo rozan, lo mordisquean. Su carta a él y acerca de él es la única que me ha gustado entre tantas. Posee una visión poderosa.

Todo lo que usted dice de La casa del incesto es verdad, pero sólo en esta obra. No siempre escribo con ese distanciamiento. Es el oscuro veneno destilado de un mayor distanciamiento: de la gente, de la verdad, de la realidad vista con falta de visión (tenemos días sin visión, incluso cuando vivimos dentro del significado), y esta otra cara, la opuesta a La casa del incesto, es un diario ¡de cincuenta volúmenes! Las raíces, el suelo de turba, el agua, la sangre y la carne, los tartamudeos y los gruñidos puramente humanos exceden la quintaesencia, sin conquistar. Por eso creo en la transformación de la realidad ordinaria. Creo como usted cree. Pero lo que usted ha captado en La casa del incesto ha sido el humo (Henry lo llama «la fulguración neurótica»).

Sí, también yo quiero cambiarle el título. Para mí, enfrentarme con un título es enfrentarme con lo imposible. Siento la vida y la creación como una orquesta, una constelación. El título es un absoluto. Me aterra porque yo adoro el absoluto. Tiro de muchos hilos, pero tengo miedo a las firmas. Tiene algo que ver con la magia. Conjurar o no conjurar. Vivo, siento, escribo música. Un título es una palabra, la palabra. Podría evocar los espíritus malignos y también podría hacerlos demasiado reales. Mis títulos siempre serán malos, quizá porque no soy escritora. Henry es el auténtico escritor. Yo sólo aliento, respiro. Respiro con agallas, con antenas. Cómo empleo las palabras —tan definitivas— siendo mi elemento tan fluido, no lo sé. El título, el último catalizador, es un acontecimiento. Me recuerda que mi comunicación con el pasado, el presente y el futuro es tan vivaz que nunca puedo empezar ni terminar. Nunca puedo recordar las fechas, las edades. Esos son los títulos. Y tan pronto como escribo algo, veo la metamorfosis con tanta rapidez que el título desaparece. Esto es un mar. O un sueño. Un título es un acto de violencia y positivismo. ¿Conoce usted La vida es sueño, de Calderón?

Quizá algún día usted pueda tomar partido en un problema irresoluble, el único en el que Henry y yo discrepamos y continuamente. Yo paso del improvisado diario, humano, suave, sincero, a la estratosfera o al asilo, de lo menos artificial a lo más artificial. Empleo unas tijeras oxidadas. Podo las mandrágoras pintadas. Dualidad. Henry dice: Cierra el diario, la transformación ocurrirá dentro, pero yo sostengo que mi obra sin transformar es mejor. Se estorban mutuamente. Lo inmediato destruye lo otro… y lo que usted capta es el humo. Por qué le planteo esto, no lo sé. Quizá porque tengo la sensación de que las tijeras le han dado a usted un fragmento.

Desde el principio me gustó su mundo «heráldico». Detrás de él aprecié la fe, el símbolo, el significado. Lo opuesto al narcisismo, puesto que cada uno debe ser él mismo más el símbolo, él mismo magnificado. Lo opuesto a la neurosis, puesto que cada uno debe ver su parte en el todo, con fe. La nobleza, que aureola el mundo, la considero una cualidad integradora. Un león, todos los leones, como diría Lawrence. No hermafroditismo. Calidad. Integridad. Don. La heráldica (sólo analizo su aroma, nunca he leído su definición) parece poseer una ley espiritual de la gravedad. Sus circunvoluciones en el espacio son cósmicas, pero no circulares. ¿Acierto? En cualquier caso es una palabra con magia, con un brillo secreto.

Mientras trabajo en los diarios tengo la sensación de que atravieso un largo y oscuro túnel, de que me esfuerzo para salir de la muerte y la asfixia. Sólo empecé a respirar cuando June dejó a Henry. Más y más aire. El encuentro con mi Padre no fue una salvación, sino una prueba, un examen. Más y más luz y aire, libertad de movimientos y de sentimientos, hasta este año, que ha sido una danza.

¡Pero incluso hoy aborrezco el metro!

29 de enero de 1937

Henry me llevó a ver a Hans Reichel. Sus cuadros son hermosos, delicados y llenos de misterio. Cuando volvíamos, Henry me dijo: «Ahora escribe todo tranquilamente en tu diario. Luego me lo lees, de modo que pueda inspirarme. Dame una de tus frases acabadas».

Y yo: «Eres demasiado humilde. Sabes que nadie escribe como tú».

Pero nunca vi tan clara mi fecundación de Henry, como si se tratara de un acto sexual. Primero fue a Reichel como una mujer en celo, riendo, gruñendo, ronroneando, tartamudeando, desvariando. Luego me llevó allí, y fui yo quien vio los ojos, quien habló de metamorfosis, de comunión y de matrimonio, quien dijo todo lo que Reichel quería oír, quien habló del útero. De vuelta en Villa Seurat nos sentamos a escribir los dos. Escribí un poco, y luego, mientras Henry me leía lo que había escrito, que era tremendo, me sumergí en el impacto amplio, sonoro y extenso. Pero había plantado la semilla, había penetrado en su caótico entusiasmo, ¡y él dio a luz! Dice: «Me das ideas».

Una noche raramente perfecta. Parece que cuando pongo mi poderosa visión, como un ardiente falo, dentro de él, y me muevo dentro de él y estremezco su sangre, cuando planto el esperma de mi sólida unidad creativa, Henry, estremecido, a su vez necesita poseerme físicamente, necesita introducir su pene dentro de mí y estremecer mi sangre. El ciclo es completo; nos despertamos renovados, fecundados, enriquecidos.

Somos tan divinamente felices juntos cuando podemos compartir un entusiasmo, elevándonos mutuamente, abiertos a los ojos del otro, excitándonos juntos. El termómetro alcanza entonces la máxima temperatura.

Infelices juntos cuando, a causa de su constante curiosidad y amor por la vida, su amor se aleja demasiado de mí y yo me siento celosa o sola. O cuando él siente lo mismo conmigo, porque yo también tengo esa curiosidad, ese entusiasmo, esa expansión.

Gonzalo mata todos mis entusiasmos porque él no sabe compartirlos. Y yo no sé compartir los suyos. No puedo compartir su entusiasmo por la política. Gonzalo y yo sólo somos felices en la oscuridad.

Había en Reichel una campana que reía, el pétalo de una flor con una oreja… y un hombre desesperado. Posee una piedra ojo de tigre, un trozo de madera de sándalo, conchas marinas, ropas antiguas. Y está hambriento. Henry muestra ahora toda su piedad y generosidad hacia otros escritores y pintores. Ayuda, estimula, anima.

Lo que siento es tal desbordamiento de amor que ha abarcado a Gonzalo, pero Henry permanece en el centro. Escribo una carta amorosa a Thurema. Doy un beso de despedida a Elena y la envío a [C. G.] Jung.

Después de tomarme Henry, quedan aún mil caricias no dadas, palabras que decir… el fuego sigue ardiendo.

Tengo que vivir mi vida según leyes misteriosas, pero quiero dar a cada hombre la ilusión que necesita de lealtad y exclusividad. Trabajo en silencio para dar confianza a Gonzalo, él, que tantas dudas tiene. Digo y hago cuanto hace falta para que parezca un amor absoluto. La necesidad de dar ilusión es mayor que la necesidad de ser sincera conmigo misma, abiertamente. Por ejemplo, Gonzalo me pide con tanto fervor y desespero que no me rinda a las caricias de Hugh, que le digo que así será. Me invento la escena y el proceso de ruptura. Finjo que ya no duermo en la misma cama. Esto significa para Gonzalo una gran prueba de amor. La realidad es que me repugnan las caricias de Hugh y, por lo tanto, aunque cedo a las caricias de Hugh para hacerlo feliz, no pienso que le haya dado nada de mí misma. Siempre tengo la sensación de que llevo una vida que nadie puede entender o que, si lo supieran, les causaría un intenso sufrimiento. Cuando Henry y Gonzalo quieren venir a mi casa casi a la misma hora me excuso con uno de los dos y le digo riendo a Eduardo: «¡Qué hija de puta soy!». Eduardo dice que habría que perdonarme por la manera en que lo hago. Hay momentos en que me río (puedo reír si no daño a nadie) de mis trampas. Me encanta llevar este diario conmigo a todas partes, como si fuera dinamita, al alcance de Hugh, de Henry y de Gonzalo.

Perseguir siempre el cuento de hadas produce grandes estragos en las leyes humanas.

2 de febrero de 1937

Después de ver los cuadros de Reichel y de pasar la noche con Henry, escribí por fin la historia del parto que me había estado devorando, quince páginas de verdad desnuda y salvaje para incluir en el diario, como parte del diario.

La historia me poseyó todo el día. Luna llena y fiebre.

Tarde. Nanankepichu. Gonzalo apasionado, pero luego se rinde a lo que él llama mis besos hipnóticos y cae dormido, como un niño, agotado de la noche anterior, cuando Neruda y sus amigos, todos borrachos, lo sacaron de la cama a las cuatro de la mañana para culminar la noche con ellos. Salí de la cama y me senté en la alfombra, al lado de la estufa. Luna llena. Todo en la habitación aparece claramente perfilado, pero en tonos lunares, blancos, grises, platas, color elefante, perla, plomo y carbón. Gonzalo duerme profundamente y ronca. Pienso humorísticamente en mi plegaria a los dioses: «Soy infinitamente feliz, bendita en todos los aspectos, pero, por favor, ¿podría tener un amante que no roncara?».

Pero la noche, la luna llena y mi abundancia me hacen daño. Demasiado llena. Demasiado despierta. Herida por la ferocidad con que he escrito durante el día, molesta con la sensación de que faltaba algo, un significado todavía no revelado. Herida porque Gonzalo tenga tantos amigos borrachos, herida por nada, enfadada por los amigos de Gonzalo y por la facilidad con que este se les entrega. La luna llena y la ansiedad de la soledad. No podía dormir. No podía leer. No podía escribir. Decidí irme, irme a casa, sólo para fastidiar a Gonzalo. Antes de salir, me incliné sobre él y lo desperté, sorprendido por mi crueldad, abriendo los ojos para acariciarme; pero apoyó su cabeza en mi pecho, otra vez dormido, confiado y en paz. Traté de dormir. Soñé con Nanankepichu en tres partes. Yo, en la proa, luchando contra las grandes olas. Noche febril, sin sosiego. Mañana sombría y agria. Me vine a casa y añadí las páginas que faltaban acerca de mi deseo de no expulsar al hijo, como un veneno. Fui a ver a Maggy y vi a una muchachita, una muchachita encantadora que me hizo daño, la imagen viva de la que yo había matado. Fui al Dôme y vi al doctor Endler. Como una de las coincidencias de Breton, que no son coincidencias, sino las poderosas atracciones magnéticas por lo que pensamos. Cansancio. Depresión. El fervor de Gonzalo al teléfono: «¡He esperado toda la tarde a que vinieras, chiquita!». Verlo media hora bajo la lluvia me devolvió el calor y la vida. La creación es un acto del mal. Dios la desaprueba, como nosotros desaprobamos a quienes nos inician.

El domingo, el vicio de las películas con Hugh y Eduardo. Reunión comunista con Gonzalo. Y anoche, su pasión, el deseo vigoroso, después de una tarde amorosa y completa con Henry. Ya no hay culminación sexual con Gonzalo, sino una alegría mística, una sensualidad personal y personificada. Eres , Gonzalo, , empujando dentro de mí. Qué éxtasis. Eres tú, tu oscuridad, tu demonio revolucionario, tu fervor y tu bondad. Eres tú, con tu coraje, tus piernas de acero, tu olor a madera de sándalo, tus pensamientos inacabados, tu desorden.

Una no puede ser realmente infiel, con independencia de los atajos que una tome. Salí de España. Encontré el pensamiento anglosajón y alemán. He vuelto a encontrar a España y lo que me separa de ella es el intelecto, el mundo interno. Encuentro a España, la literatura española y a los españoles llenos de emoción, de elocuencia, de color, pero sin significado. Religiosos y patéticos, pero no trascendentales. Eso es Gonzalo para mí. Como le pasaba a June, hay momentos en que comprende todo, pero es una comprensión animal, no un mundo. Es un relámpago, un destello. He comprobado que quise perder la cabeza y no pude. Lo que descubrí en Estados Unidos no fue sólo el inglés, sino el contenido de mi cabeza danesa. Ahora encuentro la poesía española con gusto a fruta o a sangre, pero sin significado. A la luz del día puedo separarme del mundo consciente de Gonzalo. Las frases que lo hacen vibrar (las poesías de [Rafael] Alberti*) son para mí solamente un juego de colores. Una vidriera, grandilocuencia, romanticismo, ni la más pequeña llama del Espíritu Santo.

Cuando piso la ligera pasarela del Nanankepichu para ir a tierra, entro con tanta intensidad en el mundo de la luz del día con Henry que el alma profunda animal, el alma no formulada de Gonzalo, parece como la malicia de una mujer. Tengo un mundo. Él no tiene un mundo. Tiene un cuerpo, un cuerpo tan bello que me quita el aliento. Tiene un alma, un alma tan profunda que parece un himno. Pero bajo la frente, la noble frente con temporales macizos como los de un monumento griego, bajo la frente brilla el deseo, la intuición, la delicadeza, pero no un mundo, ningún mundo que tenga su propio cielo, sus columnas, ventanas, luces y tormentas, erigido, creado y compuesto. El misterio brilla como la Hostia en su ciboire dorado, rodeado de sedoso incienso. El alma, el yo, como en el misterio de la Hostia, siempre es la misma. He aquí el pan, he aquí el vino. Mi carne y mi sangre. Todos los días, carne y sangre. Comunión.

Eduardo sigue lleno de nudos, como un rosario o las raíces retorcidas de un árbol. ¡Me gustan los desanudados!

Sobre política: Todas estas palabras que oigo, discursos líricos, flores románticas, elegías, plegarias y lamentaciones poéticas (mal arte, por supuesto), me irritan. En la revolución veo un asunto vital, a vida o muerte, una lucha en la que hay que entrar directa y violentamente. En eso no puedo soportar el intelecto o la irrealidad. Una revolución es algo vital, a vida o muerte. ¿Por qué hablan tanto y recitan poesías estos españoles? Gonzalo me dice que gran parte de la poesía española era heroica, incitada por la guerra, revolucionaria. Por desgracia Gonzalo tiene los atractivos atributos físicos, la pasión y el valor del héroe. Lo que me conmueve es que él mismo esté desilusionado con los hombres con los que ha de trabajar. Está amargado por la vanidad y la vaguedad de ellos. Se entristece y habla de ir a luchar a España mientras los demás se leen mutuamente poesías mediocres.

4 de febrero de 1937

El dédoublement, la dualidad, aparece cuando me contemplo viviendo. Adopta la forma de una fantasía. Imagino que alguien me contempla. Juego a que, quienquiera que sea, como Dios, pueda verme en todas partes, y debe ser por consiguiente el rostro de mi culpa —no en relación conmigo, sólo en relación con quien yo esté traicionando en ese momento—. Cuando me quedé al principio en Villa Seurat imaginaba que Hugh escuchaba tras la puerta todas mis escenas de ternura con Henry. Ahora es a Gonzalo a quien imagino escondido detrás de una ventana en Villa Seurat, viéndome cuando voy al mercado o entrando en casa de Henry. Gonzalo entrando en casa de De Maigret. (Una vez hice lo contrario con un amigo: Cuando De Maigret acababa de mudarse y yo tenía curiosidad por verlo, fui a la terraza del estudio de Henry, que se comunica con la de De Maigret. Era un día de verano y la ventana de De Maigret estaba abierta. Miramos dentro. No estaba, pero nos reímos cuando vimos su cama deshecha). Gonzalo podría visitar a De Maigret, a quien conoce, salir a su terraza y mirar desde ella el estudio de Henry, cosa que los amigos de De Maigret hicieron a menudo durante una fiesta. Me vería bailando «El pájaro de fuego», con las manos unidas como en una plegaria y moviendo el cuerpo como en una danza balinesa o en un relieve egipcio. Una dislocación. Gonzalo me vería poniendo la mesa y a Henry echado en el sofá, leyéndome algo sobre Reichel. Mientras remuevo la sopera, Henry se acercaría por detrás y me pondría las manos en las caderas. Nos inclinamos para leer una carta de Durrell y reímos y charlamos. ¿Imagino el dolor de Gonzalo? ¿Me complace? Paso de esta larga fantasía a otra: Henry me sigue mientras paseo por los quais y me ve bajar la escala del Nanankepichu. Henry me ve en el restaurante con Gonzalo. Gonzalo tiene su brazo sobre mi hombro.

Temo que Gonzalo sea tan sensible a la relación que recuerde cada étape, cada escena y cada palabra. Algunas veces me ha sorprendido con su repentina transición del beso a la idea. Tiene la misma dispersión que Henry, con la mirada puesta en el mundo exterior y la dificultad en concentrarse (como la descripción de Henry del estado esquizofrénico, de que todo le pasa por la cabeza mientras besa a una mujer). Pero Gonzalo tiene la virtud de sumergirse en el amor como una mujer, con pocas excepciones, estas normalmente a la luz del día, como si sus mundos consciente e inconsciente estuvieran completamente separados. Dijo delicadamente: «Hay momentos en que no puedo resistir la luz del día. Me ha sucedido tres veces».

Su precisión sobre esto es asombrosa. Es consciente de que le ha sucedido tres veces. Henry es inconsciente y nunca se habría dado cuenta. Y nunca me sucede a mí. Puedo hundirme completa y ciegamente. Puedo arrancarme de la realidad con cierta facilidad. Tanto Gonzalo como Henry son grandes realistas, Henry como alemán; Gonzalo como español. Me gusta esto de ellos, aunque a veces me dejen sola en mi comunión y éxtasis.

Ambos, después del apasionamiento, caen dormidos con enorme confianza. Es en ese momento, acostada junto a un hombre, cuando sueño y pienso en el hombre. La pasión me despierta. No puedo dormir. Allí echada, con Henry dormido, o con Gonzalo dormido, me maravillo de mi felicidad, de esta necesidad de la mujer de tener a un hombre dentro de ella. Los momentos más extáticos de mi vida son con el pene del hombre amado dentro de mí, o con su cabeza sobre mi pecho. En mis brazos, despierto, apasionado o confiado y dormido, pero en mis brazos. Entonces me siento colmada. El orgasmo no es necesario. Mi alegría reside en la comunión.

6 de febrero de 1937

Mi amor por Henry ha sido siempre lo que he relacionado con todas mis experiencias, mis otras relaciones. Mi amor por Henry permanece suspendido sobre toda mi vida como el mismo cielo. Me contempla desde lo alto; es el telón de fondo, el destino, la voûte que miras siempre y que te mira siempre, el arco que todo lo abarca y que lanza los colores y los rayos de sus estados de humor, de sus cambios, del mismo modo en que el cielo proyecta sobre nosotros sus luces y sombras. Entre cada movimiento respiratorio, entre cada parpadeo veía a Henry. Cuando Rank me amaba, lo que viví intensamente era el verlo representar mi amor por Henry. Todos mis sufrimientos no tuvieron su origen en la relación con Rank, sino en la identificación y la comparación, en las vacilaciones y las dudas. ¿Me amaba o no Henry como me amaba Rank? Ser June para Rank significaba para mí convertirme en June para Henry, arrojando a la corriente de nuestro amor este nuevo yo que sólo la pasión por Rank había hecho posible. En el amor de Gonzalo también veo algunos reflejos de mi amor por Henry. Cuando veo a Gonzalo sufro por lo que escribo, veo mi sufrimiento en lo que escribe Henry. Cuando Gonzalo se esfuerza por distinguir entre lo que es dramatización y lo que es realidad, cuando desenmaraña la madeja para encontrar mi yo real, yo me digo para mis adentros que así es como Henry dramatiza su amor por June, que nunca explotó realmente o se manifestó tan vívidamente, que nunca vivió en ese tono o con tal intensidad. Instantáneamente, la asociación de ideas me lleva a Henry. Henry. Busco por todas partes alivio para mi amor por él, alivio de la obsesión, que es muerte. Todas las obsesiones son letales. Sólo hay vida en las corrientes, y las corrientes significan cambios. Por eso he aprendido a fluir alrededor y lejos de Henry, pero él sigue siendo el cielo que proyecta sus colores sobre mis pasos, palabras y besos. Henry, sus estados de ánimo, sus eclipses, sus tormentas, sus indiferencias, su suavidad. Las relaciones con los demás desembocan como afluentes en este cielo que todo lo abarca. Siempre el cielo, y Henry en el cielo, sin que importe qué país atraviese, qué vuelos, qué viajes y qué amnesias, qué intoxicantes, qué sedantes, qué drogas. Los momentos de respiro, de renovación, fluyen de regreso a este cielo eterno, sin límites, sin horizonte.

7 de febrero de 1937

Les plus grandes causes de mes souffrances son mi ritmo y mi visión demasiado rápidos. Veo con demasiada rapidez. Si Henry se expande demasiado, pierde el tiempo o es menos denso, lo veo. Y sólo mucho después lo ve Henry. Si Fraenkel no es bueno para Henry, yo lo sé. Y mucho después, Henry rompe con él. Habitualmente no digo nada, pero sufro. Este conocimiento del error, este adelantamiento e impaciencia me hacen crecer espiritualmente, pero es doloroso y solitario. Me veo obligada a asumir el papel de líder.

Sentada en el Dôme con Eduardo, soy desesperadamente consciente de que quiero otra cosa, y voy detrás de otra cosa desesperadamente. Otras personas se contentan con querer, son pasivas. Vi a un hombre sensualmente atractivo que parecía hindú, un amigo de Gonzalo. Me gritó al pasar: «¡Ahí va una española!».[78] Me volví rápidamente, sonreí y lo saludé con un movimiento de cabeza. Quería atormentar a Gonzalo. ¿Por qué? Me sentía desilusionada, sentía cómo la embriaguez se disipaba. ¿Había algo creado que fuera durable? Igual que June, se desliza hacia abajo, escapa. Puede caer en el mundo más ordinario, y cuando es ordinario no lo amo, porque al único que amo humanamente es a Henry. Los otros han de ser maravillosos, o diferentes a como son, puesto que no entran en mi creación ni en mi ser sensual. Pensamientos fríos. Ira y amargura. Por eso sonrío al amigo de Gonzalo. Venganza de la desilusión.

Corrijo en el metro lo que escribí acerca de Henry y del cielo y que había mecanografiado a toda prisa antes de salir para ir al peluquero.

Una noche leí la historia del aborto a Gonzalo, y contra su voluntad, porque al principio le sorprendió su realismo, quedó prendado de ella. Se vio obligado a inclinarse ante un documento tan poderoso.

Momentos antes de la lectura tuve a Gonzalo en mis brazos, emocionada hasta la disolución, casi sin aliento, y me preguntaba si aquello era el misterio del amor.

Miedo de los espejismos. El trabajo en los diarios me revela terriblemente el espejismo de Rank, los espejismos de Allendy, Padre y Artaud. Miedo. Para mí cada día está tan lleno de metamorfosis aterradoras que puedo despertarme sin amar a nadie. Puedo despertarme fuerte, satisfecha, convencida de que podría escribir admirablemente sobre cualquier cosa. Puedo despertarme, como Alicia en el País de las Maravillas, en un mundo de música y milagros. Y, como Alicia, sentirme diminuta en un mundo de gigantes, o gigantesca en un mundo en miniatura. Sentirme un demonio, una mujer sin ilusiones, o rebosante de fe, ilusiones y éxtasis. Mis éxtasis me conducen muy lejos.

Gonzalo, más que ningún otro, me dio el ensueño. Pero me deja caer con la política, la gente que ve, sus intereses humanos, su falta de creatividad. Esconde lo que escribe. Tiene sus dibujos en un cajón (le pedí que me los dejara ver, tener, gozar). Empieza traducciones que luego abandona. Charlas. Deja todo. June, June, June. Gonzalo, tú eres mi June, con todas tus charlas, tus drogas, tus bebidas y charlas. Silencio. Llueve. El río se desborda. Despertaste mis ilusiones, despertaste locas esperanzas, locas ilusiones.

Empecé un esbozo de Moricand quejándose de sus grandes miserias y lo he dejado. No me gustaba burlarme de sus afirmaciones trágicas, sin piedad alguna. Ahora lo sé. Es un voyant. Su mirada te atraviesa. Huele la esencia. No es humano. Su cuerpo no puede ser cálido. Está en trance, hechizado. Sólo remueve los recuerdos perversos. Recuerda. Trasciende. Habla. Pero no toca el presente. Es el voyant. No hay paredes. Ni puertas. No hay diálogos, sólo monólogos.

Los espejismos —para mí— se convierten en necesidades vitales y humanas para los demás: Rank, Artaud. Fueron presas humanas.

Nadie está satisfecho con su envoltorio. Si me parezco a la luna y siento en mí el salvajismo, la sensualidad, la fuerza que no se expresa en mi cuerpo, Gonzalo parece un hombre primitivo y es católico. Elena y June parecen vikingas y querrían parecerse a mí porque la delicadeza que poseen no se ve.

Debo a Rank los déchets, lo superfluo que no aparece en el diario.

8 de febrero de 1937

El lunes fui a ver a Henry e inmediatamente se inclinó sobre mí y empezó a besarme y a acariciarme, encerrándome en sus brazos con una intensidad rara en él y derramándose por entero dentro de mí. Sentí toda la fuerza de su amor subterráneo. Caí dormida. Desperté. Hablamos de la «película de horror». Fumamos.

En el Nanankepichu, a las siete, me encontré con Gonzalo. Preparé una mentira. Como siempre me dice que si veo a Henry se irá a España, y temiendo que me hubiera visto con él, pensé decirle que estaba casada con Henry, para explicar así que no podía romper con él brutal y absolutamente. Teníamos que hacer unos arreglos para separarnos. Todavía tenía que cuidar de él. No puedo desprenderme así como así de mi antiguo esposo. No es por amor, sino por respeto al pasado. Hugh dejó que me divorciara de él cuando me fui a Nueva York (espiritualmente cierto). Allí me casé con Henry (espiritualmente cierto, me compró los anillos indios de boda). Traté de vivir con él (como así fue), pero no fui feliz. No pude vivir felizmente con Henry (espiritualmente cierto). Cuando Hugh volvió, enfermo, volví con él (espiritualmente cierto).

Gonzalo se quedó sorprendido y dolido. Habló descontroladamente de irse a España.

—Henry ha sido el gran amor de tu vida —dijo.

—No el más grande.

La mención de irse a España me acobardó completamente. Apenas probamos la cena.

Volvimos deprisa al Nanankepichu y nos arrojamos el uno en brazos del otro, ardiendo de caricias. Él, violentamente deseoso. Nos besamos y acariciamos durante horas. Me preguntó: «¿Quién es tu esposo?».

—Tú, Gonzalo.

Más tarde, de noche conversamos con gran amabilidad, suavidad e intensidad. Incluso vio el lado humorístico, la manera que tengo de hacer las cosas para hacer felices a los demás. «Curioso temperamento», dijo. Habló con romanticismo, dijo que habría querido tenerme antes que cualquier otro hombre, que a menudo pensaba cómo habría sido yo de muchacha. Le dije que el pasado me servía para amarlo más. Un amor más rico, más profundo. Me dijo que él era como una mujer en cuanto que sólo podía gozar enteramente del sexo si amaba.

Seguimos hablando hasta el amanecer. En tales momentos, de noche, Gonzalo parece entender todo, y más tarde lo confunde todo en su caos. Siempre vuelve a su juventud.

Con este amor ardiente y el amor subterráneo de Henry me sentía extasiada. Es cierto que, debido a mis dudas y ansiedades, sólo creo en el fuego. Es cierto que cuando escribí la palabra fuego en este volumen no sabía lo que hoy sé, que todo lo que he escrito acerca de June, que sólo creía en el fuego, es aplicable a mí. ¡Esta es la historia de mi neurosis incendiaria! Sólo creo en el fuego. Todo mi tormento con Henry se debió a la duda. Y es de la duda de la que huyo.

Pero ahora este espejismo de Gonzalo adopta un cuerpo más cálido, más deseable que en otros espejismos. Su cuerpo y su seducción son mayores. Su encanto. Sus gestos de niño y de animal. Su forma de frotarse la cara, como un gato. La manera de cerrar los ojos, como un gato, cerrando al mismo tiempo los párpados de arriba y abajo. Su inmensa ternura, su hambre de amor. Me gusta verlo sufrir porque sé que puedo hacerlo divinamente feliz.

Elena regresa y vuelve a despertar mis recelos.

11 de febrero de 1937

Tarde con Henry, que me lleva a casa de unos amigos porque «nos darán una buena cena». Nada más entrar me siento ahogada en aquella atmósfera. Desconsolada. No sé reponerme para charlar y reír. Me rebelo. Miro a esta gente vulgar y me pregunto: ¿Por qué, por qué, por qué? Se rinde. Acepta. Come, bebe y alcanza la beatitud. Estoy enfadada, no con la gente, sino con Henry, por su aceptación y su contento. Sigo inquieta, nerviosa, ausente. Me rebelo contra su pasividad. Preferiría estar sola. Le pregunto: «¿Por qué nunca puedes estar solo, por qué este vicio por la gente, como por las películas malas?».

Ya en su estudio, estallo. Caos. Henry emotivo. De pronto, también estalla: «No quiero volverme loco. No quiero que me pase lo que a Nietzsche. Quiero aceptar y pasármelo bien. Yo era incluso más exigente que tú. No soy realmente feliz, pero quiero ser feliz, así que me tomo las cosas como vienen y me lo paso lo mejor posible. Exiges demasiado. A mí no me importa».

—Es como una mala película.

—Sí.

Elevamos nuestro antagonismo a un nivel superior, a una actitud en contra. Es como un chino. Dice: «Si las cosas van mal en Francia, me iré. Me iré a Holanda. Finito. Me escapo. Por encima de todo, no creo en la lucha».

Refiriéndose a los amigos hace esta afirmación: «La verdad, la auténtica verdad, es que tengo un montón de amigos que me quieren pero yo no quiero a ninguno. Si supieran lo poco que me importan».

Pero aparenta que le importan. Se muestra suave, meloso, sentimental. Todo el mundo se lo traga. Crea una ilusión de afecto. Pero si alguno de ellos viniera con una necesidad real, ya sabría lo que le espera.

Aparentemente a mí no me importan. Doy una sensación de distancia. Pero si alguien tiene una verdadera necesidad, descubre que yo amo.

Aquella misma tarde Elena había dicho: «Henry fue un accidente creado para que te conociera. Me diste la vida que necesitaba. Sé que Henry no me habría dado lo que tú».

Incluso anoche, fastidiada y peleada con Henry porque parece que se abraza y quiere a todo el mundo, era yo quien sentía lástima por nuestra anfitriona, Betty, reservada y triste. Henry, a quien ella cree un amigo, dijo: «Si se tirara por la ventana y se matara, no me importaría».

Porque a él no le importa puede estar todo el tiempo en el mundo. Y porque a mí me importa, no puedo.

Él mismo lo ha dicho: «Como un molusco. Quiero vivir como un molusco».

Todos nuestros dolores proceden del ritmo pasivo-activo. Este molusco me irrita en cuanto salimos juntos al mundo. Al Henry-en-el-mundo lo odio; su sentimentalismo, su desperdigamiento, su entusiasmo estúpido por cualquier cosa, su disolución, su actitud pasiva, pasmosa y abruti, sus beatitudes digestivas, sus falsedades, sus vanidades, su astucia y rapacidad para aprovecharse de los demás. En el mundo es falso y «puto».

Echo de menos desesperadamente a Gonzalo.

Jean Carteret: alto, con ojos eléctricos. Cuando abrí la puerta, sus ojos llamearon, trascendentes. Me vio inmediatamente, transparentemente. Vi a un hombre con ojos. Fui yo la desvelada. Su visión fue aún más rápida que la mía. Vio y dijo: «Es usted un personaje sacado de un mito; usted vive en el mito. La veo como un espejo claro e impecable. Un puro espejo. El espejo es importante para usted. El día en que le entreguen un espejo, será un día afortunado. Lleva el brazalete en su brazo izquierdo: usted depende de sus afectos. Pero para usted no existen puertas ni paredes. En último extremo es usted independiente».

Lleno de electricidad. Intenta encajar su don en el molde de la astrología o la psicología. Dinámico. Boca sensual. La mitad inferior de su cara es vulgar. La mitad superior está iluminada. Mejillas y mentón marcados por la viruela. No inhumano como Moricand, que despersonaliza. No.

12 de febrero de 1937

Trabajo por la mañana en el volumen cuarenta y cuatro, amplío la historia del hijo, los acontecimientos que la siguen, la ida a Villa Seurat con Henry, mi gozo con la pasión de Rank, la maravillosa experiencia mística que lo resume todo, carne y sangre que me llevan a Dios, como el símbolo de la comunión.

Viene Elena y me cuenta su conversación con mi Padre. Mi Padre se mesa los cabellos a causa del título de La casa del incesto. Tanto más cuanto que no puede leer su contenido. Le escribí acerca de su significado. Elena se lo explica. Y él contesta: «Anaïs vive fuera de la realidad. A mí me gusta la lógica y el orden».

—Anaïs —le dice Elena— vive en otra realidad. Puede pasar sin la lógica y el orden porque tiene su propio núcleo. Es usted el romántico y, posiblemente, el caótico. La vida de Anaïs es una especie de obra teatral.

A mí me resulta cómico haber dado el título de Incesto, sabiendo que estremecerá de miedo a mi Padre, desafiará sus grandes dosis de hipocresía y será una especie de misterioso castigo por su temperamento cerrado. Porque ahora rindo culto a los temperamentos abiertos, aquellos que no esconden sus actos bajo una capa de vergüenza, como los gatos cubren sus excrementos. Si pudiera hacerlo sin herir a nadie, expondría todo esto. Mi Padre ni siquiera se expone ante sí mismo. Por eso escribí en grandes letras sobre la tapa del libro: La casa del incesto. Y me reí. Igual que me reí cuando escribí el prefacio para Trópico de Cáncer. Me gusta arrojar bombas.

Con Elena vivo una relación perversa, llena de torturas y amor exquisitos. La quise lo suficiente para salvar su vida, para restaurar su entusiasmo y su fe en sí misma. Pero hay momentos en que la escucho y la vigilo como si yo estuviera viviendo su posible relación con Henry. La miro como podría mirarla Henry. Cuando ella dice: «Tengo un gran sentido del humor», siento como una pequeña puñalada, porque admito para mis adentros que ella y Henry tienen muchas cosas en común. A él le gustaría la afición de ella por la comida, le gustaría su lascivia, el hecho de que ella, como él, tiene más entusiasmo que amor, vive más en la superficie y más en la tierra.

Cuando la ayudo a salir de su enfermedad, veo entonces al demonio, a la mujer burlona, sensual y egoísta que lleva dentro.

Henry, el molusco, no se mueve. Mima su tranquilidad. Cuando ella se fue a Suiza se lo dije. No le dije cuándo volvería. A ella le dije que Henry planeaba irse a Dinamarca (saldrá en una semana). Tengo la sensación de que debo ganar tiempo, de que, entretanto, ella puede encontrar al hombre y cesará en su acoso. Siento mi poder sobre ella, la necesidad que tiene de mí y mi placer por su espiritualidad e imaginación. Actuamos entre nosotras como la electricidad. Es lo que admiro en ella con mi sinceridad espiritual, lo que veo en ella, lo que me da miedo. Extrañas corrientes ocultas de amor, envidia, celos. Ella, como June, envidia desesperadamente mi cuerpo.

Mientras vivo esta relación imaginaria hasta su culminación, llego a la revelación de su egoísmo, como al final de un viaje, y pienso que Henry también llegará al mismo punto. Y me detengo.

14 de febrero de 1937

Después de caricias salvajes en el Nanankepichu, Gonzalo cae dormido. Luego, a las tres de la mañana, se despierta y charlamos en la oscuridad. Le gusta hablar de su infancia. De sus aventuras. De la disciplina católica. De la disciplina de los jesuitas. Una España del siglo XVI.

Se pone tan suave, habla tan cariñosamente. Es al hombre primitivo que hay en él a quien amo, el cuerpo, la sangre, las emociones. Le dije que el amor que yo sentía por él era un amor de la España del siglo XVI.

Después de una noche con él me quedo con hambre. Deseo de un hambre real dentro de mí. Dolor por todas partes, disuelta en deseo. Si tuviera que elegir, elegiría estar con Gonzalo porque soy más feliz.

Hoy, al ver a Tarzán en el cine, lo identifiqué con Gonzalo. La belleza del cuerpo, el pudeur y la sauvagerie combinados con la ternura. Naturaleza. Él es la naturaleza para mí, bueno, salvaje y cruel. Pero es fiel a quien lo domestica, a quien lo ama. Me siento en realidad como si hubiera capturado un león. El demonio que lleva dentro es un demonio revolucionario. Cuánto puedo ayudarlo para vivir con este demonio.

Reímos juntos hablando de fantasías ridículas. Tenemos nuestro propio humor, cada uno el suyo. Lo que es común a los dos es nuestra vieja raza. Nuestra vieja raza que hace que aborrezcamos el cine, mientras que a Hugh y a Henry les encanta. Necesitamos entretenernos con cosas más sutiles y más perversas. No somos sencillos. A Henry lo veo cada vez más como un hombre sencillo en su vida de cada día.

Tolero el cine. Me gusta una de cada diez películas. Para mí es la droga más vulgar. Cualquier droga menos el cine. O ninguna droga.

18 de febrero de 1937

Nanankepichu. Es la segunda vez que te traigo aquí, diario mío. La primera vez fue la noche solitaria en que escribí la historia del hijo, la escribí aquí mientras Gonzalo dormía. Hoy porque estoy desesperada y nadie puede ayudarme. Soy un marinero borracho dentro de una vasija griega. Soy una rebelde. No poseo la virtud de la resignación.

Las palabras clave para la inspiración surgen de las conversaciones más corrientes.

Quiero escribir una historia de lo que he visto en los espejos. Sólo escenas de espejos. Espejismos.

Debo a la gente cuatro mil francos. Sólo tengo un par de zapatos. Ni siquiera tengo un par de medias buenas.

20 de febrero de 1937

Henry escribe sobre el incidente de su viaje a Londres después de romper con June y le da un giro completamente diferente. En lugar de ser una víctima de la ira de June, él y June se sientan a beber alegremente y, en un ataque de sentimentalismo borracho, él le da el dinero a ella. Todo está escrito de una manera dura y descarada. Esto me preocupa, así como la frase: «Si le hubiera dicho una sola palabra, ella habría vuelto para quedarse para siempre conmigo», lo cual es palmariamente falso. Repentinamente, me pareció que la mentira estaba en la carta que me envió entonces y que la verdad estaba aquí. Me pareció que toda la ternura de Henry era una mentira y que él, en realidad, era esta escritura cruel y cínica. Mi mundo volvió a tambalearse con los antiguos miedos. Otra vez me encontraba dentro de la crueldad y las mentiras.

Dijo: «Esto es sólo para construir una historia». Pero me sonó tan parecido a las muchas cosas que le cuento a Hugh, que me eché a reír histéricamente. Iba a pasar la noche con Henry y, de pronto, después de leer la historia, no pude. Estaba histérica. Anhelé desesperadamente a Gonzalo y su humanidad. Estaba en un laberinto de dudas y mentiras. Henry me dijo amablemente: «Pagas el castigo por tus mentiras. Hacen todo irreal». Su actitud fue amable pero yo necesitaba desesperadamente la profunda humanidad de Gonzalo. Y dejé a Henry para ir en busca de Gonzalo.

Había cenado con Henry en un restaurante y durante la cena me las arreglé para sacar alegría de mi borrachera de dolor. Siempre la imagen del Henry cruel superpuesta a la del Henry tierno, el terror al Henry cruel, al Henry brutal. Borracha e histérica de dudas y dolor, le hablo acerca de mi nueva historia de los espejos, de todo lo que he visto en los espejos, la vida refractada, las imágenes que corren paralelamente a la vida, un paralelismo de reflejos, la disociación, dédoublement. Henry admira la idea. Volvemos a su casa. Historias de Reichel, risas. Henry no quiere acercarse demasiado a lo que siento. Pondría en peligro su tranquilidad, su salud.

Lo dejo a las diez y media. Llego con media hora de retraso porque Gonzalo siempre llega tarde, igual que los españoles. Por eso le concedo media hora. Pero cuando lo veo está muy enfadado. «Estaba aquí a las diez, chiquita, y me he pasado media hora lleno de celos, sin saber dónde estabas, quién te estaba cortejando. Daba saltos de celos».

Ha dejado a sus amigos para venir. Nos metemos en la cama, nos acariciamos locamente, intensamente. Me pierdo en su cuerpo, cegada por sus cabellos, su boca, su grandeza. «Qué batalla, qué batalla para tenerte sólo para mí», dice. «Una batalla que ganas tú».

Gonzalo es mi felicidad. Nos despertamos al alba con un humor parpadeante, medio dormidos, riendo, acariciándonos. Sin demonios ni fantasmas. Pero él sufre. Qué ironía, qué comedia tan amarga. Sufre porque es tan humano, tan lleno de sentimientos, tan sentimental. Mi pasado le hace sufrir.

Todo mi ser se vuelve hacia él, se entrega a él, se desprende de lo inhumano de mi vida con Henry. Le había dicho a Henry: «No es tu pasado lo que me duele, sino las dudas del presente que ese pasado evocan». Soy demasiado humana para seguir viviendo con Henry. Él necesita una mujer dura y fría. Gonzalo y yo somos iguales en ternura. Lo amo. Lo amo. Poco a poco me obsesiono con él y no con Henry. L’image de Henry s’efface.

Estoy harta de sufrir.

28 de febrero de 1937

Después de escribir esto el domingo, el lunes voy a Villa Seurat y me encuentro a Henry con gripe. Ha estado dos días sin cuidados. Me emociono y me pongo a curarlo, a cuidarlo, a rodearlo de ternura.

Cuando, de noche, voy a ver a Gonzalo, me lo encuentro desesperado porque es René y no él quien maneja la lancha que ha de llevarnos al Nanankepichu, porque el Sena se ha desbordado y el muelle está inundado. Le irrita que sea René quien me encienda el fuego y no él.

Es la manera de amar de Gonzalo. Cuando me iba al amanecer, acude temeroso, medio dormido, para verme subir por la larga escala que me lleva desde el muelle al nivel de la calle. Es el lenguaje de su amor. Ironía.

Vuelvo a Villa Seurat. Recados para Henry. Cena con Henry. Esta noche es suya. Hablamos del surrealismo, sobre el que está escribiendo. Digo que el caos producido artificialmente por la mente, por el absurdo geométrico, colocando simplemente un paraguas sobre la camilla de un quirófano (Breton), no es fecundo. El único caos fecundo es el de las emociones, los sentimientos y la naturaleza. Henry es un auténtico surrealista porque su caos no procede de su inconsciente. Lo absurdo no produce poesía ni fantasía. Hablamos del psicoanálisis y le digo: «Tuvo que ser un judío quien inventara el sistema de la integración para los que no podemos integrarnos en la vida». Pero este sistema sólo cura a quienes tienen fe. Los que no tienen fe no se curan. Aún no se ha encontrado la manera de dar fe.

El hecho de que mis sentimientos oscilen entre Henry y Gonzalo, y de que no sepa separarme de Henry, se refleja en mi drama sexual. No puedo tener el orgasmo con Gonzalo a pesar de ser el amante perfecto. Cuando he estado muy cerca de Gonzalo no puedo tenerlo con Henry porque Gonzalo me llena demasiado.

Pero esto sólo sirve para que Gonzalo me resulte mucho más tentador. Lo siento sensualmente o más voluptuosamente que a Henry. Nuestras caricias son tan voluptuosas, tan prolongadas, tan sutiles, tan estremecedoras y envolventes, que me excitan por entero, desde el cabello a los dedos de los pies. Pienso en su cuello, en su lengua, en el vello muy negro encima de su sexo, y lo deseo salvajemente. Al principio, esta boca, que no me gustaba porque era pequeña en proporción al resto de la cara y traicionaba su debilidad, esta boca se ha vuelto infinitamente móvil, sensible, temblorosa, incierta. Veo en ella su delicadeza femenina, al niño. Siento lo acariciadora que es. Puede besarme durante una hora. Me eleva hasta el frenesí. Sus largos cabellos, su emotividad, su voluptuosidad, tal como la sueña una mujer y que normalmente encuentra tan sólo en otra mujer. Cuando me enseña la lengua, le digo: «C’est le chant pour appeler la pluie». Es la canción para traer la lluvia, porque hace bromas con mi humedad. Henry tiene apetito, un apetito voraz, pero Gonzalo tiene paladar, un paladar ardiente, amoroso, al que adora y rinde culto.

Sentados en un café me besa impulsivamente porque hablo de lo que escribe Betty. «Me gusta tu entusiasmo», dice. No tiene confianza en sí mismo. Cuando jugamos con monedas de veinticinco céntimos en la máquina tragaperras del café, se vuelve de espaldas a la máquina esperando el resultado. Cuando ganamos le cuesta creerlo. Se lo hago ver y así, con buen humor, creamos una nueva fe. Me pone desesperadamente triste cuando se siente herido por sus celos de Henry.

La magia de Elena se disipa. No sé por qué. Mi «corte» ya está cansada de ella: Hugh, Eduardo, Allendy, Carteret, Moricand. Presienten la vampiresa que hay en ella.

3 de marzo de 1937

Amanecer. Nanankepichu. La luz, reflejada en el turbulento e hinchado Sena, es cegadora. Así que es el amanecer y estoy medio dormida. Miro los cabellos de Gonzalo, negro carbón, salvaje, que cubren la almohada. He puesto en sus andrajosos bolsillos el dinero para el alquiler, para su comida y para las medicinas de Helba. Hugh me dio hace tres días todo lo que podía darme y ya se ha ido todo. Ayer pagué al dentista de Henry. Sólo me quedan siete francos en el bolsillo. Tengo los dos pares de medias, remendadas, que me regaló Betty, dos pares de zapatos gastados, dos pares de pantalones gastados. Debo dinero a mi Madre, a Eduardo, a nuestro médico, a nuestro dentista, al tintorero y a la compañía telefónica. Y todavía tengo que pagar trescientos francos del Nanankepichu, el alquiler de Henry y vivir hasta el 15 de marzo. Ya no me queda crema hidratante ni polvos para la cara. Le debo al peluquero y tengo mis joyas en la casa de empeños. Le debo a Thurema las medicinas que me envió. No hay vino en el barrilito para Gonzalo ni galletas para la noche. Henry necesita ropa interior, camisas y calcetines. Las camisas de Gonzalo están agujereadas. Y hace falta carbón porque hace mucho frío. Henry no tiene alfombras.

Un tourbillon. Un torbellino.

La luz y el tema del dinero terminan por despertarme del todo. Me he comportado como un avestruz. Tan contenta, tan irreprensiblemente contenta; un poco nerviosa, pero contenta. La fría luz del sol inunda la habitación y hace que la oscura alfombra y las paredes embreadas parezcan del color del humo.

Tengo que levantarme.

Gonzalo suspira. Le doy un beso.

A las nueve René me lleva en la lancha hasta la escalera. Salto el pretil y echo a correr porque los viandantes que no tienen nada que hacer están inclinados sobre el parapeto para observar el río, las payasadas de René en la lancha y a mí, subiendo la escalera y saltando el pretil. Así que corro bajo el sol frío del invierno, con diez francos que he vuelto a coger del bolsillo de Gonzalo. Subo al metro hasta la estación de Champs-Elysées, donde desayuno un café y un croissant. Robo el azúcar que queda en la bandeja para Gonzalo, porque él nunca encuentra el café francés suficientemente dulce, y lleva azúcar en los bolsillos. En todos los cafés a los que voy, cojo el azúcar para Gonzalo: «Así puedes seguirme la pista y saber dónde he estado», le digo riendo. El café es maravilloso y el croissant delicado y caliente. Los Champs-Elysées parecen eternamente festivos, adornados y dorados. A las nueve y media Hugh estará en el banco. Voy a su oficina. Nadie me ve entrar. Me siento en su mesa y robo un secante y unos cuantos sujetapapeles. Telefoneo a Hugh. «Estoy sentada en tu mesa. He apretado todos los botones y no tengo otra cosa que hacer. ¿Cuándo vas a empezar a trabajar? Yo ya estoy en mi oficina».

Mientras espero a Hugh, escribo una carta a Henry Mann, un comunista, en papel del banco, contándole cosas del trabajo del grupo de Gonzalo y pidiéndole algo de lo que me debe por el psicoanálisis que le hice.

Llega Hugh. Con gran encanto, seducción, sinceridad y formalidad, le saco cien francos para el alquiler de Helba, a lo que se había negado antes y que ya le he dado a Gonzalo. Animada por esta solución a mi inmediata escasez de dinero, me voy para ver a Betty, a quien había prometido ayudar en sus compras. Paseo con ella durante dos horas, elegimos un vestido de terciopelo y planeamos su vestuario.

A la una estoy en casa para almorzar con Hugh. Duermo después una profunda siesta de media hora y me voy a ver a Allendy, que me suplicó que lo visite, para renovar su exigencia de que me acueste con él. Entretengo a Allendy durante una hora y me voy a casa de Elena, porque su portero ha telefoneado para decir que está asustado porque Elena no ha regresado la noche anterior. Gonzalo contestó al teléfono: «No se preocupe por Elena, seguramente ha dormido con alguien».

—Me preocupo, precisamente, porque no duerme con nadie. Si así fuera, no me preocuparía.

Encuentro a Elena desequilibrada después de dos noches de insomnio, de pasear. Dice: «Tengo la sensación de que repugno a la gente, de que me ven como a un monstruo. Todos, menos Hugh y tú. Tengo la impresión de que no me quieren en ninguna parte».

Gonzalo me ha pedido que lo telefonee hacia las cinco. Pero en ese momento estaba hablando con Elena de sus miedos y no podía telefonearle delante de ella, porque ya la pregunta que le hizo mi Padre en Suiza («¿Quién es Gonzalo?») puede haber despertado sus sospechas y, si estuviera interesada inconscientemente por Henry, le gustaría mucho saber que traiciono a Henry; cuando, por el contrario, intento sutilmente crear en ella la imagen de una gran unidad entre Henry y yo, lo cual distrae sus pensamientos de Henry.

Cuando dejo a Elena y llamo a Gonzalo, este ya ha salido. Y Henry me espera para cenar. Si Gonzalo me llamara, la doncella le diría: «Madame est sortie pour la soirée. Téléphonez demain matin». Y se supone que estoy con Hugh, porque Hugh se va a Londres mañana.

Mientras hago la compra para Henry vuelvo a llamar a Gonzalo. Me siento inquieta. ¿Es que va a desaparecer otra vez toda la felicidad de anoche? Estoy tan contenta, tan inexplicable e irresistiblemente contenta que no puede ser. El día no puede tornarse en tragedia.

Hago la comida a Henry pero no me siento a gusto. Henry viene del dentista, contento de comer algo cocinado en casa. A las ocho finjo que tengo que dar un recado a Hugh. Voy al apartamento de De Maigret y llamo a Gonzalo. Había telefoneado al Quai de Passy y la doncella le había dicho que telefoneara mañana. Y, todavía peor, Hugh le ha dicho: «No sé dónde está Anaïs. Tengo que decirle que me voy mañana a Londres a las ocho de la mañana, más temprano de lo que pensaba. Si la ves, dile que me llame». Y peor aún, Hugh telefoneó chez Colette, donde suponía que yo estaba, y la criada le dijo que no sabía quién era yo.

Colette estaba en el Hospital Americano, después de tener un hijo el domingo. El lunes por la noche, que pasé con Gonzalo, se suponía que yo estaba con Colette. Telefoneo a Hugh. No está inquieto, pero sí sorprendido. Y le prometo que estaré en casa a medianoche. Le digo a Henry que Hugh se va temprano. No puedo explicar el problema del lunes por la noche porque estuve con Henry el viernes por la noche y entonces Colette aún no había dado a luz. Para explicar mi evidente desasosiego, le cuento a Henry el efecto que ha debido producirle a Hugh el que la criada le dijera que no me conocía. Estoy terriblemente inquieta, pensando en que Gonzalo volverá a tener dudas sobre dónde estoy yo realmente. Desde el café llamo a Gonzalo y le digo: «Si quieres te veré a las once y media en el café de costumbre». «Sí, chiquita».

Henry y yo nos vamos al cine, a ver una comedia de Pirandello tortuosa, elíptica y loca: L’homme de nulle part. Digo que es el hombre que nos tienta viniendo lo más cerca posible de la profundidad real sin llegar a entrar en ella, orillándola, tal como hace el loco o el neurótico. Me ha gustado. Charla afectuosa y apasionada con Henry. Lo dejo. Me encuentro con Gonzalo. Bebo con él. No está atormentado. Paseamos hasta el Quai de Passy. Me encontraba realmente cansada. Alimentar la felicidad de tres hombres en un día es una tarea realmente dura. A la una, cuando maúllo en la puerta de Hugh para enviarlo así contento a Londres, estoy exhausta. Me derrumbo en la cama.

Dormir como una anguila entre barrotes.

Pero doy vida. Raramente tengo que ver con la muerte. A pesar de eso tengo el poder de destruir.

Vida. Fuego. Ser yo misma en el fuego al que arrojo a los demás. Nunca muerta. Fuego y vida. Le jeu.