23 de octubre de 1932

Siempre creí que era la artista que llevo dentro la que hechizaba. Creía que era mi casa esotérica, los colores, las luces, mis vestidos, mi trabajo. Siempre estuve dentro de la concha de la gran artista que trabaja, temerosa e inconsciente de mi poder. ¿Qué ha hecho el doctor Allendy[*]? Ha dejado de lado a la artista, ha manejado y amado mi alma interior, sin sus antecedentes, sin mi creación. Incluso me ha inquietado su desinterés por la artista y me asombra que se haya apoderado así de mí, tan dépouillée de artificios, de ropajes, de encantos, de elixires. Y esta noche, a solas, a la espera de los visitantes, contemplo esta alma renacida y pienso en cómo han contribuido a ella los regalos de Hugh*, Allendy, Henry* y June*. Recuerdo el día en que di unas joyas a Ethel*, la hermana de Hugh. Y hoy, la prima Ana María* me da piedras para mi acuario y un pez, nuevo y humorístico, con aletas verdes.

—Quiero ir a Londres contigo —me dice—. Quiero librarte de June.

Y yo me tiendo de espaldas y lloro con gratitud infinita.

Me voy a Londres. Tengo nuevas fuerzas y necesito vencer el dolor que sigue atormentándome. Necesito muchos días para aliviar un poco mi vida o para moverme dentro de mi diario, de mi historia. No puedo, en un día, librarme de la locura. Todavía me quedan horas para retorcerme de dolor, como en un horno, y me sucede cuando Henry me llama por teléfono para preguntarme si estoy bien y le contesto que sí. O cuando se cae una chincheta de un ángulo de la fotografía de «H. V. Miller, gángster-autor», y me doy cuenta de cuánto me he alejado del verdadero lesbianismo y que es sólo la artista que llevo dentro, la energía dominadora, la que se expande para fecundar a las mujeres bellas en un plano difícil de aprehender y que no tiene en absoluto nada que ver con la actividad sexual ordinaria. ¿Quién creerá en el aliento y la altura de mis ambiciones, cuando perfumo la belleza de Ana María con mi conocimiento y experiencia, cuando la domino y la cortejo para enriquecerla, para crearla? ¿Quién creerá que dejé de amar a June cuando descubrí que ella destruye en lugar de amar? ¿Por qué no me sentí arrobada cuando June, una mujer magnífica, se hizo pequeña en mis brazos y me descubrió sus miedos, sus miedos de mí y de la experiencia?

El simoun sopla esta noche. Todo es un torbellino. Es de noche y he sido fuerte todo el día. No debo derrumbarme sólo porque sea de noche y esté cansada.

Cuando veo que June está profundamente celosa de lo que he hecho por Henry, le digo que todo lo he hecho por ella.

Ella también me miente y dice que habría querido conocerme antes que a Henry.

Pero yo continúo mi mentira con una verdad: recordé la lástima que sentí cuando leí en las notas de Henry que ella trabajaba para él y para Jean [Kronski*] y que una vez, en un arrebato de cansancio y asco, les gritó: «¡Los dos decís que me queréis, pero ninguno hace nada por mí!». Le recuerdo esto a June y deseo hacer algo por ella. Pero, tan pronto como lo digo, muere mi deseo, consciente de que es un deseo autodestructivo, que no tengo suficiente vitalidad, que he trabajado mucho para Henry y que no quiero hacer más sacrificios. Y muere mi espontaneidad, y mi generosidad se vuelve una mentira cuya frialdad me estremece, y deseo que los tres seamos capaces de admitir que estamos cansados de sacrificios y de sufrimientos inútiles.

Sin embargo, soy yo quien trabaja para Henry y June, pero con un espíritu rebelde. Consciente de que no hay razón para acusarme o castigarme, de que, por fin, estoy libre de culpa y merezco ser feliz.

June espera que yo diga lo que vamos a hacer juntas mañana por la noche; June cuenta con mi imaginación; June pretende que mi inexperiencia de la vida real me traicione. Ahora que dispongo de una noche para ella, ¿qué haré con la noche y con ella? Soy una escritora de páginas fantásticas, pero no sé cómo vivirlas.

René Lalou* es exuberante, enérgico, locuaz e ingenioso. Se sintió muy atraído por mí en contra de mis propios deseos, porque su estupendo equilibrio está muy lejos de mi oscuridad. Pero su exuberancia física pudo con él. Por primera vez fui consciente de mi poder para que un hombre sensato se mostrara poco serio y falto de ingenio. Contemplé cómo su claridad se hacía pedazos. Al final de la velada, René Lalou era un hombre con sangre española en las venas.

Me reí mucho, pero eché en falta mi amor, la cualidad más oscura, más densa de Henry. La brillantez de Lalou y su pasión por lo abstracto me interesaron, pero eché en falta a Henry, lo eché de menos.

Lalou habló en contra del surrealismo y luego me pidió lo que he escrito sobre June. Se burló de las obras para minorías y después dijo que le gustaría que me publicaran en sitios más conocidos que transition.

Esta mañana he recibido una bella carta de Allendy que termina «le plus dévoué, peut-être», y siento qué profundos caminos ha trazado en mí su extraña devoción, cuán sutilmente me rodea, sin tragedia ni sensacionalismo. Me siento como una persona drogada, enferma, que una mañana despierta a una claridad idílica: renacida.

¡Qué gran esfuerzo para librarme de la oscuridad y la asfixia, del enorme dolor que me ahoga, de mi propia laceración inquisitiva! Allendy me examina con amor doble —sus extraños ojos, su boca y sus manos cálidas—. Pero no quiero dar más, sólo quiero tenderme de espaldas y recibir regalos. June tiene mi capa negra, pero con ella le di mi primer fragmento de odio. No estoy en su poder.

Ambos encontraron en mí la imagen intacta de ellos mismos, su respectiva identidad potencial: Henry vio al gran hombre que puede ser; June, su soberbia personalidad. Cada uno se aferra a su imagen buscando en mí la vida y la fuerza.

June, sin seguridad interior, sólo puede mostrar su grandeza mediante su poder destructivo. Henry, hasta que me conoció, sólo podía afirmar su grandeza en sus ataques a June. Se devoraban mutuamente: él la caricaturizaba; ella lo debilitaba al protegerlo. Y cuando han logrado destruirse, matarse, Henry llora la muerte de June y June llora porque Henry ya no es un dios y necesita un dios para quien vivir.

June quiere que Henry sea un Dostoyevski, pero, involuntaria e instintivamente, se lo impide. Quiere que él cante para alabarla, no que escriba un gran libro. Pero no es culpable de su destrucción. Es su aliento, su afirmación vital, cada movimiento de su yo, lo que confunde, empequeñece y destruye a los demás. Es sincera, intachable e inocente.

Yo he magnificado a Henry. Puedo hacer de él un Dostoyevski. Le infundo fortaleza. Soy consciente de mi poder, pero mi poder es femenino; exige combatir pero no vencer. Mi poder es también el del artista, de modo que no necesito la obra de Henry para magnificarme. No necesito que me alabe y, como soy artista antes que nada, puedo conservar mi yo —mi yo de mujer— en segundo término. No bloquea su trabajo. Doy sostén al artista que hay en él. June no quiere sólo un artista, quiere también un amante y un esclavo.

Puedo desatender las exigencias de mi yo, rendirme al arte, a la creación. Sobre todo a la creación.

Y eso es lo que hago ahora: crear a June y a Henry. Alimentarlos con mi fe. En mi fragilidad está el simbolismo de esa frágil consecución que los obsesiona. June ve en mí a la mujer que tras visitar los infiernos sale ilesa y quiere permanecer ilesa. June no perderá su yo, su yo ideal.

Y Henry quiere ser el Dostoyevski ideal. El artista. Encuentra en mí la imagen de esa identidad de artista. Completa, poderosa, ilimitada.

No necesito su arte para glorificarme. Tengo mi propia creación. June, para ser más generosa, debería ser artista.

Gracias a Allendy puedo renunciar a una mera victoria. Amo. Amo a ambos, a Henry y a June.

Y June, que me ama ciegamente, busca también mi destrucción. Mis páginas sobre ella, que son una obra de arte, no la satisfacen. Ignora su fuerza y su belleza y repite la queja de que no es verdad todo lo que digo. Pero en ningún momento me dejo confundir. Con independencia de June, conozco el valor exacto de esas páginas.

Mi obra, pues, en primer lugar. Tambaleante mi poder como artista, ¿qué otro poder me queda? Mi estímulo natural, mi vitalidad, mi verdadera imaginación, mi salud, mi vida creativa. ¿Y qué hará June con ellas? Drogarlas. June me ofrece muerte y destrucción. June me hechiza —habla con su rostro, sus caricias, me seduce, usa el amor que siento por ella para la destrucción—. Una muerte por partida doble. La frescura de mi cuerpo ha de destruirse para que mi cuerpo sea como el suyo. Dice: «Tu cuerpo es tan fresco y el mío tan estropeado». Y así, ciega, sin nada reprochable, inocente, matará mi frescura, lo intacto que ella ama. Matará todo cuanto ama.

¿De dónde viene este conocimiento oscuro? Del humo, de la locura, del champán, de la intoxicación de las caricias, de los besos y de la exaltación. Estamos en el Poisson d’Or, tocándonos las rodillas, ebrias la una de la otra; y June está embriagada de sí misma. Le ha dicho a Henry que no es nadie, que ha fracasado en su intento de ser un dios y un Dostoyevski, que es ella quien sí es un dios, su propio dios. Así se realiza el milagro. El engaño. Henry está muerto. June ha vuelto a ser aniquiladora. «Henry», dice ella, «es un niño». Pero yo protesto y le digo que creo en Henry como artista y luego confieso que lo amo como hombre.

Y entonces me pregunta: «Amas a Henry, ¿verdad?», y añade que yo hice a Henry mi mayor regalo. Mis ojos se empañan de dolor. Sabía que si lo admitía salvaba a Henry, porque Henry se convertiría de nuevo en un dios. Nadie, salvo un dios —dice ella—, puede ser amado por ella o por mí. Por lo tanto, Henry sería un dios. Y ella, en la inocencia de su enorme egoísmo, me pregunta: «¿Tienes celos de Henry?».

Dios, ¿yo celosa del amor de Henry por June o del amor de June por Henry?

Es entonces cuando me siento fluida, disuelta, fuyante. Y huyo de la tortura que me espera como un gigantesco exprimidor de sangre que oprimiera mi carne entre June y Henry. Escapo haciendo un esfuerzo sobrehumano para librarme de la destrucción y la locura. Quedo presa por un momento. June advierte en mis ojos el infinito dolor. He hecho a ambos mi gran ofrenda. Entrego el uno al otro, dando a cada uno la más bella imagen de ellos mismos. Soy únicamente la reveladora, la armonizadora. Y cuando vuelven a encontrarse, a ella le doy un Dostoyevski y a él una June creativa. Yo sólo quedo aniquilada humanamente. Ambos me han amado.

Mi amor por June y Henry es menor en proporción a mi rebelión contra el sufrimiento. Creo que amo en ellos una experiencia que no pueda destruirme —en la que ya no entro del todo— porque quiero vivir.

Por la tarde. Ha venido Henry y, al principio, hemos estado tensos. Luego ha querido besarme y no se lo he permitido. No, no podía soportarlo. No, no debía tocarme, me habría herido. Le sorprendió. Me resistí. Me dijo que me deseaba más que nunca, que June se había convertido en una extraña, que las dos primeras noches con ella no había sentido ninguna pasión. Que, desde entonces, era como estar con una puta. Que me amaba y que sólo conmigo sentía la conexión entre la imagen de su mente y su deseo, que era imposible amar a dos mujeres, que yo había desplazado a June. Antes de decirme todo eso ya me había rendido —la intimidad me pareció tan terriblemente natural: nada había cambiado—. Me sentí aturdida, todo me pareció igual. Y yo que había pensado que nuestra relación parecería irreal, que la relación natural entre June y Henry se renovaría. Ni siquiera puede acostumbrarse a su cuerpo; debe de ser porque no hay intimidad entre ellos.

Lo miré todo como si se tratara de un fenómeno. Después de ocurrirme esto con Henry es posible creer en la fidelidad amorosa. Repaso sus últimas páginas sobre el regreso de June y las encuentro vacías de emoción. Ella ha agotado sus emociones, las ha exagerado. Luego, todo el asunto me parece irreal y tengo la impresión de que Henry es el más sincero de los tres y que June y yo, o yo sola, lo engañamos.

Ya no hay tragedia. ¡Henry y yo nos reímos juntos de las múltiples complicaciones de nuestras relaciones!

Tengo miedo de lo que me ocurre. Miedo de mi frialdad. ¿Acaso Henry ha agotado, también, mis emociones por la angustia inconsciente que le produce la amenaza constante de June a nuestra felicidad?

¿O es que lo que a menudo se espera demasiado, la alegría que se desea demasiado, me aturde y soy incapaz de sentirla cuando llega?

June le dice a Henry que he dicho que lo amo. Parece sorprendido. Quizá cree que estaba borracha cuando lo dije.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir, June?

—Oh, simplemente que te ama, no que quiera acostarse contigo.

Y los tres nos echamos a reír. Pero me preocupa también que June crea tanto en mi amor que, cuando me pregunta si tengo celos de Henry, lo que quiere decirme es que debo eliminar a Henry, odiar a Henry, a causa de mi amor por ella. Recuerdo nuestras caricias anoche, en el taxi, mi cabeza echada hacia atrás bajo sus besos, pálida ella y mi mano en su pecho. No imaginó en ningún momento la escena de hoy. Y unas veces la engañada es ella, otras Henry y otras yo.

Y Allendy y Hugo, los únicos hombres sinceros del mundo, están hablando en este momento, celosos de mí. Infeliz Hugo.

Henry no tiene celos de June, sino de mí, tiene celos y teme que yo ame a June o a Allendy.

Esta noche siento que quiero abarcar toda la experiencia, que puedo hacerlo sin ningún riesgo, puesto que Allendy me ha salvado. Que voy a ir con June a todas partes para adentrarme en todo.

Carta a Henry: Fue estupendo que riéramos juntos, Henry. Cualquier cosa que haya entre June y yo sólo sirve para que sienta con mayor confianza mi profundo amor por ti. Es como si estuviera pasando la mayor prueba de mi amor por ti. La mayor prueba de toda mi vida. Y aunque estuviera bebida, drogada, hechizada o cualquier cosa que me perdiera, siempre, siempre estarás tú, Henry… No quiero herirte mencionando a otros. No tienes que sentir celos, Henry; te pertenezco…

Pero mi amor por Henry es un eco profundo, una prolongación profunda de un yo interior con una eterna doble cara. Tengo una doble personalidad. Está mi amor profundo y desinteresado por Henry que puede cambiarse fácilmente por otro amor. Siento su terminación, igual que siento que el amor de Henry por mí terminará cuando él sea lo bastante fuerte para prescindir de mí.

He hecho la obra de un psicoanalista, una pieza viva de clarificación y orientación. Es verdad, por lo tanto, lo que la astrología dice acerca de mi extraña influencia en la vida interior de los demás.

Je prends conscience de mon pouvoir, de la fuerza de mis sueños. La misma June no tiene verdadera imaginación; si la tuviera, no necesitaría drogarse; June tiene hambre de imaginación. También Henry tuvo hambre. Y ambos me han enriquecido con sus experiencias. Me han dado mucho. Vida. Me han dado vida.

Allendy ha despertado en mí la inteligencia, porque los sentimientos estaban hundiéndome, la vida me estaba hundiendo. Me dio la fortaleza, gracias a la cual libero mis pasiones y mis instintos sin morir, como antes.

A veces me duele que ahora haya menos sentimientos y más inteligencia. Como si antes fuera más sincera. Pero si ser sincera consiste en arrojarse por la borda, es que era la sinceridad de la derrota. Suicidarse es fácil. Vivir sin un dios es más difícil. La embriaguez del triunfo es mayor que la embriaguez del sacrificio.

Ya no necesito hacer tanto para ocultar la inutilidad de mis cambios internos, sustituir para comprender. Necesito hacer poco, pero ese poco me exige un gran esfuerzo.

Por la tarde. Allendy espera que rompa con Henry. Veo adónde va con sus preguntas. Espera con ansiedad. Y hoy me siento conmovida por sus caricias. Son maravillosas.

Le digo que lo amo. No cree en ninguna dualidad. ¿Lo creería si leyera mis diarios? ¿No son algunas frases que escribo más frías que lo que él imagina de mí?

Esta vez tengo la impresión de estar jugando con Allendy. ¿Por qué? Creo que es más sincero que yo. Me conmueve y me da miedo. ¿Es a él a quien voy a herir —el primer hombre— y por qué? ¿O acaso todo esto no es más que mi manera de defenderme de su poder? Sentada aquí esta noche, recuerdo sus manos. Son carnosas, pero las puntas de sus dedos son idealistas. Cómo repasan el perfil de mi cuerpo, cómo hunde su cabeza en mi pecho y huele mi pelo. Cómo nos levantamos juntos y nos besamos, hasta que sentí vértigo. Henry no habría esperado para levantarme el vestido, habría perdido la cabeza.

Luego vuelvo a casa alegre y animada y Hugh me tira sobre la cama, loco de celos, me folla delirante y me rasga el vestido para morderme los hombros. Y finjo complacida, sorprendida por la tragedia de los modales cuando ya no sirven. La pasión de Hugh ha llegado demasiado tarde. Quiero estar en los brazos de Henry —la intimidad— o en los de Allendy —lo desconocido—. ¡Y yo, que siempre había querido que me desgarraran el vestido!

Siento en demasía los alejamientos, los encuentros, las prolongaciones, los nuevos chispazos. Hay en mi cabeza un centro de control, todo diamantino, pero, cuando examino mis emociones, veo que se disparan en direcciones diferentes. Hay una tensión de superactividad, de superexpansión, el deseo de alcanzar de nuevo la cima gozosa que alcanzo con Henry. ¿Podré fundirme con Allendy? No lo creo, porque el mayor gozo, como Henry sabe ya, es intimidad, totalidad, pasión absoluta.

¿Cuántas intimidades hay en el mundo para una mujer como yo? ¿Soy una unidad? ¿Un monstruo? ¿Soy una mujer?

¿Qué me lleva a Allendy? La pasión por la abstracción, la sabiduría, el equilibrio, la fuerza.

¿A Henry? La pasión, la vida ardiente y desmedida, el desequilibrio del artista, la fusión y la fluidez de los creadores.

Siempre dos hombres: el que es y el que ha de ser, siempre el momento alcanzado y el momento siguiente, adivinado demasiado pronto. Demasiada lucidez.

Los celos de Hugh me halagan. Está celoso de Allendy. Mañana irá a decirle que le ha quitado a su esposa, le dirá que está derrotado, que me ha entendido muy bien, todo lo bien que puede un científico, pero que él, Hugh, me posee. Hugh sabe que Allendy quería provocar sus celos, de una vez por todas, para que mostrara agresividad con los hombres y no amor y complacencia, para que se salvara de su pasividad homosexual, por la cual deja que otros hombres amen a su mujer. Sabe que todo esto debe de ser un juego psicoanalítico con un propósito definido, pero en este caso no se trata de un juego, porque los sentimientos de Allendy están involucrados. ¡De modo que lo que Hugh le diga herirá a Allendy! ¡Y Hugh va a herir al hombre que más ama para afirmar su hombría y su amor por mí!

Y mientras Hugh me cuenta todo esto, con su nueva y clara intuición, yo permanezco en silencio, deseando temerosa que no haga daño a Allendy. Pienso ir a verlo y atenuar el efecto de las palabras de Hugh, la historia de Hugh sobre mi vestido roto. Aunque sé que Allendy no va a recibir daño, que está protegido por su tremenda clarividencia. Está tan seguro de que no amo a Hugh; y con cuánta seguridad me espera. ¡Admiro su terrible dominio de sí mismo, de la vida y del dolor!

Fin de la noche. La música de la orquesta va in crescendo; la sala y yo explotamos. Me levanto y me cubro la cara con los brazos y río —río como nunca he reído en mi vida— y la risa se quiebra en un sollozo, en un sollozo alto y lastimoso. Durante un minuto me vuelvo loca, completamente loca. Hugh está asustado. Acude a mi lado, tierno y sorprendido.

—Mi pobrecito sauce llorón —me dice—, has sido demasiado feliz. ¡Te he hecho feliz!

June es mi aventura y mi pasión, pero Henry es mi amor. No puedo ir a Clichy y enfrentarme con los dos. Le digo a June que es porque temo que no sepamos ocultar nuestros sentimientos delante de Henry, y le digo a Henry que es porque temo no fingir bien delante de June. La verdad es que miro a Henry con ojos ardientes y a June con exaltación. La verdad es que sufro humanamente al ver a June instalada al lado de Henry —donde yo quiero estar— porque la intimidad entre Henry y yo es más fuerte que cualquier aventura.

Allendy es el amor del mañana. El mañana puede tardar en llegar, años quizá. No quiero medir espacios ni distancias. Me dejo vivir. Hoy mis nervios están destrozados. Pero soy indomable.

Por la noche. Indomable. Gardenias blancas de June. Para June, Ambre de Delhi. June. June en mis brazos, en el taxi. Es mi brazo el más fuerte, es su cabeza la que cae hacia atrás, soy yo quien besa su cuello. June se deshace como un pétalo. Me mira como una niña.

—Anaïs, fíjate, qué torpe soy. Me siento pequeña entre tus brazos.

Cuando me voy, veo su cara difuminada tras la ventana del taxi. Una niña atormentada, hambrienta, deseosa y desconfiada del amor, que lucha desesperadamente para ejercer el poder mediante el misterio y la confusión.

Cree de verdad que Henry está muerto, que sólo ella lo hace vivir. Viene y enreda, crea complicaciones artificiosas, enfrenta a una persona con otra, saca a Henry de quicio y así cree que ella vive, que hace vivir a los demás, que esto es el drama, la vida. Y todo es tan infantil.

No puede creerlo salvo en los momentos febriles. Lo cree cuando la tengo en mis brazos. Y entonces se va y se esfuerza por ser objetiva. Cansados, ella y Henry hablan e intentan entenderme objetivamente, alejados ambos de los momentos de éxtasis y vértigo.

June se queja continuamente de que no puede confiar la verdad a Henry. Veo una imagen tan deformada del otro en los ojos de cada uno que tengo que hacer un tremendo esfuerzo para conservar a mi Henry y a mi June. Los dos quieren implicarme en el conflicto, lanzarme contra el uno o la otra. June quiere que lo haga porque sería otra muestra de mi devoción por ella; quiere que Henry y yo luchemos por ella. Eso le proporcionaría el momento de odio, o pasión, en el que sólo ella cree. No sabe vivir en el semitono, en la insinuación, en la verdad.

Dios mío, ¿soy lo bastante fuerte para ayudarla?

Allendy dice que he convertido mi gran necesidad de ayudar y crear a los demás en una especie de psicoanálisis. Tengo que ayudar, dar, crear e interferir. Pero no debo darme a mí misma, debo aprender a negarme. Y ahora compruebo que uno da cuando se niega a sí mismo, porque, al borrar el yo, se borra al mismo tiempo el egoísmo y la posesividad. De modo que doy, y como dejo escapar menos sentimientos desgarradores, soy más fuerte, no me pierdo, me mantengo lúcida. Doy verdaderamente.

¿Qué puedo dar a June y a Henry? ¿Que vuelvan el uno al otro? No me parece que sea eso lo correcto.

June cree que Henry renace cuando se pone furioso, tartamudea y es ilógico; cree que ahora está vivo, por más que ya lo estaba antes de que ella viniera, sólo que profundamente hundido. En todo el amor que me profesa suena esta nota de celos: quiere impedir la ya segura publicación del libro de Henry porque viene de mí. Ataca a Henry porque ya no le pide consejo. Por todo esto tengo que vigilar el momento de la gran exaltación. Cuando no puede cegarme me ofrece su cuerpo.

Mi única salvación es desarmarla, penetrarla casi sin palabras, rendir su poder con sólo mirarla.

No puedo soportar que siempre se ponga ella, su ego, por encima del amor a Henry.

Por la noche. Henry ha estado aquí. Dice que hay algo que está claro: que nos necesitamos más que nunca y que tenemos que ser amables con los niños, June y Hugh.

Me sorprendió verlo como una persona mayor que ofrece protección. Para él, June es una niña patológica, interesante como tal, pero estúpida y vacía.

De pronto, surgió entre nosotros el sentimiento de una alianza firme. Un Henry cambiado, un Henry dolido de que la gente crea que sólo puede escribir «retratos de coños». Le dije cuánto le debo. Al hacerme feliz como mujer, me ha salvado de June y de la disolución y no quiero morir. Soy demasiado feliz.

Qué extraña conversación. Cómo toma Henry nuestro amor como punto de partida para tomar otras direcciones, no importa cuáles, aunque sean aventuras superficiales. Le dije luego que era cierto lo que June había dicho, que él la había sacrificado a su obra, que la había usado para el personaje que necesitaba crear, pero que eso no significaba que yo fuera a inventar o crear para él ningún misterio, porque necesitamos la intimidad y donde hay mentiras no hay intimidad.

Y así seguimos hablando, con pleno acuerdo, preguntándonos por qué no podíamos estar en desacuerdo. No. Sabemos el porqué. Estamos innegablemente unidos, tejidos en la misma urdimbre. June está muerta para él porque sólo existen su cara y su cuerpo.

Henry dice luego que sólo puede entender mi interés por June como lesbiana —por la cara y el cuerpo de June— y por nada más. Sabe que a ella no puedo darle mi mente ni mi alma. Se siente orgulloso por haber sido capaz de explicar a June mis páginas sobre Mona-Alraune, por más que sorprendan y confundan a June[1]. June interpreta de modo literal mi párrafo del hotel, es decir, sin imaginación. Para ella es la descripción de la experiencia con un hombre en la habitación de un hotel. ¡Y tiene que ser Henry, el tardoalemán, quien capte su sentido simbólico!

Ana María es sabia sin tener experiencia de la vida.

Es curiosa. Quiere saber de June. Trata de ponerse en el lugar de Eduardo*, en el lugar de un hombre, e imaginar lo que él siente con respecto a mí. Empiezo a explicarle con delicadeza y de forma abstracta la actitud masculina de una mujer, su significado y su valor. No quiero asustarla. Quiero que sepa.

Cuando hablé de ella con Allendy, me dijo: «Quieres seducirla», pero eso era hacerme la misma acusación estúpida que se hace a los psicoanalistas: que hacen que la gente deje de controlar sus instintos. Él sabe que el proceso de seguir los propios instintos es una fase de la liberación, que la recreación consolida al ser en un nuevo nivel de idealismo y sinceridad.

Mientras hablaba con Ana María vi su mente límpida que se abría y escapaba de su ambiente acostumbrado. Me puse muy contenta cuando vi que su entendimiento se abría en tan pocas horas y empleaba los hechos e imágenes que yo le daba, la vida que yo le describía. Me dijo que nunca había hablado con una persona como yo, nunca de esta manera.

Cuando llegué con violetas para Tía Anaïs*, Ana María sabía que eran para ella. Y cómo me gustó su grito de placer porque yo iba vestida con más sencillez que nunca: un impermeable negro de seda con botones plateados y un sombrero masculino de fieltro como el de June. Tía Anaïs sólo vio una concesión a lo convencional. Pero yo sabía que era el profundo desarme de mi excentricidad, una excentricidad que uso como una máscara para sorprender, intimidar y hacer que quienes me temen se sientan incómodos y a disgusto.

Yendo en el taxi con Ana María, contemplé su joven rostro y me pregunté ¿cuál sería el mayor regalo que pudiera hacerle para iluminar su vida, o para que el mundo se meza para ella? Ese momento en que el mundo se mece y la cabeza de June cae pesadamente como una flor cortada de su tallo. Todo arte se esfuerza por conseguir de nuevo semejante momento y los hombres sabios conspiran para diluir su esencia. Y odié la sabiduría de Allendy y prometí secretamente: ¡Si puedo, Ana María, haré que el mundo se meza para ti!

Hugh, convertido en astrólogo, estudia en mi escritorio. Y ahora estoy en paz con él. Esta nueva pasión saca a la luz sus mejores virtudes. Su nuevo amor, violento y posesivo, ha hecho de él un hombre poderoso. Lo amo por los esfuerzos que ha hecho para disipar la vaguedad y la tenebrosidad, cualidad pasiva esencial de su carácter que me ha atormentado. Henry dice que Hugh ha empleado conmigo la técnica del jujitsu, que ha utilizado mi propia fuerza para destruirme, que ha dejado que me aplaste la cabeza contra el suelo, cuando era yo quien quería aplastársela a él. Ha evitado inteligentemente mi peso y mi presión, ha eludido toda resistencia, y yo he sentido el vacío, la disciplina, la ausencia de propósitos. Es la misma fidelidad la que lo hace invariable, taciturno, reservado. Pero estoy en paz. No le causaré más dolor. Temo que conozca mi obra. Quiero que sea humanamente feliz. Humanamente, es un ser perfecto. Su perfección sólo me limita a mí. Su existencia me limita. Quizá sea mi salvación, porque la vida a la que constantemente renuncio por Hugh es la única gran disciplina que he conocido siempre. Estar siempre dándome contra las paredes que me aprisionan ha sido el único elemento que me ha obligado a adentrarme en la sublimación. Ahora siento temor y tiemblo cuando Henry habla de la publicación de su libro y de irnos juntos a España. Espero que surja una catástrofe que impida que Henry me diga: «Ahora, sígueme».

Eduardo se ha retirado: ofendido y desairado —así se ve él— por la vida. Enamorado de Allendy a sabiendas de lo inútil de su pasión. Nunca resignado a no haber podido dominarme. Incapaz de entregarse, como André Gide, a una homosexualidad fecunda y gozosa.

Eduardo Sánchez, primo de Anaïs Nin, en París, a principios de los años treinta. Esta instantánea se encontró en uno de los originales del diario de la autora.

Charla amarga y cruel con él y con Hugh, en la cual revelo mi agotamiento completo de lástima y ternura por Eduardo. Aborrezco la «espiritualidad» de que se jacta. La aborrezco porque me hace daño.

Cree que vive porque ha avanzado desde el psicoanálisis a la astrología, cuando sé que Allendy interpreta lo mismo como una retirada y que, incluso si fuera un ascenso en su desarrollo mental, permanece en estado de racionalización.

Su fracaso personal, me doy cuenta ahora, además de su imposibilidad de amar, estriba en la corta duración de su fe. No aporta suficiente fe para conseguir el milagro. No hay milagro posible sin fe.

Sé que la conversación no le sirvió de ayuda. Simplemente sacamos a la luz una hostilidad que a los dos nos sorprende. Odia la influencia que ejerzo en su hermana Ana María, y yo detesto pensar que he desperdiciado tantos años imbuyéndole mi fe.

Si Allendy y yo juntos no podemos salvar a Eduardo, nadie podrá salvarlo.

Anoche fue mi último intento. Y no lo hice por amor, sino por el amargo resentimiento de que este debe de ser uno de los hombres que he amado, un hombre a quien nunca podré borrar de mi vida. Y eso es lo que quiero hacer: borrarlo de mi vida junto con todo mi doloroso y vacío pasado. La vida empieza hoy. España con Henry, quizá; el amor sabio de Allendy; la influencia dominante de la luna que me hace sensual e impresionable. Sabiduría y sensualidad, estas serán mis grandes alas que me salvarán en última instancia de la nebulosa y mediática influencia visionaria de Neptuno, mi ascendente planetario.

Sueño: Espero la boda de alguien. Atraigo la atención de un hombre alto, de cabello gris. Me invita a cenar. Charlas sobre su amor. Algunas mujeres imitan mi forma de vestir. Caricias maravillosas del hombre. Me despierto bañada en sudor y con el corazón palpitante.

En el horóscopo de Hugh encuentro lo que nos separa: él es fundamentalmente Mercurio o «mental», no sometido a la luna. Su gran influencia es poder; es un hombre rey, ¡la pasión es secundaria!

Me siento inflamada por lo que dice Elie Faure [en La danza sobre el fuego y el agua]: «Es la imaginación del hombre la que provoca sus aventuras, y el amor ocupa aquí el primer lugar. La moral reprueba la pasión, la curiosidad y la experiencia, los tres peldaños sangrientos que ascienden hasta la creación».

Allendy es el hombre que cristaliza, equilibra, limita: inmóvil, pura sabiduría. Henry es el hombre que conoce «la obediencia al ritmo». «El ritmo», escribe Faure, «es ese secreto acuerdo con el latido de nuestras venas, el sonido de nuestras pisadas, las exigencias periódicas de nuestros apetitos, la alternancia regular del sueño y la vigilia… La obediencia al ritmo nos eleva hasta la exaltación lírica, la cual permite que el hombre alcance la moral más alta al inundar su corazón con el sentimiento vertiginoso de que, suspendido en las tinieblas y en la confusión de la génesis eterna, está solo bajo la luz, deseando y buscando la libertad».

30 de octubre de 1932

A Henry: Tú representas todo lo que Faure atribuye al gran artista; es para describirte para lo que se han escrito estas líneas. Algunas de aquellas palabras son tus propias palabras, y por eso te inflaman, y me inflaman. Veo más claramente que nunca la razón y la riqueza de las guerras que libras, y sé por qué me he sometido a tu liderazgo… Todo esto es una explicación de ti mismo como rompedor de moldes, como revolucionario, el hombre que describes y proclamas en las primeras páginas de Trópico de Cáncer. Emplearé algunas de aquellas líneas para defender tu libro…

Lo que me gustaría es unir nuestras fuerzas para enfrentarnos a guerras mayores y dramas inmensos, trabajar juntos en ese arte que sigue al drama y domina los «elementos desencadenados», y los domina sólo para seguir adelante, para continuar, para zambullirse de nuevo, no para descansar o cristalizar… Nos necesitamos para nutrirnos mutuamente. Lo que June ha llamado tu «periodo muerto» fue tu periodo de reconstrucción mediante el pensamiento y el trabajo en medio de una efusión de sangre. El periodo fructífero que sigue a la guerra. El periodo de la explosión lírica. Y quizá, cuando hayas agotado todas las guerras, empezarás una contra mí y yo una contra ti, y luego la más terrible de todas, contra nosotros mismos, para componer el drama de nuestro último reducto, de nuestro éxtasis y nuestro amor…

A Eduardo: Contemplemos objetivamente nuestra nueva relación: hay una guerra entre nosotros. Nos odiamos cordialmente. Nos odiamos porque somos diametralmente opuestos en la emoción y la actitud. Hasta ahora habíamos cometido el error de mostrarnos tiernos el uno con el otro por nuestra necesidad de amor. No tuve fuerzas para borrarte de mi vida cuando biológicamente, planetariamente, emocionalmente, físicamente y psicoanalíticamente, tendría que haberlo hecho. Y a ti te faltó fuerza para odiarme cuando era exactamente lo mejor que podías haber hecho. Deberías aborrecer mi positivismo, mi absolutismo y mi sensualidad, del mismo modo que yo aborrezco tu pasividad, tu espiritualidad y tu negatividad. Somos más sanos y más fuertes como honrados adversarios que como amigos. Quiero que me borres de tu vida. Anoche fue mi última interferencia, y no la motivó el afecto, sino el odio: el deseo de que el hombre que he amado hubiera sido de otra manera. Eso es egoísmo, no amor. Señal de que el amor ha muerto. Ambos somos lo suficientemente fuertes para tratarnos sin la acostumbrada ternura, pues era sólo una costumbre, como el vínculo matrimonial. El significado de la ternura hace tiempo que ha muerto. La otra noche tuvimos el suficiente coraje para admitirlo. Vi odio en tus ojos cuando viste otra vez una manifestación de mi poder (Ana María), y viste mi desdén cuando mencionaste la palabra «sociedad» como un insulto deliberado a mis soberbias amistades (Oh, Señor, qué insulto tan mezquino; ¿no pudiste encontrar otro mejor?). ¿He de suponer que habrías impedido que Ana María conociera a D. H. Lawrence por ser hijo de un minero? Quizá algún día te sorprenda saber que me he casado con el hijo de un sastre porque tiene genio y entrañas.

Las personas como Eduardo, que no pueden avanzar o vivir, se convierten en grandes esterilizadores, en grandes frenos para la vida de los demás. Eduardo quiere paralizar a Ana María. Está frenético porque no puede ejercer su protección negativa, mientras yo ejerzo en cierto modo una influencia positiva.

La otra noche pude escuchar Sweet and Lovely sin estremecerme. ¡Estaba sentada en el Poisson d’Or con June! Mi impresionabilidad prolonga más tiempo de lo necesario los ecos de otros amores y, a veces, confundo sus repercusiones con el verdadero impulso, como me ocurrió con la reaparición ocasional de John Erskine* durante mi vida con Henry.

Y ahora me doy cuenta: John es el hombre con quien yo estaba en guerra (en contraste con mi entendimiento con Henry) y temo que ahora estoy en guerra con la supersabiduría de Allendy. Impide mi gran deseo de seguir adelante, de dispersarme en la pasión, de diluirme en la pérdida de mi yo; impide las aventuras que ansía mi imaginación: los peligros. Pero sé que estoy atada a él. En cada momento de equilibrio amaré a Allendy. Pero me alejaré de él, apasionadamente, para hundirme en la confusión y el caos fecundo de Henry. Sacaré inspiración de Henry, como él de June.

Soy extraordinariamente feliz. Va a salir el libro de Henry; ahora escribe sobre Lawrence y Joyce. Me pide que vaya a verlo, que me arremangue para ayudarlo y criticarlo. June es un «estorbo» —dice— y, de pronto, también se convierte en un estorbo para mí. Henry y yo y nuestro trabajo. Henry grita: «Ojalá se fuera June a Nueva York. ¡Necesito libertad!».

Quiero salir corriendo de casa para ir a la suya. Hoy es fiesta. Hugh está en casa. Tengo que esperar. Nunca se me ha hecho tan largo el día. Estoy que echo humo. Con la rapidez de una película, veo sus libros, veo su amabilidad, veo al peligroso y eruptivo Henry, me veo con él en España. Y todo se empaña, se distorsiona y magnifica por el gran demonio que nos arrebata, el demonio de la literatura. June es un personaje, es material, aventura, pero esta copulación de hombre y mujer dentro del mismo crisol de la creatividad es la nueva monstruosidad de un nuevo milagro. Afectará el curso de los planetas y alterará el ritmo del universo, y «dejará una cicatriz en el mundo».

Si Neptuno me da poderes de médium y me hace superimpresionable (¡peligro en las pasiones, sentimientos que te arrebatan, voluntad debilitada!), entonces me doy cuenta de que las influencias planetarias me afectan de manera muy clara y que estoy en perfecta sintonía con ellas. Por eso no puedo resistirme a Allendy, mentalmente más fuerte que yo; pero he preferido que me hipnotice Allendy y no June.

Si no tuviera sentimientos, sería la mujer más inteligente sobre la faz de la Tierra. Tan pronto como soy fría, mi visión se hace ácida y mordaz. Hoy he escuchado durante dos horas la charla de June, a punto de exasperarme de aburrimiento, y ni su cara ni su cuerpo me han afectado.

Y entonces me convierto en la mujer peligrosa que ella teme. Podría escribir sobre ella más destructivamente de como lo ha hecho Henry. Sobre su inteligencia —que es nula—, sobre la inflación de su ego. Despiadadamente. Frases de Henry que hieren su vanidad y provocan esta charla asfixiante, ataques irrelevantes y, de vez en cuando, aquellos relámpagos de la intuición que fueron la esperanza de Henry. Esta noche, mi mente se extiende en lo alto, por encima del cielo, y no soy un ser humano. Soy una serpiente que revela en su silbo la fatuidad y la vacuidad de June, diosa y ramera. Restituyo al vacío, a la nada, los mismos regalos que le he hecho.

A pesar de estar yo bebida, de que los ojos de June seguían siendo fogosos, de la blancura de su fuerte cuello, de sus rodillas tocando las mías, mi dureza y clarividencia fueron inmensas. Pude oír las palabras de Henry anoche: «Soy como una muralla de acero».

Cuando me encontré con Henry en el café (antes de que llegara le escribí una nota frenética sobre mi amor a su obra, preguntándole qué más podía hacer, entendiendo su humor extraño y abstracto, su nervio), su mirada era oscura y dura. Era el supremo egoísta en expansión, sólo el artista, necesitado de mi inflación, de mi ayuda. Y cómo lo entendí. No hubo sentimentalismo. Sólo su obra, devorándolo todo. Sentí escalofríos por la espalda. Y sus comentarios sobre June. June estaba completamente descartada, rechazada —como también lo estaré yo, algún día— por su inutilidad cuando él tiene una nueva necesidad. Todo el mundo está sujeto a la ley del movimiento, a la aniquilación. Y entendí esto y me complació, porque me parece que yo hago lo mismo, aunque en menor escala, y que el dolor que causo a Hugh es trágico, aunque inevitable en toda progresión vital.

June no es lo suficientemente sutil para ver que, cuando me rindo a una afirmación de Henry, soy como una serpiente que ya ha mordido. Me retiro del combate abierto a sabiendas del lento efecto del veneno. Es retirándome por caminos tortuosos como llego a la razón de Henry. No le llevo la contraria ni me irrito ni me dejo llevar por la emoción. Y él puede pensar y estar o no de acuerdo con su verdad sin que su yo se vea perturbado.

June es directa y ruidosa. Su «discusión» es una mera descarga visceral. Las consecuencias son la hostilidad y la ineficacia.

Al mismo tiempo, forja su conducta imitando la mía. Anoche, en lugar de pasar la noche fuera, regresó dócilmente para decirle a Henry que ahora lo entendía. ¿Y para qué? Para que al día siguiente pudiera hablarme de reconciliación, de victoria: «He conseguido que Henry trabaje y se sienta feliz». Con qué confianza se deja guiar por sus instintos de mujer. Aunque no llegará lejos. No se da cuenta de que Henry no la necesita más. No lo cree cuando le dice: «Márchate, regresa a Nueva York. Déjame solo».

No quiero que mi relación con June degenere en una de sus guerras favoritas. La pasión y la compasión serían lo mejor. Como enemiga no es bastante poderosa ni bastante peligrosa. Sólo temo que revele el disgusto de Henry —y el mío— por el absolutismo. Ninguno de nosotros tiene el coraje de decírselo. Ni Henry ni yo podemos herir a June. Todo cuanto quiero descubrir es: ¿Ama June a Henry?

Recordé la noche en que le dije a Henry que si un día descubría que June no lo amaba, cometería un crimen para liberarlo.

Pero las mentiras de June me impiden saberlo. Sus celos son egoístas (una cuestión de poder, su poder frente al mío). Su amor por Henry el artista es puramente egoísta (deseo de autoglorificación).

La otra noche, respiré por primera vez el brutal mundo que los rodea. June se puso muy enferma. Se despertó a mitad de la noche, temblando. Le pidó a Henry que la abrazara. Esta imagen de June me conmovió. Henry me contó: «Sabía que estaba enferma. Y lo sentí por ella, pero eso fue todo. Me sentí más fastidiado que otra cosa».

Y cuando veo a June, me pregunto por qué no se puede sentir lástima de ella. Es demasiado fuerte. Tiene sus momentos de debilidad, pero a la mañana siguiente vuelve a ser tiránica, pletórica de salud, invencible y maravillosamente segura de sí misma.

El poder de la insensibilidad entre ellos es nuevo y admirable. Me gusta estar allí y compartir el intercambio de golpes, sentir mi propio poder.

Comprendo la hostilidad de Allendy. Allendy es la civilización; Henry es la barbarie, la guerra. Allendy está más que celoso de Henry: aborrece su fuerza destructiva. No hay otros dos hombres tan opuestos. Y sé que Allendy espera que yo rompa con Henry. ¿Por qué me ama?

Esta noche vuelvo a estar trastornada. El vértigo es tan intenso que la música me hace llorar. He estado leyendo Avant et après de Gauguin. Me recuerda a Henry.

Hugh estudia serenamente astrología. Bella serenidad: inalcanzable. Le he regalado un compás. Trazo círculos para él. Me encanta maravillarme de sus conocimientos, impenetrables para mí.

En el tren, cinco pares de ojos masculinos me observan… obsesivamente.

Hay una fisura en mi visión, en mi cuerpo, en mis deseos, una fisura permanente, y la locura la empuja adentro y afuera, adentro y afuera. Los libros están sumergidos, las páginas arrugadas; cada perfección piramidal arde totalmente al impulso de la sangre.

El esfuerzo que hago para perfilar, cincelar, demarcar, separar y simplificar es una idiotez. Debo dejarme fluir multilateralmente. Por lo menos, he aprendido algo grande: a pensar, pero no demasiado, de modo que pueda dejarme ir, sin que haya levantado una barrera intelectual que se oponga a los acontecimientos que puedan venir y sin interferir con una preparación crítica en el movimiento de la vida. Pienso sólo lo suficiente para mantener vivo un estrato superior de inteligencia vigilante, igual que cuando me cepillo el cabello, me arreglo la cara, me pinto las uñas o escribo mi diario. Nada más. El resto del tiempo, trabajo, escribo, trabajo. Y me dejo llevar por el impulso. Canturreo; protesto contra los taxistas que se enfrentan a las oleadas del tráfico; escribo una nota a Henry media hora después de haberlo dejado, y atosigo a Hugh a medianoche para que vaya en coche al centro de París y entregue la nota a Fred Perlès* para Henry… ¡Una nota de amor para su trabajo!

Es este divino deslizamiento el que permite que Henry me tire sobre la cama de June y lance al aire, como un sedal de pesca, la conversación sobre Lawrence y Joyce mientras nos mecemos sobre la Tierra.

Hugh me tiene apretadamente entre sus brazos, como una gran pepita de oro, y su horizonte es celestialmente esperanzador porque le he traído un compás.

J’ai présagé des cercles. El motivo del círculo en mi novela de John. La fascinación de la astrología. El círculo marca la rotación de la Tierra, y todo lo que me importa es el supremo gozo de girar con la Tierra y morir ebria, morir mientras se gira, que no morir retirada, mirando la Tierra que gira sobre mi mesa, como uno de esos globos terráqueos de cartón que venden en los almacenes Printemps por 120 francos. No iluminado. Esos son más caros. Quiero ser la luz dentro del globo y la dinamita que explota sobre la máquina del impresor justo antes de poner el precio sobre la página. Cuando la Tierra gira, mis piernas se abren a la lava emergente y mi cerebro se congela en el Ártico —o viceversa—, pero debo girar, y mis piernas siempre se abrirán, incluso en la región del sol de medianoche, porque no espero a la noche —no puedo esperar a la noche—, no quiero perder ni un solo ritmo de su curso, ni un solo latido de su ritmo.

Sueño: Hugh y yo caminamos en la niebla nocturna. Juntos. Lo dejo. Entro en la casa y me echo en la cama. Sé que me busca, que se vuelve frenético, que corre como un loco en medio de la niebla, flotando en ella. Estoy inerte. Sé que estoy en casa. No se le ha ocurrido pensar que estoy en la cama. Yazco intocada por su desesperación. Soy al mismo tiempo la niebla. Soy la noche que envuelve a Hugh; mi cuerpo yace sobre la cama. Soy el espacio que rodea a Hugh. Corre en este espacio, y me busca.

Por la mañana. Mi amor más tierno es para Hugh, algo inalterable, que no cambia, fijo: el niño. Tiene el lugar más seguro, el más suave.

Querría darle a June todo cuanto Henry ama en mí, añadirme a ella. No puedo creer que le he arrebatado al único hombre que ha amado de verdad.

Siento una piedad abrumadora por el sufrimiento histérico y primitivo de June, por la gran confusión de su mente. Pero nunca es un sufrimiento como el mío, nunca el dolor por perder a Henry, sino el dolor por el fracaso.

Fue terrible que me diera cuenta de mi fortaleza mientras recordaba mi lealtad siempre que hablo de June a Henry.

Pobrecita June, ¡es tan vulnerable! No tengo otra cosa que darle salvo mi amor, que necesita. Invento mi amor por ella, como un regalo. La mantengo viva fingiendo mi amor, que no es sino lástima. Escucho su charla rudimentaria, busco pacientemente relámpagos de verdad, esperando que se encuentre a sí misma, que en mí encuentre fuerzas, aunque, al hacer esto, siento que soy la mayor traidora sobre la Tierra. Confía en mí y soy quien la deja sin Henry.

Al mismo tiempo, no sabe lo que hago por ella para expiar mi culpa. ¡Me niego a que Henry le cuente, le pida su libertad para casarse conmigo! Ayer, media hora antes de verme con June, estaba sentada en un café con Henry. Me dijo: «Cuando salga el libro, rompemos con todo, se acabaron los compromisos. Arreglaré las cosas con June y me caso contigo».

Me eché a reír: «No quiero casarme otra vez». Y luego: «Sería terrible privarla de su última fe en dos seres humanos».

June me ha presentado a Dick, el escritor homosexual con ojos de niño desvalido, que habla como escribe Aldous Huxley. Visitamos a Ossip Zadkine*, el escultor (un personaje del Trópico de Cáncer de Henry).

Dick y yo retrocedimos ante la perspectiva desagradable de un nuevo contacto, cada cual a su manera. Él, con su ligereza; yo, con mi silencio. Pero nos agradamos mutuamente. Estaba predispuesto en mi contra porque soy amiga de Henry y él lo aborrece.

Henry hizo un monstruo de June porque tiene una mente creadora de monstruos. Es un loco. Ha sufrido con June las torturas que él mismo se ha inventado, porque el amor que June sintió por Henry no fue en absoluto monstruoso, sino, probablemente, tan simple como el que yo siento por ella. Yo sí que adopté la creencia de Henry en la monstruosidad de June. Ahora veo el sufrimiento del ser humano que es June; y veo el fracaso de los dos en entenderse… aunque June es la más débil, porque los fantasmas de Henry la han vuelto loca. Los fantasmas de Henry no me confunden; me interesan objetivamente. Fascinan mi inteligencia y mi imaginación.

Me di cuenta del proceso de deformación cuando Henry explicó mis páginas sobre June y me revistió de grandes misterios y monstruosidades. Su imaginación es incansable y fértil; capta a un ser humano y lo deforma, lo realza, lo magnifica y lo mata. Es un demonio que anda suelto por el mundo, laberíntico, que conduce a la locura. Henry podría volver loca a la gente.

Hasta ahora no me he extraviado; he sido más fuerte que June. Sólo me vuelvo loca cuando quiero, como cuando deseo emborracharme, así que puedo trabajar. Igual que Henry se excita con el odio y la crueldad, yo me excito y me estimulo cuando me libero de la presa excesivamente estricta de la lógica implacable. Giro como una peonza para ser menos lúcida y más alucinada, para escuchar mis intuiciones.

Me seduce jugar con Henry a este peligroso juego de la deformación imaginativa. Gracias a que Allendy me ha integrado y me ha revelado mi modelo de conducta fundamental, Henry y yo somos dignos adversarios.

Despojadme de las exteriorizaciones, de la teatralidad y del masoquismo, y encontraréis la simiente, el núcleo, la artista, la mujer. Pero despojad a June de sus galas y encontraréis a una mujer bella y corriente que cree en ilusiones, sacrificios, ideales y cuentos de hadas… pero sin contenido.

Debe seguir siendo el personaje, la curiosidad, la rareza, una forma ilusoria de la personalidad.

Pero, cuando llora, siento que merece la felicidad de cualquier ser humano.

Después de todo, también mi imaginación ha jugado a su capricho con los dos, con Henry y con June. Con una diferencia: necesito por encima de todo la verdad y sucumbo a la piedad. La verdad me impide distorsionar, porque comprendo. Tan pronto como comprendí a Henry, dejé de hacer un «personaje» de él (el submundo brutal de mi segundo concepto de él, hinchado por sus libros). Mi primer concepto es verdadero siempre: mi primera descripción de Henry en el diario le sigue correspondiendo hoy, y mi primera descripción de June es más verdadera que mi composición literaria. Cuando empiezo a amar como un ser humano el juego cesa.

Para un escritor, un personaje es un ser con quien no se siente ligado por el sentimiento. El verdadero amor destruye la «literatura». Por eso, también, Henry no puede escribir sobre mí, y quizá nunca escriba sobre mí —por lo menos, hasta que nuestro amor se acabe y, entonces, yo me convierta en un «personaje», es decir, en una personalidad alejada, no fundida con él—.

Me pongo triste cuando miro la fotografía de Allendy… Estoy siempre entre dos deseos, siempre en conflicto. Pertenezco a Henry, a June y a Allendy. Hay veces que me gustaría descansar, estar en paz, elegir un refugio, un amor, para resguardarme en él… hacer una selección final. No puedo. Algunas noches, como esta, a la hora del decaimiento, me gustaría sentir la totalidad.

La característica de mi lealtad con Hugh es fácilmente definible: consiste en no causarle daño. Incluso en cuestiones relacionadas con Henry (podría obligar a Hugh a ayudar a Henry), sigo siendo leal a Hugh, tanto que ni siquiera le impido que alcance su propia masculinidad, cosa que podría hacer interfiriendo en su nueva agresividad, en su nueva codicia, cautela, celos y posesividad.

Es extraño contemplar el amor de otro por una y conservarse intacta. Los bellos sueños de Hugh sobre mí. Los escucho, pero jamás pienso en ellos cuando Henry me acaricia. Es absolutamente cierto que nunca pienso en Hugh cuando estoy con Allendy o con Henry, como tampoco pienso en Henry cuando estoy con Allendy. Una especie de separación tiene lugar en ese momento —una totalidad pasajera—, que impide cualquier duda o parálisis. Es sólo después cuando se revela la mezcla y el conflicto. No veo nada malo en acostarme con Henry en la cama de Hugh, como tampoco vería nada malo en entregarme a Allendy en la misma cama. No tengo ninguna moralidad. Sé que la gente se horroriza, pero no yo. Ninguna moralidad mientras el daño hecho no se manifieste por sí mismo. Mi moralidad no se reafirma cuando me enfrento con el dolor de un ser humano… Le devolvería Henry a June si ella me lo pidiera. Al mismo tiempo, soy consciente de la estupidez de mi capitulación, porque June puede pasar sin Henry mucho mejor que yo, y ella es dañina para Henry. Del mismo modo que sería infinitamente estúpido que, por mor de Hugh, volviera a mi vida neurótica, vacía y desasosegada de los años anteriores a mi encuentro con Henry.

Ahora experimento una continua plenitud que también me permite dar plenitud a Hugh. Deseo que Hugh pudiera creerme, entenderme, perdonarme. Ve mi contento, mi salud, mi productividad. Y estoy aún más preocupada por su felicidad que por la de cualquier otra persona.

9 de noviembre de 1932

Bar Side-Car. June está de un humor alegre y saca a relucir los aspectos débiles de Henry: su infantilismo, su incapacidad para responder inmediatamente a los acontecimientos de la vida, su deseo de ser dominado y tiranizado. Me canso de decirme a mí misma que Henry es diferente conmigo; y no tengo más remedio que recordar que yo me he quejado en voz alta de lo mismo, aunque para mí Henry es un líder, más que para June, porque yo tengo al líder-artista —el gran escritor que puede aniquilarme— y al hombre sensual.

10 de noviembre de 1932

Hugh toca la guitarra y canta. Il chante faux. ¿Debe importarme que desafine? Sabe cómo amar. Desafina, toca titubeante; sabe cómo amar. Bostezo. Acabo de encontrar el tema para tejer mi libro: Las mil y una noches de Montparnasse, cada noche unas cuantas páginas intentando apartar a June de la droga. Y le contaré todo a June, incluso mi amor por Henry, eso lo dejaré para la última noche.

Hugh ha confesado que tenía celos de mi escritura. No podía soportarla, no podía soportar mi actividad, ahora compensada con su astrología. También Eduardo. Todo lo que Eduardo sabía hacer mientras yo trabajaba desesperadamente en mi libro sobre Lawrence era quejarse de que lo tenía abandonado. Una mujer.

De esto me liberó Henry. No podía molestarlo, ¡no a él! Pero, incluso entonces, tuve que actuar con tacto. Oh, la ironía. Esta noche bailo con mi ironía, que es como el chisporroteo de una estrella fugaz.

Uno de los cuentos de las mil-y-una-noches trata de besos en los taxis, de una ciudad alarmada por un psicoanalista, de las esculturas en madera de Zadkine, del asesinato de una mujer que grita pidiendo ayuda. Y así, en mi diario, hablo de asuntos domésticos, de los menús, de la opinión de la femme de ménage (Emilia* comenta que todos los amigos de la señorita son calvos), y entrego al mundo una gardenia en papel de plata. La fantasía es para mí una forma de disfraz. El mundo me obliga a la fantasía y ni siquiera yo deseo ver el rostro recién despierto de mis actos. No son únicamente Henry y June quienes están aquí en plus beau[2].

Veo la mirada calculadora de Hugh, y debo anotar aquí que su jodienda es soberbiamente vehemente y magistral, de una calidad que satisfaría a una mujer normal, pero no soy una mujer normal. En el sexo, sobrepasa mi capacidad. Soy la única escritora que no se contenta con la literatura erótica —escribo en el mismo nivel en que vivo—, en lo cual hay una curiosa coherencia. Qué bien he sabido librarme de Eduardo, cómo lo he sacado de mi vida. Nunca antes tuve el valor de desdeñarlo. La otra noche, cuando vino a cenar, podía mirarlo con una indiferencia de acero templado, vigorosa y vivificante como un paseo por el bosque.

A medida que me vuelvo menos sensible, gano embonpoint. Nadie echa de menos mi sensibilidad. A todo el mundo le complace la buena salud, como un búcaro de flores en una habitación. Una se vuelve cínica cuando se la admira por su fácil invulnerabilidad.

Síncopa… arrastrar de pies, canturreo, síncopa. Este es el único acento ligero de este diario que ya ha cumplido dieciocho años, y cuyos acentos graves, líneas color púrpura y perfume a lágrimas saladas asombrarán al mundo como una obra maestra de la autoflagelación y el escorpionismo. Mientras corto las páginas de los libros de astrología de Hugh, me juro a mí misma que esta es una ciencia en la que nunca pondré mis manos, porque quiero que sea motivo de satisfacción exclusivo de Hugh.

June dijo ayer que estaba buscando a alguien a quien domesticar, porque Henry siempre fue dócil (siempre que conservara su prerrogativa para escribir, el derecho a difamar siempre retrospectivamente). El escritor es el duelista que nunca acude a la hora prevista, que recoge el insulto como una curiosidad más, lo pone sobre su mesa y sólo entonces lo combate, a solas. Algunos llaman a eso debilidad. Yo lo llamo aplazamiento. Lo que en un hombre es debilidad, en un artista es la gloria, su rasgo característico. Lo que vierto en las conversaciones, en mis actos, raramente lo recupero en la escritura. Lo que se retiene, lo que se guarda, es lo que luego explota en la soledad propicia. Por eso el artista es la persona más solitaria del mundo: porque vive, se esfuerza, lucha, muere y resucita a solas, siempre a solas.

Hugh dice que el arte procede de la fermentación, sin que importe a qué se refiere la fermentación. No puedo negar que lo mejor lo he escrito ahora, mientras fermento con la victoria y el poder.

Lo que he amado en la música no es su austeridad, sino esa inflación del sonido, esa amplitud de las notas hinchadas hasta lo extravagante, el desbordamiento de las proporciones, el hechizo de la resonancia y la distensión, el flujo y el efluvio, la mayólica, el ciborio, la caída desde los carámbanos a los puntos estelares, desde las cítaras a los sarcófagos, desde la cera de las abejas a las víboras.

(Paso esto inmediatamente al libro que escribo. Mi libro y mi diario se pisan constantemente. No puedo divorciarlos ni reconciliarlos. Hago el papel de traidora en ambos. Pero soy más fiel a mi diario. Pongo páginas del diario en el libro, pero nunca páginas del libro en el diario, mostrando así la fidelidad humana a la autenticidad humana del diario).

Esta noche, el jazz casi me provoca un orgasmo.

¡Partir! ¡No más pausas en medio de la plenitud de la vida, no más periodos muertos!

¡Cómo puedo quedarme esta noche en Louveciennes! Maldigo la sublimación. Me he vaciado en la escritura, pero estoy más llena de vida que nunca.

Para Hugh es un recrudecimiento del amor, un volver a empezar. La victoria sobre la mujer que necesitaba para reafirmarse la ha intentado conmigo y no con otra, tal como Allendy esperaba. Ha afirmado su agresividad sexual. También me ha inundado de su necesidad de aventura. Quiere que salgamos. Vamos al cine y después a bailar. Jugamos a que es la primera vez que nos vemos.

—Soy astrólogo —me dice.

—¿Nos veremos aquí la próxima vez?

—No aquí —contesta Hugh—. Quiero viajar contigo. ¿Vendrías a Egipto conmigo?

No puedo continuar con el juego. Necesito llorar. Su actitud me emociona y me hace daño. En el coche acaricia mi pierna como un amante caprichoso. Conduce distraído. Me ha despertado una profunda ternura… nada más. Pero alimento su ilusión y le estoy agradecida por la vida. Toda la empalagosa dulzura, el empalagoso idealismo; mientras a sus espaldas me hundo con Henry y June en una vida salvaje, áspera, odiosa y desapacible.

Henry me está probando hasta el límite. Inhumano con June y conmigo, duro y egoísta. A medida que me llegan sus páginas, flaquea mi interés intelectual. Necesito caricias. Soy una mujer. Soy tan profundamente mujer como June. No puedo soportar esta austeridad estoica de vivir. Ahora mismo me dejaría acariciar por cualquiera.

Esta noche saldré con June. Me sumiré en una atmósfera femenina —la sed constante de amor, la perpetua dependencia del hombre. Señales de amor, atenciones, llamadas telefónicas, pequeños regalos, detalles, ningún trabajo rival—. Ese amor que ahora tengo de Henry (el libro es secundario, es para mí; la astrología también es para mí una ofrenda que no quiero, aunque hago esfuerzos sobrehumanos para corresponder). Siento que la distancia entre nosotros cae como un ciborio diabólico, una distancia que roe todo cuanto nos une. Tengo miedo de mi libertad. Hugo es el hombre a quien debo la vida. Le debo cuanto de bello he tenido; su dedicación ha sido mi punto de apoyo para todo lo que hoy tengo: mi trabajo, mi salud, mi seguridad, mi felicidad, mis amigos. Ha sido mi único y verdadero dios munificente. Estoy en deuda eterna con él, por su fidelidad conmovedora y magnífica. Sólo podría liberarme si fuera cruel, duro, mezquino… pero por ahora no tengo ninguna excusa. Es el hombre más grande del mundo, el único capaz de amar y ser generoso. Il est facile pour les autres à donner. Para mí, qué fácil es darme, con mi superabundancia de ideas, inventiva, arte y emociones; pero, para él, un hombre no excesivamente dotado de arte, cuanto da lo extrae de un fondo de afecto y fidelidad profundos, de amor puro… ¡no de amor a sí mismo!

La casa de Louveciennes, en las afueras de París, donde la familia de Anaïs Nin vivió a principios de la década de 1930.

12 de noviembre de 1932

Hay una divergencia en el tiempo, una dislocación rítmica entre la sabiduría de la mente y el ímpetu de los instintos y la inevitabilidad de su cumplimiento. Estoy en paz con el hombre, con todos los hombres que me han herido con su debilidad. Mi Padre*, Eduardo, Hugo, John e incluso, hasta cierto punto, Henry (si Henry fuera fuerte, June estaría ahora en Nueva York) están más que expiados, y me han dado más amor del que me han negado. Estoy en paz conmigo misma, y mi entendimiento me dice que mis sufrimientos por el abandono de mi Padre, la homosexualidad de Eduardo y el puritanismo de John no vienen de ellos, sino de mi propia manera de ser interior, que se niega a entender las causas naturales de estas debilidades y se niega a no sufrir.

Pero, en otro plano, el instinto de odio y venganza continuará su curso hasta que se haya agotado el veneno que destila.

June y yo «déversent»[3] en el mundo el odio que sentimos por el hombre, insultamos a la sociedad, a las convenciones, a los hombres. Nos aliamos para desahogar nuestra gran desilusión no en aquellos que amamos, sino en desconocidos o en símbolos.

Ahora veo que algunas de las páginas que he escrito sobre June, sencilla y humanamente penetrantes, son artísticamente más grandes que las deformaciones de Henry, porque comprenden las heridas con más profundidad que las monstruosidades. He sido, con respecto a June y a Henry, más humana, más comprensiva, más verídica; y, quizá, al final, haya sido más artista.

June: la mandrágora, una planta euroasiática, de flores púrpuras y una raíz ramificada que recuerda a un cuerpo humano, de la que se extrae un narcótico. Se cree que la mandrágora del Génesis tenía —y tiene— propiedades mágicas.

Mientras bailábamos juntas, June me decía cuánto le gusta el nombre de la mandrágora en alemán, y que es mi nombre para ella: Alraune.

Cuando escucho el relato que hace June de la primera visita que me hizo, de su timidez, de su miedo a encontrarse con la mujer «bella y brillante» (los calificativos son de ella), y el comentario de Dick sobre mi hermosura y «rareza», siento un pánico súbito. Veo esta imagen mía en los ojos de los otros (Osborn*, Henry, June y Dick) y siento el mismo susto que ante una sombra gigantesca. Aquella misma noche, June esperaba que yo descubriera mis defectos y sólo cometí un error: una observación frívola —«Qué americana»— cuando el idealismo de June me puso enferma. Pero lo que me maravilla es cómo una persona como yo, que salía de mi gran soledad, de mi inexperiencia, de mi vida de ensueños, pudo enfrentarse a la experiencia de June y Henry sin cometer errores, con encanto, desarmando su dureza, y los amó y fue amada por ellos como una igual en poder y experiencia, mientras, día a día, iba creciendo, salvando mi gran ignorancia y mi gran inocencia a cada paso que daba. Ninguna equivocación frente a las continuas pruebas y ninguna pérdida de integridad. Adaptabilidad sin pérdida de mi yo. ¡Pero esta integridad se la debo a Allendy!

Cuando alabo a Hugh por su humanidad, me dice que no quiere ser humano —el único entre nosotros—. ¡Pues se quedaría solo! (Escrito a petición suya, porque me reí tanto cuando me lo dijo).

Obsérvese mi truco cuando leo mi diario a Hugh: Sé de antemano lo que va a venir y, o bien sustituyo todo un pasaje entero por otro que me invento sobre la marcha, o cambio el nombre, por ejemplo, digo «Hugh» en lugar de «Henry», y Hugh se siente aludido, o altero la frase mientras voy leyendo.

Mientras estudia astrología contemplo la bella severidad de la boca de Hugh y sé cuán profundamente lo amo. Es mi niño, mi hijo. Noble. Nunca quiero herirlo. Cuando estoy junto a él me gana su limpia nobleza. Se ha entregado por completo, en cuerpo y alma. Es más susceptible que todos nosotros al dolor mortal. Le he oído decir a Allendy que se mataría si me perdiera.

Debo arroparlo con confianza y amor. Debe estar protegido y defendido. Todos los demás, Henry, June y yo, tenemos un corazón egoísta. Nos damos a los demás, pero el gran ego central sabe también cómo restituirse. Hugh no sabe. No es ego, es amor, la esencia y el símbolo de un amor grande.

16 de noviembre de 1932

La otra noche, cuando estaba con June, se enfadó porque Henry ha pagado una deuda a la antigua amante de Osborn con el dinero que yo, con tantos apuros, había podido enviarle. Le ha ocurrido lo que ella llama la satisfacción de la estúpida conciencia masoquista de Henry, sacrificándola a ella, lo cual le indigna con toda razón. No hay cosa peor que el sadismo. «June tuvo que empeñar sus vestidos y fregar suelos para que yo pudiera devolverle el dinero a Osborn. ¡Esta deuda pesaba en mi conciencia!».

Yo estaba también furiosa por la monstruosidad de esta lógica: su conciencia referida a una deuda.

Si nos metemos en el aspecto moral, ¿no estaba antes su deber de proteger a la mujer que ama? No. Primero la satisfacción de una necesidad puramente egoísta, el impulso inmediato de generosidad y honradez con un dinero obtenido no importa cómo… de su mujer, no de su trabajo.

En este momento de mi vida intento ser tolerante y comprensiva hasta el límite. Me digo: a menudo he dado a Henry lo que debía haber dado a Hugh, simplemente porque en ese momento me causaba mayor placer dárselo a Henry. Con frecuencia he dado dinero a otros, dinero que he sacado del duro trabajo de Hugh y que, de haberlo guardado, habría salvado a Hugh de algunas preocupaciones. Porque era algo que yo quería. Compré el acuario en lugar de comprarle corbatas a Hugh. Porque yo tenía una necesidad.

Esta conducta se parece a la de Henry, excepto que en Henry es menos justificable, menos lógica, más egocéntrica. Y yo no he herido a Hugh, mientras que Henry deja que June o yo pasemos hambre para satisfacer cualquiera de sus deseos.

Très bien. Que Henry sacrifique a la gente a su voracidad, a su codicia y su ambición. Que sacrifique a sus inferiores. Que devore a Fred, que únicamente vale para servir, que necesita a los demás para sentirse satisfecho. Pero, a June y a mí, no.

Me asombró mi rebeldía. Al principio fue sólo mero pesar, dolor, la sensación de que Henry no podía hacerme aquello a , que lo había hecho incitado por su odio hacia June, que June no sabía comportarse con él y provocaba sus instintos de antagonismo y mezquindad. Cuando me enteré, recordé el par de medias nuevas que le regaló a Paulette*[4] y se me saltaron las lágrimas porque yo llevaba unas medias zurcidas. Me pareció que su generosidad inmediata y ostentosa era débil, superficial, no profunda; que la verdadera generosidad llega más lejos, es más desinteresada. Que Henry estaba demostrando su incapacidad para amar profundamente, que la ausencia de esa profundidad provoca en el otro una gran dureza autoprotectora, que, con la acumulación de semejante egoísmo, Henry había paralizado mi fe, que aquel mismo incidente del dinero dado a la amiga de Osborn había quebrado mi confianza, que el fantasma de su superficialidad aparecía detrás de sus gestos, de sus regalos. Recordé una de las descripciones de June: «Me hablaba y parecía un muñeco lejano, haciendo gestos raros y ridículos que no podían conmoverme».

Oh, Dios, ¿por qué me entrego a quienes son incapaces de amar? Porque es excesivo el sufrimiento que soporto en mi interior. Este es mi último llanto.

Me siento tan cansada, tan vacía; me siento tan vacía como June.

Leo las soberbias páginas de Henry y sé que están amasadas con la suave carne de June, y con la mía.

Le dice a June que el sacrificio que ha hecho la engrandece y, por lo tanto, no hay deuda. No, no hay ninguna deuda, sólo amor, del cual nada sabe Henry. Lo que he dado a Henry también me ha engrandecido —no hay ninguna deuda sólo falta de amor, ausencia de amor—.

Me retiro. Esto no es ningún matrimonio, ninguna interpenetración verdadera. Es canibalismo.

Comprendí o acepté desde el principio la sacralidad individual de las necesidades individuales. Cuando por primera vez di una gran suma de dinero a Henry y a June y se la gastaron en una noche, bebiendo, me sentí herida humanamente, pero mi comprensión estaba disciplinada. Lo di porque quise y, al mismo tiempo, les di libertad. De otra forma, no hubiera dado, habría recibido (te doy quinientos francos, pero compra comida y alquila una máquina de escribir). Había sido la objetividad divina, perfecta, inhumana. Más adelante, le di amor: haz lo que quieras, úsame. Te amo. Quiero servirte, alimentarte. Henry hizo un uso maravilloso de mi amor. Lo empleó para hacer libros. Algo bello, creativo. Me proporcionó alegría y, con el éxtasis, fuerzas para darle más amor, más alimento. Pero cuando el amor y el dinero se emplean miserablemente, mezquinamente, la ilusión, la fuerza y el éxtasis te abandonan. Sí, he perdido mi éxtasis.

Envié un telegrama a June, sólo para decirle que tiene razón en defenderse de Henry, del enemigo; sólo para decirle que creo que es una mujer mucho más grande que yo porque ha tenido más amor y más fe, y que yo, a causa de mi maldita inteligencia, veo las cosas con demasiada rapidez. Lo que ha costado años para que June se dé cuenta, yo lo he sabido enseguida, por instinto y no por propia experiencia.

Hugo es realmente el único hombre que he esculpido partiendo de su oscuro caos. A Henry también, como artista (y quizá como hombre ha estado más cerca del amor que nunca en su vida). Eduardo y John fueron mis fracasos. Sin embargo, el otro día Eduardo y yo dejamos de lado nuestro odio, considerándolo una chiquillada, y conseguimos una bella reconciliación basada en la absoluta franqueza del uno con el otro. Tan pronto como vuelve a haber comprensión, se elimina el conflicto. Dice que cuando haya recorrido mi vida de sensaciones (Henry y June) y llegue verdaderamente al reino de Neptuno —que consiste en vivir de la pasión, la intuición y el amor, en otro plano—, me convertiré en una mujer extraordinaria, poseedora de un extraño magnetismo.

Mi viaje maravilloso terminó en un mar de vómitos. Por primera vez en mi vida comprendí lo sublime de la medida que yo había escarnecido: ser capaz de permanecer al borde de la borrachera sin beber demasiado para no vomitar, beber lo suficiente para gozar de la propia borrachera. No fui yo quien vomitó. June lo hizo en mi lugar.

Empecé con la borrachera de la charla, de las ocurrencias, del duelo de palabras —la plus belle des ivresses—, en la cual no participaba June. Nos escuchaba, a Henry y a mí, intercambiando tóxicos abstractos, y se sentía perdida, así que se puso a ingerir tóxicos concretos y se zambulló de la única manera que sabe para sentir el vértigo. Yo llegaba al vértigo cuando hablaba de Gide y Lalou, cuando defendía mi lenguaje; June sólo lo alcanzaba cuando yacía inerte en el suelo, ahogada en su vómito. Mi borrachera de ideas, mi efervescencia, mi fermentación eran más afiladas cuando Henry se aturdía y el cuerpo de June se hacía visiblemente flojo y grosero, tan visiblemente que mis ojos, mis ojos ciegos, lo veían. Henry se sentía agotado y caía dormido; June se convertía en una puta y yo hacía de femme de ménage. Les di el último insulto triste de mi simpatía. Y conservé lo que hoy me queda, un gran divorcio con el mundo animal que no sabe vivir en el espacio y se arrastra por la tierra. Yo sólo me arrastraré por la tierra en busca de fuerza, pero, en los demás momentos, me alejaré de ella.

Dios mío, ¿por qué lo vi todo de pronto, por qué no dejé de verlo? Visión inexorable. Vómito en el mismo final de la vaciedad total.

Necesito mi soledad, mi paz, mi suspensión en el aire, el equilibrio que desprecio. Necesito encontrar de nuevo mi luz y mi alegría —expansión, canto, éxtasis—, un éxtasis sin vómitos, un éxtasis que sea continuo, no uno que llene mi ser de veneno que luego tengo que vomitar en el lugar donde he bailado y cantado.

El día anterior, mentí a Allendy, y fue una mentira causada por una discrepancia en el tiempo. Quiero decir que fue una mentira en el momento en que la dije, y que anoche dejó de serlo.

Fui a verlo en lugar de a Hugh, que se ha ido a Berlín. Le dije (fue tan dulce esto, mientras estaba en sus brazos) que había roto con Henry; que lo amaba, a Allendy y a su vida; que aceptaba y entendía su sabiduría; que anhelaba tener fuerzas; que me daba cuenta de lo pueril de las cosas que había perseguido. Estuvo exultante de alegría, como hombre y como psicoanalista. Surgió sin disimulo su odio por Henry, ahora que creía que podía manifestarlo. Mostró su inmensa hostilidad, su desprecio, sus celos y su ira. Dijo que si Henry me hubiera hecho algún daño (aludiéndome en sus escritos o usando mis cartas) ¡habría ido y lo hubiera azotado con un látigo!

Fue maravilloso ver al sabio en plena erupción. Agresividad, celos, desprecio. Reí complacida, un placer femenino.

Siempre dispongo del truco de desvanecerme. Me voy de Clichy, desaparezco. Llevo en mi bolso una carta de amor de Fred en la que me pide que no lo tome por una persona frívola: «Eres la única mujer que amo», y pienso en todas las mentiras que le dije acerca de la noche en casa de Lalou. Lalou dijo durante la cena: «A veces Gide se deja caer por aquí». Lo cual me hizo imaginar de inmediato una visita de Gide. Reuní todos los detalles que me contó Lalou acerca de Gide y se los expuse a Fred en la cocina de Clichy, como si realmente me hubiera encontrado con Gide. Coloreé, sin falsificarlo, un retrato de Gide que me pareció perfectamente adecuado. De nuevo una mentira profética, porque este encuentro tuvo lugar más adelante.

Entretanto, lo cierto es que, no estando Hugh, me fui a casa de los Lalou, y experimenté el frío placer de la inteligencia electrizante, y algo más. Además de la conversación, que fue un ramillete de fuegos artificiales, se estableció una corriente entre Lalou y yo. Aún vibraba sensualmente con las caricias de Allendy cuando llegué a este lugar de sencilla vida doméstica: libros, niños y un asado que madame Lalou cogía por el hueso para trincharlo. Ya que no estaba Hugh, pensamos que estaría bien que estuviera Joaquín*. Sugerí que fuéramos a buscarlo en un taxi y Lalou, que es un hombre siempre en el cráter de un volcán, aplaudió la idea porque así iría conmigo.

De modo que Lalou y yo hemos atravesado la ciudad en coche. Nuestra charla ha sido hábil, como el tejido de una tela de araña. Al regresar, ya había hilos tendidos entre Lalou y yo. Y con uno de esos hilos, su energía, su fougue, su vitalidad, ha rozado mi carne lánguida y turgente: el menor roce, el menor atisbo de tocarme, de aproximarse, era como un abrazo absoluto a punto de explotar. Lalou ha estado muy cerca de besarme y yo muy cerca de recibirlo complacida. La inteligencia ha impedido que nos precipitáramos, pero todo llegará.

Humanamente, ha sido cruel que no haya vuelto esta noche a Clichy. June me crispaba diciendo que era cansancio, falta de resistencia. Los he dejado deprimidos, en un estado de sórdido estancamiento, sabiendo que Henry pensaba que iba a acostarme con Allendy. Los dejé con la sensación desvalida de su inferioridad. Ha sido cruel. Quizá me estoy vengando; quizá no soy más que una escritora, porque, sentados a la mesa del desayuno, ya había perdido mi interés por ellos y añoraba Louveciennes y mi diario. Me vine a casa después de haber dormido sólo unas pocas horas, me fui a la cama y escribí. Almorcé, dormí como un tronco, me masturbé y reemprendí mi escritura.

¿Catarsis? Necesidad de vaciarme. Exceso de escenarios. Fastidiada sólo porque he olvidado incluir la escena de Vilmorin. Agobiada por los fragmentos, tan insistentes, de las frases. Incapaz, realmente, de seguir viviendo. Confusa. Al final, sólo he vuelto a casa para escribir, aunque mi ausencia de Clichy esta noche, lo sé, sigue siendo enigmática e insultante.

Sólo pienso en la gigantesca mansión feudal de los De Vilmorin* —laberíntica, antigua—, un universo por sí sola —la familia orgullosa, el amor incestuoso, el peculiar estilo picante entre los dos hermanos y la hermana—, un incesto nacido en intelectos armoniosos, tejido indisolublemente por la semejanza de inteligencia y brillantez. Y ella —centro de adoración, camino de la locura—, una artista tan resuelta como yo a exteriorizarse, a expresarse.

Me dejo llevar hasta Clichy, y Henry y June se emborrachan porque ahora saben que escapo de ellos. Saben que, aunque soy libre de quedarme, llegará un momento en que, por voluntad propia, subiré al tren. Los abandono. Ambos se me aferran, suplican, hacen reproches… Estoy lista para enfrentarme con su odio, su rabia y su condena (nunca soportaré que me condenen); deben venir a donde estoy, a Louveciennes, a vivir mi vida. No quiero los suyos —sus éxtasis—, los míos son como la axinita[5], cuyo cristal presenta un borde tan afilado como el de un hacha.

June acierta cuando se considera un personaje puro de Dostoyevski —Stavrogin, causante de males y crímenes, y que raramente es dueño de sus actos— y acierta cuando piensa que Henry, con toda su laboriosa dedicación, no ha sabido comprenderla.

Los esfuerzos de June para explicarse, para aclararse, fracasan porque es un ser inconsciente y, hasta ahora, incapaz de analizar o sintetizar. Anoche ocurrió un milagro. Por alguna extraña influencia de mi mente en la de ella, habló durante cinco horas, con entera lucidez y sintetizando, y todo su modelo de vida salió a la superficie. Entiendo el recelo de Henry por la mentalidad de June a causa de sus eclipses emocionales. Yo misma los he observado. Henry sabe que, en ocasiones, he podido traducir, que poseo flexibilidad lingüística para hablar un idioma con él y otro con June. Toda la autoconfesión surgió de una conversación con Henry, en la cual June reconoció mi agudeza con respecto a Henry, el mayor alcance de mi comprensión. Analicé la falta de conocimiento que tiene de sí mismo (además de su falta de comprensión del mundo). Utilicé uno de los temas fundamentales de Allendy con una claridad, énfasis e incluso perfección de lenguaje, que yo misma me quedé sorprendida. Henry dijo: «Ahora me estás diciendo algo». June sabía que le estaba diciendo todo. Aplaudió, enardecida de entusiasmo. Sufrí mucho cuando Allendy le dijo a Hugh —de una manera más efectiva— todo lo que yo, torpemente, le había dicho, despertando en él comprensiones que, en mi ignorancia, me había esforzado por despertar, viendo que Allendy clarificaba todo aquello que yo había tratado de hacer ver a Hugo desde mi torpeza: su dedicación exagerada al banco, el manejo masoquista del dinero propio, su temor femenino a los matones, su sumisión y coquetería con los hombres, la forzada dureza con su departamento, su vaguedad, su falta de apego por la vida mental y espiritual, su desentendimiento de mi trabajo. De modo que, en este momento, cuando hacía de Allendy con Henry —es decir, era más clara, más fuerte, más sabia y más efectiva—, me volví varias veces para mirar a June y comprobé su alegría porque se daba cuenta de que yo estaba repitiendo casi todo lo que ella había querido decir. Henry estaba tocado, afectado, porque apunté a su ego, a la sobreafirmación de sí mismo en sus libros, a su falta de criterio, que hace que viva siempre guiado por su reacción contra la actitud de otra persona, nunca guiado por una profunda convicción propia. Y vive negativamente, dije, y siempre se supervalora o se desprecia. Y dije más: el autoconocimiento está en la raíz del entendimiento y la sabiduría. Ataqué todo: su dependencia de la crítica y la opinión de los demás (observada conmigo); su necesidad de estar rodeado de grandes inteligencias (para medirse siempre no desde dentro sino frente a algo); su necesidad de mucha experiencia, mucho estímulo, muchas conversaciones, para eludir el combate con el significado (Keyserling, Proust).

Luego June y yo nos quedamos solas. Me dijo que había estado maravillosa, espléndida, que era la primera vez que alguien le hablaba a Henry acertadamente, sin ponerlo demasiado alto ni demasiado bajo. También conseguí cosas maravillosas de ella, todos los fragmentos de nuestras conversaciones y nuestros cortos encuentros fundidos en un monólogo que siempre había soñado que June alcanzara, una June que ya no habló histéricamente o meramente desbordada, sino tranquila, flexible, consciente, clara y sabiamente.

Curiosamente, sentada en la cama de Henry, escuchando reiterativamente lo que June era, en qué se había convertido, todo el daño que Henry le había hecho y aquella especie de testamento que me hacía, lo que me desconcertó fue que me dijera lo que tenía y lo que no tenía que hacer por Henry. Abdicaba, ¿por qué? Una rendición sin causa aparente. Pero todo esto se basaba en el conocimiento de un Henry muerto.

Mezcló observaciones pérfidas con otras generosas —siempre esforzándose en destruir al hombre y al artista, tanto para mí como para ella—. Es su deseo de protegerme lo que le hace decir: «Esta noche te has mostrado más fuerte que Henry. No dejes que destruya tu alma y tu obra. Recuerda que tu obra está en primer lugar». ¿Es un pacto entre mujeres o envidia de mi fe? ¿O ambas cosas? ¿Por qué, mientras mi intelecto desconfía de las distorsiones de su mente, mis sentimientos creen en sus sentimientos? Me parece que June y yo, durante esta noche de la que nunca podré escribir todo, hemos intercambiado la comprensión más generosa que tenemos de la otra. Me pareció que lo que June había conseguido era la eliminación de la envidia primitiva, que la suprema prueba de su comprensión sería permitir que Henry me amara y yo lo amara.

Cuando, tensas, haciendo una pausa, reflexionamos, ya amanecía. June se metió vestida en la cama. Empezó a besarme, diciendo: «Qué pequeña eres, qué pequeña eres. Quisiera ser como tú. ¿Por qué soy tan torpe, tan desgarbada? Podría partirte en dos». Nos besamos apasionadamente. Adapté mi cuerpo a cada curva de su cuerpo, como si me fundiera con ella. Gimió. Su abrazo me rodeó con una multitud de brazos; el mío fue una rendición embriagadora. Me perdí. Perdí la conciencia en este lecho de carne. Nuestras piernas estaban desnudas y entrelazadas. Rodamos y nos empujamos unidas. Yo, debajo de June, y June, debajo de mí. Me llovieron sus besos de mariposa y los míos la mordieron.

June Miller.

—En este momento eres bella —me dijo.

—Déjame ver tu cuerpo, déjame besar tu cuerpo —le pedí.

Vagamente, sentí que todo se detenía. June dijo la frase equivocada.

—Todavía no, no es suficientemente bello… las mujeres son tan criticonas.

Me quedé aturdida. «Las mujeres son tan criticonas…», en este momento, ¿por qué esta observación tan consciente cuando estamos tan voluptuosamente entregadas la una a la otra? Conciencia. Me desperté.

Y pedí excusas.

—He perdido la cabeza. Estaba borracha, June.

June me miró.

—No te preocupes; me hubiera gustado ser yo la borracha. Es maravilloso… perder la cabeza —parecía triste, apesadumbrada—. Me hubiera gustado que nos hubiéramos emborrachado antes. Soy torpe, Anaïs, asustadiza —se echó sobre mí—. Además, quiero tenerte para mí sola. No quiero compartirte. Vámonos juntas, donde haya mucha nieve, ¿quieres…?

Su voz se hizo arrastrada. Y me besó violentamente, pero yo ya estaba tranquila, calmada, alerta. Se tranquilizó ella también y me acarició los cabellos.

—Debería estrangularte.

Yo estaba completamente sometida, inocente, de una manera que creí que ella no compartía. Sentí dos corrientes en ella, una ausencia parcial del momento en medio de su conciencia. Algún pensamiento la turbaba.

Mientras desayunábamos juntas, June admitió su eterna inseguridad, cuya falta en mí envidiaba. Admitió que era consciente de cada palabra que pronunció la noche de su borrachera, de cada palabra pronunciada en su fantasía o exaltación. Siempre. Volvimos a la habitación, nos echamos en la cama y empezó a sacarme confidencias. ¿Amaba yo a Allendy? Al instante me puse en guardia. Cuando me di cuenta de que su instinto le hacía ver que no amaba a Allendy del todo, decidí lanzarme a una verdad a medias, porque sabía que mi voz, mi tono y la expresión de mi cara serían así más convincentes. Describí la clase de amor que sentía por Henry, pero deformando completamente todos los hechos referidos a Henry. Para guiarme, me referí a John, un escritor que vivía en Nueva York y era muy conocido. Esa era la razón, confesé, por la que había querido irme a Nueva York con June. Los hechos eran falsos, pero sabía que si pensaba en Henry, mi cara, mi voz y mis ojos mostrarían suficiente pasión y veracidad para convencer a June, en contraste con la falta de pasión que había mostrado cuando hablé de Allendy, porque cuando digo que amo a Allendy es casi igual que cuando digo que amo a Hugo. Es como la aceptación de una necesidad ideal, no el desbordamiento de un claro instinto. Y June podía distinguir demasiado bien. June guardó silencio. Para darle la mayor naturalidad a mi confesión, le pedí consejo: ¿Debía renunciar a todo por este amor, como ella había hecho por Henry? Le dije que a menudo comparaba mi amor con el de ella por Henry, que quería imitarla corriendo los mayores riesgos por mi única y mayor fe. Como me atenía a la imagen de Henry y lo que decía era sólo una pantalla, podía hablar, preguntar y pedir consejos con naturalidad, para que June hiciera el papel de árbitro.

Al salir, me acompañó hasta la escalera y nos volvimos a besar. Olvidé su brazalete.

Cuando Henry se despertó tarde aquella mañana, June le dijo: «Lo sé todo. Sé que amas a Anaïs y que Anaïs te ama. Pero ¿por qué hiciste esa comedia conmigo?». Henry lo negó una y otra vez.

June se fue de Clichy aquel mismo día. Henry se vino corriendo a Louveciennes. Yo dormía y la casa estaba a oscuras. Creyó que yo había salido. Tuvo toda la tarde para decidir a solas si iba en busca de June. Se fue a dormir. Se ha pasado aquí un día y dos noches. Extrañas horas. Dos veces lloró recordando el pasado, pero fuimos felices estando juntos. Nos hundimos en el trabajo, dos brillantes conversaciones sobre su obra, Spengler y el psicoanálisis. A la mañana siguiente, se despertó cantando. Sentimos de nuevo aquel instante del matrimonio que convierte la separación en una experiencia penosa. El regreso de Hugo rompió un clímax delirante de diálogo y fusión.

June dijo que «había provocado el acto de lesbianismo» simplemente para descubrir lo que quería, pero que la puse enferma con mis mentiras. Yo dije que intenté «provocar el acto de lesbianismo» para saber si June amaba a Henry. Pero si nuestro amor por Henry había sido el propósito final de todas nuestras conversaciones, nuestros sentimientos hacia la otra evitaron un duelo que, en otras dos mujeres, podría haber acabado en muerte. No nos matamos, ni individualmente ni en Henry. Ni June ni yo luchamos para borrar a la otra del ser de Henry. June poseía ocho años de experiencia de Henry y yo poseía al Henry que trabaja apoyándose en la experiencia. Reconocimos la necesidad histórica de la otra, aceptando el destino.

Lo que ahora me pregunto es quién de las dos ha puesto el máximo o el mínimo de sentimiento en su papel. En un momento de aquella noche, June pareció envidiar mi plenitud y estar enfadada por su conciencia despierta, pero en otros momentos (cuando lloraba mientras caminábamos sobre las hojas muertas) era ella quien estaba conmovida y yo la consciente y sin emociones. Tenemos ambas los momentos fríos de Henry, cuando probablemente él siente más afecto por su trabajo que por June o por mí. Yo tuve los míos cuando arrojé las violetas de June y cuando besaba a Allendy para romper el yugo de la importancia primaria de Henry sobre mí, un esfuerzo de desafío e independencia de alguna manera paralelo al de los dos años de June con su amante en Nueva York.

Relatividad. Henry ve la escena de mi charla con él en presencia de June como el esfuerzo final, aunque inconsciente e instintivo, para acabar con la situación, para librarme de June, para definir y revelar mi victoria. Dice que mostré la alegría y la energía irreprimibles de quien es consciente de su victoria y que June debió de verlo claramente. Sin necesidad de aquella escena, ya había demostrado mi comprensión de Henry, mi devoción por él, mis consejos para interferir en su vida, desplazando simultáneamente a June en un plano de «influencia», una demostración que debió de influir en que ella se diera cuenta poco a poco del lazo existente entre Henry y yo, a pesar de nuestro pacto, de nuestra admiración (entre June y yo), de mi preocupación por ella, de nuestras confidencias. Y, a pesar de la confianza de June en ambos, en Henry y en mí, su intuición se hizo más clara y definida y cristalizó aquella mañana. Si hubo algún sentimiento que me hiciera creer que June iba a renunciar absolutamente a Henry en lugar de luchar por conservarlo, es algo que nunca sabré. O si en todo esto nuestros sentimientos recíprocos eran meramente una extensión de nuestro tremendo amor por Henry. Amo a June porque ha sido una parte de Henry. NO. Nos amamos como dos mujeres que saben reconocer el valor de la otra. Hay semejanzas entre nosotras.

La honda alegría que sentí por tener a Henry para mí sola no fue en realidad una alegría de victoria, porque vi en Henry la evolución que me lo había traído, sus nuevas necesidades. Pero June, June no se da cuenta de la impersonalidad de esto. June no se sitúa por encima de esto. Temo que se considere ofendida, engañada. Cree que mi amor por ella ha sido sólo una comedia traicionera, que me he ganado a Henry con mi inteligencia y no con mi amor. Lo que me hiere es su rechazo de este sino. Cuando Henry vino el otro día, encontró mi carta de amor a June mezclada con los regalos que le hice: anillo, pendientes y brazalete; detrás había escrito June: «Por favor, divórciate inmediatamente». Y la última mañana, le había dicho a Henry: «No me dejé engañar por la carta de Anaïs». Y «provoqué un acto de lesbianismo».

Cuando Henry y yo acostumbrábamos a imaginar lo que sucedería cuando regresara June, nunca imaginamos esto.

Me gustaría que June supiera.

Pero el deseo de June de ver como derrota, como ofensa, un acontecimiento tan radicalmente inevitable y tan profundamente enraizado es como el deseo de Henry de imaginarse una June infinitamente cruel: masoquismo, el latente deseo de sufrir, de ser humillado; la obsesión por la herida que uno teme más, que en June es la crueldad y el abandono. Este miedo, hondo y terrible, se materializa ahora en su deseo. Ha conseguido probablemente la mayor de sus autolaceraciones, mientras que yo consigo la mayor victoria sobre el temor a mí misma. Ahora estoy más allá de ese miedo, preocupada por ella, deseosa de ella, cuyos tormentos son como fantasmas míos. Mi pequeña June, no te lo creas; imaginas odio y crueldad donde sólo hay destino. Te castigas a ti misma, te castigas a ti misma por haber amado también a tu padre. Te castigas a ti misma cuando destruyes el amor que más necesitas.

26 de noviembre de 1932

Henry, amor mío, amor mío, Henry, me he esforzado y luchado para ser digna de ti, para ser mujer, para ser fuerte, para no tener miedo. Henry, mi amor, mi amor, merezco la honda alegría que siento esta noche. Te he amado contra el miedo y sin esperar alegría; me he arriesgado a la mayor herida, a la rivalidad más peligrosa. No fue por valor, sino por amor, amor. Te amé tanto que arriesgué perderte. No miré al mañana —no tenía fe en la victoria—, ningún deseo de victoria, a pesar de la desgarradora necesidad de ella. ¡Pedía tan poco y he dado demasiado!

Hablo con Henry de todo esto y le sugiero que escribamos una carta a June, pero dice que esto es precisamente lo que ella no entenderá, y ahora me doy cuenta de que si lo entendiera un solo instante, no lo relacionaría con su vida durante más de un minuto. No hay ninguna clase de conexión entre su modo de ver las cosas y su vida. Si la hubiera, no me habría repudiado como a una embaucadora.

Juntos, vemos ahora el contraste: June y su gran vitalidad física, poco absorbente, de modo que la tragedia no la mata; y yo, toda vitalidad mental, de modo que puedo mantener una respuesta a la actividad creativa de Henry.

Lo curioso es la muerte de la vitalidad sexual de June. Henry me revela un descubrimiento sorprendente: su creencia en que June simulaba estar excitada, como una puta. A la vez, era ella quien lo buscaba, probablemente como prueba de amor, o esperando probarse que aún estaba viva.

Esto corrobora las propias palabras de June: «Estoy sexualmente muerta». Pero no es Henry, como ella dice, quien la ha matado. ¿Fue ella siempre verdaderamente frígida (como sospecha Allendy) o se mató por exceso o masturbación? Es curioso que la idea del onanismo de June me venga de pronto a la cabeza.

Lo maléfico de June aparece ahora con claridad: «Si estoy sexualmente muerta, debo matar también la sexualidad de Henry. Voy a hacer que crea que está perdiendo su virilidad (¡el golpe mortal!)». Afortunadamente, la virilidad de Henry vive vigorosamente conmigo. ¡Y él lo sabe!

Otro acto maléfico: June le da a Henry mi carta de amor, pensando que con ella destruirá la fe de Henry en mí, pero ignora que Henry me conoce demasiado bien, sabe lo que motivó esa carta, y sabe también que esa carta era una prueba de mi amor protector hacia June y que ella debió de agradecerla y creer en ella.

Entretanto, junto con el desenredo de la perversión de June, nuestra vida sigue su curso. Cuando llego a Clichy, Henry está trabajando en una síntesis magnífica, Forma y lenguaje, y leo las páginas a medida que las saca de la máquina de escribir. Hablamos incansablemente de su trabajo, siempre de la misma manera, Henry, fluido, efusivo, desbordante, disperso, y yo, tejiendo tenazmente. Termina por reírse de mi tenacidad.

Henry no entiende la intensidad con que, siendo una niña de once años, lamenté la brillante vida que había perdido con la marcha de mi Padre. ¿Cómo pude darme cuenta del valor de esta vida? ¿Cómo pude aferrarme a ella tan obstinadamente (páginas de añoranza y pesadumbre en los primeros diarios)?

La conciencia de un niño se basa en la intuición, no en los hechos; nunca vi a mi Padre vivir y conversar intelectualmente, brillantemente, ni nunca escuché las vigorosas blasfemias y obscenidades de las que Madre* se quejaría después; pero era suficiente captar un atisbo del rostro de Padre cuando pasaba a mi lado para salir de casa o dirigirse a la sala, aquella cara despierta, alerta y vital; era suficiente con oler el aroma de los libros que cubrían la pared, haber oído de lejos los ecos de las charlas animadas y de la música, suficiente para crear una atmósfera que, a partir de entonces, he soñado y deseado recuperar, una atmósfera de rigurosidad, de sustancialidad (mental, intelectual y artística), perdida con mi madre y mi hermano en la espiritualmente árida escena americana, perdida en mi matrimonio en tono menor, buscada en mi combate con John (la voz exterior y la apariencia de plenitud), encontrada con Henry, en Clichy.

El incesto estaba allí, acentuado por la convergencia del intelecto, del arte; y una vez los «profundos tesoros de la reflexión» (páginas sobre June) absorbieron todo esto, la hondura de la impresión creó esa perdurabilidad, de la misma manera que soy incapaz de desprenderme de la breve relación entre June y yo (llena de perdurables significados para mí y sólo de una efímera impresión sensual para ella). Su devolución de mis regalos fue como rechazar un abrigo, con una mordacidad en el gesto que corresponde a la impresionabilidad, no al espacio o a la hondura que inevitablemente se relacionan con la raíz. La necesidad que no se entierra en el suelo desaparece, no echa raíces. Por eso June está desarraigada, es puro movimiento, no penetración; y es por eso por lo que el todo no se eleva como un edificio con cimientos profundos, sino que arde como un fuego de artificio, y lo que cae al suelo son cenizas, las cenizas de su ser sexual, de sus emociones, de sus amores.

El estado diario y continuo de respuesta a la vida de Henry —su actividad sexual—, que una vez creí que fuera negativo para la creatividad, ahora creo que es un rasgo que lo diferencia de Proust, Joyce y Lawrence, si es que puede ponerse al día consigo mismo y completa tanto el recuerdo del pasado (June) como la continuidad del presente, como hago yo en menor escala en mi diario.

Es echada en el sofá con Henry, escuchando los acordes de la guitarra, cuando experimento emocionalmente la sensación de que mi amor por Hugh ha terminado, y no por el cúmulo de meditaciones sobre sus cartas amarillentas o por su arrugada manga de la chaqueta. Es al cocinar en Clichy cuando me doy cuenta del significado de mi infancia, y no cuando leo el prefacio de Freud al diario de una jovencita. Esta abdicación de la vida, exigida al artista, debe lograrse sólo relativamente. Casi todos los artistas se han retirado demasiado absolutamente; se vuelven herrumbrosos, inflexibles al fluir de las corrientes (como Allendy que nunca, al contrario que Henry, se deja lavar de arriba abajo).

27 de noviembre de 1932

Anoche, Henry y yo nos casamos. Quiero decir con ello una ceremonia particular que une a dos personas hasta que se divorcian. He permitido que lea casi todo mi diario (incluso la mitad referida a los besos, etc., de June). Fue un terremoto para los dos. Mostró la más amable y afectuosa tolerancia, me exoneró de todo, pero condenó a June. Está seguro de que June me engañó. Que aunque fuera verdad que se excitaba sexualmente (sentía su humedad en mis piernas), se atenía por entero a su papel: averiguar algo de la traición de Henry.

Henry se enfureció pensando en el sufrimiento inútil que había soportado y al ver que la verdad (aunque siga siendo un misterio) era un profundo alivio para sus años de ceguera. Horrorizado, vio claramente que toda la experiencia que June le había proporcionado no se la había dado realmente, en sentido estricto, porque con las mentiras de ella lo había estafado en su conocimiento. Henry estaba aturdido, desesperado, bafoué, cocu, en un laberinto de deformaciones, perdido como hombre y como artista; y ayer, una mujer se le entregó lealmente por primera vez. Eso era el matrimonio. Un hombre que da a una mujer su fuerza y su visión, y una mujer que da a un hombre su fuerza y su visión.

En aquel momento, Henry me conmovió tan profundamente, me llegó tan a lo hondo de mi ser, que todas mis entregas anteriores me parecieron mezquinas; y esa noche, en sus brazos, casi lloro por aquella absoluta aniquilación de mí misma, esta absoluta disolución de mí dentro de él.

Tan preocupada por amarlo, no advertí su escasa respuesta. Más tarde, se me ocurrió pensar en su tranquilidad, pero no porque dudara de su amor —simplemente porque comprobaba serena y tristemente que era tardo en su expresión inmediata (instintivamente doy por sentado que me ama), que había agotado en June la riqueza del amor fogoso, que el pasado, amargo, odioso, monstruoso, todavía lo ocupaba con mayor vehemencia que su vida presente (la explosión de amargura por la actitud de June era más poderosa que sus celos de Allendy)—. Fui tan lejos en mi extraño talante desinteresado que llegué a pensar en lo buena que podía ser esta explosión de rencor para renovar su interés por su novela ¡y como acicate para escribir sobre este pasado!

Fue una sorpresa volver con Henry para encontrarlo preocupado por la desproporción en las emociones de la pasada noche, y yo tratando de tranquilizarlo. Sí, conocía su lentitud, conocía su falta de expresividad, y sabía que estaba aturdido por las revelaciones de mi diario (que termina por despejar todas sus dudas acerca de June). Pero cuando dice que me encuentra tan maravillosa para conversar que casi se olvida de follarme, siento con resignación una extraña punzada —la aceptación de que mi mente eclipsa a la mujer y sitúa la pasión en segundo término—. Inmediatamente, los aspectos del amor más profundo de Henry —preocupación, protección, adoración— siguen a este aserto, y me inclino ante la fatalidad. Tengo lágrimas en los ojos.

Joaquín Nin, padre de Anaïs Nin, aproximadamente en 1908, pocos años antes de abandonar a su esposa, a Anaïs y a los hijos pequeños.

Henry habla de la profunda serenidad que siente conmigo y que tanto anhelaba y necesitaba. Le digo que todas las mujeres son fundamentalmente putas y quieren ser tratadas como tales. «¡También puedes meter un poco de adoración!».

Esto le hace reír. Antes me había dicho: «Eres una gran mujer y temo que tendré que adorarte».

Ninguna derrota. Ningún dolor suicida. Únicamente la tristeza de saber, entender y aceptar. Les feux d’artifice ne sont pas pour moi, por más que, como una niña, me fascina todo lo que brilla. ¡A June se le ha dado todo lo que brilla y a mí el alma de los hombres, y ambas nos sentimos defraudadas!

Pero ahora soy tan vieja que, en lugar de rebeldía, hay en mí una especie de resignación irónica, seria e impersonal. Vuelvo a reír: «No voy a hacerte una escena de June y obligarte a que me contestes, ¿me amas?, ¿cuánto me amas?, y sacarte o exprimirte una de tus afirmaciones y demostraciones extravagantes. Todavía no te pido nada. Tengo lo que quiero».

Bromas. Y pocos minutos después, Henry se siente molesto porque está preocupado por mí, por mi vida y por mi relación con Hugh, por mi prisión. Paseamos juntos y estamos de un humor sombrío, y dice que somos un par de niños abandonados, que aborrece la idea de entregarme esta noche a Hugh. Hay algo trágico y de derrota en nosotros dos ante las curiosas injusticias y dislocaciones de la vida. Todo este acopio de amor, entregado a la cara y al cuerpo de June, cuando debieron entregarse a la cara y al cuerpo de mis sentimientos, de mi mente, de mi amor, de mi ser. Pero no es un nuevo amor lo que echa raíces en Henry por estas cosas mías, ¿por qué buscar la repetición, la semejanza y no una nueva experiencia?

(¿Qué diría Allendy si escuchara esto?).

Siempre debe haber uno que da y otro que recibe. June recibió de Henry y dio a Jean; Henry recibe de mí; yo recibo de Hugh y doy a Henry… L’important est d’aimer, d’aimer grandement, profondément, souvent, de se donner… La contestación, la respuesta, es únicamente la alegría humana —la desproporción es sólo la prueba divina de la veracidad del amor de uno… donner sans compter et sans mesurer—. Henry me enseñó a amar. ¡Dios, pero qué mujer tan afortunada soy!

Y Allendy. Yo recibo de Allendy. Y Eduardo recibió de mí. La reciprocidad es el equilibrio: el equilibrio es inhumano. El reconocimiento de las discrepancias, de las paradojas y de las injusticias es lo que me envejece. Envejecí tanto anoche que hoy estoy cansada. Me siento débil y rota. Cuando dejo de correr y de desangrarme, me siento en la montaña de mis diarios, otro desbordamiento del mismo amor maldito.

¿Qué me ha hecho June para que ahora la odie? Es una de las que exigen en voz tan alta que todo el mundo ensordece y se ciega. En lugar de eso, escribo silenciosamente —¡quizá otra manera de exigir!—. El mundo entero llorará y me amará cuando vea que mis olímpicas renuncias de amor me han servido para ocultar un gran fracaso humano.

¡Siempre la seriedad excesiva! El menor pretexto para hundirme en la tragedia. Pero sé por qué. El pretexto es inconsecuente, pero el ansia de tragedia es una necesidad profunda. Es el descenso a las minas de carbón, la exploración. Me dejo ahogar meramente para alcanzar la Atlántida. Vieja costumbre. Mi plomada. Mi bola y cadena. Mi brújula. Mi barómetro.

Me da risa.

Henry está asustado por haberse liberado de June, de una vida sin su dolor acostumbrado. No termina de creérselo.

Ahora me río de mi miedo al análisis. La posesión de conocimientos mata en la mayoría de la gente el sentido de lo maravilloso, pero tal sentido de lo maravilloso y lo misterioso es como el temor del salvaje al fuego, hasta que descubre sus principios y el modo de dominarlo. Estoy convencida de que, después de saber todo lo que hay que saber, sigue habiendo misterios y maravillas de un orden más profundo. Por ejemplo: la idea monstruosa de Henry sobre el lesbianismo de June. Déroute de l’imagination. Lo físico y limitado, cualidad de lo que él imaginaba; la chupada y los gestos, como los de follar. Descubre al leer mi diario que sin la chupada y los gestos existe en él un mundo suspendido de sensaciones que no acaban de culminar, que es más misterioso y profundo que el que suponía que existía entre June y Jean, y entre June y yo.

Por la noche. Hablamos. Me doy cuenta de que Henry está perdido en un laberinto de ideas, de que se siente inseguro y ha terminado por paralizarse, exactamente igual que yo cuando pensaba demasiado. Veo que mi instinto es acertado, verdadero, y que ahora me toca a mí restaurar el movimiento y la vida. Así que me echo a reír y seguimos sin parar explicándolo todo.

Henry dice algo que revela su sensibilidad: cree que imagino que ha existido una conexión sexual tan poderosa entre él y June que yo no puedo darme cuenta de que, en un sentido, era incluso más fuerte (o más continuada, como la calificó una vez durante nuestra semana de verano) que conmigo. Dice que nunca había conocido a una mujer cuya conversación durante horas le complaciera tanto, que temía que yo tomara esto como un insulto a la mujer y que era consciente de esto. Qué intuitivo ha sido Henry al percibir mi miedo más oculto, un miedo, sin embargo, que ya había desaparecido. Me sorprendió ver a Henry pensativo e inseguro. Rechacé sus caricias, pero vio que estaba dispuesta a la risa.

Lo que me sorprende es esto: Según Allendy, el miedo de una persona crea en la otra un cierto psiquismo equivalente. Sin embargo, estoy plenamente convencida de que he sido absolutamente natural, es decir, que he gozado con nuestras charlas y no me he sentido ignorada como mujer. De hecho, he salido de ellas completamente satisfecha. Pero quizá Henry es consciente de mi susceptibilidad básica —de modo general— a ser apreciada más por mi inteligencia y talento y como artista, que como animal. Pero todo esto es algo ya pasado, una vieja historia. Y el último eco de una duda.

Cuánta lucha para renacer y no tropezar de nuevo con el mismo obstáculo.

La victoria siempre es triste. Siempre revela la deformidad de la imaginación, que crea un fantasma con el perverso propósito de atemorizarse. Una vez destruido el fantasma, lo que queda es un montón de cartones, unas plumas de pollo, colle fer, calabazas agrietadas, sábanas y cadenas.

Más páginas añadidas al diario, pero páginas como los pasos que un preso da arriba y abajo en los dos metros de espacio que le han concedido.

Creo que Henry es quien busca ahora lo que más teme —la crueldad, el abandono, mi engaño—. En el momento en que me ve más entregada, siente el afán diabólico de crear un distanciamiento. Creo que estoy bien y que hago todos los actos normales del amor confiado, rechazo las dudas y me niego a creer que Henry desea que yo actúe como June. Pero cuánto riesgo hay en su ambivalencia. ¡Y sobre todo porque mi propia fe es nueva y delicada!

Sueño: Soy Henry. Toco mis ojos y siento su pequeñez, el tacto exacto de ellos (tal como los he sentido cuando los he besado). Sigo los perfiles del rostro de Henry con mis manos —los rasgos de gnomo e incluso la edad—. Soy Henry, y sé que alguien, como en una travesura, quiere arrojarme al mar. Ya me habían tirado antes. Yo digo: «Oye, no me empujes. Estoy cansada. Quizá no vuelva a salir la próxima vez». Y siento una terrible tristeza.

Asociación: La inmensa lástima que el otro día sentí al ver tanto cansancio en Henry, que me desarmó. El violento deseo de tenerlo ayer aquí, para protegerlo y amarlo. El darme cuenta de que vuelvo a ser demasiado posesiva, que, tan pronto como me dejo ir, quiero vivir muy cerca de Henry, envolverlo, servirle. Miedo a esto. Identificación total con Henry. Es parte de mi propio ser. Sufro porque sufre.

Sueño: Estoy en un gran hospital. A Joaquín lo están operando. Quiero ver al doctor. Llego a la puerta por una ruta aérea, como un funicular suspendido en una montaña (es la segunda vez que sueño con ascensores colgados de cables). Me dicen que el doctor sólo puede verme a las siete y que incluso a las siete hay mucha gente que espera delante de mí. Estoy profundamente disgustada. Veo una lista de médicos. Veo los nombres, pero no puedo recordarlos. Veo un nombre que empieza por H y dos enes. Digo: «No, este es demasiado caro». Encuentro chinches en la cama. La clínica es como el hotel en la costa de Mallorca.

Asociación: Ninguna, excepto que haya temido la pérdida de Allendy, que se pondrá furioso cuando sepa que amo a Henry.

Escribo mientras me visto, me baño, etc., y al mismo tiempo estoy leyendo Le problème de la destinée de Allendy, un libro estupendo.

La última palabra sobre Hugh: Es el hombre que lo entiende todo, pero pasivamente. Henry es esencialmente activo. Hay una diferencia entre entendimiento y respuesta. Busco la respuesta y la resistencia. Los ataques de Henry al psicoanálisis me dan más fuerza para defenderlo, y esta noche, gracias a Henry, empiezo mi libro sobre el artista y el psicoanálisis. Quiero ser la psicoanalista de los artistas.

Anoche, gracias a L. V., el esquema de mi libro lírico ha cristalizado. Muerte. Desintegración. Perversión. Las profecías de Spengler desenmarañadas: lesbianismo, June (temas secundarios en relación con las mentiras, el aborto, el primitivismo y el psiquismo de June), incesto (el de los De Vilmorin), Eduardo, la homosexualidad y la parálisis, mi muerte, holocausto. Un libro completamente neurótico, con todos los síntomas, fenómenos, descripciones de actitudes, sueños, locuras, fobias, manías y alucinaciones. Cuadro de desintegración, más descarado que el tratamiento de la homosexualidad por Lawrence, que el tratamiento del lesbianismo por Radclyffe Hall, porque de esta idea mía, que es reflejo de la actitud de Jung frente a Freud (si pudiéramos entender el significado del símbolo sexual tendríamos la clave de muchísimos embarazos y abortos, fecundaciones e impotencias) a partir de la raíz sexual, el mundo imaginario, así, por ejemplo, el incesto no significa tan sólo la posesión de la madre o de la hermana —útero de la mujer— sino también de la Iglesia, de la Tierra, de la Naturaleza. El hecho sexual es sólo el plomo que mantiene la red hundida. El drama tiene lugar en el espacio. El gesto es sólo un símbolo de amplísimo significado (incluso se puede encontrar el sabor de la muerte en la cópula). Todas las neurosis —amplificados los miedos de Eduardo, los míos (hacer el amor a mitad de la noche, medio dormida, es mi placer supremo), ¡los de Henry, los de June!—. Exagerar todas las tonterías de cada uno (el miedo de June al metro, la sordera de Louise*, mi ceguera). Personaje en un Gran Guiñol de drogadictos —délire de persécution, complejo de inferioridad, tema de los Johns recurrentes (mujer en Suiza), odio, guerra de sexos—. Un gran libro.

¡Y liberación! Henry como figura rabelaisiana, un gigante. Allendy el salvador, destino, proyección, imagen, mi lucha por la vida. La escena del vómito. Hacer el amor como mejor medicina. Pero no absolutamente. Natasha*. La languidez de Louise.

¿Qué significa todo esto? Ayer, a las cinco, estaba ocupada ayudando a Emilia a preparar la comida con los De Vilmorin. Al mismo tiempo, peinaba mi cabello, me vestía, etc. Delante del espejo del cuarto de baño, sentí de pronto una tremenda ansiedad por Henry. Necesitaba desesperadamente que viniera a Louveciennes, llevarlo al estudio del sótano y pedirle que trabajara allí. Incluso pensé en salir corriendo hacia París, en un taxi, buscarlo y traérmelo. Disponía exactamente de una hora. Era imposible. Así que le envié un telegrama por teléfono: «Telefonéame antes de las seis o, si no, mañana».

Pero Henry había salido y no recibió mi telegrama. Pero a las siete me telefoneó porque sentía la misma ansiedad por mí.

Hoy he tenido que verlo (cuando me telefoneó fijamos una cita apresurada) para que descubriéramos que los dos estamos perfectamente bien, ambos escribiendo. Le sugerí que ayer, a la misma hora, June debió de manifestar su gran odio o tramaba una venganza. Henry y yo estuvimos en peligro. Pero Henry se rio de mi ocultismo.

¿Es meramente nuestra costumbre de imaginar peligros, de sentirlos, de atraerlos hacia nosotros, como habría dicho Allendy?

Je suis affreusement inquiète.

Me repito una y otra vez: El conocimiento y la inteligencia no son peligrosos si una tiene suficiente emotividad y suficiente sexualidad para mantenerse en movimiento. Se matan quienes son débiles emocional y sexualmente (como Eduardo). Henry no puede soportar la ceguera; su sangre es demasiado espesa. A mí me ocurre lo mismo.

En résumé. Soy la mujer que da ilusión y recibe a cambio la imaginación del hombre. Situación que una puta envidiaría. Si me sintiera bien conmigo misma, como me ocurre cada vez y día tras día, debiera sentirme altamente satisfecha, porque nadie puede reinar en dos reinos al mismo tiempo y la puta reina en la realidad: ella da realidad. La mujer que soy recibe una amplia adoración, y fue únicamente mi falta de fe (el constante énfasis puesto en mi valor), fue únicamente mi duda, las que provocaron mi necesidad de demostraciones anormales, la necesidad de obscenidad y violencia para destruir el elemento mítico excesivamente poderoso. Es como cuando June decía que la primera noche necesitaba destruir la actitud adorante de Henry, ¡y se le ocurrió levantarse la falda!

Veo el persistente aspecto mítico, y veo en los hombres la última y eterna adoración de la ilusión. ¡Cómo se sentiría herido Henry si me viera sentada en cuclillas sobre el bidé, si me cogiera el «coño» con las manos como si fuera un ramo de flores! La sabiduría consiste en dar a cada ser humano lo que quiere y en hacer el propio papel con elegancia, sin arrepentirse, porque una sólo puede realizar su propio karma y yo, probablemente, ¡no sabría hacer de puta!

Necesito tener éxito al experimentar las dos clases de actitudes que llevo dentro: la introvertida y, ahora, la extrovertida: «la inclinada a la ternura» y «la inclinada a la dureza» (releyendo dos ensayos sobre psicología analítica de Jung). Hay que incluir ambas porque «no podemos dejar permanentemente que una parte de nuestra personalidad se sienta atraída simbióticamente por la otra» (mi dependencia de Henry).

Cuando observo mi manera normal de reaccionar, debiera darme cuenta del engaño de mi propia unicidad. Descubro que es corriente que el paciente atribuya al médico poderes extraordinarios, como los de un mago o un criminal endemoniado, o bien lo vea como la personificación de la bondad, como un salvador.

Tarde placentera con Henry. Ha estado escribiendo sobre putas para superar su ataque de inseguridad. Me pliego a su humor cuando no tiene ganas de hablar, y me voy con él a la cama para tranquilizarlo. Pero me siento agitada y turbada por la imagen que tengo de Henry como hombre sin conciencia sexual. Recuerdo las palabras de Allendy: «No has elegido realmente a un hombre animal, campesino y apegado a la tierra: está teñido de literatura, de intelectualidad».

Bueno, no necesito a un Mellors —estoy demasiado teñida para eso—. Necesitaba un igual con quien medirme y, como resultado, sufriré sus neurosis, complejo de inferioridad, inseguridad y masoquismo. O, mejor dicho, lo he sufrido y no lo sufriré más porque ya lo todo. Anoche observé su terror, esperando que June llamara a la puerta, su ansiedad por su ataque de inseguridad, justo cuando yo decía: «Henry puede soportar el conocimiento».

Temo que Henry y yo estemos castigándonos, destruyendo nuestra alegría por haber engañado a June. Anoche soñé con el castigo, es decir, que June regresaba y llamaba a Henry, como la noche en que se emborrachó. Él contestó inmediatamente y la besó.

Por otro lado se siente afectado por la manera obsesiva que tenía June de decir: «Ha perdido su virilidad». Está lleno de dudas.

Creo que la súbita y superintensiva vida introspectiva de Henry ha dañado su salud y su fluidez.

Esta mañana, por poco doy lugar a una catástrofe. Estaba medio despierta de mi desagradable sueño con Henry y June y, en este estado, creí que era Henry quien estaba a mi lado, no Hugh. Estuve a punto de decir: «Henry, he tenido un sueño terrible». Cuando me desperté del todo, me di cuenta de que murmuraba cosas de mi sueño a Hugh y tuve que arreglármelas para colocar el sueño bajo un enfoque apropiado. Con qué frecuencia, ahora, medio dormida, es a Henry a quien siento a mi lado y no a Hugh.

Ahora lo entiendo: Henry toujours, como amante o como amigo, fuente de inquietud, de creación, de dolor y fermentación. Le pertenezco por todas las corrientes que me arrastran fatalmente hacia la tragedia, por más que no seré derrotada por mi destino. Hoy mi alegría era profunda y grave, con la resignación de la madurez.

Miré por la ventana del ático las estrellas y los ojos de Allendy que, para mí, son el firmamento.

Y Hugh y yo reímos juntos bulliciosamente. Hugh dice: «Soy divinamente feliz».

Así que ahora estoy en la irónica situación de ayudar a los demás en sus miedos y dudas, ¡yo, que apenas estoy curada! Henry canta y trabaja, fluidamente, y yo agoto mi fuerza recién nacida sobre él. ¿Quién es la fuente de mi fortaleza? Allendy. Y esta noche lo necesito. Necesito su fuerza. Es mi padre, mi dios, todo en uno. Todo lo que sé es que, en los momentos lúgubres, lo necesito.

Leyendo a Jung me di cuenta de que mis primeras sensaciones de poder y confianza pueden haber sido, en parte, sólo inflación. Mi fe en Allendy fue tan exaltada que me dio un gran impulso, suficiente para luchar con June, con Henry y conmigo misma, pero esta noche me siento terriblemente cansada y tan nerviosa que me doy cuenta del esfuerzo sobrehumano de voluntad que he tenido que hacer para ser fuerte. Allendy fue prudente al dudar de mi confianza. Tanta voluntad, tanto deseo, no sólo para ser fuerte, sino para dar fuerza a los demás.

Debí permanecer en silencio, retirada, alimentando cuidadosamente mi nuevo yo, no exponiéndolo enseguida a todo tipo de pruebas, al esfuerzo, al trabajo. Demasiada prisa. De pronto, me derrumbo y vuelvo a ser una niña. Allendy, Allendy.

Un sueño que revela mi actividad: Me veo en un rancho de animales salvajes. Algunos se refugian en la casa. No los temo. Le abro la puerta a una pantera y es dócil conmigo, amable, como mis propios perros. Los propietarios quieren que les dé una suma de dinero —250 000 dólares— y yo me niego tajantemente porque sé que quieren estafarme. Luego me voy a vender vino. Llevo mi sencillo impermeable y mi sombrero negro. Tomo la decisión de entrar en la imponente mansión de los Vanderbilt. Me recibe el maître d’hôtel. Es muy afable y me hace un pedido de sesenta y dos botellas. Anoto su encargo. Llega una mujer que se interesa exageradamente por mí. Empieza a hablarme, a confiarse en mí, me enseña fotografías suyas (recuerdo una, en una pose erótica, con un vestido vaporoso: irreconocible). Nos hacemos amigas y salimos a dar un paseo. Le confieso que, aunque vendo vino, lo que me importa es escribir y le hablo de mi libro.

Asociaciones: La suma de dinero es lo que Hugh acostumbra a mencionar como algo necesario para su jubilación. Habría querido ayudarlo pero, en lugar de eso, le di a Henry el otro día el primer cheque que me han pagado por mi libro [Lawrence], para que lo gastara en las cosas que necesite. En aquel momento recordé, con un sentimiento de culpa, mi antiguo deseo de ayudar a Hugh.

La casa de los Vanderbilt se parecía a la de los De Vilmorin y no me intimidaba, como habría sucedido antes de mi análisis.

Sé que el vino es Vida.

No sé interpretar la amistad con la mujer, salvo que me pareció que la otra noche le interesé a Louise V. por mi gran capacidad de trabajo.

Todas estas «crisis» quizá no sean más que un pretexto para ver a Allendy.

Cruce de caminos: Llego a París, rendida al deseo de ir y ver a Henry, también preocupada por la severidad de Allendy al teléfono, porque había deseado que yo fuera débil y fuera a verlo a pesar de mi promesa (esperar hasta que Hugh esté curado). Indecisión total, cosa rara en mí. Cojo un taxi y doy la dirección de Clichy; luego, cambio de idea y voy a American Express y me entero de que June sigue en París, lo cual me aflige. De nuevo tomo un taxi para ir a Clichy, pero siento que no quiero seguir amando a Henry más activamente de lo que él me ama (dándome cuenta de que nadie me amará nunca de esa manera superabundante, superexpresiva, superreflexiva y sobrehumana con que yo acostumbro a amar a la gente), así que esperaré a que me llame. Le digo al taxista que me deje en las Galeries Lafayette y me pongo a buscar un nuevo sombrero y a hacer las compras de Navidad. ¿Orgullo? No lo sé. Una especie de prudente retirada. Necesito demasiado a la gente. Por eso sepulto mi defecto gigantesco, mi desbordamiento de amor, bajo trivialidades, como una niña. Me divierto con mi nuevo sombrero.

Ya no se trata de una cuestión de amor. Es una cuestión de pasividad y actividad. Mi actividad hace que los demás sean pasivos. Quiero ver a Henry, y mi acto de quererlo despoja a Henry de su liderazgo agresivo; y yo elijo ese tipo de hombre, siempre. El hombre pasivo. La ironía consiste en que Henry es también sexualmente pasivo. Hoy tengo muy claro que lo que le aturde es que estuviera acostumbrado a que June «lo montara» siempre (June y las putas), y que yo, que soy completamente latina y sexualmente pasiva, nunca llevo la batuta; espero su placer. Y Henry no está acostumbrado a esto, a asumir la responsabilidad de su deseo.

Descubrir esto me produjo una gran conmoción (a lo que hay que añadir sus historias de ser acosado, cortejado por las mujeres, seducido por June). Me sorprende algo tan femenino, casi tanto como en Hugh o Eduardo, y lo que me ha despistado ha sido la gran sensualidad de Henry, pero más me sorprende ahora su énfasis en ser follado, su afán por enseñarme a «atacar», a ser líder.

Todo esto ha producido una gran rebelión en mi feminidad. Maldigo mi ceguera. Ahora me doy cuenta de que apenas me he alejado de mi «tipo» de hombre, el hombre débil cuya debilidad me mata. ¡Hice todo para encontrar un líder! Y de nuevo he resultado burlada. Quizá Henry y yo podamos «recomponer» la situación, podamos buscar un compromiso. Si yo pudiera ser más agresiva. Pero la grieta, la fisura, está ahí. Y no voy a aceptarla. No amaré a un hombre débil, de ninguna manera. Esa sensación de ser invencible, a la que estoy tan acostumbrada, ha vuelto a apoderarse de mí de un modo terrible, imponente. Y voy a derrotar al destino. Voy a escapar de esta fatalidad.

Todo el día con la conciencia de la fisura, la fisura en nuestra armonía, las dudas. Dudas. El enorme deseo de escapar. Son verdad todas y cada una de las acusaciones de June a la pasividad de Henry. Pero yo contaba con que Henry volviera a ser un hombre cuando se enfrentara con una mujer de verdad, una hembra realmente pasiva. Y está desconcertado, desconcertado por mi sumisión. La había anhelado, pero ahora está desconcertado, perdido. Me siento torturada, porque lo amo, sólo a él, pero debo abandonarlo.

Debo, insolentemente, abandonarlo como amante. No quiero ser el líder. Me niego a ser el líder. Quiero vivir oscura y muellemente en mi feminidad. Quiero un hombre que se eche encima de mí, siempre encima de mí. Que su voluntad, su placer, su deseo, su vida, su trabajo, su sexualidad sean mi piedra de toque, el mandato, mi punto de apoyo. No me importa trabajar y conservar intelectual y artísticamente mi propia vida, pero como mujer, oh Dios, como mujer quiero ser dominada. No me importa que me digan que vuele con mis propias alas, que no me aproveche de otros, soy capaz de hacer todo eso, pero me han de perseguir, follar y poseer por la voluntad de un macho, a su tiempo, cuando él lo ordene.

Je suis effroyablement triste.

Y pensar que en cualquier momento yo podría encontrar lo que quiero en un hombre de mi propia raza, y que no lo quiero de ellos, porque no puedo someter mi mente a la de ellos. Cualquier español me trataría como yo quiero que me traten sexualmente… C’est stupide.

7 de diciembre de 1932

Siempre Henry. Ayer, hacia las cuatro, cuando me atormentaba el deseo de ir a Clichy, me telefoneó de un modo frenético, necesitaba verme. ¿Por qué no obedecí a mi instinto?

Ahora lo espero sentada, espero sentada a mi bien amado.

Se estaba volviendo loco, soñaba con la muerte, los ruidos lo aterrorizaban, era incapaz de cruzar la calle.

Me cuenta el sueño que ha tenido conmigo: «Estabas en Louveciennes, vestida espléndidamente, como una princesa, y la casa estaba llena de gente. Estabas muy arrogante. Comí mucho y me emborraché. Me sentí muy mal, como si me despreciaras. Vi a Haridas (un hindú hermoso, a quien Henry conocía) mariposeando a tu alrededor. Luego se me acercó y me dijo: “Henry, todo ha terminado para ti. Te deja y se viene conmigo”». Gran aflicción. Henry me pregunta: «¿Me engañaste el lunes por la noche? ¿Qué ocurrió el lunes por la noche?».

Y hablamos de todo, de todo lo que había escrito, de mi deseo de abandonarlo. A medio terminar, ya me estaba besando, desabotonando mi vestido. Y nos perdimos el uno en el otro. Y olvidamos todo con el hambre que sentíamos por el otro. Felicidad. Leo el testamento formal que ha escrito y nos reímos. ¡Me deja todo! ¡Tan seguro estaba de que iba a morirse! De rodillas delante de él, acordamos que cuando yo vaya a Londres por Navidad, él vendrá también. Necesita estar cerca de mí. Y necesita unas vacaciones.

Su locura de estos días me conmueve más profundamente que el poder y el equilibrio de Allendy. A pesar de eso, necesito a Allendy.

Sueño: Hugh y yo paseamos por un camino bello y oscuro. Llevo puesto mi camisón negro. Le digo: «Cuando no haya nadie en el camino, me levantaré el camisón para que puedas ver mis muslos al andar». Veo la blancura de mi cuerpo en la noche. Pasa un perro lobo, me muerde la mano y no puedo soltarme. Hugh le corta un trozo de rabo y sólo entonces suelta el perro su mordisco. Seguimos caminando y luego descendemos por unas dunas de arena —maravillosa sensación de deslizamiento etéreo—, arena color naranja, vaporosa. Aterrizamos en un mar seco. El lugar parece yermo, prehistórico. Pero cuando levanto la mirada, veo un bello cielo, todo un horizonte de cúpulas, minaretes y domos dorados. Conduzco a Hugh hacia allí. Vegetación exuberante. Me vienen a buscar con una silla de manos Luis XVI que transportan unos hombres. Me presentan a una mujer que me besa amorosamente. Es bella, pero me disgusta. Cuando la miro de cerca, advierto que sus ojos son como los de Paulette, las mismas comisuras de párpados apretados, y me doy cuenta de cuánto me desagrada Paulette.

No estoy segura de quién me acompañaba, porque la sensación de deslizarme, cayendo por las dunas, se parece mucho a la sensación que tengo cuando me derrito y me abandono en los brazos de Henry. El mismo glissement naranja cálido entre nosotros. Nunca he sentido con otro la suavidad de Henry; me recuerda un relato de Lawrence.

Mi complacencia con Henry se pierde tan completamente dentro de su suave humedad que todo lo que sé es mujer y pene, como si estuviéramos dentro del seno materno, los dos, nadando y girando en la carne y la humedad, sintiendo la suprema caricia, la sensación que es el clímax de la experiencia única de nacer en el agua, tacto de seda, vibración de orgasmo. Es esa desnudez, esa oscuridad, esa ciega sensación de carne y humedad, que es el sexo, desde donde surjo como del más mágico baño. Y no tiene fin, porque durante días sigo viviendo en la percepción carnal; porque durante días la vida no llega a mi cabeza, sólo me toca y me rodea, exactamente igual que él me toca; la vida es continuación de sus caricias. Me deja en la piel, en mi útero, la impronta de su carnal visita, y durante días sólo conozco mis piernas… el mundo vivo, oscuro y húmedo.

7.30. En el salón de Allendy, esperando a Hugh. Ya no sé lo que tengo que hacer. Lo que sí sé es que no quiero perder a Allendy y, por lo tanto, no puedo contarle lo de Henry. Debo decir que he roto con Henry porque, en cuanto estoy en los brazos de Allendy, necesito a Allendy. Y hoy nos hemos besado loca, locamente. Estaba frenético porque me marchara, repetía que tenía que curar a Hugh rápida, rápidamente, para así poder verme, para estar conmigo. A cada momento, durante el resto de la tarde, cuando recordaba su proximidad, sentía vértigo.

Una hora más tarde, me fui de casa de Allendy al trabajo de Henry; mi buen Henry, mi buen Allendy… y yo sintiéndome como un demonio. Un demonio. Henry en el trabajo. Allendy en el trabajo. Mi Henry, muerto de frío en su abrigo de entretiempo. Allendy severo. Allendy, que me ama más que yo a él, ahora menos prudente, impetuoso, que encuentra encantador todo cuanto digo, cuando sé que me comporté como una coqueta. Henry dijo que se separó de mí cantando, y yo también cantaba. Sigo cantando y soy extraordinariamente feliz. Allendy. René Allendy.

En el Café Terminus. Ayer me emborraché y vuelvo la mirada a la hora que pasé en la Sorbonne escuchando una conferencia sobre «La metamorfosis de la poesía» (Allendy presentaba al conferenciante) y al gran divorcio que he alcanzado con el mundo intelectual por culpa de mi sensualidad. Cómico. Increíble. Aquella hora de borrachera en brazos de Allendy, en su enormidad, su firmeza y su poder, la embriaguez de sus caricias, su mano en mis piernas, en mis pechos; y lo que permanece más grabado en mi memoria es que no hubo pausa ni interrupción, ninguna vuelta a la realidad. Cuando oí el timbre del siguiente paciente, eché a correr pero, en la puerta, en el momento de salir, Allendy seguía besándome en los ojos, en las comisuras de mi boca, en mis orejas, y lo dejé así, cuando los dos estábamos en la cresta del vórtice de la confusión, un vórtice que me ha seguido devorando toda la tarde, toda la noche, todo el día de hoy.

En la Sorbonne. Atmósfera de aula; castidad, severidad. Aparece Allendy. Es la primera vez que lo veo de lejos. Es más furtivo, más tímido que en su despacho. Camina encorvado. Su boca triunfante y sensual está oculta tras la barba. No puedo oír lo que dice. Murmura algo, doctor, profesor, científico. Qué diferente este Allendy del mío, el Allendy que deja a un lado la realidad en busca de su sueño, el sueño de su isla exótica, le grand, le serieux, le beau Allendy, el mayor del tejido Eduardo-Hugh, porque todos ellos son hermanos, hombres de Neptuno, del mismo tipo básico, con la misma imagen, reflexivos, mentalmente activos, místicos, románticos, idealistas, ávidos de saber.

Tengo el cuerpo magullado. Siempre un poco vencida. Noche febril, fatiga, pero todo cuanto hago es traer mis alegrías a la cama, donde el calor del fuego de la chimenea, la botella de agua caliente y el edredón me revivifican, por lo menos para que pueda contar mi historia. Todo está bien. Pero cómo iba a dormirme sin mis confidencias. Qué pesada carga. Así que me desquito del frío de todo el día (Henry, mi amor, tengo que comprarle un abrigo de invierno), y me rodeo y me arropo con mis éxtasis, para conservarlos gota a gota, palabra a palabra, en el diario.

Si sigo amando a Henry es porque no necesitaba una victoria, sino al hombre que amo.

June no fue lo suficientemente soberbia, generosa y lista para dejarnos en la última escena de su marcha. Tenía que volver para comportarse y hablar como una vulgar puta de Broadway. ¡June! Me puso enferma con cada una de sus frases. Realidad. Ahora soy la «mujer-banquero». Le dice a Henry: «Tienes ahora a una mujer, una hembra y, pronto lo verás, una araña que terminará por devorarte. Es mucho más lista que tú. Va en busca de otro Guiler, sólo le interesa su comodidad. No se conformará con ser pobre contigo, vendrá cuando seas rico. Por supuesto que yo todo esto hace tiempo que lo sabía. Por eso me fui a Nueva York. Hice teatro todo el tiempo. Pero anda que el papelito que hizo conmigo, haciéndome pasar por el hazmerreír de ella. ¿Piensas que he llevado alguna vez sus joyas? ¿Su pañuelo de coral? Acostumbraba a tirarlos al retrete. Y el día que bailamos juntas, temblaba por el odio que le tengo. Podía haberla matado. Me dio asco. Es astuta y diabólica. Aquella noche última, me puso enferma con sus mentiras. Sus mentiras. Y es vieja, ya lo verás. Ahora la ves con los ojos de la ilusión. Es una vieja que has rejuvenecido temporalmente. Mírala de cerca. Ni siquiera me creo que haya conocido a Gide».

Y como eso, más. No sólo neurótica, anormal y loca, sino vulgar y baja, estúpida y destructiva. Incluso las faltas de uno, las neurosis de uno, tienen posibilidades de belleza. Las de June muestran el rostro mezquino y desconfiado de la judía avara. «June el colador», como la llamé cuando Henry me preguntó ¡cómo podía sonreír al decirnos adiós después de aquellas doce horas de charla!

Fred teme y piensa que todo esto me afecte. Tiene razón. Estoy asqueada y furiosa por haber vuelto a adornar las cosas, a confiar. La muy puta sacacuartos. No. Esto lo digo porque me domina la ira. Sólo es una pobre mujer.

Me di cuenta de lo cómico de todo cuando ella puso en duda que yo conociera a Gide. Pero por una sola mentira, se inventa ciento para impresionar a Henry. No tengo sentimientos de culpa. Sólo ganas de reír. Y más cuando Henry empieza a decir, delante de Fred, que Jean ha abandonado a June, tan desilusionada de ella que quiso suicidarse. Le escribió una bella carta a June, que Henry ha leído, diciéndole que apretó dos veces el gatillo del revólver y no funcionó. Al oírlo, Fred se enfada de pronto: «¿Ha escrito eso Jean? ¿Dice eso ella?». Fred ha amado a Jean y guarda un gran recuerdo de ella. Henry se reafirmó en lo dicho.

—Bien —dice Fred—, esto es el colmo. Fui yo quien intentó suicidarse. Fui yo quien apretó dos veces el gatillo. Había cargado el revólver con sólo cinco balas, y cabían siete. No sabía que, en ese caso, había que empujar las balas. Y Jean, ¡Jean le escribe a June que fue ella quien hizo todo eso!

Estaba asombrado. Y yo me retorcía de risa… convulsa. Henry también. ¡Oh, la falsedad, la falsedad, los niños, los niños, los niños que se creen sus propias mentiras!

¡Igual que he creído en mis propias mentiras y mi Padre creyó en las suyas!

Henry, pobre Henry, no pudo decir mucho frente a la marea del discurso de June. Pero anoche fue un amante ferviente y yo fui feliz. Cuando descansamos me acurruqué entre sus brazos. Estábamos amodorrados, relajados, extasiados, suaves, cálidos. Por primera vez me dormí en aquel momento, sin pensar en nada, sin pensar en nada, confiada. Y muy hondo, la tristeza, el asco por June, la alegría porque Henry se ha librado de ella y está a salvo. No me importa lo que pase ahora. Él está a salvo.

Henry sabe que me ha resucitado —me ha dado la vida— porque es verdad que estaba moribunda —la vida estaba vacía para mí, vacía intelectual y físicamente—. Pero no tengo nada que reprocharme, porque, cuando Henry me revivió, vine a la vida para amarlo como pocos hombres han sido amados.

13 de diciembre de 1932

Por la noche. June habla de nuevo con Henry, en un desesperado esfuerzo por destruir las ilusiones que tiene puestas en mí. Y con qué malignidad femenina. ¡Esta es la verdadera prueba del amor de Henry!

Menuda tarde la que hemos tenido Henry y yo. Los golpes bajos de June hacen que olvide la prudencia y las virtudes de la sensatez. Estoy tentada de ponerme al mismo nivel y luchar con las palabras y los modos de ella. Pero hoy me siento más calmada. Henry y yo empezamos follando, maravillosamente, al unísono, hasta caer casi dormidos. Y entonces noto que las palabras de June están en su cabeza, amargándolo. Primero me dice que June le ha llamado homosexual y a mí, lesbiana.

En su cabeza bullen aquellas palabras. Quiere contármelo porque no puede evitarlo. Duda. Me pongo sobre él y le suplico. Luego me dice: «Lo peor fue cuando dijo que estás muerta, vacía, aburrida, tan muerta que te hubieras ido con cualquiera, pero dio la casualidad de que me conocieras, eso es todo. Que querías sensación a cualquier precio. Que estás tan muerta que tu cuerpo no huele, no tiene aroma. Que sin duda soy un homosexual cuando puedo amar a una mujer sin pechos».

Esperaba algo terrible, pero aquello no me afectó. Y sé por qué. Le dije a Henry: «Escucha, esto no debe herirnos porque está muy lejos de la verdad. No me preocupa si estoy viva o muerta o si busco sensaciones. Una caricatura hiere cuando se acerca a la verdad. Lo que me hiere es que June ataque mis limitaciones físicas, porque es una verdad a medias. No podría hacer todo lo que ella ha hecho. No tengo una salud a toda prueba. Eso es verdad. En cuanto a estar viva, bueno, eso lo sabes tú mejor que nadie. Y en cuanto a mi olor, sí, sé que lo has notado, supongo que es parte de mi fragilidad, de mi complexión ligera, que, como no estoy gorda, no transpiro. En cuanto a mis pechos, al tener el cuerpo, como tú dices, de una muchacha, mis pechos son proporcionados». Y en ese momento me estaba riendo, riendo con lágrimas en los ojos. De pronto, Henry se puso extraordinariamente más serio: «¿Sabes?, nunca como en este mismo momento, cuando estamos hablando de lo peor que June puede decir de ti, he sentido tan agudamente tu carácter ilusorio. Me veo, como me vi el primer día que vine a Louveciennes, como si no te conociera en absoluto, como si no te hubiera poseído ni estuviera familiarizado contigo. Mientras hablábamos de estas cosas y tenía que preguntarme si es que estoy ciego, he visto que eres una mujer sólida, real, sentada delante de mí. Al mismo tiempo, como si fuera una película proyectada bobina sobre bobina, superpuestas, veo todas tus caras diferentes, hasta el infinito, tu variedad, nuestra intercambiabilidad de papeles, y aun así, te veo perfectamente enfocada, coincidentes la ilusión y la realidad, porque en realidad creo que te conozco bien, íntimamente, y no creo equivocarme…».

Tuve la rara sensación de lo mágico, un momento semejante al de las comedias de Barry, la sensación definida de un viento que nos roza, de un mundo invisible sobre nosotros, velos, cortinas, encantamiento. Sentada allí, en trance, sólo mirando y escuchando a Henry. Dije: «En el centro del foco estás tú».

Tenía los ojos húmedos —empañados— pero era la totalidad de mi ser la que miraba a Henry.

Recordé cuando Allendy decía cosas crueles de Henry, cuándo me afectaban (si eran parcialmente verdad), y cuándo no; y comprendí cómo los dos habíamos intentado vernos con los ojos de los demás, vernos sin nuestras ilusiones. Y ahora, este momento ignoraba todo un año y nos retrotraía al primer día en que nos conocimos, a nuestra primera ilusión, al primer sueño. Y con todo, entre nosotros hay un año de intimidad, de intimidad humana. Pruebas. No puedo escribir. Tengo que volver a esto. Todavía estoy flotando.

Henry y yo nos despedimos en la puerta, como si no nos hubiéramos visto antes. Nuevos amantes. Toda la realidad ha pasado sobre nosotros sin sumergirnos. Intentamos abrir nuestros ojos y mirarnos: ¿Quién eres? ¿Eres el hombre que escribe mierda? ¿Eres tú la mujer que está muerta, no huele y no tiene pechos?

Trato de elevarme para alcanzar el flujo de aquel momento, de aquel trance. ¿Qué me sucedió? Desperté tan etérea y tan ligera de la posesión de Henry que todo el dolor falible y humano se desvaneció, toda la ira, las emociones humanas —todo el resentimiento, el deseo de defenderme, de atacar a June—, todo esto me abandonó, se disolvió. La Ascensión, el misterioso alejamiento de la vida humana, ¡la cumbre! Santidad. Mi cuerpo tan ligero, el cuerpo que por un momento se había sentido humillado y derrotado, es ahora transparente, y todo mi ser se eleva, se eleva exaltado, intangible, como después de la Crucifixión. Después del dolor, esta divina partida, esta trascendencia. Me aterra. Rotos todos los vínculos, todas las conexiones con la tierra, todo el odio y el resentimiento, toda la realidad. Siento este pasar del viento, este escuchar del aire, esta suspensión de presencias ajenas. Siento oídos y ojos a mi alrededor, figuras, música, susurro de hojas, canción de olas; siento cielos y telones. Flotando. Transportada. Me elevo. Camino. Sigo a cuanto me rodea. Estoy poseída. Ascensión vertiginosa.

Me fui a la cama. Me derrumbé. Hundida en las tinieblas. Le dije a Hugh: «Me estoy muriendo». Mi corazón parecía que dejaba de latir. Y esta mañana me sentí inútil. No sé lo que significa todo esto.

Soy feliz porque sé que mañana veré a Allendy. Amo su fuerza. Henry y yo estamos abrumados por la vida, por la realidad. Cuánto le ha herido que June le llamara homosexual.

Qué divina tonta fui cada vez que creí a June, cuando me desnudaba delante de ella. Con qué frialdad me miraba. ¡No sabe que Henry me amaría igual si yo fuera fea! ¡No sabe qué es el amor!

Antes de ver a Allendy sabía que el choque con la realidad me había vuelto a sumergir en el sueño. Mis ojos se debilitan y no puedo ver muy bien. Mis ojos están enturbiados, como si estuviera ebria. Hablo en el coche como si galopara en un caballo y el mundo se tambaleara.

En este estado voy en busca de Allendy y sus besos no acaban de despertarme. Le cuento mis preocupaciones con la realidad, cómo me parece que siempre la pierdo. O sueños o sensualidad. No hay vida intermedia. Sueños o sensualidad. Como en mi escritura. Sólo los armónicos o la nota callada.

Cualquier cosa que se diga de Allendy queda siempre como una suposición. Tiene una forma muy peculiar de permanecer en silencio, de quedar en suspenso, de no contestar nunca a lo que se le pregunta directamente. Y me digo: ¿hasta dónde llega su imaginación? A veces, cuando me dice que yo podría tomar drogas por esnobismo, o que debo tener en cuenta las ventajas materiales de mi matrimonio, o que podría salir por el mero gusto de salir, me da la impresión de que no me entiende. Hay en Allendy la tenue raya divisoria del convencionalismo burgués. Si conociera algunas de mis extravagancias, liberalidades e indignidades, me consideraría más un personaje de Dostoyevski que una mujer latina.

Hoy di a Henry la experiencia de la seguridad, de la suficiencia. Está gozando de una nueva sensación, la de poseer dinero, ropas y libros. Esta mañana se va a Londres para huir de June. Iré a reunirme con él el lunes, después de Navidad, la noche de su cumpleaños. Pero ya empezó a viajar ayer, pensando en Londres. Me dijo: «Imagíname, mañana, en la habitación de un hotel, tumbado en la cama y pensando en todas las cosas que debía haberte dicho y no pude».

Pero no me las dice.

Nos besamos delante del apartamento de mi Madre. Luego, siento el terrible desgarramiento de su partida. Siento su ausencia. Hoy el mundo ha cambiado para mí porque Henry está en el tren, Henry, que es la mitad de mi vida.

Puedo distanciarme y verme actuando en mi «papel» delante de Allendy. Para hacerme con él, dejo que crea que el psicoanálisis ha puesto punto final a mi devoción masoquista por Henry. Y con qué detalle y cuidado he elaborado la historia de este final. Cuando, al principio, me lo preguntó, con aquel tono de ansiedad, y yo le contesté que sí (que había roto con Henry), me gustó su arranque de condena. Tres niveles diferentes de mi mente trabajaron simultáneamente. En un primer nivel, compuse el cuadro de mi ruptura con Henry; en un segundo nivel, registraba el hecho de que Allendy nunca entendió a Henry, porque lo consideraba un enemigo; en el tercer nivel tuve plena conciencia de mi perfidia y ésta permitió que me diera cuenta de que, ahora, a Allendy, el psicólogo, podía engañarlo con mis mentiras. Fue un descubrimiento científico, uno que me conmovió humanamente. Allendy es ahora incapaz de pensar objetivamente. Lo estoy engañando. Y todo porque no tengo el coraje de decirle: «Siempre amaré a Henry y también puedo amar a otros hombres. Pero Henry sigue siendo el centro de mi vida. ¿Aceptas compartirme?».

Frente a las expresiones y la sinceridad de Allendy, tengo a veces la misma sensación que cuando estoy con Henry: una oscura humildad y adoración por la integridad que no poseo. Por eso, por mi cobardía, empiezo a mentir. Allendy, el psicoanalista, me cree sencilla y pura. ¿Y qué pensaría de mis mentiras? La ruptura con Henry se convirtió en un conflicto tan vivo dentro de mí que hubo momentos en que creí que había ocurrido realmente, y me dolió tan profundamente que eso mismo me probó que era imposible que me separara de Henry. Para contárselo a Allendy, hice un juego completamente imaginativo. Las dos veces que me enfadé con June, transferí mi agitación y la atribuí a escenas con Henry. Henry actuando como en el sueño que me contó, destrozado y abrumado. Y se lo cuento a Allendy como un hecho real, una afirmación que es verdad en todos los aspectos, menos en el temporal: Nunca tendría el valor de abandonar a otros, porque conozco demasiado bien el dolor de ser abandonada. Lo he hecho, pero necesito fuerzas para mantener esta decisión.

La «fuerza» que tengo está en los argumentos de Allendy: «Fue sólo tu neurosis la que hizo que amaras a Henry, tú, una mujer tan extraordinaria, tan poco común».

Cuando repaso esto, veo que su único valor reside en la devoción sincera de Allendy; pero a mí me parece ridículo a la luz de un conocimiento más profundo de Henry. Hace unos pocos años, podía sentirme obligada a reconocer la sabiduría de Allendy y a reconocer una y otra vez que mis ilusiones me cegaban por completo. Pero nada de lo que ahora haga Henry puede sorprenderme —ni el mayor crimen—, lo conozco; podría perdonarle cualquier cosa.

Ayer sí que le dije a Allendy que en psicoanálisis podrían no darse todos los detalles, lo cual hace que una afirmación sencilla resulte poco veraz. Son demasiado simples sus frases, a veces demasiado literales.

Mientras escribo, mi vida choca súbitamente con la tremenda revelación de la falta de carácter de Henry.

Cuando le di el dinero para que fuera a Londres, tendría que haber sabido que lo ponía a prueba. Sabía que si June lo pillaba se lo iba a quitar. O que podía gastárselo en putas y bebidas. ¿Por qué lo hice? Para eso exactamente, para saberlo. Y pasó que June lo cazó la noche anterior a su marcha, y como una perfecta aventurera y chantajista, lo asustó, lo amenazó y le vació la cartera.

Muy bien si esto se debiera a una caridad inteligente, pero Henry sabe, y así lo dijo el otro día, que le pone enfermo la manera estúpida que tiene June de tirar el dinero. Por lo tanto, conoce la estupidez de su gesto, la falta de carácter que supone. Simplemente, June me está chantajeando. Eso es todo.

La carta que me ha enviado Henry muestra su debilidad. Muchas declaraciones de furia, de valor para arrostrar lo peor. Nada. Todo está falto de carácter, nada más. Debilidad. ¡Y es el hombre a quien amo!

Le he rogado que se vaya a Londres, porque la imagen de Henry, tan cobarde, escuchando cómo June me insultaba, sin que él la hiciera callar, me resulta intolerable.

Completamente deshecha, le pedí que viniera a Louveciennes y esperara. Telefoneó: «Estoy enfadado, furioso conmigo mismo. Por supuesto que estás dolida. Odio a June. Salgo esta noche para Londres. Fred ha venido en mi ayuda. Me voy para que no vuelva a suceder lo mismo. Me pareció bien entonces… es todo lo que sé. Olvídalo. No te preocupes, Anaïs».

Su carta: Después de una conversación amarga, nauseabunda, me sentí humillado, profundamente avergonzado. Te cubrió de fango. Fue una agonía lo que pasé. Y por qué lo toleré, no lo sé, a menos que tuviera un sentimiento de culpa. June ha perdido la razón, se ha vuelto loca. Amenazas y reproches, los más viles. Eres tú quien me preocupa. Fuiste la engañada y me usa para engañarte. Por eso me vine abajo y me eché a llorar. Es capaz de todo… te amo y eso es lo que importa.

Debería entender todo esto, era de esperar. Soy débil. Débil en mi amor por Henry. Es una debilidad mía que ame a un hombre como Henry. Lo perdono inmediatamente. Y deseo reunirme con él en Londres.

Podría haber resuelto la situación con June. Dios, soy débil en el amor, pero no me falta valor para cualquier otra cosa. June no habría podido asustarme con sus amenazas. Mi pobre Henry, cuánto me necesita, cómo fracasa en protegernos, a él y a mí. Veo ahora que no puede enfrentarse con la vida, que no puedo abandonarlo. Y sé lo duro que sería Allendy si se enterara de esta historia. Ahora piensa que Henry emplea toda clase de artimañas para engatusarme y desarmarme. A Allendy, que es fuerte, le duele que yo haya desperdiciado tanto amor con Henry, y yo sufro por todo el amor que Henry ha desperdiciado con June.

La impotencia que siente una persona fuerte para ayudar a la que es débil. Anoche, después de la conversación que mantuvimos, cuando me despedí de Henry y lo besé, él debería haber sido lo bastante fuerte para vencer a un dragón. Es cierto que June puede ser terrible en su violencia, en su apasionamiento, pero Henry no tiene agallas ni espíritu de lucha. No sabe luchar… tiene que echar a correr. Ahora está en Londres y estoy dispuesta a enfrentarme y luchar con quien sea o con lo que sea. Mientras Henry, mi amor, esté a salvo, lejos. A partir de ahora es muy sencillo. He de asumir el liderazgo. No debo contar con Henry. El amor protector es el mío. Acepto el desengaño, la derrota de no encontrar nunca a mi hombre completo. Henry es lo más cercano que puedo alcanzar. ¡Me ha dado tanto! Es lo más cerca que puedo llegar del amor absoluto. Exigir todo, exigir la perfección, eso es muestra de ignorancia. ¡No exijo nada más!

Pagaré mi deuda de amor por la fortaleza de Allendy, pagaré mi tributo. Quiero intentar amar a un hombre fuerte. Quiero no hundirme con Henry. Necesito a los dos. Necesito la fuerza de Allendy. En cuanto la vida me aterra, pienso en él, lo necesito. Mi feminidad lo necesita. Necesito al hombre. Y los hombres me han protegido tanto (tan bien, incluso cuando han sido débiles) que los necesitaré siempre, que confieso esta necesidad, esta dependencia del hombre, y que, a cambio, ofrezco el único don de la mujer: amor, amor, amor.

En medio de esta vida enfebrecida, es asombroso lo cuidadosa y tierna que puedo ser con Hugh, cómo nunca lo «ignoro», qué consciente soy de sus pequeños triunfos, de su escaso autodominio, de sus despertares, de cada uno de sus sentimientos y pensamientos. Vive con la sensación de que es amado y apreciado. Il y a assez pour tout le monde. Cuidado, cuidado. Hay que ser prudente. Regalos. No olvido nada, tanto si soy feliz como si no lo soy. El paso de un papel a otro me enloquece a veces. Quisiera salir esta noche y ver a Henry, pero debo esperar a Hugh, que vendrá temprano a casa porque está cansado. Me he puesto el vestido que le gusta, estoy asustada porque sé que me ha deseado los últimos días y que no puedo eludirlo por más tiempo. Y tengo de Allendy un ejemplar de Spengler y le escribo cartas sobre sus propios libros.

Oh, Dios, no puedo procurarme la felicidad. Como para compensarme siempre de mis eternos anhelos, pienso en detalles extraordinarios que adornen la vida de los demás. ¡Diablos! ¿Por qué menciono estas cosas? ¡En este momento, cuando estoy indeciblemente mimada por el amor! ¡Simplemente porque me parece injusto que Henry, mi Henry, sea un hombre débil! Bien, bien. ¿Y qué? Lo fundamental de la vida se basa en irónicas injusticias. O quién sabe si en la justicia. También podría decir que todo se confabula para recompensar el amor de Hugh —el más grande—, ¡conservarme para él e impedirme que descubra a mi verdadero esposo!

Le pregunté a Henry si estaba molesto con mi diario: «No —me contestó—, porque lo normal es que yo convierta a los demás en personajes de mis libros, y me gusta que lo hagan conmigo también. ¡Por supuesto, quizá sea porque hasta ahora he sido un personaje muy halagador!».

He sido absolutamente sincera con Henry (le he dejado leer el diario rojo, casi todos los que le siguen —los negros— y casi todo lo de este). Qué sensación de darme a mí misma. ¡Arriesgo tanto! Mientras lee, sufro mil torturas. Sudo y tiemblo. Es un sufrimiento angustioso. Mi diario es mi único secreto.

¿Qué haría Allendy si supiera la verdad? Siempre dice que las mentiras se notan. Pero no adivina que sigo siendo la amante de Henry. No puede decir que amo a Henry. A no ser que me tomara por una persona más superficial de lo que soy. O que espera que lo ame más.

Hugh (Hugo) Guiler, esposo de Anaïs Nin.

No tengo escrúpulos, porque hasta ahora soy una aventura de Allendy. No está en peligro mortal. Soy el drama, el exotismo, la isla que nunca ha visto. Soy lo ignoto. Es lo que podría llamarse una aventura de alta sociedad. Pero es una aventura. Realmente no nos conocemos. La superficialidad que le atrae de mí no es muy diferente de la que me atrae de él. Ahora bien, cuando le hablo, tiene que interrumpirme para besarme. ¡No escucha! Voilà. Es lo que quería. Y lo tengo. ¡Y luego me pongo furiosa porque creo que no sabe cuán profunda soy!

Por supuesto, cuando hablo de la clase de amor con Allendy, quizá lo infravaloro neuróticamente porque no posee ninguna extravagancia, ninguna depresión. Allendy sabe dominarse. Pero ahora sé lo suficiente. Estoy bastante segura para creer. Tan pronto como estoy segura de los demás, empiezo a estar insegura de mí misma. ¿Amo a Allendy tanto como él me ama? Inversión humorística. Saludable.

¿Por qué no sé imaginarme su vida, o si lo hago, no me gusta, del mismo modo que no me imaginaría la vida de John, que tanto me desagrada? De la misma manera, mi vida le es ajena.

¿Por qué esta obsesión mía de interpenetrarme con la gente? ¿Por qué no sé vivir más en la superficie y aceptar a Allendy sin esa minuciosa lucha por entenderlo del todo? Todo lo que Henry hace me resulta comprensible. Para mí, la comprensión y el amor están indisolublemente unidos. Para mí, el entendimiento es amor. Por eso dudo de que alguna vez tenga una expérience de passage, la aventura de una noche.

June, a fin de cuentas, no es muy lista. Está dejando una impresión de despedida que ciertamente no es nada elegante. Revela tal fealdad que dejará su huella en la candidez sentimental de Henry. Su egoísmo. El dinero. El ansia de explotarme. Todo eso le repugna a Henry. Su crueldad. (Habría que ser como ella para entenderlo).

No se puede tener lástima de June porque es muy capaz de cuidar de sí misma, tan agresiva y exigente. ¡Ahora exige que le dé dinero para volver a América!

18 de diciembre de 1932

Fred le dio dinero a Henry para que se fuera a Londres porque, al poco de marcharse June, se dio cuenta de que no se había librado de ella, de que aquella escena se repetiría y acabaría violentamente. Aquella noche, se habrían matado. June fue bastante lista para asustarlo conmigo, amenazando con tirarme vitriolo a la cara, dispararme, aplastarme, patearme la cara, chantajearme.

El sábado por la mañana fui corriendo a Clichy y fue un alivio saber que Henry ya se había ido, que estaba a salvo. Espero que ella se mueva. Recogí toda mi correspondencia de Clichy después de que un hombre me dejara un mensaje por teléfono para que tuviera cuidado con todos los documentos incriminatorios. Y que cerrara las puertas con llave. Très bien. Fred y yo hemos desayunado juntos. Me gustó su manera de despachar a Henry para Londres. Ahora, como June no puede dañar a Henry, tampoco puede dañarme. Pienso constantemente en Henry, espero su carta, vendo cosas para conseguir dinero y enviárselo.

Y flotando sobre todo esto, la máxima frivolidad: el casino, Cabaret Montmartre, cenas, películas, el Café Colisée, elegancia, aristocracia, charlas con Louise, citas con el modisto. Irreal para mí. June, con su capa negra, buscando quizá la última sensación de venganza por todas las humillaciones de su raza y de su vida, incapaz de entender, de trascender el significado y la causa de su derrota. Y yo la zahiero ocasionalmente, no por un sentimiento de culpa, no, porque soy muy consciente de haber salvado a Henry, el único merecedor de salvarse, sino por lástima. Sí, parece increíble, todavía puedo sentir lástima por June, que quiere destruirme. Y sé que es mala y criminal; sé también que no es del todo mala… me gustaría poder odiarla. Sólo la odio cuando se trata de defender a Henry. Sé que su dolor es sobre todo egocéntrico, que no es que quiera a Henry, sino el triunfo de ella (si consiguiera a Henry ahora, no se quedaría a vivir con él). Y cuando yo solía hablar de aceptar a June y compartir a Henry, necesitaba tanto a Henry que estaba dispuesta a sufrir cualquier tortura —la peor tortura para una mujer es estar en segundo término—. No sabía entonces que iba a convertirme en la favorita y luego en la única mujer, porque ahora Henry sólo me puede ser infiel sexualmente, eso es todo.

Tengo la impresión de haber tenido muchos hijos: Joaquín, Thorvald*, Eduardo, Hugh, Henry, y un esposo de vez en cuando.

Me siento sola esta noche. Es Allendy el esposo del presente, el hombre en quien me apoyo. Pero también creo que esto es una ilusión, porque… bueno, ¡porque no está interesado en mi hijo preferido, Henry!

Me siento en el sótano y pienso en cuánta poesía hay en Henry cuando me mira con sus ojos azules y fáusticos y me dice: «Manos como música…». ¿Dónde está esta noche, y en qué estará pensando?

—Tengo unos buenos asientos en el tren —dice Hugh—. Quiero que este viaje [a Londres] sea como una luna de miel. Vienes conmigo. Es tan maravilloso que pueda llevarte conmigo. Quiero que te sientas muy cómoda.

No quiere oír hablar de dinero. Y pienso cuánto me gustaría tenerlo para Henry.

He decidido que tengo que ganar dinero, ser capaz de dar, de proteger siempre a Henry.

Qué mimada estoy, qué mimada. Cuánta compensación por el vacío de mi vida pasada. Rica en amor, rica en amigos, rica en mi casa y en cosas bellas, rica… tan llena, tan llena de planes, libros e ideas. Cuando miro mi máquina de escribir, me doy cuenta de que no puedo alcanzar el nivel de lo que escribo.

21 de diciembre de 1932

Henry, mi amor, acaba de dejarme. Incandescente. ¡Lo detuvieron en la frontera inglesa por llevar muy poco dinero! Interrogado. Esposado. Deportado. Llevaba su vestido más pobre.

El lunes, cuando me entero de que está en Louveciennes, corro a casa. Lo convenzo para que se quede a pasar la noche y calmar así mi inquietud. Y luego ocurre lo acostumbrado: se establece un fluido entre los dos, quedamos entrelazados. Por la noche, tengo que fingir soberbiamente para calmar los celos de Hugh. Leemos los tres juntos a Rank* —su libro Arte y artista—, ¡el libro que yo quería escribir! Aunque Hugh sabe estar —lúcido, alerta, comprensivo—, son muchas las corrientes entre la mente de Henry y la mía. Lo que leemos me lo ha dicho o me lo ha escrito Henry. ¡Y a veces he sido yo quien lo ha dicho o escrito!

Al día siguiente, Henry me da los buenos días poniendo su mano dentro de mi batín de satén real, y permanecemos de pie, juntos en el vestíbulo, mientras Emilia pone la mesa para el desayuno.

Otro día de charla y lectura con Hugh. Hugh dice: «¿Cuándo se va el amigo Henry?». Me regaña, me critica. Pero me siento divinamente feliz. Cuando es para Henry, hasta cocinar es una delicia. A medianoche, me recojo la cola del batín en la cintura y preparo café y bocadillos. El contenido de nuestras conversaciones fermenta en mi cabeza. Podría verter en mi diario la lectura y las cosas que dice Henry, sería un simposio de metafísica moderna, psicología, arte, ciencia, biología. Gigantesco.

La mañana trae buenas noticias. No tengo que ir a Londres. Hugh irá solo. Henry se quedará en Louveciennes. Trabajaremos juntos.

Henry y yo hablamos de Hugh. Ha sido una conversación rara, fría. Para Henry, Hugh, en el mejor de los casos, es un hombre con limitaciones. Desde fuera, a ojos de los demás, parece como si yo fuera parte de la mundanidad de Hugh, de sus posesiones terrenas, que, esencialmente, él es quien manda, que el sol (éxito) es su planeta dominante. Yo soy un bien adquirido, un instrumento para su orto. Ha elegido a una artista, una mujer que posee encanto. Me usa (la vida social, en proporciones excesivas, siempre invade mis horas de trabajo). A cambio, me protege, me ama, me mima. Pero también me tiene prisionera. Soy artista, pero no vivo como una artista. Soy esposa, mujer de sociedad; tengo mil deberes. Tengo que luchar para ver a los muy pocos amigos que he elegido (June y Henry, mis únicos estímulos).

Para Henry, esto explica mi rebeldía (siempre estoy despotricando de la vida social), la experiencia de mi diario como excrecencia de la frustración (oh, los años de frustración), y explica también mi decisión calculada de viajar, tomarme la libertad que necesito, porque debo vivir como una artista y, humanamente, he sido la criada de Hugh, lo he compensado lo mejor que he podido. Está orgulloso de mí, en la senda del éxito, del poder. Yo no quiero el poder, sólo el arte. El arte y la pasión. Prueba de ello es que si hubiera querido poder y vida social, lujo, me habría casado con un cubano rico, y lo que hice fue casarme con Hugh, creyendo que me casaba con un poeta, un intelectual, un artista. Creyendo que el banco ahogaba al artista, intenté distanciar a Hugh del banco. Y esto fue un error. Hugh se interesa por el arte, pero no es un artista. Soy la justificación ideal de su amor por el poder. Soy el objeto, el receptor ideal de este tributo. Pero se expresa a sí mismo mediante el poder. Tengo a veces esta sensación, sobre todo cuando me dice: «Eres una gran inversión. Eres una gran ayuda para mi trabajo. Me gusta que todo el mundo te conozca. Luego piensan más en mí. Estoy muy orgulloso de ti».

Pero cualquier mujer atractiva podría hacer este papel. Henry no lo cree así. Dice que Hugh, que posee el sentido del valor, eligió una mujer valiosa, una mujer con la impronta del genio, un article de luxe. Por supuesto, ninguna de estas cosas estuvo planeada. Vinieron solas. Nos guio el instinto. Toda clase de instintos egoístas. También es muy posible que fuera mi instinto el que me dijera que cualquiera de mis pretendientes cubanos no me habría protegido fielmente, porque ninguno sabía apreciar sutilmente a la artista.

Una hace cosas aparentemente inocentes, pero que revelan cierta autoprotección escondida. Henry parece que cree que soy presa de una vida inadecuada para mi desarrollo artístico, una vida corriente. ¡Presa, engañada! Le preocupan mis páginas que esperan, mientras voy de compras para la familia de Hugh, atiendo a los clientes de Hugh y, mientras, Hugh y Allendy discuten la manera de impedirme que vuelva a mezclarme con la chusma de Montparnasse. ¡Allendy confunde a Henry con un bohemio de Montparnasse! Por lo menos, Hugh sale en defensa del intelecto de Henry. Y yo, interiormente, me rebelo contra el mundo limitado de Allendy. La artista se rebela. Y Henry me salva. Henry me alimenta, fortalece a la artista con su bella manera de pensar. Se preocupa por mí, piensa en mi trabajo. Es increíble la fe que pone en mí.

—Nadie hace cosas como estas —me dice—. Extáticas. Maravillosas. Lo que Jolas y los demás quisieran escribir. Tu único defecto, Anaïs, es que pierdes demasiado tiempo ayudando a los demás. A menudo sin sentido crítico. El mismo hecho de pensar que Hugh era un gran intelecto, un escritor…

—Igual que tus esperanzas con respecto a June —digo bromeando.

Très bien. Pero tan pronto como Hugh llega a casa, el telón cae sobre mi lucidez y encuentro muy injusto mi juicio objetivo, y me siento culpable, exactamente igual que Henry se siente culpable con respecto a June, porque los dos somos soñadores excesivamente tiernos y delicados. Y mientras más semejanzas encuentro entre Henry y yo, más profundo es el entendimiento entre nosotros y mayor es mi antiguo miedo a que lo alejen de mi lado. Hay momentos, cuando lo veo tan preocupado, tan profundo, tan pensativo, tan bueno, que me pondría a llorar. Y en esos momentos lo adoro. Y cuando los demás lo ven tan sexual, todo carne, empapado de vino, expansivo y sudoroso, me pongo frenética. Siempre encuentro en él al erudito, al filósofo, al sensualista, y lo amo y me amoldo a él.

Se sorprende al descubrir en mí una nueva faceta. Una faceta burlona, traviesa, picaresca. Hugh advirtió que los radiadores daban demasiado calor y habló muy serio de la estupidez de Emilia. Muy severo, bajó al sótano para ver qué ocurría. Me puse de pie, delante de Henry, y le dije: «Henry, los radiadores están demasiado calientes. Eso es serio, pero que muy serio». Y me incliné como un gnomo, riendo a carcajadas, haciendo muecas, toda una burla. Henry me respondió enseguida con su propia pillería. Se echó a reír y pasó sus manos entre mis piernas.

Me dedico por entero a despachar a Hugh con toda comodidad. He pasado horas pensando, planeando y trabajando para los regalos que lo harán popular entre la gente del banco. Cuido los mil detalles —todos prácticos— con la máxima minuciosidad. Ningún cabo suelto, ninguna carta sin contestar. Y todo esto lo hago porque Henry y yo vamos a pasar diez días juntos, diez días, ¡diez días!

Henry, los libros, nuestro trabajo, nuestro trabajo, nuestras conversaciones y la gran y suave cama oriental. Todo es perfecto.

Sin embargo, estoy triste, porque todo es perfecto, pero relativamente. Hugh, por ejemplo. Hugh, tras una semana de duro trabajo, debe abandonarme para estar junto a su familia, con la cual no se siente feliz. Hugh, que querría quedarse a mi lado. Así que me doy tres golpes de pecho, en contrición perfecta, con regalitos, atenciones y mucha comedia. Mon Dieu! Voy a ponerme la bata de satén que le gusta y voy a estar tan amorosa, tan amorosa, que será mi penitencia de mañana. Henry telefonea cada día temiendo que cambien nuestros planes. Y con un divertido sentido de la propiedad, está tomando posesión de Louveciennes y de mí. ¡Va a decirle a Emilia cómo quiere que le haga el filete!

Mucho de lo que leo de Rank ilumina lo que yo pensaba del artista. ¡Qué esfuerzos hago para entender! Hay momentos, cuando Henry me habla, en que me siento verdaderamente cansada, como mujer que se esfuerza por entender los conocimientos más difíciles. Tiemblo pensando que un día fallará mi mente, que no estará a su altura. Sin embargo, como Louise, tengo la sensación de que puedo llegar a entender todo, de que a la edad de Rank podré escribir un libro como el suyo, pero soy mujer, lo sé, y la mente de la mujer es imperfecta o, mejor dicho, es insuficiente. No debiera ser tan ambiciosa. Mi ambición me agota. Necesito que Rank, Henry y Allendy hagan las grandes tareas. Yo haré mi tarea de mujer. Aprenderé lo suficiente, entenderé lo suficiente para que Henry pueda hablar conmigo.

El pendant de la observación de June acerca de mi falta de olor: Emilia va a limpiar después de haber tomado yo un baño y dice: «Es maravilloso entrar en el cuarto de baño después de haber estado la señora[6]; huele bien —fragante—. Antes, con las dos señoras para las que trabajé, odiaba entrar después de que se bañaran, tan mal olía».

La adoración que Emilia siente por mí se basa en mi «bondad», en mi «rareza» y en mi «belleza». Le encanta acariciarme el cabello porque es sedoso, admira mi elegancia, mis ideas, mi altura. Recoge todas las fotos mías que tiro y las guarda en su alcoba. Le gusta Henry y la alegría que nos une. Miente por mí, me sirve, me protege, haría cualquier cosa por mí y trabajaría por nada.

Nochebuena. Sólo una anotación. Cambio de atmósfera, de vida. Henry está sentado en mi escritorio, eligiendo entre las numerosas notas para que yo pueda encuadernarlas. Mi mesa está cubierta de manuscritos suyos. Sus libros de consulta están alineados delante de él. Está en mangas de camisa. Aquellas notas que tan abrumadora impresión me produjeron cuando las leí por primera vez, en el reverso de sus cartas desde Dijon. Aquellas notas sobre sus aventuras, su bohemia, su vida Bubu, que él vive con una plenitud raramente experimentada por un hombre.

Estoy echada en el sofá, con el número surrealista de la revista This Quarter.

Es la primera vez que escribo en mi diario delante de Henry. Me siento incómoda y torpe. Al mismo tiempo necesito escribir, igual que un borracho necesita beber. Todo centellea dentro de mí, como si alguien me presionara en los párpados cerrados. Centelleo. Cuatro o cinco imágenes superpuestas: Hugh en Londres con su familia. Allendy en la Sorbonne. Madre sola, triste por los grandes cambios de su hija. Ya no hay más deberes. Ya no hay Navidades. Sólo Henry y yo, trabajando juntos en la paz de Louveciennes. Suenan las campanas de las iglesias. La serenidad que da saber lo que es la suprema y divina perfección. El mundo, por fin, está enfocado. Esto es el centro. Y, es curioso, el centro sólo puede serlo de un círculo cerrado, por supuesto, lo que nunca supe antes, porque yo era sólo una luna creciente, un semicírculo, curvado y abierto, con doloroso anhelo, inclinado al vacío circundante, brazos extendidos a la nada, línea inacabada, vida no redondeada, curva incumplida, suspendida sobre el mundo, pálida en su angostura, ahora brillante y redonda, redondeada, completa en su geométrico esplendor, en su totalidad, en su plena magnificencia. En la Nochebuena brilla la luna llena y por eso es sagrada; por eso tocan las campanas, surge la música y la gente sube con pasos quedos la escalinata de la catedral; por el milagro de la plenitud, grande y redonda, entre el hombre y la mujer, por el milagro de la totalidad.

Henry dice a veces, cuando está de un humor disparatado: «¡No pongas eso en tu diario!».

Henry y yo nos hemos puesto a trabajar. Escribo tres páginas con material de sueños. Él trabaja en su folleto. Llueve. Pongo índice al diario. No sé acostumbrarme a esta plenitud. Nado en ella, la exploro. Miro con ojos abiertos su exuberancia: hace cabriolas en mi cuarto, desnudo. Nos hablamos aturdidos. Tengo dosis fantásticas de ideas. Ideas sobre una suave cama de carne. Estoy maravillada. Me hundo en mi placer con oriental delicadeza.

26 de diciembre de 1932

Aquí, mis pensamientos corren paralelos a los de Rank: «En la homosexualidad griega, el maestro, fuera filósofo o escultor o, en otras palabras, artista de la vida o de la forma, no se contentaba con enseñar al discípulo o protegido sus doctrinas o conocimientos. Sentía el verdadero impulso artístico de transformarlo a su propia imagen, de crearlo».

Miro lo que escribí acerca de Ana María: «Me doy cuenta de cuánto me he alejado del verdadero lesbianismo y que es sólo la artista que llevo dentro, la energía dominadora, la que se expande para fecundar a las mujeres bellas en un plano que es difícil de aprehender y que no tiene en absoluto nada que ver con la actividad sexual ordinaria. ¿Quién creerá en el aliento y la altura de mis ambiciones, cuando perfumo la belleza de Ana María con mi conocimiento y experiencia, cuando la domino y la cortejo para enriquecerla, para crearla?».

Henry escribe a máquina como un loco. Se detiene para deslumbrarme con sus palabras. Horas y horas de charla y trabajo. Henry es tan sabio conmigo y con mi trabajo —es bueno para el artista—, se preocupa porque cree que soy demasiado femenina, que dedico demasiado tiempo a la casa, a él y a los demás, que eludo la gran obra final de mi arte, que la evito con mi diario. No es que crea que debo dejar el diario, sino que, simplemente, un problema desplaza al otro y que el arte debe eclipsar al diario. El diario es una huida de mi problema artístico, me facilita lo que me falta de comunicación con los demás, la camaradería, pero ahora experimento la necesidad de hacerlo más artístico o convertirlo en un cuaderno de apuntes para mi obra creativa.

Sin embargo, cuando dispongo de media hora libre, la dedico al diario. Es como un camino en círculo hacia el libro. La página del diario es mi punto de partida. Henry quiere verme salir, libre, y que produzca más arte y menos diario. Creo que tiendo a hacerlo.

Ahora, precisamente, me siento como una mujer en el paraíso, llevando la casa, subordinando todo al trabajo de Henry. Está escribiendo maravillosamente bien, con amplitud y profundidad. Es un placer ver su mesa atiborrada. Está todo tan bien que creo que es la primera vez que se siente seguro y dispone de todo lo que necesita para trabajar, sin miedos ni interrupciones.

No creo que la artista que llevo dentro esté en peligro, porque, ciertamente, todo cuanto doy a Henry me lo devuelve con creces.

Por supuesto, no he trabajado. He flotado en mi contento como mujer. Peligro, peligro, supongo. Pero Henry vigila. Y, después de todo, como mujer, exclusivamente como mujer, he sido raramente feliz con esta plenitud.

«Llevamos una vida cómoda», me dice Henry, mientras me habla de Jung, Ulises y Rank. Me hace que le lea a Spengler mientras sus ojos descansan del trabajo. Me mantengo siempre alerta. He sido sacada de mi universo en miniatura de mujer, siempre dando vueltas alrededor de personas —Joaquín, Hugo, Eduardo, June, Henry, Allendy, Ana María— y floto en unos mundos nuevos y extraordinarios.