25 de agosto de 1933

Beso en mi cuarto de Valescure. Mi Padre recoge un escarabajo del camino para que nadie lo pise. Habla de fracasos, de música desde un ángulo filosófico. Abandona sus costumbres durante el viaje. Indolencia y tolerancia. St. Canna y calor. Su asombro ante todo lo que sucede es igual que el mío.

Lo amo cada noche por diferentes razones. Su ingenio. Invenciones fantásticas. Tristeza por la injusta opinión de Madre. Escrupulosidad enfermiza por el dinero. Su preparación de mi baño en Alès.

Cómo me atemorizaban su reserva y su sentido crítico. Me ponían enferma enseguida. Lado placentero. Bromas sin fin. Pregunta si me he acostado con Henry. Mi primera mentira. No. No, la tercera. Codos sobre la mesa. Paseos con la cabeza inclinada. Sólo le gusta expresar por escrito sus sentimientos, sus cumplidos. Pero sé que cuando dice «C’est bien», todo es perfecto.

Su opinión sobre Henry, sacada de nuestras charlas, aunque nunca lo he criticado: «Henry es un debilucho que vive a costa de tu virilidad».

Esto me deja asombrada.

—¡Sensatez, sensatez! —grita.

Me quiere sana, fuerte, con amantes que estén a mi altura.

Mi desesperación al despedirme. Su tristeza la noche anterior. Sus ojos soñadores. Su potencia. Sus palabras sobre Maruca, imitando nuestro modo infantil de hablar. Suis facée. Meddé. (Estoy enfadada. Ayúdame). Así decía yo de niña.

Dice que no podría soportar que se supiera nuestra unión física. Eso mataría a Maruca. Que somos suficientemente crecidos para recordarlo todo. Que no hay necesidad de escribirlo. Pero sé que no es verdad. Cuando releo el diario me llevo muchas sorpresas. La fidelidad a los matices de la continuidad y progresión sólo se consigue con la anotación diaria. Para mí es un imperativo. Y una especie de suprema traición. Porque Padre me ha pedido que no escriba. La fidelidad al diario parece obligarme a escribir cada vez, a pesar de los débiles reproches de Eduardo, la ansiedad de Hugo, los miedos de Henry, las quejas de Joaquín y, finalmente, mi promesa a Padre.

Louveciennes. Por la tarde. Estoy triste, triste, triste. No puedo soportar dejarlo. Estoy obsesionada con él, sólo con él. No quiero nada ni a nadie más.

No lo he amado bastante. Ha surgido ante mí como un gran misterio. Me ha deslumbrado, espantado.

30 de agosto de 1933

Viene Henry y, misteriosamente, la continuidad de nuestro amor sigue sin romperse. Fluye como un río, instintivamente. Puedo romper con el Henry de mi mente, el Henry que los demás ven. No puedo romper con el Henry cuya voz oigo desde el jardín y estremece mis entrañas.

Cuando Henry se va, recuerdo las palabras de Padre: «Debemos ser solos, tú y yo. Nadie más. Concentración. Ningún Henry».

—¿Qué más puedes querer —me dijo— que un marido caballeroso y un amante ardiente?

Nadie conoce a Henry, que me habla tan juiciosamente como habla a los demás de modo destemplado y torpe, como si la temperatura y el clima de mi confianza lo refinaran. Lo miro y es un todo, con la voz de su obra, el tono de su propia seguridad, de sus certezas. Es pálido y sereno y, sin embargo, fogoso, concentrado.

Lo miro delante de Fraenkel, y lo veo encendido, nervioso, tartamudeante, parece disperso, perdido. Tambaleante y confundido. Sí, perdido. Cuando está mejor es con su obra y conmigo. Lowenfels tiene que decirle: «Cállate. Sabes que no quieres decir lo que dices».

Carta a Padre: No pude escribirte anoche. Pienso en ti constantemente. Me desperté rodeada de tus sueños. Con tu imagen cerca de mí, trabajo tan sólo con la mitad de mi mente. Todo, todo lo demás se ha desvanecido. Mi trabajo es para ti. Desearía que fuera más hermoso. Mi diario es para ti. Por ti quiero hacer, haré esfuerzos renovados, cualquier cosa que te produzca alegría. Hay veces en que siento que lo absoluto que me das me sobrepasa, me desborda. Por eso no debe sorprenderte que te ame cada hora del día, no ciegamente, sino porque eres hermoso y tú mismo cada minuto, siempre, incluso en esos momentos que te causan embarazo. ¿No sabes todavía lo que es ser amado por ti mismo, completamente, por ese misterioso que aparece cuando piensas que eres menos hermoso, menos adorable? Con infinito y valiente esfuerzo has añadido a tu ser todas esas hermosas perfecciones; pero, aunque hoy te despojaras de ellas, como de una prenda de encajes, permanecería tu quintaesencia en el eje, en el corazón que emite tantas aspiraciones, tantas creaciones. Tu ser incandescente, tal como lo veo, mi gran, gran amor. Por eso puedo pensar en ti en el momento en que yaces enfermo, cuando más derrotado te sientes, y cuando estás menos derrotado. Me gustaría que mi carta te llegara en ese momento, porque lo que te distingue de los demás hombres es tu eterna preocupación por los sueños de los demás. Pero no eres consciente de los sueños que tú mismo impartes y por esa razón quiero revelártelos. No sabes que enseñas a superar los momentos más desalentadores de la vida con una rara nobleza y tenacidad. Otro se deformaría, o su imagen se deformaría, ante los acontecimientos externos. Pero nunca tu imagen. Lo transformas todo, sea la enfermedad o la fatiga; prestas a todo otro color, siempre otra hermosura.

Dijiste: «Cuando pienses en mí, recordarás todo esto con pesar». Y esta noche pienso que daría cualquier cosa por estar a tu lado en cualquier momento de tu vida, porque todos ellos son hermosos. ¡Y qué maravilloso es poder admirar a quien se ama! A plena luz del día, con entera lucidez. Como se mira al sol. Y así vendré a verte cuando sea de mañana y, por la manera de mirarte, sabrás que te amo, que tu voz me conmueve y también tus ojos, y tu brillante sonrisa, y el sonido de tus pasos. Voy a verte y me siento feliz, temerosamente feliz, porque estoy cerca de ti.

Me gustaría que nuestro amor fuera también un gran descanso. Nuestras vidas están llenas de esfuerzos, de combates hercúleos para ascender, para superarnos a nosotros mismos en todo, para engrandecer nuestras almas, para perfeccionarnos, desarrollarnos, evolucionar… Difíciles ascensiones, casi dolorosas, aspirando siempre más alto, siempre persiguiendo nuevas visiones, rechazando lo que fuimos el día anterior.

Olvidamos gozar, gozar de todo lo conseguido. Me gustaría descansar en ti, contigo. Amo nuestros momentos de serenidad y tu manera de hacerme reír. ¡Y cómo puede ser tu risa! Será nuestro sabbat, pero no un domingo, sino un séptimo día que nosotros inventaremos. Al alba del séptimo día, mientras comemos nuestros Quaker Oats, tú dirás: «Es bueno». Y sabré que puedo ser feliz, porque será el juicio definitivo que de ti esperaba. Y tú, cortésmente (porque eres divinamente cortés), deberás admitir también mi «Es bueno». No deberás ser irrespetuoso y decir: «Oh, no sabes nada. Estás enamorada». Proclamo que eres grande, que no hay nadie en el mundo como tú. Voy a sentarme en tu cama y extenderemos delante de nosotros todo lo que tenemos, todo lo que poseemos, en lugar de nuestro eterno «Deseo, necesito». No más pesares ni pensamientos; por ejemplo, que no has hecho, creado o dado lo suficiente. Serán los días de nuestro gozo. Nos alimentaremos de gozo. Y luego, como consecuencia de ese séptimo día, crearás una música tan maravillosamente bella que yo te recompensaré con otro séptimo día y una manera de mirarte que será inconfundible. Pero, por hoy, estate contento. Descansa. Diviértete contemplando al hombre que amo. Y no soy fácil de complacer, pues me ha costado veinte años encontrarte. Tenemos una debilidad por los fantasmas; tan pronto como vemos pasar a nuestro lado una nueva perfección, salimos tras ella, olvidando el almuerzo o la cena.

Durmamos un poco, gozosamente, mientras estás en Evaux. Me acusarás de cantarte canciones de cuna. Pero eso es porque creo que los dos hemos abandonado «la dirección de los recelos».

Te beso suavemente en los ojos, cuya mirada me hizo llorar cuando te dejé. Siento que tu mirada penetra toda mi vida. En todas partes veo tu imagen. Solamente.

31 de agosto de 1933

Hugo se va a Ginebra y la primera noche no envío a buscar a Henry. Ahora me parece que mi Padre lo sabrá, lo sentirá. Toda mi atención está fija en escribirle cartas cada día, cartas de amor que cubran e iluminen su enfermedad, sus días grises, su soledad. Estoy obsesionada con él. Me gustaría verter sobre él el amor que le di a Henry, aun cuando sé que no es el mismo amor. Busco nuevas palabras, nuevas regiones y nuevos sentimientos. Es tan diáfanamente diferente.

4 de septiembre de 1933

Cada día crece la distancia que me separa de Henry, causada por su gran falta de comprensión. No comprendió a June, y a mí me comprende a ráfagas. No comprende a Lowenfels ni a sí mismo. Vive constantemente en un mundo deformado. Inspiraciones, creaciones, invenciones, mentiras, demencia.

La tarde con él en casa de Lowenfels me aburrió, no me dio nada, me dejó con las manos vacías y terriblemente desilusionada.

Miré a la esposa de Lowenfels y pensé: si Henry la amara, no me importaría. Ahora no piensa en ella, pero ella lo desea, lo cual significa que puede tenerlo más adelante (si yo lo abandonara), por ser él tan débil, tan complaciente. Estaba erizada, celosa de mí. Me sentí cansada. Me gustó ella, su tipo, su atrevimiento, su carácter dominante. Demasiado cansada para hacer nada, salvo escribir a Henry.

Veo en mi Padre la imagen de mis años de espera, de mis años solitarios, una imagen severa de soledad, aliviada por el entendimiento de la sangre. Padre, el creador, tuvo que dar nacimiento a la mujer a quien habría de entregar su alma, y sólo podía ofrecer su alma a su propia imagen, o a su reflejo, a la niña nacida de él.

Contesta a mi carta: No intento siquiera contestar a tu carta, tan hermosa y conmovedora, de esta mañana. Dudo mucho que posea todos los tesoros que tu amor me atribuye. Pero, si no soy como me ves, sí que es cierto que toda mi vida he querido ser algo muy parecido, una aproximación. Si, durante toda mi vida, mediante un esfuerzo sobrehumano y constante, sin miedo y sin arredrarme, he luchado contra todo y contra todos, si he modelado mi alma, cincelado mi espíritu, sublimado mi corazón y armonizado todas las vibraciones de mi ser, era este el oscuro propósito que he perseguido, sin apenas atreverme a confesármelo. Pero, después de cada etapa, me decía: ¿por qué este esfuerzo y para quién? Porque la gente que me rodeaba, extrañamente, no sabía leer mis propósitos, mis intenciones ni mis deseos; todo se malinterpretaba o malentendía. Sufrí horriblemente, sin que en ningún instante se me ocurriera elegir otro camino. Una fuerza secreta me alentó y me guio, y también mi innata necesidad de belleza, de orden, de ritmo, de amor y poesía. Mi vida, dolorosa por el esfuerzo sostenido que exigía, era hermosa por esa misma razón.

Sin embargo, ¿por qué y para quién? Y los años pasaron, pacíficos o trágicos, luminosos o pálidos, breves o agonizantemente largos, sin que en ningún instante me desviara de mi voluntad de elevarme y expansionarme, ensanchando el círculo que me rodeaba, pero encontrándome cada día más solitario. ¿Estaba solo? No. En verdad, llevaba conmigo un mundo de maravillas, más rico, más numeroso y más diverso que todas las muchedumbres humanas y, ciertamente, más auténtico. Luego, de súbito, inesperadamente, viniste hasta mí y, gracias al amor, adivinaste todo esto, lo aprehendiste todo, entendiste todo, hasta lo más profundo de mi ser. Cada fibra mía resonó a tu llamada y exhaló su música; cada fibra, incluso aquellas que pensé que estaban para siempre dormidas. ¿Un milagro? No. Tenía que suceder así. El «por qué» y el «para quién» habían encontrado su respuesta. Alguien entendió la más hermosa parte de mi registro musical, aquel que nunca fue compuesto ni escrito: mi sinfonía, la sinfonía de mi alma completa. Y, de pronto, todos los sufrimientos, todas las fealdades, todas las decepciones, se desvanecieron, transformados en belleza generosa y viva. Todo está corregido, todo recompensado, todo iluminado; e incluso la muerte, al final de la carrera, quedará ennoblecida. Gracias, querida Anaïs.

A pesar del tono bromista de Padre, me estremecí. Lo miré con miedo. Temí ver una cara de anciano, pero no, no, parece más joven que Henry. Henry, después de nuestras orgías, parece destrozado, con las ojeras hinchadas. Padre, no. Arrugas únicamente, una arruga de ansiedad entre los ojos. Unas pocas arrugas en la frente, pero su cuerpo es hermoso, muy hermoso, con una piel de mujer, y los poderosos músculos ocultos, que sólo muestra cuando quiere, y el brillo indomable. No, no, no puede hacerse viejo ante mis ojos.

Cuando llegué a Valescure vino a buscarme solo, pero era imposible leer en su rostro cuáles eran sus sentimientos. Siempre la máscara impenetrable, la frialdad. A veces los ojos mostraban una mirada tierna, parpadeante. Y en el momento de amar, la cara se exalta, se transforma completamente, femenina, jubilosa (aunque nunca se distorsiona) por el erotismo, una alegría luminosa, de éxtasis, la boca abierta.

Sólo después supe que no pudo dormir la noche anterior y que tampoco pudo dormir la noche anterior a nuestra salida para Evauxles-Bains.

En el coche me acarició ligeramente, pero nos frenaba la idea de ver pronto a Maruca. Maruca, tan rolliza y bien hecha, una tanagra, una tanagra con cara de muchacho, la nariz respingona, vocecilla de niña, directa y franca. Me gustó inmediatamente, ¡como un hermano! Me recordó a Thorvald. Los mismos gestos, rápidos y resueltos, la misma sencillez. Es afectuosa y yo lo fui con ella.

Me lleva a mi habitación. Nos sentimos un poco intimidadas. Mira cómo me quito el sombrero, no con mirada crítica, como hacen las mujeres, sino con curiosidad afectuosa, contemplando en qué se ha convertido la niña que conoció en Arcachon y que durmió en su cama.

Le doy el perfume que he traído, con la esperanza de que me quiera. Nos sentamos los tres en la habitación de ellos y hablamos.

Cuando vuelvo a mi cuarto para coger una foto, Padre me sigue y permanecemos pegados el uno al otro, sin atrevernos a besarnos, sólo cuerpo con cuerpo. Y Toby, sí, Toby, siente mi presencia y se despierta. Toby, que levanta su cabeza cuando le hablo. Así que Padre tiene que esperar a que se calme la agitación de Toby.

Mientras Padre duerme, Maruca y yo charlamos. Expansiva, natural, femenina.

Maruca, Delia y yo estamos en la habitación de Padre. Maruca y yo hacemos sus maletas. Él va marcando los mapas de carreteras. Dice: «Esta noche no podré dormir». Yo contesto: «¡Papito,[27] no te parezcas a tu hija!».

Delia, que, cuando él le habló de la primera visita que me hizo, le dijo «Va a enamorarse de su hija, tenga cuidado», me está mirando. Tiene los ojos brillantes y, bajo su aspecto de mujer de cincuenta años, se adivina la niña que lleva dentro. Esta tarde me parece que todas las mujeres son jóvenes e inocentes, que sólo yo cargo con una pasión cuyo rostro debe de parecerles monstruoso, que se me nota en la cara y se interpone entre Maruca y Padre de modo manifiesto.

Duermo con las piernas separadas, deseando a Padre.

Por la mañana Maruca me dice: «Te daré una manta para que tu padre pueda echarse una siesta sobre la hierba después del almuerzo. Oblígale a que se eche, Anaïs; necesita reposo».

Siesta después del almuerzo en la habitación del hotel, en St. Canna. Calor. Hambre e impaciencia. Está como un acero brillante y ardiente.

Noche en Alès. Reímos porque hay una feria ruidosa bajo nuestras ventanas. Oímos la Habanera. Intensidad. Inmensa intensidad interior.

Por la mañana, él me prepara el baño.

Habla de temas generales. Después, se refiere más directamente a Henry y, por un instante, me pregunto si está celoso. Pero sus celos nunca hacen que sea injusto.

—¿No soy yo suficiente? —pregunta.

Miro sus dos aspectos: uno de severidad y otro de súbita ternura. Hermoso cuando se sienta maravillado por lo que nos ha sucedido. Totalmente maravillado. Luego, es joven, tan joven. Y ambos soñamos con ojos claros, exaltados, visionarios.

El orgullo lo mantiene callado. Hay veces en que escucha con una máscara impenetrable. Horas después, o días más tarde, todavía se acuerda: «No te lo dije al principio, pero sentí escalofríos cuando me contaste el episodio de la flagelación. A cuántos peligros te has expuesto».

O, después de hablar un poco del horóscopo, me dice de pronto: «La astrología ha trastornado mi idea sobre el destino. Me hace creer en las fuerzas cósmicas».

En Issoire, voy a su pequeña habitación. Está a oscuras. Dice, como Henry: «Siempre estás húmeda; pronto me harás cocu». En la oscuridad, me habla de su correspondencia con Seriex, el pintor. Siempre en un tono de humor fantástico.

En la enorme habitación del hotel de Alès, cuando se sentó en el borde de la cama para quitarse los calcetines, descubrí la belleza de sus pies. Pequeños y finos, tan delicados como los de una mujer.

Una tarde, sentada junto a él mientras leía, sentí la dulce liberación de mis sentimientos sensuales. Era la primera vez que me compadecía de él desde que establecimos nuestro vínculo sensual, porque hasta entonces yo estaba sometida. Mi amor era sometimiento, sumisión, con una mezcla de temor y alegría. Un impulso frenado por misteriosos obstáculos. Algún defecto en mi confianza. Y ahora me acercaba a él voluntariamente. Poco a poco, con aquella ternura que por sí sola da audacia a mi amor.

Padre me producía respeto. Cuando vi sus pies se convirtió en un ser humano. Cuando lo vi sudando en Evaux, me gustó enjugarle la cara. La perfección posee una incandescencia diamantina que aterroriza. Henry tenía ese miedo de mí.

Intimidad. En Evaux busqué la intimidad con este hombre que nunca se ha entregado por miedo al dolor y por orgullo.

Cada noche lo amé por distintas razones. Su fantástico ingenio. Su modo alegre de narrar historias, sus improvisaciones.

Despertó mi conciencia racial. Recuerdo que una vez le dije a Eduardo: «Para amar, ningún idioma me llega tan hondo como el español. Sin embargo, nunca he oído palabras de amor en español».

Cuando Padre dice «Ven, ven, mi alma» o «¿Me quieres de amor?», las raíces, las raíces de mi sangre se estremecen. Mi sangre tiembla. «¡Ven, ven!».[28]

En el centro de la confianza, la sabiduría, la sabiduría de sus años. Me río. No tengo nada, salvo confianza. De él sólo temo su sentido crítico, frío, letal. Lo mejor de mi amor por Henry era, por ambas partes, la confianza y la falta de sentido crítico.

En nuestra última noche, poco después de nuestra unión, la tristeza, como un velo, cubre su cara. Una tristeza súbita y absoluta. Lo miro, y yo, que lo veo con los tentáculos de mi propio conocimiento, sé que, bajo la superficie de este hombre, hay misterios, profundidades insondables, regiones desconocidas que se extienden hasta el infinito. Inaprensibles. Miro su tristeza. La conozco. Es la conciencia inmediata, instantánea de lo que está ocurriendo y que, con tanta frecuencia, envenena mi contento.

La llama sensual. Anhelo una noche con Henry. Una noche entera. Y hago trampas para conseguir esa noche.

En Clichy, leo sus últimas páginas. Henry dice: «Empleas todos tus superlativos con estas páginas. ¿Qué te va a quedar para mi próximo libro?». Pero no espera mi respuesta. Me besa.

—Hazlo durar —le digo.

Pero nos excitamos tanto que es imposible. Y caemos dormidos juntos. Toda la noche siento su cuerpo cercano. No dormimos bien, pero es una gloria estar allí. No estoy cansada. Por la mañana, bien temprano, atravieso toda la ciudad corriendo para estar en Louveciennes a tiempo del desayuno de Hugo.

Hugo se siente muy contento porque le dejé una nota prendida con un alfiler en la almohada: «Hubiera preferido quedarme contigo. Siento haber prometido que iría hoy. Buenas noches».

Corro a mi máquina de escribir y escribo a Padre.

Bailo.

Viene Eduardo. No estoy cansada. Paseamos juntos. Nos sentamos en la muralla del foso del castillo. Como niños extasiados, puros, jugando ilusionados.

—¿Ves esas bayas blancas? Deberías tener los ojos como ellas —dice Eduardo.

—Pero esas bayas tienen flores. Si yo tuviera los ojos así, con flores, vendrías y las cortarías, y cuando Hugo volviera a casa, preguntaría: «¿Quién le ha cortado los ojos a mi esposa?».

Allendy, Eduardo, Henry, todos comentan lo bien y saludable que se me ve. Esta mañana, al amanecer, Henry me miró extrañado: «No pareces una persona que no ha dormido en toda la noche».

Nunca me he sentido tan bien. Oh, Dios, es increíble. Tan fuerte. Escribo a máquina durante horas. A este paso, en una semana, habré copiado diez volúmenes. Intento acabar las copias para poder guardar bajo llave los diarios, para siempre.

Días culminantes.

Sensual, creativa. Siento la llama del sexo, la llama de mi mente, las llamas de mi sueño. Una vida como una hoguera. Poder. Pensamientos aleteando en el aire, cortando el aire con alas de acero. Deseo flotante al ritmo de las algas. Sueños y fantasías como remolinos de viento, y risas.

—Eduardo, querido, lo hemos intentado todo. Tengamos ahora una relación homosexual.

Lo que hay en su mente: Sólo un hombre como el padre de ella, cuyo horóscopo dice que es un sensualista ardoroso, podría satisfacerla.

Durante la nuit blanche pienso: Henry, mi amor, ahora sé amarte mejor porque no puedes hacerme daño. Sé amarte con más alegría. Más despreocupadamente. Puedo resistir espacio, distancia y traiciones. Sólo el mejor, el mejor y el más fuerte. Henry, mi amor, vagabundo, artista, infiel, que me has amado tan bien y tanto. Créeme, nada ha cambiado en mí hacia ti, excepto mi coraje. Mi cabeza es fuerte, pero, para entrar en el amor, necesito milagros, los milagros del exceso, al rojo vivo, ¡y dualidad!

Tiéndete aquí, respira en mi cabello, sobre mi cuello. De mí no recibirás ningún daño. Ninguna crítica, ningún juicio. Te llevo en mi seno. Ninguna madre juzga la vida que se agita en su seno. Tú, que escribiste aquellas palabras: «Mediante algún accidente insondable, te encuentras fuera de las paredes del útero y nunca puedes regresar, nunca, por más que reduzcas tu tamaño. Has sido expulsado, estás fuera, y tu equipaje te sigue al poco, una bolsita sanguinolenta que contiene cosas sin importancia. Y te sientas en el umbral del seno de tu madre».

9 de septiembre de 1933

A Henry: Anoche me quedó pendiente algo de poca importancia, después de leer que piensas que June se sacrificó por ti al confiarme tu cuidado. Henry, ¿crees realmente que yo, por ejemplo, dejaría de cuidarte y te confiaría al cuidado de otra mujer, mientras me quedaran fuerzas para hacerlo y mientras te amara? ¿Y por qué June dejó de cuidarte antes de que yo apareciera?

Padre acostumbraba a llamarme, en broma, «petite poire», «ingenua», «prima» en argot. Sí, a veces la gente cree que hago el primo con Henry, por su inocencia y candor fingidos, por su irresponsabilidad. Lo que él confiesa, yo se lo perdono. Y lo que pide que se le perdone, yo lo olvido. Puedo hacer el primo con Henry como él, todavía, hace el primo con June. Nuestra confianza es a prueba de fuego y agua.

Su tristeza por mi marcha, cuando me vaya a Valescure en octubre, en lugar de pasar un mes con él, tal como habíamos planeado desde hace un año, es auténtica, sólo atribuible a su amor. Sin embargo, por amor es incapaz de gastar menos dinero en discos cuando ve que estoy en las últimas. Su pasión por la música me parece maravillosa e inmediatamente me parece correcto lo que hace. Sus notas están bien encuadernadas, mientras que yo no puedo pagar a la copista para que pase mis diarios a Bradley. A pesar de todo esto, su trabajo da gloria, su trabajo es más importante que el mío. Estoy absolutamente segura de su genio. Cuando leemos aquellas páginas, su perfección rebasa cualquier cosa. Todo lo demás pierde importancia. También los discos las alimentan, como las películas y los cafés. Y de este modo todo queda absorbido por su trabajo, que justifica mil veces al hombre.

10 de septiembre de 1933

Sueño: Estoy en un tren. Mis diarios están en la maleta negra. Recorro los vagones. Viene Hugo y me dice que la maleta con los diarios ha desaparecido. Ansiedad terrible. Oigo decir que un hombre ha quemado mis diarios. Me pongo furiosa, dolida por la gran injusticia. Pido que se lleve la maleta a los tribunales; el hombre que ha quemado los diarios está allí. Se parece a Joaquín. Espero que el abogado que me defiende y los jueces vean inmediatamente que este hombre ha cometido un gravísimo delito, que no tenía derecho a quemar mis diarios. Pero los abogados no hablan. Los jueces parecen apáticos. Nadie dice nada. Tengo la sensación de que el mundo está en mi contra, de que debo hacer mi propia defensa. Me levanto y pronuncio un discurso elocuente y apasionado: «En esos diarios pueden ver que fui educada en el catolicismo español, que mis actos posteriores no fueron pecaminosos, sólo una lucha para reaccionar contra mi prisión». Hablo y hablo. Me doy cuenta de que todo el mundo reconoce mi elocuencia, pero nadie dice nada. Uno de los jueces me interrumpe para corregir mi lenguaje. Digo: «Naturalmente que sé muy bien que no puedo hablar un francés jurídico puro. Le ruego que perdone las inexactitudes». Pero esto no impide que continúe con mi apasionada defensa y acusación. Pero todo el mundo permanece inerte. Mi gran desesperación termina por despertarme.

Sueño la misma noche: Henry me dice: «Sabes que un escritor lo necesita; esta semana he ido con cinco putas y con una mujer que no es puta; era más bien brillante, parecida a ti». Me lo dice con un gesto malicioso, como hace a veces cuando se confiesa. «Tengo deudas, porque he comprado más discos». Desesperada, empiezo a sollozar. Me pongo las manos en las sienes y grito: «Oh, dame drogas, por favor, dame drogas. No puedo resistir esto».

14 de septiembre de 1933

Henry, en contestación a mi nota sobre June, me dijo: «Tienes toda la maldita razón. Pero tengo que engañarme para escribir mi historia. Es la historia de un loco que, además, está ciego».

Hugo dice que hago cosas para escudriñar en la cabeza de la gente. Demasiado complicado, dice bromeando. Proporciono a mis enemigos los instrumentos con los cuales pueden atacarme después, por mis excesivos escrúpulos con respecto a mí misma, como mis bromas sobre mis celos o mi aceptación ante su hermana de los errores cometidos con Hugh y Eduardo. Nadie se pone a merced de los demás como yo lo hago. Nadie es tan sincero como yo cuando admito que soy una embustera. Pero cuando los demás emplean mis confesiones contra mí, a mis ojos ya están perdidos.

Maruca me llevó a casa de Padre. Vi allí una fotografía suya, de cuando tenía treinta y cuatro años. Me enamoré de esta imagen por su fuerza interior. El rostro antes de que el QUIERO se afirmara. El rostro de su éxtasis, de su momento amoroso.

Me aturdió y me entristeció.

He colocado la fotografía sobre mi escritorio. Es un rostro que sólo veo cuando está en mis brazos, la mujer que tanto me sobrecogió en Valescure.

Y luego me di cuenta de que me estaba enamorando de un reflejo, de una sombra, de un rostro que se está desvaneciendo, y me invadió todo el horror del envejecimiento de Padre y sentí escalofríos. Su edad. Y sentí nostalgia de un rostro, de una suavidad que ha pasado, del cual sólo capto su reflejo en el momento de acariciarnos. Mi padre era, a los treinta y cuatro años, el amante de mis sueños. Hoy veo su cristalización y la amo, pero también la odio; la amo como se ama la sabiduría. Odio su cercanía a la muerte, como odio el desapego de Allendy, la saciedad de experiencias de Henry. ¡Soy siempre demasiado joven!

Lo que me hace capaz de dar a Henry la indulgencia, la libertad y la indiferencia que necesita son mis propias infidelidades. Si soy la única entre sus amigas y amantes que no espera desesperada un retrato justo de ella misma, es ¡porque sé que puedo hacer mi retrato mejor que el mismo Henry! Lo que hace que yo sea la compañera adecuada de Henry es que puedo reírme de él ahora que no dependo de él humanamente. Y así sé estar a la altura de sus payasadas y conservar mi buen humor. Estoy empezando a querer herirlo. Estoy contenta de haber herido a Eduardo. Y estoy contenta de saber que puedo herir a Henry en cualquier momento.

Lowenfels está dolido por el retrato que Henry ha hecho de él. Cuando lo alaba, es falso; cuando lo caricaturiza, también es falso. Henry está verdaderamente loco, de un modo intenso.

Esta noche voy a castigarlo por su costumbre de deformarme delante de sus amigos, como hizo con June. No sabe ser sincero ni admitir admiración o amor cuando está comido por los celos. Siente celos porque Lowenfels me admira, así que finge que no me admira. No voy a aparecer por Clichy como le había prometido. Y quiero gozar con esto; quiero empezar a torturar a Henry. Le escribe a Lowenfels: «Una copia al carbón para mi patrona» (es decir, yo). Luego me explica: «Y esa línea dura y cruel acerca de mi “patrona” está escrita a propósito. De otra forma, habría caído en sus garras». Lo cual significa: Sin eso, Lowenfels sabría que yo te amo y me habría atormentado. De esta manera, aparento que no me importa.

Aunque lo entiendo, quiero que Henry sufra un poco.

17 de septiembre de 1933

Me lo pasé bien. Anoche, a las nueve, pensé: ahora Henry empieza a impacientarse. Y a las diez: ahora Henry estará un poco preocupado.

Hoy me dio la risa. Ya no estoy enfadada. No sé de dónde he sacado este fondo inagotable de tolerancia con Henry. Creo que está un poco loco. Escribe páginas grandiosas. Siempre hará las cosas más inexplicables, más estúpidas, más bajas, más vulgares y más innobles. Vive para negar la lógica, la nobleza, la moral, lo humano. Y me río. Qué tontería, Dios mío. Qué niño tan perverso y tan irresponsable. Es sólo divertido, errático, contradictorio. Tiene que decir lo contrario de lo que siente y piensa. Es simple terquedad. No vale la pena enfadarse por eso. Sólo tonterías. Mi pobre Henry. ¿Por qué no puedo enfadarme con él más de un día?

Telefonea.

—¿Qué ha ocurrido, Anaïs? He estado preocupado.

—Nada. Salí con otro.

—No entiendo.

Nunca se imagina que haya podido estar enfadada.

—¿Puedo ir para que me castigues? —me pregunta.

Lo esperé regocijada. Sabía que no estaba enfadada, que entendía a Henry demasiado bien para enfadarme, pero me gustaba el juego. Vigilé la llegada de Henry a la casa. Tan pronto como apareció en la puerta, supe que siempre lo perdonaría. Siempre.

Me di cuenta de pronto de que si dejaba de creer en mi Henry, se encontraría perdido, no podría encontrarse más a sí mismo, no sabría dónde estaba. Ahora cuenta con mi confianza. Si digo que sus afirmaciones crueles son tonterías, si no me dejo engañar por sus mentiras, seguirá entero. El recelo de los demás es lo que lo hace tan terco.

—¿Te has burlado de mí? —volvió a preguntarme, ahora seriamente. Sonreí, e insistió—: ¿Saliste anoche?

No le contesté. Hicimos el amor. Después de las caricias, le dije: «No me burlé de ti anoche». Y eso fue todo.

Aquí casi perdí mi deseo de hacer sufrir a Henry. Es verdad que siempre es honesto. Me cuenta todo. Pero ¿no es esa otra manera de hacer daño también?

Realmente me es imposible atormentar a Henry. Es como aliarme con el mundo contra mi propia carne y mi propia sangre. No puedo ponerme contra él porque me siento muy cerca de él, terriblemente cerca. Hoy, por jugar, fui más dura que nunca, pero no obtuve ninguna alegría. Siempre estoy a su lado, con él, contra el mundo. Me río con él, incluso si es en contra mía.

19 de septiembre de 1933

Henry rebosa de ideas con un júbilo enloquecido, ideas burlonas, grotescas; su modo de comprender a la gente se parece a las figuras de los africanos primitivos, deformidades de la imaginación para imitar el sentimiento, no el objeto, para conseguir la visión interna de la persona, no la observación de la realidad, igual que hago yo, que trato siempre de llegar a lo más hondo de Henry, a través y más allá de la realidad.

El estímulo tramposo de lo nuevo. Lowenfels no dice nada nuevo, nada que Henry no haya leído u oído ya de Fraenkel o de mí, pero es la experiencia con un hombre. Me río para mis adentros de las banalidades de Lowenfels. Siempre que Henry anuncia «Lowenfels dijo algo bueno», espero y no hay nada nuevo. Pero para Henry sí. Y pretendo ahora justificar a Henry. Lowenfels es un charlatán. Pero no importa. Henry se alimenta de cualquier cosa. Hasta de las sobras de la basura. Pero luego es el productor, el generador, el inventor. Es realmente, la mayor parte del tiempo, el hombre más solitario del mundo.

La cuestión estriba en saber si, para ser lo que hoy es Henry, mi amor le ha dado más fuerzas que irritación, guerra y dolor. Necesitaba lo que le he dado y lo que June le dio. Cada una con su karma, bien lleno, bien representado, plenamente realizado. Ojalá sea yo tan fecunda en mi papel como June lo fue en el suyo.

Bradley es un sádico literario. Goza con las sátiras, las críticas malhumoradas, las atrocidades.

—Henry —dice— no aparece como un personaje. El perfil de su trazado y escritura es excesivo, superintenso, exagerado, inhumano…

Se lo discuto.

—No puede negarse que hay una gran afinidad literaria entre tú y Miller. Tu escritura es la contrapartida femenina de la suya. Pero tenéis las mismas virtudes y los mismos defectos. También él posee elementos maravillosos que no encuentra manera de expresar. Estás absolutamente en el camino equivocado, el romanticismo, los simbolistas. Algunas de estas páginas podrían ser de 1840.

Pero ahora llega su verdadera queja. La esperaba, la había adivinado, aunque, por un momento, mientras hablábamos, la perdí de vista. Incluso le había dicho a Henry cómo se sentiría Bradley.

—Por supuesto —me dice—, el problema es que conozco a Miller. Habría sido mejor que no lo conociera, porque comparo continuamente tu retrato, y no estoy de acuerdo con él. Creo que lo supervaloras, que te lo has inventado.

Sin embargo, los ataques despreciables y mezquinos de Bradley despiertan mi espíritu de lucha. ¡No puedo perdonarle la efectividad de sus condenas injustas, estrechas y literales! ¡Pero voy a trabajar con furia vengativa contra todo el mundo! ¡Para demostrarles que soy una escritora que tiene derecho a escribir sobre dos escritores!

Mi atracción por Artaud, tan enfermizo e impotente.

En estos días, cuando mi cuerpo ha gozado de mejor salud, me han invadido los pensamientos más mórbidos y me he complacido y solazado con ellos. Me he convertido en una experta en detectar las señales de los celos en los demás. El más imperceptible temblor de un párpado, la sombra fugaz de una pupila, un punto de luz, todo esto lo capto inmediatamente en el rostro más inexpresivo. En una habitación donde no veo todo lo que ocurre, siento cosas e interpreto la palabra más breve, más ligera, como reveladora del deseo inconsciente.

Mi afición a asomarme a un balcón que da a dos calles. Casas en una esquina, sentimiento de dualidad, dos calles separadas, partición y alegría, como si sólo entonces conociera la totalidad. Hace tiempo, vi en un sueño un balcón parecido que pertenecía a Proust. Da la casualidad de que Bradley tiene uno, y su habitación, la habitación de mi sueño, también tiene las paredes cubiertas de libros. Una profecía.

Estoy sobrecargada de sueños y melancolía. No quiero ir a Valescure. No me entiendo.

¿Viajar? Para viajar, a una le tiene que gustar el cielo, el campo y enamorarse de las ciudades, pero hay que mantenerse alejada de los individuos. El remedio, el secreto de la felicidad, es eso: amar el universo con sus aspectos cambiantes, sus maravillosas antítesis y sus analogías aún más maravillosas. El mundo exterior se convierte así en una fuente inalterable de alegría, y es tanto más perfecto cuanto más somos su único espejo; el aturdimiento y las heridas sólo provienen de los seres humanos.

—No es el Olimpo, sino sólo Montparnasse —dice Bradley—. Tiendes a ennoblecer y embellecer todo.

Está completamente equivocado. Somos más grandes que Montparnasse por nuestra visión de nosotros mismos, de las cosas, de los niveles. Si soy culpable de exageración, también es cierto que puedo ir a Montparnasse y experimentar cosas que nadie podría. Y Henry no es Montparnasse, Henry no es Drake [Lawrence], ni Farrant, los drogadictos, ni Titus* [Edward], ni el perro de Titus, ni los fracasos, ni los pequeños artistas que hablan solos para convencerse de que viven.

Quiero rendirme, ceder al ímpetu de mi sueño, como en una corriente, una fluidez psíquica sin pensamiento. Mi mente era sólo para los otros, una garantía para ellos. Dejemos que se hunda.

Estoy contra mi Padre porque es todo mente y razón.

Quiero vivir sola en habitaciones de hoteles desconocidos.

Perder mi identidad.

Mi memoria.

Mi hogar, mi esposo y mis amantes.

21 de septiembre de 1933

—¿Es eso todo lo que vas a enseñarme? —pregunta Bradley.

—Eso es todo lo que hay de esta historia —contesto.

—Entonces, ¿qué te ha estado copiando Mademoiselle R. durante todo este tiempo? ¿Por qué no puedo verlo?

—Eso pertenece a otros temas. No a June y Henry.

Es curioso. ¿Curioso de qué? ¿No de literatura?

Clichy. Henry. En el tren, leí sus últimas páginas, sobre China, sobre la sastrería, sobre un paseo en bicicleta, y las encuentro sonoras, suaves, inspiradas. Borran mi enfado por las banderillas de Bradley. Pero, cuando vi a Henry, le leí todo lo que yo había escrito, y nos reímos juntos, le arrancamos el cuero cabelludo a Bradley, lo hervimos y lo estofamos. Henry acertó en señalar la verdadera causa de mi furia: «Bradley es afeminado, lucha como una mujer, con pequeñas trampas; y estas, como las insinuaciones taimadas y las burlas mezquinas de Eduardo, tienen la virtud de que me sienta como un hombre enorme y apoplético, incapaz de matar una mosca».

Henry me pidió diez francos y salió a comprar Benedictine. Reí histéricamente. Nuestros estados de ánimo obraron otra vez como el vino y la droga, como una sobredosis. Fuerza, sarcasmo y humor.

Pegado a la puerta del retrete de Henry había un papel con su nombre y dirección cuidadosamente impresos.

—¿Temes olvidar tu nombre, quién eres? —le pregunté.

—Me inspiras ideas —dijo Henry.

Henry no le enseñó a Bradley una carta violenta que le escribió en defensa de los diarios dos y tres [de la infancia], porque le pedí que no lo hiciera. Dice: «Me pediste que no lo hiciera», y obedece. Pero, como un niño que goza haciendo travesuras, algunas veces le gusta gastarme bromas con Fred y Rudolf Bachman*. Y me río complacida, porque estoy segura de que lo hace para divertirse. Y, cuando actúa como un insensato, destructivamente, casi siempre puedo encontrar la razón en sus celos.

Me amoldo a mi estado de ánimo somnoliento, cedo al influjo de vagos sueños, acepto la relajación de la voluntad y el razonamiento. Me fundo con el mundo.

Ha dejado de interesarme la piedad. Ya no intento corregir las cosas. Cuando Henry Hunt me contaba ayer las dificultades de su vida con Louise, no sentí piedad ni deseo desesperado alguno de echar su carga sobre mis hombros. Sentí curiosidad, interés, pero sin conmoverme. Le ofrecí comprensión y ayuda, pero sin sentimientos. No voy a intentar curar a Louise. Me complacen los inconvenientes que sufren. Me complacen los oscuros conflictos. Me siento distanciada y diabólicamente divertida. No siento la necesidad humana de mejorar y armonizar, de aliviar el dolor. Algo dentro de mí se ha endurecido con la indiferencia del artista, la indiferencia de la que escribe Henry. Dejo que siga el espectáculo, que el drama siga su curso. Dejo que ocurran los accidentes. Desde que no tengo piedad por mí misma, porque soy más fuerte, siento menos piedad por los demás, lo cual prueba que he estado todo el tiempo compadeciéndome de mí misma en los demás. Una crueldad novedosa. Cuando Henry se va, no estoy agotada. Continúo tranquilamente con mi trabajo.

Sirvo para entender y explicar a los demás. No sirvo para explicarme a mí misma. Me pierdo en el camino. En esto, cualquier revelación es autorrevelación esporádica, no racionalización. Calla, razón. Deja que los actos y los sentimientos hablen por ellos mismos.

Domingo por la tarde

Qué cómico sería que Padre y yo estuviéramos casados. No podría engañarme ni yo a él. Pero pareceríamos inocentes. ¡No sé qué mentiras quedarían por inventar! Llegaría a casa y me diría, como le dijo una vez a Maruca cuando le preguntó dónde había estado: «Pero cómo, vengo de estar en los brazos de una rubia estupenda». Y Maruca se echó a reír, incrédula, cuando aquello era como una de mis divertidas confesiones que nadie se toma en serio, como cuando le dije a Ana María: «Probablemente Hugh no te ha invitado a montar a caballo porque su esposa está celosa y se lo ha prohibido». (Lo cual era verdad, pero Ana María se rio porque no se lo creía). Pero dudo que Padre y yo nos riéramos tan sinceramente como debiéramos. ¡No le gustaría que emplearan con él sus propios trucos!

Sospecho que Padre hace el amor con Jeanne mientras yo me acuesto con Henry. Los dos deseamos siempre poner fin a nuestras carreras amorosas —un fin ideal, ¡un sueño de fidelidad!—. Pero es sólo humo.

¿Quién de los dos será el primero en admitir la verdad?

¡Se necesita mucho valor para admitir semejantes verdades, porque uno teme la venganza!

Tan pronto como uno es fuerte, acepta las consecuencias. Nadie se compadece de los valientes y fuertes. La gente los combate. (June nunca mereció compasión). Hoy soy más fuerte. Por lo tanto seré tratada con menos amabilidad.

25 de septiembre de 1933

Mi rebeldía contra Padre, mi súbita afirmación de independencia, va dirigida contra su influencia restrictiva. (Me opuse a Allendy por el mismo motivo). Mi Padre ha empleado con demasiada frecuencia el «no hagas» y el «mejor sería». Excesivamente. Enseguida me resisto. Estoy en el periodo afirmativo de mi vida. La independencia es más fuerte que mi amor. Que las cadenas del amor.

Henry ha trazado y escrito el plan cósmico de sus novelas, un plan conmovedor, filosófico, metafísico, inspirado en la astrología. Está animado por el orden y la organización. Lo encuentro severamente vestido: camisa blanca, traje formal que le ha enviado su padre (uno que se puso un día que quisimos darnos aires aristocráticos), ¡y se ha cortado los pelos de la nariz! Parece sobrio, frágil, espiritual, noble. Y tierno. Ha observado que nunca en su vida había escrito más y mejor.

—Es desde que estoy contigo —dice con una gratitud amplia y amable—. Escribo sobre violencia y odio. A pesar de eso, soy el hombre más feliz de la Tierra. Me siento siempre alegre.

—Soy tu amortiguador de golpes —le digo.

La virulencia de Bradley ha tenido el efecto de acentuar mi conciencia del rasgo de anotación que distingue a mi diario. Quizá mis enemigos digan que lo que presento como literatura son anotaciones. Mi vida ha sido una larga serie de anotaciones y el resultado ha sido escribir poco. Le debo a Bradley haberme dado cuenta de esto.

Con qué facilidad se llenan de lágrimas los ojos de Henry, compadeciendo a Lowenfels porque tiene que trabajar. Estas simpatías epidérmicas no me las tomo en serio, no más que algunas de mis propias impresiones fugaces, olvidadas al día siguiente. Henry y yo somos los grandes vibradores par excellence. Vibraciones constantes. Mediáticos, fluidos, dóciles, receptivos.

La única diferencia entre el loco y el neurótico es que este sabe que está enfermo. El neurótico no es necesariamente débil porque quiere. Recuérdese. Es que su aparato vibratorio es demasiado sensible.

Sueño con la palabra joder —español para fuck!—, que me enseñó Padre.

Por la tarde. El grave problema del dinero, la presión de las deudas desbaratan el plan de irme a Valescure. Entonces me doy cuenta de que no me duele estar sin ver a Padre durante un mes. Le escribo una carta desesperada. Hugh no va a Nueva York. Habría querido libertad. Hubiera visto a Padre durante diez días.

Sin embargo, estaba en contra de Valescure —el Grand Hôtel—, con gente todo el día: Maruca, Delia y la madre de Maruca. Cenas en el hotel, el Padre tan formal, todo tan brillante y vacío cuando no estoy a solas con él. Esta noche recuerdo escenas que me torturan, expresiones de su rostro. Qué dolido debe de estar. Sé cómo imagina —igual que yo—, cómo se impacienta, cómo ensaya en su mente todas las futuras escenas. ¡Cuánto se destruye cuando personas como nosotros no pueden materializar sus planes! Porque vivimos en ellos como si fueran sólidas realidades. Nos encerramos en ellos.

Tomo notas mientras copio el diario, pero es como correr detrás de una misma, porque escribo las páginas nuevas con la misma rapidez con que copio las antiguas. ¡Nunca me alcanzaré!

Mientras copio el volumen treinta y tres, imagino lo cruel que sería darle a Henry los cuatro o cinco volúmenes que se refieren a él y a nuestro amor, justo antes de despedirme de él para siempre (digamos, la víspera de mi viaje a la India), para que lo leyera aquella noche, a solas, a sabiendas de que yo me había desvanecido.

Cuando me voy de Louveciennes dejo sobre la cama otra bella nota para Hugh. Vino a casa a medianoche y la nota le permitió dormir pacíficamente. Llegué a la mañana siguiente, a la hora del desayuno. Y mi buen humor borra todo el daño que puede causarle mi exigencia de libertad. Digo alegremente: «Ya ves lo bueno que es dejar el gato fuera…».

Después de esta noche fuera, estoy contenta.

Con todo, he estado enferma, enferma de pesimismos, obsesiones, susceptibilidades. Continuamente me hiere una cosa u otra, fruslerías que no sé quitarme de encima. Tengo la sensación de que la gente se burla de mí, me ignora, me malentiende. Voy acumulando las pequeñas quejas y olvido toda la admiración, los cumplidos, los triunfos. El enfado por una pequeña ofensa me dura todo el día. Si André [de Vilmorin] se muestra irónico, temo que sea a mi costa. Creo que no hablo bien, que mi ironía sólo aparece en mi escritura. Si Louise olvida ofrecerme un cigarrillo, me ofendo. La hostilidad de Lillian me trastorna. Tengo celos de que Henry escriba tanto sobre Lowenfels cuando he pronosticado que Lowenfels se derrumbará pronto. Entiendo que los personajes secundarios son los que describimos mejor (escribí de June y Louise mejor que Henry). Sufro a causa del trabajo de Henry, que es un continuo recuerdo de escenas con setenta y cinco mujeres (¡y dice que no menciona a las mujeres con quien simplemente se ha acostado!).

Destrozada por estas minucias, voy a Hugh y me siento desalentada, por mí, por mi hipersensibilidad. Me pongo a trabajar. Juro que no volveré a salir de Louveciennes, que me retiraré del mundo, que voy a vivir sola, porque la vida es demasiado difícil, demasiado dolorosa.

André de Vilmorin monologa conmigo sobre la dualidad, su propia dualidad. Lo expresa claramente: «El conflicto sólo surge cuando una mitad asume la responsabilidad de juzgar a la otra mitad. La solución es no proceder desde ningún principio de moralidad, sino desde la sinceridad. La sinceridad con uno mismo…».

Hace años que descubrí esto, pero sólo he vivido así durante unos meses. Una cierta estimación crítica que en otro tiempo me hacía continuamente —una estimación moral o, más exactamente, una estimación hecha para satisfacer mi autoestima— ha muerto. Ahora nunca hago un juicio.

30 de septiembre de 1933

He aprendido a vencer mis momentos de mal humor. Huyo de ellos. Change d’air. Esta mañana, cuando me desperté, creí que mi humor trágico me ahogaba. Copié quince páginas y luego telefoneé a Henry. Busqué su risa, su traje blanco de pintor, su buen ánimo. Había estado escribiendo de un modo bastante absurdo sobre la noche con los Lowenfels, con el humor de las palabras esotéricas y extravagantes.

Para mí, que vi la noche fríamente a causa de mis celos, es un milagro lo que Henry ha hecho de ella. (Mis celos están muy claros y definidos: Que Lowenfels sea el poeta en la obra de Henry, cuando soy yo la verdadera poetisa, aún me duele. No puedo dejarme suplantar por una persona sin valor como Lowenfels). Estoy sentada en el Café du Rond Point, tratando de entender que Lowenfels es una marioneta y Henry necesita apoyarse en algo para escribir. El punto de partida es lo que menos importa.

Un demonio maligno me empujó a copiar el diario bajo la mirada de Hugh. Me arriesgué con el corazón palpitante, aterrorizada cuando tuve que bajar y dejar mi trabajo, pero sintiéndome incapaz de obrar de otra manera. Sentí un júbilo diabólico: Si lo lee, pensé, dejaré que ocurran las cosas. Espero la catástrofe. Deseo la catástrofe y la temo. Quiero que las cosas ardan y se desmoronen a mi alrededor. Cada vez que salía de la habitación, miraba a Hugh. Estaba sentado, rodeado de sus libros de astrología. No se moverá, pensaba; está demasiado absorto. Y bajé las escaleras con ansiedad voluptuosa. Volví corriendo. Hugh seguía leyendo tranquilamente.

Pasó el día. Fuimos a dar un paseo a caballo por un bosque cálido y luminoso. Reímos. Volvimos acalorados y sedientos.

Vino la criada nueva. En medio de mi tarea con la máquina de escribir, me llamó para que la ayudara. Estaba yo en la cocina cuando apareció Hugh. «Ven conmigo arriba. Dile a la criada que retrase la cena». Estaba pálido, convulso. Lo seguí escaleras arriba, hasta el estudio, con una alegría inexplicable. Ha leído. ¿Qué ha leído? ¿Qué pasará ahora? Quiero que me eche de casa.

Hugh se detuvo en medio del estudio.

—Lo sé todo. He leído eso —y señaló al diario abierto donde relato mi encuentro con Henry, durante una hora, en la habitación de un hotel—. Te perdonaré. Pero no me mientas más.

Y se sentó, atormentado, abrumado. Y cuando vi su cara, empecé a mentir con elocuencia.

—Sólo has leído el diario inventado. Todo es invención, para compensar todo lo que no hago. Créeme, soy un monstruo, pero sólo imaginativamente. Cuando quieras, puedes leer el diario verdadero. Pregúntale a Allendy. Está al tanto del diario inventado. Me llamaba la petite fille littéraire. Necesito escribir estas cosas. Tengo demasiada imaginación erótica y, de esa manera, acabo con ella. Te enseñaré la diferencia que hay entre verdad y literatura. ¿No ves que, si fuera verdad, no te hablaría tan tranquilamente? Estaría desesperada. Pero mírame; soy inocente. No podría escribir a tu lado si no fuera inocente…

—Déjame ver el diario verdadero.

—Lo haré, pero hay tantas tonterías en el otro, tantas locuras.

Y le hablé de las páginas del diario sádico, el que de verdad me había inventado. Me burlé de ellas.

—Bradley me criticaba por eso. Decía que lo que escribí sobre June sonaba a verdad y que lo que escribí sobre Henry era literario. Precisamente, para que veas, viví realmente el episodio de June, pero no el de Henry.

Y sigo hablando, sin parar, seriamente, fantaseando. Y dejo para después enseñarle el diario «verdadero». Mi rostro está sereno y triste. Veo que Hugh va recobrando la confianza. Me burlo de la necesidad que tengo de una vida imaginaria.

—Oh, por eso, sí, estoy deseosa de admitirlo. Necesito imaginar un montón de cosas, todas llenas de animación, con mucha actividad. Tengo que ponerlas por escrito. Así quedo satisfecha. Sabes que algunos de los cuentos más eróticos están escritos por hombres castos. Bueno, pues llevo esta vida contigo e incurro en débauches al escribir. Nunca tienes tiempo de estar al tanto de lo que hago; de haber podido, te habría enseñado todo esto. Recuerda que varias veces he empezado a explicarte…

Hablo febrilmente. Quiero que recupere la confianza. Mi deseo destructivo se ha disipado, aunque muy dentro me sigue royendo. Destruir esta vida para vivir otra.

Habría necesitado que Hugh se enfadara, pero había dicho: «Te perdonaré». De modo que, aunque supiera la verdad, me perdonaría y permanecería aquí. Aquí, protegida, amada, perdonada. Fue la palabra perdonar la que me obligó a mentir, a representar una comedia. Su actitud de persona rota, triste, sin rencor, sin egoísmo. Sufriendo, nada más, como un animal. Y, como un animal, creyendo en mi voz, en el toque de mi mano, en la voz, no en las palabras. Estaba tranquilo, leyendo astrología. El golpe —fue como golpear a un animal— lo había aturdido tanto, había sido tan inhumano, que lo había confundido.

—Te creo, gatito. Te creo. Pero ¿no te hace daño todo esto?

(¡En ningún momento piensa en él!).

El deseo de que arda todo, de arrojarme a las llamas. La sensación de que la vida me hiere, amargamente, de que quiero destruirla, retorcerla, quemarla conmigo. De que quiero defenderme y devolver los golpes con tanta fuerza que corte todas las cabezas, que destruya y aplaste toda la perfección, toda la falsa calma, toda la ridícula belleza, todo el barniz superficial de la vida, su constante música burlona, sus colores, sus ropajes, sus escenarios, toda la parafernalia que nos engaña y nos ilusiona, prometiéndonos voluptuosidad y descanso. Odio la guerra, esta guerra que es la vida, y quiero tener la última palabra del horror, un horror tan grande que sea el final. Ah, el final, busco un final, estoy llena de banderillas y bramo y respiro fuego, estoy furiosa de tanta persecución y duelo, de tantas escenas de irónica elegancia. Oh, la ridiculez de nuestras escenas, nuestras guerras de encajes y terciopelo, nocturnas para aprovechar la oscuridad, musicales para exponer el alma desnuda, tan bellas para que vibren las fibras nerviosas y el dolor cale más hondo. Toda la vida, una lenta guerra, y la quiero toda en una hora de horror, pero una hora que tenga un final. Quiero un final, aunque sea el desmoronamiento de las piedras, la calcinación de la carne, la sofocación de los gritos, el final, el final, el final. ¡Clamo a la muerte!