1 de enero de 1933

Dejé a Henry en el sótano, a solas con mi diario, y me preparé para irme a la cama, porque quiero estar descansada para cuando llegue Hugh. Henry se bebió una botella de Anjou y escribió lo siguiente:

Día de Año Nuevo, cuando doy los toques finales a mi cuaderno de París, los apuntes de mis tres primeros años, en la paz y tranquilidad de Louveciennes. Anaïs se maquilla los ojos, peina su cabello sobre mis páginas sueltas, los sobres del Tirol y los fragmentos de la habitación de [Howell] Cresswell en el Hotel Odessa. Todo esto revive en mí la imagen caleidoscópica de mis aventuras en París, de modo que, en cuanto acabe de juntar los fragmentos, mi intención es sentarme y escribir inmediatamente un libro. Cuando salí en el tren para Louveciennes, tenía la imagen del campo indeleblemente grabada en mi mente. Conozco el trayecto en cada palmo del terreno, y en cada valla publicitaria, en cada rótulo, en cada casa de locos, carretera o cine, incluso en un corral de gallinas, en un cementerio o en un solar, hay un revoltijo de asociaciones. Por eso, cuando Anaïs me dice que es raro que nunca escriba nada de mis experiencias en Louveciennes, creo que es sólo porque todo está todavía muy vivo y cargado de significado, todo está todavía inconscientemente explotado. Cuando reúno mis notas para mi primer libro de París, tengo una sensación de pesar, sentimental y tierna, de poner en la carpeta lo que fue una vida rica y palpitante, que la literatura nunca reproducirá, como, en efecto, no debe. Pero, mientras juntaba estas notas dispersas, me alegré cuando vi que, en esa caótica masa de hechos, acontecimientos, incidentes y fenómenos, eran pocos los recuerdos de Louveciennes que podía insertar —como si fueran ecos apagados de una vida sosegada—, hasta una bagatela como el programa de mano del cinéma de Louveciennes, que siempre trae a mi memoria los paseos hasta el tabac del pueblo, o hasta la épicerie en busca de una «buena botella de vino» —Châteauneuf, Barsac, Meursault, etc.—. No, si no he escrito sobre Louveciennes es sólo porque no escribo la historia, la hago. Soy muy consciente del carácter fatídico de Louveciennes.

Henry Miller en Louveciennes.

Esa es la razón por la que, por ejemplo, escucho tan ilusionado a Anaïs cuando, al pasar por la hacienda de Coty, me explica la historia de Madame du Barry, la cabeza del amante arrojada por encima de la tapia del jardín, la delicada figura de ella, los pastores y pastoras de Watteau. En Louveciennes se ha fraguado de algún modo una gran unidad, un propósito. He madurado aquí. Incluso si es una sucia imagen de FrouFrou lo que discutimos, al momento nos conduce a un tema elevado.

Aquí, en la gran sala de billar, donde alguna vez corretearon las ratas, nos sentamos Anaïs y yo, o yo paseo arriba y abajo, gesticulando, mientras le hablo de la bancarrota de la ciencia, de la crisis antropológica. Aquí, en la mesa de ella, cubierta de materiales fulgurantes para el futuro, elaboro trabajosamente mis pensamientos e imágenes impetuosas. Aquí damos rienda suelta a todas las imágenes que nos absorben e invaden, y se establecen nuevas fronteras cosmológicas.

Mis notas. Cuando pienso en ellas esta noche, como en cosas embalsamadas, es cuando me doy cuenta de la insuficiencia de la expresión humana. Ningún artista podrá nunca estar a la altura de su vida. Aquí, mil pensamientos irrumpen en mi cabeza al oír una simple frase. Nunca podrá llevarse nada a una conclusión. Lo importante, pensaba esta noche, es que Louveciennes queda fijada históricamente en mi biografía, porque en Louveciennes se inicia la época más importante de mi vida. Y, en el tren, pensaba en lo extraño que era que, sólo recientemente, me empiece a preocupar tanto por el relato de mi vida.

Filosofía de la responsabilidad de Spengler,[7] que los chinos tenían, y los egipcios ¡y todos los pueblos históricos! Aquí, en Louveciennes, todo está «categorizado», «etiquetado», «archivado», «anotado», «delimitado». Aquí hay el alma de un «yo» romántico, consciente de su gran destino, que atrae a los espíritus afines, sí, que atrae incluso a sus futuros historiadores y biógrafos, como si su voluminoso diario no fuera suficiente. Aquí basta con dar la vuelta a la fotografía para que el esposo se vea a sí mismo, el amante se vea a sí mismo, el amigo se vea a sí mismo. Aquí se da siempre el lujo de verse a uno mismo, mientras miles de ojos te miran, te estudian, te graban. Aquí el ojo mira al ojo que mira al ojo… ad libitum, ad infinitum. Aquí el gran proceso cosmológico se desenreda, se enreda, se ata y se desata. Aquí, todas las cosas, gran proceso cosmológico, se desvelan artísticamente: un caos que se reordena cada mañana.

«¿Has dormido bien?». «No, el carácter prelunar de mis sueños me ha tenido agitada». «¿Qué dijiste que ha dicho Rank sobre el tatuaje?». Y así, a la hora del desayuno, comienza la cosa, desde el tatuaje al tabú, pasando por todas las variaciones de la prohibición del incesto, por todos los estratos del «yo» geológico, para diluirse al final en tinta, páginas 50-99 del diario de mi vida. Con todo, esta actividad de tejido de araña, esta geometría Du Barry de los novecentisti es el aliento vital de todos los artistas sedientos. Mientras uno medita, las palabras salen danzando de las paredes, se apuntalan los argumentos, destilan los aromas del elegante papel perfumado y hasta quizá Madame de Staël está apuntalando una alfombra rota o poniendo una nueva silla de tocador en el retrete. Y cuando Madame de Staël regresa, quizá venga con la cabeza llena de aquellas imágenes primordiales que Salvador Dalí nos ha resucitado: excremento, masturbación, amor. Los peces de colores, que suelen nadar a noventa kilómetros por hora en el estanque de cemento que hay fuera, son reemplazados por monstruos de cristal en un acuario eléctrico, pez psicológico sin problemas, excepto el Tiempo y el Espacio. Pez del urbanícola final que nunca será engañado, ni morderá el anzuelo, ni saldrá del agua. Pez que nada inmóvil para sustituir a la vida. Vidas cristalinas, traslúcidas, iluminadas desde abajo por el brillo del cuarzo y el cristal de roca.

Louveciennes, por lo tanto, surge en el horizonte de mi mente como una especie de laboratorio del alma. No es casual que los problemas que discutimos aquí sean como son. Aquí lo más importante es el alma. Todo lo demás ocupa un lugar secundario. De tal modo que la vida aquí se expande hasta el infinito, unos pocos días alcanzan la magnitud del tiempo y el menor acontecimiento adquiere significado.

Me he interrumpido un instante. Anaïs lee por encima de mi hombro las líneas que acabo de escribir, y teme por un momento que, si me deja solo, puedo volver las páginas y echar una mirada en sus pensamientos secretos. ¡Pero si nunca se me ha ocurrido hacerlo! Y, sin embargo, me detengo un momento para reflexionar y me doy cuenta de que, quizá, en la página precedente, estas palabras mías puedan encerrar una catástrofe. ¿Es que no me importa? No puedo decir eso. Pero, en un sentido, es verdad, en el sentido de que no me importa demasiado lo que se haga fuera de los lazos que hemos establecido juntos. Si importara demasiado sería un desastre. Este mundo no está hecho sólo de amor, fe, esperanza, etc. Este mundo refleja una dualidad eterna, la del pensamiento y la acción. Las mayores bajezas se inspiran algunas veces en la bondad. Es inútil que se quiera controlar las vidas, los pensamientos, lo que acaece. Libertad: es el máximo exigible. Y quienquiera que tenga el gran deseo de ser libre, respetará ese deseo en los demás.

¿Y qué de los grandes dramas emocionales humanos? Son innegables.

Ocurrirán una y otra vez. Pero ocurren en la medida en que uno se rinde a su yo biológico. Incluso si mañana este rico mundo de Louveciennes, que yo deseo con todo mi ser haber perpetuado, estallara en mis oídos, refrenaré mi preocupación. Creo, si es que hemos aprendido algo de tantísimas experiencias, que la mayor victoria del hombre es su conquista del miedo. Pocos dejamos de darnos cuenta de lo poderoso y dominante que es el miedo. Es el miedo el que hace tan dramáticas nuestras vidas, y principalmente el miedo a uno mismo. A esta clase de miedo, sin nombre, indescifrable, incalificable, debo la terrible imagen de mi vida con June. Miedo a perderla, miedo a estar solo, miedo a combatir el mundo, miedo de todo. Y el día en que descubrí que ella no podía aterrorizarme más, me convertí en un hombre libre, en un individuo por derecho propio, aunque ocurriera en un momento, a los ojos del mundo, en que yo era el más triste espécimen de hombre que se pueda imaginar. Pero ¿quién sabe la fuerza que sentí en mis huesos? ¿Quién sabe que debajo de mi apariencia miserable y desaseada había un alma poderosa? ¿Fue porque me di cuenta tan intensamente de que ninguna cadena podía esclavizarme por lo que me infligí tantos estragos? La gente decía a menudo que yo era un individuo peligroso. Destilaba peligro (mal inglés). La gente percibía una cualidad destructiva en mí, aunque era poco lo que yo hablaba —o quizá eso es mentira—. Quizá era a a quien escuchaban, y yo pensaba todo el rato que era yo quien escuchaba a los demás. Quizá cuando hablaba conmigo mismo era cuando tenía mayor audiencia. Quizá aquí, en este periodo, cuando ciertamente sabía el significado de lo que se llama «salvación», lo que hacía era lo que June aconsejaba: establecer contacto con la «psique colectiva». ¿Y cuál es ahora mi mayor deseo? Que, cuando por fin me vea con un eminente psicoanalista, pueda mandar al diablo, de una vez por todas, esta cuestión de los falsos valores, lo que llaman la «inflación». Y en mi mente surge de inmediato la frase «Ver la vida con ecuanimidad es verlo todo». Y con ella otro curioso y fugaz pensamiento: ¿habrá alguna vez un psicoanalista lo suficientemente tenaz y paciente, con bastante conocimiento y hondura, para escucharme cuando yo rompa las barreras de la comunicación? ¿Habrá suficientes plumas dispuestas para escribir lo que yo tenga que decir? Porque ¿quién sabe mejor que yo el miserable e insignificante compromiso que es el arte para mí? ¿Por qué mi constante lamentación por la «puesta al día de mi vida»? Porque soy demasiado consciente de lo que significa vivir, de los mundos que atravieso en pocos minutos, de los volúmenes que surgen de mí en un momento de éxtasis. Y para mí es como si todo lo demás en la vida fuera soporte y preparación de esos momentos, sin otro valor o significado. Esos momentos de inspiración son eternos e inconmensurables. No pueden pesarse, juzgarse o examinarse e interpretarse psicológicamente. Es en esos momentos cuando las cosas nacen, cuando el mundo se re-crea y las psicologías se tambalean y se derrumban. Del mismo modo maravilloso que describe Spengler la evolución, o apariencia, de la ciencia física como «un incidente» en la era diluviana de la historia de la corteza terrestre, así veo yo la psicología, tal como la conocemos hoy, como un fenómeno transitorio e inmanente entre las demás ciencias, que el artista puede hacer añicos con su simple aliento, y no digamos si sopla con fuerza.

Porque la gran cuestión estribará siempre en la personalidad: el poder, el valor individual, la fuerza. Todo lo demás es esquematismo, explicación, sistema, causa y efecto, interpretación. Hay algunos que tienen el sentido del destino y no necesitan ninguna psicología ni ningún ismo, cultos, teorías, etc. Son aquellos que hacen el mundo.

Oh, Dios, cómo se devana la madeja: veo un cristal roto en el suelo, con una gran mancha de Anjou, Anjou en mi vestido de satén negro, y mis piernas blancas separadas. Henry está sentado como un sabio en un sillón, delante de la chimenea y me cubre la cara con besos alados. Estoy cosiéndole un botón de los pantalones. Está echado en mi majestuosa cama, copiando pasajes de Spengler. Su color es azul China. Es romántico con las mujeres, pero se levanta por la mañana y escribe a su amigo Emil Schnellock* que lo que le ocupa más tiempo es «bajarse los pantalones». Una noche observa mi cara y jura que en ese momento parezco egipcia, morena, invulnerable, inflexible, con ojos helados. Otra vez, cenando, me dice que nunca en su vida ha conocido nada tan maravilloso con una mujer como esta vida nuestra. Saca a Banco para dar un paseo. Defiendo el psicoanálisis y le proporciono nuevos modos de resistirse, nuevas ideas para combatirlo. A veces me plagia, como yo lo plagio. Quiere convertirse en psicoanalista para ganarse la vida.

Fred vino una tarde. Henry y yo habíamos vivido tan intensamente juntos que no sabíamos de qué hablar con Fred. Se nos hizo larga la tarde. Habíamos perdido contacto con la totalidad del mundo, tan absortos estábamos en el otro, en nuestras ideas y en el trabajo. Fred nos instó a que nos casáramos. Nos quiere a los dos en Clichy. Esta conversación sobre el matrimonio me pareció increíble. En ese punto mi imaginación se frena. No quiero encarar el problema. Henry pensaba que era sólo un problema económico y le decía a Fred que teníamos que esperar a que se publicaran sus libros. Pero entonces dije que eso sólo era la mitad del problema: tengo mi problema humano, un problema irresoluble que Henry entiende. Él, que nunca habría abandonado a June, sabe que no puedo abandonar a Hugh y que, como él, espero que el otro haga algo y espero que algo suceda. Nunca asestaré un golpe mortal a Hugh, por mucho que haya en juego. Y sé que ahora es toda mi vida la que está en juego, porque deseo vivir con Henry, sin que me importe cualquier sufrimiento, precariedad o inestabilidad. Estos días de perfección han sido para mí una revelación. Es de la salud de Henry, como artista y como hombre, como intelectual y como sensualista, de la que yo estaba hambrienta, tan hambrienta que veo mis pasados veinte o treinta años de vida (¡desde que nací!) como años de hambruna. ¿Apetito anormal? ¡Quizás!

Y ya se acaban los diez días. Echada en la cama, me preparo para mañana. Hugh se ha retrasado un día, así que dispongo de una noche y un día para prepararme para mi nuevo papel. Otras veces la transición ha sido demasiado violenta. Esta noche tengo la sensación de estar viajando. Viajo. Viajo por mar y tierra, lejos de Henry, en busca de Hugh. Cierro las puertas a Henry. Tiene que retirarse. Está en Clichy. Y mientras mi escritura crea esta distancia y esta oscura noche, con millas de tierra y agua de por medio, mi déchirement es cada vez más terrible, como si Henry fuera la misma savia que me abandona. Pienso en un bosque de árboles hendidos, con la savia derramándose en copas. ¡Traed mil copas! ¡Páginas, páginas que acojan mi anhelo por Henry! Mis recuerdos. No tengo ninguna visión del futuro. Miro la cara hostil del mañana. ¡Hugh! El extraño, el extraño con quien me casé siendo tan joven, el hermano. Y porque soy una de aquellas «románticas históricas», conscientes del destino, el pasado es más potente, y no puedo cambiarlo, no puedo destruirlo, aun cuando signifique destruir a un ser humano en provecho de dos artistas. Esta noche me aterroriza mi propia bondad inexorable. Siempre permanezco en el umbral, siempre, y es sólo el ideal lo que me ahoga.

Lo que me asusta es que Henry necesita un hogar, una esposa, una mujer siempre presente. Henry, en el fondo, también necesita un secreto privado e íntimo, un mundo compartido de dos seres del cual saque fuerzas para crear y vivir. Esta noche soy una gran Madre —útero, casa y cama; resplandor, calor, luz y fuego; coraje y pasión—. Y alimento. Soy todo eso. Y lo que me resulta intolerable es que Henry vuelva solo a Clichy.

Trabajo y, a cada momento, imagino la vida con Henry como repudio de todo, salvo el arte y la pasión. (Clase, vida social, comodidad, refinamiento, ¡al diablo!). Todo es vaciedad, todo salvo esos diez días, la mesa, los libros, la máquina de escribir, la cama, la comida de cada día. Aborrezco las mentiras, la doble vida, la continua insinceridad, los cambios, la transición, el engaño. Necesito la plenitud, la plenitud con Henry. Necesito lo absoluto. Odio este flotar prudente e intelectual sobre la vida, este equilibrio, este cuidado por mantener tantas vidas y amores, este vivir en tres o cuatro planos.

5 de enero de 1933

Llegan Hugh y [su hermana] Ethel. Estoy sumergida en la nueva vida, dépaysée al principio. Escena de amor con Hugh, como en una comedia. Interesante el contacto renovado o, mejor dicho, el nuevo contacto con Ethel. Pero he dejado atrás mi primer interés por ella. Cuando la vi me di cuenta de lo mucho que he vivido en un año. Me siento vieja.

Tarde con los Millner, admiradores de mi libro. Lluvia de cumplidos. Son rusos. Piensan que soy rusa, por mi triste mirada. Que me parezco a George Sand. Él escribe tres volúmenes sobre Spinoza. Cena en el Majestic, Boule Blanche, La Coupole. Cuando llego a casa, vomito. Rechazo los cumplidos recibidos, porque no quería brillar delante de Ethel. Quería pasar desapercibida y que ella triunfase. ¡Complejo de culpabilidad!

Me da vergüenza ver a Allendy. No sé qué decirle o qué hacer. La vida con Henry ha sido un sueño. Estoy hecha trizas, desdibujada, flotando. Quiero volver a mi trabajo. Sufro demasiado con esta sensación de tanto viajar, de que la gente cambie con tanta rapidez ante mis ojos, como si fuera el panorama cambiante visto desde un rápido tren expreso. Me deslizo apresuradamente por superficies, sedienta de profundidades. No tengo mucho éxito como extrovertida, me encuentro dépaysée en la vida extrovertida, pierdo mi alma, mis sueños. Me gustaría reposar en el fondo del mar, vivir allí, au fond des choses, toujours au fond.

Anoche eché en falta a June. June es la única mujer a la que siempre amaré de la manera en que amé a June: de un modo fantástico, erótico, literario e imaginativo. La única mujer que me ha conmovido profundamente como artista, que hace que las demás palidezcan, no tengan vida. Me falta. La echo de menos.

6 de enero de 1933

Henry, Henry, noto su falta. Cuando me telefonea, me derrito de añoranza. Ha estado enfermo. Sólo puedo verlo el domingo durante unas pocas horas. Dice: «¿Por qué no te quedas por la tarde? Hace tanto tiempo». Seis días. Es la primera vez que Henry pide, exige. Y sé de inmediato que correré todos los riesgos para responder a su petición.

Ethel y yo podemos hablar con franqueza sobre el pasado, de John y June, pero de nadie más. Con Henry, me freno. Hablo mucho con ella, porque necesita entenderse a sí misma. Inconscientemente, trata de seducirme. Pero no estoy interesada en Ethel. Y es mi nuevo yo, que ahora exige demasiado de las personas, ¡que se da menos a sí mismo sin sentido crítico! Esto se lo debo a Allendy.

Cuando, impulsivamente, me acuesto junto a Hugh y le digo que lo amo, es porque me mueve el remordimiento y un oscuro sentimiento de culpabilidad: la piedad. Me gustaría encontrarle defectos, odiarlo, pero no tiene defectos. Me conserva por mi sentido de culpa, de responsabilidad, por mi incapacidad de infligir dolor. ¿Por qué no se ha dado cuenta Allendy de que debía haber asentido, tolerado mi separación de Hugh? ¿Por qué no ha advertido que mi esposo es Henry? El interés personal ha cegado a Allendy.

Vi a Henry una noche y me recibió arrojándome de inmediato sobre la cama. Tuve una impresión de tristeza al visitarlo, me sentí burlada por la enorme alegría de nuestra fusión, afligida por el contacto efímero. Luego Henry se fue de viaje durante unos días con Fred y yo fui a ver a Allendy.

Allendy ha pensado que no tiene bastante que darme, que una mujer como yo necesita todo, que estaba aprisionado en su propia vida, que no era libre para darme bastante. Pero, entretanto, yo, con mi habitual falta de confianza, empezaba a pensar que no me amaba lo suficiente. Allendy lucha desesperadamente contra esta falta de fe. Cree que ha fracasado como psicoanalista por ceder al atractivo que siente por mí antes de terminar el tratamiento (antes de separarme de él).

En este momento me doy cuenta de que me he alegrado cruelmente de esta misma victoria, derrotando al psicoanalista y trastornando al hombre, que era esto lo que había querido, mi gentil venganza sobre el hombre de quien dependo en gran medida para ser feliz. Sin embargo, nunca hago un uso cruel de mi victoria. Me conmueve mucho la vulnerabilidad de Allendy.

He temido un momento esta nueva vida de triunfos sobre los hombres a quienes empiezo a descartar, abandonar, traicionar y herir. Empecé abandonando a Hugh, después a Eduardo y ahora a Allendy. Dios mío, no puedo soportar esto. Allendy, el noble, el héroe. Un hombre demasiado civilizado. ¿Por qué no me tomó en sus brazos cuando estaba bajo su hechizo, envió al diablo la prudencia y me conoció, aun cuando todo condujera a la tragedia?

Vuelve Henry y tenemos tal escena de pasión en la cocina, está tan excitado. Y yo sigo estando tan embriagada, tan endemoniada que Henry observa la diferencia y dice: «Eres más natural».

Creo que si puedo renunciar a Allendy, renuncio al último de los idealistas, de los héroes que he amado; que, de ahora en adelante, seré una persona liberada, ¡y esto puede ser mi salvación o mi muerte!

Henry y yo poseemos esta terrible facultad de sumergirnos en una atmósfera, hasta el punto de olvidarnos de nosotros mismos y de nuestro amor. Cuando estuve en el Tirol, Henry se me hizo irreal, y mientras él estuvo en Luxemburgo, me hice «irreal», increíble; le era imposible creer que conociera a una mujer llamada Anaïs. Anoche, cuando llegué, me miró como yo lo miro después de pasar una hora con Allendy, extrañada. ¿Es esta la última veleidad, la susceptibilidad al momento que llamamos debilidad?

17 de enero de 1933

Anoche empecé a hablar febrilmente, diciendo que quería tener hijos, una creación humana. He soñado que llevaba en mi seno la cabeza de Henry. La hija mayor de Louise (tiene cinco años) me echó impulsivamente los brazos al cuello. Esto despertó en mí un caos de sensaciones. Mi fuerte instinto maternal, protector, está frustrado. Rompí en sollozos. Hugh se quedó pasmado.

Cuando Henry me telefonea y quiere verme, el mundo empieza a cantar de nuevo, el caos cristaliza en un deseo. Todos los impulsos, fermentos y constelaciones se unen en el rico sonido de su voz.

Vestida con mi quimono, subo corriendo las escaleras y añado cinco páginas al libro del sueño. Sólo obedezco a los instintos, a los sentidos, que están subyugados por Henry. Salgo de nuevo a flote. Hijos. ¿Qué son los hijos? Abdicar ante la vida. Aquí, pequeño, te transmito una vida de la cual he hecho un completo fracaso. No. No. ¡Qué femenina soy! Ya, hasta hijos. Anoche debía de estar cansada. Allons donc. Anímate, tú, artista impostora.

Incluso cuando poseo todo, amor, devoción, pareja, Henry, Hugh, Allendy, me sigo sintiendo poseída por el gran demonio de la inquietud que me arrastra continuamente. Sigo precipitándome, voy a ser causa de sufrimiento, nadie puede encadenarme, soy una fuerza ciega y todo el día me siento empujada, empujada. Lleno páginas y más páginas febriles, rebosante de éxtasis, pero no es suficiente. Paseo arriba y abajo en el sótano. Tengo a Henry y aún tengo hambre, aún busco, aún cambio. No puedo dejar de cambiar. Allendy es afortunado al escapar del dolor real que causo. Su sabiduría lo ha salvado de una mujer que no conoce, la mujer de los repentinos impulsos destructivos, de los súbitos estallidos. Conoce mi yo bello, no mi yo peligroso. Sólo Henry presiente al monstruo, porque él también está poseído. También yo dejaré una cicatriz en el mundo.

El psicoanálisis sólo me ha despertado. Ha despertado un monstruo lleno de un poder peligroso y poco fiable. Sólo estoy empezando, soy como una rueda que empieza a girar. ¡Mi propia fuerza me mata! ¡Me ahoga!

Nota para Henry: ¡Adivina adivinanza! Hugh es hostil o está preocupado porque no está seguro de mí, por eso sospecha de lo que escribo. Destruiría esta alegría cuyo origen sospecha. Como tú destruías las alegrías de June porque sospechabas su origen. Tú y yo, aunque no menos celosos, estamos más seguros del otro. Conscientes de esto, nos podemos permitir ser más generosos, incluso tolerantes, ¡hasta indulgentes! Estamos seguros de lo fundamental. Cuando se lucha, se combate el propio miedo y se ataca a molinos de viento, como atacaste las historias aparentemente inocuas de June, como Hugh sospecha de lo que escribo, mis historias…

Ahora que hablo de por qué Hugh ataca lo que escribo. Henry atacó las historias de June sobre sus éxitos diarios. ¿Por qué no ocurre eso entre Henry y yo, que nunca nos peleamos? Me burlo de su nombre, Henry. Le dije que debiera llamarse Otto. Le conté que los aristócratas se llaman entre ellos con diminutivos tan ridículos como Lulu, Pompon o Lolo, afectando informalidad y simplicidad.

Cuando anoche le leí a Hugh mi libro del sueño, fue porque quería saber si me había acostado con June, no porque le afectara el tono o el lirismo de mi obra.

El otro día, Hugh me llevó a la habitación de un hotel para follarme, simulando una aventura. «Tú, puta. Tú, puta». Le gustó la novedad, y hubo un momento, cuando toqué su cuerpo, en que me pareció el cuerpo de un extraño, pero para mí fue un juego sin alegría. Estoy obsesionada físicamente con Henry. Temo que, después de todo, soy una mujer fiel.

¡Me he vuelto mala! Para engatusarlo, le digo a Hugh: «Haz el horóscopo de Henry; verás cómo no armoniza con el mío». Y aún estoy húmeda de las caricias de Henry. Me río. Me río también cuando Henry dice: «Es la tenacidad de Hugh la que hace que su interés por las cosas resulte aburrido. Tiene una buena cabeza, pero no es lo suficientemente flexible, no es sensible, no se adapta. En cuanto Hugh se ocupa de un tema, este pierde su fluidez, su vivacidad». Y es cierto. En Henry y en mí hay astucia, un movimiento rápido, una conciencia de los sentimientos de los demás. A menudo soy consciente de la tenacidad de Hugh en compañía y consciente del escaso interés de los otros, es entonces cuando lo interrumpo. «J’ai été méchante souvent; je ne m’en repens pas». Creo que de ahora en adelante mi diario será más interesante. Creo que Henry me da la necesaria libertad.

Sospecho que estoy la mayor parte del tiempo en estado onírico. Que lo que veo en la vida, durante el día, son los personajes parciales que menciona Freud. El hombre que tiene una voz como la de John, y el pintor ruso que tiene los ojos con unos párpados pesados como los de John, para mí dejan de ser ellos mismos, y entro en un estado hipnótico en el cual trato de experimentar otra vez las emociones que sentía cuando escuchaba la voz de John o me miraba en sus ojos. No trato el parecido como un mero parecido, sino que me someto al personaje parcial que me estimula en mi vida onírica. A pesar de eso, el propio John, en la realidad, ha dejado de existir para mí. Por lo tanto, es obvio que prolongo una serie de sensaciones, como ocurre en los sueños, de una manera irrelevante, fantástica e incongruente, conservando todavía regiones de profunda susceptibilidad a impresiones y emociones surgidas hace tiempo, con una especial sensibilidad en las regiones del cuerpo que guardan un recuerdo. Exactamente como cuando Henry acaricia mis nalgas, experimento vivamente mis primeras impresiones de placer sexual: tenía yo nueve años, y con cuatro o cinco niños, vecinos míos en Uccle, nos encerramos en un oscuro porche y decidimos enseñarnos los traseros. La mano de un niño en el mío fue el primer estremecimiento de misterio sensual.

André de Vilmorin me dice al teléfono, rígidamente, como un marqués: «Je vous présente mes hommages, madame». E inmediatamente añoro Clichy, la cocina, Henry en mangas de camisa… y me doy cuenta de que ante cada nueva persona, ante cada nuevo mundo, estoy dubitativa, insegura y aborrezco pasar de una persona a otra, aborrezco incluso la aventura que quiero gritar en las noches de desasosiego, y todo es por falta de coraje.

El miedo, la falta de confianza, ha estrechado mi mundo, limitado el número de personas que he conocido íntimamente. La dificultad de comunicación. ¿Quién es él? ¿Qué es él? La educación es como un escudo. La cultura es como un escudo. Amamos nuestro amor porque es nuestro amor, porque es nuestro.

Sueño diurno de reemprender el proceso del psicoanálisis —quizá con Rank— para ver si puedo completar mi confianza medio nacida. En estos momentos me es imposible la sublimación. Estoy en pleno movimiento, voraz, desesperada, completa, y no puedo sublimar. Ya no puedo recibir de Allendy ninguna dirección analítica. De él sólo quiero los besos. He pensado en él todo el día, he querido telefonear, escribirle. ¡Anoche estuve despierta, pergeñando cartas, planeando escenas, mentiras!

Sueño: mis cabellos se vuelven blancos.

19 de enero de 1933

Regocijo anoche en el Poisson d’Or, irreprensible, bullicioso. Regocijo; mucha, mucha animación. Embriagada por el efecto insólito que produzco. El jefe de los zíngaros se fija en mí y me invita a bailar.

Hugh me despierta en mitad de la noche con sus sollozos. Soñaba. Lo beso y lo despierto tiernamente. «¡Soñaba que los zíngaros te habían llevado!».

¡Quisiera quitarme de encima mi preocupación por mis triunfos, mis placeres infantiles! ¡Es demasiado para mí; pierdo la cabeza después de tanta pesadumbre y tanta soledad!

Sábado por la tarde. Anoche Hugh descubrió que, astrológicamente, él y yo estamos unidos por místicos lazos neptunianos y que con Henry estoy unida por el signo más fuerte que puede existir entre dos esposos. Me río del descubrimiento, pero me siento abrumada. Conocía mi destino.

¿Qué sentiría Allendy esta noche si supiera que estoy unida astrológicamente a Henry por los lazos más fuertes, mi luna en la séptima casa?

El enigma del destino. Allendy dijo una vez: «Buscas hombres débiles». Iba a curarme para que pudiera amar la fuerza. Ahora está escrito en el cielo que soy la esposa de Henry. Recuerdo las desoladas noches, meditando tristemente sobre la debilidad de Henry, rebelándome contra su debilidad. Ce soir j’ai peur —je me sens faible— j’ai besoin de protection. Si Allendy me tuviera apretadamente entre sus brazos y me ayudara a luchar contra mi destino, a vencerlo, a escapar de él. Mi sino.

Esta noche veo una vida problemática, peligro, dolor con Henry. Siento el temblor de la tierra, todo se derrumba. ¡Llamé a la aventura! La voici.

Henry fuerte —ah, entonces qué vida sería—. ¡Qué esplendor! ¡Qué conflagración!

Allendy dice que soy la mujer más maravillosa que jamás ha conocido. ¡Emplea superlativos! Me explica su horóscopo con un brazo alrededor de mi cintura y una mano en mis rodillas, debajo del vestido. Nos besamos mientras hablamos y me maravillo de los miedos de los seres humanos, de sus misteriosas debilidades. Allendy nunca fue feliz con una mujer. Confiesa que siempre que me veía se sentía molesto, desequilibrado, no podía hablar como quería. No tuvo el valor de rendirse y, como analista, era consciente de las insuficiencias y deficiencias de su naturaleza que me habrían hecho daño. «Quizá sea una enfermedad mía, pero nunca he sido un hombre apasionado, nunca sentí por las mujeres otra cosa que no fuera ternura».

Bien, es casi cómico. Eduardo y Hugh yendo a Allendy para curarse la pasividad. ¿No sospeché algo varias veces de Allendy? ¿El sentimiento entre Eduardo y Allendy?

Sin embargo, voy a juntar todos mis fragmentos de Osiris, dondequiera que los encuentre. No quiero ya a Allendy como a un trofeo, sino como al hombre por quien me siento ciega y poderosamente atraída, el tipo de hombre que me ha perseguido toda la vida, a quien mi lado masculino corteja: los medios hombres. Y siento una extraña confianza en Allendy. Creo en su sensualidad (aunque, oh, ¿no creí también en la sensualidad de John?).

No quería que basara en él todas mis esperanzas. Creía que fiaba en él toda la felicidad de mi vida. No. He aprendido que soy dos personas distintas, una de ellas enamorada de los hombres místicos y la otra de los hombres terrenales, ardorosos y marciales. Y esta noche vuelvo a aceptar esta división, esta ruptura, y dejo fluir la doble corriente. En Allendy, amo fraternalmente a Eduardo y a Hugh. En Henry, al amante, al amante y fecundador insaciable.

Acepto mi división interna porque así nadie se sentirá engañado. ¡Tengo amor bastante para todos!

Allendy dice que no estoy conectada astrológicamente con Henry.

Anoche escondí a Henry en el cuarto de invitados. Cuando Hugh llegó a casa, a medianoche, me encontró escribiendo en el diario. Esta mañana, Henry dormía, y yo pensaba en Allendy. Estos hombres, cuya feminidad los hace pasivos y elusivos, me aturden. Me resigno a hacer el papel del más fuerte. Allendy quiere que lo llame por teléfono, que le escriba, que sea activa, exactamente igual que quieren de mí Hugo, Eduardo y Henry. Henry se aflige cuando no llevo la batuta. Muy bien, acepto este papel que mi feminidad aborrece. Lo que es timidez, delicadeza y rendición en ellos, despierta mi fuerza, me tienta. Estoy destinada a ser el amante —yo—, qué trágico sino.

Allendy habló del velo que hay entre él y la realidad, entre él y el placer. Nunca pudo gozar de la vida —todo le era borroso— hasta hace unos pocos años, cuando empezó a ver los colores.

Henry está sentado a la mesa, la de laca negra de China. Trabaja. Revisa su novela. Ahora veo tan claramente la finalidad, el talante y el temple de su obra, que puedo ayudarlo a modificarla, a cortarla, a cambiar el orden de los capítulos. Juntos, creamos siempre.

Henry sólo piensa en su trabajo y en mí. Se acabaron las putas, se acabó el vagabundeo. Dice que el hecho de que lo deje libre, que nunca interfiera en su libertad, nunca lo tiranice ni le haga preguntas, lo hace absolutamente fiel, consciente de su gran responsabilidad, contento de tener un lastre en nuestro amor, sin el cual le sería demasiado fácil ir a la deriva, y ahora goza de su vida más intensa. La primera mitad de su novela es puro incidente (antes de nuestro amor). La segunda es todo exaltación, éxtasis, penetración, significado.

Nunca diré bastante de la influencia que hemos tenido en el otro, yo en lo artístico de la obra de Henry; él, en la materia, la sustancia y la vitalidad de la mía. Él me ha dado el impulso y yo le he dado la hondura. Y qué obstinada soy y despiadada con sus fanfarronadas infantiles.

Vivo bajo el terror de que descubran mi diario. Henry se quedó aquí (Hugh salió anteanoche y anoche. Cuando volvía a casa, Henry se encerraba en el cuarto de invitados. Estuvimos dos días juntos).

Por la noche, al regresar Hugh, yo ya dormía y quiso despertarme con su deseo. Semiinconsciente, lo rechacé violentamente. A la mañana siguiente estaba dolido y me pidió explicaciones (¡Henry! ¡Henry! Mi amor, mi pasión, Henry). Me inventé una pesadilla. Le dije que había soñado que él me clavaba un puñal entre las piernas, que el dolor en mi sueño hizo que lo rechazara, que habría querido que me hubiera despertado, que estaba sufriendo.

Desde entonces, he tratado de borrar el efecto doloroso de esta escena. Con todo, cuando se me acercó anoche, me volví histérica de risa, y volví a herirlo. ¡Hay un límite en mis comedias, un momento en que los nervios me traicionan! Oh, Dios, ¿qué va a ser de él? Henry piensa constantemente en el día en que empiecen a venderse sus libros, de modo que podamos casarnos. No me asusta que la sensualidad de Henry lo haga inevitablemente infiel. Eso es sólo una excursión, un incidente, una fase. No tengo miedo, aunque sufra de celos, porque sé que me pertenece y ¿acaso no lo he engañado yo? ¿Es que no veo que mis sentimientos por Allendy son sólo un petit détour? ¿Que pertenezco a Henry como no he pertenecido a ninguno y que estoy unida a él por vínculos vitales, apasionados, creativos e intelectuales?

Es Henry quien ha vertido sangre, músculos, órganos y glándulas en mi yo mítico, quien ha jodido al ídolo y lo ha convertido en ser humano. En otros diarios, soy una linotte, un fantasma, un fauno, una princesa, un espíritu, una creadora, pero hasta que la sangre de Henry no fluyó generosamente en mi interior, no fui humana. Hugh acostumbraba a disertar sobre la humanidad, me rogaba que echara raíces, pero el milagro sólo ha acontecido gracias a la sangre y a la alegría.

Recibí de Allendy una muy necesitada absolución religiosa por mi pasado. Tengo la sensación de estar ahora en situación de atreverme a vivir mi propia vida (fiel a Henry), a pesar de toda su sabiduría, sus advertencias, ruegos, enseñanzas y poder personal sobre mí. No quiero creer que mi pasión por Henry sea mera pasión física y deseo. Pero tiemblo porque creo que la proximidad del espíritu aborrecible y belicoso de Henry haya despertado ecos en mí y que esté súbitamente inundada del odio a los idealistas, del gran deseo de destruir el idealismo, de herir al mundo con la herida que nos ha infligido, de aliarme con Henry, de liberar las fuerzas instintivas y apasionadas del mundo en contra de la mística que ha destilado y controlado esas fuerzas, no tanto por su idealismo, sino por la composición del ser que lo hace apto para su sublimación.

Demasiadas, demasiadas maldiciones egoístas. «Sólo cuando uno se libera del ego, empieza uno a amar», escribí a Allendy. ¡Demasiados dolores egoístas!

Me doy cuenta, y con cruel lucidez, de que mi psicoanálisis no ha terminado, de que trato de ponerme bien mediante un gran esfuerzo de voluntad y una especie de amor por Allendy que me hace desear desesperadamente que salga victorioso como analista y como hombre, porque sé que si fracasa conmigo, su vida emotiva quedará destruida por el miedo y su orgullo de médico, herido por su propia debilidad. Por su debilidad ante mí, como mujer, es por lo que lo amo. No quiero que tenga que arrepentirse de su arrebato, de su olvido de sí mismo. Quiero darle la confianza y la felicidad que no ha tenido. Oh, pero hay momentos, cuando mi hipersensibilidad parece insoportable, cuando vacilo entre mis deseos de ser una anarquista sangrienta o una santa, en los que sé que me espera muy poca felicidad amorosa. ¡Aquellas terribles cartas de Eduardo, y mi lucha por domeñar mi naturaleza superardiente en 1921! Las crueles dudas de Hugo («Creo que todavía no te amo lo suficiente»), la noche de nuestro primer beso. Las antiguas dudas de Henry («¡Este sentimiento vivaz que esperas nunca podré darlo a una mujer!»). Con todo, me han amado, durante años, celosa y tenazmente. Y yo, que despotrico, desvarío y cometo varias formas de suicidio según la circunstancia, los engaño a todos. Al mismo tiempo. Al final terminaré creyendo que, dentro de sus respectivas capacidades, todos me han amado sinceramente. Cuando Eduardo pensaba que lloraba por él y estaba en uno de sus momentos de adoración, yo ya amaba a Hugo. Cuando Hugo me escribía cartas, espaciadas pero ardientes, desde Europa, yo ya estaba galvanizada por Ramiro Collazo. John, bueno, a John traté de sustituirlo por Eduardo, y cuando el amor de Eduardo alcanzó su clímax, yo era la adorada querida de Henry. En la época en que Henry estaba absolutamente seguro de no poder vivir sin mí, yo seducía a Allendy, cuyo amor entero quería, por más que a él lo engañaba con Henry. ¿Es tan sólo que todos han sido un poco lentos y que yo los castigaba por eso?

Demasiados pensamientos. En el fondo, me siento muy confundida y perdida por la diversidad y multiplicidad de mis sentimientos.

Me divierte el hecho de que la única manera de quitarme de encima las amenazas neuróticas a mi amor sea preguntarme si amo bien (¡o fielmente!), e insistiendo en mis supercherías. Entonces puedo reírme un poco y desechar mis arrebatos suicidas.

El momento más imponente de todos es la marcha hacia la catástrofe, la lenta acumulación de detalles, acontecimientos y personas que engrosan la procesión, la progresión, bajo una luz lívida y misteriosa, la marcha de un fatalismo imperioso e inexorable. Veo toda mi vida, siempre avanzando en esa dirección y sólo un pequeño incidente impide una conflagración. Si no hubiera amado verdadera y profundamente a Henry, si sólo hubiera sido una aventura, si Allendy hubiera conseguido separarnos y si yo hubiera volcado toda la fuerza de mi amor, esperanzas, sueños y aspiraciones en Allendy, con el terrible impacto que tiene mi impulso, ¡qué enorme catástrofe de nuevo! ¡El peligro de la totalidad! He aprendido a ser cautelosa. Qué medida esa, tan despreciable. Me niego a morir otra vez, como morí por John, y recelo de lo absoluto. Siempre dejo abierto un resquicio, una manera de escapar de la tragedia.

No quiero creer que mi incapacidad para enfrentarme con los mayores dolores del amor sea la causa de mi miedo a lo absoluto. Es cierto que no tuve ningún miedo de amor absoluto por Henry, por más que entonces contaba con el cuidado paternal de Allendy, y fue a él a quien me dirigí, presa del pánico, el día en que regresó June.

Dios mío, qué vulnerabilidad mórbida. La superchería y el engaño son mi defensa frente a una vida traicionera, demasiado trágica y destructiva, demasiado terrorífica para mí.

Y la ironía es que es a Allendy a quien debo este conocimiento de cómo abortar el peligro, eludir el suicidio, escapar de la tragedia.

El efecto que me produce la timidez sexual de Allendy es más intenso que el que me produce mi felicidad con Henry, porque me retrotrae al primer dolor inefable del abandono de mi Padre, del cual aún no estoy liberada. Todavía siento las raíces de este dolor desgarrado cuando acontece algo que puede recordármelo lejanamente. Por más inverosímil que pueda parecer la conexión entre la observación de Allendy «No me puedo expresar libremente con la mujer que amo idealmente» y la marcha de mi Padre aquel día, a pesar de mi histeria, para mí hay una conexión entre los sentimientos: la détresse est la même. Sin embargo, lo que ahora sé es que todas las dudas sobre el amor de mi Padre y todos los demás amores están basadas erróneamente en mi miedo distorsionado, mórbido y neurótico. Esa es la razón por la que otra vez estoy estancada, sufriendo la fijación del pasado.

Pensé que tras la poetisa que soy se esconde una realista feroz. El realismo es en particular sexual. Esta noche siento más desesperadamente este sabor a tierra, como una venganza de las altas esferas a las que Allendy me arrastra, y no consigo entenderme. Creo que hombres como Eduardo, Hugo, John y Allendy empujan al suicidio a las mujeres sexualmente normales. Cuando pienso en la plenitud de mi vida con Henry, me pregunto qué me disuade de no seguirlo a donde sea.

Además de mi miedo a destruir la seguridad de la Madre, la felicidad de Hugo y el amor de Joaquín, ahora tengo el miedo a herir a Allendy. Oh, Dios, hablo como una tonta: ¿Qué merece entonces Henry? ¡Allendy ha vuelto a hacerme cristiana! C’est impardonnable!

Anoche corrí precipitada a mi pasión, a Henry, y nos complacimos en una jodienda tan orgiástica que no deseo despertar de ella. Y reímos juntos, repitiendo yo las palabras obscenas que él decía. Después, tumbados en la cama, hablamos seriamente del libro de Dandieu sobre Proust.

Luego, hoy, en Louveciennes: astrología, en À Rebours, «El teatro de la crueldad de Artaud», de Huysmans (artículo de la revista que me ha dado Allendy), y besos y besos. Henry está sentado en la silla y yo me siento en sus rodillas, y soy yo quien folla salvajemente y él está extasiado. Me levanta mientras seguimos unidos y me da el delirio.

Nos despertamos después de un corto sueño y no estoy cansada. Me sorprende tanta energía. Debo de ser una supermujer sexual a quien, como ha escrito Rank, la vida sexual la estimula en lugar de agotarla. Me siento arder. Cuando Hugo vuelve a casa, hablo profusamente, con brillantez. Escribo cuatro páginas de mi libro. Todo me parece claro: filosofía, historia, metafísica, psicología, Rank, Dandieu, Proust. Ahora veo claro que no hago trampas a los hombres sino a la vida, porque no me da lo que le pido, por eso acepto estos juegos de manos y mi modo de manipular trapaceramente la vida. Es a la vida a la que guardo rencor, por su falta de perfección, de integridad, de absolución. Viviré mis mentiras con valentía e irónicamente, dual y triplemente. Sólo de esa manera puedo liberar todo el amor que llevo dentro.

Me río tristemente de las trampas que hago para actuar en la vida, de mis engaños y mentiras para encontrar tesoros y conservarlos, después de tantos, tantos años de hambruna. ¡Cuánta hambre, oh, Dios mío, cuánta voracidad! Una vez me engañó el amor de mi Padre y no quiero que me engañen más. ¡Tengo tanto que dar! Nadie querría todo cuanto tengo en exclusiva, porque sería demasiado lo que tendría que devolver. Tengo el deseo de viajar por todo el mundo, satisfaciendo, mágica y cuidadosamente, los sueños de las gentes, prestándoles la atención más minuciosa y tierna. La doy a mis amores en la vida diaria.

Sueño: Thorvald y yo vemos una obra de teatro. El escenario es un acuario, una reproducción gigantesca del mío. Las actrices se deslizan en el agua. Dorothy*, vestida de blanco, bellísima, nada en el agua. En el acuario, parecen frágiles, como Kay, traslúcidas y transparentes, fluidas. Thorvald (o quizá Joaquín) y yo queremos comprar licor. Y copas de licor. Las miro. Quiero que me den una copa de licor por nada, pero Thorvald tiene que pagar 180 francos por dos copas grandes y toscas. Estoy sorprendida y furiosa.

Sueño sobre todo con agua y cristal y, o me siento como un pez nadando en el agua, sintiendo agradables sensaciones, o recogiendo preciosas botellas de cristal.

¡Al infierno, al infierno con el equilibrio! Rompo vasos; quiero arder, aunque me rompa. Vivo sólo para el éxtasis. Ninguna otra cosa me afecta. Las dosis pequeñas, los amores moderados, todas las demi-teintes me dejan fría. Me gusta lo extravagante, el calor… ¡la sexualidad que revienta el termómetro! Soy neurótica, pervertida, destructiva, ardiente, peligrosa —lava inflamable y desenfrenada—. Me siento como un animal de la jungla que escapa de la cautividad. Sé muy bien que este sentimiento se parece mucho al délire de persécution de June.

Allendy me habla del trabajo de investigación que puedo hacer para él en la Bibliothèque Nationale.

Volviendo a casa en coche, me apoyo en el complacido pecho de Hugo, con mi sombrero ladeado sobre una oreja, y hablo como una borracha. Observo los cambios en el cielo desde que era niña: los avances de los anuncios eléctricos, las estrellas son rojas, las luces de las emisoras de radio parpadean. Y las estrellas de cobre, las auténticas, se emplean como faros de automóviles. ¡Dónde hemos llegado, Dios mío, en qué tiempos vivimos!

4 de febrero de 1933

Es la primera vez en mi vida que mi trastorno menstrual no afecta a mi humor, no me hunde, no me deprime. Es como si, por fin, hubiera conquistado mi cuerpo. Pero mi felicidad de anoche me asustó. Cuando Hugo y yo nos fuimos a la cama, me eché sobre la colcha desvariando como una persona delirante, fantaseando, contándole cuentos, diciéndole que había venido al mundo únicamente para satisfacer los sueños de los demás, que estaba poseída por poderes mágicos.

Fui a ver a Allendy encaramada al pináculo de mi euforia. Y me di cuenta de que no lo amo en absoluto, de que él es otra carga insoportable, enorme, inerte, antiéxtasis. Gris, apagado, asustadizo. Mi impulso cesó de inmediato. Me pregunté por qué estaba allí, sentada en sus rodillas, por qué me preparaba para ayudarlo en sus libros. Buscó mis caricias y se las di calladamente.

El modo que un hombre pasivo emplea para poseer a una mujer es mantenerla alejada de la vida. Los celos de Eduardo eran enormes; le habría gustado matar a todos los hombres que me rodeaban. Hugo también me quiere para él. Allendy destruiría a Henry, porque Henry es el único hombre que puede apartarme de él.

El neurótico es quien interpreta todos los hechos en su contra. Por ejemplo, June pensaba que Henry y yo le ocultábamos nuestras relaciones para burlarnos de ella, en lugar de entender que nada tenían que ver con nuestros sentimientos hacia ella. El mismo Allendy piensa que he elegido a Henry (su antítesis), para reprocharle su vida sublimada, porque sus logros hieren su orgullo (está obsesionado comparando sus logros con los de Henry, número de libros, etc.).

Hoy, por fin, he entendido a estos hombres fríos y saturnales, tan reflexivos, pacientes y controlados, a quienes con tanta pasión y constancia he amado. Entiendo su manera de amar. Puedo tener con ellos una relación afectuosa y fraternal y con los demás una relación apasionada. Tout va bien. He llegado a un acuerdo con la vida, la relatividad del amor.

Cuando las cosas se pongan feas, me tomaré un whisky. Pero soy feliz.

Se me hace tarde para la cita con Allendy. Me pongo de pie de un salto, como una putita despreocupada, mientras Henry sigue tumbado y yo le pregunto qué magia negra ha usado conmigo (¡está muy celoso de la magia de Allendy!). Cuando salgo, todo es suave, primaveral, como la primera vez que salí del Hôtel Cronstad para comprar pan y vino a la vuelta de la esquina. La primavera está encima, inesperada, embriagadora. Acostumbraba a esperarla y ahora me sorprende; me coge con el vestido desabotonado, despeinada, corriendo en busca de un taxi, impuntual con mi cita. En el taxi me siento tan confundida que aún me creo en los brazos de Henry; lo imagino con tanto ardor que experimento un segundo orgasmo y me echo hacia atrás, jadeante, mientras el taxi se adentra en la primavera.

Cuando llego a casa, le doy a Hugo un beso que lo complace. Un beso de gratitud.

Con qué claridad veo la influencia oscura y sofocante de Saturno (en Hugo y Eduardo, y un poco en Henry, no en mí), cómo derroto a Saturno con mi luminosidad y alegría tremendas. Este es el libro de la alegría, de una luminosidad que anhelo difundir sin medida. Los títulos que escribí, los subtítulos de «Schizoidïe» y «Paranoïa» se refieren a mi creencia en que la vida me ha hecho trampas (una afirmación metafísicamente incorrecta, porque yo creo en la fatalité intérieure) y en las cuadruplicidades del amor. Hablar de las trampas de la vida es como la esposa que enumera los defectos del marido para justificar sus amantes, ¡porque creo que soy yo quien hace trampas a la vida y a los hombres!

No creo que yo naciera melancólica, sino que me he vuelto así por accidente, que, de momento, soy por lo menos fructífera, abundante, una Venus placentera.

Me despierto con la palabra «Guerra» en los labios. «Guerra». Creo que el Marte de Henry ha disparado el mío, que la ignición causará explosiones, incendios y terremotos.

Para no hacer daño, decido dejar el hogar y a Hugo durante una semana. Me invento que me voy a Holanda con Natasha, pero desde hoy pasaré una semana con Henry.

Estoy inconscientemente —o, mejor dicho, mi inconsciente está— en abierta rebeldía. Eso es lo que quiero decir cuando hablo de romper vasos. Anoche, mientras Hugo estudiaba astrología, me emborraché de whisky, que tomo porque tengo una neuralgia atroz. Me caí del sofá al suelo, igual que June; desvarié, le pedí a Hugo que me devolviera el corazón, reí, grité y lloré. Muy en el fondo me daba cuenta de mi borrachera. No podía controlar mis gestos, mi equilibrio, mis palabras, pero sabía que estaba siendo June. Hice gestos extravagantes, pero sabía que los sollozos y las risas eran como los de June. Hugo me tendió sobre la alfombra negra, delante de la chimenea. Estaba enfadado. Le asusta terriblemente lo que él llama mi exaltación. Estaba allí, tendida, creyendo que seguía cayendo, porque necesitaba caer, hundirme en la difamación, en la degradación. Necesitaba desesperadamente arrastrar, insultar, escupir, vomitar el idealismo que me mata. Necesitaba destruir el alma que me persigue de noche, la maldita alma que hace que ame a estos hombres, tan llenos de alma, ¡pero tan débiles de sexo!

Sería bueno que, con la propia ayuda de Allendy, pudiera dar la espalda a ese tipo de hombres. Pero me sigue acosando una insatisfacción gigantesca. Porque soy consciente de que los demás seguirán perturbándome, afligiéndome, como si hubiera herido o vuelto la espalda a mi propia alma, a la mitad de mí.

Esta imperfección, este enigma, esta oscilación en la vida, es lo que me lleva a una gran amargura, a una formidable rebelión, a una oscura ira. Ira contra mí misma por sentirme atraída, asida, hechizada por hombres que no tienen sobre mí ningún poder físico, ningún poder físico para conquistarme.

14 de febrero de 1933

Victoria final y formidable de Allendy, triunfo del psicoanalista. Con toda mi voluntad y mi mente quería entender, pero no lo he conseguido hasta hoy. Y todo es tan simple. De una frase suya surgió la luz: «Pour moi les gestes ne comptent pas». Una simple palabra: «Gestos».

Los gestos no cuentan.

El gesto sexual que yo exigía de Eduardo como prueba de su amor. Mi necesidad de gestos. Mi glorificación con la ardiente expresividad de June. Mi tormenta de rebeldía cuando Allendy, a pesar de su amor, no hacía el gesto final. Mi resentimiento contra John. Mi necesidad, mi necesidad de gestos. Situación agravada por el hecho poco habitual de ser yo tan expresiva, tan demostrativa. Me exteriorizo constantemente, al instante doy forma o expresión a cada uno de mis sentimientos, de tal modo que Eduardo, Hugo y Allendy, comparados conmigo, me parecen inertes. Pero la necesidad de gestos procede de la falta de confianza. Si me hubiera dado cuenta a tiempo de que Eduardo me amaba, de que Hugo me amaba, igual que Allendy —de hecho, todos ellos con más hondura de lo que Henry ha amado nunca—, la ausencia de gestos no me habría ofendido. Henry me bendice con sus gestos… Sin embargo, siempre he sabido que su amor es menos profundo. Allendy, a sabiendas de que esto es exactamente lo que no acepto, que para satisfacerme tengo que poseer al hombre en cuerpo y alma, que no escucho razones, compromisos, deficiencia y neurosis que hacen la fusión imposible, que mi posesividad es tan enorme, en proporción a mi miedo a ser abandonada, tuvo que luchar para imponerme este darme cuenta, para que definitivamente pudiera liberarme del dolor.

Vi claramente con cuánta desesperación había tratado de poseer completamente a Allendy, como un trofeo, cuando lo que quería era un padre, un amigo. Cómo sintió él todo esto, cómo luchó, cómo se borró él mismo para curarme. Hoy, el poder de su voluntad y la agudeza de su intuición me han asombrado. Porque lo seduje, lo encanté; temblaba en mi presencia, tartamudeaba al hablarme. Y triunfó soberbiamente.

Cuando lo dejé me di cuenta de todo, caminando sin rumbo por las calles, hablando conmigo misma. ¡Gestos! Ciertamente he ganado en confianza, sí, pero todavía necesito gestos, trofeos, victorias.

Ahora recorro el entero curso de mi vida, elijo lo más sobresaliente y descubro acontecimientos que nunca había advertido: El día en que mi Padre estuvo a punto de pegarme, después de pegar a mis dos hermanos y, al ver la expresión de mi cara, histérica, insoportable, mi pesar por la humillación, no me hizo nada, me miró tiernamente, casi conmovido; el día en que me trajo un compás estando yo enferma y me dejó trabajar en su habitación. Sus cartas desde Francia, cuando yo estaba en Nueva York: «Ma jolie!». Recordando esto, ya no siento terror de su frialdad, de su sadismo, su incalificable crueldad, su cinismo.

La devoción de Eduardo, toda su vida, tímida, rara, difícil. Sus cartas.

Las palabras de Allendy: «Quiero darte más que Eduardo, más que Hugo. Eduardo tiene esas frías crisis de narcisismo. Hugo, bueno, Hugo, no lo sé. Hugo ha tenido tu ayuda y la mía para salir de su caos y su despiste, pero puedo ver que no es suficiente para ti».

Cuando Allendy menciona la palabra «culpa», me río, porque la escena que cruza por mi mente es la de una noche anterior. Hugo se trajo a casa a cenar a dos «magnates». Yo había estado tosiendo grave e histéricamente durante tres días y lo puse como pretexto para no irme con ellos. Apenas habían salido, ya le estaba abriendo la puerta a Henry. Me trajo un regalo y yo olvidé mi tos; le serví algo del pichón que había sobrado de la cena y el mejor vino, mientras bailaba a su alrededor y me burlaba de los magnates. Le di uno de los carísimos puros y gocé de su comida y del puro como si fuera yo quien comía y fumaba. ¡Toma, toma todo! Una fiesta de alegría.

Luego, a medianoche, instalo a Henry en el cuarto de invitados y espero a Hugo echada en la cama de Henry, que se escandaliza por mi temeridad. Cuando oigo a Hugo abrir la puerta me marcho, no sin antes darle a Henry el beso de las buenas noches, lo cual lo asusta tanto que luego sueña que Hugo nos sorprende, se sulfura y empieza a pegarme y, aunque acude en mi ayuda, sabe que Hugo sólo está haciendo ¡algo moralmente justo! Mi temeridad reaviva en Henry la honrada moral germanoprotestante de la que June solía quejarse. Cuando, a la mañana siguiente, me contó su sueño, me eché a reír.

Del mismo modo que los celos obsesionaron a Proust, ¡a mí me obsesionan las potencialidades, los misterios de las vidas no florecidas, las secretas oscuridades y el peso agobiante e inerte de Saturno! Y del mismo modo que el dolor eternamente recurrente de los celos provocó en Proust paroxismos de clarividencia, análisis y búsqueda, este dolor de dificultad recurrente para sacar de las cavernas a mis hombres medio vivos me ha provocado paroxismos de ira, de desesperación y tenacidad. Iluminar el caos, crear desde el caos; levantar masas; abordar los misterios, la elusividad y la inercia; despertar y conquistar la pasividad: todos estos deseos me han causado grandes dolores y grandes alegrías. Me han destruido, pero han fascinado mi inteligencia e imaginación. ¡Las potencialidades de John! ¡De Eduardo! De Henry también, que en gran medida es creación mía. El amor, la pasión y la creación brotan de mí simultáneamente. Debo perfumar la boca que beso; debo quedar deslumbrada por el hombre que adoro; soy Pigmalión, siempre a la espera del milagro. Las misteriosas y narcisistas desapariciones de Eduardo; los misteriosos silencios de Hugo; la misteriosa evasión en las profundidades de John, y las promesas de sensualidad, simulada y atenuada, de Allendy. Voy como un farolero, encendiendo luces; impulso barcos en alta mar; descubro los objetos preciosos escondidos bajo tierra; quito la pátina de las pinturas oscurecidas; afino, armonizo, moldeo, saco a la luz, enciendo, apoyo, sostengo, inspiro; planto semillas; registro cavernas; descifro jeroglíficos; leo —solitaria— en los ojos de las personas, sola en mi actividad. Marte ataviado con túnica de color sangre y pulsera y collar de acero.

18 de febrero de 1933

Cena suntuosa en casa de los Allendy. La señora Allendy, pesada, terrenal, activa, inteligente, marcial y dominante. Allendy, con una secreta risa de perlas como la de Eduardo, encorvado, con la cabeza sobre los hombros como un toro. No puedo soportar mirarlo a los ojos. Estoy deslumbrada. Me asusta que todo el mundo se dé cuenta ahora de lo mucho que lo amo. Se ha acordado de que fumo cigarrillos Sultane. Tiene los ojos de un niño que escucha cuentos de hadas. No habla mucho. Está nervioso. La señora Allendy habla mucho, igual que el señor Bernard Steele*, el editor. Hugo da la impresión de sentirse viejo, inerte, aplastado: una regresión a su estado anterior. Ningún éxtasis. Ningún éxtasis. Tampoco en Allendy. Nada de nervios, ningún roce, ninguna insinuación, ninguna locura.

Para sorpresa mía, me muestro ingeniosa, maliciosa, picante. Pero no puedo dirigirme a Allendy, porque siento el loco impulso de besar sus largas pestañas y su boca de mujer.

Es como si todavía estuviera sentada con mis hermanos, contándoles historias. Lo aparto de su vida organizada y comprometida. Tiene miedo de mirarme. Tiembla su mano cuando enciende mi cigarrillo y, como si yo fuera una reina imperiosa e impaciente, me acerca un cenicero. Me asusta tanto el amor que siento por él que me vuelvo hacia la señora Allendy y la encanto cuando le digo que comprendo su gran contribución al ascenso de Allendy, su secreta contribución sin brillo ni forma ni belleza (¡la tiranía del mecanismo doméstico!), sin un gesto, sin ilusión —el mero alimento—, este alimento que yo quisiera ser para Henry.

Escribí a Eduardo una carta en la que por primera vez lo perdono verdaderamente: «Mon petit frère chéri…».

¡Me siento inagotable! Esta noche amaré a mi Henry. Me gustaría ser su esposa, tener un hogar con él, hacerlo sumamente feliz; nos perdonaríamos mutuamente nuestras pequeñas chifladuras con los demás; trabajaríamos y leeríamos juntos, haríamos banquetes informales y bohemios, pero exquisitos, nos rodearíamos de Eugène Jolas*, Otto Rank y putillas. Trabajar, trabajar con aquel éxtasis en ambos, suficientemente grande para acabar con el mundo.

Veo en la cara roja de Madre y en la pícara Louise las caricaturas de mi fuerza, y olvido que la mía se esconde tras la delicadeza y el tacto, tan suavemente envuelta que el efecto que produce es el contrario del que consigue la combatividad de Madre y la tiranía de Louise. En lugar de provocar enemistad, seduzco; en lugar de provocar ira, enternezco a los demás. Este miedo a mi fuerza ha impedido siempre que me luciera, que tuviera salidas brillantes, salvo en raras ocasiones. Anoche me encontraba incómoda. Tuve miedo de eclipsar a la señora A. Afortunadamente es una mujer dominante. Temía que Hugo se sintiera inferior (y, por desgracia, así fue; lo trataron como al «financiero»). No me atreví a hablar con Steele de libros que Allendy no conocía.

Esta mañana Hugo ha sido generoso en sus comentarios. Dice que mi humor y falta de recato fueron sorprendentes, como los de una niña, encantadores y divertidos.

Estamos descansando muellemente en la cama y le cuento a Henry lo que he escrito, que quiero ser para él lo que la señora Allendy ha sido para René. Me dice: «Anaïs, cuando me hablas así, me dan ganas de llorar». Y se siente muy apurado. Luego añade: «Eres maravillosa, una mujer maravillosa».

Dice: «¡Esta noche me siento lleno de júbilo!».

Ya en el taxi, camino de casa, estaba extasiada. Encontré a Hugo estudiando astrología y enfadado por su exploración del museo apache y la sala de baile del Moulin Rouge.

Allendy estaba muy contento de la velada. Y celoso de la admiración que causé en la señora Allendy. Le gusta el acuario que le llevé. Va a colocarlo junto a su cama, para que sea lo último que vea antes de dormir. He visto su cama, un soberbio diván estilo Imperio puesto en la alcoba, y me gusta imaginar sus ojos puestos en ese bello y parpadeante cristal de Atlántida.

Es fácil oscilar entre Henry y René, permanecer receptiva, limitarme a responder, pasiva, dejándome llevar por el ritmo de las mareas. Sin desear a Allendy —ni hombres ni objetos— sino recibiendo: paciente, femenina, sin discutir, sin tomar iniciativas, libre ya de fijaciones neuróticas, de la esforzada defensa de la vida, del duelo con las dificultades, de la fuerza del destino, de la furia impotente, de las ambiciones estériles y masoquistas.

Calma. Alegría. Satisfacción por entender. Je ne veux plus rien. Y sonrío levemente, como una madre fatigada sobre quien pesan las muchas travesuras de sus numerosos hijos. ¡Me siento madre total, útero y Tierra, con enormes alas protectoras! La pasión y la maternidad se funden: la madre como la noche, cubriendo el mundo, arropándolo, sosegando su dolor. Y, como la noche, de nuevo estoy sola, activa, independiente, incansable. Hugo duerme en su seguridad; Henry trabaja en el lecho de mi pasión; Allendy duerme en el plumón de los matrimonios oníricos; Eduardo duerme en el calor de mi carta. Je suis suprêmement heureuse. Soy la noche que los vigila con ojos muy abiertos a través de las ventanas encortinadas.

Por la mañana me despierto cantando, porque sé que todos ellos han dormido profundamente, sosegados por las mentiras que les he contado, mentiras siempre bellas, necesarias, creativas, ¡cuentos de hadas!

Mentiras: Explicar a Henry por qué no puedo estar esta semana con él. Inventos. Color. Drama. Explicar a Allendy por qué sigo saliendo una noche a la semana. Mentiras a Fred para atenuar el efecto de las furiosas crueldades de Henry, porque Fred me roba un beso de vez en cuando. «Te amo fraternalmente», lo cual no es cierto. La sensibilidad de Fred es como un barómetro, pero tiene la ligereza de una pluma.

Mentiras para ocultar al mundo mi lucha contra mi mala salud. Como siento a menudo cansancio para arrostrar todo un día, me invento quehaceres y lo que hago es irme corriendo a casa para tomar un baño de sol. Mentiras sobre la fuente de ingresos que entrego a Henry a costa de grandes sacrificios, porque un empleo sería más atractivo que los robos y sisas que tengo que hacer. Y no puedo comprometerme con un empleo porque me faltan fuerzas para eso. Mentiras a Hugo para preservar su seguridad. Mentiras a Emilia. Mentiras a Joaquín para calmar sus celos. Mentiras de enfermeras nocturnas, doctores y utópicos.

Sólo dejo de mentir a mi diario. Pero, por mucho afecto que sienta por él, hay veces que le miento por omisión. ¡Y son muchas las omisiones!

Lo que me preocupa con frecuencia son mis pequeñas aunque múltiples infidelidades. Dorothy, tranquilizada por Allendy, tan deseosa de caricias, me da lástima, y me conmueve el beso que me da. Los homosexuales, los lindos jovencitos del salón de té Smith, llaman mi atención. Veo una cara por la calle y la sigo durante varias manzanas. Los hombres me siguen y eso me divierte. Zadkine, el escultor, me dice: «Salgamos una noche. Necesito ver más de usted». Debería estar trabajando pero, en lugar de eso, pienso en el amor, como una jovencita que empieza a vivir.

Debe de ser que estoy empezando a vivir. Con qué impaciencia juvenil espero a mañana, a mi visita a Allendy. Cuando pienso en él, mi sangre hierve.

Cuando tenía diecisiete años y escribía tanto, sentada cerca de una ventana, viendo caer la nieve, ¿por qué no vinieron a mi lado Nietzsche, Henry, June, Allendy, Rank, Spengler y todos los Titanes? ¡Hacía tanto entonces para merecerlos!

21 de febrero de 1933

Mi trigésimo cumpleaños empieza con un regalo de Henry, una página desenfrenadamente cómica en la cual ha escrito notas recordatorias para él mismo, como «Roba buenos libros de la Biblioteca Americana. Sé Tauro. En los días de frío, pinta las paredes del dormitorio con furia.[8] Llévale À Rebours a Anaïs. Invita a Zadkine a cenar». Luego me telefonea.

Paso una hora placentera con Allendy.

Los dos últimos días han sido soberbios, un poco agobiada por las tareas que me he impuesto. Un poco envejecida por mi amor a lo eterno. Ya a mis trece años era vieja, cuando sentí por primera vez los horrores de la vida y empecé a hacer de madre de mis hermanos. Un punto de semejanza con Allendy es que él también ha dado su vida a los demás. Fundamentalmente, yo todavía no vivo para mí misma. Lo que realmente quiero es abandonar a Hugo, a Madre, a Joaquín, a Allendy y a Eduardo, para entregarme a Henry y a la aventura. Y nunca lo haré. No haré con otros lo que hicieron conmigo, ¡nunca!

Hay una gran continuidad en mis relaciones con las personas o, mejor dicho, en mis devociones. No me gustan los contactos rápidos, casuales o despreocupados. En esto no hay trazas de Marte, ningún gusto por la interrupción, la guerra o la acción; sólo un esfuerzo paciente, soterrado y delicado para acabar con la soledad de los seres humanos, una preocupación por los detalles, por el acabado total. Pongo en esta creación un cuidado que no pongo en otras. No es casualidad que mis amores y amistades ocupen en mi vida un lugar tan inalterable e importante.

Todo esto que refiero, todos los lugares, personas e incidentes se convierten en algo como una aventura, como un viaje, cuando estoy tendida en la cama de Henry, con la cabeza de él reposando en mi pecho. Duerme pesada y pacíficamente, cogido a mi mano, y yo permanezco tendida, maravillada de mi contento, de mi sensación de haber llegado, de haber alcanzado el fin y el propósito de mis actividades. Me parece que aquí estoy en mi hogar, y eso me aterra, porque no sé si Henry cree en la misma finalidad, en este matrimonio. Quizá sólo sea una etapa de su vida. Pero se despierta y me doy cuenta de cómo se aferra a mí. Pero la vida me da pavor. Comprendo los temores de Allendy. Sigo amando demasiado, me aferro demasiado. Mi amor no pierde intensidad ni siquiera dispersándolo.

Otro —el último— pináculo de mi vida: ¡Cuando descubrí cuánto ha sufrido mi Padre por mi abandono! Me ama entonces.

—Es muy sensible —me dice de él Gustavo Durán*—, muy femenino y, por supuesto, muy egoísta. Necesita que lo amen y lo mimen. Un día vino y hablamos durante horas de su dolor por haber perdido a sus hijos, a quienes adora (dijo que a veces relee tus cartas). No puede entender por qué lo abandonaste, ha sufrido mucho por esto.

—Escríbele que lo veré cuando venga a París —le digo.

Cuando llegué a casa, miré el fuego de la chimenea y me sentí alucinada. Me invadió una alegría insoportable, la sensación de que había llegado al final de mi vida, que, por el exceso de dolor y esperanzas imaginadas, había hecho de la felicidad humana un clímax al que no podría sobrevivir. Darme cuenta de mis veintiún años de hambruna, sueños, renuncias y separación era una consumación peligrosa e irresistible. Todos mis deseos se habían realizado. Mi alegría es tan grande cuando contemplo todo lo que se me ha dado que me siento preparada para la muerte. Le dije a Hugo que me sentía como una mujer en su lecho de muerte, rodeada de todas las personas amadas. Próxima a todos. El amor de mi Padre, de mi Madre, de Allendy, Eduardo, Henry, Hugo, Joaquín. Demasiado, ¡demasiado para que lo pueda resistir un ser humano! Estoy acostumbrada a necesitar, no estoy acostumbrada a la satisfacción. Me destruye. ¡La alegría me mata!

Gustavo Durán, físicamente hermano de Eduardo en edad y rubicundez. Sólo que Gustavo es resuelto, activo, apasionado, voluptuoso y terrenal. Era el joven mimado, festejado y estimado cuyos atractivos ya he comentado alguna vez. Me atraía su juventud, su dinamismo y su complexión fresca y rubia. A él le atrajo aquel raro fenómeno: una mujer agradable de mirar y capaz de pensar. Joaquín le prestó mi primer diario y ¡Gustavo se inflamó! Podía recitar páginas enteras. La otra noche lo invitamos por Dorothy, pero sólo tuvo ojos para mí. Me pidió que nos viéramos a solas. Lo he visitado hoy. Me leyó su diario: inquietud, insatisfacción, oscilaciones entre el misticismo y la sexualidad. Lee a Bergson. La mundanidad de Gustavo solía asustarme. Ahora veo el hambre, la melancolía. Hablamos mucho durante una cena anodina en el restaurante Godoy. Es un conversador soberbio, brillante, egotista, magnético. Dice que en mi primer diario siempre rozaba el sentimentalismo, pero que nunca caía de lleno en él. Instinto de artista.

La otra noche leía sobre el signo Escorpio.

—Qué lástima que no conozcamos a nadie nacido bajo este signo —dije—. Es fascinante.

Tan pronto como Hugo observó la admiración de Gustavo por mí, le hizo el horóscopo. ¡Ha nacido bajo el signo de Escorpio!

He visto las pinturas de Néstor de la Torre*. El primer pintor moderno que me ha apasionado y emocionado profundamente.

Debo hacerme creer siempre que estoy haciendo un sacrificio por alguien. Si me curo es para que Allendy sea feliz. No muero cuando quiero porque no quiero herir a Hugo. Y no lo abandono por la misma razón. Las razones humanas me refrenan. Ni siquiera creo que esté equivocada en las cosas que necesito (entregarme a Henry). Sé que no estoy equivocada. Pero me guío por el dolor que pueda causar a los demás.

Al mismo tiempo, veo con claridad que, con unas mínimas supercherías, puedo conseguir relativamente todo lo que quiero y sin herir a nadie. Como quería ver a Gustavo a solas, porque él también lo quería, empleé trucos y mentiras. Hubo un momento en que estuvo a punto de descubrirse mi mentira, así que me inventé otra mejor. Y todo funciona bien. Empleo verdadera ingenuidad y listeza. Recurro a las medias verdades, lo mejor de todo, porque desvía la sospecha. Me muestro expansiva y confiada, nunca reservada. Mi convicción de que ninguna de mis mentiras es maligna me produce un sentimiento de seguridad e inocencia que resplandece en mi cara.

25 de febrero de 1933

Cerré suavemente la puerta al mundo. Y eché el largo y místico cerrojo. Cerré las contraventanas inoxidables. Silencio. He aprisionado en mi interior la admiración del luminoso, testarudo Eduardo; la música con ritmo de sangre de Stravinski; el casto rostro de Joaquín al piano; una nueva comprensión de Thorvald, mi hermano largo tiempo perdido; ¡pensamientos de un Padre «femenino»!

Qué extrañamente inocente me siento mientras me lavo delante de Henry, me visto rápidamente, me empolvo otra vez, salgo corriendo y cojo un taxi para ir a casa de Madre, donde me espera Hugo. ¡Llevo mi alegría a todos como un aroma!

Los taxis son mis alas. No puedo esperar a nada. Es maravilloso llegar con el tren a las 3.25, bajar deprisa las escaleras, atravesar la ciudad soñando, llegar a la consulta de Allendy a las 3.35, justo cuando está a punto de echar la oscura cortina. Correr al café donde me espera Henry. Ningún arte puede ser igual a la vida. Si hablo mal de la vida es porque mi pasión por ella me asusta, por su fragilidad.

Tarde. Horas de hechizo con Henry. Trabajo. Charla. Un largo encuentro sensual. Sueña con seguirme a Nueva York cuando vaya con Hugo. Quiere ver a sus antiguos «amigotes», sobre todo a Emil Schnellock. Tan pronto como quiere algo, siento la necesidad de dedicar toda mi vida para dárselo. A menudo se trata de algo que yo no quiero, porque Nueva York quizá signifique June y escenas con June. Pero cuánto me gusta ver a Henry lleno de entusiasmo, sonriendo de oreja a oreja, con nostalgia del hogar, anhelante. Eso, para mí, es lo más importante.

Encuentro ayer con Eduardo. Se fue para escapar del dolor, del dolor de su vida negativa. Puede llevar una vida extrovertida lejos de mí, pero recupera el dolor en cuanto vuelve a verme. Soy su vínculo con el dolor.

Soy yo quien, habiendo aprendido la lección, le señala las dos maneras de interpretar el hecho de que Allendy no contestara a su carta. La manera neurótica: que Allendy lo ignora. Le demuestro que eso no es cierto. La segunda manera, la normal: que Allendy, creyendo que ha fracasado en curar a Eduardo, está dolido inconscientemente y quiere castigarlo un poco. Esta segunda explicación, la humana, es la que Eduardo puede aceptar intelectualmente. Pero emocionalmente se siente ofendido y marginado. Mi intuición resulta acertada: Allendy expresa una gran alegría al ver a Eduardo, una alegría que, sin embargo, me duele un poco.

Eduardo está asombrado por mis insospechados conocimientos de astrología.

Anoche, reaparición de mi amor por Hugo, porque parece un poco maltratado por la vida, muy humano, muy humanamente apasionado conmigo (como Allendy)… y en este momento lo amo, amo las arrugas de su cara, el sudor de su frente, la mirada ardiente de sus ojos, sus celos intensos de Eduardo, su sexualidad estremecida.

Veo en Eduardo al demonio verde del dolor, inactivo en su inglés y en su vida vegetativa y superficial; este demonio verde se despierta con mi presencia, y soy consciente de la guerra, de las convulsiones, del dolor que traigo junto con la vida.

Henry permanece en el centro de mi vida y es —fijamente— la pasión de mi vida. Tengo miedo de la totalidad del amor que siento por él, miedo de que mi amor lo estorbe. Por eso me desparramo en amores pequeños, definitivamente más pequeños, como constelaciones. El eje es Henry, siempre Henry. Esta noche he intentado hacer literatura de las páginas que he escrito sobre él, y no pude, son cosas demasiado vivas, demasiado humanas. No podría resistir manipularlas. Me emocionaron profundamente, hasta llegar a pensar en él, y recordé que el 8 de marzo hará un año de mi primera visita a su habitación, un año increíble. Mi pasión por Henry es como un sol que lanza sus rayos sobre los demás: Allendy, Hugo, Eduardo, Joaquín, Padre.

Llamada telefónica de Henry: entrevista con Otto Rank, éxito total. Rank se ha hecho amigo suyo. Vuelvo a sentirme loca de contento. La ascensión de Henry.

Eduardo dijo que lo que llamé a los De Vilmorin se puede aplicar a mí: Soy una ¡decadente lujuriosa! No tengo ni un solo signo tierra en mi horóscopo. Casi todo es agua.

Henry pasó una tarde con Walter Lowenfels*, el poeta. Hablando de Lawrence, Lowenfels dijo: «El único libro sobre Lawrence digno de leerse lo ha escrito una mujer con un nombre raro, Anaïs. Es fragmentario, pero iluminador».

Estoy aturdida, en medio del estudio, pensando en Henry y en Rank, sintiéndome como una visionaria, sintiendo con qué intensidad y fanatismo he deseado la ascensión de Henry. Oyéndole decir «Eres demasiado rápida, Anaïs», el día en que hablé exultante («Este hombre, Rank, sabrá apreciarte. Tienes que verlo»). Recuerdo a Henry, algo incómodo por mi «exaltación», pero confiado, confiado en mí también, cuando hice que se viera con su agente y su editor. Lo amo por su fe: sabe dónde y cuándo debe ceder. Y entonces se eleva gloriosa y majestuosamente en su obra. Dios mío, qué feliz me siento por haber encontrado a Henry, un genio a quien servir y adorar. Alguien suficientemente grande para emplear mi fuerza, para someterla a sus complementos. Dios, Dios, matrimonio-matrimonio, un matrimonio fecundo. No hay fecundidad en mi matrimonio con Hugo. No creamos nada. Debería haber tenido hijos. Pero soy una artista, no una madre.

Hugo, bromeando, dice que tengo un harén. A todos les digo «Eres mi favorito». El verdadero rey es Henry. Mi harén me da muchas ocupaciones, mantenerlos felices a todos. Soy feliz, feliz, feliz. Es primavera. No ando sobre la tierra, vuelo, vuelo por la casa con el amor y la adoración por mi harén. Hoy, Allendy, Eduardo y Henry: me gusta verlos a todos en un mismo día. Hace que me sienta rica. ¡Estoy pletórica!

Por la tarde. Hoy, mi estupenda felicidad humana por la felicidad de Henry. Anoche me escribió una carta sobre su encuentro con Rank, que leo entre lágrimas, en el café, delante de él:

Si esto contiene algo de revelación, de sabiduría o de visión auténtica, tómalo como un regalo que sólo tú has hecho posible que pueda ofrecerlo. has sido la maestra… No Rank, ni siquiera Nietzsche ni Spengler. Todos estos, desgraciadamente, reciben el agradecimiento, pero en ellos está el esqueleto muerto de la idea. En ti estaba la vivificación, el ejemplo vivo, la guía que me condujo a través del laberinto del yo para desenmarañar mi propio enigma, para llegar a los misterios. Y ese es el significado del recorrido por el laberinto, lo que significa la llamada exploración del yo. No del yo, sino de la frontera del misterio, el no-yo mediante el cual se puede saber, si es un saber, lo que yo sé. Lo mejor es la simple adivinación, atisbar en éxtasis los lugares lejanos y elevados, el relámpago en la oscuridad que sustenta la ilusión dentro de nosotros. A menudo, cuando deplorabas tu incapacidad para actuar como psicoanalista, tuve atisbos de lo que ahora percibo con claridad. En un trecho corto y para una cura vulgar, puedes ser un fracaso, pero es porque el precio es demasiado innoble. Pero si uno va todo el camino junto a ti, uno puede cubrir todo el camino y ciertamente uno recibe una recompensa completamente diferente, algo, me gusta decirlo, irreal. Uno tiene el privilegio al final de beber sabiduría. Digo esto muy muy románticamente. Es puro romanticismo hablar en estos días del valor de la sabiduría, porque es un valor que hoy no se aprecia. No tiene ninguna eficacia en este mundo de realidad que se ha creado, porque este mundo de realidad es un mundo de muerte. Es la irrealidad amarga, el mundo que existe fuera de la pluma de los psicoanalistas, el mundo al cual nunca debiéramos adaptarnos del todo, al que tú me has conducido.[9]

9 de marzo de 1933

Predicciones astrológicas para marzo: Depresión temporal. Aburrimiento.

El mes empezó con una neuralgia paralizante.

Debacle financiera en el mundo. Grandes preocupaciones. Escenas con Hugo, como aquellas del gran crac.[10] Para que no se hunda, me mantengo dura y firme. Hoy sólo los artistas son ricos. Hugo, hasta anoche, era pobre, carente de valores auténticos. Lágrimas, discusiones, ira. Lo abofeteé en la cara, abofeteé su terquedad y cerrazón escocesas que le impiden que se guíe por mi intuición. Ahora debo estar pendiente de él, pendiente de su depresión eterna, de su ser eternamente oscuro, de su pesada carga, del peso de estar atado, que cuando pierde su dinero cree que pierde su poder y la razón de su existencia. Cómo he luchado para liberarlo del miedo. Es extraño que yo, obsesionada en mi imaginación con un millón de miedos, haya podido hacer acopio de fuerzas en este momento de crisis y no sienta ningún miedo. Mi pobre amor. Esta noche hemos hecho las paces. Es feliz porque lo he salvado de la humillación, de su sentido del fracaso. Y ahora esperemos lo peor, ¡que nos pongamos filosóficos!

En qué lío se ha metido el mundo. Siempre que puedo le vuelvo la espalda. Apesta. Nunca leo los periódicos. No quiero preocuparme por la política. Cuando la guerra llegue a mi puerta, bien, entonces actuaré. Sólo me interesa aquello en lo que pueda ayudar, ¡curar, hacer el bien, amar, servir directamente a las personas amadas, a las que adoro!

Hugo se ha salvado de la ruina. Todo está bien. Retozo como una ardilla por París y me río de las predicciones astrológicas. Mi máquina interior funciona totalmente, con sus elementos perfectamente engranados bajo control, con esta mano firme en el timón, señalando el camino a los vacilantes: Gustavo, en busca de sí mismo; Louise, temerosa hasta la locura. Todos aquellos que han desperdiciado sus vidas, enervados por una visión irresistible y todopoderosa, acuden a mi alrededor —la catalizadora—, y así sublimo mi vanidad de mujer, que es enorme, y atenúo la desmesurada alegría que me invade cuando el amor me rodea.

Las personas extraordinarias que me rodean (pues así las veo, todas son très grandes) necesitan darse cuenta, de una manera u otra, de su engrandecimiento bajo la lupa de mi idealismo, de mi energía vital.

Eduardo, a quien le gusta mucho mi libro de los sueños, cree que he encontrado mi estilo, que mi escritura erótica, canalla y decadente es lo contrario de mi tremenda inocencia rimbaudiana (creyendo tantos en mi inocencia, ¿los decepcionaría este diario?), que me estoy saliendo afuera, imaginativamente, afuera y más allá de mi horóscopo.

Escribo a Henry y le pido que sea severo conmigo, que tengo miedo de tantos halagos. Era mejor para mí cuando estaba sola.

¡Qué raro es que no hubiera signos de tierra el día en que nací!

12 de marzo de 1933

En casa de los Allendy: Artaud*, el rostro de mis alucinaciones. Ojos enloquecidos. Rostro afilado, con rasgos cincelados por el dolor. Soñador, diabólico e inocente, frágil, nervioso y potente. Tan pronto como se cruzan nuestras miradas, me sumerjo en mi mundo imaginario. Es, verdaderamente, perseguidor y perseguido.

Tengo miedo de conocerlo, porque días antes había leído unos escritos suyos y me parecieron extraordinariamente parecidos a los míos. Henry dijo que aquellas páginas podía haberlas escrito yo. Sabía que iba a conocer a mi hermano en imágenes y estilos. Pero no esperaba aquel rostro. «Je suis le plus malade de tous les surréalistes». Nos lee el esbozo de su obra teatral. Es un decadente tembloroso, roto, otro «decadente lujurioso». Opio, quizás. Cómo trascienden sus ojos lo que miran. La cara encendida, la malicia, la pasión, la violencia. Estaba hipnotizada, temerosa de hablarle. Pero fue amable y él también estaba hechizado. Dijo: «Parece usted una sacerdotisa de los incas». Sus ojos seguían todos mis gestos. Tan absorta estaba que me olvidé de los demás. Nuestras miradas convergían constantemente.

Hoy estoy sumergida en las escasas páginas de Artaud y estoy intentando escribirle.

Durante toda la semana pasada no eché en falta a Allendy, y me di cuenta de lo efímero del impulso que me llevaba a él, de que su sabiduría ha aplacado mi impetuosidad. ¿Cómo voy a decírselo ahora, cuando ha empezado a tener celos, cuando ha empezado a exigir? Qué anhelante estaba anoche.

También he terminado, en un sentido, con Gustavo. No me gusta. Es dogmático, tiránico, súper sano, superequilibrado, demasiado simple, demasiado mental y demasiado lúcido. Con una conversación hay suficiente. También es literal, aunque inteligente, hiperrealista. Le gustan los modelos, las perfecciones, la meticulosidad, igual que a mí antes de conocer a Henry. Ahora me siento más despreocupada, más bohemia —más artista y menos dama—, menos lógica, menos ordenada. Y he roto y salido del cascarón de la forma donde me ahogó mi Padre, la elegancia y la forma de cristalizar que producen la aridez.

No estoy en contra de nada, porque tengo mi manera propia de usar todo, de convertir todas las cosas en alimento. ¡Hasta nuestras veladas con vicepresidentes de banco han dado origen a páginas imaginativas!

Estos días escribo páginas sobre Louise, sobre «ojos» y miradas. El caos me ha enriquecido y me alimenta. Es todo lo que sé.

Me gustaría reunir todas mis experiencias y ofrecérselas a Henry. Entendería todo. Pero lo amo demasiado para crearle inquietud. Dudaría él de la solidez de mi amor, cuando es el centro de mi vida. Lo cómico de esto es que, a veces, él es igualmente impresionable, igualmente infiel. Ahora es maravillosamente fiel porque busca ideas, no experiencias, y quien tiene experiencias soy yo: Artaud (el dramático personaje del Artaud actor, el creador del teatro surrealista), Nellie*, Allendy. Es la contrapartida de la vida activa, bullidora y polifacética de Henry con June, la contrapartida de sus días plenos, de la vida llena que un día me maravilló.

Los visitantes se han marchado. Estoy sola, sentada en el estudio. Una asfixiante y sorprendente timidez echó a perder mi noche, porque la ocasión significaba demasiado para mí, porque las expectativas fueron demasiado intensas. No hay avances, no los hay. ¡Tener a René y a Artaud aquí! En parte, fue como un sueño, y dejé que hablaran por mí la casa, el jardín, los cristales. Artaud estaba profundamente conmovido: «La casa es mágica; el jardín es mágico. Todo es un cuento de hadas».

Pero estoy triste y sola. Otra vez desconectada, sorprendida por mi estado de ánimo. ¡Oh, el esfuerzo para comunicarme! El esfuerzo desgarrador.

Artaud habló ardorosamente de leyendas, mitos, cábala, magia. No estuvo de acuerdo con las explicaciones psicoanalíticas de René. Pusimos en la picota a Marie Bonaparte. La mirada de Artaud expresó entonces fastidio, malicia y su rostro severo se hizo más penetrante.

De pronto, tuve la profunda sensación de ser sólo víctima de un estado de ánimo, de que se habían ido contentos, llevándose unas imágenes, de que, quizá, ellos también, perdieron la confianza porque se sintieron en un ambiente exótico. La primera vez que vino, René dijo: «Me siento en un país lejano».

Ya sola, me echo a reír, porque recuerdo las cosas agradables.

¡La infidelidad de los artistas! Tal como predije, Henry se siente estimulado por Walter Lowenfels, mientras que a mí me estimula Artaud, y es solamente, porque yo, también, viviendo multilateralmente, ¡puedo entender la nueva idolatría de Henry! Sus páginas extravagantes sobre Lowenfels son la contrapartida de mis páginas extravagantes sobre Artaud.

Por eso, esta noche estoy preparada no sólo para participar de su entusiasmo (en lugar de frenarlo o echarlo a perder con mis celos), sino también para asimilar a Lowenfels, para aprender, para hacerle sitio, para desplegarme, permitiendo que Henry se despliegue al mismo tiempo. ¡Si vives, sabes dejar vivir!

Cuando Lowenfels escribe en un inglés extremadamente excéntrico, Henry lo admite, pero si fuera yo quien lo escribiera, lo llamaría un mal inglés (¿porque hay una diferencia entre «la deformidad del dibujo de uno que no sabe dibujar y la deformidad voluntaria del artista que sí sabe»?). ¡Es necesario que el mundo no sepa que yo no he mamado la lengua inglesa! Me río al escribir esto.

Describí la poesía de Lowenfels como la mirada de un hombre bizco. No es que no me guste. Es original, pero desenfocada. Y es precisamente en esta falta de enfoque de Lowenfels donde Henry encuentra un caos fecundo, exactamente igual que yo encontré un apoyo en el caos de Henry.

En casa. De nuevo en el paraíso. Henry trabajando en mi mesa, luchando con Lawrence, buscando entre montañas de anotaciones, suspirando, fumando, maldiciendo, escribiendo, bebiendo.

Es tan dulce venir a casa para encontrar su ternura. Sus manos siempre están prestas a la caricia, sin que importe que hable del significado del arte, de la aparición de la esquizofrenia, del universo de la muerte, del ciclo Fausto-Hamlet, del Destino, del Alma, del macromicrocosmos, de la civilización de la megalópolis, de la capitulación de la biología.

Emplea todo, incluso lo que le dije de los celos de Eduardo, que él relaciona con los de Proust.

16 de marzo de 1933

Me despierto esta mañana para recibir un libro de Artaud, L’Art et la mort. Y también una lastimosa nota de Eduardo. Nunca entenderá la desinteresada «tiranía» del creador. Es miope. Su visión es femenina y miope.

Cuando Henry y yo vivimos juntos, sopla constantemente un viento poderoso de creatividad. En el apasionamiento de anoche, los dos buscamos una interpretación definitiva de la pintura de Lawrence y luego caímos el uno en los brazos del otro, con la alegría de las ideas conseguidas. Henry dice, con su típica exageración: «Con esto, escribes tu libro». Pero estas son únicamente las chispas de la fricción, del esfuerzo compartido. Está creando un fresco gigantesco, un fresco cósmico. ¡Yo aporto migajas, como una hormiga infatigable, y él usa, bebe, fecunda y come con el mismo abandono con que ofrece sus ideas y conocimientos!

La manera de Eduardo de ponerme furiosa es hablarme de «clases» y de lo absurdo de mi alianza con Henry. Entonces exploto indignada porque no creo en las clases, sino en la sensibilidad y el talento, y lo que creo es que Henry tiene más sensibilidad y talento que Eduardo, que tras el aspecto grosero de Henry se esconde un ser más tierno, más amable y más delicado que el del mismo Eduardo.

A Henry le preocupa Artaud. Pero no se opone a él ni es mezquino cuando se refiere a él. Los dos aceptamos los entusiasmos del otro. Henry vaga, como yo, se pierde, explora, se disuelve, me olvida, superficialmente, en un gran movimiento imperativo que yo comprendo. Cada uno posee su propia alma y respeta el ego del otro; aunque, humanamente, podamos sufrir torturas.

Profunda tristeza cuando ayer me separo de Allendy. Un Allendy torturado por los celos. Tan apasionado. Me sentí abrumada y no pude hablar. Es asombrosamente intuitivo y mis mentiras ya no sirven.

Mientras me adentro en mayores complicaciones («Todo el mundo te amaba la otra noche», dijo René), son los celos del otro los que ahora me preocupan, porque conozco su horror. Y cada vez me cuesta más hacer feliz a cuatro hombres.

Dejo a René para encontrarme con Henry en la estación y venirme a casa con él. Estremecimiento de gozo y ternura al vernos. Sin embargo, me siento melancólica pensando en René, también en cuánto lo necesito y en lo imprudente de mi impulso, porque René es casi como Eduardo, otro obstáculo al movimiento, otro hombre muerto.

18 de marzo de 1933

Final de cuatro días de vida con Henry. También ha conocido conmigo, por primera vez, la absoluta satisfacción, el contento absoluto (¡mi emoción echada en su cama, en Clichy!). Él, echado en mi cama, sintiendo el final de su inquietud.

Tristesse inouïe después de unos extraños días de trabajo y charla. Y la insoportable dulzura de la conclusión, de la satisfacción, de dos seres tan inquietos, tan insatisfechos.

Cuando llega [de Londres] el telegrama de Hugo, Henry se queda de piedra. Por la mañana, nuestro sentimentalismo se ha acorazado.

Me voy corriendo a mi trabajo de investigación, medio despierta mentalmente, todavía tendida sobre aquel sustrato biológico, con la sangre aún fermentando. En la Biblioteca Americana robo para Henry el libro de la Muerte Negra, porque él ha robado el de Elie Faure. Porque en mí resuena la frase de Rabelais: «Fay ce que vouldras». Porque para mí no hay freno, ni tengo sentido crítico. Soy amoral. Porque la vida de Henry —aunque no toda me sea necesaria, necesaria para vivir es vida, porque simplemente se extiende y fluye, sans accrochage. Porque, como dice sabiamente Rank, ¡hay una diferencia entre privación y renunciación!

Pero mi maravillosa prudencia vaciló un poco cuando descubrí que el libro de Rank, que había dado a Henry antes de haberlo leído, ¡se lo ha prestado a Lowenfels!

No puedo casarme con Henry a causa de Hugo y porque los dos juntos pasaríamos hambre. Hay veces en que, ante esta evidencia, me desespero como una niña, porque la sabiduría consiste en aceptar una felicidad relativa. Pero lo absoluto me persigue, me acosa.

Y esta noche me refugio en la belleza. Echada en la cama, espero a Hugo, contemplando estúpidamente la belleza de la habitación, catalogando los detalles y el ambiente, su aspecto legendario. Las pequeñas sandalias al lado de la cama. El camisón de satén color siena, mis senos entrevistos bajo el encaje negro. La botella árabe cerca de la cama. La caja lacada abierta, rebosante de collares y brazaletes de acero, de corales. No pienso en nada. Pero oigo la voz de Henry, profunda y aterciopelada como la piel de un animal, la suave ronquera, y veo sus hombros anchos, su cuerpo atlético, musculado, vigoroso, aunque, en ciertos momentos, de apariencia frágil. Suena el timbre. Hugo está en la puerta.

¡Oh, Dios, hay momentos en que mi sinceridad y mi totalidad me matan! ¡No puedo fingir más! ¡No quiero fingir más!

20 de marzo de 1933

El final de Allendy. Rebelión contra su falta de imaginación, su sentido práctico, sus celos paralizantes, su forma de convertir mis hechos poéticos en hechos, su forma de hacer ciencia, de hacer medicina. No deseo darle nada más, salvo una huida que lo proteja de aquello que constantemente me engaña, porque soy una visionaria que quiere hacer un poeta de un médico, un hombre vivo de un cadáver, siempre tentada por lo inalcanzable y lo difícil. Y me siento herida en el proceso de la creación humana: siempre que quiero crear seres humanos, me siento humanamente herida. Cuando creo artísticamente nunca sufro daño. He sido herida por el nacimiento frustrado de Eduardo, la inactividad y peso inerte de Hugo, incapaz del éxtasis. Sólo Henry nació plenamente. Hugo ha nacido para satisfacerse, pero no a mí.

Demasiado masoquismo y demasiadas tareas sobrehumanas. Hoy lo veo claramente, un Allendy que se esfuerza por dominarme mediante su poder de «juez», siempre contra Henry. Y lo hace para poseerme, como Eduardo, de una manera inhumana. Cuando me habla de «pureza», me da náuseas. He ido mucho más lejos que él. Estoy fuera de su alcance. Estoy hechizada por la imaginación de Artaud y la fuerza vital de Henry. No me gusta el lenguaje de Allendy (nunca me gustó), su aridez, el vacío que deja.

Quiero emplear esta energía humana que me empuja a relaciones humanas insatisfactorias para encontrar el arte, pues el arte es plenamente satisfactorio. En el arte, en todo lo que me crea, encuentro lo absoluto.

De este modo, después de desperdiciar mucho tiempo, mucho tiempo, empiezo a trabajar de nuevo.

Siempre porque la vida me ha herido.

Huidas. Todas las relaciones humanas son relativas, inseguras y poco fiables. Todo lo que puedo decir es que Henry y yo tenemos más coraje que Eduardo, que rechaza la vida, más incluso que Allendy, que ha optado por la sublimación y la muerte. La huida de Eduardo a Londres, la huida de Allendy al análisis y la objetividad, la mía al arte, son viajes más o menos largos de los seres humanos, según la resistencia y el coraje de cada uno.

Miedos. Cuando Hugo regresó de Holanda y encontró la casa a oscuras (yo dormía), imaginó que yo lo había abandonado y que habría dejado una nota en la puerta.

Escribo a Artaud:[11]

En las pocas líneas que he leído antes, he adivinado el tono, y ahora en L’Art et la mort he descubierto la expansión y plenitud de tu escritura. Nunca había leído nada tan farádico, tan fluido, tan penetrante. Tengo la impresión de que has vivido todas las experiencias de la ficción, que has visitado las regiones cuya existencia sólo podíamos sospechar, como los planetas invisibles a nuestros ojos. Tengo una impresión casi dolorosa de la exhaustividad de tu expresión, como afirmaciones definitivas, como visión absoluta. Soy incapaz de decir tan sólo «me gusta tu libro», porque la multiplicidad de intención y percepción en cada una de tus palabras produce vértigo (que es lo que buscas); también miedo, como el que se tiene de los mitos. Una ve demasiado. Una visión implacable y casi intolerablemente aguda…

De momento, no puedo hacer más que esto: abdicar como escritora y volver a tus propias frases, recordarte que lo que has escrito de las drogas puede decirse igual del efecto de tu obra, describe su efecto. Cuando salga de este deslumbramiento quizá diga algo más.

P. S.: Te di «Alraune» porque converso escribiendo, pero olvidé decirte que no está terminada, que las tres mujeres son la proyección de la que surge de la muerte, gracias al hombre y a la liberación del yo. Una trilogía del narcisismo.

25 de marzo de 1933

Henry ha venido y se ha reído de mi humor sombrío. Dijo que era inocente de cualquier infidelidad.

—Tú sólo eres fiel al impulso del momento —le dije—. Yo engaño y hago trampas, pero tú permaneces en el centro, inamovible.

Se mostró tierno y verdaderamente irresponsable. Se rio porque dijo que yo entendía las grandes libertades y tropezaba con los pequeños obstáculos (que prestara a Lowenfels mi libro de Rank). ¡Me di cuenta de que tenía razón con respecto a su inocencia! Me envió una copia de su carta a Lowenfels, ¡pero yo no envié a Henry una copia de mi carta a Artaud! Pero eso se debe a mi deseo de no herirlo con mis huidas y extravagancias. Soy consciente y Henry es inconsciente. A eso se le puede llamar despreocupación, pero qué arrepentido estaba, qué amable. Es imposible sentirse herida. Me cura intensamente.

—No puedo serte infiel —me dijo— porque vivo en ti. ¡Estoy obsesionado contigo! Nunca te olvido. Lo demás es literatura. Estoy chupando de Lowenfels. Casi he terminado con él. Me doy perfecta cuenta de que su poesía no justifica lo que he escrito.

—Por cierto —le dije, sintiéndome escritora por encima de todo—, lo que has escrito era bastante bueno.

Reímos. Nos acostamos juntos y follamos suave y amablemente, flotando, y por primera vez alcancé el orgasmo sin buscarlo, casi pacíficamente, como un despacioso amanecer, como una lenta floración de mi sosiego, mi entrega y mi abandono. Sin ningún esfuerzo, cayendo como la lluvia, floreciente, embriagando la mente.

Sueño: Entro en una lujosa grande maison de couture. La vendedora principal es la Comtesse de Vogüé. No sé cómo debo tratarla ni quiero que se dé cuenta de mi embarazo al ver que tiene que trabajar. Me esfuerzo por parecer indiferente. Las modelos son muy feas. El salón de desfiles es también el salón de Nellie, y hay visitantes. En el sueño tengo la impresión de que Nellie es muy disoluta y decadente. Enseña con descaro las rodillas y los pechos. Hay un gran ventanal en la sala, como la ventana de Mélisande, cara al mar, al espacio. De pronto, Nellie me acusa de haber robado unas raras piezas de oro. Me enfado mucho. Digo: «No me importa que me llamen ladrona. Robar me parece bien. Robé un libro de la Biblioteca Americana. Pero, oro, ¿es que crees que yo robaría oro?». En un gesto de elegancia, un anciano admite ser el autor del robo. Por la ventana veo a varios hombres en un campo de brezos y arbustos, dispuestos a asustar a una mujer con algo parecido a una serpiente que mantienen en alto como un poste. La mujer es muy valiente y empieza a golpear a la serpiente con un palo, pero cae en manos de los hombres, que la muerden. Atmósfera de catástrofe, de color sulfuroso. Tengo miedo. Sufro por la mujer. Vacío mi pequeño monedero negro en las manos de ella. Sé que no me quedará dinero para regresar a casa, pero no me importa. Camino. Me encuentro con Nellie y su familia en una especie de sala de masajes al aire libre —pequeñas habitaciones, camillas, etc.—. El padre de Nellie se dispone a proyectar una película. Nellie se sienta en una camilla como si estuviera en el palco de un teatro. El padre dice: «Tienes que ver esta película antes de que la venda». Momentos antes de esto, Nellie y yo estamos junto al ventanal y vemos, silueteada contra el cielo, una mano, enorme y gigantesca, que señala amenazadora a nuestra izquierda. Pero sé que está hecha de cartón y manipulada con hilos, como las sombras del teatro balinés. Ahora la mano se mueve por el horizonte, siguiendo el perfil desigual de las crestas montañosas, etc., y veo que no se desliza suavemente, como el sol, sino como una muñeca de guiñol, a tirones. No me impresiona, pero sí a Nellie. Me siento como en un teatro.

En el momento de despertar, la mano indicadora sigue en mi mente, supersticiosamente, como la mano de Dios o algo parecido. Hugo cree que aludo al ocaso de los aristócratas y que me río del fatalismo y de los aspectos catastróficos de nuestra época.

Me complazco en contarle a Henry una fantástica historia sobre los preparativos de Hugo para irse a Suramérica y dirigir allí una hacienda de maderas preciosas (Hugo le estuvo dando vueltas a esta idea durante los días de la depresión, porque un cubano rico le había ofrecido dirigir esa empresa). Detalles realistas. Hugo ha dado aviso al casero; el contrato expira en octubre (lo que Hugo hizo realmente fue pedir una rebaja del alquiler). Me gustó ver el pánico de Henry y oír cómo me decía en voz baja: «No puedes irte, cómo, no podría vivir sin ti. Cuando me quedo en Louveciennes me doy cuenta de que únicamente contigo puedo vivir plenamente… Todo está bien cuando estamos juntos. Tendrás que decirle a Hugo la verdad y romper con todo esto. Es lo que quiero».

Al mismo tiempo veo que le gusta hacerme repetir (¡Cuántas veces me hace la misma pregunta!) que no puedo vivir sin él, que si me viera forzada a tomar una decisión, lo seguiría a él. ¡Saborea mis palabras y también mis promesas! Mundo humano, humano; y, hasta donde puedo ver, oh, Dios, un mundo dominado por los celos: los celos, el tema dominante del dolor de todos nosotros. Seguir a Henry significaría exponerse al máximo dolor y a mi máximo miedo. Cada vez que pienso en esto, tiemblo aterrorizada, con la mayor y más abyecta cobardía.

Sé que mi mayor defecto es la hipersensibilidad… incurable.

Henry cree que está pasando por una gran transición, desde el interés romántico por la vida al interés por las ideas. Se ha vuelto prudente, filósofo, metafísico. Su cabeza trabaja continuamente. Nos sentamos en un café y bebe, pero no deja de hablar de Spengler. ¡Me siento orgullosa, pero me siento burlada por mi aventura, por el mundo subterráneo de las tribulaciones más vulgares, por el placer, por los valores secundarios aunque románticos!

Por esta razón, el sábado por la tarde, en casa de Zadkine, acepto las atenciones y la invitación de un pintor inglés. Para ver, para oír, para explorar.

Muy en el fondo, soy feliz, feliz de haber encontrado un absoluto relativo. Me gustaría ponerme a prueba viviendo con Henry, ver si soy suficientemente grande, suficientemente valiente.

Henry, Henry. Sólo vivo plenamente cuando estoy contigo. Esto es frustración, media vida, como tú dices. ¿Cuánto tiempo podré resistirlo?

Cuando vino Hugo, me mantuve en silencio, retraída, con todo mi ser clamando mi adoración por Henry. Henry. El inmenso resonar de mi ser que me deja sorda ante el mundo. Quise correr tras Henry cuando se marchó, quedarme con él. ¡No me importa nada el dolor que me cause!

Hago ingeniosos planes para que, si estalla la guerra, Henry pueda ponerse a salvo. Salgo de mi mundo de sueños sólo para fingir, con una gran firmeza. Luego, vuelvo a olvidar la realidad y regreso para hundirme en mi mundo. Henry necesita mi coraje, mi sentido práctico, mi capacidad de decisión. Son su apoyo. Su desamparo en la realidad provoca en mí una feroz guerra por él. La idea de la «guerra» lo acobarda. Sólo ha vivido dentro de sus libros. Por el contrario, a mí, los grandes miedos me despiertan el coraje, la astucia. Henry está cansado de la lucha, de la inseguridad, de las guerras y del dolor.

Soy todavía una niña y la vida me desconcierta. Me parece que nací prudente y me he vuelto romántica. Que estoy en la cima lírica y apasionada de mi vida, que nada, salvo el absoluto (Henry), puede apaciguarme, que rechazo los fragmentos, los juegos, las diversiones y los bocados sueltos. No sé. Allendy me ha dicho: «Quiero enseñarte a jugar con el amor, a que te diviertas». Y eso es exactamente lo que no puedo aprender. No puedo cambiar mi yo fundamental.

¿Por qué Henry puede escribir ordinarieces que repugnan a Allendy y a mí me ilusionan, mientras que Allendy, con toda su finura, me produce una impresión de literalidad?

Intento racionalizar mi ¡no! Aborrezco decir no.

Creo que no entiendo la vida ordinaria, que hay una deformación en mi manera de ver las cosas que ninguna inteligencia puede curar.

Puedo «faire l’amour» en un momento culminante. No puedo hacerlo prudentemente, atenuadamente, debidamente dosificado. Henry es el único hombre que cosecha el fruto en el momento adecuado. Conoce la fiebre, y conoce el abandono, y conoce el éxtasis. No estoy hecha para emparejarme con hombres prudentes.

Día de autocrítica sobre mis mentiras, sobre mi amor para probar mi puissance, avergonzada por la sinceridad de Allendy. Culpable de seguir un juego. Desde que supe que no amaba a Allendy, debí interrumpir el juego.

Este caos que tengo que vivir.

A Henry le parece ahora que mi obediencia a su deseo sexual —nunca llevo yo la batuta, y sólo lo tiento coquetamente cuando creo que quiere ser tentado— es la actitud correcta de la mujer. En ese sentido, es el dueño y señor. Siempre espero. Y ahora se siente libre, libre del amor de la mujer, de su exigencia, de su voluntad y apetito. Surge como hombre, hombre que así es dueño y señor del sexo, como debe ser. Pero, al mismo tiempo, esta obediencia sólo es posible en la mujer a quien el dueño y señor satisface. Sé que no tengo que aguardar mucho tiempo. ¡Puedo contar siempre con su pene incansable, siempre ardoroso!

¡La noche! ¡Qué noche! Aula de la Sorbonne. Artaud y Allendy en el podio. Allendy críptico, directo, objetivo. Artaud, poeta esencial: tenso, contraído, dramático. El público medio en contra, medio divertido, no entiende.

Estaban conmigo Henry, Hugo, Boussie*, Davidson*, Lalou y Madame Lalou. Todos, menos Hugo y Henry, se mofan y abuchean. Hay protestas e insultos. La gente se marcha con descaro, ostentosamente.

Artaud, cuando todo se acaba, viene casi directamente hacia mí y me besa la mano. Me pide que lo acompañe a un café.

Hugo no podía venir porque tenía que atender a Davidson, que no sabe francés. Así que me quedé con Artaud hasta que lo dejaron solo.

Andamos, andamos por calles oscuras. Está herido, lastimado, confundido por el público. Hablamos. Nos sentamos en La Coupole y charlamos. Olvida la conferencia. Relee la carta que le envié, se la traduzco. Le gusta lo que le he escrito. Me dice que ha sido adicto al opio durante quince años. Describe sus sensaciones, sus miedos, sus luchas para llegar a la obra. Recita poesía. Dice que mis ojos son verdes y, a veces, de color violeta. Hablamos de la forma, el sueño, su obra, el teatro. Mi extremada timidez hace que lo escuche en completo silencio. Nos entendemos mutuamente y caminamos y charlamos durante horas.

Hoy, Henry. Le confieso la gran conmoción que anoche me produjo el ver a un artista sensible frente a un público hostil. Cuánta brutalidad en el público, cuánta fealdad en el público, que no sabe cuándo tiene delante a un artista sincero ni sabe respetar su sinceridad.

Henry admira a Artaud y se sintió emocionado por lo que dije. Henry es el hombre menos mezquino que conozco. Me conmovió su generosidad, porque esta actitud acompaña a otro sentimiento que me confesó: En el momento en que Artaud apareció en el aula, Henry reconoció al poeta y vio y entendió, como en un relámpago fugaz, que yo podía amarlo. Y diciendo esto, qué dulce y qué conmovedor era.

De todas formas, ¡pasamos una tarde emotiva! La carta de Padre llegó a media tarde —una carta bella y tierna que me hizo llorar—. Hice prometer a Henry que escribiría un día a su hija. Traduje la carta a Henry. Estaba abrumada por su belleza.

Luego, Henry y yo hablamos de los celos y de lo agradecido que está porque no acudo a los celos para tiranizarlo. Hago tanto para preservar su seguridad porque en esta seguridad trabaja, se expande, encuentra el equilibrio y se encuentra a sí mismo. Eso es importante. Se ha encontrado a sí mismo porque no lo he esclavizado. He respetado su entidad, cree que nunca he traspasado los límites de su libertad. Y de esto nace su fuerza. Y con esta fuerza me ama, totalmente, sin guerras ni odios ni reservas. Es curioso cómo he podido hacer a Henry el mayor de los regalos: el de no apresarlo, el de mantener nuestras almas independientes, aunque fundidas. Es el máximo milagro del amor prudente. Y es esto lo que él también me da.

Es esto lo que Allendy no ha podido darme. Anoche, por celos, se mostró mezquino y tiránico. Tuve que hacer un esfuerzo para telefonear y decirle: «A pesar de la gente que estará conmigo esta noche, recuerda que sólo pensaré en ti». Pero cuando vio que Henry me encendía el cigarrillo, se acercó severamente, como un policía, para decirme que estaba prohibido fumar. No me gustó la mezquindad de sus celos.

—¿Ves? —dice Henry—. No soportaré lo que Lawrence tuvo que soportar. Me he liberado porque te tengo. ¡Me he negado a ser destruido por la mujer!

Me negué a hacer el papel torturante de la mujer, a torturar a Henry, y lo he liberado. He sido la mujer creativa. No necesité sus celos para satisfacer o probar mi puissance. Creo en su amor, en su gran amor egoísta, como él dice. Mi gran egoísta hace lo que quiero.

¡Por primera vez, en medio de nuestra charla, nos besamos casta y tristemente! ¡Después nos relajamos, nos tumbamos juntos, él y yo, seres decadentes, extrañamente vigorosos! Henry y yo, solos en el mundo moderno, poseemos imaginación deformada, hipersensibilidad, neurosis, todos los estigmas de los años y, con todo, tenemos salud —la salud resultante de nuestra actividad sexual— en raro contraste con lo anterior. ¡Una mente convenientemente enferma en un cuerpo razonable y sano!

La carta de Padre, la próxima visita de Padre, está como una flor en las páginas de un libro. En el centro de mi libro, de mi diario, de mi vida. Mi primer ídolo.

Mi vida, río grandioso y tumultuoso, se arremolina a mi alrededor…

Lo que me entristece es que Allendy me ha dado vida y he sido incapaz de pagárselo. Me ha dado más de lo que he podido dar. Odio abandonarlo en este estrecho, apretado y doloroso mundo. Me habría gustado que conociera la alegría.

Anoche, su magia flaqueó, vaciló, palideció, se oscureció. Los celos, los celos, su única expresión, lo oscurecieron, lo apartaron.

La aventura está muerta.

Il reste l’amitié.

Los ojos de Artaud. Antes de bajar los párpados, sube las pupilas y veo sólo el blanco de los ojos. Los párpados caen sobre la blancura, un lento gesto de carne, y una se pregunta dónde están sus ojos. Él, el hombre que ha inventado dimensiones nuevas para los sentimientos, los pensamientos y el lenguaje.

Ojos azules de languidez, oscurecidos por el dolor y el arrebato. Amables anoche y, al final, vivaces mientras caminábamos. Un manojo de nervios, enredados.

Me fascina el misterio del ser humano. Tenía que resolver el enigma de Allendy. Me entusiasmaba descubrirlo. Y ahora tengo la clara sensación de estar corriendo…

Henry y yo somos tan conscientes de las mudanzas de la vida, del fatalismo, de la necesidad de la perfidia; tan triste y prudentemente conscientes, curándonos mutuamente las heridas mediante el gran milagro de nuestra unión fundamental.

Me reí al detectar, entre las verdaderas emociones de la carta de Padre, dos mentiras y una frase teatral. ¡Mi amado Padre! Qué sursaut de alegría cuando leí: «Anaïs, ma fille! Ma chérie…».

Lo que de nuevo encuentro difícil de soportar es mi soledad. Permití que Allendy orientara mi vida, la juzgara, la equilibrara. El tiempo que duró mi sometimiento fue dulce.

Pero cuando se hizo humano empleó su poder mezquina y equivocadamente. Sus celos se convirtieron en una oscura tiranía.

Esta noche, al teléfono, su voz era fría, preñada de furia.

De modo que, ahora, Allendy, mi dios, actúa como Eduardo. Estoy decepcionada. Humanamente, debiera sentirme complacida, halagada; pero no, lamento haber perdido a un líder.

No puedo poner esta fe en Henry porque sé que es un ser tan apasionado, tan imaginativo y tan ingenuo como yo misma. Allendy era la sabiduría, la prudencia. Lamento su transformación en hombre.

Me entristece haberme convertido otra vez en un ser independiente. Era profundamente placentero depender de su clarividencia, de su divina guía.

Hélas!

¡Qué demonio hay dentro de mí!

Hoy vino Bernard Steele, el joven editor de Artaud.

La noche en casa de los Allendy fui muy irónica. Hoy no puedo resistir su mirada. Una mirada abierta, franca, sedienta, viva; y siento tres veces una especie de temblor, un terror sensual.

¡Ya no sé si es mi poder sobre él lo que me trastorna! Parezco como si flotara de un éxtasis a otro. Para mí, Steele es Eduardo vivo, un John joven, bello, pleno, de rasgos pesados.

Cesa nuestra guerra de ideas. Solos, nos sentamos un momento en el jardín y nos ponemos de acuerdo acerca de la expresión modo de vivir.

Estoy furiosa conmigo misma.

¡La mujer, la maldita mujer que llevo dentro! Asoma su cabeza. Sólo la artista es valiosa. La artista debe salvarme. Profundidades. Valores. Los traigo a un primer plano para combatir mi sensualidad y mi susceptibilidad.

Steele toca delicadamente la guitarra. La inteligencia de Steele. La admiración de Steele por Rank, también por Allendy. La raza de Steele. Un hombre dotado de múltiples elementos y contradicciones. Un músico. Un hombre lleno de conflictos y emociones. Tauro y Leo. Aristocracia.

Y me río.

Todavía no me había sucedido. Que me diera a un hombre que no amo. He sido fiel al amor.

Pero la coquetería, la inmensa coquetería. Y, con todo, nunca el juego. Y como Allendy ha modelado mi locura en sabias proporciones, ha ordenado un diapason humano, una liaison francesa, medida, le vuelvo la espalda.

No me importan las proporciones, las medidas, el ritmo del mundo ordinario. Me niego a vivir en el mundo ordinario como una mujer ordinaria. A establecer relaciones ordinarias.

Necesito el éxtasis.

Soy una neurótica, en el sentido de que vivo en mi mundo.

No me adaptaré a el mundo. Me adapto a mí misma.

Henry dijo el otro día: «En aquella conferencia, miré a Allendy y a otros hombres de mi edad, y me sentí tan joven, tan vivo. Me sentí tan joven. ¡Me parecieron cadáveres!».

Henry es joven.

11 de abril de 1933

Un demonio. Un demonio dentro de mí.

Allendy se niega a morir. Sus celos despiertan en él la furia y la pasión. Me reprocha mi coquetería; me reprocha que lo ignorara durante la conferencia. Vio que me iba con Artaud. Vio a Henry sentado a mi lado. Me reprocha que juegue con él. Que deje de necesitarlo cuando se ha convertido en mi esclavo. Empieza a morderme, a acariciarme salvajemente. Me levanta en vilo. Nos tendemos en el suelo. Y está nervioso, nervioso, asustado. Y soy amable y comprensiva, y le hago reír, y hago que se sienta cómodo. ¡Yo estoy cómoda! Me río, realmente. No siento nada. No me comprende en absoluto. Cada palabra que dice es equivocada. Mejor así. Placer. Ninguna comprensión. Ira. Celos. Colisión. Todo carente de poesía. Sólo un hombre grande, hermoso y vital despertado a la pasión. En mí, coquetería: eso es todo. Cada cosa en miniatura. Me siento cínica y me doy cuenta de que me encaro con la realidad, de que Allendy ha despojado a todas las cosas de su ilusión. Para él, soy la mujer más encantadora y seductora, una petite fille littéraire. Exploro un mundo nuevo y juego con él. Frío. No me entrego. Rebajo la importancia de la sexualidad. Mi centro está intacto.

Me encuentro con Henry y me entrego a él. Adoración. Henry se maravilla de que tengamos que vernos en la habitación de un hotel. Quiere vivir conmigo, vivir conmigo. Dice que su sentimiento por mí hace palidecer la animalidad, que, por primera vez, se ha entregado a una mujer más que sexualmente. Si yo soy una narcisista, Henry es un egoísta.

Charlamos, hablamos de June. Del sentido sagrado que June, Louise y yo tenemos de nuestros cuerpos narcisistas.

Pero ellas se han sacrificado inútilmente, sin nada a cambio. ¿Por qué?

Porque se conocen, porque tienen miedo de entregarse, se sacrifican inútilmente por alguien tremendamente orgulloso, para engañarse. Se esfuerzan por exteriorizarse, pero inconscientemente hacen los mismos gestos para preservar el centro, como hizo June.

June quería dar su centro a Henry. Henry quería darse por entero a June. Y ninguno lo hizo. Henry se opuso a los esfuerzos de ella para poseerlo totalmente; June se opuso al amor sexual de él, que ignoraba el centro de ella. June habría dado su vida para conseguir de Henry lo que yo he conseguido. Yo habría dado mi vida por conseguir el amor de una puta. Pero no ahora. Ahora sé apreciar el valor de lo que se me ha dado. Es lo que quiero.

Una vez dije que estaba hambrienta, tan hambrienta que quería todos los amores. No es verdad.

Voy a ver a Allendy simplemente porque no tengo el valor de decirle: «Mi ilusión se ha roto. Está muerta. Detrás del dios que hay en ti hay un francés incapaz de lo ridículo, lo exaltado, lo loco, lo fantástico, lo inmenso, lo peligroso, la destrucción, las llamas, la fiebre, el éxtasis».

Métro Cadet. Me apoyo en el brazo de Allendy. Me dice: «Ten cuidado, pueden vernos». Me río. Hablamos. He bebido un poco para darme fuerzas. Rue de la Boule Rouge. Dice Allendy: «He telefoneado pidiendo una habitación. Monsieur “Heden”. Es un lugar tranquilo. No nos molestarán. No hay nadie, nadie que pueda vernos. Entremos». Oscuridad. Fuera, el día es gris. Oscuridad. Rez-de-chaussée. Una habitación en rojo. Una cama en un nicho. Oh, me gusta, me gusta. Cortinas, alfombras, postigos cerrados. Francés. Francés. Francés. Allendy me besa apasionadamente. «Te ayudaré a desnudarte». Experiencia. Aventura. Curiosidad. Lo desconocido. Miedo. Los miedos correteando a derecha e izquierda, dispersos, alarmados. Cuerpos desnudos. Allendy se parece al hombre de uno de los cuadros de Lawrence. Tanta carne. Suave, blanca. Sin nervios. Sus nervios. Están tensos, alertados por la experiencia. Descubrimiento de los cuerpos. Besos que se funden en ninguna parte. Carne sin chispa, destellos de mi pericia. Gestos, los necesarios; conocimiento. Calmo sus nervios y lo despierto. La suya es una sexualidad de carne suave, calmosa. ¿Es eso todo? ¿Es eso todo? Esta gordura y blandura, como la de un niño. Comedia, comedia. Hago la comedia de la crispación y el deleite. Para buscar la vida, para provocar la vida. Allendy está satisfecho. Se acabó. Sólo me interesa su satisfacción. Reímos y charlamos. Dice: «Siempre, después de hacer el amor, me siento profético. La próxima vez… pero no habrá próxima vez, dijiste. Dijimos, una vez. Sólo una vez».

Los celos. «Has estado con Henry. Lo noto. ¿Cuándo dormiste por última vez con Henry? Te lo diré. Lo sé. Fue el martes (¡exactamente!). Eres una mentirosa, siempre una mentirosa. Amo tus mentiras. Tan delicadas. Pero lo sé. Henry te envuelve».

Lo cual niego.

En un momento me dice: «Tienes el cuerpo más amable. No he podido verlo con claridad. Siempre me ocurre. Veo las cosas como a través de una puerta de cristal, confusamente. Después, recuerdo… y gozo».

Esto me enternece. No sé por qué. La angustia del moribundo y del muerto, del asustadizo, de quien se aleja. Una frase del hombre que me conmueve. Soy sincera cuando salimos y veo sus ojos empañados. El día se ha puesto precioso, invadido de luz. Crece la alegría de Allendy. «Oh, me siento bien, me siento bien. Ha sido maravilloso y lo deseaba desde que te vi el primer día». Luego, en el taxi, nos cogemos de las manos. Es tan amable y sentimental.

Dr. René Allendy.

Cuando me separo de él, mi sinceridad crece, se expande. Sentada en un café, con Hugo, me viene a la memoria el contacto de su cuerpo y me conmuevo. Eso es todo. Una especie de lástima. Recuerdo sus historias: La mujer que se enfadó tanto porque él no se la folló inmediatamente y ya no quiso verlo más. Con qué diferencia siento las carencias y el sufrimiento del hombre. Me lo tomo a risa, lo venzo. Y hago un regalo a cambio del tributo de su amor. Y me siento libre de deudas. Y me alejo alegremente, sin deber nada, independiente, libre. Un tanto irónica. Luego mi ironía se viene abajo como un globo desinflado, porque Allendy está angustiado, y yo lo perdono, perdono al mundo, a la realidad, a los engaños de las incapacidades sexuales. Armada de ironía, desarmada por la comprensión, porque tras las incapacidades de Allendy veo su gran falta de pericia con las mujeres, con la realidad, veo su miedo, la inseguridad y la angustia. Escucho todas sus preguntas: «¿Estás satisfecha? ¿He sido mejor que Eduardo? ¿He sido tanto como Henry?».

Quiso pegarme; así es como se excitaba con otra mujer. Empezó a golpear mis nalgas, zas, zas, y yo me reí. Pero, de pronto, se sintió afectado. Y se detuvo, aturdido por sus sentimientos, porque había visto las marcas de sus manos en mi «piel satinada».

—No irás a escribir esto en tu diario, ¿verdad?

—No. No. Además, te he disfrazado de astrólogo (en el libro «Alraune»). Y no voy a decir que me he acostado con el astrólogo. No me parece bien.

Cuando vio mis pechos, me recordó que ya los había visto antes. Nos reímos de mi coquetería.

Allendy goza con los celos. Ayer, lo más destacado de él fueron los celos, más importantes que la posesión. A Artaud, a Steele, a Henry y a Lalou los ve acechando a mi alrededor, y eso lo provoca.

Sexualmente, sólo conseguiré mi propia salvación cuando pueda ir sexualmente con hombres de quienes no quiera recibir ternura. Después de todo, si la suavidad me atrae es porque tengo miedo de la brutalidad. ¡Luego resulta que me disgustan la suavidad, la excesiva sensibilidad, lo sentimental, la entrega, la adoración!

Henry vino el otro día con William A. Bradley*, agente literario y amigo de muchos escritores.

Simpatía inmediata.

Bradley estaba entusiasmado conmigo, completamente loco. Encantado. ¡Estaba seguro de que mi escritura es interesante!

Hoy me telefonea. Ha leído mi diario de infancia. Dice que es notable. Su esposa y él han reído y llorado al leerlo. Tragedia. Es eso. Dice que tiene un tono trágico, tonos profundos, tan raros en una niña.

Vuelvo a ver a Millner, un ruso que escribe sobre Spinoza. Millner es el hombre que alabó mi libro sobre Lawrence antes de conocerme, y sólo cuando lo mencionó a Hugo supo que yo era su esposa. Dice que debería haber escrito la síntesis final de Lawrence. En lugar de eso, he iluminado el camino para los demás. Cree que me falta confianza, egotismo. Quiere que, durante un tiempo, exhiba mi moi. Quiere orientarme, enseñarme, formarme. Dice que tengo todos los elementos y desconozco mi propio valor.

—Siempre exige a la mujer alma y cerebro —afirma su esposa.

—Es ruso. Absolutamente ruso —dice cuando echa una ojeada a mi diario infantil—. Esa tristesse, esa precocidad. Tengo la sensación de haberla conocido hace siglos. Es como si supiera todo de usted. Quizá esté equivocado.

No lo sé. Miro a este hombre, tan intensamente inquieto, psíquico e intelectual, y me maravillo. Su admiración me ha desasosegado desde el primer momento. Anoche sentí su intuición, su enorme aprecio. Me siento incómoda y extraña en este nuevo papel de receptora. Estoy aturdida. Una sobreabundancia de aprecio. ¡Debo escribir para mantenerme lúcida, para mantenerme sana!

Tengo la impresión de ser sobrevalorada.