10 de agosto de 1936

—Cuando te pongo en un platillo de la balanza —dice Gonzalo—, y al resto del mundo en el otro, tú pesas más. No puedo separarme de ti. Debo de ser un cobarde.

—No es cobardía, Gonzalo. Es sólo que no tienes suficiente fe en los demás, en el movimiento trotskista. Si tuvieras una verdadera confianza, una pasión absoluta por la causa, no habría mujer que te detuviera. No te llames cobarde. Mírame. Estaba abierta, dispuesta a dejarme arrastrar por la política. Y dejé que mi instinto me guiara. No sentía ninguna confianza, ninguna pasión. Y yo me fío de lo que siento. No digo «debo de estar equivocada y ellos tienen razón», lo que digo es «debo tener razón conmigo misma». Han hablado tus instintos. Se necesita más coraje para atenerse a las convicciones personales que para adoptar lo que todo el mundo comparte contigo. Necesitas más coraje para quedarte que para irte a España.

Un amor que aumenta y se intensifica. Un ímpetu tremendo. Pienso en él obsesivamente, incluso cuando estoy con Henry. Henry, tan triste, tan pálido.

Qué vida tan extraña. Henry y yo, acostados, haciendo el amor por entero, como antes. Yo, acostada, tranquila y satisfecha. El mundo físico que florece y brilla de nuevo. Una especie de paz. Pero no me tiene asida. Dejo a Henry y me encuentro con Gonzalo. Es como la noche, como el fuego. Ardemos juntos en una especie de silencio. No me esforcé para retenerlo. No le supliqué. Me tiendo, espero y amo. No influyo directamente. Sin palabras. Esperé. Y salió de su conflicto. Hoy ha dibujado todo el día en la escuela de arte. Poco a poco va rompiendo con Montparnasse y con la bebida. Necesita recuperar su fuerza.

Vino Turner, y como no había estado con Henry en toda una semana y como los besos de Gonzalo me habían excitado, me gustó su erotismo, el sexo puro. En aquel momento, acostada con él, telefoneó Gonzalo. Turner me acariciaba entre las piernas mientras yo hablaba con Gonzalo. Turner, cuyo apasionamiento es poderoso, que tiene una erección cuando oye mi voz al teléfono, la miel fluyendo, pero sin orgasmo, porque tengo el rostro de Gonzalo ante mí, mientras Turner cuchichea obscenidades, cuchichea palabras groseras. Y una hora más tarde me encuentro con Gonzalo, el divinamente hermoso, demasiado nervioso y demasiado rápido. El erotismo me devora, mi hambre sensual palpita dentro de mí como un corazón independiente, el fuego entre las piernas encendido por Henry es inextinguible. No puedo elevarme, no puedo elevarme sobre la tierra, ni siquiera con Gonzalo. Tan parecido a un dios, sueño por la noche con un orgasmo al más leve contacto con el fuego sexual de Turner, y me despierto con imágenes del rostro de Gonzalo. Toda fragmentada. Y, sin embargo, troceada, fragmentada, el cuerpo y el alma, cada uno tirando por su lado, la creación que me reclama, el fuego que me llama, agua y aire, en todos los planos. Florezco, lloro, beso, amo, deseo. ¿Por qué Gonzalo no me penetra en lo más hondo y me posee allí? ¿Por qué? Y Henry, moribundo sexualmente, moribundo, disminuido.

Madre y Joaquín a salvo gracias a una carta elocuente que les escribí para que se fueran de Mallorca. Justo a tiempo.

No tengo noticias del Padre, pero para mí ya está muerto.

Henry, tan lleno de pánico, tan débil ante este derrumbamiento, se mete en la cama. Lo encuentro en la cama, y flotamos como náufragos hasta un cine para ver una película estúpida. ¡Cuánta debilidad en la vida!

En la carta a Hilaire Hiler, encima de mi escudo de armas, detrás del sobre, escribí: «A los comunistas: esto no significa capitalismo, sino poesía».

Las ideas son elementos separadores. La sensualidad es comunicante. Los mundos mentales son aislantes. Los días de sensualidad nos llevan a abrazar todo, a todo el mundo, a los hombres, al mundo, a la creación.

Supervielle dijo que siempre estaba intentando alcanzar al hombre que quería ser.

État amoureux de l’artiste, constante. Estado de vibración. Hay días en que veo tantas bocas que quisiera besarlas todas. Después de que me dijeran que una cierta forma del lóbulo de la oreja es señal de crueldad, me he pasado el tiempo estudiando obsesivamente a la gente en la calle, en el metro; el conductor, Gonzalo, Henry, mirándolos intencionadamente y preguntándome, ¿es cruel? ¿Es esa una oreja cruel? Sólo veía orejas. Qué feas son las orejas. Orejas de obreros, de borrachos, de vagabundos, de taxistas, de carniceros. Qué monstruosas.

Lo que produce dudas y sospechas son las falsedades y traiciones del propio yo. Si actúas, finges y engañas, la vida se vuelve entonces falsa y traicionera.

La primera nota de Gonzalo me vino después de la primera visita que hice a su estudio, cuando me dejé la agenda. Me la devolvió con esta nota: «Ayer olvidó su agenda y, como supongo que la necesita, se la devuelvo. Anoche la atmósfera ascética de mi atelier se llenó de su perfume. Era tan irreal y tenía tanto poder mágico, que tuve que concentrarme en mí mismo cada vez más. Gonzalo».

Más notas sobre Fez. En las intrincadas calles de Fez ya no intenté vislumbrar aquellas partes mías que habían muerto con el fin de evitar que murieran. No dejé jirones míos en Fez. Viví completamente cada momento. No necesito evocarlo en el diario, lo veo. Respiro. Un calvario de veinte años de dudas. Dudas de todo. Del mismo vivir. Y aquí estaba Fez, conformado como las páginas de mi diario, sólo que puedo quitarme el albornoz y desvelar mi rostro al mundo.

La relación entre el horóscopo de Henry y el mío. Estos dos temas, dice Moricand, están íntimamente relacionados, pero sobre todo en el plano intelectual. Hay una especie de base espiritual.

Es curioso… el ardor. Paseábamos por las calles, de noche, besándonos entre frases cortas e inacabadas. De pronto, su misma mano cálida, pesada, estaba en mi cuello, su boca en la mía e inmediatamente fui infinita y completamente consciente del fuego del amor, hasta el punto de que casi caigo de rodillas para bendecir a no sé quién porque en verdad puedo decir que he conocido las cimas más altas de la pasión, de la pasión absoluta, sensual y mística. Que ambos, Henry y Gonzalo, de maneras distintas, hayan sido los amantes más maravillosos, que he dado y recibido todas las caricias posibles a los seres humanos, que es la máxima alegría que puede experimentarse en la tierra. Amor. Pasión. Ternura.

Gonzalo dice que mi ternura es terrible, que es española, y que ninguna mujer americana tiene el calor y la suavidad unida a la pasión.

Exploro con él su vida en el Perú, su vida en Lima, su vida con los indios. Cuando exagero mis aspectos diabólicos Gonzalo dice: «Bandida, qué bandida mi chiquita»,[49] y me besa aún más fervientemente.

A Barthold Fles: Si hubiera sabido bien la clase de persona errática, informal y temperamental que eres, te habría dicho: Muy bien, me gusta eso en los seres humanos, todos mis amigos son erráticos, no cumplen su palabra, andan perdidos, está bien, sólo que no trabajo con ellos, no pongo en sus manos mis planes, esperanzas o actividades. El trabajo me lo guardo para mí. Con los erráticos, me siento en los cafés y hablo. Sé que voy a pasármelo bien. Pero eso también quiere decir que me devuelvas el libro sobre Lawrence y el manuscrito de la novela de mi Padre. No me gusta el tiempo perdido desde que te los di, durante el cual algún otro habría podido hacer cien cosas para mí. No me gusta que no contestes a mis cartas, que vengas y te vayas sin darme noticias. Lo que me gusta en un amigo no casa con lo que necesito de un agente: orden, continuidad y solidez. Así que, por favor, devuélveme las dos cosas lo antes posible. Bonjour, amigo, y adiós, agente literario.

18 de agosto de 1936

Una tarde, cuando Gonzalo vino con Helba y fuimos con Joaquín, nos desesperamos buscándonos con la mirada, incapaces de besarnos. Después de dejarnos, fue a casa de Roger, se acostó y pensó en mí. Cogió el ejemplar de Roger de Trópico de Cáncer. Reaccionó con dolor, furia y disgusto. Así que aquel era el hombre con quien yo me acostaba. Grosería, realismo, vulgaridad. Sintió ganas de subirse al barco y no verme más. ¿Cuál había sido mi vida, en qué clase de mundo había vivido yo, en la basura, la suciedad y la vulgaridad? A pesar de eso, yo, yo era lo que era, la persona que él amaba. Y este era el escritor que yo decía que valía. Lleno de disgusto y dolor, nos encontramos durante sólo una hora. No quiso decirme lo que le pasaba y yo estuve lejos de adivinarlo. «Esta noche vamos a pelearnos», dijo. Yo pensé que iba a ser sobre el comunismo. Cuando explotó, ya estábamos acostados, traté de explicarle que así era Henry antes de que yo lo conociera, que, en cualquier caso, no era el Henry que yo conocía. Me mostró cuál era el Henry Real (cuando hoy las mujeres acudían a él y le preguntaban: «¿Quién es tu último coño?», Henry enrojecía y se apartaba de ellas).

—Pero toda esa fealdad de su mente, que lleva dentro…

—Pero, Gonzalo, la fealdad tiene carácter, como en las caricaturas de [George] Grosz, como en Goya.

Al cabo de un rato me di cuenta de que la escena obedecía a los celos y a la emotividad de Gonzalo, que todo lo que decía era irracional, contradictorio, imprudente y que, por lo tanto, todo lo que yo podía hacer era curar a Gonzalo. Y luego todo empezó a abrumarme, las cosas de Henry que tanto me habían hecho sufrir, su afición por lo vulgar, lo barato, lo mecánico. Y empecé a sollozar. «Las personas con quienes hoy puedo vivir no son sus amigos».

Gonzalo se emocionó entonces. Le dije: «Has removido un pasado que yo había olvidado».

—No es el pasado —dijo Gonzalo con la misma intuición que tenía Rank, como si viera cernerse sobre mí la sombra de Henry.

Y al día siguiente vi a Henry y todo lo que aborrezco de él, y el contraste entre él y Gonzalo es tan violento que no tengo más remedio que compararlos. Y, por algo pueril, le hago una escena a Henry, una escena ciega y amarga de desilusión, descentrada, inexplicable, que Henry acepta con la cabeza baja, y estoy tan triste que me pongo enferma, porque Gonzalo no me hace feliz con su obsesión por la política. Es amor y pasión, pero no hay satisfacción ni felicidad. Está lleno de fisuras, dualidades y contradicciones. Lleno de secretos. Y cuando lo obligo a confesarse, encuentro destellos de comprensión, destellos de lucidez, junto a una gran ceguera, a una ausencia de visión fundamental, siempre la falta de un núcleo. Lo he curado de sus ataques de «torre de marfil» y de arte, porque le digo: «Bien, si lo que quieres es que yo adopte una actitud, para mí entonces eso significa acción. Tu propio conflicto entre individualismo y colectivismo se debe a tus dudas sobre la acción…».

—Te lo diré sinceramente, Anaïs. No sé qué hacer.

No puedo ayudarlo porque, como le dije, estamos en la fase de envoûtement (embrujo) de nuestro amor. Cuando nos vemos sólo sentimos hambre del otro y nos embriagamos. No puedo pedirle que se vaya a España para que lo maten. No puedo pedirle que se convierta en trotskista porque sabe que vivo según mis ideas. Lo sabe. Sabe que una vez encendida mi fe, no me tranquilizo y escribo libros. Si no ardo, todo me es indiferente. Nada de moyenne. Extremos. Y allí estamos echados, ardiendo de amor, para despertarnos con la misma hambre, sin decidir nada. Al amanecer nos levantamos y caminamos, medio dormidos, hasta el café Denfert-Rochereau. Compramos el periódico. Sangre. Matanzas. Torturas. Crueldad. Fanatismo.

Gonzalo, a las tres de la tarde, dibuja esbozos en Colarossis. Voy a verlo. Contemplo cómo trabaja, mostrando el lado serio y grave de su naturaleza. Un minuto más tarde puede estar bebido y riendo en el Dôme.

Henry se lamenta porque Francia es su única esperanza de estabilidad. Depende de las ciudades, de lo externo, para mantenerse entero. Me da lástima, por más que sepa que no voy a encontrar mi fuerza en ningún hombre que me busque, que me ame, me adore o se acueste conmigo.

20 de agosto de 1936

Esta fuerza que doy a los demás, tú, diario mío, sabes de dónde la saco. No está nada bien que siempre me veas en los peores momentos. Me oyes gemir y lamentarme, pero cuando gimo aquí, mi efecto en los demás ya se ha producido. Cuando veo a Henry al día siguiente, ya ha sido afectado y trabaja o lucha por cohesionarse. Cuando veo a Gonzalo ha dejado de ir al Dôme y pasa unas cuantas horas al día dibujando y cantando la alabanza de la soledad y el aislamiento. Las cosas y las personas cambian. Descanso aquí mi cabeza y lloro, maldigo y me lamento. Pero cuando te dejo, te dejo tan sólo para crear y dar vida. Vivo un periodo de disolución y desintegración. Por más que hoy no se considere la creación o el arte como una vocación o un destino, sino como una neurosis, una enfermedad, un sustituto. Titulé este diario «A la deriva». Creí que yo también me estaba disolviendo. Pero mi diario y yo juntos parece que formamos un todo. Sólo puedo disolverme unos instantes; luego, debo crear y reintegrarme de nuevo. En mi primer contacto con Gonzalo me disolví. Ahora vuelvo a estar entera.

La corrupción de Henry es una «fleur de peau», dijo Gonzalo. La mía es más profunda. No estoy fragmentada por la ciudad, sino por una persona. Ahora entiendo la angustia que siento en algunos lugares donde hay relajación, abandono y corrupción. No van conmigo. Yo me disuelvo en el amor, en el deseo, en la pasión, en la sensualidad, y sólo me falta la voluntad en el fracaso, la derrota, el masoquismo y la muerte. Henry escribe ahora, en Trópico de Capricornio, la mejor descripción del vacío, la desintegración y la corrupción. Simboliza y representa la enfermedad del hombre moderno. Está en consonancia con el caos del mundo, de las ciudades, de las calles. Su anonimato me causa la mayor angustia, porque es colectivo, la pérdida del yo. Yo no me pierdo. Su dispersión me parece más mortal que la mía. Cuando paso de una vida con Henry a las noches con Gonzalo y a los días con Hugh, es un circuito, una vida ensanchada, pero no la disolución, por más que estoy al borde de la disolución en cada momento.

Mi crueldad con Henry a causa de su pasividad. Cómo lo torturo cuando me hiere. Provoco sus celos, menciono los cafés donde he estado, los paseos por la ciudad. Y luego malinterpreto algunas palabras o gestos de amor que su actitud de chino sofoca tan a menudo. Cómo admira él la falta de simpatía de los chinos. Después de haber castigado a Henry por algún pequeño descuido, lo amo más. Por eso, ayer, volvimos a estar muy unidos, con una ternura vital e intensa. Después de acariciarnos, me desperté hablando en español. Bromeando, me dijo: «Has tenido que estar durmiendo con un español». Todos los elementos de la perversidad, amar lo que no sé admirar, la vida de Henry.

A las diez me encuentro con Gonzalo y cada vez soy más consciente de que es el amante soñado. «L’amant esclave qui pourrait être bourreau», dijo Charpentier.

Canto en la oscuridad: España que te mueres, no has sabido que te quiero.[50]

22 de agosto de 1936

Roger Klein volvió de España, a la una de la mañana, y nos encontró a Gonzalo y a mí en su cama. Por primera vez en una cama, siempre nos habíamos echado en un colchón sobre el suelo, sin sábanas, nuestro «fumadero de opio», como lo llamábamos. Gonzalo había robado una pequeña linterna de una de las señales de obras en la calle, que daba un pálido resplandor amarillento. Aquella noche estábamos sumidos en una especie de suavidad sin fondo, un pozo de calor y fusión, en aquella mezcla de alientos y suspiros de la totalidad del ser que hace el matrimonio, los amores peligrosamente profundos. Paso a paso, como los pasos de Roger al subir al estudio, nos habíamos adentrado el uno en el otro, cada vez más abiertos. Sacados del sueño por Roger, nos echamos a la calle. Pasamos el resto de la noche en el Hôtel Anjou, completando así el ciclo fatal de sacrilegios, recordando a Henry y a Eduardo.

Discusión a la noche siguiente, cuando sólo dispusimos de una hora para estar juntos. Gonzalo habla con violencia, con extravagancia, injustamente, y la discusión me resulta tan dolorosa como cuando Henry me atacó por primera vez en el jardín de Louveciennes. Me encontré de pronto con el primer malentendido, con la primera colisión, con el primer alejamiento.

Dicen los chinos que el futuro es sólo la sombra del pasado. Hay una sombra del pasado que se proyecta en mi camino y, cuando percibo su silueta en determinados momentos, puedo saltar como si me hubieran atravesado con un cuchillo. Siento tanta angustia cuando Gonzalo ataca el mundo en que vivo, la civilización anglosajona, mi ausencia de actitud política, una frase de mi libro, tanta angustia y terror, una sensación de disonancia y lucha, un cansancio, como si todas mis antiguas heridas volvieran a abrirse, que salto como una fiera en la jungla. Me pongo rígida, enfadada, inexorable, amarga, cerrada, le devuelvo los golpes y lo hiero. Le dije que no volvería a verlo al día siguiente. ¿Quién era él para atacarme, qué había hecho él de su vida? Lo herí, porque, mientras le decía esto, él ya había empezado a retirarse, a combatir a sus amigos alcohólicos, a beber menos.

Nos hicimos daño mutuamente.

Y en esto encuentra él un placer voluptuoso, en las vibraciones, en el dolor, en las heridas. Recordé sus propias palabras: «Puedes hacerme crear con tu crueldad…».

Pero los momentos de antagonismo me destruyen. ¿Iba a iniciar un nuevo combate por mi propia existencia, iba a ser esto otro duelo como con las fuerzas destructivas de Henry? No podría resistirlo. Estoy cansada. Necesito la unidad. Escribí la acostumbrada carta de Anaïs, llena de ferocidades que nunca habría dicho, se la leí, la quemé, me arrepentí de mis palabras, eché la culpa al periodo, a la locura mensual, a las sombras del pasado, a mi perversión interior, al miedo paralizante que siento ante la crueldad y la destrucción; estuve loca durante unos pocos días, sintiendo el odio de los obreros en las calles relacionado con la frase de Gonzalo: «Quiero despertar tu conciencia de clase», y mi respuesta: «Mi actitud ahora es inamovible. Permanecerá al margen del mundo, fuera del tiempo, al margen de las organizaciones del mundo. Sólo creo en la poesía».

—Pero el misticismo de Marx…

—No es mi misticismo.

—No tienes el misticismo religioso.

—El arte es mi religión.

Aquella misma noche, después de visitar a Gonzalo por la tarde, dejé a Henry a la medianoche, dejé a un Henry afectuoso, con una especie de mezcla de dolor y placer, rodeé la manzana, y caminé directamente hasta el café en donde me esperaba Gonzalo. Una hora antes había dejado a Gonzalo delante de la puerta de Colette y también rodeé la manzana, detrás de la casa de Colette, hasta el estudio de Henry.

Gonzalo y yo completamente embriagados por los besos. Son las tres de la madrugada y paseamos, deteniéndonos tan sólo para besarnos con desesperación. «Qué buena nuestra disputa», dice. «¿Cómo fue la tarde en casa de Colette?».

Hablamos chino.[51]

—Sí, sí, hablasteis en chino —ríe él—, y tú y yo hablamos en chino, todo está en chino, sin significado, excepto el beso con el que siento que eres mía.

Nos sentamos en un banco y miramos las sombras de las ramas de los árboles en el suelo. Le hablo del futuro como sombra del pasado. Hay una enorme llave dorada colgada en la fachada de una tienda, y le digo a Gonzalo: «Cógela para que nos abra la puerta de una casa para nosotros, en cualquier parte. Ahora que ha vuelto Roger, no tenemos casita».[52]

No podemos soportar las habitaciones de los hoteles. Nos entristecen.

Contraste: Gonzalo se burla del viaje de Cocteau alrededor del mundo, porque dice que nadie debe escribir sobre Grecia, Egipto, India y China mientras España está en llamas. Pero cuando veo a Henry, el artículo de Cocteau sobre China es lo único que ha leído del periódico, y el sueño se restablece inmediatamente, suplantando a la violencia, a la brutalidad, al sadismo y al holocausto suicida de los españoles.

23 de agosto de 1936

—Gonzalo, no podemos ir a la habitación de un hotel, no disponemos de ningún apartamento ni podemos ir a casa de nadie. Tendremos una roulotte (una caravana) o un barco-vivienda.

«¡Una roulotte!» Gonzalo se entusiasma. La idea nos transforma, nos transporta. «Una roulotte. Una roulotte, un lugar fuera del mundo que será nuestro, Anaïs. Podremos cerrar la puerta a todo el mundo. Me da un sentido de posesión. Vendrás temprano y haremos nuestra comida en un fuego. La pintaremos con tus colores. Tendré un refugio, un lugar adonde escapar, escapar de la multitud y de la gente. Pero mantenlo en secreto. No quiero que nadie lo sepa. Prométemelo».

Paseando y soñando. Imagino un millón de escenas, llevo mis vestidos, unos pocos libros. Gonzalo inventando, soñando.

Hace mucho tiempo que Gonzalo quería dormir en mi cama, en mi dormitorio, que está revestido de terciopelo negro. Hugh se ha ido a Londres. Así que me pongo mi vestido de maja, enciendo las velas traídas de Fez y viene Gonzalo. Tres veces me he vestido de española para mis amantes. Para Henry, que no lo entendió en absoluto y, sencillamente, se asustó de la rareza; para Rank, que quedó admirado, exultante, impresionado, pero aquello no formaba parte de él, era exótico, teatral. Ah, pero para Gonzalo. Cuando Gonzalo entró con su exuberante cabellera negra, peinada lisa hasta abajo, con su aire de grandeza, de nobleza, qué imagen reflejó mi espejo. Cuánta belleza: su altura, su tez morena, su mirada intensa. El amante soñado. Y yo, tan pálida, con los ojos oscuros, la boca roja como un clavel, estremecida por todos mis recuerdos raciales. Yo, que he vivido más allá y al margen de la raza. Pero la raza es una realidad, se lleva en la sangre. Una noche embrujada, ahondando cada vez más en las capas del ser. Gonzalo, que rechaza la posesión, la desecha, para buscar nuevos mundos de ternura y nuevas expresiones, para extender las resonancias, buscando algo que no sabía bien qué era; buscando el olvido del sexo porque, dice, él y yo estamos sumergidos en el realismo del sexo; buscando nuevas regiones, sensaciones jamás vividas.

Descubriendo el amor, el infinito.

Una pasión no sexual fluye alrededor de nosotros. Lo abrazo, se multiplican los besos, se expanden, cubren su cuerpo y resuenan con un eco infinito en la carne profunda hecha catedral. Qué hechizos, qué sueños, qué oleadas y despliegue de besos. Besos en el sueño, con las almas tocándose. Sexo palpitante sin respuesta, y así es el alma la que late, late en las sienes y a través de los cuerpos. «La frialdad del sexo», dice él, «cuando es sexo solo». Es una queja generalizada. Yo lo dije cuando Henry me tomaba por el sexo, tan a menudo y alegremente, sin sentimiento, sin emoción. Yo siempre con emoción. Gonzalo, con emociones infinitas, con todos los matices y virtudes del sentimiento, con mil cambios. Hay momentos en que nos sentimos agradecidos.

—Anaïs, en qué momento crucial apareciste.

—Tú, Gonzalo, apareciste cuando me sentía más infeliz.

Cuántas cosas ricas y maravillosas desenterramos y cuánto enterramos para vivir las vidas de los demás. Desenterrar. Delicadezas. Mil delicadezas. Curvo mi cuerpo. Lo envuelvo. Creo a mi alrededor una atmósfera cálida.

El miedo al amor intenso no está dentro de nosotros, no en Gonzalo, porque él da todo a la vida, no es un neurótico y, gracias a Dios, es un esteta pero no un artista. Temo las intensidades de este amor y me defiendo de él con Henry y George. Temí perder la tierra por la que tanto he luchado. Y ahora la tierra no parece tan preciosa, parece pesada y prosaica, impide mis vuelos, hay demasiado de ella.

Pienso en mi vida con Gonzalo como un sueño y una pasión. Estoy agradecida. Me siento bendecida. Después del día en que Hugh y Helba hablaron a solas (Hugh está psicoanalizando a Helba), y Gonzalo y yo nos fuimos para pasear y besarnos, casi a la vista de Hugh y de Joaquín, he querido ir a la iglesia para agradecer, para dar las gracias a alguien.

Un día y una noche de mi vida: por la mañana, escribo cartas a mis pacientes, creaciones humanas mías. Betty viene a leerme su manuscrito. Está radiante. Dice: «Es raro, parece que todo sea tan real, tan cercano, tan vital». Pongo sus páginas en una de mis carpetas, se las guardo y la despido. En la modista caigo en la cuenta de que puedo hacerme un vestido del chal indio, pero no hay ningún sitio donde pueda llevarlo. No importa, es necesario, es poesía, allí está colgado, es simbólico, es parte del ritual; quizá, si me pusiera este vestido, el mundo dejaría de derrumbarse y morirse. Quizá yo pueda detener la espuma de la tristeza, detener la expansión de lo prosaico. Me pongo el vestido para Hugh, que está triste porque ya no puede proteger mis sueños, del mismo modo en que me pongo triste cuando veo que no puedo liberar a Henry del torbellino del mundo. Beso a Hugh en el cuello, cariñosamente, y me dice: «Pareces estar muy bien, ¿a qué se debe tu buen aspecto?». Y le contesto: «Es por hacer el amor anoche», y me refiero a hacer el amor con él, que soporté con los ojos cerrados. Pero Hugh es feliz y leemos juntos los periódicos.

A las dos y media estoy con Henry, que dice: «Echemos una siesta». El sol brilla sobre su cama y Henry me toma con una simple y sana naturalidad que apenas roza mi piel; a pesar de eso, el orgasmo es potente aunque parezca lejos de mí, porque es un orgasmo sin pasión, sin milagro, es un orgasmo, pero el milagro ha desaparecido de él, es un placer físico sin ecos, como el comer.

Leo sus páginas, trato de devolverle la seguridad para que pueda seguir trabajando. Debiera pedirle que dejara el estudio, que se buscara un sitio más barato, pero siento lástima cuando me dice: «Es el único lugar que me da serenidad». Así que vuelvo a rendirme, y fantaseamos sobre futuros viajes, mientras me pregunto cómo voy a resistir un día separada de Gonzalo.

Comida con Henry. Surrealismo inglés. Cendrars. El Minotaure. «Ninguna simpatía», dijo Henry, «pero su resistencia empezó de niño. Entiende mejor al hombre que muere de hambre. No el drama de España». Le llevé un mantel y sábanas. Y le conté lo que había estado leyendo en la Cábala.

La Cábala. A las diez de la noche me encontré con Gonzalo en un café y le dije que su estrella se llama Antares. Paseamos hasta que me dolieron los pies, paseamos besándonos, y Gonzalo me enseña sus dibujos grotescos de viejas y borrachos. «Por qué dibujo tan febrilmente para ti, cuando no me has pedido que dibuje, incluso has dicho: “Me alegra que no escribas o trabajes, Gonzalo”. Cuánta fuerza hay en el amor, cuánta fuerza en uno, incluso cuando no estamos acostados. Tengo la sensación de que pasan cosas extrañas».

Entrego más de la mitad de lo que tengo; es por eso por lo que no puedo interesarme por los mayores problemas del mundo: mi mundo individual, mi vida personal, eran perfectos, en el dar y en el recibir, llenos a rebosar. Y tantas necesidades grandes cerca y alrededor de mí. La deriva era una deriva en medio de abundancia y riqueza compartidas.

31 de agosto de 1936

Quai de Passy 30. En el Perú curan a los locos colocándolos cerca de un curso de agua. El agua fluye, el loco lanza piedras sobre ella, y la locura cesa.

De ese modo miro el Sena mientras oigo los gritos de la gente: «La Rocque au poteau!». Gonzalo y yo nos besamos, pero da lo mismo, desde la ventanilla del tren veo de pronto que los árboles tienen sus copas en la tierra y las raíces gesticulan en el espacio, y escucho las palabras: ¡Raíces, raíces!, y empieza una nueva Casa del incesto mientras Hugh y yo hacíamos una visita insípida a los Turner y la cabeza de Gonzalo aparecía en cada sitio que yo miraba, una cabeza mitológica.

En un mundo donde todo el mundo padece de dispersión, donde todo el mundo está fragmentado, se debilita, divide, engaña, disuelve, Gonzalo puede arder por entero, con una intensidad que da a su voz, incluso al teléfono, una calidad que me pone los pelos de punta. El Sena fluye y arrojo piedras, mi locura no está curada, y La casa del incesto número dos se inicia con raíces y en la página del miedo, de modo que la revolución me encontrará loca de sueños, apasionada por Gonzalo.

¿Cuándo empieza el amor auténtico?

Al principio fueron eclipses, fuego, cortocircuitos, relámpagos y fuegos artificiales; después, incienso, hamacas, drogas, vinos, perfumes; luego, espasmo y miel, fiebre, fatiga, calor, corrientes de fuego líquido, fiestas y orgías; a continuación, sueños, visiones, luz de velas, flores, pinturas; después, imágenes del pasado, cuentos de hadas, historias; luego, páginas de un libro, un poema y, por último, risas y castidad.

¿En qué momento se hunde el cuchillo tan profundamente que la carne empieza a llorar de amor?

Al principio, poder, poder, luego, la herida, y amor, y amor y miedos, y la pérdida del yo y la ofrenda y la esclavitud. Al principio era yo quien dominaba y amaba menos; luego amé más, y luego la esclavitud. Esclavitud de su imagen, de su olor, el ansia, el hambre, la sed, la obsesión.

Hilaire Hiler escribe: «La casa del incesto es muy triste y consoladora al mismo tiempo, del mismo modo que una droga puede estimular y calmar a la vez».

Digo a la gente que no escribo, pero sigue aquí el relato indeciso, aún no plasmado en escritura, sólo respirando.

Respirando.

Amar. Acariciar a Gonzalo de nuevo.

«La Rocque au poteau!».

Rebecca West telegrafía para reservar para ella el lunes por la noche.

Moricand dice: «Estás en état de grâce. En ti, el cuento de hadas es posible».

Me entiende, entiende las mayores longitudes de onda de mi vida, lo que él llama les ondes —como una radio divina y misteriosa—, todo a causa de Neptuno y porque me gusta su manera de vivir en un sueño.

De noche, delante de mi ventana, los obreros ponen los cimientos de la Exposición de 1937, la mezquita de Tombuctú, los palacios argelinos, las pagodas indochinas, una fortaleza del desierto marroquí. Y alrededor de los pilotes atracarán juncos chinos, praos malayos y sampanes.

3 de septiembre de 1936

Me he mudado al borde del barrio aristocrático, sólo al borde, cerca de un puente que puede llevarme a la orilla izquierda, a Montparnasse, a Denfert-Rochereau, donde vive Gonzalo, a Alesia y Montsouris, donde vive Henry. El metro nos lleva a un lado y a otro, al rico y al pobre, arriba y abajo, a todas las horas del día. De noche, Gonzalo se queda en el puente después de dejarme y espera a que apague la luz de mi habitación. O, cuando no puede verme, viene y contempla mi ventana. La ventana ancha, ancha, está abierta delante de mí. Veo las luces reflejadas en el río, la Torre Eiffel iluminada, la luna roja. Al otro lado del río, los rojos celebran una reunión para escuchar a la Pasionaria, la mujer comunista. Gonzalo está allí. Dentro de un rato vendrá para poseerme. Quiere verme, escucharme. Mi corazón se ha endurecido. Hace una hora que los oí cantar mientras desfilaban. Pasan los taxis llenos de gente que canta y ondea banderas rojas. Cuánta dureza e ira ciega siento contra ellos. Es algo ciego e irrazonable. El instinto ha hecho su elección. Odio al obrero. Odio la colectividad, odio las masas y odio las revoluciones.

El amor a la belleza me ha traído aquí, a la reunión de los comunistas. El amor a un dios moreno con un cuerpo adorable, hecho para el amor, la vida y la caricia.

Pero todo mi ser está en contra —violentamente— y el conflicto me desgarra. Los oí cantar mientras comía con Madre y Joaquín. Tranquilizaron mi corazón.

10 de septiembre de 1936

Vino Gonzalo y dijo: «No iremos al mitin. Me alegro de estar fuera. Me inquietaba pensar que me estabas esperando. Vi tu luz encendida mientras cruzaba el puente. ¿Qué me has hecho? No me interesaba el mitin. La Pasionaria. Palabras. Muchas palabras y muchas canciones. Me hacía pedazos. Odio las masas. Chiquita mía, tú eres más importante que cualquier cosa».

Besos con aromas infinitamente cambiantes.

En este mar de aromas intensos se perdió la visita de Rebecca. No ha dejado rastro de su paso. No pudo repetir la embriaguez de Ruán, agobiada por nimiedades, tiene que saber de dónde viene mi escudo al mismo tiempo que dice: «Serás la más grande de las escritoras, eres mucho más sabia que yo, sabes entender muy bien a la gente». Me dejó unas flores luminosas porque «una se siente impelida a regalarte cosas raras», pero me produjo una sensación de desilusión.

He estado leyendo en la Cábala acerca de la adivinación por la bola de cristal; todas las formas de trance, no importa cuál sea, producen el mismo efecto mágico de unidad. Todo el ser reunido, fundido, hechizado y capaz luego de extasiarse. El éxtasis es el momento de la exaltación de la totalidad.

Soy como la bola de cristal en la que la gente busca su unidad mística. A causa de mi obsesión por lo esencial, de mi alejamiento de los detalles, de las trivialidades, interferencias y apariencias, mirar en mí es como mirar la bola de cristal. Ven su destino, su yo potencial, los secretos, el yo secreto. Rebecca dejó de lado sus puerilidades y se hizo grave. Siempre sucede. Y también sucede siempre que empieza a tener miedo de lo que ve y sale huyendo.

Nunca me entrego a la charla insulsa. Guardo silencio. Me evado en cuanto puedo. Me alejo. Siempre estoy absorta por este núcleo de gente, mirándolo, sólo interesada cuando habla. El milagro que espero, la desaparición de la nadería y la falsedad, ocurre siempre.

Cuando una conquista, una resulta incluso más herida que cuando pierde. Porque experimentas la punzada de la responsabilidad. ¿Ha servido tu influencia para el bien del otro? Gonzalo, salvado del comunismo, ¿es eso lo correcto?

11 de septiembre de 1936

El día y la noche. Abrí los ojos con el recurrente deseo de cantar y bailar sin saber nunca por qué, pero ya había una danza en mi habitación. Era el reflejo del sol sobre el Sena. ¿Cómo es que estoy sola en mi propia cama? Estoy en casa desde el amanecer. Cuando llegué, los traperos buscaban en los cubos de basura y los clochards seguían dormidos en los portales.

Me he salido del oscuro bosque de caricias, de olores, anhelando balancearme y bañarme de nuevo en el olor de su cabello negro, cubrirme con él la cara, sentir su piel, hundirme en su calor, flotar, nadar y respirar en acto de adoración, poner mi mano alrededor de nuestro beso, como si fuera una llamita que protejo del viento; boca cambiante, tan reservada al principio, ahora floreciente, llena, proyectada hacia fuera, doliente, fundida, abierta, húmeda. Cambio de corriente entre los ojos, entre las bocas. Palpadas tantas capas del ser con dedos, bocas y palabras. Al principio los ojos, farolas y estrellas, velas, jungla y cielo, infierno y deseo.

La boca solitaria roza el vientre. Nubes de ensueño, nieblas de diamante y azufre desde los ojos, pero la boca solitaria roza el vientre, la boca se estremece, se mueve, florece, los labios abiertos, y allí fluye el aliento de la vida y el desaliento del deseo. La forma de la boca conforma las corrientes de sangre, estremece, eleva, disuelve. Bañarse, balancearse, aturdirse en un lecho de calor —no hay calor como el de dos cuerpos— esta es la corriente de la vida.

Hugh ha abierto la puerta. «Estás ahí, gatita. No te oí llegar». Janine aparece suavemente con el desayuno, los periódicos y el correo. Si es correo de mis pacientes, siempre es lo mismo. Mis hijos. Siempre adoración, imitación, identificación, gratitud. Siempre respeto, hechizo y gracias por el milagro. Gracias por resucitarme. «Pronto daré un concierto. Estoy escribiendo mi libro. He escrito un cuento. Escribo sobre mi niñez, igual que usted escribió sobre la suya. Todavía estoy muy cerca de usted. Me encuentro sola. No tengo amigos. Voy a casarme gracias a usted. Me gustaría estar con usted en la pequeña habitación del Barbizon Plaza, hablando con usted. Usted me ha liberado. Me siento más fuerte». No siento amor hacia ellos, excepto en el momento del milagro: el instante en que el violinista ruso sollozó en la Quinta Avenida al revelársele el significado de su vida; cuando la mujer desalentada cayó de rodillas al salir del hotel; la muchacha desesperada que se libera de sus pesadillas; las primeras páginas sin salida del escritor y el primer destello de vida en sus ojos. Rescatados de la muerte. No tengo ningún lazo personal con ellos. No puedo corresponder al amor de ellos. Me agotan haciéndome escribir cartas mágicas. No son amigos míos. Me deifican, me separan, me tienen como diosa e intérprete y me hacen sentir sola.

Si es carta de Moricand, me agradece, en nombre de Neptuno, mis esfuerzos para sacarlo de la pobreza. Enseño sus horóscopos, los envío por correo a Nueva York, los traduzco con ayuda de Henry, hablo de él a Denise Clairouin. Si es carta de Thurema, es amor, igualdad, amistad, conexión vital. Y si es de Fraenkel, es enfermedad y universo paralizado.

Mientras me baño, me pinto, me empolvo y me perfumo, suena el teléfono. He roto con Turner, que fue mi última defensa contra la invasión del amor profundo. Me he abandonado por completo a Gonzalo. Al principio no supe domar mi sensualidad, que él no abarcaba, pero el amor auténtico me ha poseído tan por entero que cuando él nos ha obligado a la castidad, a la no posesión, a la ausencia de espasmo, sólo a las caricias, fui feliz. «Chiquita, eres el ideal mío, tu cara, tu cuerpo, todos tus movimientos, tu manera de moverte… eres mi tipo».[53]

Vuelvo a soñar con Gonzalo, siempre soñando con Gonzalo, mientras copio el volumen del diario de 1922 para Clairouin, mientras escribo cartas, mientras contesto el teléfono. Siempre soñando con Gonzalo.

Oigo su voz oscura y torpe al teléfono: «¿Puedo venir ahora?».

—¡Ven, ven!

Paseamos, buscamos nuestra roulotte.

Paseamos por la zona de traperos y gitanos que viven en las afueras de la ciudad, en la Porte de Montreuil. Chabolas con jardincitos de un metro de anchura, vallas de madera negra y podrida. Chabolas destartaladas indefensas frente al frío y el viento, hombres y mujeres que viven en el fango, duermen sobre trapos, niños pequeños. Todos los desechos de la ciudad, los materiales sobrantes, trapos, tuberías rotas, botellas, zapatos gastados, ropa sucia, objetos sin color ni forma, detritus, objetos rotos sin nombre, tirados en el fango; y los hombres inclinados sobre ellos, regateando y sorteando. Mujeres que dan el pecho. Niños que recogen agua de una fuente.

Entre las chabolas, las roulottes, pequeñas y rebosantes de familias numerosas. Una cama para todos. Entre las roulottes y las chabolas, una casita roja y negra, una casita de juguete con un minúsculo jardín, enormes girasoles, conchas marinas y palomas; hundida en el jardín, la casita roja y negra, provocadora e irreal, como las casas de los cuentos de hadas. Al lado hay una chabola, de un amigo de Django, el gitano que toca la guitarra y es amigo de Emil. Fue Emil quien me dijo que, entre los gitanos, los hombres están hechos para la música; las mujeres trabajan para los hombres, venden encajes y roban. El amigo gitano de Django nos enseña la roulotte que necesitamos. Es roja por fuera; por dentro, el techo es naranja y las paredes de cuero, paredes de cuero como las de las antiguas fragatas. Como si fuera un camarote, en el centro cuelga una cama, una litera. Ventanitas árabes. Gonzalo apenas puede estar de pie. La queremos. Pero sólo está en venta y no tenemos suficiente dinero para comprarla. No quieren alquilarla porque está ocupada por un mutilé.

Seguimos nuestra búsqueda por otros campos, por otras puertas, vemos compañías que se exhiben en las ferias. Roulotte à vendre. Pas à louer! Besándonos y deseando un lugar pequeño, cansados de encuentros furtivos, de las habitaciones pequeñas del hotel de la Rue Vendôme. Buscando, buscando a lo largo del Sena un barco. Dificultades.

A la hora del almuerzo estoy en casa de Henry, con los zapatos cubiertos de polvo.

Henry viene a mi encuentro con amabilidad y ternura. Es uno de sus días difíciles. Ha estado escribiendo tan febrilmente que tiene miedo de volverse loco. Ha ido tan lejos en su afán de encontrar un nuevo lenguaje para darle el sabor de Broadway, de Nueva York, que se ha perdido. Se siente aturdido y solo. Agradece su relación conmigo, que haya ido a verlo. Pone su mano sobre mí, tan tiernamente, tan fatigado por las visiones, que caemos con naturalidad en nuestro mundo. Gonzalo —Leoncito[54] corre por mis venas, por mi cuerpo, y canta dentro de mí continuamente. Su cabeza reposa en la espuma de mi ensueño inextirpable. No se disipa. Está allí, toda la tarde, todo el tiempo que estoy con Henry, presente, acosándome.

Henry se va de compras mientras yo coso para él. Comemos tranquila y simplemente, las mismas palabras, las mismas miradas, mi gratitud por el pasado, por todo lo que fue, gratitud por la fuerza que derramó sobre mí, por el regalo de un yo que se pertenece. «En contra de lo que creías», dice, «a las mujeres no les han gustado mis libros. En eso te equivocaste…».

Es cierto. No les gusta ser despoetizadas, naturalizadas, tratadas sexualmente y de un modo nada romántico. Pero pensé que les gustaría. A mí me gustó durante un tiempo, porque yo había sido demasiado idealizada, yo era una mujer de verdad y me gustaba que me amaran crudamente, sin poesía, pero todo eso, al final, duele a la mujer, la mata. También sentí la desolación y hoy estoy agradecida a la lluvia de ilusiones y sueños que me ha dado Leoncito. Cuando pienso en la ardiente adoración de Gonzalo, me siento atolondrada, igual de atolondrada que cuando me mira en el metro.

Echada en la oscuridad con Henry. No sentimos ningún deseo, sino el diamante en nuestras cabezas, el ojo pineal fluyendo fantásticamente. Nuestras voces se balancean, fluyen, ascienden y murmuran. Entrelazadas. Entretejidas en los senderos oscuros y luminosos… Voie Lactée. Constelaciones de ideas…

Discutimos sobre mi conflicto con la escritura del diario. Mientras escribo el diario no puedo escribir un libro. Mis libros no son tan buenos como el diario. Es porque no me doy a ellos; de esa manera trato de fluir de una manera dual, anotar los datos e inventar al mismo tiempo. ¿Transformar? Las dos actividades, la transformada y la natural, son antitéticas. Si yo fuera una auténtica escritora de diarios, como Pepys o Amiel, me bastaría con tomar notas, pero no lo soy. Necesito añadir, transformar, profundizar; necesito la última floración que procede de la creación. Mientras leo el diario me doy cuenta de todo lo que queda por decir, que sólo puede decirse en un trabajo creativo, demorándose, ensanchándose.

Henry dijo que yo no dejaba que tuviera lugar el cambio geológico, la transformación conseguida con el tiempo, la que convierte a la arena en diamante.

—No, eso es cierto. Creo que me gusta el material sin transformar, me gusta la cosa antes de transformarse. Me da miedo la transformación.

—Pero ¿por qué?

—Porque se aleja de la verdad. Sé, sin embargo, que se atiene a la realidad, porque hoy reconozco que hay una mayor verdad en tu fantástica descripción de Broadway que en mis esbozos hechos sobre la marcha en Nueva York.

Cuando era niña quería ver cómo crecían las plantas. Acostumbraba a retirar la tierra del tiesto para verlo.

Mi miedo a la transformación tiene algo que ver con mi miedo a la locura, la locura que deforma todas las cosas. Tengo miedo al cambio, a la modificación. Escribo para combatir ese miedo. Por ejemplo, acostumbraba a tener pavor de la crueldad de Henry, igual que otros sienten pánico por la vida terrible y trágica. Acostumbraba a buscar placer en la descripción de nuestras alegrías, de los momentos de serenidad, de comprensión y ternura, como algo que luego pudiera conjurar y alejar la maldad, lo demoníaco, lo trágico. Era tan consciente de la inseguridad. Era como si algo milagroso se me fuera a aparecer, como la llamita de una cerilla encendida ante los ojos de un hombre primitivo, un milagro. Como el hombre primitivo, yo no sabía que podía repetirse, que había más cerillas, que el poder de producir la llamita residía en mí. En esto no he mejorado mucho. Confesé este miedo a Rank. Como el miedo al cambio en un rostro. Ahora es hermoso, humano, cercano. Ahora se retuerce de maldad, de crueldad. Pero en el diario tengo las dos caras. Mientras escribo se desvanece el miedo al cambio. Mi visión del mundo es instantánea y creo en ella. Es mi realidad. La transformación que exige la creación me horroriza. Para mí, el cambio significa tragedia, pérdida, insania.

Henry estaba sorprendido.

—Bueno, Henry, si eso es mi enfermedad, he de expresarla al máximo mediante el diario, hacer algo del diario, del mismo modo que Proust sacó su obra de su enfermedad, su vicio de analizar todo, su pesquisa enfermiza del pasado, su obsesión por recuperar todo. Yo debo darme por entero al diario, colmarlo, decir más, vivir mi enfermedad. Por lo menos hasta ahora he combatido así mi enfermedad; he tratado de curarla. Tú intentaste curarla. Rank también lo intentó.

—El problema —dijo Henry— es aritmético. Nunca llegarás a ponerte al día. Y la anotación de un día no va a satisfacerte. Un día no lo es todo. Las anotaciones del día siguen y siguen, y algo de mayor envergadura queda fuera, se pospone o se pierde. Se convertirá en algo como una gran malla que termina por estrangularte. El arte exige indiferencia. Tú te sometes al culto primitivo de la vida, a tu adoración por ella. Y cada día de anotación retiene el flujo. El flujo se acumula misteriosamente, provoca una explosión, una transmutación. También te preocupa la integridad, la perfección. Dices, por ejemplo, que te preocupa el retrato de Eduardo. No está completo, como en uno de los personajes de Proust. Hablas como artista.

—Verás, tengo la sensación de que el retrato de Eduardo en mi diario responde sólo a los momentos en que él es importante para mí, cuando entra en relación conmigo. Es como una estatua sin un brazo o una pierna, desenterrada, que hay que descifrar y adivinar. Cuando la realidad es que Eduardo tiene una vida propia, una vida independiente que ha de incluirse.

¿Por qué no estoy satisfecha con un día? ¿Quizá sólo porque no lo llené del todo para que contuviera el infinito? Un día en el diario debiera ser completo, como un libro; y todos los espacios que omito, todos los brazos que faltan, todas las capas que quedan a oscuras son porque no los toqué con mis propios dedos cálidos, no los amé o acaricié y han de quedar en la oscuridad, como misterios de la vida misma.

¿Qué es esta cosa de mayor importancia que capté en mi libro sobre mi Padre y que no está en el diario?

Un día es tan completo. ¿Es que la anotación impide el vuelo supremo? Cada día de anotación, ¿cuenta en contra de esta cosa de mayor importancia o puede hacerse tan grande y hermoso que se convierta en la totalidad, en lo infinito? ¿Acaso sólo es posible la floración en el olvido, en el paso del tiempo, en la podredumbre, el polvo y las falsedades? Si yo escribiera en el diario por miedo a la locura, entonces estaríamos en la misma razón por la cual crea el artista, como dijo Nietzsche. Porque como el artista es su visión de la vida —de lo trágico y de lo terrible— se volvería loco si no lo salvara el arte.

Henry me poseyó al amanecer. Fue como un secreto entre nosotros mientras tomábamos el desayuno, como si hubiera sucedido en sueños, en un sueño de una hora que formara parte del pasado. Más tarde, paseando a orillas del Sena, pregunto a los barqueros por un barco en el que Gonzalo y yo podamos vivir. Mientras miro, apoyada en el parapeto, el «agent» me vigila. ¿Acaso cree que voy a suicidarme? Me vigila. Cuando me inclino sobre el parapeto para ver las péniches, me vigila. Cuando bajo las escaleras para hablar con el propietario de Nenette, una blanca y luminosa péniche con cortinas de abalorios en las ventanitas, me vigila. Empiezo a pensar y a creer que voy a suicidarme. Y ¿por qué? Porque no puedo irme al Perú con Gonzalo, porque me ha dicho: «Si alguna vez me entero de que no eres mía y solamente mía, en exclusiva, si alguna vez descubro que algún otro te besa, te toma, me iré y nunca volverás a verme. Eso me mataría, chiquita». Porque sus escenas de celos nos hieren, nos laceran. Pero me dejan con la sensación de ser inocente. Inocente. Siempre inocente. Inocente el sábado por la noche en que no pude salir con Leoncito porque era la noche de Hugh e intenté diluir Luminal, una droga para dormir, en la tisane de Hugh, y él notó el color turbio, pero aun así tuve tanta suerte, como si me protegiera Ali Babá, el dios de los bandidos, que se durmió a las diez de la noche, y yo me quedé echada, esperando, en mi propia habitación (después de pedirle que me dejara dormir sola) hasta que estuve segura de que estaba dormido; luego me vestí en la oscuridad con infinitas precauciones y me deslicé fuera del apartamento, dejando la puerta principal abierta porque hace mucho ruido al cerrarse, bajé a pie los dos tramos de escalera hasta la puerta de servicio para coger allí el ascensor, y salí del edificio con el corazón palpitante para encontrarme con Leoncito en la esquina, preguntándome qué ocurriría si Hugh se despertaba durante la noche, como hace tan a menudo, y entraba en mi habitación.

Gonzalo, estupefacto y asustado de que yo me tomara la libertad de pasar toda la noche con él, pensaba que me volvería inmediatamente. Pero nos fuimos a la habitación del pequeño hotel peruano y Leoncito estuvo muy apasionado, después de tantos días de deseo refrenado. Me desperté a las cinco pensando que tenía que volver a casa. A las cinco y media ya estaba de vuelta en mi cama y a las seis se despertó Hugh. La suerte de los bandidos. Ninguna culpa. Lástima y miedo, sí, preocupación por la posible angustia de Hugh, miedo de que Henry se enterara, o de que Gonzalo descubriera mis noches con Henry. Pero ninguna culpa. Sólo amor, un amor que me llena, me empuja, me obsesiona; no tengo tiempo ni lugar para arrepentimientos, dudas, vacilaciones ni cobardías. Un amor que corre libremente y sin descanso de día y de noche. A la mañana siguiente a esta noche, le di a Hugh todo lo que quería, caricias, posesión, y dimos un paseo en bicicleta a orillas del río. Un regalo para Hugh.

Carta a Eduardo: ¿No dijiste que no me hablarías de adoración al sol ni de adoración a un muchacho ni de ninguna otra adoración, salvo a Anahita, la diosa lunar analizada por los mortales y en camino de su suprema y mística ascensión? No estoy loca, sólo alegre. Suceden demasiadas cosas cómicas.

Debiera escribir un canto de agradecimiento al taxi, que alimenta el sueño, me lleva a todas partes y permite el aislamiento y el ensueño. Su movimiento ha dado a luz los más diversos caprichos. El taxi es el objeto que más se parece a las antiguas botas de siete leguas. Satisface mi necesidad de saltar, mi impaciencia, mi deseo de ensueños, de continuos ensueños. Es mi vicio y mi lujo. Renunciar a una carrera en taxi es la prueba más dura a la que puedo someterme. En los días de locura me protege de esta locura, porque puedo hablar libremente conmigo misma.

Pienso que si tiro mi cigarrillo por la ventana puede prender en un tanque de gasolina y causar una explosión.

Cuando vacilo puedo vacilar más, a lo largo y a lo ancho, y durante más tiempo que cualquier otra persona. Es curioso. Siempre sé inmediatamente lo que quiero. Elijo las cosas con tanta rapidez entre cientos de objetos de un escaparate. Desde la ventanilla del autobús, al pasar por delante de una tienda, veo un sombrero y enseguida sé que es el que quiero comprarme. Al instante sé si alguien me gusta o me disgusta. Al instante.

17 de septiembre de 1936

Gonzalo atraviesa días de castidad, sin poseerme. Luego vienen los días de pasión y sensualidad. Después sufre un ataque de celos, como antes, en los cuales se retuerce y se tortura, agónicamente, hace preguntas, duda de mí, porque dice que siente a Henry cerca. Para consolarlo, para tranquilizarlo, hablo de la muerte de mi amor por mi Padre, por Henry. Y le digo riendo: «Tus celos son necrófilos, todos esos amores han muerto».

—Pero visitas constantemente sus tumbas con flores. Cuánto amas a los muertos.

—Hoy no he ido al cementerio.

Momentos en los que el universo me parece perfecto, hermoso, completo. Henry escribe magníficamente, Gonzalo y yo nos besamos y Hugh está muy contento por algún éxito de su trabajo. Vida, creación, protección, pasión.

Profunda convicción del genio de Henry, que escribe in crescendo para evitar la locura. Mi novela sobre Henry es profética. Tal como escribí acerca de él: «una insania producida por la vida».

Hoy dice que su surrealismo nace de la vida. Eso es un surrealismo real. Henry: yuxtaposición de lo poético y lo feo. Para mí, Henry es el único surrealista creador y auténtico. Los demás son teóricos. Henry es surrealista en su vida, en su obra, en su carácter. Lo que me complacía de él era su surrealismo. Y lo que sufría de él también era su surrealismo, porque yo no soy nada surrealista.

Cuando fui a verlo antes de ayer, había estado escribiendo intensamente. Dijo: «He estado trabajando como un loco y no sé si lo que he escrito es bueno o malo. Dímelo tú. ¿Estoy realmente loco o realmente cuerdo?».

Leí las páginas y le dije que estaba verdaderamente cuerdo.

Después de escribir aquí el otro día (sobre arte, etc.), sentí el peligro de poner mi necesidad de arte en el diario. Podría acabar con su mejor virtud: su naturalidad. Debo dividirme y hacer algo aparte: es una necesidad. Ninguna conciencia de perfección debe entrar en el diario. Adiós a la totalidad, a mi plan de escribir día y noche hasta alcanzar la perfección.

Mientras hablaba con Henry acerca de su obra, yo me preguntaba por qué la gente llama a la totalidad singularidad o exclusividad. Yo me siento completa mientras me reparto entre Henry y Gonzalo por razones bastante diferentes. Otra vez la vida me deja perpleja. ¿Es que el artista nunca pertenece al Uno? A pesar de eso, yo me siento completa en mi interior. Completa cuando estoy con Henry, y completa cuando estoy con Gonzalo. No se interfieren mutuamente. Gonzalo es el sueño. Henry todavía puede esperarme con pasión, asirme con sus dos manos y poseerme tan sensual, física, sencilla y completamente como un animal. Y puedo ir a Gonzalo y elevarme con él a las mayores alturas, donde la posesión es superflua.

Mientras sea un sueño para Gonzalo (irrealidad de la noche en Louveciennes, irrealidad de los paseos, de las noches en casa de Roger; realidad de la habitación de hotel, de algunos momentos en mi casa, noche irreal en mi propio dormitorio, cuando me vestí de maja), no sufre. Cuando surge el destello de la unión sensual siente los celos y el terror.

«¿Eres toda mía? ¿Te ha besado alguien? Me vuelve loco pensar que alguien pueda besarte».

20 de septiembre de 1936

Última visita de Padre antes de marchar a Suiza. Charla en el salón. Crepúsculo. Bruscamente me toma las manos, acerca su cara a la mía y pregunta: «Dime, ¿alguno de tus amantes te ha amado tan bien, tan apasionadamente como yo? Contéstame sólo a eso».

Quiero ser amable y miento: «No».

—Es todo lo que quería saber. Para mí, aquellas dos semanas en Valescure fueron la cumbre, la perfección.

Nos levantamos. Nos besamos en las mejillas. Busca levemente mi boca. Advierto su deseo Me dice: «Qué manera tan extraña de amarte, Anaïs». No siento nada. Le digo: «Papacito».[55] Y él me interrumpe: «No me llames Papacito en este momento».

Estaba borracho, borracho de deseo. Me dijo que no quería verme más. Que no fuera a despedirlo a la estación. Que sólo quería conservar aquello…

Y se marchó. Abajo se cruzó con mi Madre. Lo vi en la cara de ella. Llevaba una bolsa de la compra llena de cosas para mí. Se sentó en el balcón y lloró histéricamente: «Voleur, voleur!». La consolé con gran sentimiento. «No», le dije, «no te robó tus hijos, te queremos cada vez más; mientras más lo conozco, más te quiero a ti». Sentí muy profundamente su sufrimiento. Y no sentí nada por él. Irreal. Pero sí sentí el sufrimiento de ella. La arrullé, la acaricié, le supliqué. «Nunca lo veo. Siempre está fuera. No significa nada para mí. No lo quiero». Se sintió consolada. Se sintió herida porque él la había visto con la cesta de la compra, como a una criada.

Por la noche estuve con Gonzalo. Me acompañó paseando hasta casa. Le pedí que paseáramos un poco más. Quería ver si mi Madre ya estaba dormida. Me atormentaba la lástima, su imagen con la cesta de la compra, su llanto histérico. Su luz estaba apagada. Y me fui a casa. Al día siguiente supe que se había ido tranquilamente a dormir, pensando que era mi Padre quien se había asustado. Sí, parecía asustado. «Estoy segura», le dije, «no se fijó en la bolsa de la compra…».

Madre salió al día siguiente para Italia, para reunirse con Joaquín. Pasamos la mañana juntas, en silencio. Almorzamos juntas y luego, mientras se ocupaba de sus cosas, fui a ver a Henry, que me esperaba en la cama y que tiró de mí poniéndome sobre él, agarrándome con las dos manos, todo lascivo, y me poseyó lascivamente. Luego a casa para cenar con Madre, paz, domesticidad, Madre y yo trabajando juntas en una manta de viaje, luego la estación, saludos de despedida con la mano, ternura y lágrimas en los ojos, y luego le pedí a Hugh que me dejara en un café donde me esperaban unos amigos. «Sólo estaré una hora con ellos». Me aseguré de que Hugh tomaba el metro, para lo cual lo seguí hasta verlo desaparecer en la oscura entrada. Busco entonces a Gonzalo, para lo cual tomo una calle lateral. Mi sombra, muy alargada, atraviesa la calle y cuando mi sombra toca a Gonzalo, este se vuelve y me ve.

Cuando tenía diecisiete años anhelaba y necesitaba recibir rosas rojas. «Je voudrais des roses, des roses, des roses…». En Nueva York me inundaron de las flores más extrañas. También escribí a los diecisiete años: «Je voudrais qu’il soit pauvre, très pauvre, et qu’il ait besoin de moi. Quisiera que fuera pobre, muy pobre y me necesitara».

Fue verdad con Henry, y fue verdad con Gonzalo, que me está agradecido por haberlo salvado de Montparnasse, de las orgías, de la bebida y de la desesperación, del mal gusto de boca. «Si no te hubiera conocido, Anaïs, por asco me habría ido a España y me habría dejado matar». Siempre el hombre perezoso, el hombre gallardo y risueño enamorado de la botella, la trampa y la bohemia. Y envidio a quienes saben beber, se desintegran, flotan, gandulean, son descuidados, visten de cualquier manera, porque yo no sé. Algo tira de mí hacia arriba. Sólo voy allí en busca de un amante, y luego salgo, salgo para entrar en el éxtasis, el hechizo, la magia, pero no en la desintegración. Lejos de la muerte, de la decadencia y la corrupción, lejos del moribundo y del enfermo, pero con la pena y el dolor de haber elegido a los contaminados, a los débiles que se salvan al idealizarme, lo cual no significa que yo me degrade, me emborrache o sea obscena.

Predomina la imagen de la virginidad, de la vida y de la creación.

Nadie creerá en los ataques de erotismo que explotan repentinamente dentro de mí a la vista de una mujer vulgar del mercado cuando se inclina sobre su mercancía y enseña los muslos. Nadie creerá que me sentí complacida con la bestialidad de la escritura de Henry, que pone enfermo a Gonzalo. Nadie creerá que me gustaba la manera natural que tenía Henry de tratar a las mujeres, como en la naturaleza. Pero tratar a las mujeres como en la naturaleza conduce a la despoetización y a la vida prosaica, y yo tuve que buscar la poesía en Gonzalo. Cuando veo películas de Meyerling, de María Estuardo o con argumentos románticos de amor, pienso en Gonzalo y no en Henry. Historias de amor. Románticas: Gonzalo. Amor humano: Henry; humano, sin ilusión. Ilusión en la adoración que recibo. No hay nadie que esté cerca de mí que no me ame.

Veo que Gonzalo padece los mismos celos que yo padecía con Henry. El día en que supo que iba a ver a mi Padre a las cinco, se detuvo en la mitad de su dibujo y empezó a sufrir, a imaginar, igual que cuando yo supe que Henry iba a ver a los Ferren, o a Joyce, o a salir con gente de Nueva York que lo consideraba un buen guía para ir de putas.

No sufro así con Gonzalo, no me lo permito. Fue tan infernal con Henry. Confío más en Gonzalo porque es la clase de persona que aborrece el sexo por el sexo, que se siente obligado a salir de las camas de las mujeres que ha poseído sin amarlas para tomar un baño y lavarse, porque se siente sucio, no le gustan las orgías, necesita ilusión y dice: «Oh, Dios, chiquita, qué bueno, qué maravilloso es con amor, con amor».

Hugh hace horóscopos en mi mesa. Mis ojos están cansados de copiar el volumen dieciocho. Espero que Hugh se duerma, porque a las once he prometido encontrarme con Gonzalo en el apartamento de mi Madre.

Tremenda alegría ahora porque al principio el amor es como una enfermedad; una suspira, tiene sed, hambre y fiebre de amor; la proximidad hace que una se sienta embriagada, drogada, profunda y melancólica. Y te desesperas con la separación. Ahora que estamos acostumbrados a nuestra enfermedad, a estar fuera del sueño y de las caricias, nos despertamos riendo…

22 de septiembre de 1936

Medianoche. Luz de velas. La habitación que fue de mi Madre y ahora es la nuestra. Colillas y ceniza de los cigarrillos de Gonzalo por todas partes. La ropa de Gonzalo por el suelo, toda excepto los calzoncillos blancos que nunca se quita si no es a oscuras. El pudeur de Gonzalo. Adoración del cuerpo. Besa mis pies. Adora mis pies. Besa mis piernas. Adora mis piernas. La fuerza de ellas. Me besa por todas partes. Se deleita en las sombras, en las curvas. Desvaría sobre el espacio que hay entre mis ojos. Sobre mis orejas. «Son pequeñas, tan delicadas, tan maravillosas, tan increíbles. No son orejas. No parecen orejas, Anaïs. Nunca vi tales orejas, tan maravillosas. Toda mi vida he soñado con orejas como estas».

—¡Y buscando orejas, me encontraste!

Palpando, palpando las capas más profundas de nuestro ser, gravidez y profundidad.

—Anaïs, siento que eres mía. Oh, Dios, Anaïs, si te perdiera ahora me mataría. Me has esclavizado, esclavizado completamente.

¿Qué es esto? Tantas mujeres que han pasado por la vida de Gonzalo, igual que han pasado por la de Henry, sin dejar rastro. Y yo esclavizo, retengo, agarro, fijo eternamente.

—Cómo hemos cambiado, chiquita. ¿Cuándo empezaste a enamorarte de mí?

—No lo sé. Todo fue muy inconscientemente. En mi fiesta tuve una premonición.

—En tu fiesta yo ya estaba loco, y celoso de mala manera. ¡Y con razón! Oh, chiquita, querría encerrarte.

Soñador. Quiere la roulotte, quiere la péniche, pero permanece allí echado, deseando, suspirando. Se rinde ante las dificultades. Ha sido hoy cuando he conseguido la péniche. Continué la búsqueda, caminé a lo largo del Sena, vi a Allendy, escribí a Maurice Sachs, insistí y descubrí que podría tener la mitad de la péniche de Sachs. Aislamiento en el río. Una gran habitación y un dormitorio. Paredes de pesadas vigas de madera cubiertas de alquitrán. Ventanas sobre el río. La popa del barco está detrás de nuestra cama. Nuestra cama. Nuestra casa. Excitación. Seduje a Sachs para obtener todo lo que yo quería. Encantado. Solicitado. Arreglado. Pagado. Planeado para sorprender a Gonzalo. Fiebre. Durante un día o dos he de mantener el secreto. Gonzalo. Mi amante. Qué pasado racial de sangre antigua se agita en su españolidad, sus celos —«celos de moro»—.[56] ¡Celos! La misma palabra en español dice más que en inglés.

Noche de caricias, sin posesión… No entiendo esto. Una vez murmuró: «Soy débil». Y en otro momento: «Te quiero demasiado».[57] El chico, ocho años con los jesuitas. No es natural. Ni una sola vez ha ido a orinar estando conmigo. Nunca camina desnudo. Después de dormir es más natural. Entonces le viene el deseo, es libre. Nunca cuando está totalmente despierto. Pero sí de noche, misteriosamente, como un gato. Pero con qué frecuencia empuja con su mano el pene hacia abajo para controlarse. No me deja que se lo bese o se lo coja. Timidez, apocamiento, pudeur. Cuando el amor es tan inmenso, el sexo importa menos. Pero hoy, hoy, después de estar juntos toda la noche, cuando venía del río, leyendo un libro erótico que me había dado Sachs, sentí un orgasmo tan poderoso que toda la ciudad se tambaleó, el taxi pareció volar por el aire y una, dos y tres veces, palpité en un prolongado orgasmo.

26 de septiembre de 1936

Por la noche fuimos a ver el barco y llevamos sábanas y una piel. La amplia y oscura gabarra estaba allí, sumida entre las luces parpadeantes del puente. Subimos por la ligera pasarelle. El joven marinero René, medio dormido en una de las cabinas, llamó: «¿Quién va?». El viejo abuelo, que también vive allí, el viejo abuelo del río, con su blusa azul y su boina, miró por el cristal de la puertecilla. «Oh, es usted, señora. Espere, que le abriré». Se abren las puertas. Entramos en las estancias con vigas, olimos el alquitrán. Una luz trémula entraba por las ventanas. «Es como un cuento de Hoffman», dijo Gonzalo. «Como un cuento de Andersen, un sueño».

Nuestro dormitorio. El olor del alquitrán. El abuelo y René se vuelven a dormir. Nos besamos, reímos, nos maravillamos, más besos, risas y maravillas. Por fin fuera del mundo. Por fin hemos salido de la tierra, de París, de los cafés, lejos de los amigos, los esposos y esposas, de las calles, de las casas, del Dôme, de Villa Seurat. Hemos salido de la tierra para entrar en el agua. Estamos en el barco de nuestros sueños. Solos. A nuestro alrededor, grandes sombras, vigas de la Edad Media, el agua que golpea en la popa. La pequeña habitación de la popa, como una cámara de tortura, con diminutas ventanas con barrotes, torcida.

—Si un día me engañas, te encerraré allí y te torturaré —dijo Gonzalo.

Besos, risas, pasión, un sueño. El agua en la popa, que no está cubierta. Y digo: «Sacaremos peces y nos bañaremos aquí. Pobre Leoncito, tú eres de montaña, aquí no estás en tu elemento».

—Me has llevado al fondo del mar, como una verdadera sirena.

Muy a menudo, he visto en sus ojos la mirada del hombre embriagado, vacilante. Ahora es la mirada de la fiebre y el ensueño. «¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos?».

Echados en la cama, cuerpo a cuerpo.

De vez en cuando pasa un barco y el río se estremece; el agua se agita y nuestro barco se balancea. Crujen las grandes vigas de madera; cruje también el árbol de la orilla al que estamos sujetos con cadenas, suspira, se lamenta. Y es como estar en el mar, navegando. Gonzalo se despierta en mitad de la noche y murmura: «Estamos navegando».[58] Acostados, nos sentimos encantados, hechizados, mimados, medio dormidos, drogados.

—Quiero guardarte aquí, chiquita.

—Quiero quedarme aquí…

—Los incas, los incas aristocráticos, tenían siempre en sus casas un pequeño pasaje subterráneo que conducía a un jardín secreto. Un jardín que se llamaba, en quechua, nanankepichu, que significa «opuesto a la casa».

—¡Y así llamaremos a nuestro barco, Leoncito!

—Nadie sabe dónde estamos. Estamos fuera del mundo.

Y a cada momento exclamamos: «¡Qué felicidad! ¡Qué felicidad!».[59] El río está vivo, alegre. Brilla el alquitrán de las paredes.

Al día siguiente, con sol, Leoncito y yo trabajamos para arreglar el lugar. Recuerda cuanto sabía hacer en la hacienda: carpintería, pintura, hacer nudos. Coso las cortinas para el nicho de la cama. Encima de la cama hay un balcón al que se sube por una escalera que llega a la ventana de en medio y sale a la cubierta. Cuelgo cortinas de tela de saco alrededor, de forma que la cama queda completamente cubierta, como en las alcobas antiguas.

Aquella tarde voy a ver a Henry, que escribe tan intensamente, con tanta sinceridad y sencillez sobre su infancia que me hace llorar. Me dice: «El otro día me espoleaste para que continuara».

Leo, lloro y paso la noche con él. Está sobrio, pensativo, sumergido en la creación y la imaginación. Hablamos de sueños, de lenguajes, de la niñez. En la oscuridad. En la oscuridad me toma despacio, demorándose. Carne y espíritu se tocan, misteriosamente. Sin fiebre. Sin orgasmos, porque pienso en Gonzalo. Siento el balanceo de nuestro barco, de nuestro sueño, el sabor de su boca. Pienso en Gonzalo, torturado de celos por el hombre [Maurice Sachs] que comparte el barco con nosotros. Cuando lo vio (feo y vulgar) se sintió aliviado. Luego sufre cuando se entera de que voy a la cena de despedida de Roger y de que Henry estará allí.

Tres vidas. Tres hogares. Tres amores. ¿Es que no puedo dejar que nada muera, no puedo desprenderme de lo anterior, no puedo soportar la separación, los finales, la muerte, el paso del amor? o ¿es que mis amores son eternos e intensos, que la transformación de mis sentimientos por Henry nos ha traído a un mundo nuevo, una prolongación hasta el infinito de una pasión tremenda, de reverberaciones eternas, de ecos en la bóveda de los cielos? Si una gran onda sonora se iniciara en un extremo de la tierra o del mar, ¿cuánto tardaría en extinguirse tras atravesar millones de kilómetros? Mira la vida de los planetas, de las estrellas, multiplicando las horas millones de veces y haciendo ridículamente pequeños nuestros días, nuestros meses, nuestros años. ¿Qué son los cinco años de mi amor por Henry? ¿Qué es este amor por Gonzalo sino algo como la nube que veo desde el balcón de Villa Seurat? En el cielo y en el mar se da la muerte de las estrellas y de los peces, pero no de la totalidad, no hay fin para el movimiento, la evolución, el brillo, la creación. Y así continúa mi amor, sin límites.

Me siento a coser los botones de Henry y, mientras lo hago, de pronto me doy cuenta de su soledad, de que nadie lo entiende en su totalidad, su grandeza, su genialidad, su envejecimiento; el mundo que lleva en la cabeza, la comprensión que existe entre nosotros; nadie entiende que se adentre cada vez más profundamente en su libro y en su sinceridad, cómo el Henry auténtico se funde con el Henry creador, cómo su luz se extiende sobre y alrededor del Henry cotidiano, del Henry prosaico, e ilumina su cabeza calva, sus manos, su trabajo doméstico, como si todo esto sucediera para nuestro amor, para el conocimiento que de mí tiene; cada vez está más cerca de sí mismo, de la verdad y de mí.

Mientras estoy sentada, cosiendo la funda del sofá de Hugh, me doy cuenta de la mala salud de Hugh, de sus miedos, de su soledad, de su falta de genio, pero de su hambre por lo extraordinario, me doy cuenta de su hermosa humildad que le hizo llorar cuando leyó el diario de nuestros primeros encuentros y decir: «Cómo aborrezco haber sido así entonces, qué torpe fui, cómo puede verse mi torpeza detrás de la idealización que haces de mí. Te infravaloras y me exaltas, pero puede verse que eras tú la persona maravillosa». Mientras estoy sentada cosiendo para Hugh me doy cuenta de la vulgaridad de su vida y de que yo soy su genio, su luz, su alegría y su tontería. El mundo inamovible del primer amor.

Cuando Henry y yo nos despertamos es él quien canta y dice bobadas; parodias, saltos, payasadas y risas a mi alrededor. Cuando Hugh y yo nos despertamos soy yo quien canta, inventa comedias y hace reír a Hugh.

Mientras estoy sentada, cosiendo para Gonzalo su chaqueta gris gastada, soy consciente de su sed por lo maravilloso, su hambre de amor, su soledad, su pobreza.

Qué feliz, cuán intensamente feliz soy, girando —una rueda de infinitos, de extremos, tocando las bóvedas de la creación y la pasión—.

Si no me moviera y bailara entre ellos, los tres se convertirían en piedra, porque son pasivos. Anhelos, sufrimientos. Celos, aspiraciones, es el máximo de su actividad. Caerían dormidos si yo me detuviera. Henry, Gonzalo, Hugh. Una especie de muerte les acecha, una especie de quietud. Es sólo mi baile, mi danza, la que los anima. Como una serpiente me deslizo fuera de la cama de Gonzalo. Me deslizo fuera de la cama de Henry. Me deslizo fuera de la cama de Hugh.

Sola con Hugh, me muero. Henry mató a June. Gonzalo mató a Helba. Mató su instinto de vivir, su creación mediante su fatalismo oriental, su complacencia.

Bailo ilimitadamente: regreso a cada plenitud de ese espacio intermedio, ese cambio de aire. Al bailar busco mi llama y mi alegría, porque bailo, me deslizo, corro al barco, al Quai de Passy, a Villa Seurat; conservo el viento en los pliegues de mi vestido, la lluvia en mi pelo, la luz en mis ojos.

—¡Fíjate, Gonzalo, cuando nos besamos el barco se balancea!

El beso que debilita nuestras piernas, el beso que nos suspende entre la tierra y el cielo, como nuestro barco de noche, cuando el crujido de la pesada madera podrida nos acuna con la gravedad y la extrañeza del océano. Salida desde el presente, caída cuando llego a casa, en Passy, y Hugh me habla de la devaluación del franco, de la Standard Oil Company; ninguna caída en Villa Seurat, cuando Henry escribe: «Y mientras el tren se detiene, bajo mi pie y veo que mi pie ha hecho un profundo agujero en el sueño…».

Mientras coso los botones de Henry, no coso botones, sino el mundo de Henry. Coso las cosas que necesita, alimento sus sueños y su escritura; son los cuidados que pongo en lo que él siente, en lo que le hace reír hasta llorar, sus deseos, su soledad, sus palabras. Es la atención que presto a todo cuanto escribe, y yazco bajo su ensueño cosiendo botones mágicos en la tela de araña de su mundo, dándole brillo al amar sus palabras, tratando siempre de poner mi dedo en su alma para que pueda sentirlo allí, y sentir lo que siente para que pueda escribirlo y pueda llorar con lo que siente, porque yo le he sacado el veneno y la amargura, le he sacado las banderillas[60] de su cuerpo sangrante y enfurecido, su cuerpo contaminado por el mundo, tan desvalido que todo lo que podía hacer era insultar y escupir. Y ahora puede caminar a sus anchas, caminar y escribir. Podemos acostarnos en la oscuridad y hablar acerca del lenguaje de la noche que él ha encontrado. Lo encontró en esta locura que yo no puedo encontrar porque soy demasiado humana, porque soy la madre del sueño, porque nunca podré soñar violentamente y, en definitiva, porque yo era la madre del sueño. Coso botones, vuelvo chaquetas, porque soy quien da a Hugh, el padre, a Hugh, que hace el papel de padre para cuidar de todos nosotros, mientras Henry escribe y mientras Gonzalo y yo soñamos en el barco. Soy quien sabe lo que está haciendo el padre, quien se lo agradece con una parte de mi propia vida, quien es consciente, y cuando abandono al padre para entrar en mis mundos mágicos con Henry y Gonzalo, sigo siendo la madre que droga con vida y no con veneno, quien no le da a Henry el veneno que le dio June y que puso a Henry en la cloaca y le hizo beber y maldecir (Trópico de Cáncer), ni la heroína a Gonzalo, que lo intoxicó y lo hizo caer como muerto en la calle y tuvieron que llevarlo al hospital con el corazón roto. Siento una especie de piedad por esos padres y madres que sólo pueden darnos el nacimiento, alimentarnos y cuidarnos cuando estamos enfermos, pero que al mismo tiempo nos dan muerte porque eso es todo lo que saben hacer. Nos ponen en el mundo equivocado, del cual tenemos que escapar.

29 de septiembre de 1936

La gran rueda gira, la rueda de los tres días en uno, de las tres noches en una. A las diez y media de la noche estoy sentada en el estudio de Colette Robert, con su esposo y Henry. Henry está con uno de sus humores que no me gustan. Se muestra ordinario, con la cara enrojecida, falso, habla de Fred y me reprocha que no me guste, que no me divierta con su veulerie, sus reacciones y sus payasadas. No me siento feliz. Colette balbucea con su suavidad francesa y su puerilidad. Robert es como un perro que se agita en sueños junto al fuego de la chimenea. Despierto es un buen perro, un perro doméstico. Miro la hora en el reloj de la repisa. Gonzalo me espera en el barco. Al final de un día triste, Gonzalo me está esperando en el barco.

4 de octubre de 1936

Los problemas de las noches son cada vez más complicados. Hugh es demasiado bueno. Me deja salir a las diez y media o las once para ir al café con «Colette». Me deja pasar la noche en casa de «Colette» para que no corra ningún riesgo volviendo a casa tan a deshora. Pero Gonzalo nunca tiene bastante. Si le digo que tengo visitas en casa, me dice: «Ven cuando se vayan». Hay veces en que bordeo la catástrofe cuando salgo estando Hugh dormido. Las noches que paso con Henry son peligrosas. A Gonzalo le digo que estoy con Hugh. El otro día le dije a Gonzalo que Hugh no se encontraba bien, lo cual es cierto, y dijo que telefonearía a las nueve y media para saber cómo se encontraba el pie de Hugh. Tuve que decírselo a mi esposo: «Gonzalo me ha invitado a cenar. Ya sabes que esas cenas no me sientan bien, tan pesadas y tan tarde, por eso le he dicho que cenaba contigo y que me reuniría con ellos más tarde. Pero he aceptado cenar con Colette, así que, por favor, no le digas a Gonzalo que he salido porque se sentiría ofendido. Dile sólo que he bajado a comprar cigarrillos».

Hugh me lo prometió. Salí para cenar con Henry. A las nueve menos diez, Henry y yo estábamos tomando café en el Zeyer. Le dije que tenía que ir al lavabo y telefoneé a Gonzalo. Tuve la enorme suerte de que acabara de llamar a Hugh, así que le dije: «He salido sólo para telefonearte, Leoncito».

La suerte me acompaña. La mitad es suerte.

Pero el viernes por la tarde, después de dejarlo y decirle que me iba a casa, sintió que no iba a casa. Y tenía razón. Me metí en un taxi y me fui con Henry. A las siete y media Gonzalo telefoneó a casa para dar un recado de Helba y no me encontró, confirmando sus sospechas de que yo estaba en Villa Seurat. Estuvo sufriendo toda la noche, no pudo dormir, enloquecido por el dolor y las visiones. Sufrió exactamente como yo sufrí aquellas noches en el Barbizon Plaza, celosa de la hija de Henry, de su pasado y de su afición por Broadway y por las salas de baile. Gonzalo fue varias veces al café Zeyer, inconscientemente esperaba verme allí. Dio la casualidad de que esa noche Henry no quiso salir. Había comprado la comida, hicimos tranquilamente la cena y nos fuimos temprano a la cama. No sentí ningún deseo, de ninguna clase. Sólo dejé que Henry me tomara.

Thurema Sokol.

Helba Huara, bailarina peruana, con uno de sus complicados vestidos, probablemente diseñado con ayuda de Gonzalo Moré.

Pero si hubiéramos ido al Zeyer…

Anoche, después de ir con Hugh al cine, le rogué que me dejara ir a casa de Colette a oír algo de música. Le dije que no podía dormir y, como Hugh me había visto muy excitada, estimulada y emocionada por la historia que estaba escribiendo sobre los traperos (que empecé a escribir a las diez y media de la mañana, cuando volví de Villa Seurat, y que continué durante el almuerzo y espasmódicamente durante toda la tarde), me dejó ir. Cuando vi a Gonzalo me lo encontré sombrío y enfadado: «¿Dónde estuviste anoche?».

Sólo admití que había visto a Henry con Kahane y durante una hora, después de dejarlo a él, para explicar por qué no estaba en casa a las siete y media. Pero negué el resto.

Cuando está conmigo vuelve a tener confianza en mí, del mismo modo en que yo creía en Henry cuando estaba con él, y Rank en mí cuando estábamos juntos.

Estoy aterrorizada por este sufrimiento, porque me pregunto: ¿Soy totalmente suya?

—Hay dualidades que no entiendo —dice Gonzalo—. Los dos tenemos demasiada intuición para mentirnos.

Igual que Rank, que también tenía demasiada intuición.

¿Voy a perder a Gonzalo, otra vez por Henry? ¿Tiene que ser siempre Henry?

Bailo en la cima de un volcán.

Las tardes de los sábados, en invierno, a Hugh y a mí nos gusta fingir que somos ricos. Le gusta llevarme de tiendas. Le gustan las tiendas, siente fetichismo por la ropa interior. Salgo con él vestida como un brazo de mar, con mi traje de terciopelo negro, con mangas de mutón, como las de 1900, con mi sombrero de terciopelo con una pluma, una bufanda roja y guantes. En la calle, todo el mundo se vuelve para mirarme. Tomamos un taxi. Tomamos el té. El cuidado, la paciencia y la generosidad de Hugh son divinos. Los fines de semana hago todo para complacerlo. Hago una comedia de deseo, de amor. Hago una comedia para divertirlo.

Henry me dijo: «Cuando estés a punto de describir algo en tu diario, siéntate y ponte a escribirlo fuera del diario y escribe tanto como puedas».

El resultado fue una historia fantástica sobre la ciudad de los traperos.

Una noche, en el barco, Gonzalo leyó mi vieja «historia del barco», que ahora me parece profética para nosotros.[61]

Es profética ¿o es que llevaba esas fantasías dentro de mí y tenían que materializarse?

La historia del barco se ha materializado. Inventemos algunas más.

—La imaginación no es nada —digo—. No fui capaz de inventarte a ti.

5 de octubre de 1936

Gonzalo y yo estamos sentados en un café y él lee con deleite la historia de los traperos. «Qué fantástico, Anaïs; encuentro en ella uno de mis sentimientos, el amor por los fragmentos, por lo inacabado».

Henry y yo, sentados en su cama; él lee la misma historia: «Extraña y caprichosa, muy extraña y maravillosa».

Con Gonzalo, al igual que con Henry, desciendo de nuevo a una especie de submundo, a las cavernas de Plutón, entre clochards, traperos, bribones, pícaros, vagabundos y anarquistas.

Hablando con Henry le dije que no me gustaban los payasos, que me gustaban los locos. Henry repuso: «Los locos son demasiado serios. Prefiero los payasos».

En un mismo día puedo pasar dulces momentos con Hugh, Henry y Gonzalo. Charla fantástica con Hugh acerca de mis celos por el gato, porque él puede llevárselo dentro de su abrigo. Con Hugh me siento pequeña, indefensa, temerosa del mundo, dependiente. Me gustaría esconderme dentro de su abrigo, como hace Mickey. Para estar conmigo algo más de tiempo, Hugh se pasa tres cuartos de hora en el autobús cuando regresamos de visitar a Elsa* en el hospital. Llega tarde a la oficina.

Con Henry soy madura y debo hacer de protectora.

Con Gonzalo me siento físicamente protegida. Gonzalo podría derribar a un hombre de un puñetazo. Cuida de mí románticamente, enciende el fuego en el barco. Sirve. Pero es un gitano, hecho para tocar la guitarra y para amar.

Tiene un gusto artístico infalible. Vio los defectos de la historia del trapero. Me devuelve la fantasía que mi vida con Henry había destruido.

8 de octubre de 1936

Los momentos con Gonzalo cuando somos españoles. Los momentos en que soy consciente de mi españolidad, cuando me siento simultáneamente sensual y pura; cuando siento el crucifijo y las medallas que acostumbraba a llevar colgados del cuello, el incienso en mi nariz; cuando recuerdo el balcón de Barcelona, el pequeño altar junto a mi cama, las velas y las flores artificiales, la cara de la Virgen y la sensación de muerte y pecado; cuando recuerdo todo lo que fui antes de desembarcar en Estados Unidos. Me siento como una muchacha de diecinueve años que ha sido protegida por el padre y la madre, que ha vivido con temor y respeto al padre, a Dios: una virgen. Siento mis pequeños senos bajo mi modesto vestido, mis piernas juntas, los himnos que aprendí y el primer temor reverencial por el primer goteo de miel. Siento que Gonzalo ha venido del colegio de los jesuitas, en su caballo, y ha cabalgado toda la noche para poder verme, que ve en mi cara la cara de la Madonna, que se casará conmigo y me guardará celosamente para él, como una mujer árabe, que no conoce el mundo y cuyos temblores de inocencia son maravillosos.

Tengo la sensación de que Gonzalo sería capaz de matar al hombre que se acercara a mí, que me amara. Creo que no olvida nunca que he sido una mujer con las piernas separadas y que he gritado de voluptuosidad.

Hay momentos, cuando va a poseerme, cuando mis piernas se le abren, en que una imagen aparece ante él. Queda paralizado y cierra mis piernas. Veo una nube en sus ojos. Los mueve con una especie de locura. Murmura frases inacabadas. Al principio, no sabía lo que decía. Luego entendí las palabras: «Exclusivo, tiene que ser exclusivo. No puedo soportar…», y sé que se acuerda de Henry y de algunas líneas de la novela de mi Padre (nunca le enseñé la novela sobre Henry).

También sufre mucho por mis manifestaciones paganas. Cuando estoy con él me acuerdo de mi antiguo recato. Recuerdo mi adolescencia, cuando no pensaba en el sexo ni en la sensualidad, sino en la pasión. ¿He violentado a mi propio yo para liberarme? ¿Soy tan pagana, me gusta mi cuerpo desnudo bajo el vestido? Yo relacionaba el pudor con la inhibición y lo aborrecía. Ahora que soy libre puedo volver a mi pudor natural. Pero hay cosas que no puedo recuperar. Mi sensualidad se ha hecho tan natural que el pudor de Gonzalo me afecta e instintivamente trato de liberarlo. Todavía no lo he visto desnudo; nunca he visto su sexo. Hay algo casi furtivo en su manera de hacer el amor. Soy yo quien ríe, quien le gasta bromas. Soy la pagana.

Todo el tiempo le agradezco que ame a mi yo real, que se acerque más que Henry a mi alma. Pero todo lo que sea maldad, corrupción y fraude está al margen de nuestro matrimonio místico. No hay tinieblas entre Gonzalo y yo. Ni perversidades.

Está recuperando su vitalidad, su fuerza, su potencia. Me está agradecido. Es más sensual, vigoroso, pero me inhibe. No puedo llegar al orgasmo con él.

Gonzalo me dice: «Pégate a mí. Pégate a mí».[62]

11 de octubre de 1936

Cuando me entregué a Henry, a su obra y a su vida, negué mi verdadero yo y renuncié a parte de él: a mis sutilezas, al sentimiento refinado, a la delicadeza en las relaciones. Fui a Henry conociendo su grosería, su falta de comprensión, su brutalidad; gocé con su lascivia. Creí que me fortalecería, como ocurre en la vida real con las dificultades y las luchas. Pero al final perdí mi felicidad. Henry encontró la felicidad en mi manera de tratarlo.

12 de octubre de 1936

Dos noches con Gonzalo parecidas a un sueño. Lo veo como a un niño. Vital. Rebosante de vitalidad.

Después de estar con él, ir a Henry es como ir a un clima nórdico. Los acerados ojos azules, la ausencia de emoción. Cuando el sexo termina para Henry, nada viene a sustituirlo. Todo es sexo, sexo. Toda la emoción de la que es capaz la gasta en el sexo.

Lo primero que Henry dice cuando acudo a verlo esta mañana, porque está enfermo, es: «¿Te gusta este oficio de enfermera? A mí no. Si estuvieras enferma, imagino que yo saldría corriendo de casa. Cuando la gente está enferma, creo que lo mejor es dejar que se muera».

Sé que habla por hablar y continúo atendiéndolo. Se toma el ron caliente, las medicinas y pone el radiador eléctrico. Empieza a bromear y dice que se siente mejor o más caliente. Pero me siento a disgusto con él, por su egoísmo. Lo dejo dormido, sin remordimientos, para ir a ver a Gonzalo, que está loco de celos, que intuyó que hoy iría a ver a Henry, que sufre, sufre, sufre. Y nos sentamos en el café mientras le digo frases apasionadas. «Si me lo preguntaran, Gonzalo, si me dieran la oportunidad, si las cosas fueran de tal forma que yo pudiera elegir, te elegiría a ti entre todo el mundo, renunciaría a todas las personas y a todas las cosas por ti. Dejaría que todo el mundo se muriera. Es sólo lástima. La lástima es lo que me ha hecho ir hoy. Contigo siento lo absoluto, la totalidad».

Mi voz, mi sentimiento, conmueven a Gonzalo. Me cree. Y le doy una prueba de mi amor. Hoy, en principio, había planeado pasar la noche con Henry, pero es tanta la atracción y el anhelo que siento por Gonzalo, y estoy tan desanimada por la falta de unión, de proximidad y de calor con Henry, que después de cuidarlo durante todo el día, me fui, fingiendo que tampoco me encontraba bien yo. Prometí que regresaría al día siguiente por la mañana. Luego le dije a Gonzalo que Hugh no había regresado y que podía venir a casa. Qué alegría, esperarlo en mi habitación, cálida y perfumada.

13 de octubre de 1936

Anoche Gonzalo estuvo tan sensual, tan palpitante. Decía: «Nunca me he corrido tan violentamente, con tanta fuerza. ¿Por qué tardo tanto en correrme? Soy muy lento». Parece que no sabe que eso es bueno, bueno para la mujer. Parece que tiene poca confianza en sí mismo, en lo que es, en lo que hace y siente. La lentitud india. Pues qué bien.

Sus besos me saben como ningún otro beso. En el fondo de los besos de Henry siempre sentía la ceguera, la humedad, el instinto, el sentimiento del animal ciego, impersonal; el cuerpo excitado, el instinto.

Con Gonzalo soy tremendamente consciente del amor, del sabor de su carne, de la noblesse de su carne, del deseo empapado de sentimiento; menos bestialidad, mucho más conocimiento entre los dos. Saboreo a Gonzalo en su totalidad y la calidad de su ser más profundo junto a la calidad de su carne, una carne hecha de sueños, de humanidad, de sensualidad. Carne y alma íntimamente unidas, sin mal, sin bajezas, sin engaños, sin groserías, sin cobardías. La expresión de sus ojos es deslumbradoramente hermosa en algunos momentos —nunca he visto el espíritu y la vida ardiendo en la misma llama—, ojos de carbón, ojos de animal y ojos del alma —todo al mismo tiempo— suavizando y agitando no sé qué capas de idealismo.

Ninguna necesidad de mantener los ojos semicerrados, como tenía que hacer con Henry, porque había veces en que veía lo que Henry era para mí, el otro Henry revelado inconscientemente en su obra y en su actitud hacia los demás, el Henry no heroico, pedigüeño, duro, calculador, cínico, inclinado a lo sucio y a lo grosero; el falso, el payaso. Sabía que mi Henry significaba a veces un esfuerzo que a Henry le costaba mantener, y cuando acabábamos juntos, mi Henry explotaba.

18 de octubre de 1936

Gonzalo atraído por mi sangre, por mis tres días de efusión de sangre. Una noche de amor orgiástico. Un Gonzalo nuevo. Sexual, sensual, erótico y extravagante. Locura de sangre. Agotamiento.

Permanece echado, preguntándose sobre nuestro mes de castidad. «¿Qué pensaste? Al principio ni yo mismo lo entendí. Vi que había una razón psicológica. No podía tomarte como a otra mujer cualquiera. Significabas demasiado para mí. Me abrumabas».

—Tenías que seguir un camino más largo, hacer círculos alrededor de mí, y así encontraste un camino nuevo hasta mí, tocaste capas nuevas.

Entre las suaves capas de la pasión y el ensueño, siento la hoja acerada del peligro.

Destrucción.

Todo lo que rodea a Gonzalo se vuelve inerte y fatal. Se bloquea hasta en los detalles más pequeños.

Helba confió a Hugh: «Gonzalo y su fatalismo, siempre diciendo mañana,[63] han matado mi carrera». Terminó por paralizarla. El miedo de Gonzalo al éxito, a la comercialización. «Es un bohemio». Helba, como todos los trabajadores auténticos, no lo es.

Así que otra vez tengo al bohemio, al destructor y el peso que lleva consigo.

Pero hoy Henry crea, vive creativamente. Gané. No me mató como mató a June. Gonzalo no hará de mí una persona enferma y débil como ha hecho de Helba: frustrada. La creación que no puede expresarse se convierte en locura.

Estoy segura de mi fuerza. Puedo abandonar mi trabajo serio y ordenado, mi gravedad, mi mundo nada bohemio, y acudir a Gonzalo en busca de ensueño y pasión.

Es el hombre que necesito. Mi gitano.[64] Dejo que cumpla su papel de esclavo y amante. ¡Yo haré el resto! Sobre el amor y la adoración podré construir un millón de mundos, crear infinitamente. Con su voz, su risa y su mirada puesta en mí, ¡puedo crear! Con su brazo sobre mi hombro, su oscuro rizo tras la oreja, sus pesados pies calzados, su humor, su afición por el vino y su sensibilidad, ¡puedo crear! Con su adoración y su impaciencia, su pasión, sus celos, ¡puedo crear!

21 de octubre de 1936

Il s’agît de mieux mentir, de déjouer l’intuition même des autres. Para hacer eso me preparo como una actriz. Estudio mi papel. Indago qué equivocación cometí la última vez. Lo primero que veo es que, mientras estoy con Gonzalo, no debo pensar que voy a ver a Henry. No debo adelantarme al presente porque Gonzalo se da cuenta. Debo adoptar el talante de estar absoluta y totalmente con Gonzalo y, a las seis, debo dejarlo por alguna oscura razón que he olvidado. Debo adaptarme a la historia que estoy contando. Si lo que he dicho es que me voy a casa para estar con Hugh, debo mantener el humor que tendría si fuera a irme a casa para estar con Hugh, es decir, resignada y apenada. Y aquí empieza mi papel. Imagino que voy a casa, a ver a Hugh y cómo me sentiría. Mirada triste, pena. Pegada a Gonzalo y al presente. Sin impaciencia ni prisas. En cualquier caso, para no despertar sus dudas, nunca debo apresurarme. Por encima de todo he de vivir completamente en el presente.

Si tuviera que representar a Melisanda, tendría que meterme igualmente dentro de su papel. No podría dejar que mis pensamientos me llevasen hacia los sentimientos de Ofelia, o no sería consciente de que después de la representación iba a pasar la noche con mi amante. Totalidad. Mientras estoy con Gonzalo, la pasión que siento por él me permite arrojarme fácilmente en nuestro mundo. Pas de distractions! Para el temperamento celoso, la distracción es fatal. Lo convincente es esa totalidad, mantenida hasta el final. No me cuesta concentrarme de esa manera, distenderme y abandonarme a cualquier cosa que esté haciendo. Y al hacerlo, cada vez me siento más exaltada por el presente: el momento con Henry, con Gonzalo o con Hugh. Y es esta totalidad que ellos sienten lo que les da la ilusión del amor perfecto. Me preparo para que mis momentos sean absolutos, sea la noche con Gonzalo, sea con Henry, sea el sábado por la tarde con Hugh. Pas de distractions! Es raro que piense en Henry mientras estoy con Gonzalo. Es con Hugh con quien tengo las mayores dificultades para estar atenta. Nuestra vida juntos es lo más inaceptable, lo más irreal. Luego viene Henry, transportada a las regiones más heladas e indeseables antes de las horas ardorosas con Gonzalo.

Después de haber estado toda la tarde de ayer con Gonzalo, de haberme olvidado por completo de Henry, pude separarme de él en la estación de metro de Montparnasse y preguntarle distraídamente: «¿Dónde cambio de tren para ir a Passy?». Y él no sintió nada, ninguna punzada de duda, de miedo. La realidad es que había conseguido hipnotizarme para convencerme de que iba a casa, tan completamente que, una vez en el metro, me dio como una sacudida, igual que a una actriz cuando cae el telón, y sólo entonces miré los rótulos y tomé la dirección opuesta.

La sinceridad en la representación se da cuando uno siente el papel. La representación de las mentiras en el escenario no impide en absoluto la sinceridad de mis sentimientos, de mi amor. Es como si se dijera que una actriz no puede enamorarse realmente en su vida privada porque lo finge en el escenario. La sinceridad del amor, por el contrario, me ayuda y me impulsa a mentir mejor y más artísticamente con el propósito de no causar daño. Es un juego en el cual siempre arriesgo la pérdida de un hombre, quizá de los tres, y toda mi vida y felicidad. En las películas, me gustan las historias de espías, la necesidad de actuar, engañar, fingir, incluso de amar. Contraespionaje, listeza, astucia.

El abuelo borracho del río empieza a protestar por nuestra presencia. Ha estado solo durante mucho tiempo en el barco. La oscuridad de Gonzalo lo asusta. Cuando Gonzalo encendió la estufa salió maldiciendo por el ruido que hacíamos.

22 de octubre de 1936

Helba cuenta siempre la historia de cuando su madre vio por primera vez a Gonzalo: «¡Ay qué negrito, Dios mío, negrito como sus pecados!».[65]

¡El color de sus pecados!

El colchón en el suelo. Las vigas embreadas sobre nuestras cabezas. El ronquido de la estufa. El crujido del barco. El agua golpeando los flancos de la gabarra. Semioscuridad. Sombras. La farola de la calle parpadeando en las ventanas. Gonzalo y yo cegados por la sensualidad —bocas, pene, vulva, caricias, besos húmedos—.

El viejo grita y arroja cosas contra la pared en el momento en que estamos más embriagados.

Gonzalo salta, furioso, la mirada centelleante, el pelo revuelto, el gran cuerpo tenso, echando fuego por la nariz. Se arroja contra la puerta del viejo, la patea y la derriba. El viejo está aterrorizado. Está echado, medio desnudo, sobre un montón apestoso de trapos, con la boina puesta, y empuña un bastón. Gonzalo, en su oscuro y desordenado francés, grita: «¡Eres un viejo malo. Fuera de aquí. Vete de aquí o llamo a la policía!».

El viejo, borracho, apenas se entera. Está asustado. No se mueve.

Gonzalo envía a René en busca de la policía. Me obliga a esconderme para que no me vea implicada si hay una investigación.

Viene la policía. Gonzalo sostiene una lámpara de aceite. René habla y grita: «Vístase. El propietario le ha dicho que se vaya. Aquí tengo los papeles. Vístase».

—¿Quién echó abajo la puerta, eh, quién? No soy yo quien tiene que ir a la comisaría.

Sigue allí echado. No encuentra los pantalones. Le hablan. La policía le habla. No pueden vestirlo. Sigue murmurando.

—Bueno, ¿y qué me importa? Supongamos que me tiráis al río. A mí me es igual. No me importa si me muero. No soy malo. Le hago recados, ¿no es verdad?

—Hace mucho ruido cada vez que venimos, parece un infierno.

—Yo estaba dormido, profundamente dormido, ¿no es verdad? Echó la puerta abajo y luego vinieron ustedes. No me iré. Soy demasiado viejo. No encuentro mis pantalones.

Y así sigue durante una hora esta lógica inocente y brumosa de borracho, hasta que al final el buen humor se apodera de todos y le dicen que puede quedarse y seguir acostado.

«Je ferais le mort (me haré el muerto)», dice. Completamente dócil, perplejo, demasiado bebido y demasiado asustado. Permanecí escondida en la otra habitación, desde la que escuchaba todo, riéndome con las ocurrencias del viejo. Se fue la policía. René se fue a la cama. Gonzalo y yo nos reímos juntos, todavía resentidos con el viejo por habernos interrumpido el sueño y haber invadido nuestra intimidad. Gonzalo dijo que se volvía loco sólo de pensar que el viejo nos hubiera visto a través de una rendija de la pared. Todo su pudeur se sentía ofendido por la presencia de otro, tan cerca de nuestras caricias. El pudeur de los animales de la selva, de los gatos. Este pudeur mío que la manera de vivir de Henry ofendía. A pesar de lo cual me gustaba la humillación de mis secretos, de mi orgullo. Pensaba que me hacía bien la franqueza, la falta de delicadeza, el tener a Fred en la habitación de al lado.

Pero ahora me gustaba la furia de Gonzalo, su fuerza.

El enfado nos había desvelado. No sé cómo empezamos a hablar de la filosofía de Rank, de la neurosis de Helba. Gonzalo elude la vida mental. Entiende, pregunta, dice: «quiero leer esos libros»; luego, de pronto, se rebela, se abalanza sobre mí para darme besos, maldice los mundos del intelecto, los mundos literarios, aboga por la vida. Y me doy cuenta de lo bien que encaja con mi humor presente. Después de Rank, Fraenkel y Henry, una gran pereza intelectual se ha apoderado de mí. Cuando volví esta vez de Nueva York sólo quería la poesía, la emoción y la noche. Y entonces apareció Gonzalo. Noche. Sueño. Hecho para la vida y la pasión. Rápidamente cerré también los ojos y me hundí en sus besos. No necesitamos ideas. Gonzalo y yo hemos alcanzado el punto maravilloso en que estamos empapados de significación. Lo que hemos pensado, estudiado o buscado intelectualmente se ha derretido, fundido, desaparecido, para meramente colorear con significado, aunque subconscientemente, una vida apasionada. Extraña alquimia. La cabeza está nublada. Los cuerpos están vivos, pero no únicamente vivos sexualmente, no vivos como estaba el mío con George Turner, sino vivos con el alma adentrada en el misterio y la oscuridad.

Quiero conservar esta oscuridad. Me gustaría verlo únicamente de noche. Me gustaría no despertar nunca más a la vida de los pensamientos, olvidar todo a cambio de las sensaciones.

Este destello de emoción con acordes sutiles de la naturaleza, de elementos instintivos y espirituales, me satisface.

Cuando acabó el incidente con el viejo, Gonzalo hizo comentarios sobre su final feliz. Dijo que un vagabundo español, en sus mismas circunstancias, habría prendido fuego al barco, o habría envenenado el agua que bebemos, o nos habría matado en la oscuridad. Las mismas cosas que yo imaginaba que podría hacer el viejo. Son los miedos que Rank habría calificado de neuróticos y que surgen de mi sangre ancestral, de mi herencia de violencia y venganza. Gonzalo dice que podría matar fácilmente a un hombre en un momento de ira. Sé los planes que hice de noche para matar a las mujeres de las que estaba celosa, envenenarlas, tirarlas por la ventana. La violencia está dentro de mí, aunque está igualmente domada y retenida por la civilización occidental. Me gusta ver la gran fuerza primitiva de Gonzalo irrumpiendo a través del freno occidental. Me complació aquella puerta hecha añicos.

Pero el enemigo de hoy no son los celos sino la fatiga. Esta vida en tres pisos, tres niveles, tres idiomas, tres climas, tres tonos y tres ritmos está acabando conmigo. Me siento profundamente cansada. Tengo hambre de soledad, de aislamiento.

25 de octubre de 1936

Gonzalo es un volcán sensual, ardiente, nunca tiene bastante. ¡Estoy dispuesta a pedir gracia! No creí, después de tanto idealismo, castidad y emociones, que pudiéramos descender a este horno de deseo animal. Ahora son varias veces en un momento, hasta caer muertos de cansancio. Se frota la cara con miel y esperma, nos besamos en este olor y humedad, y nos poseemos una y otra vez, locamente. Sin embargo, no puedo tener un orgasmo. ¿Por qué, por qué, por qué?

Ayer, después de estar una hora con él, me fui a casa de Henry. Y él, que puede despertar mi odio, mi ira, casi mi desesperación, me despertó sexualmente, no por un vigor diferente, sino por algo indefinible, más lento, más húmedo, más dulce, más puramente animal que Gonzalo. ¿O es por estar al lado de Henry? ¿Doy a Henry la fidelidad de la puta, la fidelidad orgásmica, la rendición definitiva? Gonzalo no ha alcanzado todavía la capa más profunda de mi ser. No lo entiendo. A pesar de eso, cuando puedo elegir, corro en su busca y no en busca de Henry, y salto de alegría y deseos cuando viene por sólo una hora las tardes del domingo. Su deseo es suficientemente salvaje, lleno de celos y exclusividades. Se volvió loco de celos por Eduardo. Y yo parezco seguir siendo fiel en cada relación. Creo que es sólo el dolor lo que me mantiene alejada de Henry.

Fiel a mi relación con Eduardo, lo recibo con gran alegría. Me embriago charlando con él y recupero mi cabeza, perdida con Gonzalo: luz diurna, análisis, claridad, confidencias completas e interminables. Eduardo lucha para separarse de Feri, que lo ha engañado, se ha burlado de él, lo ha traicionado.

Con Eduardo, esta vida que nos zarandea, que nos pierde, que nos hace daño, nos produce vértigo, nos orquesta. El río cesa en su tumulto; achicamos el agua del barco para no hundirnos. Evocamos a las estrellas y a la filosofía para gritar por qué y cómo, y para negar, maldecir, aceptar y perdonar. En todo lo que la vida nos estorba o nos hiere.

Gonzalo necesita vivir en el opio y debajo del mar, donde más me gusta vivir. Mais je suis un poisson volant (Pero soy un pez volador).

Henry se muere de ganas de verme. Lo veo a las cinco de la tarde. Ya está en la cama, esperando a que me acueste con él.

Regocijo. ¿Busco sólo los momentos culminantes?

No lo sé, no quiero saberlo. Quiero vivir hasta que reviente, reviente de abundancia, de demasías, hasta que todo mi harén se vuelva celoso contra mí, se rebele, se divorcie de mí, hasta que todos griten de dolor y placer, de ira y horror, hasta que me maten para castigar mis traiciones. A pesar de eso, he sido la mujer más trágicamente fiel del mundo, fiel al pasado, a mis primeros amores, a mi hombre Henry, a mis amantes, a mis víctimas, a mis juegos, a mis ilusiones del pasado y del presente, a mi propio Padre y hermanos. Demasiado amor. Nunca bastante.

Deseo, deseo que Gonzalo pudiera penetrar en mi seno más profundo, que agitara mi seno como hizo Henry, y permaneciera allí, oscuramente, dentro de mi carne. Dice que se sobresalta varias veces al día, sólo con pensar en mí. Estoy enamorada, pero no marcada a fuego, quemada o señalada por él. ¿Es este el amor que hace feliz? ¿Puedo echarme y dejar que sufra? Contemplar su sufrimiento me produce a veces efectos extraños. Cuando vino Eduardo, pensé con placer que Gonzalo se pondría celoso. Imaginaría a Eduardo y a mí solos, a Eduardo en mi habitación.

Y sentí placer al verlo sufrir. Me hizo la pregunta que yo esperaba: «¿Dónde duerme él?».

Recordé mi tormento desesperado con Henry, las imágenes que me mantenían despierta. Y pensé qué tontería todo este dolor. Me hace cínica, igual que el sufrimiento de Rank, ver el sufrimiento del otro. ¿Hay siempre una escala? ¿Debe haber una diferencia, que sufra siempre uno y el otro no?

Instintivamente, el amor es como una herida en el cuerpo. El amor primitivo es una tortura. Y ¿sólo ocurre una vez?

Caja de Pandora. Quiero vivir con los ojos cerrados. No quiero saber. Quiero vivir.

El conocimiento te impide vivir.

Ojos siempre cerrados y la miel fluyendo…

Pero me hago esta pregunta: Cuando torturaba a Henry, despertaba su amor instintivo. ¿Despertará sólo entonces el mío por Gonzalo? ¿Es esto sólo un descanso del dolor, como el que di a Henry después de June? De momento, Gonzalo sufre. Yo descanso. ¿Cambiará? ¿O seré libre para siempre?

2 de noviembre de 1936

Días sombríos. Todo el mundo está deprimido. Eduardo obsesionado con su Feri. Hugh, de pronto, celoso de Henry, tratando de encontrar mi rastro en la lectura de Primavera negra. Helba, como cierva herida, siempre llorando. Gonzalo, sombrío y atormentado por un nuevo conflicto. Si se va al Perú, podrá hacerse cargo de la herencia de su madre y resolver sus problemas económicos. Sufre al recibir ayuda de nosotros. Dice que ha vivido como un ciego, que ahora ha despertado su orgullo, que se cuestiona el valor de las cosas, que ha llegado el fin de su vida modesta. (Repetición de la misma frase anterior de Henry: «He vivido ciegamente»). Pero ¿qué vamos a hacer? No soporta tener que dejarme durante tres o cuatro meses. Yo no puedo soportar que se vaya.

Hasta ahora Gonzalo no ha profundizado en mi ser físicamente, no ha pulsado las cuerdas del instinto. Pero, ayer, la idea de partir fue tan intolerable que despertó en mí la plena conciencia del lazo que nos une. Cuando, de pie, en medio de la habitación, se puso a hablar, sentí el ansia y el dolor, el sentimiento desgarrador que tan bien conozco. He tardado en sentir esto por Gonzalo, pero ahí estaba, y resultaba irresistible. Ciertamente, hay una larga resistencia a amar, a ser poseída, por miedo al dolor. También empiezo a sufrir celos, pero nunca sufriré tanto como con Henry porque Gonzalo es fiel. Qué sorprendente es que sienta este amor por Gonzalo cuando no me posee sexualmente. No puedo tener un orgasmo con él.

Las corrientes ocultas y diabólicas son las confesiones de Helba a Hugh, quien, con lo que ha aprendido de mí, la está analizando. De modo que, por él, me entero de que Helba nunca ha amado apasionadamente a Gonzalo, que son como hermanos, que el fatalismo de Gonzalo la ha destruido. Ayer Helba me besó apasionadamente, con los mismos ojos de mujer ahogada de June, y, al igual que con June, no intenté alejarla, aunque ha tenido sus crisis de celos. En el fondo nos admiramos mutuamente y, debido a esto, ambas nos damos cuenta del derecho de cada una a ser objeto de la adoración de Gonzalo. Al igual que June, no acaba de decidirse a dejar a Gonzalo, sólo porque teme el abandono, no porque ame a Gonzalo. Y, de nuevo, combato mis propios celos mediante el amor, amando. Quiero a Gonzalo para mí sola, pero veo que su dedicación a Helba es la misma que la mía para Hugh, para el pasado, para Henry, aun cuando no lo deseo.

Pero todo este tiempo tengo la sensación de estar luchando contra una fuerza o un peso desconocidos. Me siento limitada. Como si dentro de mil muros me las arreglara para volar y subir muy alto para crear un cielo ficticio e ilusorio para mí misma, gracias únicamente a los momentos intensos, a la belleza de mis conversaciones con Henry, no a la vida de la gente que lo rodea; a la soledad con Gonzalo en el barco, y no a la oscuridad cavernosa, la pobreza y la tristeza que lo rodean, no al apartamento con una Helba enferma, una Elsa desequilibrada que grita, riñe o se toca la parte operada de su cuello como un pianista toca el teclado; no a Prague, el loco violinista dostoyevskiano, que come excrementos y se lava la cara con orines, que se casó con su esposa maniacodepresiva mientras estaban internados en un manicomio; no a la comida servida en una mesa manchada de vino, ceniza de los cigarrillos y migas de pan.

¿Fue mi historia del trapero una aceptación humorística y fantástica de la futilidad? ¿Es mi vida, cuando parece culminar en un cielo de pasión, lo más ilusorio, peligrosamente asomada a un precipicio? Mientras más lejos llego en mi vuelo sobre el sueño, sobre la esencia, tocando la bóveda del cielo y el centro de la tierra, más tensa es la cuerda de la realidad sobre mi cuello. Mientras más me muevo dentro de esta figuración mágica, más me sofocan un terror y una ansiedad innombrables. Expansión, tan amplia como un compás completamente abierto. ¿Pausa? O fatiga. Fatiga del alma, del cuerpo, del sexo… que buscan el absoluto sólo mediante la multiplicidad, un absoluto en abstracto, síntesis de elementos dispersos, no un hombre, un hogar, un amor, una cama. ¡Uno: el absoluto en fragmentos! Un absoluto que no fluye serenamente, sino que he de alcanzar mediante mi vigilancia, como si tuviera que atrapar a una estrella que constantemente escapa de un cielo caprichoso. Heme ahí, en constante vuelo, con la locura de estar demasiado despierta, yendo de una cama a otra, acechando, esperando.

Cuando salgo del estudio de Henry —Henry, que me esperaba en la cama, un Henry hambriento, impaciente por poseerme— veo a un hombre apostado al final de Villa Seurat. Es Gonzalo, que espera para enfrentarse conmigo. Gonzalo, a quien dejé en Colarossi [la academia de arte].

Esta fuerza que llevo dentro, que no parpadeó en un orgasmo, que no atrapó el fuego definitivo en los brazos de Henry porque no lo deseo. Esta fuerza que ahora llevo como dinamita que no ha explotado, pero con la mecha encendida, y la pequeña llama sube y baja por la mecha con una especie de alegría dionisíaca; como bailando, la pequeña llama traza un círculo alrededor del corazón de la dinamita sin tocarlo, y esta pequeña llama me tiene sin aliento, con los nervios rotos y de punta, con un nudo en la garganta, hambrienta, sedienta, con los ojos desorbitados, atolondrados los oídos, con todos los nerviecillos esperando a que el orgasmo envíe la sangre a través de ellos y los haga dormir.

Los nervios despiertos, clarividentes, al borde de la histeria, las miríadas de nerviecillos al borde de la histeria, esperan la pausa del sueño y de la muerte, la explosión de la dinamita, el derrumbamiento de las paredes y del pasado, el absoluto que no atraviesa disparado el cielo, siempre fugitivo este absoluto, inasible tête de Méduse, patas de un ciempiés o de un pulpo. ¿Es que todos los fuegos poseen cien llamas apuntando en todas direcciones? ¿No hubo nunca una llama redonda con una sola lengua? ¿Por qué esta fuerza, que no irrumpió como mercurio en las venas, por qué se precipita en formas de tifón y rodea a los monstruos que pasan por las calles para inquirir sus intenciones, para imaginar sus perversidades, para inmiscuirse entre los amantes, en los deseos más oscuros, en los erotismos más tenebrosos, en los peores apetitos?

Este hombre con su hija pequeña, ¿por qué son tan húmedos sus ojos y su boca, por qué tiene los ojos tan cansados, por qué el vestido de la niña es tan corto, su mirada tan oblicua, por qué este malestar que siento al pasar al lado de ellos? ¿Por qué está tan pálido este joven, cargado de ojeras, por qué hay espuma en sus labios, la espuma del veronal? ¿Por qué espera esa mujer bajo el farol, con la mano en el manguito, acaso lleva un revólver? ¿Por qué dos hermanas mataron a su hermano loco, después de vivir con él durante largo tiempo a solas en una gran mansión?… La esposa de Prague está sentada en profundo silencio, con una arruga entre los ojos… Elsa se toca el cuello rodeado de una fina cicatriz, Helba se pone su abrigo hecho de dos abrigos cosidos, Helba se pone un broche al que le faltan todas las piedras. Comimos ostras en una habitación toda revestida de conchas marinas, porque yo quería mi habitación cubierta de conchas, pieles y piedras de colores, porque todavía sigo buscando el cuento de hadas, mientras que el hombre que nos vende medias y cigarrillos a mitad de precio lleva cocaína en el bolsillo. No lo sospechaba. Nunca me entero de estas cosas. Esa es mi inocencia. No invento ni descifro el mal o el peligro, salvo en los momentos en que mi fuerza interior, que no ha explotado, me envenena, rebosa y se derrama en la calle, corre hasta la cloaca, percibe las trampas, al viejo abuelo escondido en la proa del barco que espera para apuñalar a Gonzalo; percibe la herrumbre en el coffre de carbón, la gotera del techo, la lluvia que forma charcos en el suelo, el fuego que se apaga, el vino avinagrado en la copa, las colillas por el suelo y el ronquido del amante; percibe, se entristece, cierra los ojos para no ver la fealdad, la destrucción, las escotillas sin caer en la trampa, atravesándolas como si fuera invisible, intocable, la que los automóviles no pueden atropellar aunque ella cruce sin mirar ni a derecha ni a izquierda, deseando siempre las mandíbulas de la ballena, el desmembramiento dentro de las mandíbulas, yendo al encuentro con alas, con ojos abiertos a mi paso, ojos abiertos a los cielos, siempre mirando arriba, a los ángeles que danzan en la mecha de la dinamita, llamas que se vuelven azules como las luces místicas de vigilancia de hospitales y conventos, aún oigo a aquellos que lloran, está bien que la semilla no entre violentamente en mí, que el cuerpo abandone la tierra tirado por la cuerda de los nervios y derrame su polen solamente en el espacio, porque el hada del cuento lleva un vestido que levanta una brisa, un espacio entre los pies y la tierra o el bosque, los pasos han de ser silenciosos, la sangre debe permanecer como mercurio, brillando arriba y abajo de las venas azules, azules como las luces piadosas de los hospitales, para escuchar, para captar el ritmo de las alas.

Lo que yo llamo cielo: cuando nadie sufre, cuando sé que Madre es feliz, que Joaquín satisface su deseo, que Henry es capaz de trabajar en paz, Gonzalo está satisfecho, Hugh contento, Eduardo aliviado de su dolor y Helba está consolada. Si uno de ellos sufre, yo sufro también, mi alegría desaparece. Si Gonzalo se tortura, no puedo gozar con Henry. No puedo gozar mientras los demás sufren. Ese es el verdadero secreto de mi vida. Por eso no puedo explotar, elegir, sacrificar a varias personas a mi felicidad, porque eso no sería mi felicidad.

La noche en que cenamos en casa de Helba, Gonzalo contaba las personas para preparar la mesa y se olvidó de contarse a sí mismo.

Gonzalo tiene una mente maravillosamente intuitiva que se niega a usar. Califica de «seca» a la astrología. Apenas lee.

Dice que lo que le gusta de mí es mi calor, mi viveza, que no sea «literaria».

De pronto se le escapa la cosa más intuitiva y clarividente. En otros momentos anda confuso y desvaría. He aprendido con Henry a aceptar la sabiduría y a pasar por alto los errores, porque eso es primitivo.

8 de noviembre de 1936

Cuando tengo que esperar a Gonzalo juego con el fuego. Trato de que los faroles funcionen. Los faroles que robé no funcionan. Lo intento con alcohol, petróleo y aceite. Se me cae el farol. Las llamas se derraman por el suelo. Se rompe el cristal. Hay pequeñas explosiones. Contemplo todo con deleite, sin miedo. El fuego me fascina.

Me gustaría ser una espía y vivir cerca del peligro.

Cuando Turner bailaba conmigo, más deseoso que nunca, no sentí nada. No siento nada con Henry, nada. Aborrezco las caricias de Hugh desesperadamente. Sólo siento a Gonzalo. Resulta que ahora, hablando con Eduardo, he descubierto varias cosas sobre el sexo: algunos hombres tienen lo que en la mujer sería frigidez. Tienen erecciones, incluso se corren, pero no se sienten satisfechos. Hombres o mujeres insatisfechos se comportan del mismo modo: Yo, antes de conocer a Henry, June, Louise y Gonzalo. Tensión. Búsqueda de otras sensaciones. Fiebre. Nerviosismo. Insomnio. Mucha actividad, sin pausa. Nervios tensos.

La satisfacción trae la relajación.

Por todo lo que me ha dicho, la sensualidad de Gonzalo era difícil. Casi todo era mental. Antes o después. Pero la realización, la satisfacción, esa rara sensación de disgusto después de haber estado con una mujer a la que no se ama. Cuando ama a alguna, le lleva su tiempo. Ahora no deja de repetir: «Nunca me he corrido tan poderosamente. Anaïs, es tan fuerte, tan fuerte». Se vierte por completo dentro de mí. Recuerdo que mi padre decía lo mismo: «Nunca me ha venido tan fuerte».[66] Eduardo dice que eso significa que está satisfecho, que ha encontrado su tipo. Se siente menos inquieto, menos tenso, menos nervioso. Y yo, que me pongo nerviosa, emocionadísima, con la imaginación febril, sin ninguna sensación de apaisement, sin contacto con la naturaleza, con la tierra.

No sé decir si es consecuencia de mi fidelidad a Henry o porque tengo que ser pasiva, ya que con Henry tenía que ser activa, o porque Henry me comunicaba su lentitud y détente, lo cual es maravilloso para la sensualidad. No lo sé. Pero no estoy satisfecha. Sin embargo, me gusta tanto ir a cualquier parte con Gonzalo que no me importa el sexo. Queda muchísima pasión fuera del orgasmo.

Quizá sea sólo que necesito tiempo, igual que le ocurrió a Gonzalo. O quizá he de sentirme poseída total y absolutamente, como me sentí hace pocas semanas, cuando me vino con Rank en Nueva York, creyendo que lo amaba.

No lo sé. Pero me hace feliz que Gonzalo esté satisfecho. Feliz de sentir su vigoroso deseo.

Sueño: Estoy sentada en el tejado de una casa china, esperando a que oscurezca. Sentada entre las tejas hechas de tazas y platos rotos de China, con el resto de hojas de té todavía en el fondo de las tazas. Sentada entre tazas y platos y esperando el crepúsculo, pero entonces me deslizo hacia abajo y entro secretamente en la ciudad. Me deslizo por las vigas de madera de sándalo, y veo que las paredes están hechas de paneles corredizos. Un mujer china de cara de porcelana abre un panel y me indica el camino para entrar. Estoy arrodillada, delante de la comida, una fuente redonda, inmensa, llena de zapatillas engastadas con perlas, una fuente de cabello de ángel, foligrane, carámbanos y oro fundido. Miro con sumo cuidado y atención porque sé que en cada habitación sólo voy a poder estar una vez, y todo cuanto vea lo veré sólo una vez, así que miro atentamente el panel tallado y el plato a mis pies. Huelo el aroma de esta habitación, veo la luz que se filtra a través del papel apergaminado. Cada panel que muevo me conduce a otra estancia de la casa china, pero también hacia fuera, y una vez fuera ya no habrá vuelta atrás, por eso empujo los paneles lentamente y paso a la siguiente habitación con pena, mirando cuidadosamente la luz suavemente amarillenta que se filtra. El tallado de la madera es tan fino que creo que puedo leerlo como un libro. Empiezo a descifrar la talla, pero se me escapa el significado; me recuerda muchas cosas, ninguna de las cuales puedo recordar enteramente. Y el último panel, que empujo suavemente, me sitúa en las calles de China, con casas sin puertas ni ventanas, con farolillos que se balancean al mismo ritmo y muñecas sentadas en las aceras.

12 de noviembre de 1936

Acostado conmigo, Gonzalo dice: «Esto es el infinito». Acostado conmigo, Henry dice: «Un buen polvo te sentará de maravilla». Acostado conmigo, Hugh dice: «Cuídate, gatita. Pareces cansada».

Los celos vuelven loco a Gonzalo. A Hugh lo ponen triste y sombrío. Henry ladra, despotrica y desvaría sobre cualquier cosa que rodee al objeto de sus celos.

A lo que llamo hacer un cielo para mí es a hacer armonía. Siempre trato de componer un cielo, eligiendo los mejores momentos de todas las relaciones, como encontrar a Henry hambriento, a Hugh impaciente por el domingo y a Gonzalo sediento. Yo, dispuesta a pedir una tregua, tengo toda la intensidad que necesitaba. Pasar tres cuartas partes de mi vida en la cama. Contenta cuando sólo me poseen una vez al día. Tratando de evitar el acostarme con Henry y Gonzalo el mismo día. Pero eso sucede pocas veces y el esperma de los dos se mezcla en mi útero.

Sólo conozco una receta para la felicidad: Tomar el esperma de tres hombres diferentes (lo más diferentes que sea posible), y mezclarlos en tu útero. Si la transfusión tiene lugar en el mismo día, la alquimia dará como resultado la perfección.

Cuando Gonzalo y yo nos acostamos muy juntos, él dice: «Esto es lo único que cuenta en el mundo». Henry, como si fuera el amante soñado de una mujer, dice juguetonamente: «¡Allá van veinte páginas!».

A las dos estoy en Nanankepichu. Gonzalo musita: «¡Qué linda hora!».[67] A las cinco estoy en un taxi que me lleva por el Boulevard Raspail para coger el autobús. Gonzalo está de pie sobre la cubierta. ¿Me ve?

El agradable frisson del jugador. No me vio. Está soñando. Está triste. Si me hubiera visto, habría sabido que iba hacia Villa Seurat.

En Villa Seurat, Henry sufre un ataque de actividad. Gente. Cartas. Esperanzas. Nuevos amigos. Ideas. Ideas.

18 de noviembre de 1936

Ahora estoy convencida de que, bajo mi apariencia equilibrada, estoy histérica. La histeria alcanza su máximo durante la menstruación. Siempre estoy al borde de la explosión. Necesito llorar, reír, cantar o bailar, o gritar. Me cuesta dormir. Odio la tranquilidad. Sólo estoy tranquila cuando estoy cansada. Odio los procesos de recuperación: dormir, reposar, ¡y las pausas!

Me canso mucho porque todo me afecta y me conmueve. Nada me deja indiferente. Cada persona que veo afecta mis sentimientos, mi simpatía, mi piedad; o despierta mi creatividad. Tengo que entrometerme en vidas rotas, reparar, dar vida a los ahogados, levantar a caídos. Estoy amargamente cansada de sufrir, pero no parece que haya otra manera de salir del sufrimiento que la crueldad. Me es imposible ser pasiva o indiferente. He de ser masoquista o sádica. Cuando soy sádica sufro con mi víctima.

La única manera de escapar de la esclavitud es convertirse en negrero.

No niego el placer ocasional que me produce maltratar a Hoffman, a Turner y a otros. Pero cuando Gonzalo reposa entre mis brazos y me dice cuánto ama los lugares donde ha sufrido, siento una especie de horror que me paraliza. Como un abismo a mis pies. Me doy cuenta entonces de quién puede ser tirano. De quién puede ser torturado. Siento la sumisión del esclavo. Despierta mi afán de dominio. Veo cómo domino suavemente a Hugh, delicadamente a Henry e invisiblemente a Gonzalo. Pero cada vez que les hago daño siento todo lo que ellos sienten. Y he luchado para liberarlos de su necesidad de dolor. Gonzalo lo suplica. Mientras más pasión derramo sobre él, más lo torturan los celos.

Como es mi fuerza lo que aman, cuesta mucho no usar esta fuerza con crueldad. No lo hago. Los domino mediante la seducción, el encanto, la dedicación y devolviendo con intereses todo lo que me dan. Si muchas mujeres creen que pueden hacer maravillosa la vida de tres hombres, déjenlas que lo intenten. Se requiere una agilidad y un carácter sobrehumanos, el don de envolver y de poner tanto en una hora que al hombre le parezca un día y una noche completos.

20 de noviembre de 1936

Nanankepichu: Ahora tenemos una alfombra oscura. La lámpara bizantina que iluminaba mi dormitorio en Louveciennes cuelga sobre la cabecera de la cama. Hay una mesa lacada en negro. Compré comida, que calentamos. Comimos sobre una caja a la luz de las velas. Yo me tiendo en la alfombra que hay junto a la estufa. Gonzalo me besa, calienta mis pies, calienta mi quimono, me envuelve en su adoración. Casi todo lo que sucede entre nosotros sucede en silencio. Poco sale a la luz, a la superficie.

Después de tomarme por la tarde, Gonzalo me vuelve a tomar de noche, pero descaradamente, enfrente de mí, desaparecidos el nerviosismo y las dudas. Miró a la lámpara y dijo: «Lamparita afrodisíaca».[68] Habló de nuestro mes de castidad. Dijo que pasó miedo y consultó con un médico amigo suyo. Este sólo le dijo: «Eres un ansioso».[69] Ahora sabía que había sido por mi culpa. Quiso castigarme por mi vida sensual, quería otra cosa. Aquella noche estuve muy cerca de la plena satisfacción. La lamparita, la oscuridad parpadeante, el chapaleteo del agua, todo esto nos lleva muy lejos. Cuando oímos el sonido de algo que cae al agua, yo digo: «Es un pez que salta».

Al día siguiente, en el café, tenemos una escena. «Estuviste en Villa Seurat». Le digo que es lo mismo que cuando él cuida a una enferma, la sorda Helba. Emoción. Caos. Ceguera.

Lo dejé para ir a Villa Seurat. Lo que nunca habría imaginado.

Allí, Henry y yo nos echamos en el sofá y charlamos tranquilamente. Está cansado. Hablamos de los recortes de los periódicos. Henry ha estado coleccionando artículos humorísticos y fantásticos. Yo, los horrorosos. Le digo: «Hagamos un guión con ellos». Ya tengo algunas notas. He ido anotando algo en el diario. Henry cree que es una buena idea. He empezado.

Una noche, Hugh escuchaba la radio. Después de un fragmento musical hubo una pausa y luego se oyó el tictac de un reloj. «Ese es mi reloj que me llama desde la casa de empeños», dijo Hugh.

El otro día, cuando hacíamos cuentas, dijo: «Sé que me haces trampas, pero eso es para los demás».

Lo dijo guiñándome un ojo, divina indulgencia. Ha estado llevando sujetapapeles en lugar de sus gemelos de oro en los puños de la camisa. ¡Él, el sous-directeur del National City Bank!

Es feliz. Ahora salgo todas las noches y sólo me quedo en casa los sábados y domingos. Habla con astrólogos, va a al cine con sus amigos y se va a dormir muy temprano. Esto es mejor, dice, que si estuviera en Nueva York.

Louveciennes está muerto. Se desmanteló, sacaron los muebles al jardín y se vendieron en subasta. He conservado la cama árabe y otras pocas cosas para Nanankepichu. Fue un día febril, trágico y cómico. Sentí un poco de dolor y traté de evitar los recuerdos. Pero cada objeto subastado contenía un fragmento de mi pasado. No tengo penas, salvo por el paso del tiempo y la muerte de hogares, objetos y el amor que pasa y cambia. Recordé sobre todo mi pasión por Henry, nuestras caricias, el calor de nuestras charlas.

Volví a casa riendo histéricamente, diciendo que quería seguir vendiéndolo todo. La fiebre del dépouillement y el sacrificio me devoraba. Estos días he deseado a menudo ser pobre porque no puedo soportar la envidia y los celos de los demás. No puedo soportar tener más que los demás.

El surrealismo me molesta y me irrita. Estoy cerca de ellos, pero no soy una de ellos. Me gusta su teoría, pero no lo que escriben.

22 de noviembre de 1936

Anoche relucía la sala naranja. Hugh hablaba de astrología con una señora americana. Moricand decía: «Il y a des grandes ondes et des petites ondes, il y a des ondes courtes». Habla en términos marineros, de trasbordos y olas. Posee el lenguaje de lo invisible y los ritmos de la poesía. Evreinoff, el actor ruso, gesticula: «Le moi séparé de mon moi —le moi archaïque, qui parle, et le moi…». Se pueden ver los espejos y las velas y las caras repetidas hasta el infinito, como cuando los rusos se colocan entre dos espejos con una vela. El coronel Cheremtieff, el entremetteur que se deleita en confundir a la gente, murmura datos de la historia mientras la historia se hace al otro lado del río. Hasta nosotros llegan los gritos, la fermentación, los cantos y los altavoces. Gonzalo está allí, pero su fe difiere de las demás teorías; profesa un comunismo ideal, puro misticismo, y defiende a los parias. ¿Cómo puedo impulsarlo para que cumpla su destino y vivir su fuerza sin sacrificar nuestra felicidad humana?

Nanankepichu es tan maravilloso, tan parecido a un cuento de hadas.

Ayer hice todo el camino hasta Montparnasse sólo por un beso; a pesar de eso todavía dice a veces de un modo salvaje: «Te amo más que tú a mí. Siento que eres mía cuando te apoyas en mí, pero después…».

Hablo con Evreinoff de mi idea de una comedia sobre el psicoanálisis y le gusta. Empiezo una película de terror. Pero todo es inventado y tiro los recortes de periódico a la papelera.

Gonzalo dice que sería feliz si pudiera encerrarme.

Indaga en su interior oscuramente, voluntariosamente, sin sabiduría, con locura. Si digo que Hugh es feliz, lo rumia e interpreta que Hugh es feliz porque cree que esta vez no estoy tan enamorada como lo estaba de Henry: por lo tanto no es tan peligroso.

Nunca he escrito sobre todos los tormentos de mis celos porque me daba vergüenza e intentaba no prestarles atención.

Intelectualmente poseo un mundo completo en el que Gonzalo no sabe penetrar o, mejor dicho, es demasiado perezoso para penetrar. Pero es un mundo que me hace falta. Yo misma siento una gran pereza. Me gusta mi presente poético, flotante, suave, sonoro y misterioso. Cuando hoy intentaba escribir la comedia sobre Rank, sentí letargia, indiferencia. Quería volver a cerrar los ojos. ¿Para qué esforzarse y luchar? Si vivieras en un cuento de hadas, si nadaras en caricias, si vivieras entre las estrellas y las nubes y sintieras cómo se derrama sobre ti el cálido esperma, ¿escribirías?