19 de abril de 1933

Viene Henry y trabaja en mi historia de «Alraune» con la minuciosidad que no poseo; me alaba, se pone histérico con las últimas páginas, que son una frenética orgía sensual, y se apasiona con ellas. Y nos sumergimos en un mundo que sólo existe entre Henry y yo. Es tan dulce entrar en su habitación para despertarlo, verme arrastrada a su cama, tenderme a su lado para una siesta y sentir sus manos que encienden otro fuego a las pocas horas. ¡Trabajo entremedias!

Henry nota las extrañas regiones muertas de Hugo, cómo responde un momento, se despoja del halo de lo aprendido, se aferra obstinada y tenazmente a la vida, y luego desaparece en la vaguedad, en la nada, del mismo modo que el ardor de Henry también se apaga y desaparece su entusiasmo. Estoy contenta, simplemente porque no creo ser injusta con Hugo; mis sentimientos son verdaderos. El gran amor fraternal que me mantiene a él unida responde a su inmensa amabilidad, su comprensión pasiva, su lealtad de discípulo, sus rasgos de ternura y sinceridad, su nobleza. Pero, por eso, oh, Dios, necesito a Henry. Para mí, Henry es el alimento. Para mí, Henry es la vida.

Dice que ninguna mujer ha escrito nunca como yo escribo. Se pone febril, se estremece con mis páginas sobre el lesbianismo.

Y cuando termino este libro de cien páginas apretadas, comprimidas, quintaesenciadas, no me siento exhausta, sino más llena que nunca, bullente de ideas. Escribiendo ya nuevas páginas.

Sólo puedo entrar en la realidad empujada por una gran exaltación. De otra manera no puedo moverme. En los momentos de serenidad, vuelvo a sentirme presa en la red de mis sentimientos delicados, de mis timideces, como si me rodeara una atmósfera extraña.

Admito mi anormalidad.

Hoy recibo de Henry unas páginas extraordinarias en las que ha reescrito mi prefacio a «Alraune», ampliándolo, realzándolo, diciendo cuanto yo quería decir, adivinando no sólo mi intención, sino sobrepasándola: una verdadera creación intermatrimonial, semejante a un hijo de nuestra sangre y nuestra carne. Me ha dejado sin habla.

Extrañeza. Cuando me analizo, siento una rotura de diamantes, que mis nervios se desatan. La sensación de que los gestos son sagrados se disuelve. ¿Sagrados los gestos? Quiero despojarlos de su sacralidad. Yo, que soy tan trascendentalista, he sido vencida por los gestos. Doy importancia a los gestos. Los gestos son mi último duelo con la vida. En el plano de la imaginación, yo reino. En el plano de la experiencia, yo temo.

La terrible sacralidad. El momento en la habitación roja, cuando odiaba estar desnuda y ver a Allendy, desnudo, lavándose la barba. Para mí, la realidad es como una violación. En toda mi lucha por esposar la realidad, he violentado algo esencial de mi ser que no entiendo. Tan sólo Henry… Y recuerdo algunos momentos difíciles, algunas parálisis.

¡El esfuerzo de vivir!

¡Si siquiera Allendy me entendiera!

Quiero hacer frente a la vida.

Mi gran defecto es mi sentido crítico. Sentido crítico. ¿No será que busco excusas a mi incapacidad para divertirme sexualmente, libremente? ¿Qué importa si Allendy es literal? ¿Y qué importa que Steele no piense como yo? Sexo. Quiero bañarme en el sexo, igual que Henry, sin sentido crítico. Mientras escribo la palabra pienso en Steele, vívidamente. ¿Otra probatura?

Qué demonio soy. ¡Cuántas contradicciones y puerilidades!

Lo que la mujer nunca dice al hombre es la calidad de su vigor sexual. La última mentira. Muchos caprichos míos con respecto a Allendy son para ocultar, sobre todo a mí misma, el amante fofo que me he buscado. ¿Quién se acuesta con magos? Los profetas son asexuados. Lawrence. Jesús. Y las mujeres los adoran. Las mujeres son masoquistas. ¡Qué gran verdad!

¿Qué soy? ¿No está gran parte de mi sensualidad diluida en el éxtasis de escribir, de la belleza, de las sensaciones no culminadas? ¿No he pasado gran parte de mi vida suspendida sobre el mundo o en sus márgenes? ¿Acaso no soy como Rimbaud, que sólo sabía ser inocente u obsceno, sin matices humanos intermedios?

Henry sobre «Alraune»: Me cuesta explicar las sutilezas que hacen tan enigmática tu escritura y sobre esto he llegado a una extraña conclusión. Creo que, en lugar de ser tan Piscis como imaginas, eres, por el contrario, una persona bastante ligada, atada, refrenada. De vez en cuando rompes las ataduras y te explayas con poder y elocuencia convincentes. Pero es como si primero, dentro de ti, tuvieras que romper diamantes, triturarlos hasta reducirlos a polvo, y luego licuarlos. Una extraordinaria obra de alquimia. Creo, además, que una de las razones por las que tan firmemente te has refugiado en tu diario es porque temes poner a prueba tu yo tangible en el mundo; seguramente, si lo que has escrito se ofreciera al mundo, ya habrías modificado tu estilo. Te has ido enconando, cada vez más protegida, cada vez más sensible, y esto produce venenos y gemas, coágulos, fantasmagoría sembrada por la neurosis.

Observo la agudeza y la intuición de Henry. Nunca le he hablado de mi neurosis. Qué visión tan clara la suya.

Esta noche comprendo que el diario es una lucha para fijar y captar a la persona más inaprensible del mundo. Eludo mi propia percepción. No cuento todas mis mentiras; llevaría demasiado tiempo. No puedo escribir concentrándome en mí misma. Mis pensamientos se disparan en mil direcciones. Anoche, tres horas de charla con Henry. Y compruebo que mi amor por él es el más impávido de todos mis amores y actos vitales, porque en Henry todo está hecho para herir: sus fugas, entusiasmos, impresionabilidad, fantasías carentes de sentido crítico, sexualidades, contradicciones, marcialidad, brutalidad de lenguaje, franqueza. Y, a pesar de eso, entiendo y acepto todo. Por él quiero vencer mi sensibilidad.

Cada día debo decirme: «Valor, audacia, madurez, haz frente a la vida, haz frente al público como mujer, como artista. Endurécete, sé fuerte. Sé fuerte».

Cuando Allendy se vestía y habían estallado sus celos por Henry, se le ocurrió mentirme. Vi cómo se inventaba la mentira. Sabiéndome incapaz de tener celos, me dijo: «Tengo una amante que se enfadaría mucho si lo supiera».

Nunca ha habido, en todas las confidencias de Allendy, el menor asomo de una amante. Me ha contado que su vida estaba vacía, que su última experiencia con una mujer neurótica lo había asustado. Lo creía y lo sentía libre, porque la relación con su esposa es fraternal. ¡También sabía lo completamente enamorado que está de mí!

Me estaba poniendo las medias. Me detuve para hacer un comentario alegre. Me reí para mis adentros.

Más adelante, su mentira me fue de utilidad.

De hecho, cuando Allendy se inventó una «amante legítima», aunque sabía que era mentira, esta mujer inventada me irritó y quise suplantarla, aniquilarla. Es decir, aunque yo no quería a Allendy, podía imaginar e incluso sentir celos de otra mujer que lo poseyera. El mecanismo de los celos funciona habitualmente como un fenómeno distinto y separado del amor.

Cuando empecé a tramar el esquema para librarme de verme con Allendy el jueves, hice un plan mental, pero, cuando se lo expuse por entero, empecé a imaginar tan vívidamente cómo me habría sentido si yo hubiera amado a Allendy y hubiera descubierto que dividía su amor con otra mujer que sentí una profunda emoción, enteramente sincera.

Y entonces vi que Allendy entendía perfectamente la neurosis que no existía y me inventaba, que yo, al enterarme de que había otra mujer, quería retirarme, porque no quería exponerme al dolor ni quería (y esto es un toque maravilloso) herirlo con mi súbita actitud neurótica, porque le dije: «Sabes cómo he actuado siempre, conquistando al hombre, como conquisté a Eduardo, y luego castigándolo sádicamente, como hice con él aquel día en la habitación del hotel. Y nunca querré hacer lo mismo contigo. Quiero librarte de mi propia neurosis, que es peligrosa para ti. Te aviso con tiempo. Quiero que conservemos nuestra amistad».

Vi cómo me entendía Allendy, vi la belleza y suavidad de sus ojos cuando me dijo: «Te entiendo perfectamente. Necesitas lo absoluto, la pureza, la totalidad. Eres sensible». Me emocionó entonces y admiré su bondad, su ternura, su desprendimiento, su magnanimidad.

—Hace tiempo que lo sabía —añadió—. Sabía que eres una mujer que no puede jugar con el amor, pero me cegué, perdí la cabeza y me volví loco. Sabía que no podrías hacerme daño. Haré todo lo que digas. Seré tu amigo para siempre. Renunciaré al placer que me has dado. Te amo. Te entiendo.

Fui consciente de haber emocionado a Allendy con mi actitud más fingida y, sin embargo, empezaba a creérmela. Me costaba cada vez más tener en cuenta que Allendy no tenía ninguna amante. ¡Tan emocionada estaba con mi propia historia y la sublime interpretación de Allendy!

Movida por su sabiduría y amabilidad, me dejé besar. Y me besó apasionadamente, suplicándome que el jueves tuviéramos una reunión de despedida, prometiéndome una gran escena, un drama, ¡prometiendo ser violento porque a mí me gusta el drama! Fue estupendo su humor. Volvió a ser el soberbio y jocundo Allendy del psicoanálisis (porque consentí en verlo el jueves). Se mostró radiante y bromista. Sus ojos eran extraños e inquiétants cuando dijo: «Te pegaré. Lo mereces. Y gozarás. Te pegaré fuerte, coqueta».

Aunque «pegar» es un tema recurrente en la conversación de Allendy (casi desde nuestro primer beso, recuerdo su pregunta: «¿Te ha pegado alguna vez Henry?»), cuando lo mencionó hoy, con la mirada centelleante, quedé impresionada. ¿Será que Allendy alcanza su expresión sexual más fuerte causando dolor, para compensar así su excesiva ternura por la mujer? Despertó en mí una vehemente curiosidad. Habló de la suprema voluptuosidad, habló como si la conociera. Recuerdo ahora también que mencionó a una mujer que quería que le pegaran y a la que a él le gustaba pegar. Estaba erguido, era otro Allendy, vital, reidor, demoníaco. Me estremeció. Nos besamos violentamente y sentí su deseo.

Camino de casa, empecé a reír. ¡El jueves prometía ser interesante!

Sé que en mi inconsciente hay un fondo de crueldad y miedo que hace que yo desee castigar y abandonar al hombre.

Henry paseaba arriba y abajo del estudio, criticando la historia de «Alraune» y haciendo sugerencias. Estaba tremendamente excitado con las pocas páginas del astrólogo. Pensaba que no había desarrollado del todo la idea. Empezó a hablar inspiradamente sobre la leyenda de Alraune: Tenía que hacer del astrólogo un alquimista que obtiene a Alraune de la combinación de una puta con el semen de un criminal —una creación—, del mismo modo que yo era la creación espiritual de Allendy. El alquimista se enamora de su criatura y Alraune intenta destruirlo. La idea de que cuando violas la naturaleza recibes tu castigo. Allendy destruido conmigo. Ha creado y producido una fuerza. Para el bien o para el mal. Y cuando surjo a la vida, me ama, no como debiera, como un padre, sino carnalmente; y luego me doy cuenta de que este no es el vínculo del verdadero matrimonio, y me vuelvo a la Tierra, al hombre, a Henry.

Mientras Henry elaboraba esta historia, la leyenda, mi libro, sin conocer el conflicto real entre Allendy y yo (qué verdad es que él me ha creado, después me ha amado, luego me ha deseado, y yo sólo quería ganar a mi Padre y destruirlo, afirmar mi poder), mi cara mostró con claridad lo alterada que estaba. Y dije excitada: «Qué verdad tan grande». Henry, de pronto, tuvo una intuición. Se puso histérico. Habló entusiasmado del interés literario de esta escena, mostró un gran dolor e inmediatamente, una tremenda exageración, creyéndome, de pronto, capaz de todas las cosas, saltando al mismo tiempo de los hechos más fantásticos a los más realistas. Entiendo por realismo que me he acostado con Allendy, sin que eso significara absolutamente nada para mí. Y por imaginación, bueno, la verdad es simplemente que he sucumbido a un automatismo psicológico, una transferencia con todo lo que tiene de mecánica, pero que yo he revestido con una suma de sentimientos, porque yo doy sentimiento a todo. Ni amor ni traición.

Llegamos al tema de las mentiras. Me parece que sabía entonces por qué June y yo mentíamos:

  • 1) porque, inseguras, temíamos que reveláramos que quizá no éramos admirables. Siendo narcisistas, también nos disgustaba mostrar lo que considerábamos un defecto o una debilidad.
  • 2) por miedo a herir o hacer daño.

Ahora bien, June era incapaz de superar este callejón sin salida.

Yo sí podré, porque la verdad no hiere a Henry tanto como lo que imagina. La verdad no tiene ese aspecto monstruoso y terrorífico.

En cuanto a la seguridad en mí misma, es cierto que me falta de alguna manera. Henry y yo estamos convencidos de que mi literatura es un tejido de disfraces, semejante a la multitud de mentiras de June. Sus dobleces y mis palabras jeroglíficas, enigmáticas y simbólicas. Las invenciones de June y mis locas fantasías a través de las cuales nadie puede descubrir la huella de los hechos.

Mis negaciones y explicaciones causaron un efecto terrible en Henry. Soy su esclava. No sólo lamenté terriblemente el pasado, sino que odié violentamente a Allendy, y más a mí misma. No causar dolor a Henry me parece la ley más sagrada a partir de ahora. Al mismo tiempo, el valor literario de nuestra escena, los descubrimientos, el drama y las revelaciones, todo esto nos fascinaba, como si yo estuviera reviviendo para Henry cada paso de las complejidades de June, para desenmarañarlas entre los dos, yo, con mi experiencia, y Henry, con su apasionamiento intelectual por los problemas, porque June seguía siendo un enigma psicológico para nosotros dos.

¿Cómo voy a hacer esto sin herir humanamente a Henry, cómo voy a aportarle verdad y fidelidad absolutas?

El modo atenuado de prestarme a estas experiencias prueba el alcance de mi devoción por Henry, si bien me tientan las curiosidades, las debilidades, las piedades.

Todo lo que quería esta noche era recuperar nuestra confianza. Incluso me parece que las «infidelidades» sólo se han debido a la extraordinaria intensidad de nuestro amor. He pensado para mí que debo ser más fuerte, más experimentada para Henry. No debo engañarlo, de tal modo que yo pueda resistir sus engaños y dejarlo así libre. Todo revierte y se origina en Henry. ¿Entenderá él esto?

Esta noche me siento aquí rota, apesadumbrada. Ha ido con sus putas (¡sólo dos veces!) y no puedo ir a ninguna parte, porque no sé jugar con putas y las consecuencias de mis excursiones son siempre más serias.

Cuántas mentiras me gustaría borrar. Nuestra única gracia salvadora, el humor y la ironía de la literatura, el interés alejado de lo excesivamente humano.

Lo que más me conmovió fue cuando discutimos nuestros planes para el mes de junio (Hugo quizá vaya a Nueva York). Henry no quiere viajar ni ir a ningún sitio, quiere Louveciennes, a mí, su trabajo y los libros. Perfectamente contento. Soñando con ello. Y así acordamos que si había que hacer algún viaje, él iría solo, porque quiero que sea libre, libre de mí, libre para hacer lo que quiera. Quiero darle todo y hacerlo libre. Para él tengo todo el coraje y toda la prudencia. Ayer me repitió: «Quizá pienses que June obtuvo el máximo de mí, pero has sido tú, tú la que ha obtenido de mí las cosas que quería June y no consiguió nunca». Y sé que es verdad.

Ahora se ríe de sí mismo, de su timidez antes de Louveciennes. De cuando se sentía un patán y quería liarse a patadas con todo lo que lo rodeaba porque le asustaba. Ahora Louveciennes es su propiedad, su amor. Ha vencido al miedo, al mundo. Aristocracia. Belleza. Todo lo que ansiaba profundamente y parecía detestar.

Artaud es uno de los personajes de mi vida literaria, como June o Louise. Tiene virtudes dramáticas, teatrales.

Reconocemos una diferencia.

—Desdeño la realidad y me contento con dormir y soñar. Amo mis pesadillas —le digo.

—Sí —dice Artaud—. He observado que estás satisfecha con tu mundo. Eso es raro.

Y de pronto, me doy cuenta de que no es mi mundo onírico lo que me satisface, sino Henry, Henry en el mundo de mis sueños y Henry en la realidad. Casi me avergoncé de mi júbilo delante de Artaud.

Se va para asistir a su acostumbrada cena de los miércoles en casa de los Allendy.

Ahora, cuando pienso en Allendy, no veo la imagen de un psicoanalista vestido, imponente y enigmático, sino un cuerpo. Un cuerpo que no quiero. Lo que quiero ardientemente es ese mes con Henry.

Métro Cadet. Llego tarde; Allendy pensaba que ya no iría. Experiencia, curiosidad, comedia. Pero me gustaría un poco de whisky. A Allendy no le gusta que quiera beber whisky. Dice que nunca bebe por la tarde y ahora no lo va a hacer, alteraría sus costumbres. Al oírle esto, bebo con más ganas. Es cómico. Allons donc. La habitación francesa, ahora de color azul. Postigos cerrados. Lobreguez. Lámparas y terciopelo. El nicho. ¡Como en los grabados del siglo XVIII! ¡La barba, lo francés y todo! El nicho de la cama.

Allendy no me besa. Se sienta al borde de la cama y dice: «Vas a pagar por todo lo que has hecho, por esclavizarme para abandonarme después. Petite garce!».

¡Y se saca un látigo del bolsillo!

No había contado con el látigo. No me atrevía a mirarlo. Gozaba con la furia de Allendy, con sus ojos de fanático, su ira, la voluntad que lo dominaba.

Me ordenó que me desnudara. Lentamente, me quité el vestido.

—Vas a jugar con los hombres, a torturarlos. Muy bien. Me has ganado y luego sólo puedo poseerte una o dos veces. Créeme, te vas a acordar. Ningún otro hombre te ha hecho lo que voy a hacerte, no se han atrevido. Henry no te ha pegado, ¿verdad? Voy a poseerte como nadie te ha poseído. Diablesa.

Mientras escribo esto, advierto la calidad de novela barata que hay en todo ello. Si yo hubiera leído más novelas baratas, me habría dado cuenta de inmediato, pero sólo las conozco de oídas.

Experiencia, curiosidad. Frialdad. No sé todavía cómo voy a reaccionar ante ese látigo. Cuando Allendy prueba con unos primeros azotes débiles, siento simplemente enfado y ganas de devolverle los golpes. No veo por ninguna parte la «voluptuosidad». Me pongo a reír. Mi orgullo se siente gravemente herido. Es como si mi Padre me pegara. Me parece que debo ser astuta y mostrarme encantadora para desarmarlo.

Me he esforzado para no dejarme vencer por los latigazos de Allendy y me quito la combinación para impresionarlo. Al mismo tiempo, provoco su furia diciéndole: «No, no quiero. No puedes hacer eso».

—Te voy a hacer trizas —dice Allendy—. Vas a arrastrarte por el suelo y a hacer cuanto te ordene. Quiero que te rindas, que olvides tu orgullo, que olvides todo.

—No quiero.

—No tienes más remedio. Puedes gritar. Nadie en esta casa presta atención a los gritos.

—No quiero porque me dejarás señales. No quiero que Hugo las vea. ¡Ni tampoco Henry!

Cuando oye esto, Allendy me hace tender en la cama y me azota las nalgas, con dureza.

Pero observé una cosa: Su pene, después de toda esta excitación por su parte, después de los latigazos, forcejeos, caricias furiosas y besos en mis senos, seguía estando fláccido. Henry ya estaría ardiendo. Allendy empujó mi cabeza hacia su pene, como la primera vez, y luego, con toda la aureola de la pasión, me ensartó y me folló, no mejor que la otra vez. Su pene es pequeño y sin nervio. ¿Voluptuoso? A él se lo pareció. Fingí, hice la comedia. Dijo Allendy que había alcanzado el máximo placer. Jadeante, se tumbó satisfecho.

Pensé: Escribiré la verdad absoluta en mi diario, porque la realidad merece que se la describa en los términos más abyectos.

Faute de mieux, el cuerpo me dolía y ardía a causa del látigo. Había recibido una sensación en lugar de otra.

Lo que me divirtió es que yo hubiera sido capaz de engañar tan bien al Allendy ¡psicólogo, intuitivo, astrólogo! El hombre que, antes de nuestra cita, había dicho una frase tan tremenda como esta: «Mi trabajo es cada vez más monótono. Es triste comprobar la semejanza entre los seres humanos. Ante una misma situación, reaccionan de la misma manera. Siempre el mismo comportamiento».

Sólo ve las semejanzas, ignora las variaciones maravillosas. ¡Pobre Allendy! Es la muerte. El conocimiento en lugar de la fe. ¡Yo tengo fe!

—Me siento bien —sigue diciendo—, me siento maravillosamente. Sabía que te gustaría que sacara al salvaje que llevo dentro.

Pues vaya salvaje. Un sauvage à faire rire. Y porque no fue real y profundamente salvaje, ¡esta noche describo lo ocurrido como una salvaje! La mujer sigue siendo una puta. ¡Sí, el hombre es el único que evoluciona! El sabio asexuado debe azotar a la salvaje para volver a la vida. Después de todo, me gustó aquel látigo. ¡Era viril, salvaje, dañino, vital! ¡Todavía me escuece!

Me pregunto si Allendy sabe lo inaprensible que he sido. Qué comedia he tenido que hacer para que me besara, me follara, cuando yo no estaba allí en absoluto. Qué intacta e ilesa me siento esta noche, acompañada de mi diario y de una carta de Henry. La realidad no hace presa en mí cuando es estúpida, ridícula, fea o débil.

Qué bien fingí para que luego, en el taxi, Allendy tuviera arrebatos de «pasión» (hablo relativamente) y se sintiera alegre.

Goza de la ilusión del «misterio». Dice que, cuando nos recuerden, nadie creerá que semejante escena fuera posible. Nadie. Me echo a reír. ¡No, nadie podría imaginarla!

—Por ejemplo, Artaud, no —dice Allendy con ánimo vengativo, porque siente celos de Artaud.

—¡Ni siquiera yo puedo imaginármela!

Allendy no ha entendido que lo que yo anhelo es únicamente la flagelación de la pasión y ser la esclava de un auténtico salvaje.

El trabajo de cada hombre es la justificación de un defecto, de una incapacidad. Una compensación. La sabiduría de Allendy, su evolución, su aniquilación mística en la totalidad, su deseo de morir son perfectamente comprensibles.

—De esta manera —dice—, llegas a una especie de vértigo.

Yo llego al vértigo cuando Henry abre la boca para besarme.

Si uno se libra de los terrores de la vida con el conocimiento, de los peligros con la prudencia, de las catástrofes con la objetividad, y descubre al mismo tiempo que todo lo que se vive es irrealidad y comedia, entonces digo, por Dios, mejor es morir, sufrir. Lo que hoy aborrecía, con Allendy, es que considere la vida como un drama que se puede manipular, controlar y falsificar, que crea que conocer el origen de la vida es destruir su esencia, que es fe, terror y misterio. Hoy contemplé el horror de la sabiduría. El precio letal que uno paga por ella.

La pregunta es: ¿Están hoy los hombres muertos porque han falsificado los orígenes de la vida, o han falsificado los orígenes de la vida porque están muertos y viven ilusoriamente manipulando la vida?

Esta noche estoy aterrorizada.

He atravesado el universo de la muerte. ¡Me ha follado la muerte!

1 de mayo de 1933

Hugo se va dos días a Londres. Henry viene inmediatamente. Conversaciones maravillosas. Pasión maravillosa. Me encuentro tan bien al lado de Henry. Es tan sano, tan sensual. Tan vital, que es simple, indiferente al vicio, la perversión o la estimulación artificial. Lujurioso, como yo. Fundamentalmente sano, es pura vitalidad gozosa. Sólo su imaginación es deforme, gigantesca.

Pero esto es lo que me dice: «El primer día en que te vi, tuve la sensación y creí que eras perversa y decadente. Y, aparte de nuestra experiencia personal, que no es perversa ni decadente, sigo sintiendo en ti una inmensa complacencia, de tal modo que uno tiene la sensación de que no hay un límite en lo que eres o haces —eso es la decadencia, ausencia de fronteras—, una complacencia perversa, ilimitada en la experiencia».

Es extraño cómo Allendy se ha alejado de mí: el hombre del látigo es un fantasma, desconcertante. En los momentos de calma, el fantasma es el sabio, el idealista, el psicoanalista compasivo, apareciéndose en aquel nicho de alcoba, en aquella escena de Grand Guignol de novela francesa, sin grandeza ni sinceridad. Veo al sabio flotando, descarnado, ojos de firmamento. ¡Mi sueño! Veo el cuerpo, el cuerpo asexuado, que expresa con el látigo la ira de su propia frustración.

Todo esto a la luz crepuscular.

Si no le explico a Henry el esquema de mi neurosis es porque me siento como un criminal que necesita que se le dé una oportunidad en un nuevo país, con nueva gente. Es una manera de vencer el pasado. Lo que sí hacemos algunas veces es hablar, esforzándonos por entender a June, sobre las causas de las excentricidades en el vestir de June y mías. La malicia sexual de June (como la de Frieda en la vida de Lawrence).

¡Hablamos todo el día! Henry saca todo lo que sabe, lee y piensa. Habla para encontrarse a sí mismo, sus ideas. Lawrence, el sexo, su juventud, un millón de temas, exploraciones y descubrimientos. Si no hubiera sexo entre nosotros, seguiría habiendo mundos y mundos de apasionantes intereses compartidos, de desarrollos mutuos.

Esta noche, de todas las noches, es la que elijo para decir mi última palabra sobre Hugo, ahora que en mí no queda nada más de aquel sentimiento de reproche o agravio. Todo se debió a la necesidad de justificar mi pasión por Henry. Y lamento los defectos que atribuí a Hugo. No tiene ninguno. Es el más perfecto de los seres. Tuve grandes necesidades; le exigí injustamente. Esperé de él cosas inhumanas. Hugo me ha ofrecido una adoración divina e inmerecida. Se ha perdido a sí mismo por mí. Me ha servido, me ha entendido y me ha salvado. Le debo diez años de obsequios que pocos hombres habrían hecho a una mujer. Siento esta noche una especie de devoción intachable. Mis denuestos, mis acusaciones fueron monstruosas, injustas, reveladoras de mi falta de entendimiento, porque entendimiento significa aceptación. He torturado, atormentado e importunado a Hugo. Me ha dado el máximo. Igual que he torturado a Eduardo con exigencias injustas —exigencias de lo imposible—.

Nunca he amado a Hugo de manera tan profundamente fraternal y firme como esta noche. Quizá parezca un sacrilegio. Es porque mi contento, por fin, sólo ahora me hace verdaderamente sabia y verdaderamente humana. Puedo decir que sólo esta noche he entendido el gran valor personal de Hugo, con independencia de mis necesidades.

Tarde: Mi guerra con la fragilidad. Si escribo demasiado, todo el día, mis ojos se cansan, se empañan, quedan inservibles. Por la noche, después de escribir, no puedo leer.

No puedo estar sin dormir. Debo calcular y economizar mis energías. Sé que mi energía se rebela contra mi voluntad impulsiva, se rebela ferozmente. Intento vivir sin enemistarme con ella. Me rindo a la marea del cansancio. Admito que el día es excesivamente largo para mi capacidad de resistencia. Duermo siestas para estar despejada hasta las diez o las once de la noche. Con todo, tengo que enviar a Henry a su casa después de dos días, para ocultarle mi cansancio. Es verdad que exagero mis defectos. Pero me humilla luchar contra una fragilidad que no es una enfermedad mortal. No puedo beber. Una noche de excesos me deja su huella durante una semana.

Por lo menos, en las crisis puedo contar con mi voluntad.

Con frecuencia me siento muy triste. Me digo que, aunque no existiera Hugo, no podría seguir a Henry. Sería una pesada carga para él.

No estoy hecha físicamente para una vida intensa, tengo que dosificarme: espaciar mis orgías, mis éxtasis, reponer fuerzas en el jardín, condenada a una comodidad y un descanso que no quiero (¡detesto mis siestas!). Mi actividad mental, imaginativa y emocional me devora y no está a la altura de mi vitalidad física.

Tengo que moderarme. Río al pensar que he de decirme a mí misma: «Mañana viene Artaud, por lo tanto no puedo acostarme tarde. ¡Tengo que acumular energías!». Patético y ridículo. Me pongo furiosa. Si estuviera dotada de una energía normal, hoy sería una gran mujer.

La flagelación me ha dejado marcas de color malva.

A Boussie no le gusta «Alraune». Al principio me dolió, pero luego mi confianza me dijo que tengo razón y que Boussie está envejeciendo. No puede seguirme del todo. Se vuelve francesa: exige lógica, secuencia, verosimilitud, traduce las páginas con aversión inconsciente. Cuando las amigas empiezan a alejarse, significa que estoy haciendo algo, que estoy llegando a alguna parte. La oposición es buena. Tengo que aprender a enfrentarme con ella.

Regresa Hugo y empiezo a hacerlo divinamente feliz. Se acabaron las exigencias, ¡ni siquiera que deba acordarse de echar las cartas al correo o traer pan a casa!

5 de mayo de 1933

He encontrado a mi Padre, el dios, sólo para descubrir que no lo necesito. Cuando viene a mí, él, que ha marcado mi infancia tan profundamente, soy ya una mujer y me he liberado de la necesidad del padre-dios. Soy tan absolutamente mujer que entiendo a mi Padre —ser humano y vuelve a ser el hombre que es también niño.

Henry rompió las cadenas. Encaro mi amor maduro. Cuando mi Padre y yo nos encontramos verdaderamente, después de veinte años, no es un encuentro, sino darme cuenta de la imposibilidad de encontrarme con él en la Tierra salvo como hombre y mujer, en la perfección del sexo. El Padre que yo imaginaba, fuerte, cruel, héroe, torturador, es suave, femenino y vulnerable. Con él, también Dios se humaniza y es vulnerable e imperfecto. Desaparecen mis terrores, mi dolor, la pasión sacrílega. Encuentro un Padre que es sagrado. Encuentro la sacralidad. Puedo, como dice Henry, «reconciliarme» con Dios también, porque soy libre.

El amor de Henry fue la prueba suprema de mi condición de mujer. Fui fuerte en esa prueba. Encuentro a mi Padre y soy fuerte. Poseo mi propia alma, mi propia integridad, mi totalidad.

Mi Padre viene cuando he sobrevivido al cruel y ciego instinto del castigo; viene cuando lo he sobrepasado; se me da cuando no lo necesito, cuando me he liberado de él. Mi Padre viene a mí cuando ya no es el líder intelectual que anhelaba (Henry lo es ahora), el guía por el que he llorado (Allendy), el protector en quien se apoyaba mi niña interior (Hugo). Creó una niña y no supo insuflar en ella más que el terror y el dolor de la vida, como Dios hace, y ya he superado el terror y el dolor. Hoy soy yo quien está preparada para liberar a mi Padre del dolor y del terror de la vida.

Mi vida ha sido un prolongado esfuerzo, una lucha hercúlea para levantarme y sobresalir en todo, para hacer de mí un gran carácter, para crear, perfeccionar y desarrollar; una desesperada y angustiosa ascensión para borrar y destruir la obsesiva desconfianza en mi propia valía. Siempre apuntando más alto, acumulando amores que compensaran el terror y la conmoción inicial de mi primera pérdida. Amores, libros, creaciones, ascensiones. Frenética. Siempre intentando logros mayores, más profundos, estableciendo ideales, imágenes, apartando a la mujer de ayer para perseguir una nueva imagen. Cuando conocí a June, la absorbí y me convertí en todo lo que admiraba. Me convertí en June. Ahora siento de nuevo el comienzo de una nueva ambición. Me olvido de gozar de todo lo que tengo, ¡tesoros increíbles! Olvido que el lunes viene Bradley; el martes, Artaud, a quien reverencio; el miércoles, Padre; el jueves, Allendy; el viernes, Henry; el sábado, Steele. ¡No hay días suficientes en la semana! Tengo una lista de espera: Millner, Gustavo, Néstor, André de Vilmorin. Y mi gozo palidece ante la imagen de la madre de Louise, que tuvo amantes incontables y es drogadicta. Despierta de inmediato mi ambición desmedida. Me pongo de nuevo en camino, persigo nuevas dificultades, escalo nuevas cimas. Inquieta mientras haya tierras que descubrir, vidas que no viven. ¡Qué locura! Es un veneno, una maldición. Quiero gozar. Quiero detenerme y gozar. La gente ha sido consciente de mi esfuerzo, de la dirección inexorable y del propósito que me guiaba. Se acabó. Debe terminarse o me matará. Siempre: ¡Quiero! ¡Quiero! Nunca: Tengo, tengo. Insaciable. Pero hoy me pongo freno, y este será el diario de mi gozo.

Por la tarde. Pienso en la carne pulposa de Allendy, en la manera femenina que adopta cuando pronuncia la palabra pura, con una cierta languidez y gracia. Pienso en Allendy, el burgués furtivo que espera en la estación del metro, saturnal, sigiloso, la boca de mujer y los dientes laqueados brillando en la oscura barba, femenino, y en la extraña y lúgubre sensación de la flagelación. Lo odio. Me resulta repulsivo, pero repulsivo como la realidad, como la historia tenebrosa de un periódico, escena de Grand Guignol, repulsiva como las escenas de Viaje al fin de la noche que llaman la atención de una. Hay en mí, vigilante, una cierta curiosidad literaria y mórbida. Pienso en June flagelando al masoquista que se suicidó. Experimento el placer voluptuoso de Allendy al azotar mi propia fragilidad, el terrible engaño de aquel vértigo que conduce a una cópula casi lesbiana, un pene como un dedo o boca de mujer —frustración—, y aborrezco a Allendy con todo el aborrecimiento que una puede sentir, porque la senilidad y la impotencia se pervierten con la desviación, la sustitución. La misma trampa hecha a mis sentidos, con la sustitución del falo por el látigo, me enfurece y me hipnotiza.

¡No voy a ver a Allendy! ¡No voy a ver a Allendy! Ahora estoy segura.

Estoy fascinada por la mera contemplación de un acto de crueldad. Río al imaginar que Allendy llega a la estación del Métro Cadet, con su látigo en el bolsillo, y no me encuentra.

Al mismo tiempo, no tengo más remedio que recordar que se expuso, que me desveló sus secretos, su carne, sus dudas, sus miedos, y no puedo hacerle daño. Veo su cabeza inclinada mientras me dice: «Aquel primer abandono me marcó para toda la vida». Le escucho decir: «Antes de ti, todas las mujeres que he conocido étaient des garces. Putas». Tengo el enorme deseo de hacerle daño y, al mismo tiempo, humanamente, no puedo. Me ablando y me endurezco en el mismo instante. «Tu único defecto», dice Henry, «es tu incapacidad para la crueldad».

Bradley no puede imaginarme «sociable», sino tan sólo solitaria y protegida, desconocida. ¡Ilusión suya! Cuando le digo que mi vida está llena de incidentes, queda decepcionado. Me imaginaba completamente sola (quizá, también, regocijado por descubrirme).

Lo que me molesta es que parece que yo juegue con los sentimientos de la gente. Siempre se conmueven. Algo les despierta la piedad y, algunas veces, me siento como Henry. Desconfía del hombre que te compadece: Henry, que también conmueve a todo el mundo. Y June, la actriz, que le reprocha que haga el rôle du martyr. Me he preguntado a menudo si June no fue la mentirosa menos hábil de los tres, pues tan fácilmente se descubrió.

¡Este esfuerzo en pos de la sinceridad siempre tuerce mi camino y me lleva a la insinceridad!

Yo esperaba al hombre de las fotografías, un rostro menos surcado de arrugas, menos tallado, más transparente. Lo encontré tan duramente grabado, tan pétreo; pero, en el mismo momento, me gustó el nuevo semblante, la profundidad de las arrugas, la firmeza de la mandíbula, la sonrisa femenina en contraste con la piel bronceada, de un tono casi apergaminado, una sonrisa con un hoyuelo vigoroso. La esbeltez de la figura, la gracia concentrada, la vitalidad de los gestos, el desgaire, su misma frescura, su aire juvenil. Un regusto de encanto inmaterial, de falso encanto. Un egoísmo supremo y descarado. Entramado de mentiras, de defensas ante acusaciones no pronunciadas; preocupación por la opinión de los otros, temor a la crítica; susceptibilidad; distorsiones continuas e inevitables; ingenio y palabra fácil; violencia de imágenes; infantilismo; encanto desarmante. Siempre encanto. Predominio del encanto. Corrientes soterradas de falsía, puerilidad, irrealidad. Un hombre que se ha mimado, que se ha protegido con algodones de la verdad, del dolor profundo, del vivir intenso y, con todo, preocupado por mis propios problemas esenciales: expansión, explosividad, miedo a la destrucción. Pasión por la creatividad y, en determinados momentos, una honda e inevitable crueldad. Ninguna psicología: «Es Nin», dice, con un repentino dardo de crueldad, de explosiones súbitas.

Manantial de sentimientos agotado por el fingimiento exagerado, por la inseguridad, por el egoísmo. ¡Mi Doble! ¡Mi malvado Doble! Encarna mis miedos, mis dudas íntimas, mis defectos. Caricaturiza mis inclinaciones. Algo cálido y humano dentro de mí lucha, lucha con su frialdad. Busco las diferencias. Veo que busca el dinero, que es interesado. Respiro aliviada. Nada tiene que ver eso conmigo. También me veo introspectivamente. Es esa mi sinceridad. Conozco mis insinceridades. Me he alejado de cualquier imagen idealizada de mí misma. Padre aún carga con esta imagen. Se debe de creer amable, caritativo, generoso, altruista. No lo es, pero ¿por qué siente pavor de admitirlo, de reconocerlo?

Miro a mi Doble y veo un espejo: Mi puntualidad, una característica acentuada y marcada. La exigencia de puntualidad. La necesidad de orden, como un caparazón que me rodea frente a la posibilidad de desorden, de destrucción, de autodestrucción.

Cómo descarto los fragmentos de mi vida que no encajan en mi imagen deseada.

La necesidad de representar, de fingir.

El poder de él. Su poder para producir la ilusión de sinceridad por el hecho de engañarse a sí mismo. La desesperada necesidad de ilusionar a los demás, originada en la inseguridad del verdadero valor del yo. Cuando lo miro, mis mentiras me ponen enferma y me pregunto si son tan transparentes como las suyas. La larga explicación de cómo y por qué cayó enfermo y tuvo que irse al sur durante cuatro meses. La incómoda sensación que le obliga a este despliegue de explicaciones antes incluso de que la otra persona muestre alguna duda sobre la necesidad de aquel viaje, o quiera saber su justificación. La necesidad de demostrar que trabaja muchísimo en algo absolutamente necesario, porque no está muy seguro de que su trabajo, o él, sea necesario, vital o valioso.

Orgullo. Orgullo inmenso, en conflicto con la necesidad de los demás, la necesidad de amar.

Cuando se acerca a mí, hablando y riendo, me siento intranquila, no parece que sea mi Padre, sino un hombre, un joven de encanto infinito y falsedad fascinante, laberíntico, fluido, inaprensible como el agua.

Nos mostramos alegres, festivos. Flirteamos como amantes. Le recuerdo que he dejado marcas de lápiz de labios en sus mejillas, que María Luisa* las verá. Soy seductora. Me dice: «Nunca has parecido tan definitivamente española como ahora».

Se ha rendido a su naturaleza hipercrítica. Olvida sentir, gozar. Sus sentimientos son repentinos, autocentrados, pueriles; o violentos y crueles, vindicativos.

Sólo me asusta en el momento en que recuerdo que, cuando era niña, siempre me parecía severo, disgustado, descontento y que su sentido crítico, su dureza, me aterrorizaban.

Ahora escapo de este terror devolviéndole la crítica. Mientras habla, me ocupo en detectar sus imperfecciones, las revelaciones de sus arrugas, las vanidades, las poses de un hombre siempre temeroso de ser descubierto, condenado. Crea siempre una defensa ante cualquier ataque.

Mi Doble, de quien siempre he huido con enorme terror, quiere ser diferente.

Lastimeramente, pregunto a Hugo: «¿Soy egoísta?».

He vivido para no ser mi Padre. Su existencia es una caricatura, un fantasma de mis dudas íntimas, de mi autocrítica, de mi enfermedad.

Mi enfermedad regresó ayer. La pérdida de mí misma. La tortura de los reflejos, de las semejanzas tangenciales. «Cuidas el jardín, pero con guantes, ¡por supuesto! Como yo hacía». Entonces, si ambos cuidamos del jardín con guantes, quizá seamos también aprensivos con respecto a la pobreza. Nos da miedo la miseria, nos afecta como el lodo, luchamos desesperadamente para salir de ella, buscamos seguridad, protección. ¡Cobardes! Pero yo he sido valerosamente pobre, resueltamente pobre, quizá con la alegría inconfesada de vencer mi miedo al Padre. He hecho grandes sacrificios. Me casé con un hombre pobre. Nunca pensé que viviría con Henry alguna vez. El hecho real es que he sido impávida, capaz de inmensas devociones. A pesar de eso, de mi escrupulosidad para disponerme a destruir en mí cualquier apego exagerado al lujo, a la belleza, de los infinitos escrúpulos de conciencia, de las dudas, de la necesidad de llevar a cabo sacrificios como si tuviera que expiar una posible aunque inexistente culpa, es una enfermedad, una enfermedad. Vivo en oposición a mi Doble. Vivo con la caricatura de mis defectos con el propósito de disfrazarme con ellos.

Por la noche soñé que mi Padre me acariciaba como un amante y experimenté un placer inmenso. Me desperté para encontrarme con que era Hugo. También pensé durante la noche en las muchas semejanzas que hay entre mi Padre y Henry. Pero Henry ha roto las cadenas de mi servidumbre y devoción por mi Padre, siendo más grande que mi Padre dentro de su propia realidad.

10 de mayo de 1933

La visita de Artaud ha perdido su vivacidad, pero de momento me absorbió poderosamente. Hablamos apasionadamente de nuestra costumbre de condensar y tamizar con rigor las cosas, de buscar lo esencial, de nuestra afición a quintaesenciar todo en la vida y en la literatura, incansablemente. Discutimos sobre el psicoanálisis, al principio agresivamente. Se mostró implacable con su empleo pragmático, dice que sólo sirve para liberar sexualmente a la gente, cuando sólo debiera emplearse como una disciplina metafísica, para alcanzar el Todo. Descubrimos que, en un sentido, nunca lo necesitó tanto como yo, porque nunca perdió su equilibrio como yo. Sigue teniendo una conciencia lúcida y objetiva de su yo. Se alegró cuando supo que yo había nacido bajo el signo del agua. Dijo que se ajustaba exactamente a mi carácter, poseedor de una sustancia resbaladiza, como la de un pez, difícil de apresar, ¡pero que se siente! ¿Es ese el verdadero significado del título de mi primer relato, «La mujer que ningún hombre pudo atrapar»? ¡Henry es el único que ha podido hacerlo!

Empiezo, como Henry, a alegrarme cuando veo que las cosas no van bien, a buscar la armonía con menos intensidad, a dejar que las catástrofes y los malentendidos se acumulen, estallen.

Pero no puedo hacerme a la idea de dejar a Allendy esperando en el Métro Cadet. Su voz suena con frialdad cuando le digo que iré a verlo a Passy y no a la estación de Cadet. La farsa y el juego de la flagelación me resultan cada vez más nauseabundos a medida que descubro tormentos y conflictos reales y más profundos.

Por la tarde. Allendy pone orden en mi caos. Dice que sigo teniendo un gran sentido de culpa, porque, por la naturaleza de mi sentimiento hacia mi Padre, desplazo la esfera del castigo y me castigo a mí misma, y sólo expreso mi culpa con respecto a mis mentiras, pequeñas travesuras y otras faltas, todas menos la única, como si eludiera el verdadero crimen o pecado con una larga enumeración de los pecados y crímenes pequeños y extraños. Très bien. Pero entonces decido emplear este sentido de culpa para liberarme de mi relación con Allendy. Exagero y acentúo mi culpa y me invento una escena con Padre en la cual él me pide que no tenga amantes, y le digo a Allendy que le he jurado no tenerlos, porque amo a mi Padre y su tiranía. Dejo que Allendy me crea la más obstinada e inflexible masoquista de la sexualidad.

¿Me cree?

Qué intranquilo se siente con mis mentiras, mis verdades, mi angustia convincente. Besa mis brazos y cuello y pone sus manos en mis piernas. Veo que lo tiento, que de nuevo está fuera de sí. Y me entristece. Todo porque no sé decirle brutalmente: «No te quiero como amante».

Se alegra porque piensa que mi Padre, por lo menos, desplaza a Henry. Esto hace que se refiera a mi Padre casi amistosamente: «Empieza a gustarme ese español que predica moralidad a su hija».

Cuando veo lo intensamente vulnerable que es Allendy, cuando escucho el tono anhelante de sus dudas ocasionales, me siento cada vez menos capaz de decirle la verdad al ser humano. Nadie tolera la propia derrota; todo el mundo, hasta un psicoanalista objetivo, se sentiría ofendido y herido mortalmente.

Todavía sentía el calor de las dos horas pasadas en el café con Henry, quien, para permanecer conmigo, me acompañó andando casi hasta la puerta de Allendy. Mientras caminábamos, planeamos su venida a Louveciennes el viernes por la noche, una hora después de que Hugo salga para Suiza y mi Padre para España.

Allendy corrobora mi intuición de que Artaud es homosexual, e inmediatamente me doy cuenta de por qué se sintió atraído por Hugo, una atracción que al principio me dejó confusa. Y, con sorna, dije para mis adentros: ¡Siempre un homosexual al fondo!

Me siento a esperar a mi Padre, plenamente consciente de su superficialidad.

El vínculo con mi Padre se ha roto. Es posible que Allendy me haya ayudado otra vez. Pero quien verdaderamente ha roto las cadenas ha sido Henry, por lo que él es. El profundo pozo de sentimientos de Henry, la gravedad, el peso de sus fervores, tan hondos y ricos.

Estoy soñando. Esto no es vivir. Mi Padre llega con los brazos cargados de flores y un delicado jarrón de Lalique. Con un talante sincero, porque ya está tranquilo. Confiado y amable. Y estamos juntos muchas horas, descubriendo nuestras semejanzas. He adivinado todo, lo mismo que él. María es Hugo. Adoramos la bondad, la perfección de ambos. Creamos armonía, seguridad, protección, un hogar, y luego nos impacientamos. Como tigres, dice Padre. Inquietos, vitales, temerosos de herir, de destruir, pero ávidos de vida, de renovación, de evoluciones. Cobardes ante la bondad, leales a Hugo y a María. ¡Discípulos y adoradores nuestros! Las dos personas que tienen poder sobre nosotros. El mundo quizá piense que somos nosotros los tiranos. Padre y yo sabemos cómo nos pueden esclavizar y encadenar la ternura, la piedad y la bondad de los demás. ¡Deseosos de que María y Hugo fueran crueles para poder serlo también nosotros!

—No necesitamos mentirnos —decimos.

Pero lo hacemos, vaya que sí. Debo mentir acerca de la visita de Henry esta noche, porque mi Padre no quiere que lo vea. Y él miente también, aunque no sobre cosas importantes.

Me dice: «Te has convertido en una belleza. Qué maravilla, ese cabello negro, los ojos verdes, la boca roja. Y se ve que has sufrido, a pesar de la serenidad de tu rostro. El sufrimiento lo ha embellecido».

Estoy de pie, delante de la chimenea. Mira mis manos. De pronto, retrocedo y empujo el jarrón de cristal contra la pared. El jarrón se rompe y el agua se derrama por todo el suelo. No sé lo que esto significa.

Me estaba diciendo: «En junio, cuando Hugo se vaya, tienes que venir conmigo a La Riviera. Te tomarán por mi amante, seguro. Será delicioso».

Habla de las enfermedades de los Nin como si fueran una propiedad de los Nin. El hígado de los Nin, el reuma de los Nin, la palidez de los Nin. Incluso hay orgullo en nuestras humillaciones. Orgullo. Orgullo. Y de pronto me doy cuenta de la enormidad de mi propio orgullo. Sólo que prefiero expresarlo con humildad. Soy humilde, pero, mientras más humilde soy, más orgullosa es mi alma, la dura alma de los Nin, la que desprecia el mundo que la hiere. Con qué intensidad sufro la pobreza, las humillaciones, tan profundamente que sólo un gran orgullo puede explicar las heridas, la profundidad de las heridas. Si no fuera orgullosa, no me sentiría tan mortalmente ofendida. Perdono las ofensas, pero en eso, también, hay desprecio por el mundo. Perdono y me siento superior. Me humillo porque conozco mi orgullo. Soy demasiado orgullosa para darme, para confiarme, para revelarme. Prefiero una escritura esotérica, un diario secreto, una pasión única. Demasiado orgullosa para ceder a las relaciones ordinarias. Noble. Todo debe ser grande, noble.

Al ver a mi Padre, siento que este orgullo se despierta, fieramente, como una serpiente. ¡Ahora siento la tigresa! Bajo la bondad, los sacrificios y la piedad, un ardiente orgullo. ¡Estoy inmensamente orgullosa de mi Padre!

Entiendo en él, como en Henry, que el artista busque egoístamente la protección de las mujeres (que es, como ya dije una vez, como la búsqueda de un sostén, de un protector masculino, por parte de la mujer fecunda). Veo la sinceridad bajo el gesto aparentemente calculado. Entiendo en él, como en Henry, la necesidad de independencia, de estímulos, de putas. Me parece que sé ahora cómo debo interpretar a Henry y adivinar todas sus necesidades, partiendo del conocimiento que llevo en la sangre de mi Padre, de quien nada sé conscientemente, pues todo lo que sé de él son distorsiones y es evidente que nadie ha entendido a mi Padre, nadie excepto María, que lo adora.

Serena y gozosamente, Henry y yo caemos dormidos en la cama árabe. Mi primer pensamiento esta mañana ha sido telefonear a Padre.

Bonjour, mon très, très vieux chêne.

Farceuse, va —dice Padre alegremente.

Cree que durante la ausencia de Hugo, Madre está conmigo. Un embustero frente a otro embustero. Es Henry quien baja a desayunar mientras telefoneo a mi Padre.

Cuando rompí el jarrón de cristal y se derramó el agua, ¿hacía añicos una vida contenida, irreal y artificial, para dejarla correr libremente? Catástrofe y curso libre.

Padre dijo: «No me preocupaba ser viejo, sé que no soy viejo. Pero temía que llegaras demasiado tarde, cuando ya lo fuera. Temía que no me vieras lleno de vida y reidor, capaz de hacerte reír…».

¡Y, de pronto, sentí una oleada de admiración por mi Doble! Lamenté los años que no lo conocí, que no aprendí de él. Fui orgullosa y sufrí por no estar a la altura de su ideal cuando vine de Nueva York. Creí no estar preparada. Temí desilusionarlo. Junto con mi perdón, era mucha la necesidad de dar a Padre lo mejor que había en mí. Cuando me creí fuerte, pensé que había llegado el momento. Pero si hubiera sido humilde habría aprendido de él.

Ahora, sola, he llegado a ser lo que soy, y únicamente entonces hago donación de mí misma. Pero todavía tengo mucho que aprender de Padre. De la misma manera que tengo mucho que aprender de Henry.

Henry. Henry hace retratos míos a la acuarela. Habla y folla. Goza de la paz conmigo. Pero algunas veces estamos a punto de pelearnos. Henry, con su carácter belicoso, ataca mi impermeabilidad aristocrática, como si quisiera derribar esta última superioridad. Mi comportamiento siempre le ha chocado un poco. Dice que, la primera noche que vino con June, yo estaba sentada como una reina, reservada e impresionante. Mientras más tímida, más reina parezco.

Bromeamos y reímos. Le digo: «Puedes derribar todo, excepto eso. Siempre seré amable con las personas, pero nunca familiar…».

Me siento al lado de la chimenea, sobre cojines de color naranja. Henry pinta. Hay acuarelas en el suelo, libros abiertos sobre la mesa y notas y manuscritos sobre el escritorio. Con Henry siempre estoy en el paraíso.

De una de las cartas de Henry: Ahora sé que puedo realmente acabar algo. Antes, todo quedaba abortado por una causa u otra, supongo que por culpa mía. Ahora, ni siquiera un terremoto podría evitar que lleve adelante mis planes… No es Lawrence, soy yo quien hace sitio a… Pondré a Lawrence en alto y a cubierto de los lloriqueantes profanadores de tumbas que escriben sobre él. Si yo lo he enterrado, por lo menos lo he enterrado vivo.

14 de mayo de 1933

Henry y yo estábamos profundamente dormidos esta mañana cuando oímos la campanilla de la puerta. Fue Henry quien tuvo miedo, inmediatamente alertado por una extraña intuición. Iba a decirle, como otras veces, que no se preocupara, que debía de ser el panadero o el lechero. Pero, de pronto, oí la voz de Hugo que hablaba con Emilia. Se acercaba rápidamente. Henry saltó de la cama y recogió su ropa. Eché a correr para encontrarme con Hugo en la escalera, para detenerlo, para que Henry tuviera tiempo de llegar al cuarto de los invitados. La curva de la escalera nos salvó. En mitad de ella me encontré con Hugo. Lo besé, tratando de ganar tiempo. Dos escalones más y habría visto pasar a Henry.

Luego subimos. Pero Hugo había visto el sombrero y el abrigo de Henry en el vestíbulo. Una mirada de sospecha y una expresión de profundo disgusto aparecieron en su cara. Nunca le había visto aquella mirada, de conocimiento absoluto.

—¿Quién está aquí, Henry? —preguntó.

—Henry vino a verme ayer, y como era la noche libre de Emilia, tuve miedo. Por eso se quedó, porque tenía miedo.

Y entonces me fui otra vez a la cama, temblando, y empecé a hablar sin parar. Tuve la intuición de hablar de mi Padre, refiriéndome con entusiasmo a su encanto, a nuestros parecidos, hasta que Hugo, que siempre ha tenido celos de Padre, empezó a inquietarse.

—Cuando Padre vino el sábado —terminé diciendo—, se ofreció a hacerme compañía. ¿Hubieras preferido eso? Henry parecía una perspectiva menos peligrosa.

—Me pareció oír que Henry salía corriendo de tu habitación —dijo Hugo.

Retrato de Anaïs Nin, tocada con un sombrero de piel, pintado por Henry Miller.

—¡Qué imaginación tienes! ¿Crees que si te engañara, lo haría de una manera tan descarada?

Necesitaba creerme, pobre Hugo. Buscaba consuelo, apoyo, protección, seguridad, porque estaba cansado y preocupado con asuntos de dinero. Le di toda mi ternura. Calmé sus miedos, sus dudas, sus celos. Se fue al trabajo casi contento. Y entonces me fui a la habitación de Henry.

Henry y yo reemprendimos nuestro trabajo, nuestras lecturas. Luego telefoneó Padre: «Debo ir a verte, aunque sólo sea una hora». Tuve que apresurarme en darle el almuerzo a Henry.

No me gustaba que Henry pensara que lo echaba. Lo besé y me excusé pretextando que tenía que cambiarme de vestido.

—Tu vida es como el teatro —dijo Henry—. Ahora te preparas para el siguiente acto. Con qué rapidez tienes que cambiarte…

Mientras me tomo un respiro de diez minutos, entra en mi habitación. Había estado sentado junto al fuego, meditando, mirando su copa de licor. Entra y pasea inquieto a mi alrededor.

—Escucha, Anaïs, si las cosas estallan, déjalas que estallen. No trates de remediarlas. No te preocupes por mí. Puedes venirte a Clichy y ya nos las arreglaremos de algún modo. No tengas miedo ni te sientas aterrorizada. Me gustaría que todo estallara. Sería lo mejor.

Esta afirmación de Henry de no temer a las consecuencias, ahora que por primera vez goza de la seguridad que hace posible su trabajo, era una gran ofrenda. Una ofrenda generosa. Me conmovió. Lo tranquilicé. Le aseguré que nada me aterrorizaba. Pero me gustó oírselo decir. Se acercó a la cama y nos besamos. Me ha parecido extraordinariamente hombre y responsable.

Me compadece. Mis últimas palabras fueron: «No tengo miedo de nada».

Sólo estoy cansada.

Y viene Padre, resplandeciente, y nos entendemos, como un milagro. Veo que el equilibrio es el fundamento de nuestra naturaleza. ¿Es Padre quien va a impedir que me desate? Tengo la sensación de que, cuando estamos juntos, ambos somos más fuertes, igual que cuando estoy con Henry.

Padre, también, tiene celos del diario.

—Mi único rival —dice.

Henry advierte otra vez que nada en mi casa, por bella que sea, es inútil. Henry me ha visto martillear, reparar y escribir a máquina, colocar una lámpara, hacer cualquier cosa para que esté cómodo. «Qué cabeza tienes», me dice. De pronto, ayer, le dije a Henry que no me importaría en absoluto dejar de ser creativa en arte, que me contentaría con poner todo mi talento a su servicio, ser útil para su trabajo. No tengo la gran ambición personal de hacer una «obra», sólo vivir y someter esta vida a mi amor, al creador, a Henry.

La confianza de Hugh ya nunca será la misma. Ahora, en su subconsciente, existe la duda. No puedo olvidar su cara de aquella mañana. He perdido todo sentido de seguridad. Sabe. Fue la misma mirada de Henry Hunt* la noche en que Louise encontró a su amante en el cabaret. Una mirada verde, irritada, llena de odio. Me aterroriza. Le escribo a Henry: «No ha habido estallido, pero ya no habrá más confianza. No quiero ser una carga para ti, nunca. He decidido que tengas siempre tu seguridad y tu independencia. Mi vida está sujeta a tus necesidades. Gira alrededor de tus necesidades».

Escribo a Artaud y le envío un poco de dinero.

Me doy cuenta de que los placeres del amor no son nada para mí sin lo demás que lo rodea. No encuentro ningún placer en el «de-cinco-a-siete». Lo cual, definitivamente, comprende a Allendy y a los demás juegos. Eso está acabado. En mi sueño, humillé a Allendy por pensar que la vida es un juego.

Placer en otra parte. Placer en aliviar a Artaud de la servidumbre de sus necesidades materiales y, sobre todo, aliviarlo de su creencia de que el mundo está en su contra.

Recuerdo la broma de Allendy: «No juegues con Artaud. Es un perdedor, demasiado miserable».

Siempre es tan brutal, tan directo, creyendo que mi Padre quiere acostarse conmigo, yendo siempre a la conclusión y saltándose todas las étapes, igual que Henry se saltaba todas las constelaciones del lesbianismo. Dormir juntos es lo menos importante y lo más obvio, el modo más insatisfactorio y estúpido de imaginar continuamente la vida.

Me digo que estoy tratando a Hugh de una manera cruel e injusta. Pienso en su lealtad y me siento mezquina. Pienso en su vida y siento que la sacrifico a mi expansión. Me preparo para amarlo. Toda la tarde medito sobre sus virtudes. Lo veo estudiando astrología, como un santo. Oigo el coche, sus pasos, su voz. Lo recibo sonriente. Es joven, sereno. Pero lleno de deseo, excesivamente apasionado, demasiado pegajoso. Me someto a sus caricias. Mi cuerpo es indiferente. Pero entonces, ante su deseo, me rebelo. Aborrezco su boca sobre la mía. Y el dolor, los grandes y torpes estragos, siempre como una violación. Mi cara está retorcida de dolor, debo ocultarla. Y finjo que los suspiros y gritos de dolor son suspiros y gritos de alegría. Afortunadamente, Hugh es rápido, como ave de pesadas garras, y estoy erizada de hostilidad y disgusto. Lo odio en este momento. Todo mi deseo de amar está destruido. Me gustaría hacerle daño. Tengo que repetirme: «No lo sabe, no sabe qué tortura es esta». Pero lo odio. Y si unos momentos más tarde pierde algo o me pide un favor, siento una inmensa irritación por todos sus pequeños defectos, furiosa porque sea tan distraído, tan débil, tan descuidado, tan olvidadizo. Todos sus pequeños defectos me parecen insoportables porque no lo amo. Siento como si escupiera fuego. Me lavo rápidamente, enfadada. Me siento implacable. Cansada de dirigirme y controlarme en el amor. Cansada de fingir. ¿Es que no siente la frialdad de mi cuerpo contra el suyo? ¿Por qué me desea tan tercamente, tan ciegamente? No se da cuenta de nada. Es ridículo. Y tampoco tiene remedio.

Nuestra vida juntos es como una tumba. Cuando escucho música me imagino estallando violentamente. Sólo estallando. Llorando, gritando, gritando verdades, volviéndome loca.

Hugh está sentado, sereno, bajo la luz de la lámpara, trazando horóscopos. Inocente. Irreprochable. Ciego. Vacío. Aquí y allí, unas pocas islas de vida, regiones vibrantes. Pero grandes espacios de indiferencias vacías, de letargos. Ceguera y sordera parciales. Quizá eligiera yo esto como antídoto de mi superconsciencia. Pero ahora me he despojado de esta necesidad de comodidad, de serenidad pasiva, de fidelidad, de todo. No debo permitir que mi sacrificio sexual y el odio me lleven a la injusticia. Pero no se trata de un deseo de guerra, de un terremoto que nos haga pedazos.

16 de mayo de 1933

Charla con Joaquín, paseando ciegamente y sin rumbo fijo alrededor del lago. Palabras. Sin ver nada, totalmente absorbida por el dolor. Pidiendo a Joaquín que no juzgue a su Padre, porque es lo mismo que juzgarme y condenarme. Joaquín, furioso, dice que no hay semejanza en lo esencial, sólo en los detalles. Padre vive en un mundo inhumano. ¡Pero yo también! De pronto, me acuerdo de Henry y me conmuevo. «¿Lo ves, lo ves? ¡Eres humana!».

Joaquín habló de la mala conciencia de Padre (Padre sigue intentando justificar ante todo el mundo su abandono de Madre). ¿Cuánto tiempo hace de ese crimen? ¿Cuál fue el crimen? Sé que cuando me acuso con escrúpulos enfermizos de mi conducta con Hugh, no es por esta o aquella acción, sino fundamentalmente por un sentimiento de culpa que está en la raíz de nuestro malestar y nuestra escrupulosidad excesiva. Una autocrítica verdaderamente mórbida. Como, por ejemplo, cuando hablo con Henry de nuestras dificultades financieras y luego compro, por diecinueve francos, el pequeño castillo de cristal de «Les Ruines».[12] Siento tantos remordimientos que, cuando él lo mira, digo que alguien me lo ha regalado. Soy consciente de lo violentamente que deseaba ese objeto, esa baratija, del hecho de que, cuando la compré, sólo tenía en cuenta mi deseo, hechizada por mi imaginación, consciente de que cuando volviera a estar sobria, no me sentiría feliz de haberme complacido.

Pero hay otros días en que he llevado bolsas llenas de libros, para venderlos y que Henry pudiera tener los libros que necesita para su trabajo. Llevo unas sandalias gastadas y sólo tengo dos camisones de dormir, pero le envío a Artaud doscientos francos y, al hacerlo, incurro en la ira de Hugh. Creo que la historia de la chuchería de los diecinueve francos explica muchas de las mentiras de Padre. Teme ser juzgado, no por los detalles de su vida, sino por algún hondo y secreto sentimiento de culpa que tiñe y permea toda su vida.

—No puedes ir a La Riviera con tu padre —dice Hugh—. Me perteneces.

Fuera del sexo, tan pronto como la posesividad sexual se acaba, puedo volver a mostrar mi ternura. Pienso en los gastos y me dispongo a renunciar al viaje.

Creo que, en lugar de ser delincuentes honrados, Padre y yo hemos sido demasiado cobardes para vivir nuestras vidas esforzada y resueltamente. Es decir, sin tener en cuenta los sentimientos de los demás. Hay dentro de nosotros, como en Henry, un núcleo traicionero, inhumano. Pero no nos atrevemos a exponerlo, a vivir con él. Siempre nos comprometemos con la vida humana. Padre soportó a Madre durante once años. Henry se vio obligado por June a abandonar a su esposa y a su hija y, más o menos, por mí, a abandonar a June.

18 de mayo de 1933

A la mañana siguiente de mi charla con Joaquín, me desperté vomitando, y durante todo el día fui presa de la fiebre, de temblores, como si me hubieran envenenado; tan débil, que me eché a llorar cuando Hugh me besó. Henry se ofreció a venir, pero no quería verlo. Henry es sólo para los días que tengo coraje. Henry me ama egoístamente, como yo a Hugh, no por mí misma, sino por lo que le doy. Cuando estoy enferma, creo que no puedo encararme con Henry, que se impacientaría con mi fragilidad. Porque con la enfermedad, experimento una crisis de hipersensibilidad: dudo de todo el mundo, temo a todo el mundo, con la salvedad de Hugh. Joaquín me telefonea, ha pensado mucho en mí. Madre hace cosas para mí, teje y hace recados, porque siente remordimientos y el deseo inconsciente de compensarme por su falta de entendimiento. Siempre estoy en deuda con ella, únicamente por cosas. Pero he dejado de ser esclava de mis deudas.

Allendy no ha hecho nada con mi hipersensibilidad. Estaba aquí, echada, escuchando música, vencida por todo, horriblemente expuesta, llorando de gratitud, sólo porque dispongo de Hugh, de una casa, de una cama, porque puedo descansar bajo techo. En mi delirio, imaginé que caminaba por las calles, que Hugh me había echado de casa por lo de Henry, que todos estaban contra mí. Allendy, furioso e implacable. Henry, ocupado con una puta. Todos crueles. Eduardo, frío y escurridizo; Madre, insultante, viperina, implacable y moralista; Padre, crítico y temeroso de que yo complicara mi vida. Hugh y María, infinitamente superiores, porque sólo ellos han amado.

21 de mayo de 1933

Lenta recuperación y despertar a la alegría y a la vitalidad, tras alcanzar las profundidades de la debilidad y el delirio interno. ¡Sol! ¡Calor! Horas largas de somnolencia. La voz sureña de Henry al teléfono. Euforia. Baño. Los placeres del agua, su frescura. Cuerpo sano y ligero. Inmediatamente pienso que Henry necesita dinero. Henry. Y escribo una carta a mi Padre. El reposo adormecido de un día de verano. Mi Padre, mi Padre. Polvos, perfume, ropa italiana (una nueva combinación de terciopelo negro con la parte superior ahuecada, de terciopelo florentino verdiazul con lunares dorados). ¿Quién llama? Abrid las puertas. La casa está de fiesta, cantando y oliendo a azahar. ¡Olé, Anaïs![13] Gustavo, radiante, y Néstor, con su bello rostro, bestial y negroide, sus negros ojos saltones, el gran pintor del agua y la tierra.

¡Cuánta alegría traen! Dice Gustavo: «Tu Padre, que nunca fue generoso, ya no es el mismo hombre. Eres verdaderamente su primera aventure sentimentale. Has barrido el suelo de sus pies, Anaïs».

Estoy sentada, completamente quieta, inundada de alegría, saboreándola, estremecida y casi muriendo de tanto gozo. ¡Por fin puedo dar! ¡Necesitan todo lo que tengo! ¡Y nadie sabe todavía todo lo que tengo! ¡Mientras más amo a Henry, más llena me siento! Inagotable. Y puedo amar a mi Padre. Me necesita. No lucha consigo mismo. Tengo para darle sabiduría, alegría, una nueva experiencia, un estímulo. ¡Vida! Tengo regalos para mi Padre que él ansía.

—Nadie, nadie —dice a todo el mundo—, ni siquiera María, me ha hecho sentir tanto como Anaïs.

Mi pobre Padre. En un instante comprendí tantas cosas que me sentí abrumada. Necesitaba que volviera rápidamente. Hablé casi frenéticamente con Néstor y Gustavo acerca de la fe, de la fe que crea milagros. Milagros. Creo en la magia, en los milagros. Todo es extrañamente bello, pasmoso. La vida me deja sin aliento.

Vino Joaquín, nos cogió de sorpresa. Miró en mi escritorio, leyó las cartas de Padre, se fijó en la fotografía de Padre y recordé las palabras de Gustavo: «Estos dos no se entenderán. Cualquier intento de rapprochement terminará en tragedia. Es a ti a quien ama. Con Joaquín se trata de un compositor cuyo hijo también es compositor. Joaquín nunca amará a su padre».

Y tiene miedo de la influencia que Padre ejerce en mí, de perderme por su culpa.

A Padre:[14] Todo lo que he descubierto de tu vida y de ti responde a lo que yo necesitaba que fuera. Me doy cuenta de que lo he estado buscando confusamente en los demás, pero tú, sólo tú, llenas el gran vacío que he encontrado en el mundo. ¿Sabes lo que significó el jarrón de cristal roto? Representaba el mundo irreal en el que yo vivía. El barco, el mar. Siempre necesité huir, dejar el mundo atrás. Cuando regresaste, la realidad se volvió bella, completamente satisfactoria. Rompí la imitación, el sueño, el mundo muerto, artificial y coagulado. Como tú mismo escribiste: «¡Resucitada!».

Pienso continuamente en mi Padre. Nunca más volveré a reprimirme. ¡No más huidas! Me di cuenta de que abrí esta carta con la misma ansiedad con que abrí la de Henry:

Antes que nada, háblame de los planes de Hugh, porque sueño con nuestra escapada al sol y con tenerte para mí sólo unos pocos días. Ambos merecemos esa divina alegría. Nuestros corazones, abrasados por cada llama, florecerán gozosamente. La buena semilla brotará en fuertes y sanos retoños bajo el calor ardiente de nuestras almas resucitadas. Fugitivos de un pasado doloroso, acudimos el uno al otro para forjar de nuevo nuestra unidad rota… Pero esa comunión extraordinaria exigirá horas y horas de efusión ininterrumpida, en soledad, entre el cielo y la tierra. Los dioses nunca habrán conocido mayor felicidad. Bendita seas siempre, Anaïs.[15]

Esta noche estoy triste. Ironías torturantes de la vida. Di a Henry todo lo que mi Padre necesita. Dislocaciones. Ahora no puedo dar a Padre la misma plenitud de mi pasión. Estoy dividida. Con todo, es cierto que amé en Henry las semejanzas con mi Padre.

La contestación, la respuesta, me llega cuando me he gastado deseando.

Pero todavía estoy más llena que la mayoría de los seres. Suficientemente llena para responder al amor de Padre, ¡si no lo supero!

Sueño con hacerlo vivir, sentir, olvidarse de sí mismo, que conozca la alegría, el impulso, darme a él por entero, porque conozco el placer de darse uno mismo.

Mi gratitud rebosa. Suavemente, amablemente, hago que Allendy se aleje de mí. Dijo que temía dar rienda suelta a su mente, ¡tan vertiginosa y oscura! Le devolví su confianza, su serenidad, para él tan preciosas. Pero también le di momentos de vértigo. Una «amante deliciosa», dijo, pidiéndome que no lo abandonara del todo. Me di cuenta de que las mujeres no deben exigir sensualidad a los cristos y creadores. La amabilidad de Allendy era bella, suave, sin sexo, toda caridad. Me regala un gato callejero al que quiere pero no puede cuidar. Allendy es una mujer.

Para animarme mientras estuve enferma, Henry me envió la copia de una carta a Emil en la que describe por extenso su exuberancia, su bienestar, su alegría, sus paseos en bicicleta.

Le oculté mi mal estado de salud. Envié por él cuando estuve bien.

Cuando hablé con él, lo vi insensible, cruel, como quien no está interesado en nada, excepto en su propia vida y su trabajo. Vi su cara y me frené. Dije: «Pasas por uno de tus momentos de frialdad». Estaba tan vacío, tan absorto en sus cosas. No quise hablar más. Me encerré en mí misma. Intenté olvidar todo. Algo había muerto dentro de mí. Oh, tan totalmente, tan completamente egoísta. Bajó la cabeza. Lo sentía, pero lo dijo de manera poco convincente. No le importaba. Súbitamente, todos sus egoísmos se juntaron y me sentí abrumada. En un minuto, todos pasaron por mi cabeza, de igual modo que el hombre que se ahoga repasa toda su vida. El amor del supremo egoísta por la mujer que puede usar.

Temblorosa, agitada. Una rebeldía terrible, tanto más cuanto siempre excusé su egoísmo: ¡El artista! ¡El artista! ¡El monstruo!

No sé lo que me pasó. Algo —mi fe, mi ceguera— se había venido abajo. Estoy cansada, cansada hasta morir de dolor. Quiero el amor que merezco. Nada menos. Estoy agotada de dar, de vaciarme. De mi devoción constante por Henry. De fijarme perpetuamente como objetivo su bienestar.

Estaba en un periodo creativo de su vida y eligió a la mujer que exigía poco, ¡un día a la semana de humanidad!

Muy dentro, qué frío puede ser el calor físico: Todas las caricias de Henry, nada. Cenizas. Recordé las palabras de June: «Me di por entero y me hizo daño, me traicionó. Por eso busqué refugio en Jean».

Todo se agolpa a mi alrededor. En sus cartas a los amigos, después de los días pasados en Louveciennes, nunca una palabra acerca de , sólo lo que obtuvo, lo que ganó, lo que aprendió o descubrió. Louveciennes es un alimento. Yo soy un alimento. Mi amor es un alimento. ¡Estoy harta de esto! ¡Harta hasta la muerte!

Cuando hay ternura, o piedad, o solicitud, es cosa del momento. Naturalmente, en mi presencia, esas cosas florecen, y las creo. Me creía sus frases. Bastaba que dijera: «Quiero darte cosas».

Pero es sincero cuando dice eso. Lo sabe. Sabe que no tiene nada. Que el centro siempre es él. Por eso aborrece a las mujeres americanas, porque son egoístas, frías, descaradas, a la defensiva. No puedes esclavizarlas. Y yo he sido una esclava.

Hoy me he rebelado. Por supuesto que puedo perdonarlo. Siempre perdono. Pero quiero que la farsa termine, la farsa del amor. He visto con demasiada claridad la fealdad, la limitación de Henry. Tengo que liberarme de él, salvarme. ¡Dios mío, quiero amar, necesito amar!

Hugh está en Londres. Vi a Steele. Acepté su invitación de ir a su casa. Fui lo bastante débil y fui a ver a Henry para decirle que estaba harta, harta. Pero no estaba en su casa. Me telefoneó. Pero telefoneó hacia las tres, probablemente después de dormir a gusto.

Volvió a telefonear: «¡No entiendo todo esto! No sé lo que está pasando. Me echaste ayer como si fuera el jardinero. Tu tono es frío e imperioso. ¡Me asustas!».

Torpeza. Inocencia. Es siempre su respuesta: «No sabía, no quería decir, nunca pensé». Él, tan susceptible, que tan fácilmente se siente humillado, es insensible con los sentimientos de los demás. Hay en él grandes zonas de insensibilidad con respecto a los demás. Nunca sabe entender a los demás.

27 de mayo de 1933

Vino Henry. Me senté en el sofá y, en voz baja, le hice mis reproches, una larga acusación. Sin ira, con una gran tristeza. Siempre que le decía: «No me amas», estaba a punto de reír.

Pero, después de un rato, se sentó, confundido. Inclinó la cabeza. «No sabía que fuera tan malo», dijo en tono grave. Siguió con la cabeza agachada, con las venas hinchadas bajo la piel delicada. No pude soportarlo. Me acerqué a él, me puse de rodillas, escondí mi cara entre sus rodillas y me eché a llorar. Me besó en la nuca. Y dijo entonces: «Anaïs, de mi egoísmo, no sé qué decirte. No sabía que yo fuera tan malo. Pero de mi amor por ti, tienes que creerlo, eso es todo». Nos levantamos y me besó con tanto fervor que volví a creer, lo creí.

Y me tendió en el sofá y me tomó sencillamente, con una mezcla de hambre y ternura, deteniéndose para decir: «Dios mío, Anaïs, ¿no sabes cómo te amo?».

Lo sabía. También sabía que mis dudas y acusaciones eran exageradas. Había sido cruel un día, pero en el fondo estaba arrepentido, como se arrepiente un hombre. Era natural que él fuera la preocupación de mi vida y que la preocupación de su vida fuera su trabajo y él mismo, él mismo ligado a su obra. Simplemente, había sido demasiado mujer. Había necesitado una prueba de intimidad, porque casi todo el tiempo vivimos una relación madura, valerosa e independiente.

¡Pobre Henry! Estaba abrumado por nuestra escena. Está hecho para sufrir. Y el martes yo lo había irritado. Sintió celos de mi Padre y de Joaquín, de mi crisis. Quiso ser duro. Se negó a sentir.

Defendió su actitud en una carta prudente: «Fuiste rápida, ¿sabes? De ordinario no te sentías herida por mi gozo egoísta de la vida. Lo saboreabas».

Sospechaba que le había ocultado la causa real de mi crisis, que era otra cosa.

¡Tenía celos de mi diario! Le tenía miedo:

Sé que debe de haber sombras rodeando todas esas imágenes luminosas que me has leído. Debe de haber cosas crueles en tu diario, cosas mucho más crueles que, de saberlas, nunca admitiría yo. Lamento profundamente que ayer te fallara. Pero tengo que decirte que todo me parece confuso y misterioso. Llegué a tu casa muy animado, dispuesto a abrazarte enseguida, a amarte hasta la muerte. Pero luego, como pasa siempre —no es una novedad—, al entrar en la casa, me doy cuenta de que sólo soy un huésped, por más que sea un huésped privilegiado. No es mi casa y tú no eres mi esposa. Allí, al abrirse la puerta, veo siempre a una princesa que, por algún capricho secreto, se ha dignado ofrecerme su amor. Me siento un don nadie. Podría ser X. Todo es un regalo. Y una loca delicadeza me invade y me veo allí, de pie, estrechando tu mano, hablando de cosas intermedias, diciéndome que todo es maravilloso, que nada es real, que todo es un sueño. Me lo digo porque, aunque sé que merezco algo de la vida, no merezco todo lo que me das. E incluso cuando hablo tanto de mí mismo, lo cual debe de aburrirte mucho, es probablemente porque intento encontrarme a mí mismo dentro de la realidad de todo esto que me aportas cuando apareces en la puerta abierta y me saludas. No sabes qué gran momento es ese para mí. Entonces, me vuelvo tan humano que crece mi delicadeza. Y así fue ayer. Mi crueldad fue delicadeza. Tenía hambre de ti. Pude haberte arrancado el vestido cuando entraste y volviste a echarte en la tumbona; pude devorarte. Pero me senté enfrente de ti y hablamos. Hice un rodeo y me perdí, imaginándome contigo cinco minutos antes. Pero ayer tenías un aspecto terriblemente frágil; como si hubieras estado enferma. Y pensé que mi hambre devoradora podría parecer verdaderamente indelicada. Quise que tuvieras la mejor parte de mí. Así que hablamos, y lo que realmente te hirió fue que no te rodeara con mis brazos. Bien, fue una rara especie de insensibilidad la que me impidió hacerlo. No la insensibilidad que imaginaste. Pensé que mi «sentido saludable» disiparía todos los vapores de tu enfermedad. Pensé —supongo que eso es romanticismo— que estando allí, sentado contigo, te sentirías maravillosamente por dentro. Lo que deseaba realmente era tumbarte en la hierba e irme contigo. Todavía soy naïf y torpe. Me fui aturdido, algo complacido porque me echaras de aquella manera, porque a mí también me gusta cuando haces conmigo el papel de gran dama española. (¡El escritor Henry contemplando la gran escena! Resulta divertida: él, vestido de ciclista, y yo, con encajes y una capa, ¡ordenándole que se fuera!).

Cuando bajaba la colina me sentí muy feliz, porque te imaginaba subiendo a tu cuarto para escribir algunas páginas de tu «Alraune». Y, si echarme de aquella manera te ayudaba a escribir más, para eso, Anaïs, siempre estoy a tu servicio. Siempre podrás hacer de mí una alfombra humana… para tu arte. Eso, Anaïs, debiera complacerte un poco. Porque creo que eres una gran artista. Y, en cuanto a esa personalidad tuya… es una gran personalidad. Incluso si no escribieras un diario… Hay días, como ayer, cuando no sabes lo que eres, artista, ser humano, personalidad o autorretrato… y haces que los demás se sientan miserables. Pero eso está bien. Yo lo apruebo. De vez en cuando hay que hacer que los demás se sientan miserables. Tienes momentos malos, como todos nosotros… y cuando escribí esa carta exultante a Emil, diciendo que me sentía lleno del Espíritu Santo, pensé para mis adentros qué misterioso es que estemos unidos en el Espíritu Santo. Tú eres el Espíritu Santo en mi interior. Tú me haces volar.

Su sana naturaleza, su sencillez, su buen humor me conmovieron. Citó a Lawrence: «No debiéramos mimarnos mutuamente. Debiéramos estar solos».

Aparecí inesperadamente en casa de Henry a medianoche víspera del sábado, después de cenar en casa de Steele y dejarlos, a él y a Artaud. Esperé sentada en la puerta. Henry llegó resfriado. Y, aunque pretendió encontrarse bien, poco a poco se derritió enteramente a mi lado, se mostró suave y tierno, pidió amor, pidió mimos, ¡exageró su resfriado! Y reímos, follamos y nos gastamos bromas. Fue un sábado mágico. Tenía que hacer un recado y Henry empezó con su truco de seguirme hasta que volviera Hugh. Nos perdimos por la ciudad como dos sureños, como convalecientes —dijo él—, muy juntos, muy tiernos, muy sentimentales. Comimos cuando tuvimos hambre, en la Rue de l’Abbé Groult, en un pequeño bistro, tocino, ensalada y queso, y me emborraché con un vaso de vino blanco. Vi la luz radiante del sol sobre la arcada formada por el follaje de los árboles, parpadeante, cuando en realidad el día estaba gris. Sentí y vi la luz y el calor constantes. Quería hacerle un regalo a Henry por su resfriado y confesó que estaba loco por un fonógrafo. Fuimos a comprarlo juntos. Lo trajimos en un taxi. Llovía y nos tumbamos cómodamente en el taxi, tan contentos, tan tiernos, tan íntimos. Brazo sobre brazo. Nos fuimos a la cama y dormimos profundamente al calor de este mágico útero que nos acogía, nos mecía. Un útero de cálido afecto, como un sortilegio tropical. La ensalada, el tocino, el vino, las calles, el fonógrafo, el trayecto en taxi, la cama, todo reventaba de mágico contento, realzado todo por nuestro doble regocijo. Henry se expande, rosado, fluyente, bello en su esplendor, y yo siento su alegría, su apetito, su gozo. Me vuelvo hambrienta, arrebolada. Me da el sabor del regalo. En ninguna parte encuentro este mágico, bello y completo regalo. Juntos, un instante deviene el infinito.

Henry dice: «Nunca siento esto cuando estoy con Fred. Se gasta todo el dinero y no nos lo pasamos bien. Me aburre». Y, de este modo, añado mi dicha a la de Henry. Me desperezo, me arrellano, siento la dureza del banco del bistro, y digo que nunca he visto una mayonesa tan buena, que nunca me he sentido tan bien con todo. Con la gente, que habla como en Viaje al fin de la noche de Céline. La voz y la boca de Henry. Embriaguez. Este momento de claro y absoluto sabor a comida, color, aliento humano, totalidad. Porque me siento totalmente yo, allí, en el bistro, al lado de Henry. Es el final de todo desasosiego. No hay, como en cualquier otro momento o lugar, un solo fragmento mío que esté ausente, errante, desconectado, trágicamente rebelde, como la pieza de un rompecabezas que no quisiera encajar en el modelo. Durante un día estoy con Henry: una imagen completa, sin lamentos, sin pasado y sin futuro. Sin espacios oscuros que me rodeen, sin horizontes ni sombras. La vida encerrada en un día, y mi único pensamiento es el día, la hora, Henry, el taxi, la comida, y no quiero estar en ninguna otra parte, con nadie más, excepto con Henry. No quiero un céntimo más de lo que tenemos, porque ya es suficiente para las necesidades del día, que son las únicas necesidades que tenemos. Qué sencilla la satisfacción de los deseos y esfuerzos de toda la vida de una. Ayer fue el darme cuenta de todas estas hambres oscuras, ese simple ayer, dando vueltas dentro de nuestro sueño profundo, para calentarnos mientras fuera llovía. Amor simple y único de Henry, despojado de adornos y literatura, cuando pocos días antes despertaba a la vieja y automática furia, al odio, sólo porque alguien escribió que June había hablado duramente de él, y escribió una carta melodramática que, veinticuatro horas más tarde, le produjo náuseas, porque no quería decir eso, y se dio cuenta de haber experimentado los últimos sursauts de un odio que es un «vínculo más fuerte que el amor», pero que provoca frases, literatura; consecuencias de la náusea.

Siento una inmensa piedad por Artaud, porque siempre sufre. Me doy cuenta de cuán extremadamente raros son los momentos de bienestar físico que he conocido, e igualmente raros los momentos de alegría absoluta. Quiero crear esos momentos para los demás. Sé que los nervios y la sensibilidad de Artaud se alivian aquí (recuerdo cómo era Henry cuando lo conocí, y ahora es un ser exultante, creativo y alegre). Es la oscuridad, la amargura de Artaud lo que quiero curar. Físicamente no quiero tocarlo. Pero amo la llama y el genio que lleva dentro.

29 de mayo de 1933

Estos días me siento profundamente sincera. Más seria que nunca, más contenta, más humana. No escribo. Mi imaginación pasa por un momento de reposo. Siempre atormentada, sí, por fantasmas, pero están relativamente dominados. Mis sentimientos. Mis sentimientos son más fuertes, más tiránicos. Soy presa de ellos. Salen a la superficie, explotan. Menos control. Pero en un fluir maravilloso. En resumen, tanto lo normal como lo anormal son fuertes. Siento la vida y siento el sueño, ambos absolutamente.

Ciclos neuróticos; pero la conciencia me mantiene a flote. Cuánto me cuesta mantenerme a flote y alegre. Henry me da una carta y mis dedos tiemblan cuando me dispongo a cogerla, porque temo que contenga una de esas frases que me ahogan, que me causan una herida insignificante, un rasguño, tan doloroso para mí. Temo su visión magnificadora. Soy tan feliz cuando acaba la tarde y no me ha herido. Entonces me pregunto si he sido yo quien le ha causado daño. Le duele que me vaya con mi Padre. Una palabra puede oscurecer el universo. No tiene nada de extraño que me conmuevan los sentimientos de Artaud, su falta de autoestima.

31 de mayo de 1933

Paso el día de tiendas. Me lleva tiempo, porque no tengo dinero, así que busco y camino durante horas. Pero cada día tengo que ir y ver a Henry. Tengo que hacerlo. Estoy más cerca de él que de mi pasado. Me gusta más llevarle discos que comprarme los guantes o las medias que tanto necesito. Me deprime ver aquella habitación gris de Clichy, la poca ropa que tiene, la cama miserable. Siento en mi pecho el catarro y la tos de Henry. No puedo gozar de mi escapada a La Riviera. Pienso menos en el viaje, esa nueva aventura de colores, que en la cara de Henry cuando me dice que el café estaba doblemente bueno porque lo he hecho yo. Mis raíces humanas se mueven como algas. Tengo tal amor por su cuerpo, aun cuando esté enfermo, y bien sabe Dios cuánto odio la enfermedad. Siento tanto su ánimo inconsciente, sus humillaciones, su hipersensibilidad, sus pesimismos. Veo en él el mismo ser torturado de Lawrence, un ser a quien dar la paz, el mínimo dolor. Me alegra mi continua tortura, porque me hace consciente, profundamente consciente. Creo que, si tengo algún talento, es talento para amar. Este diario puede ser un manual de amor, de amor apasionado, de amor carnal, de amor comprensivo, piadoso, maternal, intelectual, artístico, creativo, inhumano, como mi amor por lo que escribe Henry.

Tenía razón Lawrence cuando escribió: «Sólo una mujer insatisfecha necesita el lujo. Una mujer satisfecha puede dormir en el suelo».

Bromeamos sobre esto. Cuando Henry me compra panecillos delicados, porque los prefiero, protesto y le digo que no me mime, que estoy satisfecha. Y es cierto, he sido muy feliz con mis zapatos gastados.

Esta noche, como tantas noches, me siento llena de Henry y sonrío al pensar que empecé adorando a Lawrence y termino venerando a un hombre tan parecido a Lawrence, como Mellors, como Somers, realmente un hombre pequeño y poderoso, intenso, honrado, emotivo, marcial, instintivo, profundamente humano. Sólo que Henry es más grande como hombre.