2 de mayo de 1935

Vino Huck. Severo y enfadado otra vez. Dijo que su vida ha sido siempre un caos y lo será siempre, que sabía que nunca hubo sitio para él en mi vida, que no le gustaba el papel que yo le había obligado a representar, que yo lo había utilizado.

Todo esto era verdad. Sólo pude decirle: «¿Acaso no te di algo a cambio?». Sí, y él no lo ponía en duda, pero él, él lo había dado todo, todo su ser. Se sentó, lleno de autocompasión, a repasar lo que había dado. Nunca calculé lo que he dado a Henry; ni lo que me ha devuelto. Pero incluso así, Huck ha sido menos generoso conmigo de lo que yo he sido con Henry. En cuanto al amor, no había nada que decir o negar. Lo supo todo el tiempo. Se marchó, sin que ninguno de los dos dijéramos mucho más. No sentí pesar alguno. Ni siquiera me moví del sofá donde estaba sentada. Dejé que se fuera. Miré por la ventana cómo se alejaba. Ningún sentimiento. Llevaba su maleta consigo.

Me senté y escribí a [George] Buzby: «No te preocupes por la publicación de mi manuscrito». Había, en todo caso, la cuestión de si no sería demasiado peligroso publicarlo. Luego me acosté.

El anillo que di a Huck —el de mi Padre— lo di a un padre y no a un esposo. Nunca se me ocurrió regalárselo a Henry. Pero ahora se lo daré, simplemente porque Henry es todo cuanto necesito. Lo que él no sea, puedo pasar sin ello. Le di a Huck lo que pude dar —placer—, eso es todo. Vida.

Huck me pide que lo perdone. «Puedes hacerlo porque sabes que ayer no era yo. Lo que dije fueron locuras y debiste impedírmelo. Haber sido tan injusto contigo me pone más enfermo, por supuesto. No estuvo bien».

En el tren hacia Montreal: Huck mío, el otro día no fuiste injusto ni dijiste locuras. Dijiste verdades terribles e incontestables. Es cierto que nuestra relación ha sido unilateral y sólo has dado tú; es cierto, desgraciadamente, que conmigo no has sido capaz de ser tú mismo, de ser tú, el ser humano. Es cierto que el papel que te asigné en mi vida no fue lo suficientemente importante para tu grandeza y absolutismo. En cuanto a que yo te utilizara, que fue lo que más me dolió, yo lo sabía y me esforcé por evitarlo. Me esforcé por no utilizarte, por no necesitarte, y tú lo sabes. Luché contra tu generosidad. No me justifico. Te necesitaba. Nunca volveré a necesitarte. Es imposible ayudarte, o darte, pero pude haberlo hecho si…

Huck, siempre has dicho que no querías una felicidad basada en la ilusión. Eras mi amor ideal. Mereces el amor más grande, pero sigo amando a Henry y no puedo darte lo que mereces. Es mi fatalidad y mi destino, el amor de Henry, sin que importe lo imperfecto que sea. Cuando me di cuenta de esto, tan pronto como llegó Henry, traté de salvar nuestro amor ideal porque pensé —más que eso—, me identifiqué tanto contigo que vi en tu amor por mí la misma clase de amor que yo sentía por Henry, y acostumbraba a decirme: Mi amor por Henry irá muriendo lentamente, igual que el amor de Henry por June. No tenía más remedio que creer que era lo mismo. Que tú quizá sufrirías, como yo había sufrido esperando a que el amor de Henry por June muriera. Y al mismo tiempo no podía soportar que tú sufrieras.

Dices que no dejé que tuvieras reacciones humanas. No, pero sabía siempre las reacciones humanas que sentías. Las sentía contigo. Cada paso dado en el camino fue para mí una tortura. Fracasé. Te envilecí. Tenía aquella fe en el resultado. Ya no puedo tenerla más porque eres demasiado sincero con la vida. He aceptado las desigualdades en el amor. Tú, no. No puedes. Y tienes razón. ¿Por qué ibas a aceptarlas? No eres mujer. Has sido el único que ha tenido el valor de romper con lo que causa dolor. No tengo nada que perdonarte. Has sido grande y maravilloso, has hecho cosas sobrehumanas, cosas divinas. Todo cuanto has dado no va a empobrecerte. Perdona mis ilusiones, mis engaños, mis engaños a ti y a mí. Perdóname por mis falsas esperanzas en que el amor ideal prevaleciera sobre el amor neurótico, o como quieras llamarlo, por Henry. Oh, perdóname. Me siento terriblemente humilde, terriblemente triste y rota, porque, aunque mi amor por ti no es como tú querías, no es el que tú necesitabas como respuesta al tuyo, no es humano, me siento unida a ti de alguna manera, y siento todo lo que tú sientes y daría muchos años de vida para que todo fuera diferente. Pero no puede ser diferente. Eres víctima de la ilusión de una creación humana; creíste que yo podría curarme, salvarme del amor imperfecto, mediante el amor absoluto. Me parece que la naturaleza rechaza lo absoluto. Eres el ser más maravilloso que conozco, Huck. Nunca olvidaré todo lo que eres. Pero no soy buena para ti. Te hago daño. Te hago representar papeles. Te obligué a que aceptaras compartir toda clase de sacrificios. Soy yo quien te pide que me perdones.

Cuando estuviste enfermo, yo sabía que era a causa de tu rebeldía y falta de felicidad. Me molestaba que no supieras mantener la ilusión. Quiero hacer algo por ti, pero he de mantenerme alejada. Soy la última persona que podría hacerte algún bien. Qué terrible e irónico es eso. No quiero hacerte lo que han hecho conmigo. Era yo la que hacía el papel sobrehumano con Henry. Créeme, lo prefiero al papel cruel y destructivo que hice contigo. Me cuidaré muy mucho de hacerlo más.

Te ruego, Huck, que no te sientas apesadumbrado. Cada momento de alegría que te di estaba envenenado por un momento de dolor. Lo sé. No puede hacerse nada, nada. La fuerza que me diste desaparece cuando tú desapareces, así que no pienses que me he llevado algo de ti. Nada me queda, salvo el recuerdo de lo que eres como ser humano. Quiero que sepas, por lo menos, que fuiste amado completamente, que tu amor fue correspondido por igual desde nuestro primer beso hasta el momento de la llegada de Henry a Nueva York. Completa y absolutamente. Piensa sólo en eso.

Hotel Mount Royal, Montreal. Habitación 6022. Gran emoción al encontrar de nuevo a Hugh, su amor tierno. Apasionado, deseo constante y desbordado. Un Hugh nuevo, que me agradece que, con mi persistencia en ser yo misma, le haya permitido ser él mismo. Ha vivido plenamente en Londres, es más libre, más alegre. Triste cuando descubre que lo tratan como a un padre sensato y prudente, no como a un ser humano. Las mujeres lo tratan como tratan a Rank. Pero Hugh se consuela, el poder sensual y el poder espiritual son lo mismo, igual de fuertes. Tiene muchas cosas de que hablar, está vivo. Voy a él toda perfumada, con un camisón blanco transparente. Puedo ser más amorosa. Su cuerpo no me repele. Es atractivo. Después de Huck, resulta placentero someterme a él.

Pienso continuamente en Huck, en lo que le he hecho, en cómo sobrevivirá. Me acosa. No hay otra cosa que hacer, es inútil tratar de proteger a los hombres de las crueldades de la vida. No son agradecidos. Te odian por la decepción. No quieren ser pretendientes. Y es terrible decirles la verdad como yo he hecho. Me obligó. Sabía la verdad. Estoy profundamente triste.

Mi vida con Hugh es absolutamente irreal y carente de significado. Me toca, me conmueve por su clase, su nobleza. Me dice: «Cuando vuelvo contigo, vuelvo a la única realidad, a la única vida humana que tengo. He aprendido a apreciar más que nunca tu sensibilidad y tu expresividad».

Creo que su vida en Londres fue una iniciación, como la mía en Montparnasse. Todavía no del todo real, pero será cada vez más real, como en mi caso. Esta vez actuó, como Huck decía de mí; me estuvo imitando. Pensaba en mí mientras lo hacía, pensaba en mí, en París, con los artistas, en la vida que no compartí con él. Es joven, y fuerte, y fiel y leal. Vive al día. Por lo menos ahora soy justa con Hugh. Antes, en mi lucha por la integridad, fui muy injusta con él. Llegué a odiarlo. Ahora lo amo, como amo a Joaquín.

Vivir solamente al día. Navegando en canoa por el río Ottawa en luna de miel. Bromas. Fingiendo celos en pequeñas escenas para complacerlo. Risas.

Resisto el impulso de acudir al lado de un Huck enfermo para cuidarlo. No puedo ser amante y también enfermera. Otra mujer habrá de ser su enfermera. Cuando das vida, das también dolor. Pobre Huck solitario.

Aceptación. Fatalismo. Resignación. Mientras Hugh habla de su trabajo, examino las paredes de estuco. Dice que ama el poder, que necesita el poder. Ahora tiene poder, voluntad, dinamismo. Poder. Poder. Poder. Necesita poder y estar rodeado de artistas. Cuando volvió llevaba un suéter de color esmeralda de cuello alto, unos pantalones de color gris, con un delicado dibujo a cuadros, y una chaqueta, como las de los artistas. Vivió en Charlotte Street. Hacía horóscopos para pintores. Conoció a la amante de Epstein.[15] Frecuentaba el Royal Automobile Club. Bebía cerveza y whisky. Vive su propia vida. Dibuja. Me da la libertad que Huck no pudo darme, la libertad para ser sincera conmigo misma, para mi amor por Henry. Es feliz porque es libre y humano conmigo. Está orgulloso de mí. Juntos tenemos una gran fuerza. Posee una combinación maravillosa: amor al poder en la tierra y amor al arte. «Descansa en mí», me dice. Pobre Huck. El conocimiento demasiado grande de la verdad, la excesiva agudeza, destruyen la vida, que es ilusión. Ha destruido su propia vida con su absolutismo. Quiso ser para mí Henry, Hugh y todos, el mundo entero. Siempre se pierde algo. Yo estoy perdiendo mi gran compasión, que me debilitaba; mi ternura, mi suavidad. Audacia. Hay que seguir adelante. Solía asustarme y acobardarme. Tuve que herir a Huck; fue inevitable. Por mi amor maternal quiero borrar siempre el daño que causo como mujer y amante. Quiero cuidar de los hombres que hiero.

Oh, Dios, no estoy tan libre de preocupaciones como me parecía.

11 de mayo de 1935

Park Avenue 7. Apartamento 61. Mesa bañada de sol. Ruido de tráfico de la Calle 34. Tranquilamente, mientras tomo el sol, copio en el diario la última nota de Huck: «Gracias por tus cartas. Yo no podía escribir. Todo duele tanto. No sé cuándo o cómo terminará». Copio esto tranquilamente, como si hiciera mucho tiempo de todo esto. Sólo echo de menos a Huck, aguda y profundamente, como alguien con quien hablar. Pero no física o humanamente. Sólo aquel entendimiento divino, aquella sensibilidad y clarividencia únicas, tan a tono con mi mente. Pero las aventuras amorosas de mi mente y mis matrimonios mentales se han acabado. Es mejor estar sola. Mejor estar sola que fingir amor. Llevo el pelo recogido hacia arriba, à la Récamier. Me pongo un traje de noche floreado que me compré para enseñárselo a Hugh cuando volviera. Es para el fin de semana con los Perkins. Envuelvo la joyería de turquesas para devolvérsela a Huck. Le envío un telegrama porque Hugh quiere verlo. Me siento fría y fatalista, profundamente cansada de luchar, indiferente. El psicoanálisis, la felicidad, hacen a la gente egoísta. Hasta Hugh se ha vuelto egoísta, porque es más natural, y todo lo demás era una pretensión ideal. Un mundo menos ideal, menos falso, más honrado, cada uno para sí mismo. A pesar de eso, sigo enamorada de Henry.

Henry ha terminado Primavera negra y ha de ver a William Carlos Williams. Le dije a Henry que algo se había roto dentro de mí, no mi espíritu ni mi coraje, sino lo absoluto. Lo absoluto. Otra búsqueda del ideal. He llegado a resignarme a la realidad, es decir, al hecho de que, si hago a Henry responsable como marido, lo destruyo como vagabundo, destruyo nuestros sueños en beneficio de una vida humana. Pero la separación ha sido dura, terriblemente dura. Henry estuvo, como de costumbre, resignado, triste, amable, acariciador, derrotado. Nunca lucha, salvo cuando escribe.

De modo que aquí tenéis a la señora Guiler, con un nuevo vestido de noche, con algo en su interior, lo absoluto, roto para siempre. Ir directamente en busca de lo que uno quiere, como Huck hizo conmigo imprudentemente, significa destruirlo, hundirlo en la realidad y la tragedia. Mi yo rebelde, mi yo creyente, se rompió exactamente en el momento en que rompí el superabsolutismo, la intransigencia y el idealismo de Huck.

Sólo en la creación existe la posibilidad de la perfección.

La cola de mi vestido reposa en círculos alrededor de mis pies. El acuario yace expuesto junto a la ventana. La flor marina irradia blancura, con puntitos de polvo de carbón. La concha marina se ha dividido, la concha gemela se la quedó Huck. Huck tiene los diarios que escribimos juntos.

Un paciente me da treinta dólares, que daré a Henry para que pague el alquiler, y un libro, Moll Flanders, de Daniel Defoe, con una dedicatoria: «Prácticamente la primera novela en inglés, para la primera y más hermosa mujer del mundo, de uno que ella rescató de los muertos».

Es curioso, en la página del título dice: «Moll Flanders… fue puta durante doce años, se casó cinco veces (una vez se prostituyó a su propio hermano), ladrona durante doce años, ocho años reclusa como traidora en Virginia, terminó por amasar una fortuna y murió arrepentida».

Me gusta todo menos el final.

Montreal. Comedia amorosa para Hugh. A veces pienso que él también hace comedia, aunque no lo sepa, que es esclavo de la costumbre y los ideales. Me cuesta trabajo decir ahora si sus emociones son auténticas. Estoy muy acostumbrada a pensar que Hugh es sincero. Pero también me pregunto si hay un Hugh, si no es sólo mi hombre autómata, que es y hace todo para complacerme.

Pero nos reímos juntos. Somos alegres. Me gusta su suéter verde esmeralda.

Me despierto gritando: «Escucha, tú, inglés, que siempre quieres estar a la intemperie, ¡cierra la ventana!».

—Desembucha —dice Hugh—, ¿con quién has estado coqueteando?

—Dame una pastilla para la tos —digo yo. Fingiendo amor. Fingiendo que aquellos cinco meses de ausencia han sido demasiado largos.

Cuando me comporto bien, Hugh dice: «Así que me tienes miedo». Sí, me dan miedo otros cinco meses. Inconscientemente preparo otra huida mientras finjo que la separación fue dolorosa.

Hugh dice que me ama más cuando me compara ahora con otras mujeres y hombres que ha conocido. Que ama mi debilidad y el valor con que combato esa debilidad. No se arrepiente de nada. Ni del dolor que le causé. Todo le fue muy bien en Londres. Vivió. Dice que lo que ama sobre todo es mi sensibilidad. Conoció a artistas y modelos y recordó la época en que yo fui modelo.

Estoy cansada de tensiones y esfuerzos. Hugh quiere protegerme. Dejaré que lo haga. Dice que pierde todo su incentivo por el trabajo si yo trabajo. Me siento un poco rota desde que la vida hizo añicos mi deseo por un absoluto. Me siento derrotada, igual que Huck. No se puede tener el absoluto. Mientras antes te resignes, mejor. Me he resignado a la vida tal como es, porque tratar de superarla significa una lucha constante y la pérdida de los momentos buenos. He aprendido a aceptar las limitaciones de mis sueños y deseos. Algo terrible para una naturaleza voluntariosa.

Hugh dice que no puede pasar todo su tiempo con artistas. Tampoco puedo yo todo el tiempo. Ahora es más dinámico y más humano. Es amado por lo que da (horóscopos, ayuda, protección), no por sí mismo, y esto lo pone triste, igual que a Huck. Se consuela pensando que el poder espiritual sobre la gente es tan fuerte, o más fuerte, que el poder sensual. Es como cuando Huck decía que temía que lo amaran siempre por su psicoanálisis, como al hombre que se le quiere por su dinero. ¡Ay, eso fue exactamente lo que ocurrió!

Insania, cuando veo que Huck me ama como yo amo a Henry (quería vivir conmigo en una isla desierta, me quería sola, lejos de los demás) y esto me hizo dudar otra vez del amor de Henry, porque yo, en mi relación con Rank, tenía los mismos sentimientos gregarios de Henry, y esto podía significar que Henry no me amaba. La identificación del amor de Rank por mí con el mío por Henry es muy dolorosa y tengo que disiparla cada vez que vuelvo a él con su apasionamiento y sus constantes y renovadas muestras de amor. No podía soportar esta analogía mucho tiempo. Me causaba un gran dolor esta comparación en los modos de amar, me preguntaba si un modo significaba amor verdadero y el otro no era amor.

Tales especulaciones sólo conducen a la muerte y a la desesperación. Me estoy curando con la vida, continuando la vida, con audacia, dando la cara. Las comparaciones e identificaciones ya me habían desintegrado y matado antes (la relación con mi Padre). Ahora me siento más sana que nunca, pero tengo pesadillas terribles. Dinamitaba una ciudad. Estaba en una habitación llena de animales muertos. Veía a un niño abandonado y decidía adoptarlo. Empezaba a besarlo, pero cada vez se parecía más a un mandril. Tenía una boca repulsiva. Y me decía a mí misma: Qué bien que no tengo que besar a un niño en la boca. Estaba tan horrorizada por su fealdad que me preguntaba si no habría que matarlo para que no fuera un desgraciado.

Huck me contó una vez que, cuando él nació, su madre quedó profundamente afectada. Era monstruosamente feo, cubierto de pelo negro. Muchas veces hablaba con Huck de adoptar al pequeño Huck, al niño que lleva dentro, por quien él siente una tremenda compasión. Me dio una foto suya de cuando era pequeño. Con sus ojos siempre tan bellos y animados. Nació viejo.

Sueño: Clavaba imperdibles en mi estómago, y luego los cerraba, como si todo fuera natural. En China. Todo el mundo abandona las casas porque va a haber un terremoto. Aparecen los rayos, pero caen en el mar. La ciudad se salva. Alguien me dice que Henry ha muerto. Pesar tremendo. Lo busco por todas partes. (Henry está escribiendo sobre un artista en China. Deprimido por la aridez americana).

14 de mayo de 1935

Almuerzo. Rebecca West*, aterrorizada por lo que echa en falta en América: «Es como esas ratas de laboratorio que crían sin magnesio o alguna otra cosa y pierden el instinto maternal. Bueno, pues en los americanos hay algún elemento que les falta. ¿El qué? No diría el alma, debe de ser otra cosa. Algo profundo, algo profundo que les falta».

Quiere mi laca de uñas. No ha terminado su nuevo libro a causa de una operación. Creyó que no iba a salir viva: «¡No veré otra vez la primavera!». Lo humano en el subconsciente: «A lo mejor no soy humana». Y luego: «Me gustan los sentimientos entre las dos mujeres de tu libro. Pero yo tengo más años que tú. Tu esposo es tan amable, pero es sorprendente que sea tu esposo, ¿verdad?».

Cangrejos y fresas. Indigestión. Bicarbonato. Nerviosismo por este torbellino de invitaciones.

Henry vuelve a parecerme mentalmente muerto, inerte, pasivo, vegetal. Debe de ser que echo terriblemente de menos las charlas con Huck. Este letargo de Henry seguramente me empuja hacia Huck. Henry está completamente quemado. Sólo sabe escribir y rumiar. Recordar. Sólo vuelve a estar vivo cuando lo torturo al dejarlo.

¿Seré capaz de aceptar mi soledad mental? ¿Seré capaz de vivir tan sólo de la pasión humana, de la protección humana?

Fin de semana con los Perkins. Katrine, una víctima de la vida bancaria. Demasiado tarde para salvarla. Enterrada en vida en una tumba de ceremonias, deberes, obligaciones, rituales y convenciones familiares. Víctima del hambre. Anémica. Personas en todas partes, cientos de ellas, sin valor alguno. Estoy rodeada de gente de celofán. Un desierto. Sí, Huck lo llenaba, pero yo tenía que pagar con amor.

Para consolarme de estas profundas carencias, nado hacia arriba, hacia la superficie, la superficie de celofán de las sales de baño de coral, los vestidos nuevos, objetos, sandalias, camisones ligeros, lujo. Vuelvo a morirme de hambre. Debe de ser la solitaria. Y, pobre Huck, está muy enfermo, pero ¿qué puedo hacer? Lo que necesita no puedo dárselo.

Carta a Huck: Sólo quiero que sepas esto: que nadie ocupará nunca tu sitio, que te echo de menos profundamente, que nunca me sentiré tan cerca de nadie, nunca tan estrechamente unida a los sentimientos y pensamientos de nadie, que considero una tragedia que tú, a causa de tu visión demasiado auténtica, no pudieras vivir con lo que teníamos, con la ilusión, la semejanza y la disparidad, porque ahora no tenemos nada.

Te echo en falta en todas las partes adonde voy, todo el tiempo. Ojalá no me hubieras amado. Ojalá lo que te di fuera suficiente. No puedo evitar acordarme de ti con pesar, en cada momento. No tengo más remedio que decírtelo. Quizá te sientas un poco menos enfermo si sabes que, en el modo más profundo, lo que siento por ti sobrepasa el amor humano. Algún día, oh Huck, cuando hayas superado el amor o el odio que humanamente sientes por mí, vuelve a mí y así no estaré tan sola, tan desgarradamente sola. Quizá pienses que fui cruel al admitir todas las verdades que tú conocías de siempre. Creo que quizá fuiste cruel contigo mismo por no saber aceptar la felicidad a medias. No hay nada absoluto en la Tierra. Pero necesito que sepas que te echo de menos.

Quiero que sepas que lo único que no puedo perdonarte es que creas que te utilicé. Sólo tomé lo que me dabas porque, cuando te amaba completamente, lo consideré natural. Más tarde, cuando apareció la división (relee la carta que te escribí cuando te fuiste, allí ya te decía lo que te digo ahora: no quería separarme de ti, no quería perderte del todo, por más que no me sintiera ya mujer contigo), empecé a rechazar tus regalos.

Sé que no puedo salvarte a causa de tu absolutismo. Quizá ni siquiera pueda salvar nada de la única comunicación que tuvimos juntos, pero al menos sabes ahora que me siento tan triste como tú, que nada de lo que digas o hagas para destruir lo que haya puede destruir dentro de mí lo que hemos creado juntos, el ritmo y la comprensión. Me has perdido, pero estoy sola, y la verdad de todo es que vivimos juntos algo tan bello que temías que su poder no durara. Nadie vendrá nunca a estar tan cerca de mí, de mi alma, de mi ser. Sólo quería que lo supieras.

22 de mayo de 1935

Envío a Madre ejemplares del New Yorker, escribo a Padre, a Eduardo y a Joaquín. Psicoanalizo al escultor y preparo a la violinista para que vaya a Europa. Devuelvo a Rank uno de sus manuscritos que había ofrecido a un editor. Hechizo y seduzco a Henry para sacarlo de su depresión, lo llevo a cenar a Broadway.

Anoche decidimos ir al cine. Estábamos esperando el autobús. Me miró e inmediatamente sentimos el deseo. Dijo: «Volvamos a mi cuarto». Y nos metimos en la cama. Después hablamos del futuro, renunciábamos a Louveciennes, viajábamos. Quiero ir al sur. Hugh tendrá que viajar más. Pinto cuadros brillantes. Tengo el buen aspecto de una salud normal, ausencia de cansancio, aceptación, humores filosóficos. Gozo con todo, incluso cuando la gente del banco me lleva al teatro.

Frances Schiff, una amiga de mis tiempos de colegio, se compra una négligée rosa y pintura para las pestañas y cree que así emprende el camino de imitar mi vida. Rebecca West me presenta a la gente como «la persona que ha escrito el mejor libro sobre Lawrence», y como «bella». La señora X dice que parezco tan frágil que no puede imaginarme psicoanalizando a nadie. El señor Y se siente atraído y dice que me tiene miedo porque soy el tipo de mujer que deja cicatrices.

22 de junio de 1935

Louveciennes. Hogar. Un río de recuerdos. Insomnio. Resistencia. Melancolía. No. No. No. La cama persa. El tictac del reloj. El perro que ladra. María que nos sirve. Madre y Joaquín que nos visitan. Eduardo con su astrología. Tommy que ríe. Hay bombillas que faltan. Los inquilinos se han llevado cosas. Los libros están cubiertos de polvo. Las botellas de colores no brillan tanto. Las habitaciones coloreadas ya no centellean. Las alfombras están gastadas, el cristal sobre mi mesa de tocador está roto. Faltan las barras de las cortinas. ¿Dónde están las sillas del jardín? Francia es vieja. Elle est faisandée, podrida. La odié al bajar del tren, por sus arrugas, su edad indefinible, el olor a queso rancio con gusanos verdes, el olor a barato. Tuve lúgubres fantasías en el barco. El doctor Endler[16] me esperaba en el muelle. Volvían a llevarme al hospital y pasaba otra vez por todo. Por todo. Luego recordaba todos los detalles de la fausse couche. O rememoraba la casa parda de mi Padre. Parda por todas partes. No quiero ver a mi Padre. No quiero el pasado. La casa se está viniendo abajo. Solía gustarme su antigüedad. Odio los olores rancios de la decadencia. El pasado, oh, el pasado. Enmohecido, con el olor a polillas, a queso, a gatos muertos, a ratones muertos, tan arrugado y sucio. Sentarse junto a la misma chimenea de hace cuatro años, en esta alcoba, con Hugh, cuando me decía: «Sé que tendrás una aventura con Henry». El estudio donde escribí acerca de June/Alraune porque sufría de celos. El jardín donde comí con Rank. Donde me tumbé con Henry detrás de los arbustos. La tapia se está desmoronando. Mi Madre piensa que es hermosa. Eduardo está contento de volver a su nido. Estoy triste. Y no encajo en este sitio. Se ha arruinado solo. Es pequeño. Está decrépito. Yo estaba en la cima de una montaña. Era libre. He de tomar trenes. Tengo demasiado tiempo para aburrirme. Mi pasado. Casi todo lleno de dolor. Hugh sentado a los pies de la cama, encogido, después de leer la novela de June-Henry, y yo, tratando de convencerlo de que todo es ficción. Los problemas para comprar pan, mantequilla y leche. La hosquedad de Louveciennes, las caras glaciales detrás de las cortinas, los perros ladrando. Paz. El hogar es paz. Una cárcel. Para mí es una cárcel. Me siento aprisionada. Melancólica. Escucho en la radio «Tú, la noche y la música». Una oleada de nostalgia por Nueva York. Son las diez. Estamos cansados. Hay tanto que hacer en la casa. Suenan las campanas de la iglesia del pueblo. Mosquitos. Hormigas. Pulgas. Ratones. Los perros ladran. El olor de la madreselva.

Las cosas nuevas que traje, los regalos para todos, el vestido de algodón persa estampado con la gran falda acampanada, los pijamas blancos y la capa beduina blanca con forro de color rojo, la chaqueta blanca y el blanco sombrero griego, la maleta nueva que me regaló Rank, los platos de madera de color azul con estrellas pintadas, las cosas nuevas.

Una nueva yo, una nueva yo que ya no pertenece a este lugar, vive en una casa muerta. Una nueva yo, sin hogar ni lugar de reposo, aventurera y nómada, porque ahora he aceptado mi soledad y, por lo tanto, no tengo hogar ni esposo. Henry todavía en el océano, siempre la voz de mis sentimientos. Compré dos vestidos indios, uno para el estudio de Henry. La gente que me rodea no ha cambiado como yo. Es como si yo viviera demasiado deprisa y siempre hacia delante. Había dejado de ver a tanta gente, espiritual y físicamente, los Bradley, los Viñes, Louise de Vilmorin, Roger Klein*, los Guicciardi, la familia de Hugh. Volver aquí ha sido como quedar atrapada en un círculo. Me esfuerzo en luchar contra la monotonía, lo repetitivo. Digo: «Vamos a hacer una cena de astrólogo, con los platos azules de madera con estrellas, e invitaremos a Allendy y a [Antonin] Artaud». Pero no quiero hacerlo. No me interesa.

Tuve tantas pesadillas en el barco. Creí que la señora de la mesa vecina se parecía a la señora Rank. Pero me paseé con la capa beduina, llamando tanto la atención que me hicieron fotos. Y bailé, y dormí, y comí caviar y langosta y crêpe suzette, pero no quería regresar. Las diez y veinte. La radio. La monotonía. Una monotonía que parece una pesadilla. Regresar. Para eso los hombres suben a los barcos, atraviesan África, exploran el Tíbet, escalan el Himalaya, viven en tiendas de campaña, y caminan hambrientos, pordiosean, venden cosas, vuelan, se arrastran por las arenas del desierto. Para huir de la monotonía, de lo anticuado, de lo repetitivo. Por eso los hombres leen, suben a los aeroplanos, cambian de mujer, sellan multilateralmente sus pasaportes, nadan, esquían y se suicidan. Para encontrarse cara a cara con el alma propia.

¿Dónde veré de nuevo a Rank? En el Café du Rond Point, donde nos encontrábamos camino de la habitación. En Villa Seurat, mientras paseaba con Henry, o llevaba la cesta de la compra de Henry. París es como una feria de segunda mano. De baratillo. Todo está torcido, todo es pequeño. No hay viento. Dicen que tiene encanto. Pero huelo la descomposición. Estoy enamorada de los mundos nuevos. Quizá sólo de América. Los cajones forrados de raso en la casa de Jericó, en Long Island. Símbolos. La nieve en el alféizar de la ventana, que resulta pesada cuando trato de levantarla después de acostarme con [George] Turner. Taxis en medio de la nevada para reunirme con Rank, con su cabello revuelto, que me escribe a las seis de la mañana para mirarme desde la distancia y apartar su dolor. Radios en los taxis. Pastel azucarado en el drugstore y «¿eres una chica de revista?». Colores vivaces y grandes escalas, vastedad y abundancia, cartón y una feria mayor y más viva. Los centavos tintinean en la caja del conductor del autobús de la Quinta Avenida. El níquel tintinea en las puertas giratorias. Disparo a las alturas del Empire State Building, desde el cual la ciudad parece un mapa. Hay canarios que cantan allí arriba. Es posible cantar sin tener la tierra bajo tus pies, sin una rama que se apoye en la tierra húmeda, donde la lluvia y el viento arrastran y se llevan la decadencia, los papeles y las hojas. Zumo de piña de la América tropical para el desayuno, noticias de los carnavales de Nueva Orleans. Negros imponentes que sirven el suave y sureño almuerzo en los trenes con aire acondicionado. Y gente agradecida y humilde por todo cuanto les das, un país sediento de tu originalidad, de lo que una puede dar.

Padre sigue su cura para el reumatismo; Joaquín no consigue su Primer Premio en el Conservatorio; el fontanero ha tardado tres días en reparar los retretes; las sábanas huelen a moho; esta casa es como nuestra casa en White Plains, desde la cual toda mi vida refluía lentamente, dejando atrás paredes grasientas, alfombras manchadas y un silencio que este diario ha tratado de romper en voz alta.

27 de junio de 1935

He albergado demasiadas esperanzas, había esperado de Rank que, permitiendo que heredara su trabajo, me diera mi libertad, pero no me la ha dado. Me hizo prisionera y dependiente. Esperaba hacer una fortuna y convertirme en editora de Henry. Esperé grandes expansiones, tremendos cambios externos que igualaran mis cambios interiores. Habitaciones luminosas, pintadas de color perla, barcos, viajes, la India, China y España, flotando, nadando, tumbada, una fiesta de velocidad, alturas, océanos y sensaciones nuevas.

Pero Henry está sentado delante de la máquina de escribir. Estamos en el estudio de Louveciennes. Hugh está en Londres. Fred [Perlès], Roger [Klein] y Maggy vendrán a cenar. Emilia está planchando. Otra vez me siento feliz, de un modo maduro, húmedo. Hago todo lo que puedo para conseguir un atterrissage suave. He aterrizado, he aterrizado después de viajar fantásticamente por todos los niveles de la vida americana, por todo el mundo de la mente y la creación de Rank, por la experiencia del psicoanálisis, de ser libre de Hugh, de los cortejos excesivos, de los triunfos, de alcanzar la sabiduría de Henry. Anoche le dije a Henry que me aventajaba en tres cosas que por fin había yo aprendido: sabiduría de vivir, liberación del absoluto romántico y dominio del alma propia. Michael Fraenkel* entiende las ideas y no la sabiduría, no la sabiduría de Henry.

Fraenkel me telefoneó en cuanto llegó. Sueño con la imprenta, un sueño imposible. Soy incurable. Padre me escribe cartas llenas de fantasía. Yo también le envío cartas llenas de humor. Risas falsas. Tengo que emocionarme de un modo distinto, no a lo lejos, sino desde el centro. Tengo que sublimar mi amor por la aventura.

De modo que… la imprenta. La idea me enardece y enardece a todos. A todos les gusta la idea de sacar adelante el propio trabajo con las propias manos. China de nuevo, como dice Henry, la China del artista. La casa empieza a producir su magia en Fraenkel y Fred. Anoche vinieron a cenar. Fred dijo que era como la casa de Le grand Meaulnes. Un cuento de hadas. Yo la he hecho así. Henry trabaja que es un primor. Comidas sosegadas en el jardín. Estoy en paz. Louveciennes se convierte en centro. Cuando no salgo, la gente viene. Y venir a Louveciennes es una aventura para el visitante.

Y de este modo empiezo un tourbillon intérieur, un vértigo interno y misterioso. Me siento menos intensa, pero sigo siendo creativa. Me parece que soy una mala artesana. No me esclavizo, no sudo, no perfecciono o reescribo, por eso nunca haré una obra sólida; pero mi desbordamiento constante de ideas y planes, mi iniciativa, incitación y ánimos harán que los demás produzcan. Sólo me gusta la frescura de lo nuevo, echar la simiente, el primer impulso, el salto creador y la apertura de nuevos caminos.

Anoche hubo una conversación animada. Henry estuvo tranquilo y profundo. Llevo la casa negligentemente, con el debido descuido para que todos se sientan cómodos. Camas hechas en el último momento para Fred y Fraenkel. Cogí la talla en madera de la cabeza de un negro y la dejé sobre la cama: parecía sorprendentemente real, un negro dormido sobre las rosadas sábanas. Reímos. Eduardo bajó, fuerte y exuberante con la grandeza de su trabajo de experimentación. Esta noche volveré a traerme a Fraenkel. Sol. Paz. Sólo me costaba permanecer tranquila físicamente, cambiar el nivel y el ritmo. Ahora me gusta. Me gusta lo que Henry escribe acerca de esto.

Fred y Henry hablan de mi sinceridad. Todos escribimos de un modo tan diferente de las mismas personas. Soy sincera con la vida, como lo es la mujer. El libro de Fred [Sentiments limitrophes] gusta muchísimo a todo el mundo, incluso a mi Padre.

29 de junio de 1935

Sé fuerte y tranquila. Sé fuerte y tranquila. En sólo una hora, Fraenkel destruyó mi paz y fortaleza apropiándose de Henry, de la imprenta, dominando Louveciennes y hablando ininterrumpidamente toda la noche y todo el día de hoy. Me han destrozado el antagonismo, los celos y la soledad. Y Henry, como siempre, en busca de alimento, de novedad y de estímulo, lo escucha como escuchaba a [Walter] Lowenfels; y Fraenkel, igual que Lowenfels, tiene tantos celos de mí que me excluye de todo, y dice: «Primavera negra es el resultado de todo cuanto sucedió entre Lowenfels, Henry y yo».

Henry dijo por la tarde: «Esta conversación ha sido maravillosa, ¿verdad? Bueno, las he tenido mejores a solas con Anaïs, justo en esta habitación». Henry fue humano y amable, pero Fraenkel estaba ebrio de sí mismo, de su propia charla, supremo egoísta, necesitado de poder por encima de todo.

Luego me di cuenta de que Louveciennes era un refugio, me di cuenta de que si lo abría al mundo yo no tendría un refugio frente al mundo. Anoche Fraenkel no tomó el tren para volver a su casa. No se iba nunca y se quedó. Los dejé hablando en el jardín. Me he venido aquí para recuperar fuerzas. Diario mío, soy terriblemente humana y falible. Ojalá Fraenkel hubiera sido humano, amable y generoso.

Estaba sentada en mi cama. Vino Fraenkel, diferente y amable. ¿Por qué? Porque había encontrado su libro, El hermano menor de Werther, con anotaciones mías que le han gustado. Se me acercó mucho y dijo: «Sólo tú sabes lo que el libro significa. Mejor que Henry». Acarició su libro gustosa, tiernamente, con el mismo amor por sí mismo que Rank tenía por el pequeño Huck, el niño que llevaba dentro; pero este recuerdo me hizo echar de menos a Rank. Lo echo de menos cada vez más, pero sé que sólo me ocurre cuando estoy angustiada, hundida, nerviosa, cuando pierdo mi fuerza, y no con el amor que él quiere. Sueño con su bondad, con su comprensión.

Después de la sensación de invasión que he tenido esta semana, empiezo a pensar que sería mejor que la imprenta estuviera en Villa Seurat, a la que ahora llamo «Rusia» y el trabajo colectivo, en contraste con el «Cielo» de Louveciennes. No puedo soportarlos a todos aquí, tan cerca. Allí puedo entrar y salir, irme cuando quiera. Y esto seguirá siendo mi refugio.

Los intelectuales como Fraenkel no tienen tacto, ningún respeto, ningún sentido de lo que son las paredes, ninguna sensibilidad para las relaciones. Es anarquismo e inhumanidad.

Louveciennes: vista parcial de la fachada de la casa.

Henry Miller en el jardín de Louveciennes a principios de la década de 1930.

Por la noche, Henry y yo, a solas, pensamos en la imprenta. Le dije que me parecía imposible que nos asociáramos con Fraenkel y el porqué. Henry sabía que yo tenía razón. La razón vino, como de costumbre, como resultado de mi estado caótico y tumultuoso de nervios, en el cual sé que funciona mi instinto, pero no vi con claridad lo que me ocurría. Algo me puso en guardia frente al carácter dominante de Fraenkel, que al final Henry y yo nos rebelaríamos. Decidimos decirle que yo ya tenía el dinero y que, por lo tanto, no necesitábamos su participación. Decidimos que lo dejaríamos hablar, lo cual le encanta, mientras nosotros actuábamos. Henry y yo seguiríamos unidos, felices de trabajar para nosotros solos. Fraenkel es un estímulo, pero no un socio.

Cuando algo no funciona, qué asco. No me aclaro. Me siento convulsa. Me acuso de feminidad, de celos, del periodo que se acerca, de neurosis, de cualquier debilidad concebible; pero estos factores sólo exageran, deforman y agrandan, no son la causa fundamental de la convulsión. Hay señales de peligro. Y he de tenerlas en cuenta. No quiero que nuestra independencia se vea entorpecida por Fraenkel. No puedo someterme a Fraenkel, le dije a Henry. No es el eje de mi feminidad. No puedo cambiar de órbita. Sólo puedo trabajar para Henry, no para Fraenkel.

Fraenkel habla de creación perpetua. Un extremista. Demasiado sensible. Completamente mental. Tiene un lado repulsivo, sólo el poder y el brillo de su mente son atractivos.

Tengo que sumergirme otra vez dentro de mí y sublimar la energía que siento. Esta noche echo de menos desesperadamente a Rank. Añoro su capacidad de comprensión. Con Henry hay una comprensión de sangre, células, inconscientes, de sentimientos lunares, de comunicación vegetal, unión seminal, las armonías más profundas e inefables. Más maravilloso cada día que pasa. Un amor lunar. Muy pocas palabras acerca de la relación, muy poco análisis, sólo floración y estímulo.

Anoche Fraenkel hablaba acerca de cómo nos cansamos de la lógica, de cómo el surrealismo, el humor y el caos derriban esa lógica que en nada se parece a la vida y que no es inspiradora. Los elementos nuevos estimulan. «La cosa viva», como dijo Henry. Reconozco esta virtud en Henry y me rindo ante ella, del mismo modo que, contra mi propio estado de cristalización, me rindo a su caos, que yo, como mujer, tenía que haber aplastado para representar el papel del padre intelectual y esposo de mi Madre… y para ocupar el lugar de mi padre ausente (Rank) acudí a Lawrence, lo alabé en Lawrence, y luego lo encontré en Henry.

Me propongo no dejar nunca el diario para escribir otra vez novelas; lo que haré será perfeccionar y ampliar la forma del diario. Sólo estoy dotada para el diario y para nada más.

30 de junio de 1935

Mi alma de nuevo extendida, expandida, agrandada. Gracias a la astrología. Consulté con Eduardo acerca de Fraenkel. Eduardo dijo que había sido quien había puesto en nosotros la semilla, que era el líder. Y abdiqué. Hablé con Henry. Me sometería a Fraenkel si así beneficiaba nuestra Idea, nuestro Plan. Prefiero, como mujer, vivir y trabajar a solas con Henry. Anoche sentí una gran paz… Henry y yo, trabajando todo el rato, para y con el otro. Pero yo tenía que superarme a mí misma. Henry dijo: «Te estás esforzando demasiado».

Tan pronto como Eduardo me transportó a las regiones estelares, conseguí dominar la rebelión femenina que sentí ayer. Hoy disfruto de la paz después de haber luchado tempestuosamente con mi orgullo y egoísmo. No debo sobrepasarme en mi papel de mujer. Eduardo y yo hicimos bromas con esto. Le dije, al tiempo que hacía una reverencia: «Ahora, bajo tu influencia, he escrito una nota de abdicación a Fraenkel». Eduardo aplaudió.

Ayer, la idea de compartir la imprenta con Fraenkel me resultaba intolerable. Porque, además del hecho de que debe dominar todo cuanto toca, no sabe responder a mi necesidad misteriosa de participación femenina, cosa que Henry sabe cómo hacer. Henry sabe cómo darme el lugar que necesito, porque Henry conoce el lugar de la mujer en las células de la vida de un hombre. Fraenkel, no. Hay algo glacial en él, todo son ideas. Nada de sentimientos, ninguna delicadeza. Una especie de mente grosera. Considera que tengo una buena cabeza, pero ofende a la mujer.

He ganado una batalla sobre mi ego. Estoy agotada y temblorosa. ¡Oh, los monstruos que fabrico para luego luchar contra ellos! Mis celos, mi hipersensibilidad, mi necesidad de sentirme segura. Pero ya está hecho y siento una serenidad religiosa. Henry, en todo este episodio, se ha mostrado infinitamente paciente, tranquilo y tierno.

1 de julio de 1935

Luchando contra la depresión más angustiosa. No por la charla con Fraenkel, que él alabó, mostrándome su comprensión. No por la suavidad de Henry. No por el sol. No por la ternura de Hugh ni la de Eduardo. Es una maldición. Estoy acosada por toda clase de pequeños monstruos, envidia por la Joyce sana y sosa, la querida de Fraenkel. Me invento escenas inacabables en las que veo a Henry que me abandona para irse con Joyce. Me torturo con imágenes, terrores y dudas internas.

No parecía la misma en Nueva York, ¿o tenía allí mayor aplomo y fuerza en la mirada para resistirlo? Me siento más débil aquí. Echo de menos a Nueva York y a Huck. Oh, soledad, en medio de tanto amor y cuidados. Cuando dejé a Henry, Fraenkel, Joyce y Fred en el café, me sentí aliviada. Agradecida por escapar de ellos, porque todo es dolor, la mirada o la palabra más leve me parece dirigida contra mí. Un momento de alivio dentro del pequeño automóvil, sentada y apretada entre Eduardo y Hugh, un solo momento. Y luego otra vez el dolor, dolor total durante todo el tiempo, por nada. Los dolores antiguos, los nuevos, repitiéndose.

¡Tempestades lunáticas!

Una vez al mes, tempestad lunática. Polvo en los ojos y fantasmas en las venas. Se derrama la sangre de la mujer y desaparece toda fortaleza. Neptuno y la Luna. Cuántas pesadillas de traición y persecución. Todos nacidos para la malicia y el engaño. Fraenkel se transforma en el Calígula romano que inventa torturas para mí. Trae a la muchacha del Follies, Joyce, mi antítesis, sólo para que Henry se aleje de mí. La salud y estupidez de esta mujer me ofenden. Todo me hace daño. Todo es imaginado. Lo sé muy bien ahora. Simplemente, es como mirar la propia insania, pero continúa, sólo continúa, como la tempestad lunática hecha de pesares secretos y oscuros.

5 de julio de 1935

Eduardo dice con razón que la consciencia no es dolorosa cuando uno va a alguna parte, cuando uno hace o crea algo con ella. Si uno permanece quieto y consciente, uno se pudre, se corrompe. Sufro intensamente porque echo de menos el ritmo electrizante de Nueva York (¿o de Rank?). Era como tener debajo de mí una furiosa carrera de caballos; me daba vigor animal. Esto es como un cubo de basura. Henry dice que el alma crece en este cubo de basura. No la mía. Estaba ebria de libertad, de asombro, de grandiosidad, de espacio y dinamismo.

París es un remiendo vegetal. ¿Dónde están mis alas, mis aeroplanos, mis barcos, mis trenes y la luminosidad de Nueva York? Quiero salir de aquí. Louveciennes es demasiado pequeño para mí. La vida de Henry es demasiado lenta y llena de somnolencia.

Estoy irritada. Je piétine sur place.

Estoy a la espera de un amante. Tengo que desgarrarme y hacerme pedazos y vivir de acuerdo con los demonios y la imaginación que llevo dentro. No descanso. Las cosas me llaman. Las estrellas tiran otra vez de mis cabellos. Y siento que debo obedecer… ¿a qué? A la veleidad. Estoy a la espera de este hombre con el que acostumbraba a soñar mientras Huck me hablaba… este hombre que me liberaría de todos los demás. No el que ha sido lo suficientemente fuerte para liberarme de ambivalencias y divisiones. En Louveciennes hay un orden, un orden divino que necesito para seguir trabajando. Vivir continuamente con Henry es imposible y allí no soy yo misma. Todo ha de ser como Henry quiere. Comemos y dormimos a sus horas. Vamos a su café, a su cine; leemos sus libros, cocinamos para sus amigos, todo es únicamente para él.

En Louveciennes todo es para mí.

Hoy rodeo a Henry de amor, de ternura. Otro día es a Hugh a quien rodeo de ternura, porque está enfermo, con una infección. Cuido completamente de él. Tengo que visitar a mi Padre durante dos horas porque se va de viaje al sur.

Este ego mío crece de un modo descontrolado. Soy menos feliz que cuando carecía de ego.

Cuando acudo a Eduardo con preguntas, llamo a sus respuestas astroanálisis. Dice que Marte está en mi Libra, de modo que vivo mi propio Marte en lugar de dejar que lo viva Henry. Le pregunto: ¿Zarparé mañana? ¿Iré a algún sitio? ¿Me obedezco a mí misma o me río de mí misma?

¿Por qué no puedo asirme a algo? Henry escribe, no vive. No puedo acercarme mucho a Fraenkel, del mismo modo que no debí acercarme tanto a Rank. Junto a Rank en Nueva York, le di una vida demasiado plena, demasiado completa. De no habérsela dado no me habría exigido todo. Y nos seguiríamos viendo en la fea habitación francesa unas pocas horas cada semana.

Me siento tan extrañamente liberada; sin fronteras, sin miedos, nada me retiene para la aventura. Me siento ciega, móvil, sin hogar ni eje. Ahora es cuando soy realmente peligrosa para la felicidad de Hugh, Henry, Madre y Joaquín. Una tigresa suelta e ilimitada.

Sacrificios. Volví de Nueva York, me alejé de mi trabajo y de mi libertad, porque Hugh vino a buscarme, en la cándida creencia de que yo regresaría. Y regresé por Huck, por mi Padre, por Madre y por Joaquín. No por . Por mí, me habría quedado en Nueva York, con mi trabajo y mi independencia. Con Henry allí, la grandeza de un nuevo papel que representar, que recrear. Habría dado tanto allí, infundiendo alma en todos los que se me acercaran.

¿Y aquí?

6 de julio de 1935

Padre y yo en el jardín. Padre que dice: «Después de lo que nos ha ocurrido, tan intenso, tan fantástico, tan magnífico, no pude tener ya una aventura corriente. Me parecía que todo era demasiado estúpido y vulgar. Supe que había sido el clímax de mi carrera».

Quizá haya sido también el clímax de la mía, pero no estaba preparada para eso; era débil, dependiente, necesitada de afecto. Necesitaba a alguien cerca de mí. No poseía mi propia alma como ahora. Ahora he aprendido a vivir sola. En cierta manera vivo sola. Estoy más aislada y soy más autosuficiente. Ahora entiendo lo que querías hace un año, pero hace un año aquello era demasiado austero y solitario para mí. Después de aquello hubo paz y una gran oleada de amor y ternura. Les fiancés éternelles. Maruca aún sigue diciendo: «Debemos dejar solos a los novios».

Notas tomadas a bordo del barco: Coqueteos en Nueva York con George Buzby, Donald Friede*, Norman Bel Geddes*, con el vicecónsul cubano en el último momento, una hora antes de salir. Atraída por tantas personas al mismo tiempo. Pero todo superficial. Bill Hoffmann no se enfadó con todas mis trampas. Beso de despedida.

Despedida con Henry la noche antes de que Hugh y yo nos marcháramos. El mucho amor de siempre. Ternura inmensa. Anhelos de marcharme con él. Cuando fui a despertarlo aquel viernes, ya estaba despierto y pensando, ojalá hubiéramos zarpado juntos. Dijo: «Pero esta vez todo está bien, zarparemos en la misma dirección».

El viernes subió a bordo del Veendam, y el sábado Hugh y yo zarpamos en el Champlain. Así me sentí cerca de él. Nos enviamos radiogramas. En el mismo océano, al mismo tiempo.

Me vine cargada de triunfos como mujer y como psicoanalista. Dos pacientes vinieron en busca de ayuda en el último momento, dos mujeres de cincuenta años, apegadas a mí. Me mostré amable, pero firme.

Lowenfels se rindió cuando leyó mi novela sobre Henry-June y «Alraune». Dijo que yo era un ser humano, una artista creadora y que me había infravalorado (su manía de tomarme por una mujer de la buena sociedad, rica protectora de Henry, de interpretar nuestra relación del modo más vulgar).

Asombroso, sorprendente, increíble, poder gozar de una comida sin que importe dónde ni con quién. Antes no podía comer a gusto con extraños. Siempre me ponía nerviosa, rígida. Poder escribir cartas descuidadamente, telefonear sin timidez, no sentirme intimidada por nadie. No tener ya miedo de la inteligencia de Fraenkel. Libre de la prisión de mi timidez. Ninguna necesidad ya del Padre, ni de que me entienda. No me preocupo ahora de los pensamientos que son únicamente míos. No necesito compartir nada. Aprendí el poder destructivo de esto con Rank.

Qué descanso y qué paz siento, lejos de este examen constante, sin permitir nunca que nada quede solo. Tan pronto como me alejé de Rank, entré en mi auténtico mundo femenino de percepciones no cerebrales. La exaltación mental que solía sentir con Rank, el festín de ideas, se ha disipado como el humo. Me hundí en una gran serenidad, en una vida de luna psicológica.

Lo echo de menos, pero no quiero más psicoanálisis. Necesito movimiento y sensaciones; es como si nunca hubiéramos vivido juntos, lo cual demuestra que eran las creaciones e ideas de Rank las que me sostenían, y también su amor, pero no había ningún amor por mi parte.

Cuando fui a buscar a Henry a la Gare du Nord: felicidad. Nos echamos en el sofá de su estudio, que tanto le recordaba lo que llegó a sufrir cuando pensó que me había perdido. Inquieto e incapaz de conciliar el sueño, cayó por fin dormido cuando vio la luna y se dio cuenta de que yo lo miraba.

10 de julio de 1935

Me he sentido muy mal, neurótica, reprimida y, finalmente, enferma. Me siento demasiado grande y demasiado llena para todo esto, como si hubiera montado un caballo de carreras y de pronto me viera dentro del caparazón de un caracol. Reprimiendo la fuerza tremenda que no puedo emplear aquí. He perdido el gran ritmo que tuve en Nueva York, la embriaguez. Rank tenía mi ritmo. Aquí me siento sofocada sin mi trabajo. Nadie mantiene mi ritmo. ¿Qué podrá ayudarme? Subirme a otro barco. No puedo escribir, ni leer, estoy frémissante, inquieta, febril; salto, paseo de arriba abajo, corro, sin propósito alguno. Me cuesta enormemente permanecer quieta. Todos los demás están contentos. Henry está en su elemento. Hugh y Eduardo hacen disertaciones. He perdido a Rank, ¿y ahora qué? Henry es temeroso y pasivo, pero su ritmo creador es amplio. Rank era atrevido en todos los aspectos. Espero a alguien. Un nuevo amante que tenga botas de siete leguas, como las mías. También mi Padre es timorato. No piensa en nada, salvo en librarse de la enfermedad, de la vejez y de la muerte.

11 de julio de 1935

El apasionado recibimiento de Henry, sus celos de Fraenkel. Una película que nos llevó hasta Egipto. Experimentamos el infinito. Todo esto me ayudó a huir de mi tortura y de mi asfixia. A alejarme de los miedos mezquinos de la vida, del dolor de todas las relaciones; a crear con esperanza, a traer a la gente a Louveciennes.

Oh, lo que me ha costado adaptarme a Louveciennes y a Villa Seurat. El ser humano que llevo dentro tan satisfecho y el demonio interior empujándome siempre, mi cuerpo tan confortado por la pasión de Henry, mi vida tan segura con la lealtad de Hugh.

Vida dividida: Villa Seurat, desorden y gregarismo. Louveciennes, orden y aislamiento. Pero no puedo sentarme mucho tiempo al lado de Fred, Brassaï, Roger y Maggy. Con excepción de Fraenkel, todos son fofos, débiles, quejosos, sin grandeza. Algo ha hecho surgir mi grandeza y estoy desasosegada.

Fred describe mi novela como un himno al amor. Hoy es un novelista admirado y famoso.

Cuando mis celos femeninos se serenaron ante el hecho del liderazgo de Fraenkel, me di cuenta de que Fraenkel era la persona que Henry necesitaba y de que yo había admitido esta necesidad cuando intenté entregar Rank a Henry. Entonces le dije a Rank, en el curso del psicoanálisis, que, en su libro sobre Lawrence, Henry había ido más lejos que yo y que, aunque podía seguirlo, ya no podía guiar, ayudar o criticar más su obra. Se necesitaba una mentalidad mayor y más fuerte que la mía para poner orden en las visiones instintivas y líricas de Henry. Creí que Rank podría satisfacer esta necesidad. Fraenkel es la persona indicada. Alimenta las exploraciones intelectuales de Henry y me alivia de esta pesada carga, porque durante años lo he sido todo para Henry, no había nadie más. Recuerdo mis luchas con su libro sobre Lawrence en la Rue des Marronniers[17] y mi desánimo al final. En la época de Clichy, rodeado de Fred y los demás, Henry no tenía un igual, y yo tenía que escucharlo, estimular sus ideas, algo que me resultaba muy difícil. Como, por ejemplo, hablar de Spengler.

Ahora que existe entre Fraenkel y yo una comprensión personal y distante, me alegro de que Henry haya encontrado a su hombre, su mundo y a su igual intelectual. Y ocurre algo curioso. En las discusiones, Fraenkel es siempre el interlocutor sutil, el prudente, el comprensivo. Henry no suele mostrarse tan prudente con los demás como cuando está a solas conmigo. Y me veo obligada a tomar partido a favor de Fraenkel. Entonces, el galimatías de Henry se acentúa y me duele el primitivismo de Henry, su falta de comprensión (caricaturiza a Fraenkel) y tengo la sensación de estar atrapada por el amor apasionado a un hombre que mentalmente no es afín a mí en absoluto, sólo afín a mi sangre y a mi cuerpo. El auténtico matrimonio mental es con Rank, y ahora con Fraenkel. Fraenkel lo conoce y lo entiende y, como le pasaba a Rank, se relaciona con muy poca gente y por eso valora la comprensión en grado sumo.

Durante estas discusiones acabo por callarme. De hablar más, revelaría a Henry toda una manera de pensar que nunca le he mostrado porque se ríe de ella, y desvelaría a Fraenkel los sentimientos e instintos que me atan emocional y oscuramente a Henry. Henry no piensa en mí en términos mentales; no sabe que puedo saltar más rápido y más lejos que él, lejos de Fraenkel también, pero entonces cree que soy diferente porque tengo un cuerpo y una sangre diferentes a los de Fraenkel, que le pertenecen, un ser de la luna.

Ese momento de calor corporal parece unirme tan cerca y tan misteriosamente, esas caricias de Henry, esta voz, esa ternura, esos silencios. Es entonces cuando soy real para Henry. El amor es para mí. No hay amor para Fraenkel ni calor corporal. Se revuelve y se burla de él. Se dejarían morir de hambre. En otro plano se encuentran en festines de otra índole, como el mío con Rank. Pero, para Henry, en definitiva, eso no reviste una gran importancia. Y para mí tampoco es ya la Idea.

Paz. Por fin he acabado con mi desesperación. Después del cine, Henry y yo atravesamos, andando, París, desde la Opéra a Montsouris, durante más de una hora. Me cansé voluntariamente. Bebí vino. Pensé en nuestro viaje a Egipto, en el infinito. Nueva York, dijimos, no está construida con sentido de eternidad.

A solas con Henry por primera vez desde nuestro regreso, paz, silencio y profundidad. Dormir juntos. Y una fatiga cortesana. Orgasmo en el tren mientras leía un libro pornográfico.

Digo adiós a un Padre triste. Lo que tenemos en común es esta melancolía profunda, tras una máscara de alegría para el resto del mundo.

Paz.

Fraenkel vendrá mañana por la noche. Se acabaron las tensiones de los pequeños celos y miedos. Aflojo mi profundo y salvaje abrazo sobre Henry. Otra vez. Conquistar mi propio primitivismo. Elevación. Búsqueda de un destino suprapersonal. Oh, nadie puede medir el dolor y el valor que se necesitan para vivir, para amar, para reír, para olvidar, para liquidar cada día, tal como hace Henry, Henry, que puede empezar de nuevo cada día.

Annis: Diosa celta de la luna. Diosa de la Tierra.

Anahita: Diosa madre celta y su hijo Mythra; diosa persa de la luna.

Anatis: Diosa egipcia de la luna. Aya de Babilonia.

Anu: Conocido en el sur de Francia como el luminoso, patrón de la fertilidad, del fuego, de la poesía y de la medicina. Conocido también como Anu el Negro que, según la tradición popular, devoraba a los hombres y los enloquecía.

Anaïtis: Diosa del amor sexual, opuesta a la castidad. Diosa mazdeísta de la luna.

14 de julio de 1935

Planeamos hacer nuestras propias publicaciones, aun cuando todavía no disponemos de la imprenta. Fred ha bautizado a la editorial con el nombre de «Siana», el mío puesto del revés, cosa que yo, de niña, ya había hecho una vez en mi diario.

Todo lo que he sufrido se debe al descenso desde una vida móvil —acción— a un ritmo lento. No puedo pasarme horas sentada en un café con Henry y sus amigos. No puedo estar charlando durante diez horas como hacen Henry y Fraenkel. Ansío movimiento y vida. Intento subyugar mi energía, pero no puedo escribir ni leer ni ir al cine ni escuchar música. Es como si mi corazón latiera demasiado deprisa, como si me pusiera a correr y me encontrara sola. Fraenkel es todo comprensión, pero vacila y no coordina.

Vino aquí. Le gustó Louveciennes, armonizó con Eduardo. Henry se puso celoso. Fraenkel quería quedarse para siempre. Henry está imposible. Trabaja en Trópico de Capricornio. En cuanto su vida se amolda a algo, busca el guirigay, los cafés, la indolencia, las chiquillerías. Hace el payaso con Fred. Me siento ofendida, aburrida, infeliz. Otra vez la secreta rebelión, como cuando me fui a Nueva York con Rank. Sus miedos, cobardías y fanfarronadas. Me ofende el hecho de que sensualmente estemos en tan profundo acuerdo. No piensa como yo. Me enfurece que los hombres que piensan como yo (Rank, Eduardo, Fraenkel, Hugh) no respondan a mi temperamento. Me enfurece la naturaleza.

El gregarismo de Henry. Gente en el desayuno, en el almuerzo, durante todo el día. Casi duermen con nosotros. No. Aborrezco esta manera de vivir. Su vida inútil de payaso.

Regreso aliviada a mi reino de Louveciennes. Le oculto a Henry una cierta austeridad y laboriosidad en mi vida, que florece en Louveciennes. Siempre he ocultado, por miedo a hacer el ridículo, mi gran seriedad y mi amor por el trabajo. Ya he sido demasiado condescendiente con las chiquilladas de Henry. Estoy aburrida. Otra vez mis sentimientos parecen alterados y mi amor parece que se desvanece. Cuando entro en su habitación y lo encuentro dormido y roncando, con el sabor del vino en sus labios, y Fred acaba de irse y Fraenkel está al llegar, y sólo hay sobre la mesa unas pocas páginas, resultado de diez días de trabajo, odio acostarme a su lado. Pero lo hago, y nos sumergimos en la sensualidad, tocamos fondo, y algo dentro de mí permanece intacto, solitario, siempre desparejado; no puedo aceptar esto; de verdad, no puedo.

Al final pienso que le he retorcido el cuello a mi espíritu de Marte. Después de otra tarde y otra mañana sumida en la peor de las miserias, firmemente resuelta, me doy ánimos y me siento a copiar el diario de Nueva York. Pero tengo la sensación de escribir entre las líneas del diario, como si ampliara y dramatizara las notas del diario. Y me pregunto si hago esto porque he perdido a Rank y lo echo de menos, si echo de menos la profundidad de su alma y su mente deslumbrante. ¿Por qué no empiezo el libro sobre mi Padre? Lo cierto es que mi Padre significa muy poco para mí ahora; lo he arrancado por fin de mi vida. Lo quiero, como quiero a Joaquín, un amor de familia, pero no me siento cerca de él. Vivimos en mundos distantes. Sin amor ni odio no sé escribir acerca de mi Padre. Hay indiferencia. Mientras que a Rank, en un sentido, lo sigo amando y pienso en él.

Creo, sin embargo, que he encontrado mi estilo. Cojo el diario y lo escribo más plenamente, más artísticamente, aunque conservando la sinceridad y la inmediatez. Un diario como indicativo de la evolución febril de un enfermo.

Para recrear Nueva York, puesto que la he perdido, porque siento nostalgia de su esplendor, de la expansión de su ritmo. Suspiro por ella. ¿Debo escribir suspirando, evocando lo distante y perdido?

Cuando Henry telefonea se apaciguan mis celos. Tengo la impresión de que he sufrido continuamente con Henry todo tipo de celos. June, los mayores; las putas, y las mujeres que eran más o menos como yo. Aliviada tan sólo por mis otras aventuras amorosas. Distraída con los incidentes con Eduardo, Allendy, Artaud, mi Padre, Rank. Y ahora me encuentro perdida porque no tengo nada que me distraiga de Henry. Es insoportable y cómico a la vez, porque Henry siente de la misma manera. Basta con que le diga que George Buzby era guapo para despertar sus celos.

En mi reino de Louveciennes, Eduardo está solo ahora, cerca de nosotros. Jugamos al bádminton, comemos juntos, conversamos.

Hablamos Eduardo y yo de la absoluta falta de comprensión de Henry, de su opinión dogmática sobre la gente, las películas, los libros. Todo distorsionado, lo que da lugar a la caricatura, lo burlesco, la invención. Contradicciones, caos, irracionalidad. Escribe acerca de June y no es June. Lo que de mí sabe es porque se lo he contado, lo que escribo y el diario; pero no le confiaría mi retrato. Caricaturas de Fraenkel, de Fred, de todo el mundo. Sería divertido si yo describiera a los mismos personajes, la sensibilidad de Fred, la sagacidad de Fraenkel, el hechizo de June.

Ahora veo con frecuencia la malevolencia de Henry porque lo veo con sus amigos, pero el Henry que he hecho para mí existirá en tanto crea en él. Henry hace su papel para mí porque así tiene una mejor opinión de sí mismo. Cómo aborrezco abrir mis ojos para mirar a Henry.

Cuando estamos solos todo va bien; habla prudentemente, es tierno. Pero lo he visto tantas veces con los demás que me rebelo. Falso, terco, inconsistente, veleidoso, cobarde, aprovechado, malicioso, destructivo.

Maggy: «Antes de leer tu novela estaba resentida con el mundo, amargada, de mal humor, todo como un nudo dentro. Zahería a los demás, pero cuando la he leído me ha conmovido tanto que creo que ha hecho algo conmigo. Era tan emocionante, tan llena de sentimientos…». Maggy es griega, con ojos negros como el carbón y dientes deslumbrantes, temerosa de la vida. Roger, su amante, es uno de los pocos franceses que me gustan. Escribió una carta romántica sobre Louveciennes y su infancia. Se aleja de Francia hacia el caos, el genio y la intensidad del inglés.

17 de julio de 1935

J’ai finalement tordu le cou à Mars.

Esta gran fuerza vital que me atormentaba ha sido finalmente domesticada, de momento. Encuentro refugio en la escritura, pero sólo escribiré hasta que llegue el momento de mi próxima explosión y expansión. Fraenkel escribe. Henry escribe. Es más mío que nunca. Joyce sale hoy en barco.

Copio cada día el diario de Nueva York. Me alimenta.

Me echo y finjo estar dormida. El Vesubio es interno. No me dejo engañar por la aventura, la sangre, el amor, el sexo, el movimiento, las trampas, la acción ruidosa. No sirvo para la literatura.

Para la escritura visionaria: quedarse muy tranquila, en estado de médium, para ver más, más lejos, para sentir el cosmos.

«Me despertaron los latidos de mi corazón», escribió Gabriele D’Annunzio.

21 de julio de 1935

La manera fija, sonámbula, en que salí del estudio de Sylvia Maynard en Nueva York. No está allí lo que quiero. Me siento enorme, hinchada. No hay sitio para mí en ninguna parte, nadie igual. Henry, tan timorato y pasivo. Rank era atrevido.

Eduardo, sobre mi historia de «Alraune»: «Visión apocalíptica. Escritura que puede ser grandiosa mañana. Escritura visionaria clarividente».

Con ayuda de la anotación del sueño, Henry entró en su propia realidad, en su mundo, donde se cantan cuatro o cinco canciones juntas y donde la carne y el espíritu son una misma cosa.

Fraenkel necesita tener razón siempre. También me aprecia: «Tú y yo tenemos la misma manera de pensar. Un sistema gobernado por la mente». Dice que la influencia de Henry me está deslatinizando (caos, instinto), me ha desviado. ¡Pero cómo me ha estimulado! Dice Fraenkel que yo sé dónde detenerme, sentido de la forma. Henry puede arruinar sus mejores páginas. Fred dice que mi novela es un himno al amor.

Anaïs a Henry: «¿Te gustaría conocer a Brancusi?».

Henry: «No me gustan los profetas. Es una pose».

Henry a Roger Klein: «No entiendes a Maggy porque está en un nivel superior. Un nivel de salud y racionalidad. Tú estás completamente loco».

Henry enamorado de la esfera coloreada del reloj de la Trinité.

Hará una semana que Henry empezó a escribir sobre June. Cuando leí lo que escribió, me sentí algo dolida; a pesar de ello me siento tan cerca de Henry… fue tan apasionado en sus caricias, tan pendiente de mí, tan enteramente entregado, sin nada que cambiara en su amor, que no me puse triste. La otra noche, cuando llegué, estaba escribiendo. Le conté la nueva manera que tiene Hugh de expresar sus celos. Cada vez que sabe que me voy a Villa Seurat (ahora está todo el día en casa, de vacaciones), me hace el amor, nunca falla. Incluso en el último momento, mientras me visto, me arroja a la cama y dice: «Quiero cansarte antes de que te vayas, para estar seguro de ti, para asegurarme de que no te quedan ganas». O bien: «Has de pagarme, si no, no te dejaré ir». Lo dice riendo, pero también seriamente. Me echo pasivamente o lucho para hacerle creer que estoy excitada. Todo me da náuseas, me hiere.

Cuando le conté esto a Henry, me dijo: «Ahora entiendo por qué solía hacer yo lo mismo con June antes de que saliera para ver a Jane».

Me quedé muda. Luego, le dije: «Es curioso, tus pensamientos van a parar a June; en lugar de relacionar este incidente con nuestras vidas, lo empleas para iluminar tu vida con June». Henry se dio cuenta de lo que yo sentía, pero dijo con toda sinceridad: «Pero no es lo que piensas. El interés que ahora siento por mi vida es casi científico, como el de un detective, no es humano. Lo que pasa es que estoy esforzándome por desentrañar algunos misterios. Y quiero ser verídico. Quiero enseñarte las páginas. ¿No te importa? No sabría explicártelo de otra manera».

Le dije que no me importaba. Leí las páginas en las que describe la manera de hablar de June, su primer beso y la primera mentira de ella. Hice algunos comentarios. Me senté cerca de Henry. Y dijo: «Estoy escribiendo con toda frialdad, lentamente. Y no estoy enamorado de lo que escribo. Lo único que podría herirte es que volviera al pasado para afirmarme en él, pero no ha sido eso».

—Creí que habías vuelto a enamorarte de June.

—No, no he vuelto a enamorarme —dijo Henry—. Es mi mente la que trabaja. Tengo la sensación de haber estado dormido durante toda mi experiencia con June, que fue un sueño, que yo estaba sonámbulo.

—Ella quería y necesitaba que estuvieras dormido.

—Me doy cuenta de que ella fue mi creación. ¿Sabes? Joyce me irritaba. Veía en ella algunos de los defectos de June. Hacía las mismas observaciones estúpidas e ignorantes. Tenía todos los defectos de las mujeres norteamericanas, egoísmo, falta de sensibilidad y comprensión. Sé, Anaïs, cuánto he aprendido de tu novela, cuánto he aprendido de tu sencillez y sinceridad, de todo lo que tú eres.

Me di cuenta de nuevo de que había completado a Henry, de que le había devuelto el alma que June le había arrebatado. Estaba conmovido mientras hablaba.

No bajamos a ver a Fraenkel.

Hablamos del mundo de Fraenkel, de su imagen del mundo, comparable a la de [Oswald] Spengler. Dije que entendía su mundo, pero que no me sentía relacionada con él, que me sentía relacionada con el mañana.

Más tarde, Fraenkel dijo que yo me limitaba a saltar una valla para eludir la guerra, la destrucción y la muerte y entrar en la vida, porque yo estoy hecha para la vida.

—Todo el mundo —dije— sufre el dolor de la conciencia. Tuve que curarme explorando el subconsciente para encontrar de nuevo su origen.

Henry: «Pero todo el mundo no ha sido psicoanalizado».

Yo: «Oh, sí que lo ha sido, no individualmente, pero sí por infiltración, contagio, contaminación, por lo que se transmite por el aire; por la literatura, la música, la pintura, la filosofía. Todo lo que le ocurre a un grupo termina por ocurrirle a la masa, al mundo».

Ayer le dije a Fraenkel: «Si quieres ver al Fraenkel vivo, mírate en mis ojos…». Y otra vez el milagro. Se desprendió de su caparazón, de su piel endurecida. Su alma, enterrada viva para vivir en el mundo, floreció. El creyente, el sensible Fraenkel, despertó.

Pasará unos días aquí. Llama a June gato callejero, mestizo.

Villa Seurat: Chana Orloff, Richard Thoma. Rue des Artistes: Fujita, y una visita a Brancusi, su Forêt Blanche, Colonnes sans fins dans les nuages, Viejo Profeta, Café Roumain, discos de Bali, ojos negros y barba blanca. Regiones coronadas por la nieve. Montañas de yeso.

Vida vegetal con Henry. Sensaciones amorosas. Rocío sobre las hojas, el susurro de todas las cosas que vuelven a la vida. Nada hay en el mundo como fundirse y entregarse. Cada vez que entrego una parte de mi ser, renuncio a una idea, acepto, me sacrifico por Henry, acepto al Otro, es como si se rompiera la inflexible cadena del Ego. Cuando descubro que la historia de la puta que conoció es cierta, le doy un beso. Me entrego, me rindo continuamente: mi ego, mis celos, mis quejas, mi egoísmo. Cada vez que me fundo, algo le ocurre a mi feminidad, a mi ser femenino. Cada oleada de sentimientos, de generosidad, aporta un extraño florecimiento. Soy feliz de una manera divina, no humana, como si esto fuera una religión, no un amor corriente, siempre mayor que yo.

24 de julio de 1935

Estoy enamorada otra vez. No solamente de Henry. Sólo enamorada. Lo he sentido esta mañana. Escuchaba un disco de «Blue Moon». Acababa de servir el desayuno a Henry. Había sol en el balcón. El estudio estaba inundado de luz y de células vivas. Henry no puede seguirme. Canta sólo con las palabras. No con su sangre, no a mi manera, no con alas. El amor humano. Siento que viene alguien, alguien. Ando de puntillas, tan viva, esperando su llegada.

Al salir del 18 de Villa Seurat, Chana Orloff me llama desde su ventana. Verla significa Rank. Si pudiera tener a Rank sin su cuerpo, sin su amor sexual. No. No Rank, aunque me estremezco al pensar que pudiera verlo otra vez a causa de Chana Orloff. ¿Qué puedo decirle a ella? No la verdad. ¿Me inventaré algo como que, estando enamorada de Rank, no podría resistir el no verlo más? Entonces ella se lo diría y él se pondría furioso pensando que yo continuaba mintiendo, o quizá lo creyera.

Estoy enamorada mientras compro café, «San Paulo», melón, pan y mantequilla para Henry. Acabo de salir de sus brazos, pero el mundo parece más vivo y agreste que él. Necesita ser un vagabundo. Yo sólo estoy empezando. Chana Orloff en su ventana, llamándome para que vaya a verla, me asestó una pequeña puñalada porque ella ve a Rank.

Estoy enamorada cuando bajo por Villa Seurat con mi vestido ruso rojo y mi chaqueta blanca, enamorada del mundo y del que va a venir, que está en camino, el que viajará conmigo, cuyo cuerpo quizá ame yo, porque ahora me enamoro de los cuerpos, de los jóvenes, de la sangre y de la carne. No busco el sueño… o el pensamiento. Estoy enamorada mientras subo al tren para almorzar con Hugh y Eduardo en el jardín y, mientras tomo un baño de sol, ofrezco mi cuerpo al sol. Es quizá demasiado esbelto, pero la piel es bella y suave y parece muy joven. No tengo edad, del mismo modo que los demás no tienen para mí edad física. Eduardo me pregunta: «¿Qué edad tiene él?». No lo sé. Nunca lo sé. Sólo conozco la edad de sus almas, de su experiencia, de su deseo, de su audacia. Ningún tiempo. Ninguna edad. Sigo siendo Bilitis; amo al hombre sensualmente por fin, y mi alma no se interpondrá en el camino. Espero al hombre, ya no espero al niño ni al padre.

Cepillaba la chaqueta de Henry porque iba a ver a su editor. Oh, Dios, lo olvidaba, [Jack] Kahane ha aceptado mi novela sobre June-Henry, quiere que firme un contrato. Sí, tengo un contrato en el bolsillo.[18] Cepillaba la chaqueta de Henry y él quería que le sacara brillo a sus zapatos, porque era tímido, porque es tímido. Se está convirtiendo en una celebridad, recibe cartas de Ezra Pound y de T. S. Elliot, una crítica de Blaise Cendrars. Hasta hoy se han vendido 130 ejemplares de Trópico de Cáncer. Cuando se despierta me toma en sus brazos. ¿Habrá alguien más tierno? Siempre una mano en mi cuerpo, siempre una caricia que se desliza en algún rincón de mi cuerpo, siempre una mano cálida y acariciadora, una boca abierta. Hasta el punto de olvidar nuestra discusión, en la cual yo combatía su tendencia a catalogarlo todo porque cree que todo es interesante.

Cuando escuchaba el disco, me emocioné hasta las plantas de los pies, en lo más hondo de mi pecho, todo mi cuerpo se estremeció y se abrió.

Lo busco entre la multitud.

Este amor o me mata o me salva para siempre.

Fiebre en el tren y luego, en casa, me siento y, para curarme, copio para Fred mi historia «Waste of Timelessness», que aún me parece irónica.[19] ¿Dónde ha ido a parar mi ironía? Rank la hizo florecer y ahora ha desaparecido otra vez. Necesito encontrar mi ironía. No hay ironía en mi amor por Henry por más que se la merezca con frecuencia; me duele su Scenario, sacado de «Alraune», porque no contiene nada de «Alraune», nada, salvo el caparazón, y le ha añadido montañas, máscaras, arenas, templos, edificios, ruido, espacio, esqueletos, gemidos, danzas, pero ningún significado, ningún significado. Muerte, enfermedad y objetos. Podría caricaturizar al Henry vacío que camina por las calles con ojos indolentes, observando todo para entender menos, que lo compensa todo con creces cuando inventa con su genio; inventa, crea otro mundo, sí. Pero únicamente en su libro, como dijo Fraenkel, no en su vida.

¡Devolvedme mi ceguera! ¿Dónde está mi ceguera?

Fraenkel vino a pasar unos días. Revisó «Alraune» en extenso y con agudeza. Me aconsejó que continuara escribiendo como he hecho en la introducción a la historia del «Padre» y que empieza: «Lo estoy esperando. Hace veinte años que lo espero». Me ha hecho crítica y estoy haciendo cortes y cambios en «Alraune».

Siana Press va a publicar Scenario de Henry. Quiso ser el primero. Después vendrá mi «Alraune». Y, después, una carta de cien páginas a Fred sobre el viaje a Nueva York, Aller Retour New York, a la que le doy poca importancia,[20] pero ahí Henry muestra su falta de valores y de capacidad crítica. Está enamorado de sus cartas a Emil y a otros, todo lo que representa su filosofía de la imperfección, el culto a lo natural.

Maldito sea Fraenkel, y lo maldigo porque ha vuelto a despertar a Anaïs Nin, la crítica de los escritores y los hombres. Odio ese menester y por eso me enamoro. Necesito amar. No necesito ver la realidad odiosa ni reírme de ella. Fraenkel dice: «Has empleado una historia de dos caras y el simbolismo del día y la noche, pero no has empleado la cara de día ni la cara de noche. He acuñado eso: la cara de día. Lo encuentro maravilloso».[21]

El día antes de que Rebecca West viniera a París tuve un sueño: Trabajaba yo de puta con una camisa rosa y me expulsaban porque empleaba demasiado hilo. Alguien recogía los fragmentos de hilo y me los enseñaba. (Me pregunto si esto se refiere a mi modelo, mi necesidad de relacionar las cosas, de coser todo junto).

Rebecca y yo salimos juntas. Henry la insulta. Ella me da una habitación con sales de baño, perfumes, estuche de belleza, etc. Me inunda de regalos. Me doy cuenta de que es lesbiana y de que me acecha. Empleo sus regalos para arreglarme y acudo a su habitación, pero he tardado media hora y se ha cansado de esperarme.

Al día siguiente recibí su telegrama. Vino con su esposo a Louveciennes. Todas nuestras tardes y noches son en clave de humor. Perdí mi timidez y me mostré cómica y aguda. Pude mantenerme en su nivel de conversación, que es brillante y hermoso. Sus ojos ardientes. Al principio no quiso sentarse a mi lado en el asiento trasero porque parecía como si no nos atendieran, pero le gustó en la oscuridad, con Hugh y Harry Andrews, responsables de conducir nuestro coche mientras nosotras mirábamos las estrellas. Rebecca dijo que el libro de [Joseph] Delteil* sobre Juana de Arco estaba escrito por una compañía de publicidad de sostenes: «Sólo habla de los senos de Juana». Noté su falta de seguridad en sí misma. Dijo que ni siquiera podía pensar como el genio feo que se mira al espejo con desprecio mientras comenta «y pensar que tengo talento». Es hipersensible a la crítica.

Al día siguiente fuimos de compras (las sales de baño). «¡Cuántas tonterías decimos, Anaïs!». Riendo y eligiendo barras de labios. Le pinté las pestañas. Se lleva un sombrero blanco como el mío. Usa mi esmalte de uñas. Me gusta su cuerpo, es terráqueo, lleno. Bellos senos. Piel tostada, como la de una criolla. Y en el fondo de su mirada, la melancolía de Rank pero, para el mundo, chispa y humor.

Dos horas, solas en su habitación, de intensa charla, intentando contar todas nuestras vidas. Cree que soy más fuerte que ella. Ella sigue siendo víctima de su modelo de dolor. Yo soy libre. «Bailas tu vida», me dijo. Todas las grandes lignes de nuestras vidas son iguales. Infancia desgraciada: su padre la abandonó cuando tenía nueve años. Se fue con H. G. Wells cuando tenía veinte. Tuvo un hijo a los veintiuno. Su esposo podría ser el hermano de Hugh, y sus amantes son muy parecidos a Henry. Me habla de «Tommy». Quiero infundirle fortaleza. «Eres la mujer más notable que he conocido», me dice. Emoción y caos. No ha sido tan sincera consigo misma como yo lo he sido conmigo, ni en su escritura ni en su vida.

29 de julio de 1935

Cuando oigo la conversación de Fraenkel y Henry, me acuerdo de Rank, que sabía mucho más que ellos y era más humano. ¿Por qué sé ya todo lo que pasa entre Henry y Fraenkel, como si ya lo hubiera oído antes? Rank sabía anticiparse a todo, a pesar de su fracaso como escritor. Entre Fraenkel y Henry el lenguaje es mejor: son artistas. Rank era más profundo, más grande, pero no sabía hablar ni escribir bien. Su magia sobrepasaba el arte. Sabía demasiado.

2 de agosto de 1935

Vi a Chana Orloff. Me dijo que Rank salió para Nueva York un mes después de su llegada. Sentí un dolor enorme. Luego, me di cuenta de que había esperado verlo por casualidad, cuando saliera de la Cité Universitaire, o en el Café Zeyer, o en casa de Chana Orloff. Supe entonces que había esperado eso porque sigo enamorada de su inteligencia y de su alma. Tuve miedo de esta repentina poetización de Rank. El padre idealizado debe estar siempre lejos e inaccesible. Pero cómo suspiro por lo distante. Echo de menos su grandeza. Rank, el amante, me privó de Rank, el padre. Un padre debe ser siempre sabio. Cuando le dije a Henry que Rank había sido el padre ideal, replicó: «Ahora soy yo el padre, el padre y el hijo». Pero no es así, porque Henry sólo es padre de un modo intermitente. No vive sabiamente y carece de fuerza, salvo en las palabras. Siempre estoy enamorada de la sabiduría, de la divinidad, de la creación del hombre; siempre enamorada de la manifestación más próxima a la bondad humana.

Escribí una nota para que se la entregaran a Rank: «No he sido capaz de separarme de ti por completo. Había tanta unión entre nosotros. ¿Podré verte de nuevo alguna vez?».

4 de agosto de 1935

El nombre que Brancusi me ha puesto: La castañuela.

Sé que temo la discordia porque creo que destruye el amor y la intimidad. Cuando Henry y yo estamos en desacuerdo, siempre creo que nunca volverá a sentirse cerca de mí. Todo se basa en la sensación que tengo de que el amor (intimidad) es frágil, pero hay un amor (amor como deseo o antagonismo) que es correoso y se apoya en el odio. Es un amor que no conozco. Igual le pasa a Rank. No creo lo suficiente en mi intimidad con Henry porque no tiene continuidad. Hay veces en que pienso que ha muerto en los intervalos en que no nos vemos. No confío en la distancia ni en el tiempo. Cuando vuelvo con Henry siento extrañeza, hasta que nos acostamos y sus caricias restablecen la corriente. Por eso Rank decía que no podía creer en nuestra vida en común, en nuestro amor, si no vivía con él todo el tiempo. Necesito esa frase que Hugh pronuncia todos los días, ese gesto que Henry hace siempre, la posesividad de Rank. La fe de Henry no necesita nada de eso. Cree porque no piensa durante las ausencias. Cree con la fe de un niño.

A Rebecca: Hay mucho que aclarar sobre lo que me dijiste. Hemos de hablar de ello. Por el momento, sólo puedo decirte esto: Mantén tu fe en el amor, porque es posible que te flaquee. Es parte de tu fe en ti misma y sus vacilaciones ocasionales. No des demasiada importancia a los gestos, a la carta que no fue escrita, etc. Mantente muy tranquila, cree y espera. Todo lo que ocurre en Londres depende de ti más de lo que crees. Todo lo crea la imagen que llevas contigo. Si alguna vez puedo ayudarte a salir de esto, podrás colocarte al otro lado del dolor. Hay una salida. Igual que cuando uno se despierta de una pesadilla. Quisiera darte fuerza para que despiertes. Me tienes muy cerca de ti.

Neptuno causa preocupaciones con cosas que nunca pueden ocurrir.

Amo menos a Henry en proporción a la antipatía que siento por sus amigos, su vida, sus cafés, su falsedad con los demás, su crueldad con otros, sus fullerías, imitaciones, sablazos y rapiñas. Tenía que imitar y rivalizar con el psicoanalista que llevo dentro. Tenía que escribir sobre Lawrence. Ahora se aprovecha de todo lo que ha aprendido de mí y psicoanaliza a Fraenkel, como si fuera cosa original suya. Se identifica con el papel de Rank, cuando odia a Rank. Todos lo hacemos, pero lo hacemos sinceramente. Me convertí en psicoanalista. Henry juega un día con la sabiduría del psicoanalista y al día siguiente destruye todo su trabajo.

Una vez al mes me vuelvo instintiva y neurótica. Un día en que tenía la regla fui a ver a Henry. Empezó a hablar sobre «Alraune»; dijo que yo la había estropeado, que Fraenkel había tenido éxito donde yo había fracasado al describir la sensación antes de la cristalización del pensamiento. A esto se une que, siempre que hablamos de la imprenta (un mito), Henry trata de eludirla [«Alraune»] y cree que lo que hay que editar es mi diario de infancia. De modo que mi enfado fue en aumento, aunque no surgió inmediatamente. Lo estuve incubando durante todo un día. Luego exploté con él una mañana: «Si hubiera estropeado “Alraune”, tal como dices, no habría significado nada para ti, para Fraenkel o para Rank, y sí que ha significado. Lo que pasa es que eres un girouette. Ahora te adaptas al viento del egotismo de Fraenkel porque lo necesitas. Aquí apesta a gatos callejeros. Sería más honrado que los tres os jodierais mutuamente. Todo lo que hacéis es sentaros en un café y cotillear. Pero todo lo que digáis no va matar mi fe en mí misma. No os lo permitiré. Me ha costado toda una vida construir esa fe y no voy a permitir que la destruyáis».

Pero Henry adoptó un talante amable y prudente. Me contestó con amabilidad. Terminó diciendo: «¿No ves lo que todo esto significa? Tiene que ver con la fe que tienes en ti misma. Cuando esa fe flaquea, ves el mundo y me ves a mí de un modo diferente. Crees que soy malicioso y destructivo ahora, pero yo no he cambiado con respecto a ti. En cuanto a tu escritura, siempre has sido demasiado sensible. Yo no he cambiado, y sé que estas tormentas ocurren siempre que crees que nuestra relación está amenazada por una tercera persona. Ocurrió con Lowenfels, con Fred, y ahora con Fraenkel. Entonces empiezas a dudar de mí. Imaginas que nosotros tres cotilleamos sobre ti. Lo cierto es que yo defiendo tu “Alraune”. Estuve en contra de algunas de las correcciones de Fraenkel. Dije que era como una barrera de coral en un tazón de agua. Algunas de tus ideas son como el cristal, como el coral. Pero alrededor de ellas hay agua, sensación. Fraenkel quitó un poco de esa agua. No quiere más que el pensamiento mineral. Yo creo en tu vaguedad».

Henry, necesito que tengas fe en mí, si no, no podré enfrentarme al mundo. Tengo que luchar con Fraenkel porque nunca cede a nadie su sitio. Tiene tan poca fe en sí mismo que tiene que desalojar a los demás.

Henry dijo que él también tenía que enfrentarse con Fraenkel porque se lo merecía.

Después de un rato nos dimos cuenta de que estábamos de acuerdo. Henry estuvo muy acariciador, lleno de comprensión. Pero, de pronto, puede dejar de ser prudente y decir una tontería. «Si mantienes la cabeza clara todo el tiempo», dice, «te pierdes un montón. Cuando las cosas se ponen tontas y te vas, sucede a menudo que entonces ocurren allí las cosas».

Y esto me lo dice mientras estamos en la cama. Sí, ya lo sé, me pierdo esas cosas, pero son pequeñeces, cosas sin importancia, mientras que, a causa de mi sed por las cosas grandes, las cosas importantes que no son tontas me ocurren a mí, como las grandes aventuras con Allendy, Artaud y Rank.

Y hablo. Hablo de las cosas importantes que me ocurren mientras él está sentado en un café con Fred, el payaso, y Fraenkel, el laborioso trapecista mental.

Hay momentos en que me cuesta creer que Henry signifique tanto para mí. Rank acostumbraba a decir que este no era el verdadero Henry. El verdadero Henry es el hombre del odio, las crueldades, las deformidades a sangre fría y las indiferencias.

Cuando Henry describe su desprecio por Fraenkel, cómo ayuda a Fred para que le robe a Fraenkel, tengo la misma sensación que cuando le cuento a Henry cómo engaño a Hugh, mis trampas, y él, que ve el demonio que llevo dentro, pierde momentáneamente su confianza en mi fidelidad.

Está celoso de mi vestido rojo ruso, el que me regaló Rank, y dice que me lo pongo demasiado a menudo. La diferencia es siempre el amor. Si no amas, eres capaz de esto y de lo otro. Pero es difícil creer en este amor cuando para todo el mundo Henry es siempre el que recibe.

Cuando Henry añade sabiduría a su afecto y dulzura, se convierte en el hombre a quien amo con locura. Entonces se juntan el instinto y el ideal… pero eso ocurre raramente.

Fraenkel me escribió una muralla china de teorías sobre la culpa, tan hermética, tan lógica, que, para no pasarme los próximos veinte años discutiendo bizantinismos con él, tuve que zambullirme y atacarlo en su neurosis. A esto me contestó con un perfecto análisis de sí mismo, aún más grandioso si cabe, y tuve que decirle: «Pero el otro, el otro falta por completo en tu visión». Entretanto, Henry también lo atacaba y Fraenkel, completamente solo en su estudio, se sintió personalmente perseguido, con dolores en el pecho. Aquella misma noche, mientras me contestaba: «Me has cortado la cabeza», le escribí una carta afectuosa para compensar la crueldad ideológica. Él, por supuesto, se sintió abrumado, tanto por la violencia primera como por la dulzura posterior. Se vino a Louveciennes e hicimos las paces. Por la noche, en el estudio, después de que Eduardo y Hugh se fueran a dormir, me dijo: «Me he defendido de tu protección, de tu afecto. Sabes por qué. Me tientas cuando te acercas a mí como mujer que no puede ser mía. Soy un extremista; o eres mía o tienes que ser un hombre. Si yo fuera Henry, nunca te compartiría».

«Buenas noches». Estaba tan conmovido que me atrajo junto a él para darme un medio beso, un beso irreal. Y eso fue todo. Nos entendimos mutuamente. Su admiración y su atracción por mí crecen día a día. En su conocimiento de la mujer es como un niño. Admira mi fortaleza.

Los días que siguieron en Louveciennes fueron una caída constante de escamas, caparazones, conchas y máscaras. Se volvió cada vez más sensible, más él mismo; aumentó en luminosidad. Este cuerpo pequeño, casi esquelético, sin carne. Todo ideas y sensibilidad, más cálido al tacto de lo que había imaginado.

El día en que tuve que ir a París a ver a Henry, hizo cuanto pudo para que perdiera el tren. Jugó con la idea de llevarme a México, en lugar de que me llevaran Hugh y Eduardo. Eduardo, dijo, podía venir con nosotros porque no me distanciaba de él, pero Hugh y Henry sí me alejaban de él. Fascinada con sus planes, perdí el tren, mientras me decía: «Habría que protegerte y cuidarte con mucho mimo. Nunca me ha parecido que lo hagan Henry o Fred. Son fuertes y no están habituados a personas tan raras y delicadas como tú. Tu vida es extraordinaria, no entiendo cómo puedes mantenerla tan equilibrada estando tan llena, tan llena de todo».

Realidad. Cuando estás en el corazón de un día de verano, como dentro de una fruta, contemplando las uñas pintadas de los dedos de tus pies, el blanco polvo de las calles tranquilas y soñolientas en tus sandalias, el sol que atraviesa tu vestido entre las piernas; cuando miras la luz reflejada en los brazaletes de plata y te llega el olor del horno de pan, el petit pain au chocolat, y ves los coches que pasan, ocupados por mujeres rubias, como sacadas del Vogue, y luego ves a la anciana femme de ménage, de rostro marchito y arrugado, color de hierro, y lees la noticia de un hombre descuartizado y allí, delante de ti, está el hombre con medio cuerpo sobre una plataforma con ruedas, hasta el perfume de la peluquería canta a la realidad.

5 de agosto de 1935

Cuando llegué, a Henry se le había acabado todo el dinero y no había almorzado, así que empezamos a comer en la mesa, en medio de la habitación; luego nos tumbamos en la cama, y es curioso cómo Henry y yo colocamos nuestros cuerpos, de un modo tan distinto a como suelen ser las posturas ordinarias de los cuerpos humanos; en el paroxismo de nuestro goce, nuestros cuerpos no parecen humanos, sino animales, sátiros, raíces de árboles, negros, salvajes, indios. Irreconocibles. No se parecen a Henry ni a Anaïs, tan retorcidos y alterados están por la sensualidad. Luego hacemos como si fuéramos a comer otra vez y me pongo a cortar berenjenas en rodajas, y las exprimo, pensativamente, para sacarles el zumo. Después, tumbados en el sofá, nos invade una paz profunda y hablamos del opio —del opio de dormir y del opio de la acción—. Henry había dicho: «Cuando estoy triste me voy a dormir». Y de pronto comprendí que cuando me pongo triste es cuando tengo que actuar.

Cuando salgo de la pequeña cocina nuestros cuerpos entrechocan, se rozan, se adhieren; y, entretanto, escribo la historia de Rank, de cómo nuestra sangre no se adhería a pesar de la pasión.

A la hora del desayuno hay sol en el balcón. Pongo la ropa de la cama sobre la barandilla del balcón para que se solee. Lavamos los platos. Escribimos. Henry, después de mi crítica sobre algunas partes excesivamente expositivas en su carta de cien páginas a Fred, está resentido y se pone a corregirla y hace de ella un buen librito.

Sugiero que rompamos el fuego con esa carta, en lugar de Scenario, para conseguir un grupo de suscriptores. Scenario es una obra esotérica y limitada. Bautizamos la carta como Aller Retour New York. Hablamos de las diferencias, las diferencias definitivas entre Fraenkel, Henry y yo. Henry habla de diferencias anímicas y de que, incluso cuando Fraenkel parece tener razón, él tiene una razón más profunda, más cercana al alma, en cierto modo más divina. Mientras habla de Fraenkel, pienso en Rank y escribo sobre Rank.

Fraenkel admira la carta que le he escrito, que tenía un propósito más definido y destructivo. Se pierde en el mar de quince páginas de Henry, llenas de ataques ciegos e instintivos. La nariz de Henry es buena, pero no su mente. ¡Y qué buena es su nariz! Siempre que Henry husmea, huele o se pone de mala leche, seguro que algo ha ido mal. Y después, cuando descubro el lieu, lo sabemos. Juntos somos terroríficos. Cuando veo su nariz palpitante, cuando suda y maldice, sé que ha encontrado la pista, pero a menudo la pierde a medio camino. Y entonces es cuando yo intervengo, husmeando el aire con una nariz más parecida a un aeroplano o a un faro.

Hay veces en que temo que el diario dé una imagen mezquina, porque dejo fuera el arte y la ideología, el contenido real de las charlas con Rank, la crítica, los libros, los descubrimientos, las ideologías. Pero no estoy escribiendo el libro que contenga todos los libros. Sólo me ocupo de la vida que hay alrededor y detrás de los libros; de buscar la motivación de los hechos y, en mi caso, de justificar o excusar a los demás. Soy como el cuidador de la serpiente pitón del que hablaba Rebecca [West]. Cuando le preguntaron cómo podía alimentar al animal sin poner en riesgo su vida, dijo: «Oh, lo alimento con un bastón, porque no tiene la inteligencia suficiente para ver la diferencia que hay entre una mano y un bastón».

Dije que Henry no quería salir de su surco (nuestra unidad en el estudio) por miedo a perderlo. «Piensas que volverás como uno hace en sueños, y encuentras el 17 y el 19 de Villa Seurat, pero no el 18».

Henry, que cada vez se vuelve más Hombre, empieza a estar resentido por la actitud paternal de Hugh. Que Hugh (por la situación económica) le diga dónde tiene que ir o qué tiene que hacer. Cuando hablamos de viajes, dice que le gustaría si el dinero viniera de él. Voluntad negativa. No quiere que nos mudemos en octubre porque dice que es feliz. Pero he de alejarme de Hugh.

Hugh ha encontrado su lenguaje en la astrología. Ahora puede decir todo lo que decimos y entender todo lo que somos y decimos. Las quejas que yo tenía antes al respecto se referían a su falta de articulación. Es un creador en astrología, activo y expresivo.

Henry cree en la vida, en el amor y en el dinero, como cree un niño. Siempre vendrán de Dios, de alguna parte.

Trabajo en este diario, copio las notas apresuradas que he escrito en un cuadernito en Villa Seurat. Notas sobre la historia de Rank y del diario de Nueva York. Para revivir la hermosa intensidad de Nueva York. Escribo a máquina para Eduardo. Baños de sol. Bádminton. Un día en Louveciennes. Recibo cartas de John y [Norman] Bel Geddes. Pero no escribo ningún libro. Escribo circularmente, periféricamente, sobre cualquier cosa. El amante, el amante que esperaba con tanta ansiedad, fue otra vez un embarazo, una bendición. Cómo lamento cada vez su interrupción, la medicina que hace que la sangre improductiva fluya otra vez. Es inútil. No es posible un hijo sin una cesárea, con riesgos para mi corazón y estado general.

Un hijo ¿de quién?

Lo instantáneo del pensamiento produce el pensamiento cristalizado. Según Fraenkel, el más puro. Yo digo que el miedo al mundo es lo que produce cristales al escribir. Frases impecables y cristalizadas, perfección y duro bruñido de las cosas inhumanas, como mi primer estilo en «Alraune». Pero esos cristales repelen a la gente. Nada de imperfecciones humanas, humedad, agua, sudor, halo, aliento, calor y olor humanos. Inattaquable, superficie invulnerable de las palabras. Las cosas grandes que dejo fuera del diario pueden encontrarse en los libros de Rank, en los libros de Henry, en los libros de Fraenkel, en el surrealismo, en Artaud, en el psicoanálisis, en Breton, en la revista Minotaure.

10 de agosto de 1935

Dos días de calor ardiente al rojo vivo.

Rebosante de Modernes de Denis Seurat, de ideas, planes, cuadros y éxtasis. Me apresuro a fecundar a Henry. Amenazo con escribir un gran libro sobre su escritura, sobre él mismo, y se siente enardecido. Hablamos de España. Me siento clarividente, ardorosa. Hablamos de la época clásica. Escribimos gozosamente, dejamos atrás la miseria. El culto al dolor aplicado a la escritura. Me sorprende tanto escribir sin sentir dolor que pienso que no estoy escribiendo.

En octubre me voy. Sacrifico Nueva York a Henry. Lo que quiero es irme a Nueva York, con Henry, para psicoanalizar, para gozar, para ser libre. Henry prefiere Europa. Soy joven. Puedo esperar. Le falta el valor necesario para descubrir mundos nuevos. Puedo esperar.

Cuando escribía que estaba enamorada, John Erskine nos escribía anunciando su llegada, Allendy me pedía una cita y Fraenkel caía bajo mi hechizo; pero nada de esto es lo suficientemente grande o bueno. Alors? J’attends.

Ahora que no está Rank puedo amarlo mejor y a mi gusto; me siento libre para amarlo en lo que es digno de amarse. Tiene que haber una distancia.

Reboso de todo cuanto creo. Inundo a Henry con fuego, ideas y visiones. Le dije que renunciara a la síntesis imposible del libro de Lawrence y que aceptara los mejores fragmentos.

Hago las maletas para encontrarme con Rebecca en Ruán.

Sigo meditando, escribo detalladamente sobre la nariz, las orejas, la boca, el cabello, las manos, la piel y los lunares de Henry. El cuerpo del amado ha de ser explorado concienzudamente. Describirlo es un acto amoroso. Quizá sea que quiero escribir sobre él, en lugar de hacerlo sobre mi Padre o Rank, como otro acto de amor. El amor más real.

Antes de ayer trabajé hasta que me dolieron los ojos.

¿Escribo sobre Rank para sentirme cerca de él? La compasión me dejó bloqueada cuando leía sus cartas.

Por la tarde me emborraché con Hugh y Eduardo. Fue bastante cómico. Hugh dijo que, por la mañana, camino de París, estuvo pensando todo el rato en cuánto me amaba y en lo maravilloso que era vivir conmigo. Sin embargo, Eduardo dice que siente la mayor lástima por cualquiera que intente ser mi marido.

No necesito sufrir más. Me he creado un alma, tan grande como el mundo, que gotea por todas partes y he de resistirme para no llamar al fontanero.

Escribir todo lo que veo en Henry y en su entorno. Escribir sólo lo que veo. Siempre veo cien dimensiones. Veo como si estuviera embriagada.

En Nueva York evité a John cuando me di cuenta de que aún podía estremecerme. Ahora está enfadado. Anoche, en el coche, cantando en la oscuridad, supe que lo había querido sensualmente y que aún me gustaba su cuerpo sobre el mío. Eso es todo, una reacción animal. Sólo el deseo de saborear ese enorme cuerpo sensual y oír su voz sensual gimiendo sexualmente. Me gusta recordar el día en que los dos sentimos aquel calor. Me gusta pensar en eso, John todo «duro bajo sus pantalones», como él dijo luego y yo encontré chocante. Me refiero a la frase, no al sentimiento.

No he escrito nunca sobre la tarde que pasé con Rebecca en Nueva York, sobre las noches en Harlem, sobre los malabarismos y la foire de venta de objetos en Broadway, sobre los cabarets que tanto me gustaban. Me gustaba la vulgaridad. El espectáculo de Broadway. Broadway de noche. La cena en el Salón Arcoíris con mi viejo admirador, el señor Freund, que aún recuerda a Montecarlo, a Niza y al baile en el Hotel Eden. La aparición de George Turner una tarde que nevaba, un donjuán ligeramente apagado, con un cuerpo muy parecido al de Hugh y que me recordaba en sus súplicas a Hugh. Era más fácil decir sí que no. Más fácil tumbarse que luchar, como tantas veces había hecho. Cada invitación en Nueva York era una trampa, cada visita una batalla. Me sentía ligera e ilesa después de George, complacida por haber traicionado a Rank. Cuando venía unos minutos más tarde, intenso, transido de amor, gozaba por haberlo traicionado. Nadie tiene derecho a pegarse a un ser humano como se pegaba Rank a mí.

La importancia en los libros modernos de los momentos de bonheur simple. Glorificados porque para nosotros, los neuróticos, son tan raros como la tragedia y el éxtasis lo son para los demás. Harriet Hume comiendo cerezas de un cucurucho de papel, la taza de chocolate de Colette, mi taza de café en casa de Roger William.

12 de agosto de 1935

Rebecca se ha lanzado a su aventura amorosa más feliz. Dice que cree que me lo debe a mí. Durante nuestras charlas en el Crillon le di confianza para que evitara los obstáculos. Y adiviné la situación con toda exactitud. Nos encontramos en Ruán, todos, Hugh, Eduardo y Rebecca, entonados por el chablis y el borgoña. Una charla muy espumosa, con repentinas caídas en lo profundo. Fermento de admiración. Yo, por sus abundantes senos, su piel de gitana, sus ojos ardientes, su humor e ironía. Ella, ¡por mi belleza! y por mi acento. Cuando cruzábamos el puente se detuvo para besarme porque dije «telarañas», poniendo el acento en «arañas», de modo que parece que digo «vacas», las que dan leche.[22] Toda afectuosa cuando me pregunta, humilde y tímidamente: «¿Te aburrías?». Nos sentimos a nuestras anchas en esta Francia tan tolerante. Comemos vorazmente y a gusto a todas horas. Recorremos Ruán por la mañana. «Qué pies tan bonitos tienes. Eres encantadora», me dice. La noche anterior, mientras Hugh dejaba el coche en el garaje, fui a su habitación, hablamos de «Tommy» y le di un beso de buenas noches, tan ardorosamente, en varias partes de sus mejillas, que terminamos riendo. Hay vigor y afecto entre nosotras. Bebidas, embriaguez, euforia. Vuelta en coche. Hacemos una comedia con la manera descuidada de llevar la casa de Louveciennes. Nos reímos de las deficiencias de Emilia. No me avergüenzo. Reímos. Se levanta tarde por las mañanas. Hugh y Eduardo se van. Pasamos casi todo el día contándonos nuestras vidas, que son asombrosamente parecidas. Le doy a leer la introducción a la historia de mi Padre. Tiene que detenerse porque la hace llorar.

Salimos a dar un paseo y nos perdemos en el laberinto de nuestra charla; terminamos en Marly a la hora en que se nos espera para cenar. Tenemos que telefonear a Hugh para que venga a rescatarnos.

Tiene una lengua afilada y no le importa ser ingenua. A su edad, ¿seré igual que ella? Tiene un modo despiadado de describir a la gente. Su humor. Sus gestos son informales, groseros, pero deliciosos. Como mejor está es tumbada en el sofá, desaliñada, perezosa, con sus piernas tan robustas y unas curvas tan pronunciadas que me producen un desasosiego parecido al que sentía con Dorothy* [Dudley]. Yo voy en pijama y me siento tentada de hacer el amor con ella, con sus pechos.

Cuando lee acerca de mi infancia, me dice: «Es exactamente igual. ¿También recuerdas las piedras de colores de la ventana?».

En su psicoanálisis despertó un recuerdo: fue violada por su padre. El psicoanalista le dijo que es una ilusión frecuente en la mujer, un sueño, un deseo, un temor; puso en duda la realidad del recuerdo. Rebecca dijo que era real, pero ahora no está tan segura.

Hay dos cosas que no me he atrevido a decirle: que tuve una aventura con mi padre y que maté a mi hijo. No sé hasta dónde podrá seguirme. Ha salido del puritanismo de la vida inglesa y en Francia se siente libre y apasionada, como una «cerda», así dice ella, pero ¿hasta qué punto es libre?

—Estás llena de vida —me dice.

Admira la serenidad de mi porte. Nunca muestro mi caos, nunca, al exterior. Y en la vida he sido más fuerte y más libre que ella. A sus cuarenta y dos años, dice: «También tomaré un estudio para “Tommy”. Con qué inteligencia has organizado tu vida, Anaïs».

Mientras espero a que se despierte copio mi diario de Nueva York. De este modo Rank se mezcla vivamente con el presente.

A Rebecca no termina de gustarle lo que escribe Henry. Cree que mi prefacio a Trópico de Cáncer es hermoso y vivo, sin ninguna relación con el libro. «Henry no tiene visión», dice.

En el estudio, Rebecca observa que nunca ha visto unos libros tan serios en una atmósfera tan llena de alegría, ligereza y teatralidad. Sí. Toda la seriedad está envuelta en castañuelas, chales bordados, acuarios de cristal, piedras de colores, paredes pintadas de color naranja, vestidos. Psicoanálisis envuelto en poesía y perfumes.

Ayer me puse mi vestido negro, el que llevaba casi siempre para los psicoanálisis y para Rank. Los dos cortes enseñan el nacimiento de los senos. Rebecca dice: «Por supuesto que era lo adecuado para el psicoanálisis, que consiste en dar el pecho para alimentar a los demás…».

A Rebecca le gustó que Hugh y Eduardo nos llevaran a comer cigalas a las once de la mañana sin explicación ni razón alguna, sólo porque, al pasar, les parecieron apetitosas. Y el ataque histérico de risa de Hugh en el jardín a causa del servicio lento de Emilia, una histeria humorística que tiene su origen en muchos años de paciencia con el mal servicio, porque sabe el afecto que siento por Emilia y que esta me adora.

A Rebecca le gusta el caos imaginativo y que tengamos que partir las cigalas con los dedos porque no tenemos tenazas.

Cuando ve el último vagón del tren: «¿Tengo que subir ahí? Está tan indecentemente expuesto».

En el tren, me besa y me dice: «No puedo describir lo maravilloso que ha sido. Es como si hubiera tenido otra aventura amorosa».

Efectivamente, han sido unos días magníficos. Han roto su ritmo convencional, el ritmo roto en el que Henry vive siempre. El ritmo continuamente roto assouplie la fantaisie, ensancha la imaginación. El otro, el de la vida convencional, la mata. Dijo que estar en Louveciennes ha sido tan acariciador que desde ahora lo llamará el seno materno. «¡Hagamos un brindis por la regresión!».

Me sorprende mi sentimiento protector hacia ella, a pesar de que tengo treinta y dos años y ella cuarenta y dos.

Dijo que estaba abrumada por nuestra extravagante bondad hacia ella. Cada uno de nosotros tres se las ingenió para ofrecerle una recepción verdaderamente real, sin mucho oro.

Soy la madre del grupo, en el sentido de que estoy siempre por delante de Hugh, Eduardo, Henry o Fraenkel en la creación de vida, en dar vida. Soy la madre universal cuando doy a Henry fortaleza y sabiduría para estar solo; cuando, analizando a Hugh, lo incito a vivir; cuando saco a Eduardo, esto desde hace años, de su soledad. Y, finalmente, cuando tengo éxito (Henry autosuficiente y sorprendentemente maduro, ahora orientando a Fraenkel; Eduardo, que se hace amigo de Fraenkel y permanece a su lado; Hugh, que goza por primera vez de la vida bohemia en Londres) y salen del nido (también Joaquín, o el violinista, todos ellos), entonces contemplo el nido vacío y me pongo a llorar. Eduardo está en un momento de expansión, por fin fraterniza con Henry. Todos ellos están en movimiento. Henry habla como Rank y descubre lo que yo ya sabía desde hace tiempo.

Movimiento. Cuando miro los torbellinos que creo, los cambios y transformaciones de la vida que provoco, siento miedo, miedo de que me abandonen. Todo cuanto digo a Henry, a Fraenkel o a Rebecca, a todos, les da fe y confianza. La leche que brota de mis pechos es psicoanalítica, algo que la sobrepasa, rica en simpatía, comprensión y visión interna del destino de los demás. Creo que también influiré en la vida de Rebecca, hacia su libertad. Me obedecen y me siguen, me devuelven las mismas palabras que les digo. Henry dice ahora las palabras que yo acostumbraba a decir de Allendy en la oscuridad del jardín de Louveciennes. Pero Henry, con la mayor humildad, dice: «Tú sabes todo esto. Ya lo habías dicho todo».

Pero mis hijos regresan al nido. Henry nunca me había amado tanto como ahora, como anoche. Hugh regresa. Eduardo regresa. Fraenkel es el más perverso de todos. Tengo menos paciencia con él por ser tan envious, tan poco generoso. Lucha como lo haría una mujer, con mezquindades. Il est le plus malade.

Hugh, por alguna extraña razón, se mostró apasionado conmigo mientras Rebecca estuvo con nosotros. Es como si, viéndome tan viva, tan ardiente, todos quisieran amar a la figura danzante que soy.

Eduardo, venciendo sus reticencias, descubre ahora el placer de las charlas que yo experimentaba en Clichy. Tantas veces había querido compartirlas con él. Fui yo quien propició que se quedara ocasionalmente con Fraenkel. Le dije: «Oscila entre París y Louveciennes. Quédate allí unos pocos días. Goza de la charla y de la gente». Y ahora me obedece y se va allí, le gusta, ¡y yo me pongo triste y me aburro en mi nido vacío!

Cuando ayer por la mañana llegué a Villa Seurat para el desayuno, fue Eduardo quien se asomó a la ventana de la habitación de Fraenkel para silbarme los buenos días. Desayuno con Eduardo y con Henry. Este intenta hacerme un resumen de los tres días con Fraenkel. Me dice que la definición de esquizofrenia también se le puede aplicar. Y por qué Trópico de Cáncer fue un libro de canibalismo y sadismo. El Henry de aquella época, en cuya habitación y en cuya sensibilidad entré directamente, atravesando y sobrepasando este edificio, esta actitud y este libro que interpuso entre él y el mundo para protegerse de sus estocadas.

Fraenkel y yo hablamos de Rebecca. Le gustó como mujer, su aspecto saludable. Hablamos de que me adelanto a los demás en llevar una vida venturosa gracias a mi habilidad para hacer comedia, hacer trucos, engañar y mentir. Le dije a Henry: «En lugar de hablar de mentiras, ¿por qué no empleas una palabra más amable y hablas de mi creación?». Es esta creación la que admira Fraenkel. Estuvimos de acuerdo en que Rebecca es más realista que yo. También es clásica, mientras que nosotros somos románticos.

Por la noche, el amor de Henry. Lluvia de besos. Coloca mi mano en su pene. Medio dormidos, medio soñando, follamos, hasta que me lleva al paroxismo. Oleadas y oleadas de deseo. Nos dormimos abrazados. Le dije que le había dicho a Rebecca que quería casarme con él. Había una luna de siega.

17 de agosto de 1935

Mi inconscience du monde hizo posible que me pusiera un vestido de terciopelo rojo aquella mañana en Richmond Hill para ir a Nueva York a posar para Richard Maynard.

Ayer fue un día importante para mi escritura. La noche anterior salimos Hugh, Eduardo, Rodina y la amiga lesbiana de esta, Carol. Al baile del Tabarin. Estaba cansada del día orgiástico con Rebecca y del día y la noche con Henry. Había frases que me rondaban la cabeza: rêve éveillé, sueño despierto. (Análisis de Proust). L’extase joint à l’analyse. Disgusto por mi realismo femenino, tan alejado de mi yo soñador.

Ayer por la mañana fui a Elizabeth Arden a rejuvenecer mi piel. Allí, tumbada, me sentí medio soñando, como bajo los efectos del éter, plácidamente. Entonces vi al mismo tiempo la realidad y el inconsciente juntos, fundidos o alternándose armoniosamente. Hugh también decía que había momentos en que yo estaba loca. El estado intermedio que va de la normalidad a la fantasía y a la neurosis, eso era lo que yo quería conseguir. Empecé un monólogo sobre mi Padre, no sobre Rank. Corrí a casa de Henry. No estaba, había ido a hacer un recado. Me senté delante de su máquina de escribir y escribí con rapidez desesperada cinco páginas de un modo nuevo, empezando en el presente, en el salón de Elizabeth Arden, hablando de los pies de mi Padre. Ahora sé que escribiré ese libro.

Notas: Éter siempre. Dentro y fuera del túnel de la conciencia y de la inconsciencia, con todo tipo de detalles reales y el máximo del rêve éveillé.

Al mismo tiempo recibo el estímulo de Dorothy Dudley, que alaba calurosamente mi novela y «Alraune». Dice que en mi novela soy pionera en la descripción de la relación entre mujer y mujer. «Alraune» es la llama azul, la comunión pura. Para mí, la novela es fuego. Soy mucho más yo misma en «Alraune» porque es la comunión con mi visión. El personaje de Henry en la novela puede olerse, tan dramático y poderoso es. Y, encima de ese entusiasmo, una carta de Katrine, que ha dado a leer mi obra a su yerno, que es editor.

Y, además, ahora sé que puedo beber vino sin marearme. ¡Así que a trabajar!

18 de agosto de 1935

Después de volver a copiar «Alraune», escribí sobre los diarios que queman en el libro del Padre. Me parece que de esta manera no volveré a quedarme en la estacada. Imito el diario, trato de aproximarme a su sinceridad y a su plenitud.

22 de agosto de 1935

Regresé muy animada de Villa Seurat a casa, copié diez páginas del diario de Nueva York (necesito mantener vivas las aventuras y los triunfos de Nueva York); luego, en un estado de gran exaltación, escribí dos páginas sobre música para el libro de mi Padre. Música: una de las palabras clave. Música. Él, el músico, no hizo que el mundo cantara para mí, no me dejó cantar ni bailar. «Nunca pude bailar alrededor de ti, oh Padre mío. Nunca nadie bailó a tu alrededor. En cuanto te dejé, Padre mío, todo el mundo se puso a cantar».

Neurosis: atribuir al embarazo todas las mejoras físicas. Porque gané peso me apresuré a ir al médico para que me examinara. Aún no puedo creer en la felicidad. Suspiro por Nueva York, los amoríos, el placer y la intensidad de allí. Pero no por Rank.

Joaquín nos envía sus primeros derechos de autor de su sonata, setenta francos. Los primeros derechos de autor de Henry servirán para pagar la impresión de su Scenario. Henry es muy humano.

Rebecca me escribe una carta despiadada sobre el libro de Fraenkel, que, según ella, es patético, porque no hay nada en él que no pueda decirse en dos páginas. Cree que es vacuo y repetitivo. Tiene la sensación de que Fraenkel y Henry no tienen sentido alguno de la realidad, que es el fundamento de la literatura —o de la vida—, que para el caso es lo mismo. Se sientan juntos y hablan de una Inglaterra imaginaria y de unos lectores imaginarios de D. H. Lawrence; sueltan una retahíla de tópicos. Piensa que no sacan ningún provecho de su relación conmigo; es simplemente desperdiciar de mala manera las energías y el tiempo, son receptores que satisfacen mis instintos maternales, pero yo no debiera distraerme, sino seguir adelante con mi propia obra…

Sentada en el estudio esta noche, embriagada por la música, escribo cartas, cartas que bailan. La música es para mí un estimulante, tan poderoso o más que el vino. Me siento borracha. En comunicación con el mundo. Escribo tan sólo para comunicarme con la gente. Amo a la gente.

Los celos de Henry son tan intensos como los míos. No quiere que conozca a sus amigos jóvenes y guapos. Me ha costado mucho tiempo confiar en el amor de Henry. Nunca he querido dejar mis ropas en el estudio porque recordaba la historia de su esposa cuando vio que June llevaba puesto su quimono. Fantaseaba pensando que una puta se ponía mis cosas. Recuerdo sus demás profanaciones y mi propio amor por la profanación.

En los monólogos no hay puntuación.

Me gustan todas las cosas en sus medidas anormales e irreales. O demasiado grandes o demasiado pequeñas.

Louveciennes. Hugh es mi cordura. De no ser así, el mundo siempre estaría patas arriba. En Hugh encuentro la salud, la paz, lo permanente, el amor eterno, lo acostumbrado. Pero Henry me ofrece la mayor protección. Cuando Fred dijo que algunos capítulos de mi novela sonaban ridículos en francés (como le pasaba a Lawrence) y yo me vine abajo, Henry me defendió, vino a mi lado y me abrazó la cabeza mientras hablaba.

5 de septiembre de 1935

Una tarde, en casa de Fraenkel, Eduardo, Henry, Fraenkel y yo compusimos una comedia sobre el tema de la muerte de Fraenkel. Nos rogó que creyéramos en su muerte, igual que la gente creyó en la muerte de Cristo, porque hasta que no creyéramos en su muerte no podría resucitar.

Henry nunca ha muerto de esa manera, aunque sí ha alcanzado esas cotas de sufrimiento. Debe de ser porque ha vivido con su sufrimiento; no ha sido un sufrimiento causado por la frustración. La frustración causa la muerte. El sufrimiento absoluto y real no mata.

Le dije a Henry que eso es así porque, sabiendo muy bien que la sabiduría frena la vida, siempre ha insistido en el equilibrio, un día de sabiduría y otro de necedad. Que es más acertado cuando escribe tonterías —fantasías o parodias, como en sus cartas desde Nueva Yorkque cuando ofrece sus sabias descripciones de Nueva York. No sabe escribir sabiamente como Keyserling o con la seriedad de un Duhamel. No sabe. Sólo posee su visión loca y fantástica. Está completamente forzado. Una tarde, después de que Fraenkel hubiera demostrado que Henry siempre caricaturiza a la gente, dijo con toda seriedad: «No quiero que me fuercen más». Se siente atraído por la sabiduría; lo fascina. No la posee, salvo en llamaradas divinas, con muchas recaídas.

He encontrado la manera de verter todo cuanto pienso o siento en un libro que no sea el diario. El libro de mi Padre está escrito como el diario. Por supuesto que no todo va dentro, pero casi cada día pienso o hago algo que está relacionado con la historia. El libro de mi Padre está bien hecho porque está escrito con inmediatez. En este libro hago a Henry más humorístico, más descuidado. A Henry le entra un ataque de risa con su primera aparición y mi despedida en «Todo está bien». Tengo menos respeto, o candidez, aunque no menos amor. Trabajo lentamente a mano mientras Henry escribe la historia de Max.[23]

Fraenkel contra Henry. Hugh contra mí. Los descoloridos, aquellos que no hacen grandes gestos, son acusados de falta de generosidad. Henry y yo damos atractivamente, una donación ilusoria, no real. Pero el mundo necesita la donación ilusoria.

El pesar por Rank ha terminado.

Otra vez me encuentro paralizada, en una vida demasiado estrecha, aunque bien sabe Dios que está llena. He escrito unas cien páginas del libro de mi Padre. El lunes por la mañana salgo de Louveciennes con Hugh; paso por el banco para guardar el diario de Nueva York, una vez copiado, en la caja fuerte. Cojo un taxi para ir a Villa Seurat. Cuando llego veo que Eduardo lleva leche para el desayuno con Fraenkel. Nos besamos en la comisura de los labios. Corro escaleras arriba. Henry abre la puerta en el momento en que me disponía a llamar. Ha presentido mi llegada. Está de buen humor porque ha recibido la carta de un nuevo admirador y nos ponemos a trabajar en las listas de suscriptores para el número uno de la Serie Siana, Aller Retour New York. Escribo un montón de cartas. Luego me voy a hacer la compra para el almuerzo. Eduardo me lleva la cesta de la compra y hablamos. El muchacho de quien se ha enamorado se prostituye: «hace» el Café Sélect. A pesar de que los horóscopos dicen que hay amor entre ellos, el muchacho cree que debe ocuparse de su trabajo y Eduardo se siente triste.

Almuerzo con Henry. Está sumamente acariciador. Nos echamos una siestecita. Me toma tan violentamente que le digo que tiene que estar supercachondo. Me siento muy elástica y adaptable, con las piernas completamente en alto y la espalda curvada, ofreciéndole todo como un ramo de flores, y a Henry le gusta mirarlo, verlo, todo rojo y reluciente, se desliza adentro y afuera, tentadoramente. Llega un momento en que pierdo la cabeza por completo, me vuelvo frenética y como loca, toda sexo, un sexo ciego, sin identidad o conciencia. Y Henry, fuera de sí, dice: «Tú, hija puta», lo cual me hace reír. Nos dormimos riendo. Las cortinas de terciopelo oscuro están echadas. Henry cae profundamente dormido.

La femme de ménage lava los platos. Tomo un baño. Me pongo el vestido de coral con el cuello Médicis, todo bajo una capa oscura, y paso un rato visitando a Richard Thoma para que me devuelva el manuscrito de «Alraune» que le presté, y mi ejemplar de la revista Minotaure. Me dice que ha diseñado un vestido para mí. No pertenece a nuestra época surrealista. Es romántico y decadente. No me cuenta historias fantásticas como solía hacer cuando nos visitaba, porque sabe que no me las creo, por más que me gustaran y supiera que eran una prolongación de lo que escribe.

Vuelvo con Henry. Le traigo polvos de talco. Le hago café. Trabajamos hasta la hora de la cena. Corrige lo que he escrito sobre mi Padre. Dice que está bien. Quiere que vayamos al cine. Cuando ve las escenas de China me toma la mano; nos comunicamos nuestras emociones con el tacto. Salimos sudando del cine. Henry está hambriento y se come la sopa que ha sobrado. Odio la sopa de Louveciennes, pero me gusta hacérsela a Henry porque le gusta, y porque humea sobre la mesa y con este vapor parece un refugio mientras llueve fuera. Y Henry es feliz teniendo un hogar permanente y no quiere irse.

El martes por la tarde voy a casa de los Harvey. Kahane ha venido a visitar a Henry, así que me paso por el estudio de Fraenkel y le pido que me acompañe. Está solo. Se alegra de verme. Henry me aparta de su camino. Dorothy le dijo a Fraenkel que estaba enamorado de mí. Ya lo sabía. Sabía que sería, otra vez, como en El hermano menor de Werther: Henry, exactamente igual que en el libro de Fraenkel, y yo como «Matilda», la esposa de su hermano, la mujer tabú.[24]

Después de visitar a los Harvey, Fraenkel y yo nos sentamos en el Sélect. Está un poco bebido. Cuando le digo que es hora de irme porque Henry me espera, dice: «Oh, haces exactamente como Matilda». Todos somos víctimas de modelos y temas obsesivos. Cuando volvemos, Kahane está todavía allí, así que nos fuimos todos a cenar fuera.

Miércoles. Eduardo aparece con un volumen de la Encyclopedia Britannica en «color» para hablar con Henry. Estábamos almorzando. Henry me ha estado besando cada media hora; entre carta y carta me acaricia o me soba. A las cinco no podemos más y salimos a dar una vuelta. Nos detenemos en la tienda de libros para que nos paguen los veinticinco francos de los libros que he vendido, pues nuestro lema es «Desde el surrealismo en adelante». Compramos un décimo de lotería. En la oficina de correos.

Henry Miller y Alfred Perlès en su apartamento de Clichy, en 1933.

Joaquín Nin y Castellanos, padre de Anaïs Nin, en 1933.

Hablo otra vez de la necesidad de guardar el anonimato para proteger a Hugh, a Padre, a Madre, hermanos, amigos y amantes. He escrito a Kahane intentando convencerlo. A las seis y media me veo con Hugh y le doy las gracias por las flores que me envió a Villa Seurat con esta tarjeta: «Hugh. ¿Puedo verte mañana?». Hermosas rosas rojas enviadas al lugar donde cree que tengo una habitación para mí sola. Vuelta en coche a Louveciennes.

Jueves. Nunca hago un buen trabajo. Me siento desplazada. Me falta Henry. Paso todo el día sola, con la radio, zumos de naranja, el trabajo, una carta de Katrine en la que me dice que Jim McCoward no entendió mi novela. La publicación en Nueva York está fuera de lugar.

Tuve que decirle a Emilia que nos vamos a América, porque Hugh no puede soportarla más y ya ha contratado a otra persona. Tengo que permitírselo porque no pretendo estar mucho tiempo en casa y quiero que lo sirvan y lo cuiden eficientemente cuando nos mudemos a París. Emilia se echó a llorar y yo también. Si no hubiera sido por Hugh, habría seguido con Emilia hasta mi muerte, porque me da lástima y le tengo afecto, sin que me importe que por su falta de cuidados me cubran las telarañas, me disuelva en la grasa, mis ropas se caigan a jirones y yo me haga pedazos.

Empecé a reescribir la novela en primera persona, intentando darle un poco de plenitud y quitando la candidez del principio.

12 de septiembre de 1935

La plenitud no es suficiente.

Mi Padre y yo no nos escribimos. Me niego a actuar como una hija obediente que debe seguir escribiéndole, como hacía desde Nueva York. Lo que odio por encima de todo es un día entero en Louveciennes en compañía de mi pasado. He de seguir hacia delante a toda prisa para colocar una gran cantidad de incidentes entre mi pasado y yo, porque el pasado todavía es una pesada carga.

Anoche pasé una velada frívola con Bill Hoffmann, los Barclay Hudson*, Henri Hunt* y Hugh. Luces esplendorosas, cena exquisita en Maxim’s y Cabaret aux Fleurs con Kiki.

Hoffmann volvió a embriagarse conmigo. Está enamorado de mi espíritu alegre. Volvió a insinuarse: «¿No le importaría…?». Ha vuelto con la piel enrojecida después de un mes de caza en Escocia. Con el champán todo habría sido posible allí, con la colaboración de las luces, la música, el roce del baile, el calor de los cuerpos muy juntos, los pechos al descubierto de las bailarinas que despertaron su curiosidad sobre los míos. Pero al día siguiente sé que es imposible.

Nunca siento remordimientos con respecto a Henry. Siempre tomó de la vida todo lo que la vida le ha ofrecido. Y me enseñó a hacer lo mismo. Nada me impedirá que me atreva con cualquier cosa que me apetezca, pero Bill, que caza en Escocia y usa camisas de seda, no me apetece. Pero ahora conozco la verdadera alegría, lejos de Henry, el auténtico olvido de mí misma. Y conozco la embriaguez, y cuando estoy embriagada soy ingeniosa y mi alegría es contagiosa.

Placer. Henry se niega siempre a complacerme, es algo instintivo en él. Me limita. Se afirma a sí mismo exactamente igual que hacía Eduardo cuando decía «No». Si quiero encender el fuego de la chimenea, es No. Si quiero ir al Sélect, es No. Si quiero ver una buena película, no quiere ir tan lejos y me lleva al cine del barrio, el Alesia, donde me aburro y tengo que aguantar las pulgas.

Hoy he pensado muy seriamente en convertirme en una cocotte de lujo. Necesito dinero, perfumes, lujos, viajes, libertad. No quiero estar encerrada en Villa Seurat, cocinando para imbéciles como Fred y los amigos de Henry, tan pacatos, burgueses, débiles y gimoteantes. Y la inutilidad. No puedo llevar esta vida tan inútil. Necesito crear constantemente o gozar de mí misma al máximo. Tampoco puedo quedarme sentada todo el tiempo con Fred, Benno, Max, Roger, Brassaï y Fraenkel.

Eduardo está donde yo estaba con June. Padece las mismas dificultades para vivir: nerviosismo, estómago revuelto, insomnio, hipersensibilidad, ansiedad, miedos, depresión; necesidad de quedarse sólo para recuperar fuerzas, miedo de abandonarse y dejarse ir, necesidad de jugar al ajedrez. Il vit encore en jouant à la vie.

Se identifica a sí mismo y al joven a quien ama conmigo y con June. Al mismo tiempo, tal como suele ocurrir con los enamorados, cree que su capacidad amatoria crece y se expande, y cuenta a todos sus razones, ¡y a mí me tiene abrumada! Nos sentamos en el Sélect a ver cómo su chico se busca sus clientes. Lleva un sombrero nuevo y una corbata verdes. Pasa por allí Marcel Duchamp con el aspecto de un hombre hace tiempo enterrado que juega al ajedrez en lugar de pintar porque eso es lo más parecido a la inmovilidad total, la mejor pose para un hombre muerto. Ojos de cristal y piel de cera.

Y Dorothy Dudley, que nunca sabe dónde está, parece un perro de Pomerania. Sólo reconoce a una poca gente, más lo que come y lo que bebe. Pero durante el resto del tiempo sus ojos miran al mundo como si estuviera en un barco mecido por las olas, sin distinguir bien una cosa de otra.

Llevo dentro de mí el microbio del jazz americano. Predomina un glóbulo del jazz, que no es blanco ni rojo. Estoy esperando a alguien. No está en Francia. Eso lo sé. ¿Dónde está? Si no viene pronto, voy a perderme en alguna aventura ordinaria y peligrosa. Con el miedo que les tengo a las aventuras ordinarias. J’ai la fièvre de nouveau (otra vez estoy febril). Il est en retard (se atrasa). Y no pasa por los cafés franceses, donde tengo una cita con el Presente.

Pasa Anne Harvey y dice que Brancusi está en arrêt. Ha encontrado su filosofía y no lo sacarán de ella, lo cual también es aplicable a mi Padre. No desean que los muevan de donde están.

Temo ir a España con Henry porque eso significará cafés, calles, putas, calles, cafés y películas. Nada de aventuras enormes o fantásticas. Cafés. Igual que ahora, sentada aquí con Eduardo, bebiendo vino d’Alsace y contemplando cómo su pequeño June —oh, mucho más pequeño— busca clientes.

Me gustaría convertirme en puta, pero no sé cómo se hace. ¿Tendré que sentarme en el Café Marignan y dejar que un hombre en un coche amarillo, acompañado de un terrier escocés, me lleve con él? Qué tontería. Él, el hombre que espero, ha de tener oídos. Quizá esté en España.

Sumo páginas al libro de mi Padre, sobre el periodo del eclipse de mi vida, de nuestras vidas. Eclipses. Yo, posando como modelo para artistas. Ningún sabor. Mi vida en La Habana. Mi primer año de matrimonio. El gusto de los acontecimientos. ¿Por qué tan a menudo sólo viene en retard, cuando se vive otra vida, mientras cuentas el incidente a alguien? Todo el sabor de mi niñez me vino cuando hablé con mi Padre. Me volvía el sabor de cada cosa mientras hablábamos. Pero no todo vuelve con la misma viveza. Muchas de las cosas que decía a mi Padre las decía sin placer, sin ningún gusto en mi boca. Algunas partes de mi vida las recordaba como bajo los efectos del éter, y muchas otras en un estado de eclipse total. Algunas se han aclarado más tarde; es decir, una vez disipada la niebla, los acontecimientos se vuelven claros, cercanos, más intensos, como desenterrados para siempre. ¿Por qué reviven algunos y otros no? Algunos periodos, como el de cuando fui modelo, que me parecieron intensos entonces, casi violentos, nunca han tenido ningún sabor. Sé que lloré, sufrí, me rebelé; humillada, pero también orgullosa.

La historia que conté a mi Padre y a Henry sobre mi época de modelo no estaba carente de colorido e incidentes, pero no me ha dejado ningún sabor. No fue importante en la cadena de mi vida a pesar de que fue mi primer enfrentamiento con el mundo.

Fue la época en que descubrí que no era fea, lo cual es muy importante para una mujer. Fue una época dramática que empezó mostrándome a los pintores en el vestido de Watteau y terminó cuando fui la modelo estrella del Club, la chica Gibson y la modelo de tantas portadas de revista, pinturas, miniaturas, estatuas, dibujos y acuarelas. Hasta llegué a escribir una novela sobre ello.[25]

No es posible que aquello que se vive débilmente o en estado de irrealidad, en sueños o en la niebla, desaparezca por completo, porque recuerdo un recorrido que hice por Louveciennes hace muchos años, cuando me sentía desgraciada, enferma e indiferente, como en un sueño. Mi estado era de ciego distanciamiento, de tristeza, de divorcio con la vida. Este recorrido, que hice con los sentidos aletargados, lo repetí casi diez años más tarde, con los sentidos despiertos, bien de salud, con la mirada clara, y me sorprendió que no sólo recordara el camino, sino todos los detalles de este recorrido que yo pensaba que no había visto o sentido en absoluto. Es como si, a pesar de mi incapacidad para saborearlo, hubiera caminado sonámbula mientras otra parte de mi cuerpo registraba y observaba la presencia del sol, la blancura del camino, la ondulación de los brezos. Hoy puedo ver cada hoja de los árboles, cada rostro en la calle, y todo está claro, como las hojas después de la lluvia. Todo está próximo.

Es como si antes hubiera tenido épocas de miopía, una especie de ceguera psicológica para el presente, y me pregunto qué pudo causar esta miopía. ¿Pudo ser un pesar aislado, una conmoción, la causa de la ceguera, la sordera, el sonambulismo y la irrealidad? Todo se me aparece hoy con absoluta claridad, la mirada se posa cómodamente en el presente, distingue el perfil y el color de las cosas, tan luminosas y claras como en Nueva York o en Suiza bajo la nieve. Intensidad y claridad, además del conocimiento de los sentidos.

La neurosis es como una pérdida de todos los sentidos, de todas las percepciones sensitivas. Produce sordera, ceguera, sueño o insomnio. Pero ¿por qué determinadas cosas vuelven a la vida y otras no? El psicoanálisis, por ejemplo, reavivó mi antiguo amor por mi Padre, que yo creía sepultado. ¿Cuáles son las partes de la vida que caen en el más absoluto olvido? Lo que fue vivido en ocasiones con intensidad desaparece porque aquella intensidad era insoportable. Pero ¿por qué las cosas que no fueron importantes se recuerdan con nitidez, como repentinamente reencarnadas?

18 de septiembre de 1935

Eduardo va acompañado del surrealismo. Del resplandor crepuscular, de las sombras proyectadas por las cosas hace tiempo idas. ¿Dónde está Rank?

Tendue vers l’impossible toujours, moi. Siempre trato de alcanzar lo imposible. Cuando escribo me como mi neurosis. Escribo gracias a mi neurosis. Por eso, para mí, el proceso creador es triste. Preferiría ser una camarera de cabaret y bailar jazz hasta morir.

Ayer, tormenta lunar. Hice un drama de dos cosas: de los amigos [de Henry], vulgares e indignos, y de su utilización de la gente. Me rebelé contra el uso que hace de mis amigos para ayudar a Fred, y contra la ayuda a Fred, que no es más que una edición barata de Henry.

En fin, que mostré a Henry mi desasosiego y mi desilusión. Irme de Louveciennes, que está fuera del mundo; entrar en Villa Seurat, si en Villa Seurat sólo estuviera Henry, pero Henry está rodeado de Fraenkel y Fred. Cuánta miseria y tristeza. Puedo hacerle la compra a Henry porque lo amo; pero no puedo hacer lo mismo para Fred. En Nueva York pasaba igual. Ahora lo veo más claramente. Los amigos de Henry son vulgares y, al caricaturizarlos, hace que parezcan extraordinarios. Se los inventa.

Yo, igual que June, atraigo a personas extraordinarias, como Louise, Artaud, Rank, Eduardo, Allendy, Rebecca y Bel Geddes.

Utilizar a la gente: Henry perdió la amistad de [Aleister] Crowley por pedirle dinero prestado y ser luego demasiado tímido para acercarse a él, de tal modo que Crowley quedó convencido de que no le importaba, sino que lo había utilizado. Y ahora le escribe una carta exculpatoria. Esta vez es sincero. Pero las demás veces sólo se acerca a la gente para utilizarla. Lo he visto utilizar a las personas, una tras otra. No comprende que a las personas les duele que se las utilice. No sabe que sólo el amor hace que la utilización sea correcta. En el amor no hay utilización. Pero todo cuanto hace es prostituirse.

Recuerdo cuando conocí a June y a Henry. Nunca había oído la palabra utilización. No sabía lo que era mendigar o utilizar a alguien deliberadamente. Aprendí. Lo he hecho muchas veces por Henry. Los imité. No lo sé hacer muy bien, incluso hoy. Es imitación. En Henry es un vicio grave. Es puto por naturaleza. Y qué desagradable es cuando pide, arrogantemente, cínicamente. Algunas veces humorísticamente. Entonces es más fácil perdonárselo. Su carta pidiendo ayuda para Fred,[26] que va a enviar a todo el mundo, es humorística. Pero su lista me enfurece. La envía a todas las personas que conozco y cuya amistad necesito. Es fácil de entender: él cree que lo han engañado en algo y exige una compensación, pero vaya idea de compensación. Igual que June: cuando perdió a Henry lo único que quería era dinero.

Ha pasado la tormenta. Henry se limita a bajar la cabeza y deja que pase la tormenta. Parece amable y contrito. Lloro. No he conseguido nada, nada ha cambiado. Me doy cuenta de que estoy sola. Nos acostamos y oculta sus defectos bajo una lluvia de caricias. Me duermo. No he conseguido nada. Nada ha cambiado. Las aventuras, las cosas atractivas, están lejos de Henry, no con Henry. Su vida es una locura, como la de un circo. No sé reírme todo el tiempo. No siempre es divertido. Es como tener a un niño que te cansa con sus juegos. Nada grandioso puede venir de eso. Siempre un circo. Fred es como un mono, y Fraenkel es como un ratón que roe las palabras. Le dije a Henry que siempre trata de hacer un chiste de todo para eludir la responsabilidad de cuanto hace.

Ahora me siento enferma físicamente. La vuelta a Francia ha sido un paso atrás.

Quizá esté poniendo en peligro mi felicidad. La felicidad y la aventura existen. Desde Rank, estoy sin aventuras. Rank fue una aventura que él se tomó muy en serio. No debí hacerla real. Quizá haya hecho mi vida con Henry demasiado real porque lo amo muy humanamente y su realidad daña mi amor.

Pero su amor, nuestro amor, nos mantiene vivos. Tratamos de reparar las fisuras, las grietas, con besos apasionados. Nos apoyamos mutuamente. Somos celosos. Amor. Amor. Amor. No quiere llevarme a los cafés. Teme perderme. Si hablo de Londres, pregunta: «¿Qué quieres hacer en Londres?». Nueva York está condenada porque es una ciudad que me atrae.

Cuando vuelvo a Louveciennes con Hugh, encuentro dos cartas de pacientes de Nueva York, ambos gozando de la vida gracias a mí. Me lo agradecen y olvido mi tristeza.

Hay veces, cuando estoy triste, que me sacudo la tristeza caminando. Camino hasta agotarme. Me regalo con una fête des yeux. Miro todos los escaparates. Rue Saint-Honoré, Rue de la Boétie, Rue de Rivoli, Avenue des Champs-Elysées, Place Vendôme, Avenue Victor Hugo. Me compro revistas de moda y hago la vida de los aristócratas del Vogue, y me pregunto dónde podría llevar yo estas cosas, desde luego que no en Louveciennes ni en Villa Seurat. Lo teatralmente efímero de mis decorados. Nada de valores sólidos, porque sé que cambiarán pronto para adaptarse a los cambios internos.

Nunca compro nada por su duración, sino por su efecto, por la ilusión que me produce. Y luego viene el rápido deterioro, como en los decorados teatrales. Irrealidad. Nada es permanente.

La movilidad, el cambio y las transformaciones del creador no inspiran la confianza humana. Todos necesitamos algo o a alguien fijo. Y el ser fijo, el punto de referencia, es un freno. Henry es Knut Hamsun, incluso cuando dice que no desea que lo fuercen más. Enseguida añade: «Quizá no sea eso lo que quiero decir».

A la mañana siguiente ya estaba otra vez con su historia de Max. Falsea a Fraenkel porque así conviene a su historia, pero también porque no conoce a Fraenkel. Cuando conoces cuesta mucho falsear. Es como ahora, que conozco la sensibilidad y la comprensión de Dorothy Dudley, a pesar de la caricatura que hice de ella.

Mi fijación en Henry es su eje sólido. ¡Mientras yo crea en él no necesitará encerrarse!

Hugh es el eje que impide que me vuelva loca. Si viviera con Henry, me volvería loca. Debo todo a Hugh, mi fortaleza y mi coraje para vivir las demás cosas. Le estoy muy agradecida por darme libertad, por dejarme ser yo, por estar cuando regreso; siempre algo dolido y magullado. Mi dulce y joven padre.

Sé lo que quiero ahora. Alguien que me ayude a ser mala, que me ayude en una aventura. Hay tantos hombres enamorados de mí y que no he paladeado: Buzby, Donald Friede, Bel Geddes; y ahora, Frank Parker, el yerno de Katrine, porque ha leído mi novela. Esta primavera quiero ir a Nueva York con Hugh, pero no quiero abandonar a Henry. Estoy poseída por mi deseo de vagabundear y arriesgo lo que más amo.