5 de octubre de 1935

Nunca conocí tanto placer y tan poco contento. Placer: la entrada en la familia de Feri*, el chico húngaro amado por Eduardo. Un muchacho guapo, muy parecido a Joaquín. Me gusta. Sólo tiene veintiún años. Ya le gustaba antes de venir a Louveciennes. Me había visto sentada en el café con Fraenkel. Me envió perfumes por medio de Eduardo. Lo amo como amaba a mis hermanos. La alegría ha entrado con él en la casa. Acostumbraba a ser la única que bailaba, la única que no paraba nunca, remedando y haciendo comedias. Ahora, Feri y yo animamos a Eduardo y a Hugh. Bailamos. Aprende a bailar conmigo. Jugamos a las charadas. Los domingos por la tarde vamos a las carreras. A Prunier, a comer ostras con vino blanco. Me visto con sus ropas, que me quedan bien. No parezco un hombre, pero sí un hada. No quiere volver al Sélect ni a su profesión. Pone flores en los búcaros, dispara, talla madera, arregla el gramófono y escribe su diario en húngaro. Atmósfera de risas, de comedia; lo que tanto necesitaba en mi vida con Henry, que me condena a la rutina, que se niega a viajar, que quiere permanecer quieto. Un escape. Quiero vestirme de hombre y correr la aventura. Placer. Todo aquello de lo que no he podido gozar antes lo hago ahora. Comida. Bebida. Ir en automóvil. Pasear. Beber. Brioche en Cernay-les-Vauz. Cabarets. Casinos. Las fuentes de los Champs-Elysées jugueteando a la luz del sol. Elegancia. Aristócratas. Pedicuro. Un nuevo sombrero Borgia de color púrpura. Bolso de hule negro y guantes. Vogue. Bailar con los Robert americanos y enamorarme de él una noche, y él lo mismo, gracias al ritmo del baile. Sentimientos de libertad a partir de la culpa, de las limitaciones.

Descontento porque la vida de Henry y la mía no pueden fundirse a pesar de la pasión. Amarguras y rebeldía por mi parte. Una vez por su necedad de enviar a June la carta de ayuda a Fred (humor macabro, digo yo); también envía un formulario de suscripción a Dreiser, que lo desairó en Nueva York, y cartas petitorias a Buzby, que siempre lo desaira.

—Quiero irritarlo continuando con mis peticiones —dice Henry.

—¿Por qué continúas pordioseando? —replico yo—. He hecho de ti un hombre libre. Trata a la gente con igualdad, no siempre para sacarles algo. Echas a perder todas tus relaciones. Así perdiste a Crowley. Tienes complejo de puta y olvidas que la gente se acompleja cuando se la utiliza. Recuerda lo que te dije acerca de la tragedia de Dreiser. El día en que seas una celebridad sabrás del dolor que produce que la gente acuda a ti, no por amor, sino por el atractivo de tu nombre y para saber qué puedes hacer por ellos. Hasta las mujeres querrán acostarse contigo por tu nombre y por tu poder. Nunca entenderás lo que sienten aquellos que quieren gustar por sí mismos y que tienen la impresión de que te limitas a utilizarlos. Trato de que te des cuenta de lo que vales. ¿Por qué has de presentarte siempre a la puerta de la gente como un mendigo?

Henry dice que hay gente que se complace en dar.

—Sí —insisto yo—. Pero a nadie le gusta que le obliguen a dar, que lo atraquen y le insulten, como tú haces. Os imité, a ti y a June, en contra de mi voluntad. Odio pedir limosna o utilizar a la gente. Lo que solías hacer en Clichy como una broma se ha convertido ahora, en relación con el mundo, en una simple chiquillada, en algo ridículo.

No protestó. Estaba convencido. Pero también estaba yo convencida de su inocencia. No conoce a nadie, salvo a sí mismo, ni sabe lo que hace con los demás. Es absolutamente incapaz de entender a los demás. Me duermo diciendo: «Eres inocente. Eres un inocente».

Henry estaba dolido. Siento otra vez que, a causa de su pasividad, de su falta de ganas de luchar, lo había herido. Me sentí culpable y débil por haber tenido que intervenir. Aplastada y cansada. Dispuesta a aceptar sus actos locos o necios para salvar nuestro pobre amor.

Fraenkel está molesto por su caricatura y Henry no ve por qué.

Así que tengo que vivir para mí misma, lejos de Henry. Renunciar a lo absoluto.

Lo odié un día y una noche. Luego volví con él. Sus besos apasionados y sus excusas. Nuestras caricias terriblemente placenteras, quizá debidas al contraste con el sufrimiento, al antagonismo y a la desesperación. Es todo lo que tengo. Es todo lo que él me da. Lo tomo, deseando que se funda todo en el mismo momento. Pero me siento frustrada por el sueño imposible. La separación es necesaria y la pasión acabará por morir.

Con esta desesperación, me arrojo a los sentidos, al placer, al análisis, a la bebida, a los juegos con Feri. Iré sola a Londres. Buscaré a otro Rank. Me siento muy cerca de Hugh, que es tan bueno conmigo; lo amo con una profunda gratitud. Pero también me niego a aceptar ninguna limitación con respecto a él. Me vuelvo, abandono lo absoluto, giro a la izquierda, a la derecha, ¿me disperso?

¡Henry! ¡Henry! ¡Oh, Henry mío! Todas tus mujeres han de ser infieles, han de abandonarte, porque no eres un hombre, eres el niño que chupa los pechos de una hasta que sangran.

6 de octubre de 1935

Jazz en la radio. El baile de Feri me ha dado serenidad. Pero he estado físicamente enferma porque mi poderoso deseo de aventura e intensidad se ha frustrado. Limitaciones por todas partes. El dinero, la inercia de Henry, el odio de Henry por Nueva York. Después de unos días placenteros con Hugh, Eduardo y Feri, tuvimos que frenarnos por la falta de dinero. Me sentí muy derrotada por no poder ir a Nueva York, para trabajar allí y vivir libremente. Tengo que sacar el mejor partido de París, ciudad que aborrezco. Henry me sacrifica en cada cosa que necesita. Vivir con él y depender enteramente de él significaría mi muerte como individuo, como artista, como mujer, como todo. Sólo Hugh me mantiene viva y Henry sólo me ha dado lo que da la pasión, la posibilidad de entregarse una misma. Pero detrás de esa entrega a Henry está la muerte.

Por lo tanto: la aventura.

No sé cómo encontrarla ni dónde empieza. La primera semana de noviembre iré sola a Londres. Me gustaría ir a Venecia y a la India.

Lo que no puedo hacer: terminar el libro sobre mi Padre. Psicoanalizar para pagarme mis lujos.

14 de octubre de 1935

Sigo luchando con mi demonio. Encontré título para mi novela poco antes de dársela a Kahane: 104 grados Fahrenheit. Cuidé mucho de Henry mientras tuvo la gripe, pero tuve que dejarlo porque era el fin de semana… sintiendo profundamente su amor.

El otro día, cuando se jactaba de su feliz estado de despreocupación, de inconsciencia e irresponsabilidad, de vivir en el mundo como un niño sin preocupaciones de ninguna clase y decía «me siento tan feliz», no tuve más remedio que decirle: «Sí, pero no haces felices a los demás. Por eso perdiste a June». Dijo entonces que lo que yo quería decir realmente era «por eso me perderás». Después se puso enfermo, como para pedirme que me quedara con él. Pero me siento endurecida, sola y desilusionada. Henry dijo: «No creo que nada pueda ir mal entre nosotros. Todos los que dan algo al mundo causan también grandes sufrimientos. Yo soy uno de esos». Henry vive de acuerdo con las leyes de su ego y, por consiguiente, yo he de hacer lo mismo. Más tarde, de noche, cuando se emborrachó, dijo que quería ir a Londres, después de pasar una tarde miserable en casa de Kahane, donde habló como un loco. Me fui a dormir al lado de Henry, llamando a Hugh como una niña perdida. Sufriendo las differences. Por la mañana, medio despierta, nos besamos y olvidé mi dolor. Día de hermosa armonía. Jodienda salvaje.

Feri es vano, encantador, orgulloso, tímido, amante del hogar; ama como un niño, no como un hombre; es marcial, fanfarrón y amante de los sentidos. Reflexivo, galante, aristocrático, pero no suave. Cuando bailo con él siento su sensibilidad y nerviosismo, como de caballo purasangre. Me rinde culto, de alguna manera se siente atraído por mí. Estamos muy cerca del amor. ¡Si tuviera el doble de años! Viste admirablemente, no de forma afeminada, sino limpio y resplandeciente. Tenemos la misma complexión y la misma altura.

Lo cierto es que vuelvo muy lentamente a mi naturaleza auténtica, a todo lo que he renunciado por mi amor a Henry, mi amor profundo por la belleza, la armonía, el orden, la imaginación que no corre alocada para desperdiciarse. Con esto, a mi gratitud y amor por Hugh, que me permite vivir auténticamente como soy. Un deseo inconsciente de no ir a Villa Seurat, donde todos los instantes se pierden, se desperdician en un caos de charlas y vacuidades. No puedo trabajar allí. Allí suspiro por Louveciennes, que antes aborrecía. Temo que llegue el lunes. Siento que me hago pedazos, que Villa Seurat devora mi creatividad. Vuelvo por amor, pero a sabiendas de que este amor es un compromiso, una rendición cobarde al amor, en contra de las necesidades y anhelos de mi alma, en contra de cuanto necesito, amo y soy. Amo a Hugh con talante religioso, por todo cuanto me deja ser, hacer, sentir y pensar. Mi auténtico padre ideal es Hugh, y Henry, mi hijo. Así que moriré sin haber tenido un compañero, un amor igual al mío, un amor que tenga la edad que hoy tengo.

16 de octubre de 1935

Felicidad inenarrable cuando ayer vi a Henry y todo era como antes. Agoté mi tormenta de críticas. Me niego a sacrificar la vida y el amor por la idea de cómo Henry debería ser o vivir. Intensa ternura, pasión, paz.

Henry trabaja en Primavera negra, páginas sobre los paseos obsesivos. Mi amor por este libro. Henry trata de ser reflexivo después de haber temido perderme. Vamos de la separación a la proximidad más apasionada.

Pero estamos solos. Sus amigos están desanimados porque está de un talante serio y laborioso. Vuelvo a recuperar mi alegría y mando al diablo todas las ideas y los ideales. Necesito mi amor, a Henry, puro, hosco, mudo, instintivo, el opuesto a mis planes y a mis deseos mentales. Oh, aquel que sabe destruir nuestras críticas a la vida y a los seres humanos nos acerca a la divinidad. Cocino, tranquila, cantando. Llevo el pelo como una gitana, con rizos que me caen sobre la nariz. Henry tiene celos de Feri. «No hagas un hombre de él». Y, cuando me voy y le digo que volveré el viernes, me dice que es demasiado tiempo.

Para ser acrítica siempre, para burlarme del absoluto, para hacerle una mueca al ideal, cierro los ojos.

19 de octubre de 1935

Ayer, cuando llegué a Villa Seurat, Henry me recibió con besos y quiso llevarme inmediatamente a la cama. Estaba del modo que tanto me afecta, hasta el punto de perderme de amor y anhelos. Suave, vulnerable, serio, soñador, tierno, y tan cerca de mí que no valen las palabras. Nos miramos y volvemos a mirarnos. Algún día, si surgen las palabras, si Henry dice o escribe algo relacionado con lo que hicimos, sólo probará que no lo entendimos. Tengo que recordar este silencio y esta proximidad que nada tienen que ver con la mente, una proximidad que es más profunda que el entendimiento. Si habláramos o una escena revelase que cuando empleamos las palabras no estamos unidos, sólo probaría la falsedad de las palabras, del pensamiento o de las expresiones. Todo lo que no se haya dicho entre Henry y yo, todo lo que nunca se dirá, es lo que hay entre nosotros, aquello que sólo puede decirse con los dedos, los labios, el pene, las piernas, el roce de la piel, el olor de los cuerpos, las voces que sólo son gemidos, los sonidos animales, el roce del cabello, el lenguaje divino del cuerpo.

Esta sinfonía y este sueño. Estamos echados en el sofá y escuchamos La consagración de la primavera, mientras yacen las paginas de Primavera negra sobre la mesa y la cena se hace en la cocina. Llevo puesto mi vestido persa. He escrito aquí casi todas las caricias porque eso es solamente la vida y no me importa todo lo demás. Que sea como él quiere.

Regreso a Louveciennes para vivir mi propia vida, para encontrarme a mí misma. Pero eso es una triste necesidad comparada con la de amar… amar es lo primero… amar, perder, rendirse.

Reconozco mi amor verdadero por Hugh, admito que lo necesito. Mi amor por los pacientes enfermos.

Placer. Una noche en Louveciennes con Eduardo, Feri y los Guicciardi; jugando a las charadas, partidos de risa. Recupero mi ingenio y mi lengua afilada cuando no soy tímida. Actúo cómicamente. Alegría. No necesito charlar. La charla no me satisface, salvo cuando la charla es entre dos personas, lo cual implica intimidad. La charla de anoche entre Kahane, los Robert, Henry y Fred fue una necedad.

Colette Roberts hace una distinción sutil: «Tu novela me conmovió. Es humana y real, pero es experiencia re-creada, y porque tiene lugar con más intensidad de lo que la gente acostumbra a experimentar, hay como un cristal alrededor de ella, como el cristal que protege los cuadros del Louvre. Una ve muy bien la pintura, casi la siente, pero hay un cristal».

Nota: El miedo a la muerte se produce cuando no se vive; estar vivo es vivir con todas las células y todas las partes de una misma. Las partes que no funcionan se atrofian por estar dañadas, como un brazo inútil, e infectan al resto del cuerpo con un germen letal.

Aprendí de Henry a hacer el amor alegremente, riendo. Esto era lo que a Rank le gustaba más de mí, que riera placenteramente mientras hacía el amor y no me mostrara seria o dramática. Decía que todas las mujeres que había conocido eran demasiado serias en el amor.

Fraenkel: «June era una niña patológica que hacía accidentalmente bellos modelos en color, como hacen los enfermos pero no los creadores».

He despojado a Hugh del artista que lleva dentro mediante mi manera completa de ser. Y él me ha despojado de mi viveza y alegría. Estos han sido los efectos que nos hemos producido mutuamente. Cuando estamos separados, él vuelve a ser un artista y yo recupero mi optimismo.

Soy perpetuamente vivaz, entusiasta, risueña, aunque muy dentro de mí todo me pone triste y tengo un sentido trágico de la vida. Soy mórbidamente celosa de todos mis amores y amistades.

¡Leo el Vogue en Nueva York para aprender cómo son los fines de semana de la alta sociedad y cómo tratar a un mayordomo!

En casa de Henry. Henry, Fraenkel y yo hablamos. Henry sale a comprar algo para la cena. Fraenkel se echa sobre mí gritando «Anis, Anis» y me besa y me pide que corresponda a su beso. Nos besamos varias veces, de pie. No siento nada. Creo que puse una cara risueña, quizá burlona. Me pasó como con Artaud, que despertaba su deseo pero no podía corresponderle. Me sentí aturdida y no dije nada. Fraenkel sí habló: «Esperaba este momento. Eres maravillosa». Sentí frío.

Me arreglé el rojo de los labios y me empolvé la cara. Luego vi sobre la mesa la cartera de Henry. Se la había olvidado. Mecánicamente la registré. Encontré una foto de su pequeña hija[27] y una mía. Me sentí tan feliz al saber que llevaba una foto mía que por poco me pongo a llorar. Me ama, me ama. Y toda la noche se transformó.

Mudanza a un apartamento en París [subarrendado a Louise de Vilmorin]. Al hacer las maletas veo las etiquetas de Nueva York en el baúl. Nostalgia de Nueva York. Pero vuelvo a hablar del tema con Henry y no quiere ir. A él le resulta depresivo y aborrecible. Equipaje. Pienso en Rank.

28 de octubre de 1935

Avenida de la Bourdonnaise 13, 6ème. Bien, mi aeroplano despegó de Louveciennes y se detuvo en París. Me parece que es sólo un lugar de tránsito. Intento aposentarme. Vine con la pecera sobre mis rodillas, mis cristales, mi acuario, mis conchas marinas. Cambio de sitio el mobiliario de Louise, escondo sus figuras de porcelana, el reloj francés de mosaico, las pinturas francesas bon-bon, las chucherías Luis XV, XVI o XX. Sensación de suave lujo porque tengo el teléfono al alcance de la mano, como en las películas, y me echo en una cama de raso blanco con sábanas bordadas con las iniciales de Louise. Encuentro las conchas marinas que ha escondido.

Después de divorciarse de Henri [Hunt] se ha quedado en Verrière y viene a ver a sus hijos. Henri y sus hijos viven al otro extremo del gran apartamento hasta que salgan para Nueva York.

Me apresuro a ir a ver a Henry, feliz de estar tan cerca de él. Una cama de raso blanco, un teléfono, un gran apartamento. Cuando Henri se vaya, mis dos hijos, Eduardo y Feri (Chicuelo y Chiquito)[28] se vendrán conmigo. Me gusta la presencia de Louise aquí. Me gusta verla.

Nueva York parece un poco más cerca. Voy a enviar allí a una de mis pacientes, para liberarla de la férula de su padre. Indirectamente, místicamente, este año he bailado, he hecho teatro, he tocado el violín y he ido a Nueva York. Mis pacientes lo hicieron. He ganado mil francos por veinte sesiones, que entregué a Hugh porque estamos mal de dinero. Soy suave y estúpidamente feliz. Se ve de cerca la Torre Eiffel. Hay gente que estudia piano y canta mal. Todo es suave, como la vida, y real.

Pero no puedo descansar. Trato de crear una vida nueva. No podría vivir la vida de alcantarilla de June; quizá algún día pueda vivir como Louise, en la cresta más alta, y llevar a ella todo lo que me diferencia de ellos: mi profundidad. El lujo es dulce y hermoso. Necesito estas apariencias porque me despierto triste, hundida; luego, con la ayuda de la belleza, del calor, de la decoración, del sol, de las cosas serenas, de la voluptuosidad, asciendo a la alegría. El clima, el ambiente, me afectan, me ayudan a soñar.

Cómo me ayudó Rank a soñar. Recuerdo agradecida mi llegada a Nueva York, mi habitación dispuesta, las rosas cada día, siempre esperada, las comidas en la habitación, los taxis, el teatro, los hermosos restaurantes; las ideas que alimentábamos, varias cada día, florecían con el amanecer. Una puede enamorarse de lo que un hombre dice. En aquella pequeña habitación, cálida por su adoración, entraba en trance. Soñaba. Estaba serena. Su protección, su posesividad, eran inmensas. Me envolvía. Yo estaba alegre. Escribía cartas divertidas. No trabajaba. Recortaba los periódicos para hacerle reír. Planeaba la vida y la representaba: cartas disparadas por el tubo de cristal, ascensores con puertas de cobre, doncellas con vestidos almidonados de color verde pálido, elegancia, luces suaves, radiadores hirvientes, silbidos. La nieve fuera. Yo, haciendo recortes y pegándolos en nuestro cuaderno de notas, que él rompió. Saliendo para comprar cosas simbólicas, una casita de madera en cuya puerta escribí: «No molesten». Puck… Huck. Un automóvil en miniatura antes de elegir el verdadero, lápices con un corazón en un extremo, o dos velitas pegadas, encendidas, que encontró cuando vino a casa después de una conferencia. Actuaba. Se ponía la chaqueta como si fuera una capa y bailaba el Continental por toda la habitación, como habíamos visto en las películas, subiendo y bajando del sofá, de las sillas. Me vestía para él, bailaba para él. Cada noche, un vestido distinto.

Entre análisis y análisis venía a verme. Para reírse de la nota que había encontrado debajo de la puerta o para decirme cómo llevaba a sus pacientes, lo que ocurría. Tan rápido, tan intenso. Su felicidad era como un fuego que lo quemara y lo consumiera.

Un domingo por la noche me puse el vestido ruso rojo. Mi habitación estaba inundada de sol y del reflejo de la nieve. Había flores blancas en un jarrón. Se sentó en el sofá y advirtió aquella luminosidad. Yo, también, estaba iluminada; lo cegaba. Estábamos en trance, en un sueño. Ojalá hubiera continuado el sueño, ojalá hubiera sabido él que para mí era un sueño —la intimidad, el mismo ritmo de pensamientos y sentimientos—, ojalá no hubiera querido él hacerlo real. La realidad desfigura y destruye la más bella de todas las irrealidades; porque ahora sé que mis alegrías con Rank fueron místicas, de una clase que quizá nunca vuelva a experimentar. Qué trágico fue que su cuerpo se volviera tan importante, se oscureciera y destruyera la fraternidad. Yo, buscando un matrimonio místico, recordando tan sólo las maravillosas charlas en la oscuridad, en la cama, y ninguna de sus caricias… ninguna, salvo el roce de sus cabellos por la mañana, cuando se metía en mi cama como un chiquillo; sorprendida de la suavidad de su cabello. Las conversaciones que mantuvimos fueron de tan mágico efecto y de contenido tan profundo que aún hoy, a pesar de lo sucedido, me siento todavía casada místicamente con aquel hombrecillo incapaz de trascender su pequeñez de hombre y que destruyó un sueño, una ilusión, una fantasía y, con ello, la vida.

Sé que nos entendíamos plenamente. Sé que hoy, si Henry hablara, revelaría todo lo que no entiende. Nuestro amor tiene que florecer en el silencio y las caricias.

30 de octubre de 1935

Ayer empecé a pensar en mi escritura, pues la vida me parece insuficiente, con las puertas cerradas a la fantasía y a la creación. Había escrito algunas páginas de vez en cuando. Esta mañana me desperté seria, sobria, resuelta, austera. Trabajé toda la mañana en el libro de mi Padre. Después del almuerzo paseé por la orilla del Sena, feliz por estar tan cerca del río. Recados. Ciega a los cafés, al lujo, a toda esta agitación, zumbidos y colorido de la vida, que despierta tantos anhelos y no da ninguna respuesta. Fue como una fiebre, como el hechizo de una droga. La Avenue des Champs-Elysées, que me conmueve. Hombres que esperan. Ojos de hombres. Hombres que me siguen. Pero yo estaba seria, triste, ensimismada, escribiendo mi libro mientras caminaba.

Sin dinero. Así que cierro los ojos cuando paso por delante de una tienda.

Henry trabaja. Corrige las páginas que no me gustaron en Nueva York, aquellas de «dormito mientras trabajáis, hermanos». Ha de tener cuidado con dos cosas: una, el tono pomposo y moralizador de un filósofo de segundo orden; otra, los personales y triviales pasajes femeninos, los mezquinos.

Está ahora claro que tengo más cosas que decir que nunca diré bien, y que él tiene menos que decir y las dirá maravillosamente. También está claro que el surrealismo es cosa de él, no mía. Mi estilo es sencillo en el libro de mi Padre, directo, como en el diario. Documentaire. El suyo es rico, sin significado para la mente.

2 de noviembre de 1935

Al día siguiente empecé a trabajar seriamente. Caí en un estado grave, intenso, reflexivo. He perdido interés por la vida, por todo lo que me tocó el mes pasado; recogida en mi interior, escribo todo el tiempo el libro del Padre, incluso cuando salgo de paseo o voy al cine. Severa, solitaria, amarga, derrotada. La vida no pudo materializarse, ser lo que yo quería, y así crece el libro. Ofrezco un aspecto pálido, reservado, aislado. Aborrezco el arte, el trabajo, la escritura, pero es mi único remedio. Siento una oscura alegría después de trabajar bien. Algunas páginas acerca de mi Padre son profundas y emotivas. Soy completamente sincera. Mi estilo es desnudo, nunca pienso en cómo voy a decir algo, me limito a decirlo.

Me he encontrado con Cristo en los Champs-Elysées, mendigando. Cristo como artista húngaro mendigando. Voy a verlo.

La vida ha perdido su sabor de maravilla. Todo parece realista, como la vida de Henry. Escribo, escribo todo el tiempo mientras anhelo nuevos amantes. Lo que ha muerto es mi charla con Henry. Ya no hay compañerismo porque sólo dice necedades. ¡Proust no es profundo porque escriba sobre la sociedad!

7 de noviembre de 1935

Escribí la última página del libro sobre mi Padre; trata de la última vez que salí del éter para ver a una muchachita de largas pestañas y rostro delgado. La muchachita murió dentro de mí y con ella murió la necesidad de un padre. Gran emoción al escribir las últimas páginas, que sólo pude entender después de haberlas escrito, mientras Eduardo y Chiquito jugaban ruidosamente a las cartas y Hugh trabajaba en un horóscopo.

El libro no está terminado, sólo está a medio hacer, porque he escrito en primer lugar las páginas emotivas, sin ningún orden, igual que escribí la novela de June-Henry. Luego he de rellenar y construir. Desde el 28 de octubre estoy seria, malhumorada, profunda, solitaria, reservada, conociendo sólo el goce austero de la creación. El mes pasado me complació enamorarme de un sombrero, un precioso sombrero de terciopelo púrpura con una larga pluma, exactamente de 1860, la época del cancán. Me lo puse y causé sensación en todas partes.

Y ahora.

Dios el Padre.

Nueve y media. Salida de los Hunt para Nueva York, las tres niñas pequeñas se preparan. Los preparativos de Madre y Joaquín para ir a Nueva York me provocan una tempestad de suspiros. No cabe duda de que cualquier cosa que deseo imperiosamente debo hacerla o me mata, pero parece que siempre deseo lo que no puedo tener: mi Padre cuando era niña, John, Nueva York.

Segunda tempestad, cuando Roger echa a Fred de su casa y por eso tiene que venir al estudio. Yo ya le había dado algún trabajo de traducción, no porque lo necesitara, sino para ayudarlo a mantenerse a flote. Suplico a Henry que no eche a perder nuestra vida. Preferiría pagar la factura del hotel de Fred, cualquier cosa. Henry se mostró amable y realmente le sentó mal que yo me viera obligada a tener a Fred cuando sabe que lo detesto. Fui consciente todo el tiempo de lo exagerado de mis sentimientos, pero no pude evitarlo. Cuando me viene el periodo me vuelvo loca. Temblaba, quería llorar, me sentía hundida en la tragedia. Tuve que dejar a Henry, aunque no tenía nada que hacer, y en el taxi lloré por Hugh. Sin Hugh, hoy estaría en un manicomio. Hay una debilidad dentro de mí, la necesidad que tengo de los demás, que es terrible. En un momento dado, todo se derrumba en mi interior y me desespero. Entiendo muy bien que Louise tome drogas, que June tomara drogas.

¡Fred en nuestro estudio! Henry habla de su intención de hacer sacrificios. «Sabes que no dejaré que te mueras de hambre, Henry. Pero, si quieres, haz un verdadero sacrificio. Coge tus derechos de autor y dáselos a Fred en lugar de publicar Scenario. Entonces sabrás cómo me siento ayudando a Fred, cuando únicamente quiero hacer algo por ti».

Entretanto, Kahane me dice que todavía tengo que trabajar en la novela June-Henry. Stuart Gilbert* la admira. Dice que quienquiera que la lea piensa que Henry sólo es un cerdo con suerte, un genio que arrambla con todo y a quien las mujeres no debieran amar.

Pero Henry, muy tierno, muy serio, no me permite que lo deje sin que antes hayamos recuperado la serenidad y la comprensión. Acerca de Nueva York: yo hablaba razonablemente cuando él dijo: «soy tan egoísta». Dije que de nada servía que él fuera a Nueva York para hacerme feliz si iba a sufrir por eso. Que nuestras necesidades sean diferentes no es culpa de nadie. Fui más justa, imparcial y amable de lo que sentía; dentro de mí todo era tempestad, dolor y locura. Odio a Fred, que es fofo, débil, sournois, inerte, parásito, inútil, necio, indigno. Allí sentado, con la boca abierta, imitando a Henry, sucio, una caricatura de los peores defectos de Henry, una especie de Henry más pequeño, más débil, más desastrado. Me revuelve. Simbolismo: Fred es todo lo que aborrezco de la vida de Henry. Sólo el verlo me pone furiosa. Pero Henry y yo caminamos cogidos del brazo, hablamos de noche, de encontrar una solución, de lo que hemos de hacer. Henry comprende que no quiera dar más a Fred. De pronto me tranquilizo, acepto. Ayudar de alguna manera, sólo si Henry no quiere estropear nuestra vida. No puedo ir al estudio estando allí Fred. Es extraña y terrible semejante exageración. No estoy del todo equivocada, sino intensamente loca. No tengo confianza en mi razón. Me avergüenzo de mi exabrupto porque Henry se muestra amable. Dios maldice mi deseo de justicia, justicia solamente para los demás. La vergüenza por Hugh, apurado de dinero, y tan generoso. Hugh, mi alma, mi dador de vida, mi hermano, mi padre, mi fuerza en la tierra.

Llega un momento en que siento el goce de la rendición, como una expiación religiosa del yo. Este enorme yo de mi interior, tan egoísta, tan hambriento, tan devorador. Debo aniquilarlo y me inclino, me inclino. ¿Es necesario?

8 de noviembre de 1935

Han quedado lejos los días en que tuve que irme de Clichy porque estaba cansada o enferma de comer mal a horas intempestivas. Ahora me voy para salvar mi felicidad, para salvar la belleza. Me pregunto cuándo será, si antes de que aparezca la monotonía o cuando me sienta conmocionada o impaciente.

Esta noche no quería dejar a Henry porque estaba amable y apasionado. Pero luego tuve que irme, por agradecimiento a Hugh, que me salvó anoche de la desesperación. Me fui pensando que quizá un minuto más podría matar mi felicidad. Fred y su aire de pillo fracasado. Fraenkel enfermo con sus pensamientos, que huelen a muerte. Pero supe irme a tiempo. Triste al irme, con el sabor de Henry en los labios. Henry que se lamentaba por mí y oía cómo le decía: «Me pones tan cachonda… tan cachonda…». Vi cómo cambiaba su expresión a causa del deseo, se hacía más viejo su rostro, más cruel, convulso por el deseo.

Vi que Louise lloraba por la marcha de sus hijas. Incapaz de una pena duradera. Como en June, sólo será una tormenta pasajera. La vida no es real.

Escribo el libro del Padre. Página sobre el Amazonas. Escribo sobre el simbolismo de los Champs-Elysées. Angoisse. De perder lo que tengo, de estar atrapada en una vida u otra. En ambos casos, intolerable, sola. Angoisse, miedos, dudas.

Lo que me ayuda a soñar: el lujo, la belleza. Nadie lo entiende. Creen que amo el lujo por sí mismo, intrínsecamente, no como algo que amortigua la realidad. La sordidez despierta mi curiosidad, pero también mi odio.

A diferencia de otras mujeres, trato de no sacar a Henry de su elemento. La señora Rank sacó a Rank de su elemento. A él le gusta lo que le gusta a Henry, pero ella le hizo el hogar, el ambiente, los amigos, la vida. Mientras, él, secretamente, quería vivir como Henry vive.

9 de noviembre de 1935

Allendy viene a cenar. Eduardo y Chiquito se vienen a vivir conmigo. Yo, debilitada por la tormenta lunar, perdiendo sangre. Lloro con mi Madre al unísono, ambas emocionadas, ella, intentado comprender mis motivos, termina por creer en mi inocencia, aunque viva con un «homo» y vaya a Montparnasse. «Estoy convencida de que, aunque toques la basura, no te manchas».

Nos besamos y me siento muy cerca de ella. Le explico que si la sociedad marginara a los homosexuales se convertirían en seres peligrosos, como los jóvenes que, culpables de pequeños delitos, van a la prisión para convertirse en criminales. Charla emotiva. ¿Por qué sigo con Eduardo? Para darle un hogar, comprensión y fe en sí mismo. Toda la sociedad de La Habana habla. Hacen comentarios sobre mí a la hora del té. Bah, no me importa. «Sólo quiero que me entiendas, Madre. Tienes que intentarlo, ver por qué hago las cosas, aun cuando no aceptes mis ideas. Entérate de ellas y permanece a mi lado».

13 de noviembre de 1935

Todo cuanto Henry hace o escribe es «burlesco». Ahora, él y Fraenkel están escribiendo un Hamlet burlesco. Burlesco: la bicicleta en la pared del estudio. Charlas, desayunos, cartas y relaciones burlescas. No sé qué hago allí. Todos los días tengo que sonreír y me voy con hambre. Todo cuanto siento es demasiado sincero, demasiado humano, demasiado real, demasiado profundo. Escribo el libro sobre mi Padre y tengo hambre.

Me siento terriblemente sola, terriblemente sola. Llena de rebeldía y de odio por Henry. Odio por el amor que me retiene allí. ¿Por qué no puedo desentenderme?

Conflicto tremendo entre mi yo femenino, que quiere vivir en un mundo hecho por el hombre, vivir con el hombre, y la creadora que soy, capaz de crear un mundo y un ritmo propios y en el cual no encuentro a ningún hombre con quien vivir (Rank fue el único que tenía mi ritmo). En este mundo hecho por el hombre, hecho enteramente por Henry, no sé vivir como yo. Me siento muy por delante de él en algunas cosas, sola, solitaria.

15 de noviembre de 1935

Habiendo tocado fondo, salto de nuevo para reconstruir mi vida. Desperté y escribí quince cartas para convocar a la gente a mi alrededor y crear un torbellino. Luego luché con Henry para que comprendiera lo que sucedía y, con su ayuda, me di cuenta de que mi resentimiento y mi desasosiego se deben a que me sacrifica, me impide ir a Nueva York, me impide todas las posibilidades de expansión y vivir modernamente (Nueva York lo mata). Lo amo pero no quiero sacrificarme a él. A causa de esto empecé a luchar contra él. Creo que se ha terminado. Lo hago lo mejor que puedo, a sabiendas de que mi destino es amar con dolor y siempre lo que es malo para mí: estar limitada, asfixiada por el amor, sacrificada al amor, a la falta de modernismo de Henry, y ahora definitivamente enfangada en su vida burguesa. Pero he de encontrar compensaciones, chemins détournés: Londres. Nueva York en primavera. Vida febril aquí, en París. Me siento aprisionada, pero a pesar de eso he de encontrar la forma de expandirme.

Puedo renunciar a todo en brazos de Henry. Pero, en cuanto me separo de él, me invade un deseo tan fuerte que me mata. Un deseo de aventura, de expansión, de fiebre, de fantasía, de belleza, de grandiosidad.

Todo cambió con la visita de Louise, transportada en un sueño. Puedo soñar con ella. Leyó «Alraune» y se sintió completamente afectada. Me leyó su segundo libro. Irrealidad. Un cuento de hadas. Encantamiento. Nada que ver con la vida. Sus ojos abiertos, como de loca, igual que los de Artaud. Su vida tiene la grandeza que yo amo; posee las alas, el poder. Su habla es creación. El error que cometí, interrumpir nuestras relaciones, se debió a que mi timidez y mi amor por el contacto no armonizaban con su incapacidad para conectar con nadie, su esquizofrenia. «Je ne bâtis rien de durable» (No construyo nada durable). He aprendido a hacer prescindiendo de esta cosa humana… a aceptar la misma flotación que tiene mi Padre… a vivir en la fantasía, sin lo humano.

Su presencia me apartó del camino. Unas pocas horas antes escribía en el diario y sentía que todo se derrumbaba dentro de mí. Cuando la vi supe dónde podría encontrar otra vez mi barco, mis viajes: solamente en el sueño, en las drogas, en la creación y en la perversidad. Había decidido ser imprudente, hacer e intentar todo, porque nada me retiene en la tierra y no temo morir. Si no muero primero, morirá mi amor por Henry. Viviré de mi fiebre, vestida como un hombre, embriagada por la gente, la vida, el ruido, el movimiento, el trabajo, la creación y todo lo que probaré para conocer y sentir. Ningún miedo, ningún respeto por la vida, que no merece la pena alargar.

Jazz. Nueva York, en ciertos días, está más cerca de mí que otras cosas. Ahora la Nueva York que sueño quizá sea la de Rank, la felicidad que me dio en todo aquello que estaba fuera de la realidad. Quizá todo lo que está fuera de la realidad humana es lo que consigo a solas.

Louise vuelve para cambiarse aquí de vestido y salir de noche. Les métamorphoses. Estas son muy importantes. Viviré gracias a las metamorfosis propias y no viajando lejos. Louise puede ayudarme a conseguirlo. Mis deseos parecen tan extrañamente inhumanos. ¿Por qué Nueva York, lejos de Henry, de Hugh, de Eduardo y de Chiquito? ¿Por qué el amor, el amor por todos ellos, no me retiene? ¿Retenerme? ¿Qué es lo que me aparta de lo que los demás llaman felicidad?

Lo que con Rank era tan importante y tan bello eran los juegos, juegos de palabras en la oscuridad, el acudir al teatro para reescribir la comedia, el descubrimiento, nota a nota, de la sinfonía del mundo, su significado; nuestros juegos de ideas y pensamientos, unidos en el espacio, aquellas correrías, cantos y gritos a lo largo de los pasillos de nuestras invenciones. Destruyó el sueño por querer mantenerme en sus brazos, por querer penetrar mi cuerpo y tocar mi piel. Destruyó un mundo, una gran exaltación, la misma que vuelvo a sentir esta noche. Louise, Louise, Louise. Qué sorprendente que una vez sintiera celos de mí. Tiene tan poca confianza en sí misma. No le haría yo eso. No intentaremos encontrarnos en el mundo, sino siempre a solas, en nuestros sueños de opio.

Nueve y media. He terminado de escribir las páginas emotivas del libro de mi Padre.

Lucha con la dualidad y ambivalencia de Henry al escribir acerca de las ideas. En el mismo momento expresa una idea y la burla o la negación de la misma. Su libro sobre Lawrence sufre de esto. Una discusión vigorosa en la cual traté de mostrarle que un hombre podía ser contradictorio, pero no ambivalente, porque entonces la creación era imposible.

Lentamente descubre mi sabiduría.

Predije cómo reaccionaría la gente con Fred, para quien Henry escribió aquella carta humorística pidiendo ayuda. Ninguna respuesta.

Su Aller Retour New York: ninguna suscripción para cubrir el gasto, y una respuesta tibia. Como mujer, no me gusta tener razón. Razón sobre Fred, sobre cómo la gente odia que se la utilice y se la atraque. Ahora me da miedo el vacío que Henry ha creado a mi alrededor. En cuanto pido ayuda para él, pierdo un amigo, lo insulta y se gana su antipatía. He de empezar a crear un mundo separado de Henry, del mismo modo que tuve que empezar a escribir de manera diferente y alejada de la de Henry y Fraenkel. Pero, oh Dios, cómo odio la soledad.

También es cierto que los celos me obligan a alejarme. Hay algo entre Henry y sus amistades masculinas que yo no sé compartir, un elemento acrobático, insincero y burlesco, y me siento celosa y sola. Es cierto que eso me hace abandonarlos y quedarme sola. Henry huele ahora a Fraenkel, como antes olía a Lowenfels.

21 de noviembre de 1935

Enfrentada siempre a la imposibilidad de alcanzar lo absoluto, empecé a bailar otra vez. Desde el día en que vi a Louise, empecé a crear un tourbillon, un ballet, una sinfonía. Escribí cartas pidiendo a todo el mundo que se reuniera conmigo, [René] Lalou, [John] Charpentier, [Salvador] Dalí, Anne Green. Al mismo tiempo recibí invitaciones de Colette Roberts, los Ferrant, de todas partes. Presa de la desesperación, de una desesperación profunda y fundamental, empecé a bailar. Escribí a Monsieur Le Verrier, que había admirado mucho mi libro sobre Lawrence. Hombre de cincuenta años, alto, judío, el tipo del intelectual religioso. Se enamoró de mí a primera vista. Y yo sentí atracción y repulsión al mismo tiempo, siempre hechizada por las mentes, la edad y el espíritu. Me telefoneó esta mañana, entusiasmado con mi novela de June-Henry. Kahane se niega a editarla, tal como está, y prefiere el libro de mi Padre, del que leyó unas pocas líneas y dijo: «Excelente. No me ofrece la menor duda».

Noche febril con Henry, Fraenkel y Colette. Fraenkel le dice a Henry exactamente lo mismo que yo le dije, sólo que lo expresa mejor, mientras Henry repite en voz baja: «Mierda, mierda, mierda, cagas fuera del tiesto» y terminará por destruir su visión de cómo se relacionan las cosas.

La radio puesta. Escribo. Nervios a punto de saltar. Bailo para no morir. Tan nerviosa que podría tirarme por la ventana. Fiebre. Desesperada por vivir. Lo absoluto. Henry enamorado de mí. Aprendo de él a vivir; es decir, a comprometerme, a rendirme, a aceptar. Y de esa manera me voy al otro extremo de lo absoluto, a la dispersión, a la fiebre, a la división interna, a la tensión, a la enfermedad.

He empezado las páginas sobre la orquesta en el libro de Padre, en las cuales incluyo el violín y el cuerpo de una mujer que vi en un cuadro en el Quai Saint-Michel. La idea de la orquesta ya ha estado fermentando en mi cabeza. Pero lo que sufrí anoche, a causa de mis celos por la señora Ferrant —una cabeza maravillosa y unos pechos exuberantes, un tipo vulgar de belleza, muy del gusto de Henry—, me llevó a escribir unas páginas histéricas.

Esta es mi enfermedad, lo sé ahora, la principal causa de mi sufrimiento. Anoche, en el taxi, cuando iba al estudio de Ferrant, ya alertada por la descripción de Henry («Una mujer de rostro muy interesante»), me puse a cantar, tratando de ser fuerte, pensando en seducir a Ferrant, fortalecida por la admiración de Le Verrier. Durante la velada me di cuenta de que Henry no amaba a la señora F., quizá fuera sólo la atracción sexual. Resignada, recordé cuán a menudo me he equivocado imaginando cosas, la inutilidad del sufrimiento, cómo he tratado de reírme de los celos de Henry, de su miedo a perderme, que es mayor que el mío. Si lo perdiera, terminaría por no sentir dolor. Si él me pierde, pierde su vida y su felicidad. Yo podría salvarme sin él. Él se hundiría.

El cáncer de los celos. Vida excesivamente difícil. Regresé como una mujer ahogada buscando el amparo del amor de Hugh, de la habitación blanca, de las sensaciones de calor, suavidad y lujos como paliativos. Durante hora y media escribí sin parar diez páginas. Padezco pequeños achaques, neuralgia, molestias de estómago. Me siento débil y nerviosa.

Rank tenía razón. Creí que sería feliz sin él. Y no puedo. Hay momentos en que me creo dispuesta a renunciar a Henry y a Hugh para quedarme con Rank, tal como él quería; como cuando se renuncia a la vida mundana por un monasterio, por la paz y la fuerza que me da. Obligaría a obedecer a mi cuerpo. Pienso furiosamente en cómo podría obligar a mi cuerpo para entregarme a Rank; supongo que mirando cuadros eróticos, que tanto efecto me producen.

Más tarde: Después de escribir estas líneas en la cama me masturbé, porque anoche, cuando Henry me tomó después de la visita a los Ferrant, no sentí nada. Luego, durante unos instantes, permanecí tranquila y me dije: Quédate quieta y tranquila. Luego escribí dos páginas más. Y estoy agotada.

25 de noviembre de 1935

El sufrimiento ha durado una noche y un día. Una noche de verdadera agonía, imaginando que todo ya había sucedido. Un día que aún fue más terrible cuando Fred me dice que Henry ha dicho que la señora Ferrant se parece a June. La razón me dice que es bueno que suceda algo que nos separe. No soy capaz de romper por mi propia iniciativa. No soy feliz con Henry. El día en que nos separemos, salvaré mi vida y empezaré a vivir.

Luego vi allí a Henry con otra gente. Estuve más callada, resignada, indiferente. Aquella noche fuimos a casa de Kahane para ver a Jonathan Cape, quien cogió mi mano en el taxi delante de Henry. Este pequeño triunfo me divirtió durante unos pocos minutos. Pero me siento muerta y fría. Esto además de mi sacrificio de Nueva York. Demasiado.

De nuevo el dolor me empuja a escribir. Y hoy, finalmente, el libro me posee. La vida, Nueva York, Henry y todo se vuelven menos importantes. Estoy obsesionada con el libro.

Estoy esperando un cambio en Henry, pero es muy peligroso medir el amor por su deseo, medirlo por el sexo. Ayer, durante la hora en que estuvimos juntos, estaba frío y cansado, le di calor con mi cuerpo y cayó dormido como un niño. En otro tiempo esta ternura habría sido buena. Ayer pareció un presagio. Y debo perder a Henry porque no sé abandonarlo. Siempre ocurre igual. Lo abandono muchas veces, pero no puedo romper del todo. Qué triste.

Cuando me he levantado esta mañana, he trabajado bien. Pero con resolución, sin alegría. He de trabajar otra vez con disciplina y orden. Me levanto temprano, hago gimnasia, tomo medicinas, lucho para ser fuerte en esta labor creadora que me mata. La detesto. Pero es lo único que hace soportable mi vida.

Hoy no he ido por la tarde a casa de Colette. No puedo encararme con la gente, es demasiado esfuerzo. Henry parecía pesimista y absorto en su trabajo. Me siento desolada y dispuesta a hacer alguna locura. Si no estuviera escribiendo el libro me iría a Londres.

Ahora lo sé: es mi pasión por Henry que ha ido muriendo desde que lo dejé por Rank, como lo prueba mi rebeldía durante estos últimos meses. He dejado de estar esclavizada por él, pero los celos me hacen sufrir porque estoy esclavizada por el dolor.

Pero hoy esta esclavitud ha cesado y veo con claridad lo lejos que he estado de Henry; que, a medida que disminuía el amor, he ido separando cada vez más mi vida de la suya. Se acabó el amor por sus actos infantiles, por sus gestos inútiles, por su necedad.

Una gran calma se apoderó de mí. Fue después de decirle ayer: «Me siento divorciada de ti». Él lo atribuyó a nuestra vida frenética que no me deja darle el tiempo que necesita. Pero, cuando podría ir a Villa Seurat, prefiero quedarme en casa.

Siento calma y distanciamiento, poseída por mi libro, libre de esta esclavitud del dolor que nada tiene que ver con el amor, porque mi amor se ha venido abajo en los momentos en que la pasión no es lo suficientemente fuerte para fundir todos los elementos discordantes. La Pasión se ha terminado.

26 de noviembre de 1935

Henry me hizo una escena de celos a causa de Jonathan Cape. Creyó que no fui a casa de Colette el lunes para poder salir con Cape. Se siente incómodo y duda de mí. Habló de nuestras dificultades. Intentamos reconciliarnos otra vez pero sólo conseguimos una tranquilidad momentánea en lo más profundo de nuestro placer sexual. Lo que sí dije, refiriéndome a mi libro, es que nunca lo habría escrito si hubiera conseguido lo que quería de la vida. «¿Y qué es lo que querías?». «Independencia». «Eso es malo», dijo Henry. «Pero no quiero decir independencia de ti». Esto hizo que dudara.

Para escapar de mi crisis de celos, respondo con el deseo de herir y no ser herida, de provocar celos en Henry, cosa que conseguí con Jonathan Cape.

O quizá es que lo amo menos. No lo sé.

Una cosa sí veo clara, que sus charlas e intercambios conmigo dieron lugar a Primavera negra, que es divinamente bella, y que sus charlas con Fraenkel están dando origen a «Hamlet», que trata por todos los medios de satisfacer el deseo enfermizo de Henry de ser un hombre de ideas, cuando es incapaz de crear nada en el mundo de las ideas, nada que no sea imitación de otros, travestismo o burla, y es tan confuso que Fraenkel está ahora perdido, igual que yo me perdí en el libro de Henry sobre Lawrence en la época en que yo me tomaba en serio a Henry.

Ahora veo la insania de todo cuanto escribe, sólo valioso como poesía. Cuando expresa las ideas de Rank, Spengler o Lawrence, las expresa mejor que ellos: es escritor.

Pero ahora, con Fraenkel, la imitación y la parodia de las ideas es flagrante y lo que me parece es que «Hamlet» va a convertirse en una comedia, aunque sé que Henry cree que contribuye con actitudes e ideas originales. Van a reírse de él como filósofo, psicólogo y crítico, del mismo modo en que se rieron de Los recuerdos personales de Juana de Arco de Mark Twain porque sabían que M. T. era un humorista.

Henry escribe «Hamlet» sólo porque es más fácil y prolijo meter todo dentro, pero no quiere escribir una farsa. Lo veo serio, lo oigo hablar con seriedad, pero el mundo lo tomará como una farsa.

No puedo decir mucho al respecto. Primero, porque detesto el papel de crítico (prefiero estimular y no matar); segundo, porque parece como si tuviera celos de Fraenkel; tercero, porque Henry insiste en seguir caminos equivocados y, si me opongo, se volverá más obstinado. Ya intenté por todos los medios que no siguiera con el libro sobre Lawrence. Pero es muy terco, sin que importe que yo sea amable o emplee el mejor tacto con él.

Lo que le gusta es poder dejar algo en el buzón de Fraenkel y recibir sus respuestas.[29] Ahora creo que Fraenkel es una mente brillante sin una chispa de originalidad. Los dos son plásticos, pero ambos son escritores, poetas, sí. La expresión neurótica de Fraenkel es una maravilla. Pero la contribución de Fraenkel al pensamiento sobre la psicología es absolutamente nula.

El pensamiento, la psicología y la filosofía son productos de la seriedad, no del juego de palabras. Ellos hacen malabarismos con las palabras brillantes y las ideas de los demás, mientras yo escribo tranquila, seria y humanamente. Cuando Henry leyó mis páginas sobre la orquesta, dijo que lo había superado.

También me siento demasiado cansada para intentarlo y salvar a Henry. A ningún hombre se le ha dado tanto para hacerse grande, a ningún hombre sobre la tierra. Porque, además del amor, yo tenía la sabiduría.

No puedo librarlo de sus payasadas, y lo que me conmueve es que, cuando imita al filósofo o al psicólogo, es tan incapaz. ¿Por qué no se contenta con ser un gran poeta? Durante mucho tiempo estuve hipnotizada, hechizada por el lenguaje de Henry, del mismo modo que su presencia y mi amor me hipnotizaron para hacerme feliz y gozar de cosas que evidentemente estaban vacías. Como mujer me molesta ser tan lúcida.

Tarde. Me esfuerzo para mantener la cabeza por encima del agua. Recibo clases de gimnasia después de dejar a Henry. Escribo diez páginas diarias. Recibo visitas. Escribo cartas.

Joaquín está en Nueva York con Madre.

Envío a Henry un mensaje: «Todo está bien». Tengo la necesidad de tranquilizarlo. Creo que no es culpable de nada, de ser viejo, de buscar la paz y un lugar seguro, sin cambios. De odiar los teléfonos, los aviones, los viajes, el encanto.

5 de diciembre de 1935

Proximidad, intimidad sexual —siempre— pero nada diferente a eso. Si tuviera el coraje necesario, rompería, aunque sólo fuera porque Henry es ahora una piedra que tengo colgada del cuello. Sólo me da infelicidad, porque es del todo imposible, indigno como ser humano. Nunca se apartará de su camino, de su aventura. Ahora pide la dirección de Rank a los periódicos para enviarle el libro de Fraenkel [Bastard Death], que él ha prologado. Saca nombres a todo el mundo. Inflado de egoísmo, se glorifica a él y a Fraenkel. Planes desordenados, maldades, putadas, todo sirve. Y tuve que decirle: «Muy bien, sigue adelante con tus planes publicitarios, pero a mí me dejas fuera de esto».

Literariamente, me he divorciado de ellos. Y espiritual e ideológicamente. También en la vida. Hago aquí mi vida real. Ojalá pudiera divorciarme por completo. Henry puede cuidar de sí mismo y yo estoy cansada de sacrificios. Trato de salvarme. Necesito felicidad, comprensión. No quiero herir o destruir a Henry con mis necesidades. Del mismo modo en que descubrí que hay ciertas cosas que no debo esperar de Hugh, también he de aprender a no esperar satisfacción de Henry. Rank tenía razón. La vida de Henry es indigna, vulgar. Tan pronto como menciono a una persona, quiere su dirección, para acosarla, para mendigarle.

Me asfixio. Siento que Henry me está destruyendo. Allí ya no hay alegría. Ninguna expansión. Únicamente celos por parte de los dos. Él presiente que me alejo. ¿Por qué he de esperar un accidente externo que nos separe?

Soy débil. Débil.

Me siento débil y pequeña. El amor de Hugh es mi fuerza más divina. Me apoyo en él. Me escondo entre sus brazos. Le doy amor porque confío en él. Es mi fortaleza.

Si por relación «neurótica» Rank entendía aquella que es dolorosa, sólo estoy intentando librarme del dolor hoy en lugar de hacerlo hace años. No puedo soportar esta lenta desintegración de nuestro amor. Querría acabarlo rápidamente. Pruebo mil maneras de alejarme de esta pena: me intereso por otras personas, Colette, Maggy, De Maigret*, Le Verrier, Charpentier, Allendy, Zadkine. Nado en mi «corte». Salgo con ellos. Lucho, a solas, para publicar mis libros. Tomo el té en casa de los Smith, en el café húngaro. Eduardo y yo estamos muy unidos porque sufrimos de la misma manera. Él y su superficial Chiquito, incapaz de sentir pasión. Sufro ataques de ascetismo. Hambre de paz. He vuelto a perder el camino porque el camino de mi ego —vivir para mi ego— no me hace feliz. Pero hay un dar que no es este dar-muerte de Henry.

¡Tarde! Después de una semana de tormenta lunar, una paz repentina, sin razón alguna. Nada ha cambiado a mi alrededor. Cuando salgo de mi folie de doute, oigo la voz de Henry al teléfono: «Me gustaría verte». Nos citamos en un café. Es tierno, humano. Para él, nada ha sucedido. Nada ha sucedido, me digo a mí misma. Pero ¿qué ha sucedido dentro de mí? Finjo estar alegre porque llevo algo en mi bolso. Soy como una mujer que tiene un revólver y se siente alegre porque puede poner fin a su vida. Unos pocos minutos antes de ver a Henry, llamé a Allendy y lo engatusé para que me diera un poco de chanvre indien [cáñamo indio, hachís], una droga que me dijo que era inofensiva.

Me he dado cuenta de que una vez al mes, la semana anterior al periodo, me vuelvo loca. Veo todo enorme, ominoso, trágico; mis dudas, celos y miedos se intensifican, se magnifican: pesimismo, crítica destructiva, actos destructivos que siguen a la intensificación de los dolores.

No hay remedio para esto. Y de resultas de todo esto, creo. Mi libro sobre mi Padre, por ejemplo. Pero, humanamente, es insoportable. Los hechos son tan pequeños: la preocupación de Henry por Fraenkel; Fraenkel, que intenta que Hugh vaya con una puta; falta de dinero; las dudas de Kahane con respecto a la novela de Henry-June.

Luego, de pronto, lo que ha sido causa de mi sufrimiento se convierte con toda facilidad en causa de risas o, al menos, de comprensión. Cuando Henry mostraba preocupación y un amor por mí que no tiene por su amigo «Boris». Cuando vi a las bellas mujeres en el Baile del Tabarin y comprendí cómo un hombre puede desearlas. Cuando Kahane le dice a Henry: «Tengo que firmar tres importantes contratos el año que viene, el tuyo, el de Anaïs y el de Cyril Connolly».

Caminando hacia la consulta de Allendy, pensaba: Me siento paralizada por las limitaciones. Tengo cerradas todas las puertas: Nueva York, dinero, publicación, psicoanálisis, aventura, todo cuanto quiero. En lugar de eso, llevo fruta al pobre señor Lantelme. Escribo a Fred. Dinero para Henry.

Pero tengo la cajita de chanvre indien. No la usaré hasta que sea necesario. Puedo mantener la cabeza por encima del agua. Pero estoy terriblemente cansada de luchar. Lucho, je me débats. He luchado contra todos mis problemas. He luchado por Nueva York. Para el psicoanálisis he intentado obtener la ayuda de Allendy. Vi al doctor Jacobson. Hablé con todo el mundo. Escribí cartas. Para publicar he sido igualmente activa, tanto en Nueva York como aquí. Para tener dinero he intentado trabajar como psicoanalista. ¿Aventura? Nadie me atrae, nadie me estremece, no hay nadie a mi altura.

Henry y yo paseamos por la orilla del Sena. Henry decía: «Me siento un poco deprimido por la inercia del mundo». Recordé a Lawrence volviendo a Frieda, destrozado tras su combate con el mundo. Un Henry no brutal y un poco desanimado. Y mis sentimientos fluyeron de nuevo, como el Sena a nuestros pies. Encore un moment de bonheur.

Henry y yo, cogidos del brazo una hora más, paseando. Él, necesitado de mí. La niebla me hace toser y tensa ese nervio en la parte izquierda de mi cara que también me duele cuando bebo vino. Chanvre indien en mi libro de bolsillo. Ser capaz, día tras día, de vivir sólo los hechos. Henry está aquí, a mi lado. Ese es el hecho. Mientras esté aquí, cree, estate tranquila y luego trabaja.

Siento como si escribiera sobre Rank.

La fe de Henry en los hechos, rumiando, nada delante o detrás. Ningún análisis, ningún deterioro. Celos, sí. Intentaba reconstruir lo que yo había hecho mediante pequeñas preguntas, y detrás de cada pregunta, un temblor de ansiedad.

6 de diciembre de 1935

Charla con Hugh, anoche, en la cama.

Anaïs: Voy a escribir otro libro.

Hugh: ¿Sobre qué?

Anaïs: Sobre Rank.

Hugh: Tendría que haberlo sabido. Cuando escribes, siempre hay un hombre detrás. Lo que me gustaría saber es quién vendrá después de Rank.

Anaïs: ¡Eso es lo que me gustaría saber! Y desearía que me lo dijeras.

La ternura puede a veces alcanzar las cimas del amor y así ocurre entre Hugh y yo. Su misma continuidad y solidez dan lugar al amor. En este momento, mi ternura por Hugh se parece al amor. Me intereso por lo que hace. Hago cualquier cosa para complacerlo. Cuando llega a casa se encuentra el baño listo, con sales. Escribo pacientemente a máquina sus cartas. Soporto con paciencia su mala memoria.

A menudo, Eduardo y yo, gemelos en nuestra neurosis e hipersensibilidad, en nuestra manera de amar, también nos apoyamos mutuamente con inmensa ternura, con una gran comprensión.

Durante mi semana de actividad, escribí a [Jules] Supervielle*. Hoy nos hemos visto. Un rostro como el de Erskine, pero con ojos húmedos y soñadores. Un hombre acosado, con raíces humanas. Enamorado del misterio. Me lee sus últimas poesías. Hablamos del surrealismo. No le gusta, él busca la sencillez, los símbolos humanos, como los mitos. «Es caótico y ridículo», dije. «Creo que los sueños tienen claridad, luminosidad». Supervielle sueña todo el día.

Cada vez estoy más en contra del surrealismo, esa creencia en que se alcanza el sueño mediante el absurdo y la negación de todos los valores. Poner una bicicleta en una sala, insistir en las cosas más absurdas, un paraguas sobre la mesa de un quirófano, colocar cualquier cosa que tenga valor, como el psicoanálisis, junto a una escena de music-hall, es destrucción pura. Describir lo que en la vida merece ser destruido no tiene nada que ver con la pretensión de que toda la vida aparezca sin valor, presentando todo como un caos para provocar la risa. Henry sólo quiere reírse. Los surrealistas sólo quieren reírse del inconsciente. Ce sont des farceurs.

Supervielle crea un mundo, con casas, mares, gente, climas y humor.

Ahora veo mi error de haberme tomado en serio a Henry. He estado buscando todo tipo de sabios y filósofos donde sólo había un humorista.

Busco hombres como Rank que no sean humoristas. Pobre Rank, quiso reír en su biografía de Mark Twain. Pero no era bueno con la risa. Estoy contenta de que Henry me haya hecho reír, pero no quiero vivir en un circo.

La gente critica el poco valor de Aller Retour.

No puedo evitar que traten a Henry como a un colegial. ¡Kay Boyle lo tomó por un jovencito que le escribía una carta de admiración siguiendo el lenguaje de ella! Henry hace bromas creyendo que es serio. Como cuando creyó que podía hacer el papel de Rank y se imaginaba que era psicoanalista. Todo es una broma: los folletos, la autopropaganda, los planes, el repentino deseo de Fraenkel de publicar todos mis diarios en un volumen, del que dice que va a sacar treinta mil dólares. Recuerda esto, pobre Anaïs, tus sueños, tu seriedad, todo lo que Henry ha convertido en una broma: en guardería infantil, en circo, en music-hall, en cabaret. Las ideas y conocimientos que le aportaba y que él caricaturizaba. Cómo, tan confiada, escuché sus charlas sobre Lawrence.

9 de diciembre de 1935

Me ataco con severidad clínica. Me acuso de destruir mi vida mediante la crítica, las dudas enfermizas, las obsesiones. En cuanto me quedo sola empieza un flujo enfermizo de imágenes mórbidas: autotortura, celos, obsesión por Henry, dudas. Todo es pura neurosis porque no dispongo de hechos en que basarme. En cualquier caso, los motivos son los que expongo en el diario. Pero no he contado el tiempo que paso con esta tortura. Así que me trato como a una persona enferma. Sugestión: Leo, escribo, intento obrar y sentir activamente. Los celos y las dudas son negativos. Pero la lucha para vivir positivamente, es decir, para leer, escribir, amar y conversar es demasiado tremenda.

Tengo que ir a Nueva York para salvarme de mí misma. La vida a ritmo lento me mata. La melancolía me devora.

Pienso quedarme allí durante un mes. Con los cinco pacientes que me esperan puedo pagarme todos mis gastos y regresar con trescientos o cuatrocientos dólares. Henry vendría por un mes. Podríamos colar unos cuantos ejemplares de Trópico de Cáncer.

La actividad me libera de la tristeza. Soy una persona enferma. Devoro mi vida analizándome. Debo tener más vida y menos tiempo.

Aquí no hay nada que me interese. Nadie me apoya. La lentitud me mata. He decidido también arrojar mi cuerpo al viento. Estoy cansada del amor profundo que sólo me produce dolor. Oh, Dios, necesito la felicidad. Felicidad, felicidad.

Tan pronto como decidí el viaje a Nueva York me encontré bien, llena de energía, de vida, optimista. La electricidad pasa otra vez por mi cuerpo. Escribí cartas anunciando…

Mucho trabajo. Días muy ocupados. Presión. Una gran ciudad por la que hay que luchar, a la que hay que conquistar; hombres para acostarse. No puedo acostarme aquí con conservadores de museos. Henry quiere enmohecerse porque ya está viejo. Pero yo soy joven. Necesito el fuego y la electricidad.

12 de diciembre de 1935

Ahora es evidente que me he rebelado contra mi papel de madre. Y Henry no se ha hecho hombre. Me veo obligada a seguir actuando como madre porque él sigue siendo un niño. No puedo hacerlo más sabio. No puedo librarlo de sus errores. Sólo puedo ser comprensiva, ciega. Soy yo la que ha cambiado, no Henry. Se ha acabado mi amor generoso y sacrificado. Cuando tengo la tormenta lunar, mis instintos se rebelan. Los celos, la duda y la posesividad en contraste con mi papel consciente de madre ideal, lleno de comprensión, fe, tolerancia y sacrificio. El décalage ha sido demasiado grande, y vuelvo a caer enferma, como en Nueva York. Terriblemente enferma, con vómitos y mareos, todo el ser físico revuelto, troceado, envenenado.

Mi conflicto es que todavía necesito instintivamente a Henry, pero desconfío instintivamente de él. Sé que sólo vive para sí mismo. Está pasando por una fase de verdadera megalomanía. Piensa hacer un folleto con las cartas que ha recibido sobre Trópico de Cáncer, con una foto suya, su horóscopo, etc. En tono de humor. Pero estos efectos humorísticos están guiados a menudo por el más serio de los propósitos. Para compensar lo que no hace Kahane. Costará cinco mil francos. Ahora Fraenkel quiere respaldar a Henry, pero no quiere que haga todo lo que quiere. Henry envía sus circulares a miles de personas. Se enfada si Fraenkel no le pone el dinero en sus manos, si la gente se resiste, si lo desprecia. Porque la «carta» de Nueva York fue un fracaso. Todo el mundo dice que es agria, sin humor, demasiado personal, trivial, demasiado Henry.

Pero otra vez, cuando se enfadó, le dije: «Te daré el dinero para el folleto. Pero has de venir conmigo a Nueva York para que pueda conseguirlo. Si voy a Nueva York puedo ganarme 750 dólares al mes. Puedo volver con cuatrocientos. Piensa en sacrificar un mes para pagar tu ambición».

Henry ya había dicho que iría conmigo. Esto sólo servía para hacerle más soportable el viaje. ¡Un soborno amable! Le dije: «Sabes que soy la única persona que te dará el dinero sin preguntarte cómo lo vas a emplear». Aunque sé muy bien que lo empleará estúpidamente, que puede conseguir la atención del público, pero que la gente seria se lo tomará como un fraude. Trópico de Cáncer no es un libro que justifique su megalomanía.

Sin sentirse culpable me incluye en sus planes fantásticos. Va a pedirle dinero a Fraenkel para editar mi «Alraune». Pero veo su imposibilidad y le digo amablemente: «Pídele a Fraenkel sólo para ti. Desde su punto de vista le parecerá extraño, teniendo yo a Hugh. No te preocupes por mí. Trabaja para ti».

Lo cierto es que me rebelo contra la mendicidad, la publicidad, la exageración y las pretensiones. Me da náuseas hacer así las cosas, utilizar a la gente, hacer chiquilladas, ser vulgar y hacer ruido.

De modo que la madre ya no está ciega y ha perdido la esperanza de dar a luz un hombre.

A Allendy: Ahora he de ser inteligente y vivir mi vida como madre y como mujer. En Nueva York voy a coger a todos los amantes que se me pongan en el camino, para vivir como mujer, para vivir el sexo y contribuir a mi estúpido papel de madre, a mi esclavitud, como una burla al instinto que me ata a Henry. Me siento amargada y desilusionada. Quiero burlarme de mi cuerpo; de mi sangre; de mi sexo, que me ata a un niño; del instinto que me destruye.

Fraenkel refiriéndose a la novela del Padre: «La estructura es magnífica siempre. Poderosa, pero los ladrillos están mal puestos». Es como si viera el armazón de acero, la estructura, gracias a mi visión, como persona clarividente que soy. Pero no sé ver los ladrillos. No pediré más consejos o ayuda. Seré como soy o caeré como soy.

Tarde: Henry viene a verme. Con qué humor me trata o con qué ironía, cuando revela sus celos: «¿No irás a Nueva York a ver a Rank?». Celos cuando me aleja de la vida, celos cuando critico su colaboración con Fraenkel. Quizá Henry tenga también celos de los temas que me gustan, como la astrología. Así que trata de destruirlos. ¡Creo que es más celoso que yo!

15 de diciembre de 1935

Hugh se ha marchado a Biarritz. Yo me apresuro a ir a casa de Henry. Sigue obsesionado con las cartas que recibe, las que escribe, los negocios, los planes, la autopropaganda. Es lo único que oigo desde hace meses. Y «Hamlet». Hacia la medianoche siento un tremendo desánimo. Y exploté. Le dije que me iba a casa y que regresaría cuando volviera a ser humano. Estaba ciega de desesperación. Le dije: «Entendería que te obsesionara la creación, eso lo respetaría. Pero no puedo entender que te obsesionen los negocios y el darte importancia…».

Y me fui. Pensó que iba a volver. Había sido amable, como de costumbre, sin nada de que pueda acusarle. Pero no volví. Me fui a casa, me acosté y me tomé la droga.

Vi un cuadro como un sueño. El mar oscuro, en calma, detenido por un muro, apresado. Pero, mientras lo miraba, se convirtió en un muro de libros, de libros enormes. Papel. Qué claro su significado. Chupaba el pene de un hombre sin piernas, de un hombre que estaba suspendido en el aire, entre el cielo y la tierra. Nada más. Sensación corporal de pesadez, de fiebre. Hacia las cuatro, me desperté y pensé que le había dado demasiada importancia a lo ocurrido la noche anterior.

He trabajado esta tarde. Echo de menos la fortaleza de Rank, su comprensión, el matrimonio místico. Y anoche, durmiendo con Henry, soñé con Rank, incluso deseé a Rank. En el sueño, yo decía: «Una vez, sólo una vez».

He repartido casi todos los regalos que me hizo Rank. Di la turquesa a Maruca, el bolso blanco a mi Madre, el libro de barcos al pequeño Paul. Sólo me he quedado el camisón de encajes y la maleta.

En el Monocle con Eduardo y Chiquito. Nada más llegar vi a una mujer, vestida como un hombre, que me atrajo. Bailé con ella. Le pregunté cómo se llamaba. «Fred». Fue una conmoción. Pero hoy he pensado mucho en ella y me gustaría volverla a ver.

Fred. Fred es medio rusa, medio francesa. De ojos azules, como los de Allendy, en su cara redonda, de nariz pequeña y rasgos negroides. Pero de ojos luminosos.

El conde de Maigret [vecino de Henry] viene para celebrar su cena de cumpleaños. Después de la cena me voy para encontrarme con [Joseph] Delteil.

Ahora que sé que todo es culpa de Saturno, busco la manera de subyugar esta lobreguez sin luchar contra las limitaciones, sin echar la culpa de mi descontento a Henry, al dinero, o a París.

18 de diciembre de 1935

Los hombres —Herbert Read, Lowenfels o Fraenkel— pueden decirle a Henry que Aller Retour no es bueno, o que mil páginas sobre «Hamlet» son demasiadas, o cualquier otro comentario o crítica, que él se lo toma a bien. Pero si lo digo yo, se lo toma personalmente. De modo que guardo silencio, por más que en este momento pienso que Henry es un latazo. Al salir de una película cómica, empieza a caminar haciendo gestos, como si estuviera en una manifestación americana de inútiles, como un reformista.

Pero he de guardar silencio. Ya se encargará el mundo de ser cruel con Henry. No estoy aquí para juzgar o criticar, sólo para amar. Así que a la cama y al diablo con los valores.

Olvidé a Fred, la del Monocle, porque Henry me absorbió completamente el martes por la mañana. El martes fue un día de calor corporal y goces en la cama, de muchos besos y poca conversación, de sueños, comida, caricias, gruñidos, murmullos, balbuceos y otras formas de comunicación primitiva.

Escribo acerca de Henry como naturaleza.

El martes volví cansada, feliz, como toda una hembra.

Diferencias entre las actitudes sexuales. Algunas son como la furia; la naturaleza surgida como ira y odio, necesitada casi de destruir. La paz a continuación. Como Henry no tiene voluntad, todo su cuerpo, las manos y los dedos, tienen una calidad maleable, blanda e insinuante que es mejor para el sexo que los gestos tensos y nerviosos de Hugh o Rank. Al menos para mi gusto. Henry me suaviza. Los otros me ponen tensa.

22 de diciembre de 1935

Preparativos para la Navidad. En contra de mi voluntad, porque Hugh y yo estamos cansados de la superficialidad, la vanidad y el egoísmo de Chiquito, y el árbol y todas las demás cosas son para él. Descubrimiento del infantilismo en los homosexuales. Porque ofrecí un pastel a Maigret en su cumpleaños, ellos pusieron caras largas y echaron a perder la fiesta. Paz con Henry porque he decidido hacer tan sólo el papel de mujer, el papel de madre, consentir y estimular.

No siento ningún placer cuando veo durante unas horas a mi Padre. Cuando nos despedimos con un beso casi nos derrumbamos, pero hay un muro entre nosotros.

Domino mejor el humor sombrío y nervioso. Oculto mi alegría por ir a Nueva York. Llegaremos a tiempo de oír el concierto de Joaquín. Dominio de la morbidez diciendo «merde» o «¿qué me importa?». Tratándome con dureza. Eh bien, et quoi? Comprendiendo que los celos son un sufrimiento imaginativo, quiero decir que no tienen causa. Guardo las lágrimas para las auténticas catástrofes.

Endurecimiento. Lucha desesperada por la salud. Cuando no escribo, hago punto para mantener las manos en movimiento. Me pregunto si veré a Rank en Nueva York. Sacrificar a Henry sólo durante un mes, a cambio de los siete meses de infierno que he pasado aquí. ¿Ha sido todo porque quería adelantarme y salir de los niveles de la vida y volver a un sitio insoportable que en nada cambia?

Manías: No puedo ver botellas en un estante sin que ponga las medicinas en botellas sin etiquetas, para que no parezcan medicinas. Tiro las botellas o las cajas donde apenas queda nada, y pongo los restos en otra botella, reduciendo y embelleciendo lo que no sirve, aprovechando todo, tirando lo que no es necesario.

Manías por el orden cuando no soy feliz. No dejar cabos sueltos, acabar todo. Un mínimo de papeles, archivados. Siempre ordeno mecánicamente mi lugar de trabajo, mi mesa, con exquisita precisión. Cada vez que salgo he de volver para comprobar que las cajas de seguridad están cerradas con llave, para que Hugh no vea los diarios y las cartas. Una vez, durante una noche con Henry, creí haberme dejado la llave en casa. Volví pálida, con el corazón encogido, helada, imaginando el dolor de Hugh. Cuando encontré la llave en mi bolso, ¡qué alivio!

3 de enero de 1936

Gran felicidad con Henry desde que renuncié a luchar por las ideas. Dulzura. Pasión. Risas. Corrige la novela de mi Padre. Dice que se lee como una traducción.

Los planes para Nueva York me hacen fuerte, me unifican. La acción reúne mis partes dispersas. Estoy concentrada, tensa, como un caballo dispuesto para la carrera. Establezco mis propios fines. Fraenkel no dará a Henry el dinero que necesita para la Serie Siana, sólo lo haría a cambio de algo que Henry no puede hacer: convertirse en vendedor de los libros de Fraenkel, yendo de tienda en tienda. Libré a Henry de la culpa de aceptar este trabajo. Siempre se mete en líos. Cree que debe sacrificarse para ganar dinero y espera a que yo le diga que no lo haga. Dice que a veces piensa que no debería aceptar la vida ideal que le doy.

Si está a mi lado, podré trabajar gozosamente en Nueva York. Quiero dar a Henry lo que necesita. Quiero publicar mis obras. No quiero mendigar ni depender de las leyes u órdenes de nadie. Me gusta el psicoanálisis. Es lo que el mundo necesita de mí. Al parecer no necesita que yo escriba.

En el psicoanálisis sé que la proximidad a los seres humanos es ilusoria: son discípulos, no amigos. Pero tengo amigos, amantes, todo lo que quiero. Quiero volver con mil dólares. Y quiero la intensidad de la vida para ahogar la introspección mórbida y las obsesiones.

4 de enero de 1936

Hugh me compra un sombrero blanco de hombre, un pañuelo de cuello blanco y una blusa rusa blanca para el traje sastre. Tomamos el té juntos. Las últimas horas son siempre muy dulces. Siento por él un amor profundo. Recibo cartas de Nueva York. Me esperan unos diez pacientes. Cuando oigo jazz siento el temblor de la aventura, como si los análisis que voy a hacer fueran amoríos. Sueño con las maravillas que voy a hacer. Con alegría me compro unas ligas nuevas, un perfume nuevo y un nuevo par de guantes. Le pido a Kahane el dinero que me corresponde por mi inversión en Trópico de Cáncer para pagar el viaje de Henry. En mi interior me siento dispuesta para el nuevo ritmo, el ritmo de Nueva York. Cuidaré de aquellos cuyas vidas están rotas, de quienes quedaron aplastados por la máquina. Pero yo no soy víctima de esa máquina, estoy fuera, pero puedo gozar de sus poderosos y fantásticos latidos, del ruido.

Dr. Otto Rank.

Louise de Vilmorin.

El dolor de la marcha por parte de Hugh, de Eduardo, sólo lo siente la mujer, el ser humano pero, por lo demás, estoy poseída por mi ansia de actividad fructífera, por emplearme a mí misma, por la fiebre, la plenitud, el exceso.

El árbol de Navidad se está marchitando. Lantelme está salvado. Joaquín actúa en La Habana. Mi Madre escribe cartas alegres. Thorval hace planes para ir a Nueva York. Rank no está en Nueva York. Eduardo y yo nos sentimos atraídos por nuestro sufrimiento amoroso. Louise me envía una botella de champán. Roger me envía rosas. James Boyd, su novela. Katrine está «loca de contento» ante mi llegada.

Llevo conmigo seis botellas de los polvos para engordar del doctor Jacobson. Tengo que redondear todas las partes sexuales del diario. Cuando idealizaba mi experiencia como modelo, la verdad quedó sumergida. Salió violentamente una noche, mientras hablaba con Henry. Los traumas que llegué a sufrir cuando posaba y hacía de modelo fueron tan fuertes que quedaron sumergidos como pesadas piedras. Y yo lo adorné todo, sin ver ni oír, como en la novela, e incluso hoy lo sigo haciendo cuando menciono aquella época. Henry forzó la aparición de la verdad porque tiene una buena nariz para eso, para desnudar la realidad.

La vida aquí es demasiado casera. El bonito apartamento, las bonitas cenas, los amigos color pastel, todo suave. Limitaciones económicas. Limitaciones para publicar. ¡Abrid las ventanas! Tengamos magnificencia, esplendor, trabajo duro, milagros, café con tostadas, sonrisas, milagros, café con tostadas, sonrisas, salud, jazz, esquizofrenia, ascensores suaves, hombres con cuerpos deseables, mentes sin obstáculos que no echan a perder la felicidad, primitivismo.

5 de enero de 1936

Sueño con una comida pantagruélica por la cual una mujer viene a pedirme dinero. Digo que pagaré aunque sé que no tengo el dinero. Me dan una sombrilla gigantesca que apenas puedo llevar. Intento deshacerme de ella y se la doy a tres atractivos curas. Fantasías al leer los periódicos. Donde los ríos se desbordan los cementerios se inundan. No se puede enterrar a los muertos. Pero los ya enterrados, ¿cambiarán de sitio? ¿Podrá el ataúd del marido engañado flotar hasta su casa? El dinero se enmohece en el agua. El cuerpo yace en la cama. La pareja se ahoga y permanece en la misma cama.

La inminente separación exalta el amor entre Hugh y yo. Me dice que su vida depende de mí. Lo hago feliz sexualmente y con gran ternura.

12 de enero de 1936

Júbilo creciente. Fraenkel me presta espontáneamente cien dólares y me escribe una hermosa carta. Todos mis amores exaltados, realzados. Amor de Eduardo, de Hugh. Inmenso odio a Francia. Sus zonas cubiertas por las aguas, inundadas. Desearía ponerme enferma del todo.

Aumenta la fiebre. Y también la debilidad; me pregunto por qué he de buscarme luchas y dificultades. Deseo de sensualidad para escapar del absolutismo de la mujer. Mujer sensual sólo cuando ama. Me pone furiosa. En esto desearía ser como un hombre. En el cine, una voz parecida a la de Erskine aún me estremece. La siento en mi estómago, en mis entrañas, me baja hasta los pies. Diablos, voy a tenerlo antes de morirme. Voy a oír placenteramente el sonido de sus gemidos.

América, que no es sensual, es sensual para mí porque allí hay hombres con quienes acostarse. Harlem, jazz y cabaret. Potencia de vitalidad física, de belleza. Supongo que estoy hablando de sensualidad estética. Henry se contenta con más facilidad.

Eduardo y Chiquito juegan a las cartas. Hugh lee a Rank. Desde que decidí ir a Nueva York siempre lee a Rank y me lo lee en voz alta con admiración y entusiasmo. Analiza a Eduardo. Participa y actúa en mi papel de psicoanalista. Pienso que Henry y Hugh son mujeres a quienes yo he fecundado mentalmente, y Henry me ha fecundado sensualmente y Hugh cuida de mí. Hoy, simbólicamente, dio algunas onzas de su sangre para ayudarme a combatir un ataque de eccema, como el de mi Padre.

Me cuesta separarme de Hugh, aunque sólo sea por un momento. Siento miedo de perderlo. Simbólicamente, me invento pretextos para ir a la Avenue des Champs-Elysées, lo cual significa Hugh. Por ejemplo, cuando estoy en Villa Seurat digo que tengo que ir al peluquero. Una vez allí, me siento aliviada. Paso por el banco. Hugh está allí. Entonces regreso con Henry. Los lunes, después del largo fin de semana, me pasa lo mismo, pero esta vez con Henry. Es un sentimiento de inseguridad. Me impaciento por llegar allí, casi temiendo un cambio, un susto de alguna clase. La paz no existe en la tierra. Incluso siento ansiedad cuando Eduardo y Chiquito se alejan de mí.

La vez en que dejé a Henry a las once, enfadada, y vine a casa cuando Hugh no me esperaba. «He vuelto», dije, «sólo para estar contigo», para que Hugh lo interpretara como una muestra de mi amor. Imito la espontaneidad del amor. No me cuesta trabajo porque amo. El amor me inspira el manifestarme a Hugh para alimentar este amor de forma que parezca un amor absoluto, una cadena de atenciones.

Henry también quiere psicoanalizar. ¡Y se lo voy a permitir!

13 de enero de 1936

Voy a buscar a Henry y, mientras estamos sentados en el autobús, me dice que nuestro problema de alojamiento está resuelto para siempre porque Fraenkel le ha alquilado una habitación en Villa Seurat y al cabo de tres años será de su propiedad y no tendrá que pagar más alquileres.

Al oír esto me puse como una loca. En voz baja, pero con la mayor violencia, le dije: «Si supiera que me voy a pasar el resto de mi vida en Francia me suicidaría hoy mismo. Henry, siempre tomas la salida más cómoda. Para poder dormir por las mañanas, pronto nos pondrías a dormir en un tugurio. Sé que te gusta Francia, pero siempre dijiste que no querías pasar toda tu vida en un mismo sitio. Sólo soy feliz porque vivimos al día y siempre espero algo distinto. Poseer algo en Francia mata todos mis sueños de vida maravillosa. Es irónico que de toda la gente que conozco tú seas el único que tenga miedo y viva como un neurótico o un burgués que se prepara para la vejez. Nunca haces planes y ahora haces planes para la muerte y me entierras cuando estoy viva. Quieres matarme». Fue como una tormenta tropical. Henry no dijo nada. Renunció a la idea. Eso fue todo. Le rogué que entendiera mi exabrupto. Es como si le hubiera dicho: «Sabes, me han dado una habitación gratis en Nueva York, por lo tanto hemos de vivir allí…».

Mi crisis en el estudio. Verdadera angustia. Verdadera desesperación. Henry termina por conmoverse. De nuevo vamos a la cama, caricias, amor. Pero esta vez algo se ha roto. Henry ha destruido mis esperanzas para el futuro. Mi lucha es inútil. Mi destino es que me entierre viva Hugh, después mi Padre y, por último, Henry. Hugh me da ahora la vida al dejarme que la busque fuera. Mi Padre sólo me dio muerte. Henry me da vida como mujer sensual y mata mi verdadera identidad.

18 de enero de 1936

A bordo del Bremen. Camarote 503 C. Al principio, no iba a traerte, diario mío. Tenía que esconderte por miedo a que te descubrieran. Empiezo a sentirme un poco cansada de esto. Pensé que así viajaría más ligera, pero luego, en el último momento, volví a darme cuenta del personnage que eres, de que abandonarte sería abandonar una parte importante de mí. Esta noche, sola en mi camarote, con Henry durmiendo en el número 565, echando de menos a Hugh, me di cuenta de mi soledad, de mi debilidad, de mi necesidad de ti. Con un arrebato de alegría, te saqué de la caja de latón donde llevo los cuadernos de mi diario: una presencia, un consuelo. No quise derrumbarme delante de Henry y decirle: «estoy sola, duerme aquí». Tengo que ocultarle mi sentimentalismo porque él no lo tiene. Pero a ti no tengo que ocultarte nada. Contigo sobre mis rodillas me siento más fuerte. No estoy hecha para el mundo, para lo que quiero dar o para luchar con el mundo. Mis deseos son inmensos e inmensa es también mi debilidad.

Te presento al detective. Escucha su informe: Seguí a Anaïs hasta su apartamento de la Avenue de la Bourdonnais y vi que llevaba dos maletas llenas de libros procedentes de Villa Seurat. Al examinar estas maletas vi en ellas unas etiquetas del viaje que Henry Miller hizo en junio en el Veendam. Estas maletas quedaron en la entrada. El señor Guiler vino para el almuerzo, comentó la presencia de las maletas, pero no las examinó. Anaïs Nin también fue ayer por la tarde al Chase Bank y cobró un talón de dos mil francos firmado por Jack Kahane. Con este dinero se fue con el señor Miller a las Líneas Marítimas Alemanas y compró un pasaje, camarote 565. Oí que pedía el camarote más próximo al 503. Al señor Kahane le dijo que era dinero para su propio viaje, para sus necesidades prácticas. No le dijo que era para el señor Miller. Este dinero le corresponde por su inversión en el libro del señor Miller. Cualquier día el señor Kahane puede encontrarse con el señor Guiler y descubrir la historia del talón de dos mil francos.

No se preocupe, señor detective, ya tengo preparada una explicación por si eso ocurre. Le diré al señor Guiler que ese dinero le correspondía al señor Miller por sus derechos de autor, y si me lo dieron a mí fue porque yo tenía más facilidades para cobrarlo en el banco.

Bailando siempre a punto de que me descubran, di una fiesta y reuní a todos mis amigos: Supervielle, Charpentier, Maggy, Colette, Roger, Genevieve Klein, Kahane, Zadkine, Anne Green, Jacques, el hermano de Roger, el esposo de Colette, Barclay Hudson y esposa, Madame Charpentier, Madame Lantelme, etc. La fiesta fue sorprendentemente hermosa.

El detective pensó que yo era muy atrevida.

Escribí a Henry una nota de rendición: «No siento ningún placer en ir a Nueva York. No puedo querer algo que tú no quieras».

Una lucha demasiado grande contra mi feminidad; internamente cansada de luchar.

Continuaré anotando las aventuras del detective: Anaïs Nin recibida en Cherburgo por Henry Miller, que gritaba «¡Anis!» por la ventanilla del tren. Predominaba su alegría. No quería ir a Nueva York, pero le gusta la buena comida y el lujo que nunca ha tenido a bordo del barco.

Jueves. Es un viaje triste. Henry se pone esquizofrénico cuando viaja. Tenía la misma sensación de frustración y vaciedad que me produjo en Chamonix. Sólo que esta vez he entendido por qué. Él mismo me lo dijo: «Cada viaje que hago resulta dramático, trágico, una sacudida, un fracaso. No siento nada».

Estaba tan disperso, tan vago, tan irreal, que tuve la sensación de viajar sola. Un Henry fantasmal, sin emociones, indiferente, nada humano. Traté de estar cerca de él y no pude, ningún calor, ninguna conciencia. Todo se hizo irreal y cada noche me sentía sola y pensé que era porque él se sentía desgraciado. Una mañana, al alba, fui a su camarote y me deslicé dentro de su cama. Me besó, pero no parecía él. Anoche me tomó pero eso también fue irreal. Es otro Henry. Esta mañana hemos hablado acerca del asunto. Se refirió al trauma que han sido para él los viajes. Cuando vino a mi camarote lo besé tiernamente y le dije: «A partir de ahora seré tu amortiguador de traumas. Soy una buena amortiguadora porque estoy gordita».

Pero estoy contenta de desembarcar. Esto es el símbolo de lo que hace que mi vida con Henry sea tan dolorosa, porque en cuanto se mueve se desintegra; su entereza es sólo transitoria. Se vuelve débil, disperso, sin identidad o emociones. Y este es el hombre que quiero tener cerca, esta arena, agua, cera, algodón o nube que se llama Henry. Parece pálido, borrado, perdido, sin vitalidad; ojos pálidos, irreal, sin convicción, flotante, sin ego ni voluntad para reafirmarse. Para mí es peor que si estuviera sola. Mi otro viaje, a solas, fue más cómodo. Y este, cuando pensaba que iba a ser tan feliz por estar al lado de Henry, prefiero olvidarlo.

Nueva York. Barbizon Plaza. Antes de desembarcar ya sabía que no era Nueva York lo que había anhelado, sino mi perdida camaradería con Rank y el clímax apasionado de Henry, que le viene cuando se siente atormentado. Desembarqué con ojos realistas, ojos abiertos a una Nueva York desnuda, en soledad espiritual y mental.

Henry sigue en una especie de estado catatónico, con terribles dolores de cabeza, etc. Me siento apenada por él y le ofrezco que regresemos. Trato de entender su neurosis, de ayudarlo, pero mi propia neurosis me lo pone difícil. Mi propia enfermedad, que son dudas de amor, interpreta el ataque de esquizofrenia como indiferencia. Lo que podría entender como psicoanalista me hace sufrir como mujer. «Siento la distancia como una herida». Me despierto llorando. Nueva York parece fría —es, literalmente, dolorosamente fría, violenta—. Me siento débil, indefensa, sola. Cuando necesito fuerza me doy cuenta de que Henry es una carga, mi hijo.

El concierto de Joaquín fue como una sacudida, un esfuerzo, una zambullida en el mundo. Reaparecieron todos los fantasmas del pasado y la gente de Richmond Hill. Joaquín no tuvo su mejor noche.

Me siento desigual para encarar el mundo.

27 de enero de 1936

Personas. Personas que vienen en busca de fuerza y sabiduría. Y yo las miro con tristeza y me siento secretamente débil y temblorosa. Una paciente está bien y dice: «Necesito un amigo». Otra está bien y dice: «Necesito un amigo». Llegó un momento, cuando estaba sentada en la habitación de Henry, escuchando lo que decía su amigo Emil Conason, que pensé, «cuando se vayan telefonearé a Rank. No iré a cenar con ellos». Y no fui. Me quedé tendida en la cama.

Placer por la admiración que me expresa el agente literario Barthold Fles*. Por mi sensación de poder sobre el destino de las personas. Pero la voz humana que llevo dentro se lamenta, como le pasaba a Rank, por permitirme ser débil. Soy tan tímida que siento una sacudida cuando suena el teléfono.

Neurosis.

La vacuidad de un mundo lleno de poder. Amor insuficiente, necesito más amor. Me siento a cenar sola, pensando en cómo he actuado con una paciente y con Conason. Me río de mí misma. Me río de mis trucos mágicos, que no parecen trucos cuando los hago. Después ahogo la risa. Sólo con un poco más de frialdad, con un poco menos de sentimiento, podría ser diabólica en mi forma de actuar con las almas. No creo que la adoración amorosa de una paciente sea real. Por eso juego al escondite. Cuando estoy convencida de que ya no necesita psicoanalizarse, acepto su invitación y bajo a tomarme un cóctel. Pero mientras me empolvo, pienso: Si me tomo un cóctel me marearé. Y he de buscar una salida. Y hago ver que todavía no estoy segura. Et le manège recommence.

Con Fles me disfrazo de extranjera. Visita de Joaquín, almuerzos con Madre. Todo empieza a parecerme irreal, remoto.

31 de enero de 1936

Una noche, acostada con Henry, examinamos con detenimiento su estado de ánimo. Comprendí su parálisis, su distanciamiento. El pasado es demasiado doloroso. Él intenta esquivarlo. Le ofrecí que regresáramos. Comprendí que estuviera sufriendo. Le dije que lo único que me importaba era su felicidad. Luego habló de su propia sabiduría de la vida. «Pero quizá esto me haga bien». Siempre acepta. Yo siempre lucho. A la mañana siguiente empieza a trabajar en Trópico de Capricornio. Para «alquimizar» el pasado. El dolor se convirtió en creación y, al mismo tiempo, recuperó su pasión. Había estado sin desearme.

La noche siguiente salimos con Fles. Bebimos whisky. Nos sentamos en la barra. Henry se volvió imbécil. «Como una sopa», dije yo. El whisky no me emborrachó. Hizo que me sintiera desesperada, débil. Toda la desesperación del viaje salió a flote: la ansiedad, la soledad, el humor miserable de Henry, mi miedo por el viejo Henry, mil imágenes y temores oscuros y retorcidos me empujaron a dejarlos. De vuelta al hotel me drogué, esperando la inconsciencia. Pero, en lugar de eso, aumentó la ansiedad, como si me fallara el corazón, y me eché en la cama y lloré histéricamente. Dios, Dios, devuélveme a Henry, devuélvemelo. Me levanté. Oí el sonido de su puerta al abrirse. Había imaginado que iba a estar toda la noche fuera. Había imaginado que iba a tratarme como trató a June. Vi a un Henry cruel. Perdí mis fuerzas. En lugar de corazón parecía como si tuviera un vacío en mi cuerpo, falto del núcleo vital, con la vida desmoronándose, la fe desmoronándose, la fuerza perdida. Sollocé y recé. Llamé a Hugh. Quise telefonear a Rank, ¡al padre!, pero no encontré su número de teléfono.

Dos horas de pesadilla. Vino Henry. No estaba borracho. Yo, echada en la cama, sollozo histéricamente. Henry se inclina sobre mí, muy preocupado: «Anis, Anis, verte llorar me rompe el corazón. ¿Qué he hecho? No quería hacerte ningún daño. Anis, no llores, por favor». Dejo salir todos mis miedos. «Yo no te haría eso. Has de tener fe. Ese era el Henry de hace quince años…». Fue sabio, fue tierno. Comprendió. Me estaba torturando por nada, mi miedo a la borrachera, a un Henry diferente. Se dio cuenta de que me sentía culpable de haberlo llevado a su pasado. Pero ahora escribe. Acepta la vida como es. Dice que no debo intentar protegerlo.

Llorando, le dije: «No podía soportar la manera en que te hablaba Fles. Te vi otra vez herido, herido por América. Te vi otra vez locamente herido, vi que bebías porque estabas herido».

Henry dijo una vez que uno tiene que aceptar. Aceptar. Ahora escribe mientras yo veo a mis pacientes en la habitación vecina a la suya.

Después de la tormenta vino la calma. Había sentido su amor, su suave afecto. Y él sintió mi amor. Lo que grité, echada en la cama, fue: «¡Henry, no me hagas eso, no me hagas eso a mí, que te amo tanto!».

¿Hacer qué? Beber y, a partir de la bebida, la crueldad y la sensualidad. Expresé mi miedo a sus instintos.

Decidimos quedarnos, llevar a cabo las tareas que nos habían traído. Henry tiene que ver a gente. Cree que puede ser bueno para Trópico de Capricornio. Recuperé mi fortaleza. Cuánto miedo al dolor. Henry estaba sorprendido de que yo pudiera sufrir cuando nada había sucedido.

El descenso a la oscuridad. Lo necesitaba cuando quería morir, con Henry y June, pero ahora me angustia, me aterroriza. Quiero vivir sin dolor, por favor, oh Dios, Dios.

1 de febrero de 1936

La bebida es aquí mi gran enemigo. Bel Geddes tenía que beber y hacerme beber. Miriam tenía que emborracharse e intentaba emborracharme. No me place emborracharme. Pero tampoco quiero matar el placer de los demás. Y es algo que debe compartirse. Al final Henry expresó su comprensión del hecho de que yo vivo en un mundo elíseo donde la bebida no es necesaria. Donde la verdadera amistad ocupa el lugar de la bebida. Aquí no hay amistades, relaciones, se las teme, ¡por eso se bebe! Y me pierdo. Me mata físicamente. No pude evitarlo anoche, después del champán con Bel Geddes. Mi gozo auténtico se hunde acto seguido en resacas y frustraciones. Ninguna sensación de enriquecimiento, plenitud o alegría. Sólo desparramamiento embrutecido. Para no estar sola, para sentirme cerca de los demás, bebo. Pero no soy feliz. No soy de este mundo. Quiero a la gente, pero, para estar cerca de ellos, ¿he de volverme como ellos, beber con ellos?

Bel Geddes quedó decepcionado al saber que no estoy sola aquí y quiso llevarme a Harlem. Le hablé de Henry. No quiero hacer más comedias. Me siento crecer tan profunda y seriamente que resulta terrible.

La salvación gracias al amor: los sufrimientos de la violinista son ahora más importantes que yo. Siento que mi poder vuelve a aumentar, a florecer.

Cómo asusta a los americanos la intimidad. ¿Por qué? ¡Por su vaciedad! Barriles de vino, botellas de whisky. Miriam, esplendorosa durante el psicoanálisis, una vez fuera, sólo me mira a la cara cuando está borracha.

Cena el domingo en casa de la señora Thoma. Ambiente estético. Comida exquisita. Conversación inteligente. La señora Thoma tiene cara de porcelana. Pero su boca tiembla de un modo raro, como si le castañetearan los dientes. Siento una inmensa lástima. Ha sufrido una crisis. Vamos todos al partido de hockey. Madison Square Garden. Violencia. Velocidad. Poder físico. Luces potentes. Olores fuertes. Música fuerte. Voces que gritan roncamente. Narices rotas. Intensidad. Mesa redonda en el bar para los socios. Una docena de whiskies con soda. John Huston me habla sin apartar su cara de la mía, rozándome las rodillas con las suyas. Bel Geddes, que me toma por la persona más excitante, se pone celoso. Aún no ha digerido que hay un señor Miller en mi vida. A partir de ese momento, la conversación se hace difícil, vidriosa, mordaz. Todavía más en Reubens, mientras Eddie Cantor da una fiesta para hombres y el director Max Reinhart comparte su cena con dos actrices y un escenógrafo. La señora Bel Geddes tiene una nariz de comadreja y una lengua viperina. Ojos burlones. Bel Geddes es afable y débil. John es decididamente vital, brusco y cínico, pero me gusta. Raymond Massey se interesó por mí al principio, con sus ojos tiroides y su rostro chupado por las drogas, pero John fue más sensible. No pude gozar de la velada a partir de la medianoche. Hice cuanto pude para mantenerme en ella. La sofisticación me quita los ánimos. Al cabo de un rato quise escaparme. Los achuchones esporádicos de Bel Geddes me incomodaban. Aumentó mi temor de convertirme en objeto de burla, de hacer el ridículo. Me pareció que ridiculizaban y se burlaban de todas las cosas, de todo el mundo. Me sentía extraña.

Me fui a la cama a las dos y media y soñé: Mi mano izquierda había sido reemplazada por una nueva. La miraba y decía: «Qué raro es tener una mano que no es tuya. Me pregunto dónde habrá estado antes». Una piscina. Gente burlona. Mi Padre en un bungaló. Preparan una gran cena. No quiero enfadar al cocinero pero hay algo que quiero obtener de mi Padre por medios retorcidos. Me escondo bajo su ventana. Me descubre.

John Huston dijo: «John Erskine intentaba ser chistoso».

En Greenwich almorcé codornices con arroz silvestre.

Visité a la señora B. Stepped en su casa con la grave sensación de lo sagrado de la curación. Me pregunto si voy a convertirme en santa. Miedo a mi espiritualidad. Veo el maldito mundo de cemento muy vivamente, pero me siento alejada de él. Huelo las flores, como arroz silvestre, busco el calor, odio el frío, subo a los trenes, gozo del café caliente, pero estoy muy lejos. Ahora Nueva York, sin Rank, no es nada para mí. Llevo conmigo su libro.

En mitad de la cena en casa de los Thoma me acordé de pronto de Henry y me dije: ¿Es posible que lo haya pasado bien sin él durante dos horas? Raramente consigo una vida separada de Henry.

Ahora estoy sentada en su habitación. Está pintando una acuarela. Ha estado de un humor mórbido y luego más cercano. No sé si esto es esquizofrenia o santidad. Me siento más cerca de la gente que sufre que de las risas de Eddie Cantor. Mi enfermedad avanza. Me invade la melancolía. En todas partes donde puedo soñar, mi ensueño en el tren, en el autobús, mientras descanso, mientras me baño, es una lucha contra la melancolía.

La tarde empieza muy bien. Me presentan como la mujer que ha escrito un libro sobre Lawrence y como la amiga de Rebecca West. Todo el mundo se sorprende siempre de que un escritor deba parecerse a este o a aquel. La gente se siente atraída por mí.

Pero, lentamente, aunque entro con vivacidad y dispuesta a entregarme, disminuyen mi placer y mi júbilo lentamente. ¿Por qué? Una frase descuidada, una falta de atención, una ironía —aunque no me esté dirigida— empieza a helar mi sangre. Mi voz se arrastra. Hablo con menos convicción. Regreso a las frases «formales» y convencionales. ¿Qué es peor? Pierdo mi confianza. Temo marcharme porque imagino sus burlas después de haberme ido. Este malestar crece. Todo cuanto quería decir se hiela dentro de mí. Mi garganta empieza a contraerse y no puedo comer ni beber. Quiero irme. Siento la necesidad imperativa de irme. Doy malas excusas. Cada minuto que pasa se convierte en una tortura. Sonrío casi suplicando, como si pidiera que me dejaran sola. Vuelvo enfadada a casa. Sé que he estropeado la tarde. Lo he hecho a menudo. También con Henry.

Entretanto, a Bel Geddes le gustaría acostarse conmigo. Y John Huston muestra su interés enardecido. Son solamente los celos los que hacen más larga la nariz de la señora Bel Geddes y su lengua más venenosa.

Lentamente me llega la plenitud que vine a buscar aquí. Vienen los pacientes. La violinista, con su dulzura, su confianza y su infantilismo. El señor M., cuya obsesión por el liderazgo convierte cada sesión en un duelo, pero en la primera ocasión eché abajo su falsa construcción y tuvo que decir: «Esto es maravilloso. Nunca antes había sentido nada parecido». La señora B. abandona su lecho de enferma y se prepara para venir a verme. Katrine se echa en el sofá en cuanto llego a su casa, como si el psicoanálisis fuera un placer.

En medio de una tormenta de nieve, voy a ver a Waldo Frank*, cuyos ojos son tan intensamente brillantes y clarividentes, que es amable y humano, maduro, y que habla como un verdadero artista. Me recibe con tal aspecto de estar maravillado que hablo con toda libertad. Puedo bailar para él. Hay un núcleo que tocar, ojos que ven y riqueza. Por eso puedo hablar con mi propia voz y él me lee un fragmento de España virgen, el que describe a la mujer catalana, porque dice que encaja conmigo. Bebemos oporto. Su habitación es sencilla, ordenada. Hay algo de inquisitivo en su mirada. Por eso detecta que no sé nada de la muerte ni de las cosas acabadas, que nada se termina, que mi descontento es una inquietud creadora y no una queja, una curiosidad, una espera de nuevos milagros. Me da la sensación de juventud, de totalidad, de dulzura. Me parece fuera de sí mismo, como si yo fuera la repentina materialización de una fantasía y me admitiera dentro de la reclusión que busca y en la cual vive con el libro que está escribiendo. No interrumpo su creación. Bailo sin ruido con pies silenciosos y mi voz no distrae su escritura. Nos encontramos serenamente. Euforia en azul real. También en blanco.

De nuevo bajo la nieve no siento mi cuerpo. Estoy en un sueño. Por eso me alegro cuando me encuentro con Bill Hoffman, que me espera con su aire de haber estado cazando codornices en Georgia, o de haber cabalgado en un caballo cuya fotografía aparecerá en los periódicos del domingo. Camino con él alegremente sobre la nieve derretida hasta el bar del Plaza mientras me dice: «¿Crees que dormiremos juntos alguna vez?».

Me ha perdonado por la vez en que se lo prometí, antes de que se fuera al sur, y luego lo rechazara después de imaginar la escena durante tres meses. Su ordinariez y la barra del Plaza hacen que el mundo parezca tener cuatro patas. William tiene una erección mientras bailamos, y cuando vuelvo a la mesa juego a mirar a través de la botella de agua y digo: «Veo en el futuro una aventura amorosa de cinq à sept». Pero no por la misma razón que dije que sí hace un año.

El año pasado me cansé de rechazar, eludir, mentir y decir que no. Tenía tantas ganas de ser une femme ordinaire. Esta vez tengo miedo de ser una santa. Mi cuerpo se me está escapando. Henry me toma febril y rápidamente, acuciado por los celos, cuando estoy a punto de ver a otro hombre. Me folló del todo antes de que viera a Waldo Frank. Es como si quisiera que me encontrara con los demás hombres con el útero lleno de su esperma. He llevado su esperma a Hugh, a Rank, a Allendy, a Eduardo, a Turner, y a muchos sitios. Pero la profundidad de mi respuesta, la satisfacción de nuestro deseo, un deseo salvaje, me deja un temblor en todo el cuerpo, como un cable que siempre vibrara. Tomo mi realidad del pene de Henry y voy a Waldo Frank y a Bill Hoffman con el miedo de convertirme en santa, o de caer en los rincones más blancos del sueño, alas de monja como velas de barca, nieve, y los pájaros de porcelana pintados de los árboles de Navidad. Del pene de Henry fluye el esperma con el que bailo y mi cuerpo siente el deseo de Bill y ha cesado de escaparse, y me gustaría que muchos hombres vinieran y colocaran sus penes entre mis piernas, porque estoy tan lejos del deseo, tan lejos de esta carne que he perfumado con almizcle y pachulí, esta carne que camina sobre la nieve húmeda con sandalias a causa de mi poderoso sentido de lo maravilloso, de lo milagroso.

No puedo creer que mis pies vayan a enfriarse, que me duela la garganta, porque ¿no ha sido la magia lo que ha hecho que el señor M. se diera cuenta hoy de su alma y que la violinista se diera cuenta de su sueño? Y mi amor por Henry se derrama en el deseo de ser mujer absolutamente, para seguir a su lado, para estar en su mundo, porque es su mundo y Henry está en él. Veo la nieve sucia como montones de vendas manchadas en una ciudad tullida. Veo el rictus de la boca de la violinista, tan parecida a la de mi Padre. Es raro, pero amo tanto al mundo, me conmueve tanto, que no rezumo odio. Lo veo muy claramente, con ojos que miran el cuerpo y la apariencia, pero, aun así, he de estar agradecida a Bill Hoffman por desearme, su mano sobre mí, por todo lo que es como la vida, vulgar, sencillo, el whisky, la cuenta, el camarero, el perro atado en el vestiaire, por sus palabras: «Me gusta tu alegría, tu humor y que seas una purasangre».

Oh, soy una purasangre. No ha dicho que sea una santa. Nadie lo dice. La sacralidad con la cual curo, la emoción que siento ante el milagro del hombre que nace una y otra vez, hace que tema despertarme en blanco, transparente, alejada para siempre de la sensualidad y de la tierra.

15 de febrero de 1936

Henry salió una noche, dándome la sensación, como ocurre a menudo, de que pertenece a la muchedumbre, a la calle, a la vida exterior; nunca al silencio, a sí mismo, a mí.

Vino Waldo Frank. Por su mirada supe que quería estar muy cerca de mí. Me vestí y me perfumé para la intimidad. Pero ni siquiera hoy lo veo conscientemente. La noche en que vino sabía que diría: «Déjame estar muy cerca de ti». Fueron sus primeras palabras. Sentí que nos encontrábamos en un extraño silencio, de un modo misterioso, no formulado. Pareció muy natural, muy sencillo, muy parecido a la música, dejar que me besara, que me desnudara. Un sueño. Ninguna sensualidad. Ningún deseo. Ninguna pasión. Encuentro de las miradas, un encuentro ciego por debajo de la consciencia. La catalana. Dulzura, delicadeza, musicalidad. Ninguna disonancia. Ninguna tensión. «Soy la niña que no tiene miedo». Ojos claros, de brillo intenso. No hay realidad ni sensualidad, aunque estemos acostados juntos. Pensé: Henry, ¿por qué me dejas siempre tan sola? No respondí sensualmente pero no me esforcé en actuar, en fingir. Estaba entregada y tranquila como una planta. Entregada y tranquila, como si hubiera soñado que estaba con hombres. Impávida y pacífica. Sin miedo a entregarme, a mostrar mi desnudez. Henry, ¿por qué me dejas tan sola en mi alma, en mi alma, que tengo que dejar que otros vengan cerca de mi alma, a causa de la soledad? Eres el hombre de la multitud, de las calles. Aquí yazco con un extraño, para sentirme plenamente mujer. Waldo Frank fue delicado y natural. Un poeta marcado por la realidad, como son los poetas en América, teñidos por la rutina de la vida de aquí. Nada loco, tampoco lo suficientemente grande para abandonar y trascender América, su tierra, la vulgaridad de América. Pero un poeta delicado y sensible, lleno de Dios y de sencillez. «Dios te ha enviado, catalana, para que pueda terminar mi libro». Lo que me llena de soledad, Henry, es la gente barata y vulgar con la que vas. Yazco desnuda junto a Waldo Frank y estas son las caricias que sentí cuando leí su libro, Rahab, hace once años, que me dio Hélène Boussinescque.

Nos encontramos en silencio, con dulzura y naturalidad. Luego me sentí feliz, incólume, como una virgen, a pesar de saber que me habían tocado y calentado, de haber sido tocada y calentada. Sabe que amo a Henry. Ayer me lo reprochaba, «No te llenas conmigo», como se lo diría una mujer a un hombre. No quiere nada más, no salir. Quiere encerrarse con su libro y conmigo. Quiere el sueño y el aislamiento, busca esa tierna sensación de estar dentro de una concha, donde el alma encuentra su fuerza. Henry está en la calle. Henry está en el cine. Henry está con gente ruidosa y vacía. Los ojos de Henry miran afuera, siempre afuera, nunca hacia dentro. Un encuentro, como una plegaria en la oscuridad, mundo caótico, con Waldo Frank. Roce silencioso de manos como las palabras de Lawrence: «Ciega, ciegamente, tocamos nuestros cuerpos y vimos la paz».

Tormenta de nieve. Calles como una mer de glace. La señora B. llora. Antonia Brico inunda mi pequeña habitación con el aliento de un animal, sentada con las piernas separadas. La señora E. estira los delgados labios de las mujeres anglosajonas en la amargura de una vida carente de pasión. Dorrey llora mientras explica cómo descubrieron sus poesías en el colegio y las leyeron en voz alta y entre mofas a toda la clase. Helen, que dice: «Me has dado más de lo que un ser humano puede dar a otro».

Salvo a la artista maltratada en América. Salvo al niño brutalizado, al individuo sumergido aquí en la masa. Compro una onza de almizcle y otra de pachulí para hacer mi perfume. Me atormento y me torturo con mi enfermedad.

Una noche Henry salió y se fue al cabaret.

Llegué a casa a medianoche, demasiado cansada para dormirme. Llamé a su puerta. Ninguna respuesta. Intenté dormir. Aparecieron las imágenes ante mí. Henry y sus amigos —basura humana— bebiendo. Henry y las putas. Toda la noche. Ardiendo de fiebre. Desesperada. Me arrodillo para rezar. Mi sensación de soledad es inmensa, profunda. Yo, burlándome de mí misma, trabajando mientras Henry se divierte. Yo, cansada de fingir, como cuando era una niña y veía jugar a mis hermanos en el jardín. Yo tenía que hacer las labores domésticas. Y después de hacerlas no tenía ganas de jugar ni de reír. Igual que hoy. Todo el día gente que viene, gente que me utiliza, que me trata como a un símbolo, como a un oráculo, gente que pide fuerza y sabiduría. Y soy débil porque sólo soy fuerte a dúo, en pareja, y Henry no tiene el sentimiento de que es parte de mí.

Recé. Lloré. Mi corazón latió con rapidez. Al alba bajé al vestíbulo para buscar su llave. Quería estar en su habitación. Quería matarlo y morir. El viejo del mostrador no me la quiso dar. Iba contra las reglas. A las seis volví a bajar con un cuento, el señor Miller era mi hermano. No estaba. Tenía un somnífero en su habitación. No había podido dormir en toda la noche. ¿Me dejaría coger la medicina? Envió al botones. La puerta estaba abierta. Henry estaba dormido. Había regresado temprano. Estaba dormido cuando llamé. Me puse a temblar, llorando. Me deslicé dentro de la cama. Estuvo afectuoso. Me dormí.

También ha sido la tormenta lunar. Todo porque se me van todas las fuerzas. Demasiada carga sobre mis hombros. Entrego todas mis fuerzas a quienes se me acercan. Ninguno de ellos me da fuerza. No tengo amigos. Estoy sola, enseñando, y Henry hace comedia. Intenta trabajar, pero juega a trabajar. No psicoanaliza seriamente. Es incapaz de hacerlo. Juega a eso, para sí mismo, y la gente lo nota, que es para sí mismo.

Waldo Frank vino otra vez, también para sí mismo, para su libro. No lo quería ya. No es un hombre. Fingí un poco. Se dio cuenta. No lo llamo cuando telefonea. Le duele mi indiferencia. Intenta permanecer distante. Dijo que temía haberse enamorado. Cenamos en la habitación. Desperté su irritación, pero no me afectó en nada. Se puso fuera de sí. Indiferencia.

Como psicoanalista imito a Dios. Y eso me lleva muy cerca de Dios, de su soledad. Y lo siento cerca. He sentido su presencia dos veces, en la música y en el sol de esta mañana. Pero, al ser analista, se me hace difícil ser humana. Los enfermos son minusválidos. No pueden igualarse a un hombre o a una mujer. Sólo necesitan a un doctor, a un padre, a una madre. Yo necesito ser humana. Estoy cansada de imitar a Dios. Preferiría tener amigos.

He llegado al punto de la muerte. Sobrehumanamente. Por eso estallo, físicamente, y pongo todas mis fuerzas de mujer al servicio de Henry. Los minusválidos me atraen.

Henry no se entrega. Los demás no le importan. Esto es para él un juego.

Por lo tanto, como psicoanalista es egoísta y obra para sí mismo. Juega al psicoanálisis para escribir acerca de él. La miseria no lo conmueve. Si no creyera que Henry está unido a mí, sentiría horror por su falta de amor. Veo su lado desagradable cuando juega a psicoanalista.

Quiere demostrar que mi técnica (o la de Rank) está equivocada. Le falta comprensión. Hablamos durante horas. Dice torpemente que la experiencia es mejor que el psicoanálisis. Pero cuando lo ha intentado, se ha encontrado con que el neurótico era incapaz de entender la experiencia. Sólo estamos de acuerdo en una cosa: la experiencia enseña la aceptación de lo imperfecto como vida. El psicoanálisis llevado a su extremo, tal como hacía Rank, conduce a un concepto idealista de una vida sin neurosis. Rank creía que mi vida con Henry era neurótica porque no era feliz, y no entendió que yo no podía llevar una vida sin dificultades porque hubiera sido una vida sin pasión, por ejemplo, la que llevé con Rank. Una idea casi tan errónea como la de que las perlas y los automóviles son lo mejor para la felicidad de una mujer. Rank llevó su creencia en el psicoanálisis a la expectativa de una vida humana sin dolor. Pero eso no es siempre la vida. He aceptado mi naturaleza con sus limitaciones. Por ejemplo, mi natural es dar, amar. No podría ser feliz siendo amada por Rank, recibiendo de él, por más que eso fuera bueno para mí, pues me quitaba todo el dolor. Mi vida con Henry no es feliz. Pero es cosa de mi naturaleza, lo he elegido yo. Todo es neurosis, salvo la felicidad. Así habla el hombre con sabiduría, no el hombre con experiencia. Aprendí la experiencia de Henry.

Una noche con gente de la banca, cena en el Plaza. Lujo. Música. Al entrar en el taxi, el anfitrión le dice a su esposa: «¿Cuál es el nombre del teatro? El Teatro Henry Miller. ¿Estás segura? Sí. Taxista, al Teatro Henry Miller. No sabía que hubiera un Teatro Henry Miller».

Pensé que yo estaba muy apartada de la vida de Henry. En otros niveles. Como si estuviera en un ascensor subiendo y bajando cientos de pisos. Arriba del todo el jardín de nubes de Dios, sin más pisos encima. Un planetario. El sol. Y rayas de sombras en las paredes de una habitación. Un cenador. ¿Por qué? Tendida en la cama, igual que estuve tendida en el hospital, la presencia de Dios en la luz y luego en la oscuridad. Un cenador. ¿Por qué? Algo para acostarse, para echarse. Fe.

Luces rojas. «¡Abajo, abajo!», anuncia el operador del teléfono. Un hombre que cojea; un hombre cuya mano está paralizada, que no puede tocar el violín; un hombre enamorado de su madre; un hombre que no puede escribir su libro; una mujer abandonada; una mujer paralizada por la culpa; una mujer avergonzada por su amor de mujer; una niña que tiembla de miedo. Liberar a los esclavos de los íncubos, de los fantasmas y de la angustia. Escuchar sus llantos: me siento suave e iridiscente. ¿No es una debilidad escuchar las quejas del niño que llevamos dentro? No dejará de lamentarse hasta que se le consuele, hasta que se le conteste. El niño exige comprensión; luego permanecerá tranquilo dentro de nosotros, como nuestros miedos. Morirá en paz y nos dejará lo que el niño deja al hombre que ha de sobrevivir: el sentido del milagro. El teléfono anuncia: «Un cable para usted. ¿Se lo subo?». Sí. «Feliz cumpleaños, Hugh». «Feliz cumpleaños, Mamá, Joaquín».

Luces rojas. ¡Abajo! Virginia me espera para llevarme a almorzar. Oh, no te has puesto las botas. Tengo que seguir posando para el mundo. Virginia ha venido para ver mis botas, mi barniz de uñas. Virginia quiere tener botas como las mías. Hablamos de perfumes. Ella parece una joya bizantina. Toda en oro, verde, rojo, reluciente, con unos senos que me gustaría besar.

Luces blancas. ¡Arriba! Henry, en su habitación, escribe a Fraenkel, las mismas palabras acerca de jugar a ser Dios, preferible a ser humano. Escribe mucho sobre el psicoanálisis. Pinta acuarelas y estudia música. Esto es para mí una bendición, me hace sumamente feliz. No sé por qué. La música. Pasa horas estudiando música. Tengo la sensación de que, gracias a la música, subimos juntos en ascensores rápidos y sin ruido hasta el planetario.

Luces rojas. ¡Abajo! En la tienda pido café y calomel. Me estoy cuarteando físicamente. No es el cambio de pisos, las repentinas subidas y bajadas, lo que me aturde, sino el dar. Partes de mi cuerpo, de mi vida, pasan a los demás. Siento lo que sienten. Me identifico. La angustia de ellos atenaza mi garganta. Mi lengua se hace pesada. Me pregunto si podré continuar sin ninguna objetividad. Me introduzco en ellos para iluminar, para revelar. Pero no puedo permanecer dividida. Miro por la ventana. La gente patina en el parque. Toca la banda. Es domingo. Podría estar paseando con Hugh por los Champs Militaires, a orillas del Sena. Entonces no supe darme cuenta de mi felicidad. Anhelo la fiebre. Los niños ríen y sus risas suben hasta el piso veinticinco, hasta la ventana donde estoy.

Luces rojas. Abajo. Durante todo el trayecto de bajada pienso en el problema de la simetría espiritual. Desquite. Venganza. Necesidad de equilibrio. En el buzón hay cartas de Hugh, de Eduardo, de Chiquito, de Lantelme, de Hans Sachs, y una nota de Waldo Frank: «¿Por qué no me telefoneas?». Un manuscrito rechazado. Una invitación para un cóctel. La factura de la semana. Un libro.

Thurema* me lleva a cenar, la mujer que Joaquín amaba, el monje. Joaquín, el hijo, la repudió a causa de su madre. Me atrae. Estoy vacía de cansancio, pero aún tengo que luchar. Vino con prejuicios desfavorables sobre mi obra. Tuve que convencerla.

Luces blancas. ¡Arriba! Cuando Henry abre la puerta me siento en el umbral, riendo de cansancio, y cuando me echo en la cama pasa su mano entre mis piernas y me toma con rápido apasionamiento desde atrás. Mientras, hablo por teléfono con Bel Geddes y me niego por oncena vez a ir con él a Harlem, porque no me gusta discutir sobre los horarios de cama.

En el sótano están mi baúl y mis maletas vacías, a la espera de la partida. Cuando el ascensor llega al fondo, hay histeria y oscuridad. En la planta principal está la luminosa Anaïs que cabalga sobre oleadas de almizcle y pachulí para recibir los saludos de caballeros de Norwalk, doctores de Brooklyn, artistas y modelos del Bronx, agentes literarios con acento ruso, celebridades, oscuridades, gente pobre, gente tímida, banqueros, presidentes de banco, trabajadores sociales, comunistas, revolucionarios, la flor de la aristocracia sureña, esnobs, líderes sociales, músicos, viajeros. Los hombres de voz poderosa me siguen estremeciendo sensualmente, pero casi todos los americanos tienen voz de mujer y las mujeres tienen voces masculinas. Treinta y seis pisos, con camareras que limpian, hombres que barren las alfombras, cartas que caen por la ranura. Treinta y seis pisos para mis actividades, treinta y seis celdas. Pero no puedo hacer más de cinco consultas al día. Mis fuerzas tienen un límite. El cuerpo, siempre poniendo límites.

2 de marzo de 1936

Visita de Hans Sachs. Otra vez el monstruo, el rostro inhumano, los labios aparentemente sin piel, los ojos bulbosos, la carne triste, una caricatura de Rank, un susto. Había esperado… ¿esperado? Lo había seducido y me invitaba a pasar el fin de semana en Boston, donde vive. «Espero que no estés molesta», dijo. Pero lo estaba.

Thurema, la mujer a quien Joaquín ama y a quien se niega. Una mujer a mi medida. La amo. Ella me ama. Dos tardes con ella me emocionaron. Su fortaleza, su yo activo destruido, como el mío, por la pasividad de los hombres que amamos. Pero ella y yo, burbujeantes, alegres, despiertas todas las células, respuesta, ritmo, tempo, cualidad eléctrica. Su voz ronca, cuerpo fuerte, natural abierto. Joaquín le pidió que me salvara. Pero me la he ganado para mi vida. Cree en mí.

Entre tanto mi mente trabaja con intensidad. Empleo trampas, ingenio, destreza. Manipulaciones inteligentes. La señora B. me dice: «¡Qué mente tiene usted!».

Henry, siempre tan sincero con respecto a sí mismo: «Aborrezco el trabajo» (el psicoanálisis).

—¿Incluso si es para conseguir lo que quieres? (la publicación de nuestros libros).

—Trabajar para lo que se quiere, sí, esa es la manera honrada, pero yo no creo en eso.

—Entonces, ¿cómo conseguirás lo que quieres?

—Robando o pidiéndolo prestado. Sí, como botín.

Y de esta manera acaba con su deseo de ser psicoanalista, de nuevo convertido en farsa, en una experiencia humorística. Mientras, yo continúo. Riendo, también, pero riendo de mis triunfos, de cómo me sobrepongo diariamente a las dificultades, riendo cuando venzo, oriento, salvo, descubro.

Me eché a llorar, porque pensé que, por algún milagro, Henry podría haberse convertido en Rank. No, me había equivocado. Luego, como Rank, no rio, su carne carece de alegría, sus manos carecen de suavidad. A pesar de todo, Dios, cómo echo en falta la voluntad, la fuerza. Las necesito. Es lo que he echado de menos en todo este tiempo, la fuerza que me da vida.

Henry está celoso. «No vayas a Harlem». Tan celoso como yo. Bel Geddes se cansó de telefonear. Luego se volvió loco y, luego, celoso. Durante la cena, en su casa, la esposa dice: «Telefonea a Henry. Dile que venga».

—No, Henry no me interesa.

Toda la noche él le llevó la contraria. Ella quería que viniera Henry, pero Bel Geddes lo que quería era estar conmigo. En Harlem, bailando, me emborraché un poco, llameaba sensualmente. Su deseo. Su deseo. Necesito tan poco de los hombres, salvo de Henry. ¿Por qué? ¿Por qué sólo he de tener hambre de Henry? Troceada, dividida, intensidad aligerada, celos; la crisis. Electrifico a Bel Geddes. Ya no puede bailar más. Se enfada porque me resisto. Pero no resisto en Harlem. Necesito tierra, este apetito que destruye perpetuamente mi deseo por otras cosas. Ningún deseo de Waldo Frank porque es un hombrecito. Ningún deseo del cuerpo, sino de lo que subyace dentro, lo que reposa en la piel, el mundo, el pensamiento, la creación, la iluminación.

Thurema está allí, palpable. Le digo: «Me has dado algo maravilloso. No sé lo que es. El sentimiento de tener una amiga. Tienes muchas cosas que darme».

—Oh, Anaïs —me contesta al otro lado del teléfono—, la noche en que te dejé no pude dormir. Me preocupaste mucho. Parecías tan cansada. Creí que era culpa mía. No sabes lo feliz que me haces. No sé si alguna vez me he sentido tan atraída por alguien como por ti ahora.

Temblor en nuestras voces. Plenitud. Poder decir todo lo que una quiere decir. Decidimos cenar en mi habitación porque estamos enfrascadas en una charla apasionante. Hablamos de Joaquín, de la vida de ella, de la mía. Perdió a Joaquín porque hizo lo que yo he hecho tan a menudo: saltar, actuar, expresar. Todos ellos, Joaquín, Eduardo, Hugh, John, retroceden espantados ante la naturaleza, la pasión, la mujer, la plenitud. Y nosotras amamos a estos hombres negativos, temerosos. Henry tiene miedo de los perros, tiene miedo de mil cosas. El cuerpo es un instrumento que sólo produce música cuando se emplea como cuerpo. En el sexo, en la sensualidad, como cuerpo. La santidad, o el éxtasis religioso, sólo se alcanzan mediante un triángulo de la vidacuerpo, la vida-mente y la vida-alma. Como una orquesta y, del mismo modo que la música traspasa las paredes, la sensualidad traspasa el cuerpo y alcanza un éxtasis que va más allá de las formas morales en el amor de toda clase y especie, entre hombres y entre mujeres. La orquesta alcanza una plenitud que llega hasta Dios, por más que el solista sólo toque para su alma.

Éxtasis. Lo siento ahora porque mi patito feo ya puede bailar. Mis tullidos cantan. Por eso me siento feliz y Henry y yo nos acostamos en medio de un frenesí y me muerde los pezones.

Se ha fundido la nieve. Hugh telegrafía: «Te echo mucho de menos. Intenta regresar el 14 de marzo».

Henry trabaja. Hago de dios con amor, con amor. Amor para todos ellos. Escribo notas para fortalecerlos. Los alivio. Mis facturas son pequeñas. Gracias, Dios, por dejarme saborear todas las cosas, por no dejar ninguna cuerda sin pulsar, por no cerrar ninguna celda ni dejar un solo nervio en silencio. En la punta de mis nervios hay un millón de ojos que contactan con los planetas. Mi humedad rebosa y cae como copos blancos de nieve sobre todas partes.

Ahora veo a mis pacientes como víctimas de la vida americana. Supervivencia-de-los-ideales-más-adecuados. No hay perdón para el débil. Moldes de masas. Pérdida de la individualidad y del respeto por uno mismo.

La cabeza de Henry cuando se inclina para atarme los cordones de los zapatos: la piel y el cabello, tan humildes, tan delicados. Hay un brillo peculiar en su cabello, una luz, como la que vi en la cabeza de Paderewski. Los materialistas dicen que se debe al reflejo de la luz en la calva.

Soñé con esta frase: «Qué raro es tener una mano que no es tuya».

Sola, en la cama. Profundamente contenta. Henry me ha tomado apasionadamente. Mis pacientes se curan. Casi soy objeto de culto. Soy deseada, amada, adorada.

No es por eso por lo que necesito a otros hombres. Es que tengo tal miedo de reducir mi vida a un absoluto (mi vida con Henry) que creo que tengo que diversificarme, debo enriquecerme, expandirme, salvarme de la locura de la crisis. No necesito a Bel Geddes como hombre, sino una noche durante la cual pueda olvidarme de Henry. Cuando lo engaño soy feliz. Me siento preparada para esta aventura y diversificación constantes. Dos veces ahora, me ha dado un susto. Cuando me ha hablado de su hija. Ha oído decir que es hermosa. Piensa en ella. Si tuviera dinero iría en busca de ella. Y sólo duda porque se siente avergonzado de su vida.

Cuando la menciona, mi corazón se hiela. Siento la sacudida, la paralización repentina. Como una puñalada. Y supone que debo ir a verla y unirlos. Se supone que he de hacer todo lo bueno. Pero he dejado de ser una mujer noble. Me parece que sería capaz de matar para defender la única felicidad que tengo en la tierra. Creo que, ahora que he convencido a todos de mi bondad, bajo este disfraz bondadoso sería capaz de cometer crímenes. Nadie lo sospecharía. Hubo un tiempo en que habría ido a buscar a la hija de Henry, la habría amado, servido y la habría entregado a Henry. Pero ahora pienso que quizá suceda entre ellos lo que sucedió entre mi Padre y yo. Y quiero morir, matar, asesinar. Ideas descabelladas pasan por mi cabeza. Fingir que voy y suplico en nombre de Henry. Y los alejaría. Luego sueño que Henry y yo vamos a buscarla y vemos que sólo tiene siete años, que es una niña. Y digo: La realidad es siempre menos terrible que lo que imaginamos. Lo que imagino es esta hija compartiendo la vida de Henry, idolatrada por él, y yo soy incapaz de soportarlo. He de tener un amor para mí sola, y Henry es el hombre que he de compartir con el mundo entero, y ahora con su hija. Todo lo que sé de la vida, de mi Padre, de mí misma, sólo me da miedo.

Anoche iba a ir al apartamento de Donald, a las once. Había cenado con Henry y fuimos al cine. Por la tarde habíamos gozado el uno del otro en la cama y habíamos descansado. Se mostró muy suave; en el cine tomó mi mano. No me sentí capaz de dejarlo para ir a hacer el amor con Donald. Me quedé porque sostenía mi mano, porque era tan tierno, porque lo sentía muy cerca.

Me sentí igualmente unida a la bondad y al pecado. Amar o matar. Destruir o dar vida. Nunca antes me había sentido ante semejante cruce de caminos, entre mis emociones primitivas y mis impulsos más nobles. Todo el mundo me supone noble. Pero sé que esta vez tuve que esforzarme para serlo. Muy adentro deseaba matar, poseer, asir. Oh, Dios, Dios. Esta mañana, cuando me desperté, desperté dulcemente: también amaré a su hija y la introduciré en nuestra vida. Trataré de amarla como amé a June.

No quise decir esto. No quiero hacer esto.

5 de marzo de 1936

Thurema, gitana de ojos azules. Cabello despeinado. Cuerpo fuerte. Hoyuelos. Tan cálida y viva. Charlamos excitadas, apasionadamente. «Quiero darte cosas, Anaïs», y me da el precioso medallón de plata que colgaba de su cuello. Porque le gusta. No se ganó a Joaquín, pero logró sacarlo de su muerte. Desde June, nunca he sentido por una mujer lo que siento ahora por ella. La tarde pasa como un sueño. Ha bailado, habla español, se educó en México. Es música. Es fogosa, directa. Cuando me deja a medianoche, mientras espera el ascensor, camino nerviosamente arriba y abajo por mi habitación. Luego corro afuera. Aún permanecía en el pasillo. Me acerco a ella y la beso. Me abraza fuertemente: «Oh, dulzura, te estrujaría entre mis brazos hasta la muerte».

6 de marzo de 1936

El ligero temblor que me queda del baile en Harlem, donde dije sí, hace que me vista con nerviosismo, con el humor con que una se viste para tales acontecimientos, para encontrarme con Bel Geddes en el bar del Ritz. En busca de placer. Beber, comer. Club Kit Kat. Cabaret. Respondo a su roce. Broadway.

Bel Geddes piensa que soy apasionante. Una charla totalmente desafinada. En nada congeniamos, salvo en las corrientes de sangre. Es generoso, amistoso, promiscuo, experimentado. «Pareces muy libre», dice. Dejo mis frases sin acabar. Vida vulgar. Placer, este, porque no hay amor. Ni amor ni dolor. No me importa lo que hace, lo que mira, a quién se arrima como se arrima a mí. Lanzado a la aventura, con la boca abierta a la luz y a las negras lascivas, al champán y a la promiscuidad. Nombres que relampaguean: «Cuando vi a Reinhart… Miriam Hopkins… Cuando cené con Eva le Gallienne en París… Cuando produje…».

A la una me lleva a su oficina, donde hay un gran salón con un diván y una chimenea. Enciende la chimenea. La primera colisión es fogosa. Soy toda cuerpo, toda carne, toda sangre, despierta por su vigor, por su sensualidad. «Tienes talento», dice él, «eres una de esas personas tranquilas con una dinamo dentro». Lo sorprendí e hice que se creciera.

Cuando salí, en mitad de la noche, a las tres, volví a preguntarme si sólo el amor, el absoluto, podía hacerme responder con un orgasmo y si podía ser libre y experimentar el apetito del cuerpo. Jugar con el sexo. Esto me parecía lo único para liberarme de Henry. Pienso en Bel Geddes con afecto, aunque no siento ninguna clase de amor por él.

Qué curioso es esto, mezclarse con un extraño. «Eres maravillosa, eres maravillosa, maravillosa». A las tres de la mañana el hotel parece raro. Estaba enfadado porque me resistí durante tanto tiempo, por el tiempo desperdiciado. Había tantos sitios a los que quería haberme llevado. Está harto de las caras de muñeca y de las bellezas aburridas de Broadway. Su fraternización con el mundo me divierte. Durante una noche he gozado de mí misma.

En cuanto me olvido de Henry gozo de mí misma. Que mi amor más profundo sea en su mayor parte dolor es la enfermedad que me aqueja. Mi imaginación salta, siempre hacia delante, para pensar en la tortura, en lo peor. Incluso anoche llegué a pensar que el día en que Henry consiga lo que quiere, que es precisamente fraternizar con Broadway y Hollywood, me veré obligada a dejarlo. Sus deseos son tan infantiles y triviales. Una noche con Bel Geddes es para mí un incidente, pero Henry podría pasar su vida con gente vacía y ser feliz.

A las diez de la mañana le digo al violinista que negarse a vivir es morir y que mientras más dé de sí mismo a la vida, más lo alimentará la vida. Le aconsejo que baile, que vaya a Harlem, donde los negros son naturales.

A las once explico el sentido de la culpa al artista.

A las doce hablo amable y tiernamente con una joven huérfana.

A la una almuerzo con la señora Hunt en Saint Regis y hablamos de los maridos, del banco, de vestidos, de Elizabeth Arden y de otra gente del banco. Después del almuerzo, aturdida por la bebida, tengo sueño.

Mis pacientes van tan bien que empiezo a disponer de tiempo libre por las tardes. Katrine escribe acerca de mí: «Posee la más extraordinaria comprensión de los problemas humanos. Parece una chiquilla, pero tiene la sabiduría de la Esfinge: fue muy sensible de niña, y su sufrimiento la dotó de tal compasión por los sufrimientos de los demás que se ha dedicado a ayudarlos. Es muy bella. Tiene unos dedos largos y elegantes con uñas de color llama. Parece una princesita oriental».

La esquizofrenia se parece a la indiferencia. Es fácil interpretarla así. Cuando dejé a Henry en París estaba de un talante esquizofrénico, pensé que se trataba de inercia, de indiferencia y traté de herirlo, de sublevarlo. El riesgo de la esquizofrenia está en buscar otra sacudida para despertar al paciente, en buscar el dolor.

Rank ha regresado del sur y no he hecho nada para él. Tengo la sensación de que por fin llevo una vida instintiva, con todos mis impulsos. Creí que iba a sentirme como un hombre después de estar con una puta. Pero es diferente. Siento un poco de náusea hacia el sexo. Anoche, en el cabaret, cuando Bel Geddes eligió los asientos del palco, pensé, mientras miraba las sillas, que todas estarían manchadas de esperma y, de pronto, lo atractivo, el erotismo de todo, me produjo un sentimiento de rechazo, por más que me riera de los chistes. Pensé: Estoy en un mundo equivocado. Este mundo no es el mío.

7 de marzo de 1936

Thurema y yo mantenemos una intimidad desconocida entre hombre y mujer, quiero decir por sus signos: seriedad y expresividad en lo que nos decimos. Cuando le conté toda mi vida, Thurema me dijo: «Necesitas una mujer en tu vida». Eduardo me había dicho lo mismo. Pero, desde June, no había amado a ninguna mujer. Amo a Rebecca, pero es demasiado enfermiza, demasiado neurótica, demasiado difícil como amiga. Imaginativamente, que no humanamente, quiero a Louise, y está demasiado lejos. Thurema es tan afectuosa que viene hasta mí y colisionamos con enorme ímpetu, no en el espacio, y los impulsos que nos unen siguen el mismo ritmo. Amo su rostro, que es agitanado, salvo en lo rubio. Su boca es grande, generosa, risueña; sus ojos son de un color azul intenso, casi oscuros; lleva vestidos como los míos (se ha comprado un vestido persa floreado como el que yo tengo), joyas como las mías; pero es más laisser-aller, descuidada, negligente, lo cual me gusta. Tiene una bella voz, no tan baja como la de June, pero rica. Hay en ella nobleza, primitivismo, emocionalidad. Pero su vida ha sido pobre, limitada. No ha tenido el necesario coraje para vivir. Y ese será mi regalo.