9 de marzo de 1936

Es como un juego de quilles. Un día, en París hice una lista en mi cuaderno: Bel Geddes, Donald Friede, Waldo Frank, el vicecónsul cubano, Buzby, aunque fuera en otro orden. Cuando vi a Donald con Kay, justo antes de irme de América el año pasado, me atrajo su cuerpo sensual —un rostro y un cuerpo para hacer el amor—. Carnoso, desintegrado, poco exigente. Y sus ojos vieron en mí una curiosidad franca. El sábado me dijo: «Tan pronto como te vi, supe que tu actitud era como la mía, tu reacción emocional. Sabes, yo soy realista. Aquí todo el mundo se engaña sobre lo que quiere. No es mi caso. Lo que yo quiero es sexo. De hecho, lo que más me gusta es la orgía que, para mí, es lo más satisfactorio».

La noche en que preferí quedarme en el cine con Henry, Donald me esperaba en la habitación de su hotel con otra mujer. Su actitud respondía a mi humor en el presente, el judío ruso sumamente guapo, alto, obeso, como un español, de piel dorada, ojos brillantes y rasgos de belleza femenina. Supe instintivamente que allí estaba la respuesta a mi dolorosa huida del amor, de la orgía. Supe que había sentido el placer de Donald, el culto, la perversidad.

Y lo mismo en la cama. Desplegué todas mis habilidades. Me encontré cómoda, relajada. Pero representé la comedia. Y él se mostró voraz. Fue extenuante. Cuando volví al hotel me dije: Mi único ejercicio en Nueva York consiste en follar. Nada de placer sensual, todo lo contrario. Y sigo pensando: ¡Pronto se acabará todo! Las risas con que me preparé para la ocasión y las precauciones que tomé de antemano revelaban claramente lo que yo esperaba que iba a suceder. Ningún placer de los sentidos, pero sí una especie de alivio al escapar del sentimiento, como si mediante la gimnasia esperara la liberación de la emoción y el dolor de amar. Como si mediante la gimnasia fuera a aprender no sólo la flexibilidad, sino también el dominio de mis sensibilidades, otra souplesse.

Aritmética: un hombre, dos hombres, tres hombres. Gimnasia: cómo caer en la cama, cómo follar, cómo vestirse. Placer en lugar de felicidad. Donald arrodillado sobre mí, con un estómago como el de Baco. Ninguna conversación. No vale la pena conversar con los hombres. Si hablas, descubres tu desacuerdo. Si hablas, la idea de estar echada en la cama con un hombre semejante se vuelve ridícula. Muy poca conversación con Bel Geddes. Casi ninguna con Donald. Cuando se viste me gusta más. Más y más a medida que se prepara para salir conmigo. Un hombre muy guapo cuando me dice adiós. No sé nada de él. Conozco su cuerpo. Al diablo con el conocimiento. Follar. Follar. Follar. Puedes ahogar tu alma, siempre quejosa. Ahogar las lágrimas. Ahogar los celos. Curiosidad y aventura. Reportaje. Movimiento. Fuera del Hotel Quinta Avenida.

En busca de Henry. Henry descansa. El día siguiente es de Henry. Follar con otros hombres me pone más cómoda con Henry, menos sentimental. Follar. Follar. Follar. Siempre me contenta el engañarlo. Me complace. Venganza por lo que no es.

Lo he olvidado durante dos horas, durante una noche, eso está bien. Qué alivio. Ahora está preocupado pensando en la guerra, no por los demás, sino porque puede destruir su refugio de París. Teme por su seguridad. Gimotea.

La guerra. La primera vez que oí la palabra, sentí una sacudida, Hugh puede estar en peligro. Podemos quedar separados.

Cuando le hice una escena a Henry —porque le dije que podría tomarse en serio el psicoanálisis durante un mes para conseguir lo que quiere—, aunque protestó, le hizo un gran efecto. Hice que fuera total. De pronto, se puso a trabajar, a sermonear a Emil Conason sobre su diletantismo y a darse cuenta de que siempre evito que se haga pedazos.

Ahora trabaja, no porque yo crea en el trabajo como tal, sino porque creo en la totalidad. Le dije: «Tú y Fraenkel estaríais eternamente sentados y discutiendo, como dos rusos, todo lo que queréis pero sin hacer nada por conseguirlo. Tengo deseos y he de satisfacerlos. No es la moral la que me impulsa a trabajar, sino el hecho de que no hay otro medio para conseguir lo que uno quiere».

Bel Geddes quería venir a las cinco. Con mi humor austero de las horas diurnas, le dije que no. Tengo que excitarme con el baile, la comida y la bebida. Después está William, que me espera, luego una orgía con Donald y luego ya tengo bastante. He abandonado a Waldo Frank. Me estoy dando la verdadera oportunidad de probar la gimnasia y las aventuras sin amor. Ahora sé que esto no me mantiene en la tierra. Por favor, hombre, mantén mi cuerpo en la tierra con tus deseos, porque ya estoy dispuesta para salir y volar.

11 de marzo de 1936

Lunes por la tarde. Ha venido Thurema. Su esposo quería regresar pronto a su casa (en el campo) y por eso ella ha decidido quedarse a pasar la noche. Las dos lo queríamos. Tras la cena, de vuelta a mi habitación, hablamos sin parar. Le regalo mi alfombra blanca porque su habitación es blanca. Cuando nos desnudamos empezamos con risas. Se ríe de mi ropa interior, de los encajes, de los camisones transparentes que ella nunca lleva. Le preparo un baño perfumado. Quiero ver su cuerpo, no porque sienta algún impulso sexual, sino porque siento amor y necesidad de suavidad y caricias. Pero ambas somos tímidas. Sólo le veo la espalda. Y dejo que se bañe. Es tan natural. Admira mis manos, mis pies; me encuentra hermosa. Hacemos chistes, bromas y reímos. ¿Cómo estaría yo con cold cream? Se lo enseñaré. Me lavo la cara. Dormimos cruzadas, ella con la cabeza en mis pies. Abre la ventana. Nueva York está cubierta de niebla. Sólo se ven las luces de los edificios. Se oyen los sonidos amortiguados, el ruido de los canards del Parque, las sirenas desde el río. Un aire húmedo y neblinoso llena la habitación. Me da neuralgia, pero no me importa. Thurema está allí echada, con su voz vibrante, su voz que contiene la risa y el llanto en su amplia boca limitada por hoyuelos. Habló de su vida. La historia de su matrimonio es tan triste que me acerco y la estrecho entre mis brazos. No quiere mi lástima porque no quiere ser como mis pacientes, que vienen a mí en busca de ayuda. Está llena de dudas sobre sí misma. Cree que todo cuanto hace está equivocado. Cree que soy como Joaquín, que, de pronto, me alejaré de ella. «Lo lleváis en la sangre», dice.

Hablamos, nos besamos y suspiramos, maravilladas la una de la otra. Nuestro amor rebosa sin una sombra de sexualidad, pero con fervor físico, con pasión. Hablamos, reímos e intentamos dormir, primero era ella la que se sentía protectora, después yo, y así empezamos un balanceo, un columpio equilibrado de atención y simpatía. Ella es toda emoción. En la oscuridad, semejante capacidad de amar, semejante experiencia nueva, sentir su suavidad y calor. No quise tocarle los pechos para evitar malentendidos. No hubo malentendidos, de nuevo el distanciamiento de las experiencias que nos rodean. Nos reímos de Antonia.[30] Del lesbianismo. Parece una mujer que ha vivido, como yo le parecía a June. No hay carencias en ella, aunque sólo ha conocido un marido y su amor frustrado por Joaquín.

La echo de menos tan pronto como me deja por la mañana. Estoy cansada, a pesar de sentirme alegre y feliz. Feliz y fuerte. Thurema vino cuando yo empezaba de nuevo a cometer suicidio (a matar mis sentimientos, mi alma, mi auténtico yo para sufrir menos). Pero en cuanto la vi supe que era un amor auténtico, que, teniéndola a ella, no podría seguir viviendo falsamente. Inmediatamente renuncié a Bel Geddes, a Donald. Estoy enamorada, con un amor puro y completo. La cara de Thurema, todo… su vivacidad. La voz de Thurema en mis oídos. Aquella noche, cuando volví del concierto, al abrir la puerta de mi habitación, esperaba encontrarla allí. Mi soledad había terminado. Al pasar por la puerta de Henry no me pregunté dónde estaría. A la mañana siguiente, cuando Henry empezó a explicarme cómo había pasado la tarde, no sentí la helada sacudida de dolor cuando llegó a la frase: «Los Matisse me presentaron a una muchacha… un caso que quieren que yo trate». (He tenido tres miedos aquí: que Henry tuviera a una paciente, porque estoy segura de que él no resistiría la oferta sexual como yo resisto el deseo de todos los hombres que cuido; que bebiera, y que se enamorara de su hija).

El concierto de Antonia fue una de las cimas de mi carrera como psicoanalista. Acudí allí rebosante de mi sentido del poder, sabiendo que iba para darle fuerza. La miré y dije poco. Ella quería subir al escenario inmediatamente. Dirigió maravillosamente, un demonio, una fuerza, un impulso, una actuación grandiosa. Todo el Carnegie Hall estaba electrificado. La gente decía que había sido su mejor concierto. Telefoneó a Thurema: «Tú sabes quién lo hizo, quién me hizo dirigir: fue Anaïs». Antonia dijo que me sintió toda la noche mientras dirigía, sintió mi fuerza detrás de ella. Y yo sentí toda la orquesta y la fuerza de ella. Su poder me estremeció, pero lo que vi fue el rostro de Thurema, de Thurema, a quien anhelaba ver.

El concierto me dejó extasiada, ebria de música, de magia y de mi poder creador para salvar, para construir. La compasión, el amor y un sentimiento religioso me condujeron al psicoanálisis. Luego al miedo a la sacralidad. Temo ser del tipo religioso y no del artístico.

A la noche siguiente Thurema sólo vino para cenar. Anulé mi cita con William (que significaba cena, baile y cama). Estaba hechizada por ella. Fuimos al comedor y pedí algo de comer, luego salimos a pasear y ordené que llevaran la comida a la habitación. Necesitábamos intimidad, estar juntas. Me mareé. Pero paseé con ella bajo la lluvia hasta el Carnegie Hall. Volví y me puse a dormir. Apareció a medianoche. Quería llevarme a su casa y cuidarme. Nos abrazamos apasionadamente.

Al día siguiente fui a White Plains, a su casa. Lloré escuchando cómo tocaba el arpa. La toca con vigor y delicadeza, tal como es ella, y fui feliz. Esperando al tren, nos besamos. Llenas de júbilo. Cayó otra vez la niebla. Contaba los días que faltaban para volver a vernos.

Hoy, su voz en el teléfono sonó herida. Lo noté inmediatamente. Le pregunté por qué. Sólo dijo que estaba triste. La volví a llamar al acabar el día y finalmente descubrí que había terminado mi novela de JuneHenry. «Entonces te ha hecho daño. ¿Te he herido? ¿De qué se trata? ¿Algo equivocado entre nosotras? Eso es lo único que me importa». No supo qué decir. Es una de esas personas que no saben de qué sufren, o por qué, o lo que sienten. Es toda inconsciencia, música, movimiento. Vendrá mañana.

Rechacé la orgía de Donald. Le dije, riendo, que me había enamorado, que ya no tenía tiempo para el «placer». Qué alivio cuando dejo de fingir, de vivir con la cabeza, y vuelvo a ser auténticamente yo misma. Amar a Thurema es algo real para mí. También me he quitado de encima a Waldo Frank. Le leí lo que había escrito (cómo escabullirse de «un hombre no suficientemente grande»), agradeciendo la delicadeza de lo que había sido hasta entonces pero negándome a continuarlo. Thurema aparta todo de mi lado.

Waldo Frank se sorprendió por lo que le leí, por su exactitud. ¿Cómo podía yo ver y decir todo tan rápidamente? También le sorprendió mi manera brutal de apartarlo de mi lado. Una charla acerca de razones que no venían a cuento, tales como «A ti no te gusta jugar». Vulgarizando o traicionando lo realmente ocurrido, un gesto repentino de destrucción, porque el acto de apartar a alguien cuesta mucho trabajo. Me mostré agresiva y belicosa. Pero él estuvo tranquilo y empezó a hablar del mismo modo en que yo había escrito sobre el tema.

16 de marzo de 1936

Thurema tuvo celos de la novela y temía que quizá todo lo que yo hago no sea sincero, «sólo para escribir sobre ello». Miedo a la literatura. La tomé en mis brazos y, amablemente, le expliqué la diferencia entre la vida humana y la literatura, tal como he aprendido de mi vida con Henry. Tenía miedo de las «falsedades». Le dije lo bien que sabía yo distinguir entre mis emociones reales y mis juegos, de qué modo el amor auténtico suprime en mí los juegos. La tranquilicé y la llevé a confesarse conmigo. Es una mujer sumamente sensible y nerviosa, yo me siento tan protectora… Es una persona herida, yo no. Es ella la que tiene penas auténticas. Ahora he olvidado todos mis malos humores y dramas imaginarios para cuidar de ella. Mi amor le da fuerza, pero parece que también tengo el poder de herirla. Mi vida, su plenitud, lo que doy a otros, las numerosas personas que me aman, todo eso le da miedo, igual que a mí me dan miedo el pasado y los amigos de Henry.

Una amiga escribe en su diario: «Hoy he almorzado con Anaïs. Es exquisitamente amable y femenina y gocé de la calma de su presencia sutilmente perfumada. Es la primera mujer que no me importa que se perfume. Creo que me entiende extraordinariamente bien. Es fascinante. Hay un cierto distanciamiento en ella, y sin embargo no me siento cohibida en su presencia. A pesar de su encanto y exotismo, es muy humana y afín a mi temperamento. Con ella siempre me siento relajada. Conocí a su agente, Barthold Fles. Está enamorado de Anaïs de la cabeza a los pies».

Envidias: El día en que me compré un despertador, mi reloj de pulsera dejó de funcionar.

17 de marzo de 1936

Otra noche con Thurema, que está nerviosa, excitable, infeliz y explosiva. Trato de ayudarla. Dice que no es un padre lo que necesito, sino una madre. Quizá tenga razón. He esperado del hombre lo que únicamente una mujer puede darme. Es difícil darle, porque es toda emoción y no tiene capacidad de análisis, cuesta ayudarla. Está herida y zarandeada por la vida. Mientras le hablo, incluso de mis mentiras, veo su gran boca sonriente, perdonando, en la semioscuridad. Contarle todo acerca de mi vida significa Henry, June, Rank y Waldo Frank. Dejo algo fuera: mi Padre, asuntos menores y mi aborto. Olvido esas cosas de momento. No pesan sobre mí. Cuando se convence de que soy sincera, de que el temor de Joaquín por mi degradación es injustificado, cuando me la he ganado y yo me he dado con entera confianza, empiezo a dudar. Si le contara todo lo demás, ¿la perdería? No está preparada. Sólo a Rank se le podía contar todo porque él comprendía todo. La miro con ojos limpios y le digo en la oscuridad: «No te preocupes por mis mentiras y trampas. Soy como el mago de un vodevil. Es la única cosa cómica de mi vida».

—Pero algún día —me contestó— te descubrirán y todos ellos te echarán de su lado y, entonces, tendrás que venir conmigo.

—Vivo al día. Soy imprudente y valiente. Ríe, Thurema.

Y empiezo a decirle que he prometido a Henry y a Hugh el dinero que gano aquí. Que le debo a Fraenkel cien dólares, más el dinero por la impresión de mi libro. Que no sé todavía cómo voy a salir del apuro.

—Lo importante es que siempre encuentro la manera. Rank solía decir que así es como empleo mi energía creadora. ¡Acostumbraba a hablar de mis mentiras creativas!

Luego nos besamos. Me echo sobre ella y la beso repetidamente, amorosamente, beso su ancha boca con hoyuelos y me siento cada vez más apasionada, más salvaje. Ella también lo siente. «Oh, Anaïs, casi podría…».

Luego se echa a llorar.

—Ya sé. Piensas en Joaquín. Desearías que él estuviera en mi lugar.

Me muestro más tierna y tranquila. La consuelo. Cada arrebato emotivo trae la imagen de Joaquín. Eso la entristece.

—Vuestras bocas son diferentes.

La boca de Joaquín es de labios finos, como la de mi Padre.

Caemos dormidas, una en brazos de la otra. Le digo que me gustaría ser hombre y ser su amante. Ella sueña que me desnudo delante de ella y que tengo pene, y me dice en el sueño: «¿Por qué me has escondido eso? ¿Por qué no me lo diste?».

Una vez soñé que June tenía pene, pero en cada caso soy yo quien hace el papel de hombre, aunque sea la más femenina. Henry considera que Thurema es decididamente masculina.

Entretanto, a mi alrededor, la gente surge a la vida. Amigos y pacientes. Pero aquellos que he dejado, Hugh y mi Padre, están enfermos y tristes y no puedo resucitar a mi hermano Joaquín.

Henry se siente seguro con el dinero que gana y no quiere regresar. Quiere que nos quedemos aquí, que trabajemos, que abramos una brecha. Ahora Francia le da miedo porque ya no representa un refugio. Muestra una cobardía extraña y terrible, siempre su instinto de conservación; provocado por el miedo, no por el amor. Espero que no se salga con la suya, porque Hugh me escribe cartas de amor que me hacen añicos y no quiero abandonarlo. Henry dice: «Eres una mezcla de emociones incontroladas y psicoanálisis».

Dejé a Henry en la biblioteca pública y regresé caminando despacio. El tiempo era ligeramente cálido y ventoso. Me sentí como si fuera June cuando caminaba triste y llena de compasión.

18 de marzo de 1936

No tengo suficiente confianza para vivir o amar excepto cuando estoy en el centro, cuando esclavizo o poseo totalmente. Ese es mi defecto. Henry sólo está poseído por su ego, por él mismo. Y eso es lo que siempre me hiere. Tengo fe en Hugh, en Rank y en Thurema porque se dan por entero. Sólo he visto una vez a Henry poseído y esclavizado, cuando lo esquivé, lo engañé y lo abandoné. ¿Es la falta de confianza en mí misma lo que hace que me cueste tanto aceptar el amor inhumano de Henry, o es que no soy lo suficientemente fuerte para vivir con alguien que sólo se pertenezca a sí mismo? Parece equivocado que yo necesite esta esclavitud y sólo crea en la esclavitud. La última carta de Hugh me ha afectado profundamente. Por primera vez sentí el poderoso lazo que nos une. Me pregunté cómo he podido odiarlo alguna vez, huir de él, atormentarlo. Cuando leí: «¿Estoy loco? Estoy obsesionado contigo. ¿Es que me has vuelto loco?», sentí su boca, todo su cuerpo, su sensibilidad, su emoción, y sentí que mi amor… ¿o era un amor que no quiere hacer daño? No, es amor, porque nunca dudo un solo instante en herir a otros hombres sensibles, en herir a Turner, o a Waldo Frank, o a Rank. Pero no quiero herir a Hugh. Lo amo. No es lástima, es algo de mi sangre, de mi alma. No es sólo mi esclavo. Me tiene asida de alguna manera.

Henry, anoche, después de decir que volvería sobre las diez, salió a buscar unos libros y a beber con un camarero. Volvió después de la medianoche, rumiando satisfecho algunas frases de Goethe. Lo esperé; luego, cuando vino, le dije que nuestra vida no es humana, que él no es humano. Dijo que sólo se trataba de la «situación», de nuestro trabajo, de las habitaciones de hotel, pero se trata de mí. Rank y yo podíamos hacer un mundo y un hogar de cualquier habitación de hotel, en cualquier parte y a cualquier hora.

Pero cuando tengo el periodo dudo de todo lo que siento y analizo. Querría creer en él, del mismo modo que Hugh quiere creer en mí. En cuanto regresa y está allí creo en su inocencia. Sólo porque muy adentro soy sincera y reconozco el error de querer poseer el alma y el cuerpo de otra persona, me doy cuenta de que el sufrimiento de mi vida con Henry el egoísta es un buen castigo, un castigo bien merecido, por lo que he hecho sufrir a los demás (a Hugh y a Rank en particular), al no permitirles que me poseyeran.

19 de marzo de 1936

Charla con Henry después del cine acerca de los bárbaros y los cristianos. Atila y Cristo. Ambos, al final, conquistan el mundo, el uno por la fuerza, el otro por el amor y la bondad, ambos haciendo bien y mal. Dije a Henry que Trópico de Cáncer era «bárbaro», que su escritura en general era bárbara. Es muy contradictorio en su gentileza, pero bajo su gentileza y suavidad Henry es inhumano, es decir, hace cualquier cosa para conseguir lo que quiere y lo que quiere es siempre algo para sí mismo. No da nada; es decir, no se da. Cristo se dio.

Henry empezó a acosarme acerca de mi diario. Según él, lo escribo porque no sé vivir mi auténtico yo; es decir, no puedo conseguir lo que quiero porque siempre renuncio o cedo a los demás. Le dije que no lo estaba haciendo tan mal, con mis trampas y todo eso. De pronto, los ojos de Henry se llenaron de lágrimas y, con la boca torcida, dijo: «Es por mi culpa, claro que sí. Es por mi culpa. He hecho como los demás. Consumirte. He empleado tus virtudes básicas para crecer. Pero si debo crecer a tu costa, asfixiándote, no voy a permitirlo. Por favor, haz lo que quieras, siempre, a partir de ahora…».

Su emoción fue tremenda. Se echó sobre mí y me besó. Le dije una y otra vez: «Soy feliz, soy feliz. No sé por qué». Entonces me tomó salvajemente y lloré, pero no sentí nada. Estaba demasiado emocionada.

Me pareció que esos momentos de humanidad en Henry son todo lo que quiero. Soy la única persona que puedo hacer que se sienta humano. Las demás veces, Henry es Atila, una fuerza conquistadora, devoradora, guerreando para sí mismo, para su ego.

Antes de esta conversación, en la agonía de la soledad (Thurema es un escape que tengo que atender), escribí a Rank, pidiéndole que nos viéramos. Ahora parece menos importante y me doy cuenta de que acudí a él como dador de vida.

Thurema tenía dolor de cabeza. «Mi padre acostumbraba a tener dolores de cabeza como este y se volvió loco. ¿Crees que voy a volverme loca, Anaïs?». Sueña que está narcotizada y se despierta aterrorizada.

Carta a Hugh: Todavía me duele pensar que has estado enfermo. De nada sirve que gaste aquí todas mis energías mientras tú estás solo en París. No sé, querido mío, qué demonio inhumano me empuja a satisfacer un destino inhumano. Te ruego humildemente, humildemente, que me perdones por todas las cosas inhumanas que te he hecho y te he pedido. Te agradezco humildemente que hayas sacrificado tu felicidad para dejarme hacer siempre lo que he querido, incluso cuando te hacía daño. Me duele pensar en todo lo que has hecho y con tanto amor; sólo espero que hayas encontrado alguna felicidad para ti al hacerlo. Sólo espero que lo que tenga que darte sea digno de todo lo que has hecho, que, cuando tú dabas y dabas, comprendías y perdonabas, eso te enriqueciera, que este ego terriblemente monstruoso que me empuja a crear, a vivir de manera extraña y difícil, lejos de mi hogar, lejos del hombre que amo, enriquezca de algún modo tu vida. ¿Podría toda la expansión que te debo fluir hacia ti, regresar de nuevo a su fuente y llenarte de vida, de alegría y de éxtasis? Oh, querido mío, si me amas, debe de ser que estas cosas inhumanas que hago no son tan monstruosas; aun así, esta noche renunciaría a todo, a escribir, al psicoanálisis, al culto que crece a mi alrededor, a mis actos en el mundo, por estar un momento a tu lado, un momento de intimidad contigo, cuerpo a cuerpo, para poder acariciarte, amarte y llevarte dentro de mí, a ti, que ya estás enraizado dentro de mí, que eres parte de mí, aposentado en mi alma y en mi cuerpo…

Este amor, lo sé, nace de la gratitud, de una unión que no responde a la libre voluntad. El amor que siento es fraternal, pero, tal como lo expreso —dejemos que lo interprete como quiera— es amor.

A Eduardo (que padece celos enfermizos): Vuelvo a tener el deseo de dar directamente a quienes amo: a Hugh, a ti, a mis amigos, en lugar de a la colectividad. No parece humano o satisfactorio ayudar a gente que no conozco cuando podría ayudar a mon petit cousin, a mi esposo, a mis amigas. Vuelvo a lo íntimo, a lo personal. Quizá la verdad esté en que las relaciones hieren —pero el psicoanálisis no hiere, sólo me fatiga—, pero la persona femenina que llevo dentro no está satisfecha. Regresaré pronto a casa para dedicarme a mis amores, y eso se refiere a ti.

Y se refiere a Thurema, que está histérica y para quien no he tenido tiempo.

20 de marzo de 1936

Otra conversación decisiva con Henry acerca de nuestros amigos. Él cree que yo soy fría, reservada, que no me doy a los demás, porque me doy superficialmente a todos y sólo con unos pocos me relaciono de forma íntima y profunda. No ve o ignora lo que significaron Rank, Louise, Thurema, Rebecca West o Eduardo. Le dije que buscamos cosas distintas. Él se contenta con una riada de gente que no le importa. A esta riada dedica su tiempo y energía; habla, pero no se entrega. Yo sí. Y me mantengo alejada de la riada. Hablamos de su extroversión. Le dije que sólo pasó un año o dos de vida introvertida, en Clichy y en Louveciennes, cuando estuvimos prácticamente solos él y yo, y que un mundo con su trabajo y una mujer significa sólo consigo mismo. Es el círculo cerrado que dio lugar a Primavera negra. Después de eso, cuando volvió otra vez a inquietarse por el mundo y le di una casa y una vida abierta al mundo, entonces volvió a vivir hacia fuera. Dejó que Fraenkel lo invadiera, Fraenkel, que le exige cosas egoístas que yo nunca le exijo, que no está interesado en la escritura de Henry. Por eso Henry vivió todo el año pasado para Fraenkel, para las cartas, el «Hamlet» y las charlas, y se perdió para sí mismo. El venir aquí ha influido algo en él, lo ha reintegrado. Cuando me lo llevo no es sólo para mí, Dios lo sabe, porque él vuelve a ser él mismo. Influyo en él para que se convierta en él mismo, no para que se dé a mí.

En cualquier caso, en cuanto a los amigos, dejamos todo en claro. Hicimos bromas. Dijo: «Los ponemos a todos en fila y los fusilamos». Mi comentario fue que no me importaba nada con tal de que no nos separara. Malentiende mi frialdad, que es en parte timidez, y la toma por actitud crítica. Es cierto que los critico para mí, por no considerarlos importantes, pero no me desagradan ni los maltrato.

El trabajo de Henry, que ahora se toma en serio, hace que sea ahora más comprensivo. Comprende que yo fuera sincera con mi naturaleza, pero así y todo lloré cuando hablamos, cuando dije que había soñado que sus amigos y su vida fueran mi vida, pero que me había costado mucho separar mi vida y mis amigos de los suyos y crear una tercera vida para mí sola. Y no ha ocurrido sin dolor, porque mi sueño es el matrimonio. Ahora veo que Nueva York es el lugar donde puedo vivir mejor esta tercera vida, que no es la de Hugh, ni la de Henry, sino la mía. En París paso de la cama de Henry a la de Hugh, no me queda tiempo ni energía para nada entremedias. Aquí, sí, incluso puedo escapar materialmente de ambos. Henry no sabe a qué hora regreso a casa. El resultado fue mi relación con Rank el año pasado; este año, con Thurema. Es difícil creer en el amor. La pasión es más fácil porque es intensa y evidente. Escribir sobre el Suicidio de un Alma.

23 de marzo de 1936

Sábado por la mañana en el tren, voy a ver a Thurema. El sol cae sobre la carta que escribo a Padre. Thurema con un impermeable rojo, cabellera de leona, pierde el camino en el coche. Su hijo Johnnie, de siete años, patina mientras damos un paseo. Thurema y yo echadas en el sofá, después del almuerzo. Le digo: «No crees en el amor. Has perdido la fe en ti misma». Suena el teléfono: «Su hijo ha sido atropellado por un coche. Está en el hospital». Thurema llora histéricamente. Vamos en su coche al hospital. En el camino vemos la bicicleta completamente destrozada. «Está muerto, oh Dios, está muerto». Los zapatitos están abandonados junto a la bicicleta. «Está muerto, oh Dios».

—No, no —le digo—, no, no. Johnnie no está muerto.

Está cubierto de arañazos y asustado.

Cuando me lleva en el coche a la estación, me dice: «Lo que siento por ti, Anaïs, es tan extraño que empiezo a pensar que es anormal, que somos anormales».

Luego me siento como muerta. Todos los días hago de Dios, salvo a la gente de la miseria, de la tragedia, de la enfermedad, de la muerte y, de pronto, cuando a Johnnie lo atropella un coche, no siento nada, deja de importarme. Hay un destino más fuerte. Renuncio a luchar contra él. No me importa el mañana, no me importa el trabajo, ni Hugh ni Henry. No me importa. Ya no me quedan sentimientos.

Anoche, con la insensibilidad, vino la libertad y la temeridad, la imprudencia. El miedo a la muerte, la cercanía de la muerte, hace que nos zambullamos en una vida temeraria. Rank dijo, cuando yo decidí morir, que me fuera a alguna parte, que hiciera cualquier cosa (poco antes de conocer a Henry y June), y entonces empecé a vivir. Y otra vez siento esa temeridad. Vivo en el momento.

Anoche fui a casa de los Hiler* con un humor bullicioso, bastante cómico. Bailé con gracia, dialogué con Hiler empleando l’accent du Midi, y él me dijo: «Eres la única que ha venido aquí que no es gris. Tienes color». Rizos sobre la nariz, un perfume que provoca los comentarios de los ascensoristas, párpados pintados de verde, lengua mordaz, crueldad. Pongo celoso a Henry. Los celos despiertan su deseo. Todos los instintos crueles despiertan instintos. Creo que si dejara de sentir durante un momento me convertiría en un demonio. Cuando no tengo sentimientos soy cruel y dañina. Y entonces atemorizo a Henry, lo cual hace que él olvide ponerme celosa, como lo hace con su pasado, su afición por las mujeres, su susceptibilidad superficial hacia todas las mujeres y su profunda lealtad hacia mí que nunca acabo de creérmela.

Hoy me siento más June que nunca. Es la temeridad, el no creer en el mañana, el sentido violento de la vida que azota el instinto de vivir, una bicicleta aplastada en la calle. Los zapatitos al lado. Ira contra Dios.

Me fumé un cigarrillo de mariguana en casa de los Hiler.

Cuando creas vas con cuidado. Salvas tus fuerzas para la creación. No bebes para no estar inconsciente, para no dejar de vivir y aprecias tu consciencia. La violencia te ciega de ira y odio, quizá de impotencia, no hay entonces un valor supremo. Muy bien, Dios, si la destrucción ha de prevalecer, antes de nada aplastaré mi alma, mi alma dolorida que me impide reír, descansar y vivir, que me impide golpear y odiar. No hay nada entre el dolor y la insensibilidad, la despreocupación. O pensar en lo que le sucede a Thurema o no pensar nada, salvo ira y violencia, tal como piensa Henry. No puedo salvar a todos los heridos. Quiero matar esta alma que ve las heridas.

29 de marzo de 1936

Donald no se da por vencido. Telefoneó para decirme que tiene que verme antes de irse para siempre a Hollywood. No podía ir aquella tarde. Entonces, el viernes por la noche, hacia las once. Cené con Henry, que estaba medio inconsciente y dormido. Lo dejé a las diez y media, le dije que iba a escuchar a Sasha en una fiesta. Ya había presenciado su actuación aquella misma tarde. Estaba ebria de música y muy cansada. Thurema y yo habíamos dormido juntas la noche anterior. Y como no le mostré ninguna pasión me pidió que la besara. La besé, cada vez más frenéticamente, hasta que empezó a gemir y a suspirar. Nos detuvimos al borde de un gesto que ninguna de las dos queríamos. Me burlé, me reí y resultaba cómico. Cuando me preguntó: «¿Crees que somos lesbianas?», le contesté: «Todavía no». Cuando nos apasionamos ella se acuerda de Joaquín. Desearía que Joaquín fuera tan libre como yo.

En el taxi, camino del hotel donde vive Donald, hago mis planes para la visita. Seré dueña de mí misma, equilibrada, madura, misteriosa, pero resuelta firmemente a no ir a la cama. Haré que hable de sí mismo. Le diré: «Tengo interés y curiosidad por ti». Lo hechizaré con la conversación.

Cuando llegué me llevaron a su apartamento. Telefoneó diciendo que lo habían retenido en una fiesta y había dejado una nota en la que dice que me sirva cigarrillos y bebidas, junto a un libro pornográfico titulado La virgen pródiga. Leí el libro. Un poco afectada por las descripciones de los detalles sexuales. Pero lo que más me estremeció fueron mis propias imágenes y anhelos eróticos, todas mis curiosidades, mi deseo de una mujer, de una orgía.

Vuelve a telefonear Donald: «Si llega Arline, sírvele una copa y dile que espere». De modo que ha invitado a la mujer que quería que yo conociera. La que estaba allí la noche en que yo me quedé con Henry en el cine. Me gustó la idea. Estaba sola en el apartamento de Donald. Podía haberme ido, pero, en lugar de eso, empecé a mirar a mi alrededor. Un sitio francés. Odioso. Apestaba a decrepitud y orines. La cama estaba en un nicho. Volví a coger el libro. Había imaginado y querido dos cosas: deslizar mi mano bajo la falda de una mujer y sentir su culo; sentir y besar unas hermosas tetas.

No sentía dudas, sino una cierta timidez. Me pregunté si sabría hacer lo que debía y si lo haría bien. Sabía que se esperaba de mí algún gesto físico. Sentía una enorme curiosidad por la mujer.

Vino Donald y, poco después, la mujer, Arline. Luminosa, de ojos claros, sencilla. Un rostro rubio y franco, gestos perezosos, un cuerpo redondeado bajo una simple falda y una blusa.

Los tres nos sentamos en el sofá a beber whisky. Donald me acarició. Arline empezó a admirar mis manos y luego empezó a besarme como un hombre, dándome la lengua. Y empecé a hacer todas las cosas que yo había querido hacer con una mujer, a acariciarle el pecho, a meter mi mano bajo la falda. Entretanto, Donald se había arrodillado delante de nosotras y miraba debajo de nuestros vestidos, con un dedo dentro de ella y otro dentro de mí. Mi miel empezó a fluir. La boca de Arline sabía igual que la de June.

Nos quitamos las ropas. Ella permaneció de pie unos momentos, como si fuera a saltar, con sus pechos pletóricos apuntando hacia arriba, con su redondeado cuerpo bellamente suave. Donald me puso en la cama y empezó a chuparme. Se dedicaba más a mí, quizá porque era la huésped de honor. Durante un largo rato los tres estuvimos acostados, enredados, acariciando, chupando, mordiendo, besando, con dedos y lenguas. Donald no nos penetró. Se dejó chupar. Saboreé una vagina en mis labios. No me gustó. Un plato fuerte de almejas. No me gustó el olor. Pero sí cuando me ofreció el trasero. Me gustaron sus pechos, su boca y fue divertido que, cuando acariciábamos a Donald y cumplíamos con nuestras obligaciones de hembra, nuestro verdadero interés estaba en la otra. Nos mirábamos por encima del cuerpo de Donald con aire de complicidad, mientras él permanecía alejado y neutral. Era placentero encontrar nuestras bocas cerca de un mismo sitio y detenerse para besarnos. Cuando Donald, satisfecho, cayó dormido, seguimos besándonos y diciéndonos: Qué maravillosa eres, qué suave, qué hermosa. Me dijo que mi piel era la más suave, como la de una niña, y que teníamos que vernos otra vez. No sentí ningún orgasmo, aunque fluía toda húmeda y estaba excitada. En el fondo no me sentía del todo libre. Fingía. Pero el abandono llegará pronto, pronto. Aún estoy anhelante de amor, amor, amor.

Me di cuenta de que ella tampoco tuvo ningún orgasmo. Ni siquiera estaba húmeda. Me pregunté por qué tenía que fingir. Me pareció que sólo quería complacer a Donald y a mí. Le dije que nunca había hecho aquello antes. Se echó a reír. «¿Por qué no?».

Es el abandono que me gusta, el de Donald, Bel Geddes y Arline. Liberados de la preocupación y los celos. La suavidad. Hay un mundo donde la gente representa con alegría y naturalidad los trucos que yo hago para justificarme, sin que nadie los acuse. Oí que Arline telefoneaba a quienquiera que la estuviera esperando y dijo que estaba en una fiesta. Luego ella y Donald inventaron a quiénes habían visto. Van de un sitio a otro con gracia, follan, olvidan. Arline se puso ante el espejo para arreglarse la cara. Donald me dijo: «Lamento que no pueda verte más. Me gusta cómo haces las cosas, tu franqueza».

La llevé a casa. En el taxi, con ella a mi lado vestida, me sentí tímida. Dijo que Donald siempre le hablaba de que quería presentarle a una mujer con la que nunca se había acostado hasta aquella noche. Me llamó «querida». Nunca me hubiera atrevido a pedirle que nos viéramos otra vez. No sabía si mi cuerpo tenía algún valor en aquel mundo de la jodienda. Pero, a juzgar por una serie de pruebas, me parece que se me consideraba un animal valioso.

Quería preguntarle si la había acariciado bien. La intimidad de cuando estábamos desnudas y ahora, vestidas, la extrañeza. Pero he aprendido una cosa del mundo del placer: el silencio. Las cosas se gozan en una especie de silencio e inconsciencia. Quizá sea esa la ley del placer: no pensar ni creer en nada. He aprendido este silencio, esta despreocupación. No hago preguntas. Paso de largo.

Riendo para mis adentros, pensé: Si alguien me preguntara, ¿conoces a Donald, a Arline? Bueno, contestaría, me he acostado con ellos, conozco íntimamente cada parte de sus respectivos cuerpos, sus olores, sus sabores, la textura de sus pieles, pero, para lo demás, por favor, preséntamelos.

Arline tomó nota de mi número de teléfono. No creí que estuviera interesada por mí. Pensé: es más sabia, más sofisticada, más experimentada. No puedo gustarle. Temía que me tomara por poco excitante, que descubriera mi ingenuidad.

Pero me ha telefoneado hoy y siento su calor corporal, la amistad de su cuerpo, al oír su voz. Mi soledad inmensa se atenúa por este contacto corporal con Arline. Mientras atiendo a mis pacientes durante el día, a ella la analizo físicamente, no a Donald. Veo su vulva, su mata de pelo, su culo. Tan maravilloso. Mujer. La mujer que hay en ella. Su libertad, su naturalidad me atraen. Me hizo olvidar a Thurema, tan limitada, tan atada, tan cerrada. Como el sol, hace que olvide las preocupaciones. El sol. El mar. La naturaleza. Sentimientos silenciados. Alivio de los sentimientos. Con Thurema todo es dificultades, emociones, complejidades. Mi alma está cansada. O, quizá, se está muriendo.

4 de abril de 1936

A bordo del Bremen. Borracha y loca de dolor, de soledad, de remordimientos, de emociones. Ojalá Rank no hubiera querido poseerme en exclusiva, ojalá hubiera seguido siendo mi amante. No sé lo que digo.

Cuando fui a su casa estaba en la puerta, con tal tristeza, ansiedad y amabilidad en la mirada que me emocioné profundamente, me conmoví como no esperaba. Todo lo bello volvió como en un relámpago, y me sentí abrumada por los remordimientos.

Cuando hablamos, volvió a surgir la magia, igual que en el pasado. Quedamos prendidos de nuestras miradas. Oh, la soledad, la soledad. Él, más delgado, más joven, tostado por el sol, amable. Y su sonrisa. La sonrisa del sabio. Ninguna resistencia física ya, sino amor, sólo amor. Una hora me pasé para verlo, más bajito de como lo recordaba, más delgado, más sano, menos feo, tan suave en su mirada, tan sabio en su sonrisa. Fatalidad. Totalidad. Sí, es como le escribí: He permanecido fiel a lo que tuvimos y ningún otro ha estado místicamente más cerca. He vivido la parcialización. Dice esto. No pudo ser menos total. El río [Hudson] fluye bajo su ventana, está resignado, trabaja como antes, no hay ninguna otra mujer en su vida. Pero tiene miedo, miedo de la mujer, de la vida, de mí. Se domina.

Nuestras miradas lo dicen todo. Y nada nuestras palabras, salvo cuando acordamos alegremente la firma de un contrato en blanco. Sin saber lo que queremos. ¿Por qué no tomó todo lo que yo podía darle? ¿Por qué se aferró a mí, sin querer soltarse? Ha valido la pena la hora de viaje a Nueva York. El relámpago instantáneo de la comprensión. Su proximidad. «¿Te perderé otra vez? ¿Te perderé otra vez? Sería mejor para la vida que yo fuera menos total». Mejor para la vida. He podido dar mi cuerpo a Donald, a Arline, a Bel Geddes, a Frank; ¿por qué no podía darlo con la misma facilidad a Rank? ¿Por qué no? No exigían ningún sentimiento. Tú dabas la concha, con labios húmedos y vulva húmeda. Posesión. ¿Qué significa ser poseída? Henry tuvo mi totalidad, pero esta totalidad, cuando se hizo insoportable, cuando descubrí que él, por miedo, no se daba por entero, la dividí y me fui con Allendy, con Frank y los demás. En Nueva York he vivido dividida en un millón de partes. Un millón de partes. Amor fragmentado. Para alejarme de un Henry fragmentado, elusivo.

Y me he alejado mucho.

Me he perdido otra vez. Lo perdí a él. Me alivié de la obsesión de los días.

Otros amores.

Murió la pasión por Thurema. No sé qué la mató. Hay algo en ella que paraliza la vida. Su miedo. Su miedo. Su miedo a vivir mata la vida.

El dolor de abandonar a Rank, a Thurema. Me pareció que todo mi ser estaba tan despierto que sentía todos mis amores al mismo tiempo, y era insoportable. Tantos amores. ¿Qué soy? La Amante del Mundo. Loca de amor. Loca de amor. Todo mi cuerpo sufre el dolor de la separación, de la pérdida, del cambio.

Henry apareció a las once, cuando el barco empezaba a moverse, preguntando extrañado: «¿Qué es lo que ocurre?».

Henry estaba allí. Los últimos días, cuando lo veía tan poco, cuando pasaba mis tardes con Thurema, por la mañana acostumbraba a mirar por la ranura de su puerta, la ranura del desayuno, y veía sus zapatos, su camisa azul sobre el sillón, sus pantalones, y pensaba: Henry está ahí, y me invadía una gran paz, y bajaba y desayunaba con una especie de alegría agradecida. Henry está ahí. Henry está ahí.

5 de abril de 1936

Henry y yo hablamos tranquilamente, pero emocionados, de cómo hemos cambiado. Comprende ahora lo que escribí el año pasado en el barco cuando íbamos a Nueva York, que él y yo, por acción recíproca, habíamos intercambiado nuestras almas. Él se ha vuelto clásico, más sabio, ha ganado mucho en comprensión. Yo me he vuelto emotiva, primitiva. Él tiene menos necesidad de relaciones directas, de experiencias directas; ahora conoce a los hombres mediante la sabiduría y la comprensión. Yo me he zambullido directamente en la vida, en la experiencia apasionada. Viajamos en direcciones opuestas. Observo todo esto en tono trágico. No así Henry. «Y terminaremos por separarnos», le digo, «como dos planetas que viajan en direcciones opuestas». Y él responde: «Dices eso porque siempre tienes miedo de la separación, pero yo tengo fe. Nuestra relación es fuerte. Puede soportar todo esto».

Tiene fe. Yo no la tengo. Veo en todo una amenaza, un final, una ruptura. Por riñas, por diferencias. Tengo miedo a crecer completamente a mi manera, sólo por el miedo de perder a Henry. Trato de acompasar mi ritmo al suyo, pero no funciona. Aquellos días en Nueva York, cuando experimentaba mis aventuras, me olvidé de Henry, pero también pensaba que quizá nunca volveríamos a encontrarnos.

En el barco sufro como si tuviera que estar sola. La distancia entre nosotros… una larga tarde. Ocurre que Henry nunca supo vivir junto a nadie. Siempre fue independiente de sus padres, sus esposas, nunca como Hugh o Rank, que se funden con su pareja.

Cuando tengo que prestar oídos a mis deseos, como el viaje a Nueva York, sufro un horrible conflicto con mi identidad femenina, temerosa de perder su felicidad personal en el impulso hacia la satisfacción. Resultó bien para Henry; su experiencia con el psicoanálisis aumentó su capacidad de comprensión. La realidad es que ahora él me ayuda, cuando me pongo personal y emotiva. Eso quiere decir que casi todo lo que he hecho para mí ha servido para enriquecer a Hugh y a Henry. He de recordar esto. Pero la mujer que llevo dentro se queja y sueña con rendirse, con perderse, con renunciar.

A Henry no le gusta el diario. Digo que tiene una simple razón humana para existir. Me hace sentir menos sola. Pero Henry sostiene que me hace daño como artista. Es una búsqueda de la verdad. Mata mi imaginación. (Es curioso cómo elegí la ciencia del psicoanálisis, que por sí sola me hacía más verídica, más sincera).

Ponemos en orden muchas cosas entre nosotros en este viaje. Henry dice que la imagen que presento al mundo no es todavía mi imagen real. Es un yo idealizado, mi Cristo interior. Me habló de la máscara. Intenta exponer mi yo real. Henry y el psicoanálisis me hacen honesta.

Una vez tuve para mí sola una noche en Nueva York. Durante la cena repasé con apasionamiento todas las ideas que tenía en la cabeza. Estaba contenta de estar a solas con mi diario. Estaba llena de cosas que contar. ¡Es una comunión!

Le dije a Henry: «El pensamiento de todos los hombres es hipócrita porque es impersonal. La mujer está más cerca de la verdad porque es personal».

Rank se consuela con ideas. No pude aceptar la totalidad porque era la perfección y me sentía culpable de aceptar el amor definitivo. Y he aprendido el lenguaje de los hombres; hago uso de su interpretación, que parece más importante y hace menos daño. Culpa. Lo que quieras. No sabe que todo tiene que ver con el amor-cuerpo, con el roce, la caricia, la boca.

Es curioso, sin embargo, que desde que se derrumbó la barrera sexual dentro de mí (¡no por entero!), desde que he aprendido a acostarme con extraños, desde que aprendí a que me gustaran los cuerpos de los extraños, desde que no soy la virgen sauvage, todo lo corporal parece más fácil, también Hugh y Rank. Hay menos sentimiento personal y más sentimiento maternal en general. Hombres, no hombre. Henry quería que yo perdiera mi totalidad (lo cual significa entregar a Henry ojos, alma y sexo) y de este modo hizo de mí la Puta. Y ahora, por la grandeza del alma y la mente de Rank, puedo acostarme con él. ¿Y por qué especular? Eso nunca volverá a recuperarse. Cada vez siente más miedo de sí mismo. Nunca volverá a darse.

Pacientes que dicen que intentaban reflexionar sobre el psicoanálisis. Henry le dijo a uno de ellos: «No piense. Esto es una aritmética que continúa en la oscuridad».

Henry Mann me dijo: «Henry no tiene tus conocimientos ni tu sutileza. Puedo ver en el análisis de C. que no profundiza. Es más superficial».

Ninguno de sus pacientes sufrió con la marcha de Henry. No había relación íntima. Henry es lo suficientemente sincero para observar esto, en contraste con la conducta de mis pacientes, y dice: «Quizá no los psicoanalicé».

No quiere que nadie dependa de él.

Le sorprendió lo que sufrí por tener que irme de Nueva York. Hay dureza en Henry, falta de apego y de amor.

A muchas cosas que me decía Rank, yo respondía: «No lo sé. Ya no puedo pensar más».

—Te envidio —dijo Rank.

Delante de él tuve la impresión de que yo era un ser sensual, capaz de vivir sólo mediante los sentidos y los sentimientos, sin ideas. Quizá esto sea mi vida, y la he salvado de su poder analítico. No me gustaba que no aceptara las cosas como son. Pero echo de menos su fortaleza cuando estoy con Henry.

De buena gana habría dejado de lado las explicaciones para intentar el contacto físico. Esa era la manera de June para resolver todo. Era una manera para ser feliz, ciegamente. La idea daña. La conciencia daña. El conocimiento daña. La lucidez daña. La relación daña. La vida daña. Pero fluir, ir a la deriva, vivir según la naturaleza, no daña. Se me están cerrando los ojos. Voy a la deriva, me dejo arrastrar por un mundo de sensaciones.

Henry está leyendo a Emerson; Emerson, que tanto me emocionaba cuando yo tenía dieciséis años. Henry se despeja con Emerson. No quiero a Emerson ahora. No quiero más las regiones árticas.

Carta a Rank: Dijiste que no querías escribir, pero no que yo no escribiera. Solamente una carta, por favor, porque hay cosas que debes saber, cosas que pueden barrer todo aquello que nos duele. En la carta que te escribí desde Montreal, la carta de la separación, yo estaba completamente equivocada. No lo sabía y no lo supe hasta que te vi hace pocos días. Nunca me he separado de ti. Nunca me habría separado de ti, nunca, si no me hubieras exigido que renunciara a mis amores maternales. Nunca dejé de amarte. Cuando te vi el otro día, sentí exacta y completamente como antes. Todo completo, total. Nunca hubo un cambio en mi amor, sino miedo a tu totalidad, que me obligó a alejarme físicamente durante un tiempo. No sé por qué tengo que decirte esto. Sé que es demasiado tarde. Lo vi todo de golpe, en tus ojos. Sentí que todo era como antes, por más que no volvamos a revivirlo, porque tú ya no tienes más confianza. Tus ojos eran dulces, pero estabas irónico. Quizá me equivoque o mi comprensión falle. Aquel matrimonio definitivo, fracasado, ya no me importa. Vivo ciegamente, como la naturaleza. Quizá nos infligimos heridas mortales. Tú, cuando dijiste que yo te había utilizado. Yo, cuando pensé que no estábamos hechos para ser amantes. Yo estaba equivocada. Quizá ya es demasiado tarde para todo. Lo que te he escrito antes es cierto, no me separé de ti. Lo intenté. Pero quizá tú no de mí. Esta carta está llena de contradicciones. Las entenderás. Es entre lo que yo siento y lo que yo pienso, del mismo modo que veo la contradicción en ti, entre lo que decían tus ojos y lo que decían tus palabras.

Martes. Al principio, cuando empecé esta carta, tenía la sensación de que era falsa, de que se basaba en una mentira, pero que quería tan desesperadamente conservar al hombre que piensa y siente como yo que estaba dispuesta a hacer o decir cualquier cosa. La dejé a la mitad para tomar café con Henry, pasear por la cubierta y luego la cena, durante la cual tuvimos otra conversación íntima y personal, de las que hacen que volvamos a congeniar en todo. Henry me dice que hay mucho latente en mí, en el sentido de Emerson, tanto que no expreso pero que la gente siente: la gente siente todos los misterios, los secretos, las capas infinitas. Y yo le pregunto: «¿Crees que tengo carácter en el sentido de Emerson?». Y él: «Es tu activo más importante». Luego leí a Emerson y me sentí inundada de pureza y grandiosidad. Le dije a Henry que él debe de tener una superalma mayor que la mía, porque era sencillo, no como yo, vana, ruidosa, atractiva. Leímos hasta la medianoche, luego hicimos el amor con el acostumbrado ritmo exacto del orgasmo y el espasmo, armoniosamente. Luego me arropó cariñosamente y se fue. No pude dormir. El resto de la carta a Rank se iba formando en mi cabeza. Encendí la luz y la terminé, sintiéndome tremendamente unida a Rank inmediatamente después de estar unida a Henry. Dos corrientes que fluyen poderosamente.

Luego, hoy, después de más caricias con Henry, él se siente muy cerca, con mucha ternura. Siento una oleada de poder. Quiero a Rank según mi naturaleza; lo quiero en los momentos más altos, en la embriaguez, no en el vivir diario. Recordé la última noche con Thurema, paseando por la Quinta Avenida, cuando le dije: «Subiremos a lo alto del Empire State Building y allí, en lo alto del mundo, esperarás mi regreso».

Embriaguez. ¿Por qué quiso Rank atrapar esta llama que soy y hacer de ella una esposa? No voy a permanecer fija en ninguna parte por las muchas facetas de mi ser, por las capas y los misterios latentes y las cosas que aún no soy.

La totalidad no es posible porque yo sólo puedo ser total en relación conmigo misma.

Henry y yo hablamos de lo personal en la mujer, de la superestructura del hombre, de mi miedo a la inventiva, de mis mentiras, de mi búsqueda de la verdad, de mi búsqueda de una superestructura en el arte. Creo que le tengo miedo a la deformación artística porque tengo la impresión de tener una vida deformada.

Los días en que no estoy enamorada solamente de todo el mundo, del hombre y de la mujer, de mis viejos amores, de mi pasado, de todo el mundo que conozco, sino también de mí misma, la manera de verme es así: viva. Veo y amo a la bailarina, sus pies ligeros, los esfuerzos para reír, la ligereza, la gravedad, mi audacia. Lo que más me gusta de mí es mi audacia, mis trampas, mi coraje, el modo de ser sincera conmigo misma sin causar mucho daño o dolor. El fuego que llevo dentro, la manera con que perdono y exalto a los demás, mi fe en los demás.

Lo que aborrezco es mi vanidad, mi necesidad de brillo, de aplausos; mi sentimentalismo. Me gustaría ser más dura. No puedo bromear, tomar el pelo o reírme de nadie sin tener remordimientos.

Llegada a París con alegría. Contenta. Sol. Libertad. Paz. Un Hugh que me da paz, que nunca me hace daño. Dulzura.

Hugh había planeado un viaje a Marruecos. Marruecos era un sueño.[31]

Fez. Acabo de abandonar el balcón desde el que he escuchado la plegaria de la tarde dirigida a toda la ciudad. Abrumada por todo lo que he visto.

Misterio y laberinto. Calles complicadas. Muros anónimos. Sigilo de las casas sin ventanas a la calle.

Fez es la imagen de mi ser interior. Esto explica la fascinación que me produce. Llevar un velo. Plenitud y eternidad. Laberinto. Tan rica y variada que me siento perdida.

Fez es una droga. Te atrapa en su red.

Las capas de la ciudad de Fez son como las capas y secretos que llevo dentro de mí. Se necesita un guía. Cuando viajo, añado todo lo que veo a mi ser. No soy una mera espectadora. No es una mera observación. Es experiencia. Es expansión. Es el olvido del Yo y el descubrimiento del yo de las afinidades, del infinito, de los mundos ilimitados dentro del yo.

Regreso a un Henry apasionado, un Henry más amoroso que nunca. Atento. Despierto. Y yo, tan apasionada, vibro hasta la punta de los cabellos. La última noche, increíble, parece mentira que una pueda alcanzar un paroxismo físico cada vez mayor. Metí toda mi lengua en su boca, como nunca había hecho, un nuevo abandono, toda la lengua que retuvo entre sus dientes; y el sexo, boca, completamente abierto, un clímax tremendo. Y una charla después de la cena acerca de la diferencia más profunda entre nosotros: mi noblesse, mi orgullo, y su manera de ser campesina. Dijo que era algo que no podía entender, como yo tampoco entiendo su pordiosería y autohumillaciones. Fue él quien sacó el tema a colación. Me sentí feliz, porque ha habido veces en que me ha parecido que Henry intentaba destruir en mí algo que era íntegro, algo que no él no sabía ver, poseer, entender y, en esos momentos, tenía yo la impresión de que quería destruirme. Le rogué que no intentara cambiarme, rebajarme, vulgarizarme. Durante el viaje, igual que durante la estancia con mi Padre, me descubrí un núcleo que no podía deshacer. Puedo rendirme a Henry para complacerlo hasta un cierto límite, puedo ser flexible, maleable, comprensiva, pero hay algo que no puedo cambiar y que le estorba. Anoche lo dijo con lágrimas en los ojos: «Ahora veo que es tu noblesse, algo que yo nunca tendré y que no sé entender».

—En tanto no sea algo que aborrezcas.

Pero despierta su antagonismo, como lo despierta en mí, hasta humillarme, su actitud rastrera y de payaso. En tales momentos me siento siempre compensada por todo lo que Henry no ve (y por consiguiente no ama); me acerco un poco más a la verdadera felicidad e intimidad. Y siempre, en cada momento, se produce el milagro. Henry ve y se siente impelido a amar.

Me encuentro muy bien de salud. He aprendido a dejar de lado la marea de los pensamientos melancólicos. Al parecer, los demonios que me devoran han sido derrotados. Desde el punto de vista psíquico, volví de Marruecos robustecida y sosegada. No me dejo llevar por ensoñaciones. Menos autotortura, ansiedad e imágenes crueles; todo es imaginario. No sé lo que me ha devuelto la salud. Fui a Marruecos sin el diario. Las ideas de derrota, los sueños de sufrimientos, el énfasis en las limitaciones, la discordia, todo eso ha desaparecido. Oriento mis sueños.

Ver cómo Hugh sufre por la noche, cuando no puede dormir, me ha ayudado. Vi las exageraciones, disipadas al llegar el día.

Alegría. Esperanza. Fuerza en el presente y el futuro. Nada de miedos. Nada de angustias. Risas. Henry y yo llegamos a reírnos cuando encuentro un condón en su bolsillo. Soy consciente de la fuerza de nuestra unión. Puedo reírme de las cosas pequeñas. Risas.

Désinvolte.

Evidentemente, Henry está enamorado. Me gasta bromas hablando de Nueva York. Soñó que iba en un barco que se hundía pero me tenía en sus brazos y no tuvo miedo. Dudas en reanudar el diario. Está relacionado con la enfermedad. ¿Es posible un diario sano? No lo sé. ¿Por qué este regreso ha sido tan diferente al anterior? ¿Porque he terminado con Nueva York? ¿Acaso alcancé el límite? ¿Terminé con mis fiebres? Me siento como una mujer embarazada. Plena y rica. Floreciente. También mi cuerpo.

¿Salud?

¿Final?

12 de junio de 1936

Afuera. Afuera. Primero fue afuera en Fez, el sol, el mar. Luego fue afuera en París, por las calles, corriendo entre la Avenue de Bourdonnais y Villa Seurat. Estaba el libro, La casa del incesto, que llegaba en grandes paquetes. Estaban las cartas que había que escribir. El peluquero. Pasta color turquesa para las pestañas. Psicoanalizar a Betty. Elección del nuevo apartamento, en el Quai de Passy, junto al Sena. Cartas a Thurema, a quien Rank le ha dado vida. Cuidar de Henry, Henry que, como él dice, pasa por un bache de aire.

Perdida, dispersa, arenosa, frívola, desconectada.

Inyecciones para el catarro escandaloso, mucha tos durante la noche, y cansancio, pero luchando, luchando para recuperar la salud.

Luego vinieron las hermosas cartas de Charpentier y su esposa acerca de La casa del incesto. No queda dinero de Nueva York. Hubo que pagar los impuestos de Henry. Compras para el nuevo apartamento que ha de ser moderno a toda costa, una necesidad psíquica. Nuevos ambientes, un reloj de conchas marinas, alfombras blancas de lana procedentes de Marruecos, y circulares en el correo para todos los amigos repartidos por todo el mundo, nuevas amistades y sueños que predicen las cosas que han de suceder. Cielo sin nubes todavía. No hay celos. Afuera.

George Turner, desobedeciendo mis órdenes (en Nueva York) vuelve a estar otra vez febril: sólo una vez y luego nos olvidamos de todo. Él y yo, con su esposa y Hugh, apretados en el ascensor, aplastados unos contra los otros, y gran excitación de los glóbulos rojos y blancos. Nos sentimos los unos a los otros mediante esta excitación. En el taxi, su rodilla pegada a la mía hace que me sienta como en el rapidísimo ascensor del Barbizon Plaza cuando bajaba a toda velocidad, oh, tan consciente de esta vida cálida entre mis piernas mientras camino. Por eso, cuando me telefonea y me suplica, le concedo que nos veamos en el futuro.

Luego, el sol, de alguna manera, se desvaneció. Desapareció. Se nos acaba el dinero. Hay que parar el envío de libros y circulares por correo. Afuera. A pasear afuera. Banderas rojas ondeando.

Titulares de los periódicos: «C’est donc une réforme? Non, Sire. C’est une révolution». «Les grèves» (Huelgas). «Grèves terminées». «Grèves nouvelles». «Grèves en course».

Afuera todo es invierno. Y fealdad.

13 de junio de 1936[32]

Fraenkel se va a España porque Henry no tiene fe en las ideas, no tiene fe en las relaciones. Ninguna continuidad. Roger me invita a almorzar. Los Sajaroff sonríen afectadamente, superestéticos, demasiado arte. Cena astrológica, buscando el Sol en Capricornio; me presentan a Marguerite Svalberg, escritora, soñadora.

En Louveciennes me vuelvo a vestir con las ropas de Chiquito, y Fraenkel se excita tanto que me roba un beso.

Paseo a orillas del Sena, pensando en la rapidez de Rank. La rapidez de Rank. ¿Voy a escribir ahora acerca de él, a sentir la alegría de revivir todo esto? ¿Lo haré? Fluye el Sena. Estoy en la vida. Quiero permanecer en la vida humana. Jonathan Cape ha rechazado la novela sobre mi Padre.

¿Cuándo empezó a actuar insidiosamente, de nuevo, el veneno? ¿Cuándo se rompió la brillante concha protectora? Atascada, otra vez, de pronto, la melancolía. Atascada. Cansada de ayudar para que Henry viva y escriba. No. No es Henry. Es el veneno. No tiene nombre.

¿Es esta la agonía del diario? ¿Los últimos vestigios del cáncer? ¿La curación? ¿Las cicatrices? No tengo nada que decir de la enfermedad. Ahí. El diario. Doctor. Aquí estoy.

Son las siete y media. Tengo hambre y estoy cansada.

5 de junio de 1936

Está Gonzalo* [Moré]. Gonzalo es un tigre que sueña. Un tigre sin garras. Gonzalo y su esposa, Helba Huara*. Hablan de ellos, los peruanos, la mujer cuya danza sin brazos me inspiró la bailarina de La casa del incesto. Dicen que ella ha estado dos años enferma. Sueño con ella, pálida, gastada, no la brillante bailarina que conocí, luego la veo entrar en el estudio de Roger, con el aspecto con que la he soñado, y enseguida me enamoro de ella y ella de mí. Gonzalo es alto, moreno, con la piel oscura, ojos de animal, cabello negro como el carbón. Me inquieta con su presencia física y sus sueños. Hoy, paseando, sentí un gran ardor entre las piernas, dispuesta a caer en brazos de cualquiera, porque estoy enamorada del amor, enamorada de la vida, enamorada de los hombres, por eso siento tanto calor entre las piernas.

Gonzalo. O George. Siempre lo insólito y lo corriente, y de lo insólito, de Gonzalo, temo el sufrimiento, como de Artaud y de Eduardo. De modo que estoy otra vez fuera, bailando con Helba Huara, hablando con Gonzalo, besando apasionadamente a Henry, llorando porque Henry escribe acerca de June. Aquí está el dolor, aquí está la enfermedad. Pérdida. El miedo a la pérdida.

Temí perder a Henry, primero con Helba, luego con la mujer de Budapest que iba a ver. Cuando aquella tarde discutimos sobre Budapest, cuando lo invitaron, sufrí tanto que no pude hablar. El dolor me puso enferma. El demonio, hay un demonio. Diario, doctor, mundo, Dios, cúrame, ayúdame, sálvame. Sufro, sufro humildemente.

Como Henry no es total, no es un absoluto, traiciona a todo el mundo, incluso a sí mismo y a Dios (lo escribe en su libro sobre June). Henry sólo ha sido sincero conmigo, lo cual lo salva como artista.

Después de una de nuestras discusiones violentas, Henry deja de llevar su aburrida vida en los cafés. Se convence de las cosas, pero le cuesta tanto, es tan torpe. Hoy mismo empezó su libro sobre June con una complicada cita de Abelardo. Le digo que las citas son literarias. Sólo sirven cuando se relacionan con las ideas, no con la experiencia. Que nadie me diga: «Lo que siento por ti lo dijo Nietzsche con estas palabras».

El temor de Henry a morir de hambre o a ponerse enfermo es como mi temor a perder a las personas que amo.

Cuando estoy absorta entre la gente mi voz viene entonces de otro mundo. Henry ha observado el contraste entre mi charla cálida, casi apasionada (casi siempre con él) y mi actitud débil, inútil, de mundo alejado, cuando hay varias personas y he perdido el interés.

Estoy agradecida a los hombres que pueden embriagarme algo físicamente, porque me liberan del lazo que me une emocional y obsesivamente a Henry. Placer.

26 de junio de 1936

Quai de Passy 30, París 16ème, 7.º piso.

Nuevo paisaje, creado sin esperanza o alegría, sin sentido de permanencia o de convicción de su conveniencia. Pero inevitablemente bello. Bello y moderno, sencillo, veraniego, placentero. Paredes de color naranja, alfombras marroquíes de lana blanca, sillas de nogal pálido y piel de color crema, una gran mesa de madera de pino con una superficie arenosa para que parezca la pálida arena de la playa. Luminosidad, falta de formalidad, de suntuosidad.

Creado durante los días de calor y en el tormento de un periodo de separación de Henry, padeciendo su inhumanidad mientras él escribe, padeciendo de celos.

Agradecida a George Turner por su capacidad de me distraire de ma douleur.

Sí. Turner. Desde la noche en su apartamento, cuando bailamos juntos y sentí un deseo violento; luego en Nueva York, donde no lo quise a causa de Henry y de Rank y aun así me rendí; luego en París, en el ascensor y en el taxi, otra vez la embriaguez. Por último, una tarde, vino a verme y me sentí estremecida y deseosa, nos echamos en mi cama, pero estaba nerviosa y no gocé.

Pero ayer, ayer vino aquí y en el apartamento estaban Madeleine y el hombre de las mudanzas, y Chiquito en la habitación de al lado. Y George y yo nos sentamos en el sofá y sentí oleada tras oleada del deseo más violento, y nuestras bocas se abrieron anhelantes de besos y mordiscos y sus ojos estaban como borrachos cuando dijo: «El solo hecho de pensar en venir me ha excitado. Dios, eres la mujer más excitante que he conocido, me gustaría tomarte aquí mismo, es doloroso desearte tanto. Vamos a imaginarlo… abre las piernas, abre las piernas. Anoche te imaginé, ahí, yo jugueteando, haciendo barbaridades juntos». Nos levantamos y nos acercamos a la ventana. «¿Puedo deslizar mi dedo ahí, puedo?». Me levantó el vestido junto a la ventana y sentí el fluir de la miel. Y el aturdimiento, la sensación de caer, de fundirme, el anhelo de boca y sexo.

—Te enseñaré el apartamento que se alquila, te vendrás a vivir aquí —le dije—. Vamos a fingirlo.

Bajé corriendo con él, pero el apartamento en alquiler estaba ocupado, y estábamos en el pequeño ascensor cuando le dije: «Quedémonos aquí; dale al botón del octavo piso». Y allí nos paramos. Yo tenía su pene en mi mano. Estaba muy duro y grande y ya un poco húmedo, y allí mismo, en el ascensor, me tomó, salvajemente, oh, salvajemente, mientras subíamos y bajábamos varias veces, de modo que ahora no subo ni bajo sin sentirme loca de deseo. ¿Y quién es George Turner? No importa. Nada importa que no sea la embriaguez.

Hoy vi a Henry. Me había quitado el anillo. Tuvimos una escena. Se arrojó sobre mí con tanto amor, abrazándome tan apretadamente, que todos mis miedos y dudas se disiparon. Le dije que me sentía divorciada, como durante otros ciclos de su aburrimiento. Le pedí, le supliqué, que me dijera la verdad: ¿Iba todo bien entre nosotros? Pero ¿cómo puedo creer yo en Henry, cuando ayer pude desear vorazmente a George y hoy puedo derretirme de amor y pasión por Henry?

Qué gran alivio que no sienta amor por George, sólo pura sensualidad, refugio del dolor. Cómo me gustan las palabras de George, su cortejo erótico, su manera de hacer el amor, su emotividad, su rostro femenino cambiante, sus apasionados ojos azules.

Henry se preocupa por su edad, dice que envejece.

Es curioso cómo bailé con George hará unos ocho años y cómo me hechizó (su encanto era proverbial en el banco; su carrera amorosa, la manera en que las mujeres lo perseguían). Pero no prendió aquella chispa violenta para que el hechizo diera lugar al deseo.

Parece como si temiera más perder a Henry cuando lo traiciono. Supongo que es porque espero el castigo. No lo sé. La noche. Busco la noche, para sentir, para vivir, para conocer sólo los caminos de la noche, los sentidos, las visiones en el fuego. Siempre que la creación aleja a Henry, me sumerjo en la noche, en la sensualidad, y siempre ocurre después de un momento difícil de dolor (como en Nueva York), cuando tengo la sensación de que Henry es todo arena y esponja, sin núcleo, sin nada por donde cogerlo, un abismo, disuelto.

Las noches de tortura en Nueva York, la noche en que empezó el libro de June, cuando lloré: «Quédate a mi lado, Henry, abrázame fuerte, me costará mucho soportar esto humanamente. Te amo de aquella manera absoluta que dijiste que ya no existe. Creo que te entregaste a mí tal como me escribiste la primera vez que fui a Nueva York». Le expuse todos mis sentimientos, como: «Hoy necesito oírte decir que todo va bien entre nosotros, necesito oírtelo decir». En lugar de decirlo, Henry me besó profundamente y, después de tomarme, siguió besándome… esto es donde el amor empieza.

3 de julio de 1936

¡Oh, diario mío, qué desbordamiento de vida! Todos los celos y el dolor se han disuelto en la riqueza del vivir sensual, en desear a George. George y yo bailando otra vez en nuestra fiesta de estreno del apartamento, bailando bajo los farolillos de papel semitransparente la música tahitiana que tocan tres tahitianos mientras la hermana de estos baila. Las aguas del Sena fluyen esplendorosas, el baile y el canto tahitianos, las paredes naranja, la luz de los farolillos, y Gonzalo, tan magnífico, le tigre qui rêve.

Gonzalo, un indio inca, de ojos y cabellos como el carbón, de hermoso semblante. Recuerdo la primera vez que lo vi, mi emoción ante su belleza, su color moreno, su intensidad. Gonzalo, místico, soñador, puro; noblesse, grandeza, clase, profundidad, raza. Gonzalo, que murmura mientras bailamos: «Anaïs, Anaïs, es usted tan fuerte, tan fuerte y tan frágil. Me da miedo. Cómo influye en mí. Me da miedo, Anaïs, la música más bella que ha compuesto su padre fue su voz, tan extraña. Es usted toda sensibilidad, la flor de todo, la estilización, el perfume de todas las cosas. Es única, Anaïs».

Todo esto en español. Mi sangre oye en español. Oigo el español por oscuros canales subterráneos. Siempre he esperado el lenguaje amoroso en español. Para oírlo mejor mi mejilla roza su morena mejilla india y deseo que me abrace como George me abraza un momento después, me abraza sólo para sentirlo, me aprieta cálidamente, y bailamos, los sexos soldados, calientes, ardiendo, mientras dice: «Abre tus piernas, Dios, te deseo como un condenado, podría tomarte aquí mismo». Puta, puta, en definitiva puta.

Pero bailar con Gonzalo es un sueño. Anaïs, te has dado de cabeza más de un millón de veces contra la realidad del mundo, no ves cómo son la ciudad, las casas, los hombres; ves más allá.

—Anaïs, he visto miles de mujeres, pero ninguna como tú…

¿Por qué, Gonzalo, no me abrazas como abraza George? ¿Por qué el cuerpo siempre ha de ir en una dirección y mis sueños en otra? Gonzalo, estoy aquí, sentada, esta noche, con tus ojos como la noche, una noche sin luna. Vivo ahora en la noche como la luna que soy, como el nombre de la luna que llevo, estoy aquí sentada porque me has arropado en tus sueños. Te temo tanto como tú me temes. Temo el sueño, el sueño que me arranca con fuerza de George, de baile ardiente, lascivo, erótico, boca roja, ojos lánguidos. George celoso de Gonzalo, siempre emotivo, erótico, George, que me pellizca, se me adhiere, sin aliento, enfermo de deseo. Gonzalo, celoso también, intuitivo, me busca y me encuentra bailando con George en el rincón más oscuro, el Sena brillante, fluyendo, las luces reidoras, la gente que baila y sale al balcón para besarse. Allendy, que observa, De Maigret, Henri Hunt, Marguerite Svalberg, hombres, mujeres, mujeres hermosas, rostros suavemente sensuales, atmósfera sensual, todo el mundo sensual dándome las gracias por la estupenda, estupenda fiesta, como la noche de un cabaret, la noche en el balcón, poesía, Gonzalo, el león orgulloso.

Al día siguiente Henry parece disminuido y, con él, el dolor constante de su destructividad, porque ahora sé que Henry destruye todo cuanto ama, lo devora. Si yo, como June, soy poesía e ilusión, él las devora con su realismo, destruye, tiene que destruir, devorar. Es algo sutil, no sé cómo ocurre. Vuelvo a vivir sola, con Helba, Gonzalo, la ilusión y la poesía. Empiezo a florecer de nuevo… nuevas creaciones, una capa blanca con la que me pavoneo, y mientras la revolución gruñe amenazadora a mi alrededor, tiene que haber más poesía, más y más.

Gonzalo. Desde el comienzo me llamó su voz. Cuánta ternura, cuánto fervor en su voz. La primera vez que nos vimos, le dijo a Henry: «Su esposa es encantadora, maravillosa». Y tuve miedo, como se tiene miedo de la belleza. Mi casa es como el interior de una concha marina por su color blanco cremoso, naranja, por su luminosidad. Con Gonzalo sobran las palabras para todo, siente la totalidad de lo que soy, no hay palabras, sólo oleadas de conocimiento místico. Soñador. Soñador. Se ha llevado a la cama mi libro y lo lee una y otra vez. Dice que La casa del incesto es para él como una droga.

Círculos. Veinte años buscando este momento, este momento cuando estoy echada en la cama de un hotel de Cádiz sin el diario, porque el flujo de las aguas envenenadas por las penas y los recuerdos se ha detenido. El diario como espejo, el diario como tranquilizante, el diario que sustituye la charla, descansa ahora como yo descanso en la cama de un hotel de Cádiz, sin nada que rumiar, sin nada que volver a saborear. La vida pasó cuando pasé por Fez, sin dejar jirones. El sol reposa en el agua, mis ojos y boca están abiertos, mi cuerpo está abierto, respiro y amo sin necesidad de decir respiro y amo. Cuando de niña me vi atrapada en las tenebrosas criptas de la catedral sentí el miedo de que me encerraran entre los muros de mis propios terrores. Estaba ligada y vendada por mi herida, como una momia, después de un calvario de veinte años de dudas. Un amplio círculo de combates con un yo tullido. En el vivir sensual sólo hay placer, amar a todos y no a Uno. Gonzalo, tú eres el Uno. ¿Qué me pedirás? El día en que George pudo darme la embriaguez como embriaguez de la pasión, le estuve agradecida. Gonzalo, ¿has venido a recordarme otra vez lo que es el amor, cuando soy una puta, cuando me he cortado las faldas, me he hecho una nueva chaquetilla de paño marroquí, cuando no quiero conseguir nada que no esté a mi alcance, ninguna luna, ninguna estrella? Gonzalo, me obsesionas. Me preguntaste en español: «¿Podría mezclarse con alguien que no sea de su sangre?». Cuando hablaba de sangre se refería al idioma español, que los dos hablamos.

5 de julio de 1936

La fiesta. El estudio. Los músicos tahitianos. Mucha gente que no puedo ver ni oír. Gonzalo más alto que todos, ojos oscuros como cavernas infinitas, brillantes, Gonzalo, cuyos brazos dorados están desnudos, Gonzalo, que sigue diciendo a mi oído: «Anaïs, qué fuerza espiritual y vital tiene usted, envuelta en el mito y la leyenda, es como un látigo sobre mí, en cuanto la he visto me he sentido emocionado, ha despertado mi orgullo, por primera vez me siento despierto, quiero ser, Anaïs».

Bailamos juntos, pero sin sensualidad. El sueño nos envuelve, nos hechiza. Perú. Su hacienda. La cultura india, las leyendas, la distancia entre la gente. La inmensidad aplastante de la naturaleza. La belleza de su cuerpo, el olor de su cabello. Debajo del estudio, bajando las escaleras, hay una habitación. Cuando bajo, Gonzalo baja; impulsados, conmovidos, ciegos. Bajo y nos quedamos de pie, frente a frente, yo digo que Hugh llevará a Helba a casa (Helba ha pedido que la lleven a casa). «Ya la llevaré yo», dice Gonzalo, pero no se mueve, me mira. «No se vaya», le digo, y el magnetismo atrae nuestros cuerpos y cabezas. «No se vaya, Gonzalo»,[33] insisto muy cerca de él. Me mira muy fijamente y me besa, me besa. Silencio. Corro escaleras arriba. Viene y abre los brazos invitándome a bailar. Pasión que aumenta, una pasión aligerada por los sueños. Salimos al balcón, a la noche, a esta noche, una noche taladrada por un millón de estrellas, como en los trópicos; permanecemos asomados al río, a la noche, a las estrellas, el estudio detrás de nosotros, y nos besamos como borrachos, violentamente, totalmente, con él, que me aplasta contra la pared, pasión taladrada de luces y estrellas, pasión que se desangra en poesía, en éxtasis de reconocimiento, besos que elevan, su cabeza se inclina, sus pestañas, largas y negras, sobre mi boca, su boca, su cuerpo, mi chiquita, mi chiquita, dime cuándo nos vemos.[34]

Hubo un momento, en el estudio, cuando me dejó después de haber hablado como en una canción inca, después de hablarme como en un sueño inmóvil, en que pensé: ¿Vas a quedarte en el borde de la noche, en el sueño? No voy a permitirlo, por pocas palabras que haya, Gonzalo, tu cuerpo es elocuente y el sueño está intacto. Pero están los besos, besos como lluvia y relámpagos, los besos y los ojos orgullosamente posesivos, abriendo y atravesando mi cuerpo. Tomé su cuerpo, lo busqué como una mujer sabe buscarlo, abriéndolo, abriéndolo eléctricamente, Anaïs, Anaïs, chiquita mía, chiquita mía, en lo profundo de las entrañas de la noche, en lo alto de los sueños, por encima del mundo, en la espesura de las nubes, en la ligereza del aire, en la pesada fluidez del río cargado de estrellas caídas, mitos y leyendas, minerales y cactus.

—Con crueldad —dijo—, con crueldad me fustigas para que me mueva. Somos tan viejos que no podemos alcanzar el alimento.

Solos en mi apartamento, nos seguimos besando hasta el día siguiente.

De noche, recorriendo las calles, besando, oliendo.

—Anaïs, vuelves loco a cualquiera. Me siento como si hubiera salido de un fumadero de opio, cegado, drogado. Cómo me atrae tu boca y qué hermosa eres, Anaïs. Tus gestos son increíbles, ver cómo te mueves y andas me extasía. Se necesitan siglos de raza para conseguir un cuerpo como el tuyo. Me obsesionas, me persigues, estoy tan lleno de ti que no puedo hacer nada, no puedo pensar en otra cosa. ¿Conoces los siete círculos místicos? Siete círculos que hay que atravesar hasta llegar al núcleo. Estoy llegando a ti despacito, despacito. Quiero poseer tu alma antes de poseer tu cuerpo. Te quiero toda para mí. Cuando nos encontremos definitivamente va a ser tremendo.

Estoy embrujada por su hermosa cara morena, su vehemencia, su poesía. Crea mientras caminamos, entre besos, una pasión blanca que él, sutilmente, perversamente, intensifica al negarla. No me tomará.

Caminamos ciegamente por la fea ciudad. Es medianoche y nos sentamos junto al río. Siento por primera vez su deseo, pero también me asusta. Demasiado hermoso, demasiado halagador. Estoy asustada, la miel fluye entre mis piernas, pero el ardor está muy arriba, en los cielos. Estamos tan embriagados por los besos que hacemos eses al caminar por las calles. Su pecho desnudo, dorado y oscuro, la suavidad de su perfil, sin señal de huesos, a pesar de lo cual es esbelto, delgado, la espesa cabellera rizada y morena con algunas canas, los ojos más brillantes que los de un árabe, intensos, hipnóticos, de animal; la boca delicada, no sensual; la frente alta y noble; grandeza y nobleza, como un león. Me parece increíble que yo pueda desear físicamente todo eso. Y su vehemencia, su cabeza echada hacia atrás, derramando poesía. No puedo creer que sea mío, no puedo creer sus palabras, son demasiado bellas, como el matrimonio en la India, donde el amante corteja a la novia durante días y se acerca a ella con la mayor delicadeza.

Llena, rebosante de Gonzalo, soñando, flotando, drogada, fui a casa de Henry, a quien no quería ver. Tan pronto como lo vi fue como si nada hubiera sucedido. Henry, meloso, trabajando, enamorado, corriendo a buscarme mientras yo iba de compras porque se había puesto a llover. Henry poniéndome de pie contra una escalera y tomándome con delirio, llevándose el clímax de toda una noche de besar a Gonzalo. Desleal hasta la exaltación, de nuevo en la tierra, durante unos momentos fui incapaz de ser íntegra, todavía con Gonzalo dentro de mí. Pero Henry pudo penetrar mi cuerpo con tanta sencillez y destruir el sueño durante unos instantes.

Unas horas más tarde me encuentro con Gonzalo. Dice: «Te llamé por teléfono a las doce, la criada dijo que acababas de salir. Creí adivinar adónde habías ido, a Villa Seurat. Miller te tiene asida sensualmente. Oh, Anaïs, te quiero toda para mí».

Y así empiezan las mentiras.

Era tan parecido a Joaquín: orgulloso, intransigente, dispuesto a la renuncia. Cuando tiene sed, coloca un vaso de agua delante de él y no se lo bebe. «Tenemos un mundo que crear juntos». He anhelado la noche. He aquí la noche, en Gonzalo y en las drogas. Tengo la sensación, mientras habla inconexa y febrilmente, de que está entretejiendo rarezas y perversidades a mi alrededor, y me siento indefensa. Me siento atrapada en su juego mágico de esperar y alcanzar el frenesí. Es demasiado viejo, lo dice siempre, para llevar una vida corriente; demasiado viejo, demasiado sutil para obtener las cosas directamente. Me lleva por caminos oscuros y añade perfumes, torturas, negativas y exaltación.

Carta a Eduardo:[35] En cuanto a mí, puedo decirte que este hombre, el hombre más noble, más grande, serio, entregado e incondicional, me ha salvado de la vulgaridad de la vida, de ser una prostituta. En sus manos doradas tiene toda mi alma. Me mantiene en estado de éxtasis, como si estuviera comulgando. No quiere mi cuerpo hasta que no tenga mi alma. Es sutil, profundo, intenso, y me ama con locura, con una locura que no he conocido nunca antes, una locura mística sin peligro de muerte, porque es pasión mística y humana, tal como la siento. No puedo escribir ni pensar ni comer ni dormir. Me estoy transformando, elevada.

Busca a la Anaïs que acostumbraba a ser, una que no es vulgar, una que es orgullosa y pura. Lucha contra Henry, contra la realidad, contra todo lo que ha violentado mi naturaleza. Quiere que yo sea una mujer pasiva. Me domina, Eduardo. Este hombre de mi propia raza me domina.

Gonzalo, escribo para estar contigo, como cuando respiro dentro de ti, cuando respiro tu aliento, tu carne, tu pelo. Al principio no supe verte, al menos con los ojos del alma. Los ojos de mi alma, Gonzalo, estaban cerrados cuando viniste. Los hombres tenían cuerpos. La vida era simple, física, sin música. Tú eras más hermoso que los demás. Pero no te vi. Siento oscuramente, Gonzalo, que estoy contigo esta noche. Y nuestra locura. Paseando por las calles, besándonos a la luz del día. El mundo destruido, derrumbado.

«Anaïs, no eras consciente de tu fuerza espiritual. Si pudiera tomarte aquí, esta noche, no te tomaría, no es así como se penetra a una mujer como tú. Quiero penetrarte en la parte más profunda de tu alma». Gonzalo, quiero que recuerdes siempre tus palabras porque hablaste como mi propia alma; hablaste por los dos.

«Anaïs, te he amado desde el primer día». Pero en el jardín de Louveciennes me decía: «Usted ama a Miller», y fue la verdad hasta aquella tarde en que estuvimos junto al río y yo lo miré muy dentro de sus ojos árabes y le pregunté: «¿Qué dicen mis ojos, qué dicen ahora mis ojos?».

No es para escribir, sino para respirar sus palabras dadoras de vida. No quería tomarme sencilla y directamente, habría sido una profanación. Construyó una red de palabras, las alentó rebosando magia, me besó, me abrazó, dejó que la miel fluyera, me desnudó, se arrodilló delante de mí, me adoró, me rindió culto, me hechizó, pero no me tomó.

Completamente sola en Louveciennes, en el dormitorio de Louveciennes, Louveciennes moribunda al resplandor de una pasión nueva. Louveciennes moribunda, la madera podrida, la lluvia que cae, el crujido de los fantasmas. El olor del tiempo, la colcha raída de terciopelo rojo. Y Gonzalo, el indio, deslumbrantemente hermoso, como un sueño de España y Arabia, con su cabeza entre mis piernas, adorándome.

—Tu piel estaba hecha para mí. Tu cuerpo es lo más delicioso de todo el mundo. Ese lugar en el arranque de tu nariz, ese espacio entre tus ojos… daría todos los museos a cambio de esa línea de belleza antigua. Hay tanta belleza en cada uno de tus gestos, en cada línea de tu cuerpo. Anaïs, me haces llorar de felicidad. El calor de tu piel, tanta ternura, tanto ardor.[36]

Cuando caminaba desnuda él me miraba extasiado. Toda la noche, toda la noche soñando. Él durmió un momento. Se despertó deseoso, deslizándose dentro y fuera de mí, rápidamente; apartó su deseo, aumentó nuestra fiebre, palabras como caricias, caricias como palabras, como drogas. Y otra vez su deseo, la renuncia, la fiebre, el sueño, el éxtasis.

Destruyó mis falsos papeles, el del cortejo activo que Henry me pedía. Su instinto de amante español rechaza la actividad de la mujer. Lloré de alegría. Entendí al instante todo cuanto era delante de Henry, la pasividad, la entrega. Lloré de alegría al ver sus sutilezas, al ver todo lo que había perdido en mi vida con Henry, la voluptuosidad del ensueño creciente, el ardor del humo y el fuego, ahora dos amantes, no yo la amante; dos amantes que se corresponden.

Cierro mis ojos y veo los suyos, tan intensos y visionarios. Anaïs, esta eres tú, estamos en la catedral de Notre-Dame, suena el órgano, estoy llorando, las nubes de color púrpura descienden desde las ventanas. Te estoy buscando, ángel y demonio. En la oscuridad nos besamos, su rostro es un sueño que pasa delante de mí, la boca delicada, tan seria, nada sensual.

¿Qué sangre corre por sus venas? Sangre de raza antigua, sangre de mi pasado, el orgullo de mi Padre, la noblesse de Joaquín, la belleza de la realeza. Qué es lo que agita mi alma, mi Dios, mi pureza. Y la miel fluye. Se lo dije, en Louveciennes, ha estado fluyendo durante tres días y le gustó tanto que todavía se ríe, recordando, mi vasito de miel,[37] la miel que no quiere beber. Y ahora lo he comprendido y saboreo la espera, la profundización, y no podemos pasar un día sin vernos, pero estamos pasando una especie de purificación por el fuego, atravesando los siete círculos mágicos, hasta el centro de nuestros seres, lentamente, extrañamente. Hablando poco en medio de la embriaguez de nuestro amor, respirando los cabellos, oliendo la piel.

—¡Cómo has colmado mi vida, Anaïs! La otra noche fue una noche de amor, la más hermosa de toda mi vida. Quiero contemplar tu vida. Qué maravillosa eres, mi chiquita. Tu cuerpo es una maravilla de misterio. Sabes cómo despertar la pasión. No puedo pensar ni escribir ni comer. Como si estuviera borracho, chiquita. Estoy que me caigo. No puedo pensar en nada, salvo en ti.

Su voz. Su voz es grave, pesada, ronca y rica. Su suavidad india, sus gestos rápidos, su frente tan alta, los rizos negros que aparecen detrás de las orejas despiertan en mí una tempestad de deseos. La línea suave de su cuello, su pecho dorado oscuro, su cabeza leonina. Bondad y nobleza, inteligencia rápida, viva, ardiente.

Escribo para respirar con él. Sensación de fatalidad, de término. Miedo como no he sentido hasta ahora, ahora que ha sido una locura. Locura de besarnos en aquel balcón, donde Hugh o Helba, o los demás podían vernos. Locura de bailar siempre juntos, de hablar juntos. Puedo olerlo en mis dedos. Su carne, igual que él me olió embriagado en la catedral, junto con el incienso. Lloré por estar tan desnuda, tan despojada de mi dureza, de mi vida humana, el laberinto de mi vida repasado para encontrar las raíces en el incienso.

Esta locura, ¿adónde nos llevará? Nunca sentí miedo de nada mientras yo era la amante, la única con ojos abiertos, con ojos visionarios, pero ahora estos ojos están ardiendo, y somos los dos quienes cantamos, olemos y adoramos con palabras y plegarias, con sexo y visión, con el cuerpo y con los sueños. ¿Adónde va a llevarnos? ¿Adónde?

Carta a Madre: Quizá pienses que estoy loca, pero sólo es que me siento muy feliz, nada más. Ayer por la tarde estuve en Notre-Dame, asistí a las vísperas, y lloré y volví a encontrar mi alma. No sé dónde estaba. Como recordarás, una vez la encontré en el hospital. Y ayer volví a encontrarla. Estuve allí, en la catedral, y lloré, y hoy me siento feliz. Todo está tan bien, estamos tan tranquilos, Hugh y yo, la casa es tan agradable, el gato tan divertido, y tenemos bicicletas y pronto nos iremos al campo, pero no hay nada de sol, no hace calor, y a causa de eso no hemos podido alquilar Louveciennes y no ha ocurrido nada. Te pagaré el alquiler mañana, y deja que Joaquín lea esto, es para él, es lo que ahora se llama el estilo moderno de escritura, con todas las frases juntas, lo estoy haciendo para que te rías, porque a ti te gusta mucho el surrealismo. Espero que le guste mi libro a Alida, a ti también te gustará algún día, no sé cuándo, cuando te des cuenta de que es todo un sueño y de que los sueños son necesarios para la vida, y sepas que no todos nuestros sueños son santos, ¿verdad?, tú tuviste algunos que no eran tan santos, nuestros sueños no lo son, pero eso no hace daño y no cambia lo fundamental del alma, quizá llegará el día en que creas tan firmemente en mi alma que no te importen mis pequeños caprichos y locuras, no fruncirás el ceño, sólo escucharás y sonreirás, igual que te imagino escuchando y sonriendo cuando estás lejos, nunca te imagino enfadada o disgustada conmigo, o desilusionada, cuando estás lejos todo es agradable, como era antes y siempre, cuando yo me dedicaba por entero a ti, y esta dedicación permanece, por más que la vida me haya separado de ti y viva ahora con Hugh, sólo que no te lo crees mucho y me has apartado de ti un poco, riñéndome por cosas que he hecho distintas de cuando era una niña, pero, fundamentalmente, Mamacita,[38] nada ha cambiado, si una es buena, nada cambiará nunca, te quiero mucho.

14 de julio de 1936

Amo a todo el mundo, a esta tierra, a todos los hombres: esta es mi pasión y muerte, muy dentro de la oscuridad con Gonzalo, oscuridad, luchando contra la posesión y la invasión, viendo toda mi vida al mismo tiempo, y pequeños fragmentos de mí fuera de sus manos suspirando por volver a Henry.

Henry y yo, sentados juntos, después de que yo haya leído setenta y ocho páginas de su libro, en el cual afirma una de las verdades más trágicas: «La vida no me interesa, lo que me interesa es lo que estoy haciendo ahora (este libro), que es paralelo a ella, pertenece a ella, pero, a pesar de eso, la trasciende… Con la fe de June, tal como era, tenía que haber sido un dios».

Ahora que la ha perdido, la ama con palabras; cuando ella estaba aquí odiaba todo lo que ella era, la destruía, la atacaba, del mismo modo que me menosprecia con su falta de adoración, sin abrazarme; ningún acto presente de amor, pero sí un apartamiento perverso, una pérdida.

Le dije: «Henry, me he estado alejando de ti. Me siento morir participando en tus esfuerzos para que nuestra relación no sea romántica. Ha sido muy grande. No quiero empequeñecerla. Hay algo en ti que quizá no te haga incapaz de amar pero que hace que destruyas todo cuanto amas. Lo sabía y creí que yo sería más fuerte que eso, pero me has hecho daño. Sólo hace poco que he empezado a vivir de nuevo, a recuperar mis fuerzas del amor que recibo. He encontrado en la vida lo que me has negado, lo tuyo es algo demasiado sutil para definirlo, la muerte que destilas amando siempre aparte, en alguna otra parte, no siendo completo».

Incluso mientras escribe sobre June no puede ser sincero con aquella pasión; se extiende y se pierde en otras mujeres, en otros deseos, como un río demasiado ancho. Nunca la amó realmente en la vida, en el presente, en la realidad, sino sólo en su pérdida o mediante el dolor. La verdad es así de sencilla, y todas las perversidades de nuestro amor me asfixian, mis propios sufrimientos, mis concesiones, compasión, fe, generosidad, y Henry negativo, pasivo, irreal, sólo real en lo prosaico, y yo renuncio a la poesía, la busco en otra parte, lamentando que él no la posea. Ninguna alma en Henry, por más que dos mujeres le entregaron las suyas. No sé.

Sentados en silencio, Henry dice: «Sé que tengo algo muy malo, alguna perversidad».

Somos yo y June, prolongando la tumba que él hace del momento presente en que exige pasión y ambas, June y yo, buscamos el amor en otra parte, lloramos por un Henry no nacido, abortado, amante de palabra, poeta que sólo nos llora después de muertas.

Y sentados en silencio una lágrima cae de mis ojos, una lágrima azul porque mis pestañas están pintadas de azul, una lágrima azul en la postración de mi dolor, de mi soledad con Henry. Digo: «Una lágrima azul, qué divertido. Mírala. No estemos tristes. No sé si esto es el final. Te quiero, Henry, pero me alejo de ti para reconstruir los sueños, para reconstruirme yo misma, lo que he perdido: el éxtasis. Escríbeme, cuida del Sueño. Ahí es donde yo estoy, riendo. Y no nos pongamos tristes. Quizá mi poder sea más fuerte que el tuyo, el tuyo para matar la vida. Me voy a buscar la vida que tú tan extrañamente has devorado con tus odios, rechazos y renuncias».

Me quedo un momento en lo alto de la escalera. Henry se pone a reír histéricamente. Henry loco. Henry lleno de fisuras. Henry fragmentado, todo grietas y escapes, disperso, riendo, luego me abraza y me besa. No, estoy muerta para ti, Henry, Gonzalo me espera. Sabe que he estado con Henry toda la tarde. Dejo que lo sepa, malicia y crueldad, porque lo amo un momento menos, un grado menos, un respiro menos de lo que él me ama. Henry me besa y me hundo en el agua, en la oscuridad, en la disolución, matrimonio en el vacío, matrimonio en disolución, la disolución de Henry, agua, deseo, me hundo, me lleva hasta el sofá, es todo deseo, no sabe amar, desea, su sexo arde y está erecto, así es como ama, su sexo ardiente y erecto y sus dedos suaves, pero yo pienso en Gonzalo, que me espera, y no respondo, soy pasiva.

Gonzalo casi se arrodilla al verme: «¡Anaïs!». Casi de rodillas, roto de angustia y celos. Y yo estoy en fragmentos. Oh, Gonzalo, hazme entera. Un parte mía llora por lo que Henry no ha satisfecho, por lo que Henry no ha sido y tú eres tan divinamente.

No podíamos estar solos, teníamos que estar con los demás y fue una tortura nuestro deseo de tocarnos, lo sentía como un imán, su mirada me aturdía. No pude comer. Estaba mareada de deseos. Y porque hice brillar mis pendientes de coral, porque miré tiernamente a Pita, a «Puck», como lo llamo, para no mirar a Gonzalo delante de Hugh y de Helba, y porque Pita, cuando salimos, me cogió del brazo y me hizo bailar por las calles, Gonzalo nos dejó, sombrío y enfadado, y estuvo bebiendo toda la noche mientras yo suspiraba esperándolo. Se torturó sin ninguna razón, me odió, no quería que nadie me mirase, que nadie me tocase.

He corrido a verlo esta mañana. Gonzalo, ¿tendrás la fuerza de hacerme entera para ti? Rank fracasó, como tantos otros.

Desde lo más profundo de su dolor me dice: «Camina delante de mí, déjame ver cómo andas».

«¡Qué agonía, chiquita!».[39] Habla de renuncias, de sufrimientos. ¿Es que la pasión ha de ser sufrimiento, posesión, celos? Está ofendido por mi temeridad, por mi profanación; nos hemos echado en la cama de Joaquín, todo es amor para mí, el amor es todo uno, Joaquín, mi Padre, Henry, amor, sexo, pureza, el sueño, todo uno, el mismo fuego, el mismo rojo vivo, la misma desesperación.

June y yo pensábamos que nadie podría separarnos de Henry. Si Henry hubiera comprendido, si Henry hubiera salido a la calle gritando: «Tu voz me envuelve, Anaïs, me ahogo en ella; habla de modo que pueda oírte, mueve la cabeza, ríe, oh Anaïs, lucho contra tu voz, que me destruye». Si Henry hubiera vencido a los demás hombres, se hubiera arrodillado, adorado, defendido… pero Henry es como la arena, como el agua: «Nunca me preocupé lo bastante, eso hacía la vida fastidiosa, todo me importaba un pito». Gritando desaforadamente sólo cuando lo torturábamos, y ahora debo torturar a Gonzalo. Lo exige, me crea, inventa para mí lo que debo hacer.

Antes de ir a ver a Henry ya sufría, de modo que sentí el impulso de ir a ver a Henry y dejar que supiera a qué hora iba, y ante su sufrimiento quiero reírme, me empuja la sensación de poder de un demonio, de casas ardiendo, de carne envenenada. Está viciado, es tortuoso, ahí es donde puedo confiar en él: las alegrías, todas nuestras alegrías tienen que retorcerse y convertirse en dolor agudo, la espera, las caricias, el deseo refrenado, el laberinto, la claridad en relámpagos, Gonzalo y yo caminando por el puente, el viento que agita mis cabellos, Gonzalo en éxtasis, Gonzalo contemplando la blancura de mi rostro en la semioscuridad, Gonzalo buscando todo lo que yo fui antes de que apareciera Henry, las sutilidades que me llevan al sencillo mundo de la fiebre sensual en el que caí con George Turner antes que con Gonzalo.

Pero la fiebre sensual la llevo dentro de mí. Sueño eróticamente, sueño lo opuesto a mi vida con Gonzalo. Sueño con hombres altos que me poseen y tengo muchos orgasmos; sueño con la bestialidad y me despierto con el sabor de Gonzalo en mis labios, deseándolo; el mundo de la carne parece infinitamente hermoso porque lo abandono rápidamente en las alas de la carne dorada y oscura de Gonzalo.

La vida como sueño, como pesadilla, un baile, un fuego y una muerte. Vida y muerte, Gonzalo y yo besándonos en el delirio de la pasión. «Anaïs, nunca me había enamorado así antes, es como una herida». Y Henry y yo acostados en la oscuridad, sin sentir ningún deseo, y lloro histéricamente: algo ha muerto entre nosotros. «No puedo vivir sin pasión, Henry. Ayúdame a separarme de ti. Te cuidaré siempre». Henry aturdido y en silencio. Henry y yo paseando y Henry, que me dice con la voz rota: «Eres la única. Pensé que eras la madre, pero eres más que eso. La vida no significa nada desde que me hablaste de Gonzalo. He vivido una pesadilla, hay algo muy fuerte, algo eterno».

Cuando Henry emplea la palabra eterno, dan ganas de reírse. Henry empleando la palabra eterno mientras el anillo de Henry no está en mi dedo desde la noche en que Gonzalo y yo nos sentamos junto al río. Henry y yo besándonos sin deseo, pero con un amor que envenena mis alegrías, un amor moribundo que relampaguea en mi sueño con Gonzalo.

Cuando Gonzalo y yo paseábamos embriagados, besándonos, por la Rue de la Gaitée, vi el hotel adonde fui primero con Henry, y pasé por delante llorando a solas la muerte de nuestra pasión, y cuando reparo en Gonzalo todo mi ser se estremece al darme cuenta de lo mucho que hemos recorrido para encontrarnos, de lo perdidos que estábamos, Gonzalo entregado a la bebida, destruido por una mujer que no amaba, a la deriva, y yo negándome mi propia identidad y viviendo de sueños, relacionándome con cuerpos, sólo con cuerpos, en un cálido mundo sensual de clara soledad.

Cuánto hemos recorrido sigilosamente. Las caricias vinieron antes que las palabras. Y ahora despertamos de la droga de nuestros besos, escuchamos nuestras conversaciones mientras soñamos con el alma del otro, y no puedo creer, no puedo creer en esta colisión de espíritus, risas y conocimientos encerrados en el cuerpo divino de Gonzalo, en las frases medio acabadas de Gonzalo, que me penetran tan sutil y voluptuosamente. Gonzalo, virtuoso de las palabras, por los múltiples caminos de las sensibilidades, matices, sentidos y músicas, su concepción y comprensión de mí antes de surgir las disonancias, su repudio de las disonancias, su restitución del sueño.

Estamos tumbados delante de la puerta de Roger. Roger ha salido. Tumbados en el zaguán, esperando en la oscuridad. Me besa con delirio y caigo hacia atrás, igual que hacía cuando Henry me lo pedía y, tal como me lo pedía Henry, deslizo mi mano para desabotonarlo, pero Gonzalo se encoge y retrocede ofendido. En el sexo, Gonzalo es un hombre, voluntarioso, orgulloso, con iniciativa; pondrá mi mano allí cuando lo quiera, y recuerdo los esfuerzos que hice, las violaciones, para complacer a Henry. Yo tenía que ser el amante. Ahora el amante es Gonzalo. Gonzalo me da normas, órdenes, crea, corteja, adora. He de ser orgullosa y recibir. He de ser. Es él quien da, quien crea. Hace las pausas, los rodeos, los rodeos sutiles que aumentan nuestro sueño, crean la leyenda, la noche que nos rodea, las profundidades.

Grito de alegría. «Anaïs, tu orgullo, quiero tu orgullo, el orgullo que llevas dentro y que ha despertado el mío». Yo, también, que me he profanado, que me hice violencia. Yo tuve su maravilloso pudeur. Aún no he visto todo su cuerpo y, como en sus frases inacabadas, el misterio planea, y la música nos arrastra al éxtasis, noches de éxtasis, de expansión en el infinito, de flores que se abren sin que caigan sus pétalos, silencios. Detrás del hermoso rostro antiguo, rostro de siglos de poesía, yace un mundo, un mundo inmenso, como el que llevo dentro, de armónicos. «Quiero vivir, qué impulso de vida me das, no sabes lo que eres para mí».[40] Se hunde en pozos de tristeza, «porque te quiero demasiado, chiquita».

Los dos sentimos el mal de amor, el dolor, sí, la fiebre devoradora, la languidez y los anhelos, los anhelos insaciables, tan profunda es la herida de su penetración, tanto me ha envuelto, me ha sintonizado. Qué músico, a la espera del perfume, de la hora, de la canción.

Fatiga. Doblegada por la maravilla. Hay momentos en que no puedo creerlo. Mirando su rostro recortado contra el cielo mientras paseamos, escuchándolo, no puedo creerlo. Estoy soñando. Sueño este rostro, este cuerpo, el conocer, la sutileza, un sueño de alma y espíritu, la delicadeza de la textura, de la poesía, de la música y el fervor.

Un ardor más intenso que con Henry o con mi Padre, una ternura apasionada, suma de sentimientos, de amor profundo, de vibraciones, sensualidad a una con el amor. «Es como magia, Anaïs. Me pierdo dentro de ti, en tus ojos, en tu cuerpo tan bello, tan bello, en tu frente tan pura, y en los ojos que no son tan puros, en tu cara, cara de española antigua, en la bella línea de tus hombros, en la manera que tienes de mover la cabeza. Hay dos maneras españolas de mover la cabeza, una vulgar, al estilo de las madrileñas, que no me gusta, la otra es como tú la mueves, con orgullo».[41]

21 de julio de 1936

Ardiendo como antorchas. Noches en blanco, sin dormir, abrazos voluptuosos. Sólo me tomó hace unas pocas noches, el sábado, en la cama de Joaquín, después de excitarnos y rechazar el clímax cada vez, durante toda la noche.

Alegrías interrumpidas por el dolor a causa de Henry. La fe y el sufrimiento de Henry. Henry, que aún lleva el anillo y dice: «No tengo miedo. Nuestra relación excede todas las cosas, es eterna». Y yo le había dicho en la oscuridad: «Gonzalo y yo nos amamos». Pero cuando Henry empezó a sufrir, a ponerse pálido, sus ojos azules cansados, su boca torturada, su voz rota, empecé a replegarme: No me había entregado. Esperaba. Creí que la unión física entre Henry y yo estaba muerta. Durante días hemos padecido pensando en la separación. Hoy, con la voz rota, Henry dijo que quería creer en esta unión indestructible entre nosotros, que habíamos intentado dejarnos mutuamente en libertad, pero que era difícil. Oh, tan difícil. También se había sentido celoso, pero no quiso destruir nuestro amor con los celos, del mismo modo que yo. Sufre en este momento, por más que yo haya aceptado lo que él honradamente admite como infidelidades superficiales.

Cuando veo a Henry caminando hacia donde estoy me conmueve las entrañas, siento una inmensa ternura, pero no lo deseo sexualmente. Es más como la pasión sensual de una madre. No tengo los mismos sentimientos con Gonzalo. Para mí es el hombre, el compañero. No sé. Gemelos quizá. Deja las frases sin acabar porque yo sé lo que va a decir. Es el sueño que sólo sé expresar cuando escribo. Lo parece, lo respira, lo habla, lo vive. Qué tortura es esta llama que él no quiere que sea sensual; cada caricia tiene un significado, cada posesión es el resultado de las chispas del conocimiento. ¡Quiero sublimar todo, subir![42]

Ascensión. Mi cuerpo está destruido, arde, no hay salud ni paz sino alturas vertiginosas de emoción.

Anoche, toda la noche, fluyó mi miel. El amor, la seriedad y la profundidad de su mirada me detuvieron con respeto. Gonzalo, nunca he sentido con nadie lo que siento ahora. No es el instinto enardecido, sino una especie de pasión mística; nuestros cuerpos vibran en el abrazo, vibran, vibran, arden, se funden. Nunca he visto semejante amor rebosante, semejante ternura. Me quema la piel con sus besos. Yacemos durante horas en un suave sueño de besos y misteriosas introspecciones. Recuerda cada escena, cada palabra, el talante con que nos encontramos. Nos fuimos al alba, exhaustos, hambrientos. Sólo dormimos una hora y media, creyendo que yo estaba demasiado cansada para sentir algo, pero cuando dejé a Henry a las tres y media (no pude responder a sus caricias, las evité) el hambre y el dolor se apoderaron de mí y creció mi impaciencia. Gonzalo me había pedido que fuera a verlo. Nos arrojamos en los brazos del otro, como si hiciera muchos días que no nos viéramos. «Estoy loco», dijo, «loco». Cierra los ojos, se funde conmigo. Somos como una droga para el otro. Y nos ponemos muy tristes cuando despertamos.

Toda mi vida se ha detenido. Las cartas se quedan sin respuesta; mi ropa está descuidada, La casa del incesto se cubre de polvo, los amigos olvidados, el psicoanálisis lanzado por la borda, la vida está narcotizada, la mente, inactiva. «Yo persigo lo irreal»,[43] dice Gonzalo. Regreso a mi ámbito original, lo irreal, pero no a la enfermedad.

Su mentalidad, sus sutilezas, se revelan cada vez más tras el rostro reflexivo y soñador. Aristocrático, bohemio. Cuando se peina la larga cabellera y camina orgullosamente, parece un rey. Despeinado y besando salvajemente, parece un indio. Sus ojos arden en una oscuridad sagrada. Su piel, su extraño sexo, tan moreno. Su pudeur —nunca muestra su cuerpo desnudo— nunca me deja tocarlo, tomarlo. Ternura porque me he cortado en un dedo del pie; vendas, lavados. El mismo dedo sangrante ante un Henry inútil e inerte.

Hoy se lo reproché a Henry: «Cuando eres tan totalmente pasivo, dejas de ser tú mismo».

—Estoy asqueado por mi incapacidad para vivir —dijo Henry.

Habla de cómo June mató su fe y le produjo una sacudida emocional terrible: «Cuando vuelvo a ver el dolor, quedo paralizado, soy fatalista. No sé actuar». Al pensar que me había perdido, sólo pudo permanecer en silencio, en la oscuridad.

Observo que, cuando le hago daño, pierde su fuerza, su fe en sí mismo, lo cual parece que le obliga a re-crear, de modo que, instintivamente, lo hago, y entonces me pregunto: ¿Qué puedo hacer? Sólo dispongo de tres noches y he prometido a Gonzalo que no iré a Villa Seurat, y he prometido a Henry que vendré, y nadie va a entender que para mí el amor-compasión es tan fuerte como el amor-pasión.

No he mentido a Gonzalo. Es demasiado intuitivo. Le he dicho: «Mi pasión por Henry ha muerto». Y le he contado cada vez que he visto a Henry.

Al mismo tiempo, mi pasión por Gonzalo me excita tan totalmente que hace que me sienta histéricamente sensible y consciente de todos mis amores, sensualmente en contacto con todo el mundo y, a la vez, más aislada y orgullosa en mi sueño (pobre George, está disgustado, pertenece al mundo ordinario), pero el pozo del amor, de la simpatía, fluye más intensamente y rebosa. Soy demasiado rica. Tengo que dar. No es infidelidad a Gonzalo, Dios, no lo sé. Es lo que fluye de mis colisiones cerradas, íntimas, individuales, algo que sobrepasa lo personal y la dualidad, que se vierte sobre el mundo; es la abundancia, la música y el amor, que se desborda después de que Gonzalo y yo nos encontramos y nos tocamos con nuestros cuerpos ardientes, con nuestras mentes ardientes, dejando rastros de halos detrás y alrededor de nosotros, chispas que caen sobre los otros, Hugh y Henry.

El rostro de Gonzalo. Se acerca la noche en la cual voy a enterrarme con él, en sueños y en secretas conexiones. Cómo me gusta su tristeza, su aire reflexivo, su humor repentino. Su manera astuta y sutil de calmar los celos de Helba. Hubo un momento en que Helba quiso matarme. Gonzalo fue presa del pánico. Se rompió su voz. «Anaïs, tengo tanto miedo por ti, oh, Anaïs, mi chiquita».

Sueña con España, donde los muros, las convenciones, las costumbres, las leyes dificultarían aún más nuestros encuentros. Sueña con caminos tortuosos, con renuncias; el camino directo es criminal. Se maravilla de que, siendo yo tan libre, haya conservado aquel fervor medieval por las vidas sigilosas, refrenadas, inhibidas, un fervor raro, disperso en la vida moderna. Estos encadenamientos continuos de besos con Gonzalo, su cara recortada contra las estrellas nocturnas o la pared de un café… Gonzalo. Himnos de amor para el amante de los amantes, el amante de los sueños de mujer, poseída por su amor, incapaz de dormir, de descansar, tenso por la vigilia, temeroso de perderme, celoso, adorador. Escribe para mí como acto de amor, como una caricia. La forma de su cuerpo, femenino por la suavidad del contorno, sus ojos cuando camino hacia él, tan penetrantes, tan visionarios y, sin embargo, ciegos por la emoción.

23 de julio de 1936

El flujo de la vida me sigue pesando y él grita agónicamente porque he visto a Henry: «Tengo que tenerte toda para mí. Me ha faltado la fuerza para arrancarte de tu vida; tu caridad y tu humanidad son pesadas cadenas que te tienen aprisionada». Los celos lo torturan de un modo oscuro, desproporcionado; retuerce la sensualidad, no obedece al deseo que llamea; lo deja arder y consumirse, regresa por caminos desviados cuando estoy tranquila y sin fiebre, no está desnudo con orgullo y naturalidad, sólo al despertar arde su instinto con pureza, aunque tenso, y mi propia naturalidad se hace añicos, no puedo responder, mi miel se desperdicia, la noche se llena de pensamientos; busca la noche; también el ensueño, que él no ve, surge de la sensualidad pura, de modo que la pasión no surge como una explosión, sino como una lucha o una búsqueda, inundada de celos oscuros y violentos. Una marca azul que vio en mi muslo lo llevó a la desesperación. La tarde que pasé con Henry estaba loco de pena. Lo llamé por teléfono: «No sufras, Gonzalo». Luego me dijo: «Sufrir es bueno, me hace más fuerte. Anaïs, cuánta sed tengo de sublimación».

Toda la dulzura del mundo me llama, me invita. Henry se introduce en la miel con sencillez, toma el pulso de la carne viva; las entrañas laten con vida y ritmo, tan naturalmente como la respiración, la carne permanece tranquila y plena, el ensueño surge de la satisfacción, no de las resistencias, castigos y rechazos monacales de Gonzalo; el ensueño surge de lo sencillo, y lo veo por entero, desgarrándome, de la tierra al cielo.

Rebecca West.

Donald Friede. Anaïs Nin recortó esta fotografía de un periódico y la pegó en su diario.

Gonzalo sediento de peligro, de muerte, de heroísmo. Su energía nace de nuestras noches, y necesita revoluciones, comunismo, acción. Nacido como rey del mundo, no quiere la creación sino el drama. Entonces, Gonzalo, yo iré contigo a España. Satisfaré mi antigua obsesión con Juana de Arco. Moriré contigo en la sangre y el drama, pero me siento triste y, en medio de la noche, cuando hablaba de mi Padre, dije: «Quiero la grandiosidad, sí». Y Gonzalo: «Fue heroico; hay heroísmo en tu vida».

Cierro los postigos y las persianas del apartamento. Odio la luz del día. Yazco en el fumadero de opio de las palabras, ojos, fiebre y sentimientos de Gonzalo. Ha puesto el comunismo en mis sueños y al principio no lo entendí, me sentí herida, empujada bruscamente dentro del holocausto, la vida reducida a cenizas, sacada violentamente de la dulzura sensual, de su goce. Ásperas alegrías de nuevo, sacrificio, comunión, pecado, confesión, sacrilegio.

¿Podré retenerlo?

Lo encuentro bailando, con una alegría que no arde entre las piernas; el mundo se desangra, los haces de leña se amontonan en la pira de Juana de Arco para Gonzalo, dios de terrible grandeza, para quien la vida, la vida ordinaria, no es suficiente, que vive más allá de las caricias, más allá del hombre y la mujer, que vive para negar la vida y reafirmar a Cristo. Qué sabor a pan católico destila en mis labios. ¿Dónde está el pesado y cálido pan de trabajador que me dio Henry? Acostada al lado de Henry, amable, envenenada por mi vuelo a las estrellas con Gonzalo, sacudida, enfebrecida de grandes espacios, de otros éxtasis inconmensurables, nacimiento y muerte de la carne.

«No mires a nadie»,[44] me dice Gonzalo. «No dejes que nadie desabotone tu chaqueta roja, sé toda mía». Pero es el momento que he elegido para amar al mundo, cuando la muerte de los revolucionarios en España me hiere como si muriera la carne que amo, cuando siento vibrar todos mis sentidos mirando los cuerpos y los rostros en la calle; es el momento en que soy sensible y abierta a cada hoja, a cada nube, a las ráfagas del viento, a los cuerpos y ojos que me miran, es el momento en que veo con mayor claridad la hermosura de Pita, la delicadeza de la piel de Henry, la poesía de [Conrad] Moricand*, la pureza adolescente de Hugh, en que me deshago de pasión y ternura más allá de Gonzalo.

Cada vez más ligera y más pura, camino desposeída por la calle, como cuando con June, camino sin sombrero, sin ropa interior, sin medias, camino como una pobre para sentir mejor la realidad, para estar más cerca, menos arropada y protegida, para purificarme, eludiendo a la gente que sé que no me gusta, eludiendo lo falso, las formas, la continuidad.

Deseos de ser pobre. Dar todo lo que tengo, los vestidos que me gustan, joyas, dinero, porque estoy regalada, enriquecida, fecundada, dolida y poseída, y bendigo a Dios que ha permitido que viniera el hombre, que me ha permitido vivir, besar, ser inundada, cortejada, quemada, destruida, estar viva. Me siento muy agradecida.

A un amigo: No creas que soy inconsciente del drama político que está ocurriendo, pero no he tomado partido porque, para mí, la política, toda, está podrida en el corazón, pues se asienta en la economía y no en los ideales. El sufrimiento del mundo no tiene remedio, como no sea individualmente. Como yo doy todo individualmente, no siento ninguna necesidad de participar en un movimiento. Pero ahora el drama ha comenzado. España se desangra trágicamente. Me siento tentada de comprometer mi lealtad. Pero me mantengo al margen, a toda costa, porque no veo ningún líder en quien confíe o por quien pueda dar mi vida. Sólo veo traición y fealdad, ningún ideal, ningún heroísmo, ninguna entrega de uno mismo. Si viera a un comunista que fuera un gran hombre, un hombre, un ser humano, yo podría ser útil, luchar y morir. Pero, entretanto, colaboro con un pequeño grupo y espero. La gente acabará conmigo a causa de mi nacimiento (fusilad a todos los que lleven las uñas limpias, dicen en España) y de mi talante individualista. Y con el perfume, las uñas limpias, las catedrales, las pieles y los castillos, también se irá la poesía. No era el rey lo que valorábamos, sino el símbolo de un líder. Ahora no tenemos líderes ni ceremonias ni rituales ni incienso ni poesía. Sólo hay la lucha por el pan. Y es que somos verdaderamente pobres.

25 de julio de 1936

La otra noche caí dormida cuando leía lo que había escrito sobre Gonzalo, para volver a vivirlo y saborearlo. No sé despertar del sueño. El opio. Cuando nos vemos, echamos a correr hacia el otro. Hace todo el viaje desde Denfert-Rochereau sólo para besarme durante media hora. Paso por el estudio de la Rue Schoelcher, donde una vez me sentí tan sola, paso acompañada de Gonzalo. Paseamos abrazados, besándonos, por las calles. Es un misterio. Hablamos muy poco.

Anoche salí con Hugh y, a las once y media, le dije: «Tengo que dejarte ahora, he de aparecer un rato en una fiesta que dan por mi libro». Hugh acepta pero insiste en llevarme. Le doy la dirección de Colette. Subo por la oscura callecita y me escondo en un portal hasta que Hugh se va. Con el corazón palpitante espero unos minutos. Si estuviera esperando a la vuelta de la esquina, si me siguiera por la oscura calleja que hay detrás de Villa Seurat, si me siguiera por la Rue des Artistes y viera que me paraba delante del número 10, y viera la luz en el estudio de Roger o a Gonzalo en la ventana…

Camino rápidamente. A Gonzalo le gusta mi temeridad, mis audacias, los riesgos que tomo. Me espera en lo alto de las escaleras. Medianoche. Fuego en sus ojos. Y tortura. ¿Había estado realmente con Hugh? ¿No ha sido otro el que me ha traído? ¿No venía de Villa Seurat? Tiramos el colchón sobre el suelo, detrás de una cortina, «como en un fumadero de opio», dijo él, y anoche pude retenerlo, al tigre suelto lo retuve con mi sensualidad. Cuando nos levantamos al alba y empecé a peinarme, volvió a tomarme, durante la noche derramó tres veces su pasión dentro de mí. «Qué diferencia contigo», exclama, «oh, lo que siento por ti, chiquita. ¿Por qué pienso tan a menudo en ti cuando tenías doce años? Debe de ser porque me gusta crear a los seres humanos (creó a Helba). Pienso en tus comienzos, antes de que fueras a América. Entonces habría estado más cerca de ti. Creo en el amor exclusivo, chiquita. Tengo que saber que eres toda mía. No puedo compartirte. Nunca antes he amado de esta manera. A los doce años tenías que ser más española».

Ha visto en el Perú a los católicos flagelándose frenéticamente. Va en busca del sufrimiento. Esto me produce una gran tristeza. Busca la tortura. La ha encontrado en la totalidad de mi pasado, en mi carácter esquivo, en la sensación de inseguridad que ofrezco. Pero estoy triste. Porque su amor está impregnado de dolor, como le pasaba al mío por Henry. Me excita intensamente. Su cuerpo y su rostro me tienen hechizada. Lo miro y lo adoro con mis ojos. Su voz me estremece. Sus ojos. Su pudeur. Dice que es cristiano y que yo soy pagana. Dice: «Yo bebo vino tinto, como la sangre de Cristo. Tú, en cambio, bebes el vino blanco de Baco». Le sorprende que no me guste lavarme después de hacer el amor. «¿No te molesta sentir todo eso dentro?». «Es maravilloso», contesto, «lo suficientemente bueno para beberlo». La noche pasa como un soplo. El deseo no lo deja dormir.

Ha visto a Henry en el Dôme rodeado de sus mediocres amigos, y se pregunta: ¿Cómo puede encajar Anaïs allí? No me la puedo imaginar. Y entonces le explico lo que me ha hecho sufrir el gusto de Henry por la basura humana.

Por la mañana estuve con Henry, evitando la posesión. Dijo que debería tener el valor de continuar solo y escribir. Pero no podrá. Primavera negra ya está fuera, dedicada a mí. Soy el armazón de Henry. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Podré ser la musa sin amor? Mi amor es sólo compasión. Ningún deseo, ninguna comunión.

En la cima de un mundo que se derrumba. Y mientras más se derrumba más firme me siento en la posibilidad del amor personal, de las relaciones personales. Yacemos sobre el colchón de un fumador de opio, encima de volcanes. «Cómo sabes querer, chiquita. Qué ternura».[45] Después de tomarme, me ama más.

No se fue a España con los demás.

27 de julio de 1936

Primera mentira a Gonzalo. Anoche fui a cenar con Henry. Hablamos de las últimas páginas, que contienen la descripción más terrible que se ha escrito nunca sobre la disolución y el vacío. Hablé de la inclinación gargantuesca de Henry, su afán por la cantidad, sus dramas y conflictos contra la pérdida de su identidad, de su abundancia vital y contra el drama impersonal y simbólico del espíritu americano para dominar tanto materialismo. Dije que su experiencia personal con June había eclipsado su experiencia con la multitud, había probado que todo lo demás no valía la pena.

He ayudado a Henry a transformar su material. He dado significación a sus calles, a sus multitudes. He intentado que recuperara su vitalidad interna. Incluso hoy.

Ahora, en este libro, la enfermedad de Henry queda manifiesta, aterradora, todo lo que me ha hecho sufrir, sus dispersiones, sus emociones atrofiadas a causa de su constante movimiento en la multitud, su personalidad, tan fácilmente perdida en la ciudad («hecho añicos por la ciudad», escribe), esta personalidad que he perseguido y amado, a la que me he adherido, y que finalmente restablecí en nuestras relaciones personales.

Pero qué interesante su mundo. Siempre cambiante, intranquilo. Lo fui recorriendo, volviendo a descubrir sus defectos, sus monstruosidades, perversiones y vulgaridades. Otra vez volvimos a hablar en la misma dirección, creando juntos, simultáneamente, me sentí inspirada. Llevaba la iniciativa y Henry decía: «Es eso exactamente lo que iba a hacer…».

Creación.

No hay creación con Gonzalo. No es un creador. Tiene ojos, orejas, nariz, paladar, tacto, una visión maravillosa, pero ninguna creación.

Amante. Me espera a medianoche en el estudio de Roger. Le digo a Henry que no puedo quedarme durante la noche porque Hugh está en casa de Helba, de modo que insistió en acompañarme a casa.

Gonzalo estaba tendido en el colchón que hemos puesto en el suelo. No me vio con Henry. Está alegre, ardoroso. Su cuerpo moreno está lleno de vida. Y una hora más tarde dice: «Yo no soy creador».[46] Analiza, filosofa. No crea. Por eso vive, por eso toma todas las drogas, por eso es comunista, por eso es tan hermoso amarlo, vivir con él. Se zambulle totalmente en el presente. En la vida. Sin fisuras. En mi vida siempre está la eterna lucha para no fragmentarme. Creación y muerte en la vida de Henry; Gonzalo es un hombre en la vida que no crea. Y yo, creando y viviendo. Por eso abandono a Henry, una concha, una sombra para buscar el ardiente y vivo cuerpo moreno de Gonzalo. Pero eso da tristeza, amargura. Ningún cambio en mi vida. Nadie lo entenderá. Nadie. Nadie. Tristeza. Una lucidez profunda, abismal. El abismo bajo un beso. Y caigo en él.

Lo que pienso acerca del «mundo». Cuando escribo cartas, telefoneo, salgo a buscar a alguien, voy a un café, a una fiesta, busco algo, como cuando volví de Nueva York. Cuando lo encuentro (una intensa experiencia, Gonzalo), me detengo para saborearlo, para darme por entero.

Henry sigue igual. Más cafés, más películas, más gente, mediocridad, cambios. Ninguna selección. Ninguna profundización. Ninguna valoración.

30 de julio de 1936

El mundo del hombre en llamas y ensangrentado. El mundo del hombre se desintegra en la guerra. El mundo de la mujer, tan vivo como en este libro, durará para siempre; la mujer, dadora de vida; el hombre, autodestructivo, muerte, carnicería que me rodea, muerte, odio y división, y yo cansada de sostener a Henry, a Hugh, a Eduardo, a Rank, y ahora a Gonzalo. La debilidad de Gonzalo, tan deseoso de morir por mí, buscándome tan sólo en la embriaguez y en el ensueño y, si no estoy con él, en el Pernod. Gonzalo con una botella en el bolsillo, corriendo a la muerte con los comunistas, y yo llorando cuando veo la película de los marineros de Cronstadt. Heroísmo. Heroísmo para morir, pero ningún heroísmo para vivir, para amar, para acariciar y para defender el mundo personal, el alma.

Mi mundo personal incólume, pero cuesta mucho escuchar la música con los cañones en los oídos, y aún es más difícil escucharla cuando Madre y Joaquín corren peligro en Mallorca, Eduardo en peligro y mi Padre en peligro en España.

Henry escribe y yo le pregunto: «Si nos separan y nos perdemos, como ocurrió con la gente durante la Revolución rusa, ¿qué harás?». Se siente aterrorizado. Ninguna fuerza para vivir, sólo tiene fuerzas para las palabras.

La cabeza de Gonzalo sobre mi pecho, soñando; todo lo que quiero de ti es el sueño, tienes el poder de embriagarme, y nuestro primer desacuerdo aparece cuando digo que tú crees que el sueño se origina en la negación del deseo. Yo creo que el sueño nace de la satisfacción del deseo; después de la fusión nos sentimos más fuertes. Gracias a la sensualidad nos elevamos, florecemos místicamente. «Tú eres pagana, yo soy cristiano. Necesito la sublimación». Así dice Gonzalo y de ese modo pone una sombra sobre la sensualidad, y yo me siento morir, envenenada, desierta. Ninguna sensualidad, ahora que ha muerto entre Henry y yo. Ninguna sensualidad en el salvaje Gonzalo, amamantado con incienso, cuando toda mi fortaleza consistía en vivir de la carne.

Estoy cansada de luchar contra la destrucción.

1 de agosto de 1936

Mi afecto y mi naturalidad están teniendo éxito. Anoche Gonzalo se sintió más libre, intensificando sus caricias; caímos dormidos, saturados de la carne del otro, bañados en ella, él reposando la cabeza en mis rodillas, y yo con su sexo en mi boca, enamorándome lentamente de su carne a medida que aumentaba; lentamente poseemos la carne del otro, en sueños y durante toda la noche.

—Soy un cobarde, Anaïs. No puedo dejarte. No puedo entregarme a ti e irme a luchar a España. Debería. Me tienes dominado y me drogas, Anaïs.

Su hermosa carne, su olor. ¿Triunfaré sobre la muerte?

—Porque te amo, Anaïs, quiero morir. Sólo la muerte puede venir después de esto, sólo la muerte es grande después de esto.

No se ha ido a España. Lo temo de un día a otro. Sediento de grandeza, por el holocausto, moriría. Exaltación que conduce a la disolución. Que Gonzalo destruye la vida a su alrededor es evidente. La gente me mira angustiada. Charpentier, adivino, me ofrece su fortaleza: «Pareces necesitada, pareces perdida, temblorosa».

Parezco cansada, nerviosa. Grito a un mundo lleno de destrucción. ¿Dónde está mi alegría? Una alegría quebrada por la melancolía. Cuánta tristeza en nuestro amor. Gonzalo me dice: «Me avergüenzo de nuestra felicidad cuando el resto del mundo sufre».

A las ocho de la mañana corro a casa de Hugh a tiempo para hacerle el desayuno y despertarlo tiernamente. A la hora del almuerzo corro a casa de Henry y leemos su horóscopo, que ha hecho Moricand. A las cuatro estoy al lado de la cama de Helba e intento quedarme, pero Gonzalo me pide que no me quede, que me reúna con él en nuestro nido. Estamos cansados, dormiremos apaciblemente juntos. Pero, una vez allí, nada de dormir, sino pasión ardiente. E inmediatamente después de nuestra noche, sed y hambre infinitas.

2 de agosto de 1936

Noche. Gonzalo y yo paseamos por el Parque Montsouris. Gonzalo habla apasionadamente del comunismo, a favor de Trotsky y contra Lenin. Mueve la cabeza con vehemencia, orgullosa y violentamente. Parece noble y heroico. Habla.

Acabo de llegar de casa de Henry, donde he pasado la tarde y he leído páginas intensas. Echada en la cama con Henry, me dice: «Me estoy haciendo viejo. Ya no tengo deseos». Y tengo que consolarlo, le digo que eso es pasajero, que el trabajo lo agota. Su cuerpo está muerto. Y con ello muere mi felicidad sensual. La ternura abrumadora que siento por él me hace hablar prudentemente: «Lo tienes todo en la cabeza, ahora que escribes sobre el sexo. Cuando esto termine volverás a sentirte vivo». Dice que no desea a nadie. Siento su amor y su angustia. Está angustiado porque su horóscopo tiene siete signos femeninos y sólo uno masculino.

A medianoche paseo con Gonzalo, que me habla de la necesidad de sacrificarse y morir por el mundo. «Moriré de un disparo, Anaïs. ¿Hasta dónde vendrás conmigo?». Todo el camino, contesta la mujer, pero mi espíritu permanece al margen, sin convencerse. Fuera del mundo, el arte es la muerte. Sólo puedo verlo como muerte porque no creo en él. Nunca me he sentido tan desgarrada. Me falta la fuerza necesaria para sacar a Gonzalo de la trágica fatalidad, porque cuando uno saca a alguien que no es un artista del mundo de la acción y del drama lo mata. Y la acción y el drama tiran de mí hacia abajo porque yo no creo en la política. El arte es mi única religión. Para mí la política es muerte y sacrificio inútil.

Y el libro de Henry crece inmensamente, escrito con esperma y sangre, y Henry cada día es más delicado, más frágil, más patético. Y mi cuerpo muere lentamente a causa de Gonzalo. Su falta de sencillez, franqueza y naturalidad envenena nuestra sensualidad. Su estado tenso, su nerviosismo, su mentalidad, afectan a mis nervios, me hacen sentir como me sentía antes de que Henry me hiciera natural y sencilla. Gonzalo me crispa con su exaltación, sueños, tensiones y culpas y paraliza mis propios deseos. No puedo dormir y tengo sueños violentos y eróticos con hombres enormes y brutales que me poseen. Pero el amor que siento por Gonzalo aumenta, el sexo se sacrifica, pero, oh, el amor… Mientras duerme, contemplo su cara, sus hombros, un Gonzalo femenino, hecho para amar, hermoso de mirar cuando está excitado. ¿Qué importa lo que le excita? Está excitado y deseo que me encienda el mismo fuego, pero no puede ser. Una página escrita por Henry me excita más que los libros de Trotsky. Pero Gonzalo quiere morir.

Al alba, al despertar de mi duermevela, lo miro. Debilidad y fortaleza. Fortaleza para morir. Estoy triste y también dispuesta a morir, a causa de la angustia y la fatiga, dispuesta a morir porque la fuerza con que yo acostumbraba a insuflar vida en la obra de Henry, y en Hugh, Gonzalo y Helba, me está debilitando.

La miel deja de fluir. El tiempo es gris. No hay verano. No hay sol. Tragedia y muerte. Henry que dice: «Me estoy haciendo viejo». Oigo que Gonzalo murmura en sueños: «Mi chiquita tan rica, tan rica tu boquita, tan linda…».[47] A las doce atravieso el Bois en bicicleta junto a Hugh. Y canto. Canto con la alegría se sentirme viva, canto con temeridad, desafiante, irónica. Canto, sudo, me baño, me maquillo la cara, me pregunto cuándo llegará aquí la guerra y a quién salvaré, dónde y con quién iré, si con Henry o con Gonzalo. A Hugh lo abandonaré con el pretexto de la guerra y el fuego. Dejaré que crea que he muerto. Esa vida con él es muerte. Hugh no sufrirá si es por la guerra y no por traición.

2 de agosto de 1936

Los pensamientos entre las cosas que ocurren son casi siempre falsos. Lo que uno piensa mientras vive: eso es lo único cierto. Lo que pienso en presencia de Gonzalo (fe, emoción) es más exacto que el proceso de separación y enajenación que tiene lugar después, nacido de mi falta de confianza en el amor, en mí misma y en la vida. Sólo confío en mí misma en cuanto a lo sentido, a lo vivido. El momento en que los pensamientos y temores me separan de Gonzalo, como me separaron de Henry, aniquilada por la emoción y la presencia del amado. Estos pensamientos son la lucidez que destruye la vida y la ilusión, la lucidez que detuvo a Rank al borde de la disolución. Nada me detiene, porque la disolución es parte de la vida. Rank se negó a vivir y a sufrir.

En el estudio de Gonzalo, con Hugh y Emil. Gonzalo y yo, cuando estamos cerca, nos estremecemos de placer y tratamos de aspirarnos el uno al otro. El beso robado en la oscuridad de la escalera es una bendición. Siento como si entrara lentamente en mi cuerpo, como si poseyera mi cuerpo.

4 de agosto de 1936

Anoche, en casa de Henry, escuché la conversación deslumbrante de Moricand. Puta, niño, drogadicto, esquizofrénico. He elegido a Moricand como poeta de los astrólogos. Es clarividente. Lo siento físicamente. Me gustaría que me tocara. En su presencia siento lo que él llama el mundo neptuniano, todo lo que no sé expresar, todo lo que hay detrás de mis actos, de mi escritura.

Al aceptar a Gonzalo como amante, pero no como el hombre que ha de cambiar mi vida entera, me desperté de nuevo a la soledad. Desolación inmensa. Trabajo. Trabajo serio. Sobrio. Es difícil trabajar en un mundo caótico. Pero con una voluntad terrible, he empezado a escribir, a hacer del apartamento un oasis de paz, a vivir como si nada se estuviera derrumbando. Gonzalo ha venido con gripe y fiebre. Nos echamos, enredados, en la cama de Joaquín. Durmió sobre mi pecho y despertó bien, sin fiebre.

10 de agosto de 1936

El mundo es un caos. Pánico. Histeria. Contagio. Madre y Joaquín en casa, a salvo, contestan a mis apasionadas cartas. Gonzalo enfermo, descompuesto, como yo solía descomponerme ante la vida y el conflicto, arrastrándose hasta la escuela de arte. Enfermo porque le faltó el cuidado, la dedicación, la ternura, las grandes efusiones de la pasión pura. Una tarde sensual con Henry, después de llevarle, como es mi costumbre, nuevo maná, el libro de Moricand Le miroir astrologique, L’Eubage de Blaise Cendrars y Transsibérien.

Necesidad intensa e inexorable de un orden estoico. Trabajo en el apartamento, coloco cortinas. Doy mis manuscritos a Denise Clairouin*. Corrijo los diarios para ella. Envío por correo ejemplares de La casa del incesto a Gotham Book Mart en Nueva York. Escribo cartas sin parar. Orden. Y cuando, gracias al orden, salgo del torbellino, me siento fuerte. Es la síntesis que necesito para la acción, para el siguiente movimiento del acto. Tengo que dirigir a Gonzalo, a Henry, a Helba, a Madre y a Joaquín, para sacarlos del peligro. Empiezo a perfilar mi personaje de creador estableciendo normas, dominando, en pequeñas cosas, y luego me impongo a las inseguridades, indecisiones, dudas y flaquezas que me rodean por todas partes. Henry está completamente desintegrado, incapaz de trabajar. Todos los artistas se van. Yo continúo. Es verdad que no puedo escribir, pero puedo vivir. Puedo crear vida a mi alrededor, dar fuerza, estimular, defender, amar, salvar. Pongo todos mis manuscritos en la caja fuerte, y también este diario, que terminaré esta noche.

Anoche, en la casa lóbrega de Roger, Gonzalo, sentado con las piernas cruzadas, hablaba así: «Me educaron y crecí en medio de la mayor crueldad. En la hacienda de mi padre teníamos cincuenta familias de indios. Los criados eran como de la familia, pero, si cometían una falta, si sorprendían a uno, había una especie de tribunal familiar, un juicio, y la sentencia se ejecutaba allí mismo. De niño vi muchas flagelaciones. Vi a los católicos que se flagelaban en la iglesia. A mi primera amante me la llevé conmigo a un pequeño pueblo adonde me habían enviado para que lo gobernara. Tendría unos dieciséis años y yo diecisiete. Un día, loco de celos, celos de moro, la torturé. La colgué de las muñecas y le puse un peso en los pies. Yo mismo tiré de la cuerda y la dejé así unos cuantos minutos. Un hombre muere así a los diez minutos. Sentí una gran alegría, aunque sabía que todo aquello era injusto. Y cuando la bajé se moría de deseo, se moría de sensualidad.[48] Más adelante me fui corrigiendo de todo esto, primero con los jesuitas, después en Estados Unidos, y mucho más en Francia».

Sentí el gran aliento de la vida salvaje. La anhelo. Lamenté que Gonzalo se corrigiera, que hoy sus celos sean masoquistas y no sádicos, que cuando sospecha que he salido con Henry se vaya al Dôme y se emborrache. Me siento decepcionada de un modo poco definible. Desilusionada. ¿Se ha extinguido el volcán? ¿Está domesticado el león? ¿Rota el alma? Un león que tiene gripe, la sangre diluida por Francia, por Estados Unidos. Siete años en Nueva York. Siete años en Francia. Socavada la vitalidad maravillosa. Les rayons d’un feu amoindri. Su padre era escocés, su madre, inca. Quizá el indio que lleva dentro empezó a sentirse avergonzado y aprendió la compasión. Hasta los católicos del Perú practican su religión con salvajismo y violencia. Pero estamos sentados, riendo, en el pequeño parche vegetal de Francia, parmis les jardiniers. ¿Qué hacemos aquí, qué diablos hacemos aquí? La guerra y la revolución pueden devorar a Francia.