PRÓLOGO

Buenos Aires, marzo de 1956

Me impresionó el ascenso precipitado del avión. Llevaba algo menos de seis años en Argentina y desde entonces apenas me había alejado algunos kilómetros de la capital. La idea de permanecer tantas horas metido en un espacio tan pequeño me hizo sentir una fuerte opresión en el pecho, pero a medida que el morro del aparato se enderezaba, poco a poco comencé a recuperar la calma.

Cuando la amable azafata rubia se acercó hasta mí y me preguntó si deseaba beber algo, le indiqué que un té sería suficiente. Por un segundo pensé en tomar algo más fuerte, pero desde mi estancia en Auschwitz había aborrecido las bebidas alcohólicas. Constituía un espectáculo lamentable ver a mis compañeros y colegas ebrios todo el día, sin que al comandante Rudolf Höss pareciera importarle. Era cierto que en los últimos meses de la guerra muchos hombres se sentían desesperados, algunos habían perdido a su esposa e hijos en los duros y criminales bombardeos de los aliados, pero un soldado alemán, y más un miembro de las SS, debía mantener el aplomo fuera cual fueran las circunstancias.

La azafata dejó el té muy caliente sobre la mesa auxiliar y le devolví la sonrisa. Sus rasgos eran perfectos. Sus labios gruesos, pero no demasiado, sus ojos de un azul intenso y brillante, con pómulos pequeños y rosados configuraban un rostro ario perfecto. Después giré la vista hacia mi viejo maletín de cuero negro. Reservaba un par de libros de biología y genética para hacer más ameno el viaje, pero en el último momento, sin saber aún por qué, había guardado también unos viejos cuadernos infantiles pertenecientes a la Kindergarten[4] del Zigeunerlager[5] en Birkenau. Años antes los había traspapelado con mis informes de estudios genéticos realizados en Auschwitz, pero durante todo ese tiempo nunca me había decidido a leerlos. Aquellos cuadernos eran el diario de una alemana que conocí en Auschwitz llamada Frau Hannemann. Ahora, Helene Hannemann, su familia y la guerra se encontraban en un pasado muy lejano que prefería olvidar, cuando aún era un joven oficial de las SS y todos me conocían como Herr Doktor Mengele.

Alargué el brazo y tomé el primer cuaderno. La portada estaba totalmente descolorida, tenía manchas de humedad en las esquinas y el papel había adoptado el tono amarillento de las historias viejas que ya no importan a nadie. Abrí lentamente la portada mientras tomaba el primer sorbo de té negro; después, las letras alargadas de Helene Hannemann, la encargada de la guardería de Auschwitz, me hicieron retrotraerme a Birkenau y la sección BIIe donde se encontraban encerrados los romaníes del campo. Barro, alambradas electrificadas y el olor dulzón de la muerte, eso era Auschwitz para todos nosotros, y aún sigue siéndolo en el recuerdo.